Séptima sesión
Paul pasa a verme de vez en cuando, cuando está en Nueva York. Es raro pensar que nos reconciliamos. Durante mucho tiempo pensé que no había retorno del odio que hubo entre nosotros. Yo dije cosas horribles sobre él, y hasta las canté. Pero, bueno… Quizás todo eso contribuye al mito, ¿no? La violencia de nuestra desintegración estuvo a la medida de nuestro éxito. Una desintegración planetaria. Fue exactamente eso: teníamos una historia de amor con el mundo. Eso complica las cosas, sobre todo tratándose de esa clase de historias, en las que ya es bastante complicado cuando hay sólo dos. En el fondo, cuando encontré a Yoko y el grupo explotó, se dio ese caso tan común del tipo que se enamora y se aleja de sus amigos. Algo absolutamente típico. Salvo que ahí los amigos en cuestión eran los hombres más famosos del mundo. Entonces tomó proporciones colosales. Pensé que se había terminado verdaderamente, para siempre. Pensé que Paul era un canalla, un arribista, un calculador, y después otros muchos adjetivos. Con el paso de los años, Paul recuperó progresivamente en mi espíritu las mejores cosas que sabía de él. No puedo decir que hayamos reconstruido una relación, pero al menos caminamos sobre las cenizas sin quemarnos, lo que ya es mucho. No es la primera vez que amistades adolescentes se evaporan en la edad adulta, cuando aparecen las divergencias y las modificaciones. Es lo que nos pasó a nosotros. Simplemente tomamos caminos diferentes para vivir nuestra vida de adultos. Aun cuando nadie nos conceda ese derecho. Para el mundo estamos unidos pase lo que pase. Cuando alguien piensa en él, piensan en mí. Es así. Estamos en el mismo barco, y es el barco más difícil de maniobrar. Por más que intentemos hundirlo, lanzarlo contra los témpanos, no hay nada que hacer, sigue ahí, insumergible.
Siempre admiré los esfuerzos de Paul para que siguiéramos unidos. Lo que hizo con el grupo sigue haciéndolo conmigo, hasta con Yoko, trata de portarse como un caballero. Pero bueno, a veces desembarca aquí, y yo le digo que ya no tenemos quince años. Tiene que llamar por teléfono antes. Ya no se puede pasar así sin más por la casa de los amigos. Paul siempre tiene un pie en los años cincuenta. Tengo la impresión de que atravesó nuestra locura sin cambiar. Me fascina por eso. Yo morí y renací millones de veces, mientras que él siempre está ahí, inmóvil, hierático, con su sonrisa de nuestro primer encuentro. Tratándose de él, la primera impresión es una condena a cadena perpetua.
¡Y qué primera impresión! Ivan quería presentármelo para que nos tocara algo. Yo nunca he tenido intuiciones, pero aquello fue el colmo de mi falta de clarividencia. Viéndolo, me dije que la gente se reiría. Y después tomó la guitarra, mirándome a los ojos. No parecía nervioso. Eso fue lo que más me sorprendió. Después me confesó que estaba superimpresionado, sobre todo porque yo hedía a alcohol. Pero no lo dejó ver. Tocó «Twenty Flight Rock», de Eddie Cochran, y siguió con «Be Bop a Lula» de Gene Vincent. Yo he olvidado tantas cosas en mi vida. La amnesia es mi droga preferida. Pero aquello, lo tengo siempre presente. Todo. Nota por nota. Me mataba ver que lo sabía todo. Iba sobre seguro, ese pequeño maldito. Pero no quise mostrárselo. No era una actitud roquera decir cosas amables, o simplemente expresar las emociones. Debí de decirle que no estaba mal.
Cuando se fue, se quedó en mi cabeza. Era la primera vez que conocía a alguien tan bueno como yo. Quizás mejor. Para mí, se abría una alternativa. Podía quedarme sin él y seguir siendo el gran jefe de los discapacitados. O bien, si quería que el grupo llegara a ser bueno de verdad, era evidente que lo necesitaba. Pero había algo que me molestaba: su cara. Parecía tan niño. Su cara de muñeco iba en contra de mi energía de rebelde. No me veía dando conciertos con un tipo como él al lado. ¿Pero qué era lo más importante? ¿La imagen o el sonido? No lo pensé mucho: Paul tenía que tocar con nosotros. Había tomado la decisión, pero no quería rebajarme a pedirle que nos hiciera el favor de integrarse al grupo. Envié a alguien a hacerle la propuesta. Creo que no aceptó de inmediato, se hizo desear. Al fin, dos o tres semanas después, apareció. Así comenzó nuestra unión.
El rejuvenecimiento no se detendría ahí. Paul me presentó a George, que era realmente un niño comparado conmigo. Casi tres años menos. No era posible. Se nos reirían en la cara. Tendría que ir a reclutar a la guardería si seguía así. Paul insistió, así que acepté escuchar al pequeño. Eso fue en la plataforma de un autobús. Él estaba mal sentado, y pensé que se caería. Y que todo sería ridículo. Otra vez mi afinado sentido de la intuición. Se puso a tocar. Como había pasado con Paul, bastaron unos segundos para que no hubiera más que hablar. Era increíble técnicamente. Yo nunca había visto algo así. Le dije que estaba bien, y me miró con sus ojos grandes. Como si yo fuera el Papa. Creo que quería besarme los pies. Para él, entrar en un grupo con tipos que eran casi adultos debía ser tan bueno como tener sexo por primera vez. Al aceptarlo en el grupo no sospeché el daño colateral que causaría: me seguiría a todas partes, como un caniche. No quería soltarme, terminaba avergonzándome. Cuando yo salía con chicas, él solía estar ahí, detrás de mí, sin decir nada. Al comienzo fui muy duro con él. Hasta que poco a poco empecé a admirar su discreción, y a ver toda su elegancia. Así nos unimos los tres. Así fue como formé los Beatles. Yo tenía dieciséis años. Cuando ahora me cruzo con chicos en la calle, a veces pienso que a su edad yo ya había fundado el grupo más grande de todos los tiempos. La gente piensa que triunfamos de inmediato, pero hubo que remar durante años. Al comienzo tomábamos todo lo que nos caía en las manos. Íbamos a todas partes. Tocábamos, y eso nos hacía felices. Yo era el líder, todo el mundo me escuchaba. Mi grupo era mi primer público. Nos gustaba organizar concursos de masturbación, y todos pensábamos en Brigitte Bardot para ganar. Estábamos locos por Bardot. Locos furiosos. Cuando veíamos a una chica, nos preguntábamos si era bardotizable o no. Años después tuve ocasión de conocerla. Fue una catástrofe. Hay que decir que me angustiaba demasiado acercarme al mito absoluto de la femineidad. Era como tener una cita con mi fantasma. Estaba tan nervioso que me atraganté con ácido antes de ir. Se suponía que me relajaría, pero de pronto no podía hilvanar tres palabras seguidas. Por lo que me dijeron, terminé acostado en la alfombra del restaurante con el pretexto de que mi sesión de meditación trascendental no podía esperar. Estoy habituado a echar a perder los encuentros decisivos, pero aquello fue directamente un desastre. Bardot debió de tomarme por un demente. Bueno, en fin… A otra cosa. Sigo… ¿Dónde estaba? Ah, sí, el concurso de masturbación. Todo el mundo pensaba en Bardot, y yo, para romper el clima y la excitación, gritaba: «¡Winston Churchill!». Enorme poder el de Churchill para aflojar una erección. No hay nada que hacer. Es el nombre que mata. ¡Churchill! En fin, hay que ser inglés para entenderlo. Bueno, ahora quizás no suena tan gracioso. Hay que ponerse en el contexto, seguramente.
Nos reíamos, vivíamos al día, nos miraban como a marginados. Porque la Inglaterra de fines de los cincuenta se parecía a una película sueca. Imposible hacerlo más siniestro. Es asombroso qué rápido cambió todo. Pero entonces, lo importante era no llamar la atención. Teníamos que marcar el paso. Todo el mundo nos miraba por la calle. Y era lo que queríamos. Queríamos escandalizar. No queríamos tener una vida de mierda. Queríamos ganar dinero y acostarnos con muchas chicas. Yo no los comprendía, a todos esos jóvenes que fantaseaban con la vida ordenada de sus padres. No comprendía cómo se podía vivir así la juventud. Para mí eran ellos los marginados. Eran tan jóvenes y tan viejos. Tan jóvenes y tan ingleses. No habían limpiado el polvo sobre su idea del futuro.
Paul no salía mucho con nosotros. Su madre había muerto de cáncer, así que se quedaba lo más posible en la casa con el padre. A fin de cuentas, yo prefería que no estuviera presente en mis borracheras y locuras. Nuestros momentos de creación eran momentos robados a la agitación. Pasábamos mucho tiempo juntos. Muy pronto empezamos a componer canciones. ¡Y no sólo canciones! Recuerdo una pieza de teatro. Era la historia de un tipo que se creía Jesucristo. Vaya, por lo visto ya tenía eso en la cabeza. Con Paul, pasaba algo muy loco. Éramos absolutamente complementarios. Era muy raro ver nacer ese equilibrio. Nacimos iguales. Eso fue lo hermoso de nuestra colaboración. Nos ayudábamos, nos completábamos, pero no nos influenciábamos. Cuando se escuchan todas las canciones de los Beatles, puede verse con claridad hasta qué punto cada uno conservó su propio terreno sonoro. Pasamos una década mezclándonos, sin intervenir jamás uno en el otro. Creo que nuestro éxito vino de ahí: de esta extraña alquimia entre la autonomía y la unión. Decidimos que seríamos el nuevo dúo de compositores de moda, como Rodgers y Hammerstein. Y empezamos a firmar Lennon-McCartney todas nuestras composiciones. Paul quería que fuera McCartney-Lennon, pero no sonaba tan bien. Y además yo era el más fuerte. Podía romperle la cara si no estaba contento.
A Mimí no le gustaba ver que la música se volvía el centro de mi vida. Por suerte Paul le caía bien. Al revés de George, que le disgustaba por su acento proletario. No quería que tocáramos en la casa, entonces componíamos en la galería exterior. Pero servía, la acústica era buena. Y en mi cuarto escuchábamos discos. Los analizábamos. Todo eso me conmueve cuando lo pienso. Me digo que se trató de una parte buena de mi vida. Sobre todo porque la relación entre mi madre y mi tía se había apaciguado un tanto. A medida que yo crecía, ellas dejaban de combatir por mí. Mi madre al fin se había vuelto razonable. Tenía cuarenta y cuatro años. Se ocupaba mucho de sus hijas. Recuerdo los días que precedieron al drama. Y ahora comprendo que siempre hay algo inquietante en las horas de tranquilidad. Sí, podíamos ser felices. Entonces, necesariamente, teníamos que hundirnos en el dolor. En ese dolor que es el estribillo de mi vida, que es mi verdadero hit. Y aun ahora, que estoy a salvo, no pasa un día sin que sienta la sombra de un drama planeando sobre mi cabeza.
Puedo imaginar sin dificultad a mi madre caminando, está en la calle, camina rápido, siempre tuvo ese aire de las mujeres con prisa, las que dan la impresión de que siempre tienen algo increíble por vivir: las heroínas que corren. Se cruzó con un amigo mío, que pasó en bicicleta, se sonrieron, fue su última sonrisa. Sí, mi amigo fue testigo de su última sonrisa. Unos segundos después, un policía borracho la atropelló cuando cruzaba. Cuando vio aparecer a mi madre frente a su coche, pisó el acelerador en lugar de frenar. Así fue como murió mi madre, a causa de una mala elección del pie. Todo había terminado.
Había vuelto al fin a mi vida, y la perdía por segunda vez. Un policía llamó a la puerta de casa. Me miró, y me anunció que mi madre estaba muerta. Así sin más. En una frase. Fuimos con Dykins al hospital. Yo estaba destruido, pero el dolor de Dykins parasitaba el mío. Sollozaba todo el tiempo, se lamentaba de su suerte. Era horrible. Dijo «¿Pero quién va a ocuparse de las chicas ahora?» o algo por el estilo, y eso sumó un disgusto más al disgusto del día. Yo habría querido matarlo a él también. Pero, en fin, estaba completamente deshecho. Tan huérfano como yo, en cierto modo. No fue capaz de decirles la verdad a mis hermanas en el momento. Fue a ver el cuerpo de mi madre, pero yo no pude. Quería conservar para siempre una imagen de ella llena de vida.
Algunos fans están agradecidos al policía que mató a mi madre: piensan que sin él yo no habría accedido al firmamento emocional. Idiotas. A lo que yo accedía era a la violencia. Dentro de mí crecía toda la furia del mundo. Era una injusticia insostenible. Quería encontrar al asesino, vengar a mi madre, sobre todo porque al maldito lo absolvieron. Tenía que pagar. No había razón para que yo monopolizara así el dolor. Y después mi odio se difundió a todo. Ese policía era toda persona con la que me cruzaba. Todo sería diferente. Ya nadie podría retenerme. Me dije: ahora no tengo a nadie. Estoy solo en el mundo. Tengo toda la libertad para ser violento. Libertad para estar loco.