Octava sesión
Me refugié más que nunca en las palabras, los dibujos y la música. Ingresé en la escuela de Bellas Artes de Liverpool. Supe más tarde que muchas estrellas de rock habían hecho lo mismo. Fue en esta época cuando conocí a Stu. Stuart Sutcliffe. Y, ahí está, sigo en lo mismo. No puedo creer hasta qué punto mi vida es una sucesión mórbida. Voy a hablar de Stu, lo que va a aterrorizarme una vez más. En fin, digo eso, pero estoy habituado a vivir con su fantasma. Hay algo así como una culpabilidad en sobrevivir, ¿no? Sobre todo si se sobrevive a los genios. Stu era un genio, de verdad. Uno de esos seres que hacen de cada día un mundo. Me enseñó tantas cosas. Sin lugar a dudas es la persona que más he admirado. Nuestro encuentro fue una amistad a primera vista. Y quizás más que amistad. Yo lo amé. Lo amé como amo a las mujeres. Tenía un aura demencial. Se parecía a James Dean, parecía siempre muy relajado con sus Ray-Ban y sus jeans pegados a las piernas, y cuando tocaba el bajo hacía derretir a cualquier chica que estuviera en el terreno.
Vivíamos en una especie de casa ocupada inmunda. Era un cambio respecto de la de Mimí, donde cada cosa estaba en su lugar desde hacía décadas. Venir a vernos era una suerte de entronización en la suciedad. Tomábamos lo que encontrábamos para hacer muebles. Sábanas agujereadas hacían de cortinas. Las bombillas siempre estaban fundidas. Dormíamos en divanes que cambiábamos de lugar todo el tiempo en el apartamento. Si algo olía demasiado mal, en lugar de limpiarlo trasladábamos la cama donde nuestro horizonte nasal estuviera protegido. Recuerdo sobre todo que nos helábamos. Quemábamos muebles para calentarnos. Y fue en este período cuando empecé a beber. A beber de verdad. Lo que me volvía cada vez más agresivo. Mi reputación empeoró. Un día, rompí una cabina telefónica. Todo el mundo hablaba de eso, y yo me sentía idiota de que todos se enteraran de un acto patético como ese, producto del alcohol. Tenía la celebridad de la ruina. No sé cómo hice para no terminar preso. Escapé por milagro de la mala vida. Mis hazañas les gustaban a las chicas. Sobre todo a las de buena familia, que se excitaban con mis groserías. Pero eso no me importaba. Las tomaba y las tiraba, las maltrataba. Estaba esa morena un tanto tiesa que me miraba todo el tiempo. Era Cynthia. Yo no la encontraba lo bastante Bardot, al comienzo. Por suerte, se tiñó de rubio. Era amable, del tipo no molesto, pero, bueno, yo era un verdadero miserable. Volcaba en las mujeres todas mis frustraciones. Sin embargo teníamos una relación muy pasional. Había peleas de nunca acabar. Yo le prohibía hablar con otros hombres, y no había nada que discutir, rompía todo si no hacía lo que le ordenaba. Al cabo de unos meses decidió dejarme. Debió de ser porque me exhibí con otra chica frente a ella, o alguna otra porquería por el estilo. Pero yo no podía soportar que me dejaran. Era un ultraposesivo, un loco de celos. Hasta con mis amigos. Me volvía loco que Stu pasara mucho tiempo con una chica. No podía moderarme. Me ardía el cuerpo cuando veía que alguien se alejaba. Cyn no siguió los consejos que le daban, y finalmente volvió. Hay que pensar que me amaba sinceramente. Yo decía que haría esfuerzos, que todo iría bien, pero no duraba. Siempre la haría sufrir. Y siguió siendo así hasta nuestra atroz separación años más tarde.
Paul y George seguían en el instituto, pero pasaban a verme con frecuencia. Los veía maravillados por el burdel de mi vida. Y sobre todo: yo era activo sexualmente mientras ellos vegetaban todavía en el estadio virginal. Pasábamos cada vez más tiempo juntos. Ensayábamos. Fue en ese momento cuando Pete Best integró el grupo. Me suena raro pronunciar su nombre. Con él también nos portamos mal. En fin, es lo mismo en todos los grupos de rock. Hay muchos cadáveres entre las melodías. Le propusimos que tocara con nosotros, porque tenía una buena reputación. Y tenía talento. También es cierto que no había muchos bateristas en Liverpool. Ni siquiera tipos que tuvieran una batería. Estuvimos felices de que aceptara. Tenerlo lo cambiaba todo. Ahora éramos tres guitarristas y un baterista. Nos faltaba un bajista. Stu asistía a nuestros ensayos, a las discusiones sobre el grupo. Nos miraba un poco desde arriba. Él vivía para la pintura. Tenía asegurado un gran porvenir. Además, acababa de vender un cuadro. Eso nos había impresionado a todos. Lo convencimos, con Paul, de que comprara un bajo con el dinero del cuadro. Digo con Paul, pero fui sobre todo yo. Quería a cualquier precio que formara parte del grupo. Quería estar con él todo el tiempo, y era el único modo. Para él, la música era un arte menor. Eso me enojó. Stu carecía de conciencia de época. Si Van Gogh hubiera vivido entonces, seguramente habría tocado el bajo en lugar de pintar girasoles. Algo así le dije. Pese a su aparente desinterés por lo que hacíamos, me sorprendió verlo ceder tan rápido. En el fondo, le gustaba la idea de hacer música. La idea de estar en una banda. Entonces se compró un bajo. Un magnífico bajo Hofner.
Y así fue: los Beatles estaban listos para comenzar.
Y empezaron a llamarnos de todos lados. Al comienzo íbamos sobre todo a concursos. Nos encontrábamos de pronto tocando entre dos números de circo. Recuerdo un grupo con un enano. Y después había una chica que hacía malabarismos con cucharas. Nos barrió a todos. Su número impresionó a los jurados. Habríamos querido hacerle comer sus cucharas. Tocábamos en todas las salas de baile donde nos llamaban. Ir a todos esos sitios podridos nos unió más. No sé si fue entonces, o un poco después, cuando tocamos con Johnny Gentle. Es único: no puede haber dos tipos como él. Me encolerizaba ver que grababa discos, que tenía un público que iba a aplaudirlo. Yo lo encontraba pedestre al máximo, mediocre a fondo. Un pobre diablo que recogía las sobras de los años treinta para provocar sonrisas en viejas desdentadas. Pero, en fin, nos pagaba, y eso era lo que importaba. Hasta hicimos una gira por Escocia con él. Johnny Gentle: entró en la historia porque los idiotas que lo acompañaban en su gira de mierda, los idiotas a los que él no dirigía la palabra, eran los Beatles.
En fin: trabajábamos. Y lo hacíamos bien. Empezamos a tener una reputación. Fue por eso por lo que nos propusieron ir a tocar a Hamburgo. Otro grupo había desistido en el último momento, entonces nos cayó a nosotros. Había que decidirse rápido. Nos parecía una locura ir al extranjero, durante varias semanas, quizás varios meses. Y a Hamburgo. Una ciudad con reputación ultrasulfúrica. Seguramente la ciudad más trash de Europa. No vacilamos mucho en decir que sí. Estábamos entusiasmados de verdad. Anticipábamos la locura que nos esperaba, pero no podíamos imaginar que sería peor que eso.
La llegada fue un shock. Alucinamos. Éramos tan jóvenes. Y George directamente menor de edad. Hubo que falsificar sus documentos para que pudiera tocar. Reeperbahn era el barrio de las putas y los marineros. Era el corazón del desenfreno. Cuando nos presentamos en el club, vimos la decepción en la cara del patrón. ¿Éramos nosotros los ingleses que se suponía que incendiarían el lugar? Hay que decir que en esos primeros días teníamos un aire de chicos tímidos. Necesitamos tiempo para acomodarnos a ese ambiente de lupanar gigante. Nos mostró dónde íbamos a dormir. Estábamos tan contentos de estar ahí que no dijimos nada. Pero era realmente horrible. Ni siquiera había ducha. Pasaríamos meses oliendo mal, viviendo con el sudor de los conciertos encima. Las camas estaban dispuestas en una especie de retretes, detrás de un cine. Todos los días nos despertaban las funciones de la mañana. Y como nos acostábamos muy tarde, comprendimos que no se dormiría. De todos modos, Hamburgo es una ciudad donde no se pega ojo. A la noche, venían todas las chicas que juntábamos. A menudo eran las putas del local, a las que les caíamos bien. O pequeñas alemanas que venían a encanallarse en el fango. Las llevábamos a nuestra guarida, y nos las intercambiábamos. Todos asistimos al desvirgamiento de George. No había visto que estábamos ahí. Cuando terminó, encendimos la luz y aplaudimos. Nos trató de todo, antes de soltar la risa. Estaba bien.
El club era un lugar de mierda, un local de striptease que el dueño quería transformar en escenario de rock. Los clientes venían a ver tetas y encontraban a unos ingleses no muy excitantes. Había que dar la talla. Al comienzo había quizás dos o tres personas en la sala. Pensamos que nos echarían. Pero el boca-oreja funcionó. Estábamos como locos. Teníamos que tocar durante siete u ocho horas seguidas. Había que hacer durar las canciones. Recuerdo que manteníamos durante por lo menos una hora un tema de Ray Charles. Y bebíamos como esponjas. Tocábamos borrachos. Empezamos a tomar anfetaminas para resistir. Comíamos en el escenario, y una vez tuve que mear tocando. Cuando estaba bien borracho, trataba al público de nazis. Y hacía el saludo hitleriano. La gente nunca había visto algo así. Había un solo problema que enturbiaba la magia: Paul pensaba que Stu no estaba a la altura. Y seguramente tenía razón. Pero yo no quería tomar partido. Una vez se pelearon en el escenario. El público debió de pensar que formaba parte del espectáculo. Lo que era completamente plausible.
Allí crecimos. En unas semanas viví diez años. Sobre todo progresamos musicalmente. Nos dimos cuenta de que éramos realmente buenos. Al comienzo habíamos adoptado nombres muy ridículos. Paul era Paul Ramon. George se había vuelto Carl. Y yo Long John. Pero ese delirio no duró mucho. Éramos los Beatles. Venía cada vez más gente. Yo sentía que estaba pasando algo muy fuerte, algo eléctrico que ya no podría detenerse. Había muchos grupos ingleses que tocaban en el barrio. Uno de ellos era el de Ringo. Ahí nos hicimos amigos. Pero había una gran rivalidad. Había que ser los mejores. Y ya éramos los mejores. Sin embargo, el contexto no era fácil. Todas las noches había que luchar contra ese gentío de borrachos que hacía un ruido imposible. Había que arrastrarlos al campo de nuestra música. Y conseguir que cerraran la boca.
Un camarero nos contó cómo les robaba dinero a los marineros borrachos. Quisimos hacer lo mismo. Una noche encontramos una víctima. Sudo frío cuando lo recuerdo. Todo era tan violento, tan extremo. Después del concierto nos pusimos a beber con nuestro marinero. El tipo era simpático, nos pagaba los tragos y elogiaba nuestra música. En el momento de pagar, vi su billetera llena de dinero. Les indiqué por señas a los otros que había que ocuparse de él. Salimos. Paul y George se desinflaron, y yo seguí con Pete, caminando en la oscuridad junto al tipo que no nos había hecho nada. Pero queríamos su dinero. Nos hacía falta. No sé en qué estado me encontraba en ese momento. Era un sálvese quien pueda, la vida era una porquería, y él no debería habernos mostrado su dinero.
Atravesamos un estacionamiento oscuro. Era el momento. Nos arrojamos sobre él. Recuerdo su mirada. Pareció realmente sorprendido. Le descargamos patadas en la cabeza. Imploraba que lo dejáramos, pero seguimos golpeándolo, sin motivo, como locos. Hablo en plural, pero era yo. Desbordaba una violencia insólita, y necesitaba sacarla afuera. Era absurdo: seguía excitándome como un pervertido, cuando ya le habíamos sacado la plata. De pronto me empujó con fuerza con el pie. Y aprovechó para sacar algo del bolsillo. Pensé que era un revólver, y que me metería una bala en el cuerpo. Pero no estoy seguro, porque no se veía nada. Retrocedimos y salimos corriendo. Corrimos tanto que perdimos la billetera en el camino. Habíamos hecho todo eso por nada.
Una hora después estaba en la cama, temblando de frío. Nos congelábamos las bolas en nuestro cuarto. Me dolía el vientre. Había bebido demasiado. Y volvía a ver la película de nuestro ataque. Pensé que quizás lo había matado. Y después me dije que no, no debía de estar muerto. Pero en ese caso seguramente vendría a cobrarse venganza. Vendría a matarme. Pensé toda la noche que me había jodido la vida, y que me merecía toda la mierda que me vendría encima. Tenía mal gusto en la boca. No podía dormir, pensaba en nuestras risas de traidores antes del ataque, en el gesto de sorpresa del marinero, y me veía una y otra vez pegándole. Esa noche no terminaría nunca. Yo era un enfermo, era un malvado. Al fin, la fatiga me venció. Los días siguientes pensaba todo el tiempo que vendrían a detenerme. Pero no, nada. No hubo noticias. Nunca más oí hablar de él. ¿Habrá muerto? No lo creo. Habrían encontrado el cadáver. Debió huir. Tomar un barco para irse a algún lado. Dejó la ciudad, pero lo tengo junto a mí. Lo siento todavía, años después. Sus gritos me obsesionan. Su venganza fue la contaminación de mis noches.
Unos meses más tarde nos aclamaba el mundo entero, ese mundo que nos veía como los yernos perfectos, los chicos limpios. Chicos buenos al viento que cantaban canciones de amor para adolescentes en flor.