CAPÍTULO CATORCE
Feliz Navidad —dijo una voz de mujer, y al abrir los ojos vi a través de una niebla de ron a Sheila Foney sentada en una mesa baja junto a mí, ofreciéndome un vaso que contenía un brebaje espumoso. Extendí varias de mis gordezuelas manos derechas y señalé el vaso.
—¿Qué es eso?
—El remedio —contestó Sheila—. ¿Puedes incorporarte para tomarlo?
—No lo sé.
El día anterior, después de la pelea con Eileen y la conversación telefónica con su padre, bebí unos tragos de ron. Cuando de pronto Eileen salió del dormitorio como una tromba, dejó la casa, subió al Pinto y se fue con rumbo desconocido, tomé otro poco. Luego volvieron Sheila y Neal de algún lado, les di los titulares de la reyerta —aunque se mostraron muy receptivos no entré en detalles—, y ellos me tomaron bajo su protección. En casa de los Latteral daban esa noche una fiesta de Año Nuevo, y los dos insistieron en que los acompañara, pero yo me negué a ir a ninguna parte sin Eileen. Por otra parte, no podía correr el riesgo de salir y que entretanto ella volviera para hacer las paces. De manera que me quedé en casa con la botella de ron y me dediqué a meditar, o más bien dejé que mis pensamientos se pasearan al azar por una serie de cuestiones, algunas de las cuales dejaron huellas en mi mente.
¿Y en qué había pensado? En la Navidad en el trópico, por ejemplo, lo que me llevó a la típica reacción del habitante del hemisferio norte, para quien una Navidad sin nieve, con calor y palmeras, no es una «verdadera» Navidad. Aunque enseguida me dije a mí mismo que las palmeras son parte casi inevitable de todas las escenas de pesebres, que no hubo nieve en Belén, y que la primera de todas las Navidades se celebró en un escenario que cuando menos era subtropical.
También reflexioné sobre la opción que se me había dado entre salvar el monasterio y conservar a Eileen, sobre el tema general del amor secular y sobre la posición ambigua de la iglesia respecto al sexo. (La Iglesia santifica el sexo en el matrimonio y condena el sexo adúltero, pero con ello deja en el limbo gran parte de la actividad sexual del mundo. Eileen, por ejemplo, nunca se había casado por la iglesia, y en ese momento, no estaba casada ni por la iglesia ni de ningún otro modo, o sea que desde un punto de vista moral nuestras actividades de esos días eran neutras, aunque la mayor parte de los sacerdotes no las hubieran visto con tanta benevolencia.)
Bajo la influencia del ron la meditación suele abarcar un espectro más amplio, aunque menos substancioso, que la meditación a secas. Aparte de los temas que ya mencioné, estuve rumiando a intervalos algunos tópicos menores, hasta que por fin me dirigí con paso vacilante a la sala y me tiré en el sofá, ya que no quería usar la cama antes de reconciliarme con Eileen.
Y a propósito de Eileen, debo decir que cuando perdí la conciencia ella aún no había vuelto, ya que según recuerdo mis últimos pensamientos antes de dormirme giraron alrededor de las respectivas texturas del cristal y el mimbre. ¿Habría vuelto ya? Me incorporé, y un súbito dolor violento me oprimió la cabeza.
—¡Ay! —exclamé—. ¿Volvió Eileen?
—Todavía no.
—¡Qué increíble dolor de cabeza!, ¡ay! —volví a gemir apretándome las sienes con las manos—. ¿Habrá aspirinas?
Mientras con una mano seguía sosteniendo el vaso, Sheila extendió la otra hada mí y la abrió. En su palma vi dos pastillas blancas.
—Ah —dije, y cometí el error de mover la cabeza en un gesto afirmativo. Luego cometí el error de tratar de abrir los ojos del todo—. No es la primera vez que ves estos síntomas —sugerí.
—Es una epidemia común. Tómatelas con esto.
Tomé la aspirina de buena gana, pero me resistí al brebaje.
—¿De qué está hecho?
—Bebe.
Bebí. Debajo de la espuma había un líquido dulzón que por el gusto hacía pensar en leche, huevos, azúcar y... ¿ron? No. Imposible.
—Bébetelo todo.
Tomé aliento y vacié el vaso.
—Guaaa. Gracias.
—De nada. —Sheila retiró el vaso y poniéndose de pie me preguntó—: ¿Todavía quieres saber la receta?
—Ni por asomo —contesté.
—Lo siento —dijo Eileen.
Yo estaba tomando el sol en la playa, frente a la casa. Abrí los ojos, hice pantalla con las dos manos, y vi a Eileen sentada a mi lado con aire preocupado y arrepentido.
—Hola —saludé.
—No supe resolver la situación —dijo ella—; por eso opté por la pelea.
—No te preocupes —la tranquilicé.
Con una sonrisa vacilante, me preguntó:
—¿Podemos empezar de nuevo?
—Por supuesto. ¿Qué es lo que no supiste resolver?
—Todo el asunto respecto a ti y a mi padre. —Se volvió y miró hacia el mar, dejando escurrir arena entre sus dedos—. Sencillamente no puedo asumirlo.
Me senté. Eran las últimas horas de la tarde, y después de comer mucho y descansar más, yo ya estaba recuperado de los estragos de la noche anterior. De lo que no estaba recuperado era de Eileen. Le toqué una pierna y volví a insistir:
—¿Qué es lo que no puedes asumir? Cuéntame.
Me miró, seria y turbada, y enseguida apartó los ojos.
—Quieres que elija entre mi padre y tú.
—No, no es cierto. De veras que no.
—De veras que sí. —Cuando otra vez volvió la cara hacia mí, me di cuenta por la hinchazón de sus párpados que había llorado mucho—. Tú dices que él miente y él dice que el que mientes eres tú, y yo debo decidir a cuál de los dos creer.
Lo cual era absolutamente cierto. ¿Qué podía decir yo? Nada. Y eso fue lo que dije.
—¿Cómo puedo tomar semejante decisión? —preguntó Eileen.
—Quizás no puedas —respondí.
Nuevamente volvió la cabeza hacia el mar, alejando de mí su mirada penetrante, y continuó:
—No sé quién tiene razón en ese asunto del monasterio, no sé si habría que obligarlos a irse o permitirles que se queden, no sé qué irá a pasar. Lo único que sé... —volvió a mirarme y me apretó la mano— es que tiene que pasar sin nosotros. Si queremos construir algo entre nosotros. Charlie y Eileen, tú y yo, tenemos que mantenernos apartados de todo eso.
—Es cierto —dije.
—No puede formar parte de nuestras vidas.
—Tienes razón.
Pero ahora el monasterio llenaba mis pensamientos. Si yo estuviera allí en este instante, en este instante, en este instante, ¿qué estaría haciendo, qué estarían haciendo los demás, que estaría ocurriendo? Casi me levanté de un salto al oír el ruido que hacía el hermano Eli al tallar la madera, y cuando volví la cabeza vi a Sheila limándose las uñas. Un avión pasó sobre nuestras cabezas, una negra saeta en el firmamento azul, y casi pude ver la silueta pesada del hermano Leo con la cabeza echada hacia atrás, apuntando al Cielo con la nariz y la barbilla. «Boeing» —lo imaginé diciendo—, «siete cuarenta y siete». Uno de los nuestros.
Navidad. ¿Era ése un día de Navidad? Comer y beber con un montón de irlandeses paganos en una isla tropical que ni siquiera existía cuando Cristo nació. «Aconteció en aquellos días, que se promulgó un edicto de parte de Augusto César, que todo el mundo fuese empadronado.» Lucas, capítulo 2. Por eso se dirigieron a Belén María y José, y allí «no había lugar para ellos en el mesón»; Puerto Rico no formaba parte de ese mundo.
Tampoco Nueva York, claro está, tampoco mi monasterio, pero de alguna manera eso no tenía importancia. En Nueva York, Navidad era Navidad; en Puerto Rico, sólo un apéndice.
Ni siquiera estoy muy seguro de que mi preocupación fuese de orden religioso, aunque por supuesto en el monasterio santificábamos la festividad. Desde siempre nos reservan asientos razonablemente buenos para la misa de medianoche en la Catedral de San Patricio, tradición que según creo se remonta a los comienzos de la catedral, en 1879. Después de misa tenemos por costumbre regresar al monasterio y reunimos en la capilla, donde nos entregamos a una meditación silenciosa hasta el alba. Entonces, tras un ligero refrigerio de pan y té, nos vamos a la cama. A las once nos levantamos, nuevamente tomamos un bocado de pan y té, y pasamos las horas del día en el atrio, en grupos que entonan himnos y elevan plegarias. (En los últimos años suele suceder de vez en cuando que el último éxito de rock de una radio se mezcle desde la calle con nuestro Adeste Fideles, pero hasta ahora siempre hemos logrado dominar tales incursiones.) Y después cenamos.
¡Ah, la cena! Es el purgatorio para el hermano Leo, el infierno para sus ayudantes y el cielo para todos los demás. Es nuestra única gran comida del año, y su recuerdo basta para sostenernos durante los restantes trescientos sesenta y cuatro días. El hermano Leo cocina al lechoncillo, el rosbif con budín de Yorkshire, las batatas, las coles de Bruselas, los bróculi al gratén, los espárragos con salsa holandesa, las patatas asadas con su gruesa costra tostada y chorreantes de manteca. El hermano Thaddeus presenta alguna de sus especialidades con mariscos como entrada: ostras Rockefeller, quizás, o cazuela de camarones, o trucha al vino blanco. Y para terminar, el hermano Quillon saca de la manga pastel tras pastel, como un prestidigitador: pastel de manzana, pastel de fruta y especias, pastel de cerezas, pastel de almendras, pastel de zapallo, pastel de peras.
¿Y qué decir del vino? Nuestra bodega está bien surtida desde hace siglos, y sólo la utilizamos raramente, ¿pero qué ocasión más gozosa para la celebración que el nacimiento de nuestro Señor y Salvador? Y así, los vinos desfilan por nuestra mesa: vino blanco alemán con el primer plato, tinto francés con el plato principal, licores italianos con el postre, coñac español y oporto portugués con el café preparado por el hermano Valerian.
Naturalmente, no intercambiamos regalos. A título individual no poseemos nada; por lo tanto nada podemos dar ni aceptar. Por lo demás, el dios gordo y vestido de rojo no es nuestro dios, y lo que celebramos es el nacimiento de Dios.
Resulta extraño hablar de nuestra comunidad en un sentido religioso. Somos una fraternidad religiosa, pero no hablamos de eso. Del mismo modo, todos nosotros vivimos en un mundo regido por la ley de la gravedad, y cada día de nuestra vida tomamos una o más decisiones basadas en esa ley, ¿pero con cuánta frecuencia hablamos de la gravedad o pensamos en ella? Es simplemente algo dado, un postulado básico de nuestras vidas, y sería tonto y en cierto modo impúdico extenderse en una larga disertación sobre el tema.
No es que yo crea que Dios me exige ser un monje crispinita, aunque sí creo que nos exige a todos cumplir nuestras promesas. Creo, sencillamente, que Dios existe, que este es Su mundo y Él nos ha reservado un lugar en Su mundo a cada uno de nosotros. Lo único que debemos hacer es buscar ese lugar. En los últimos diez años, nunca dudé que el lugar que Dios me reservaba en Su mundo se encontraba en Park Avenue, entre las calles 51 y 52. Allí fui feliz y allí, una vez por año, tuve la dicha de celebrar el nacimiento de Aquél que todo lo hizo, de honrar ese nacimiento con ayuno, y plegarias, y rituales, de acogerlo con cánticos y de celebrarlo con un banquete comunitario.
Pero este año, no. Este año me encontraba en una húmeda isla, en los dominios de los Gordos Dioses del Polo Norte, en ese gran mundo exterior donde la Navidad ha perdido todo significado.
La cena en la casa alquilada de la playa consistió en pollo sobre un lecho de tomates guisados y arroz, plátanos fritos y un vino blanco de California, bastante bueno, en una gran jarra de cristal. Eileen y yo éramos los únicos comensales, pues Neal y Sheila habían tenido el tacto de dejarnos solos para que pudiéramos besarnos y hacer las paces. Fue una comida agradable, pero cuando Eileen, después del café, me tendió tres paquetes envueltos para regalo, no se me ocurrió qué podría ser.
—Tus regalos de Navidad, tonto —tuvo que decirme ella, y entonces me vi obligado a admitir que yo no había comprado e inventado nada para ella—. Mi regalo de Navidad eres tú —me aseguró ella, afirmación no muy original pero apasionada, y volvió a besarme.
No tuve más remedio, pues, que abrir los paquetes. Empecé por el más pequeño y al desenvolverlo encontré un despertador plegable de viaje. Cerrado, se convertía en una ostra cuadrada de cuero marrón; abierto, era un reloj a cuerda con una esfera moderna, y cuando lo probé dejó oír un timbre discreto, pero eficaz.
—Muy bonito —dije—. Gracias.
—¿De veras te gusta?
—Sí, me gusta mucho. —Traté de que mi voz y mi cara expresaran el mayor entusiasmo posible.
—Fue un verdadero problema. Es difícil saber qué regalarle a alguien que no tiene nada.
Seguí abriendo paquetes. El segundo contenía una afeitadora eléctrica con una infinidad de accesorios.
—Ah —dije volviéndome a inyectar fervor—, ahora no me cortaré más.
—Y puedes usarla sin enchufarla —me explicó Eileen entrelazando sus dedos con los míos mientras me señalaba las excelencias de la máquina—. Puedes enchufarla como cualquier máquina de afeitar o llevarla contigo cuando viajas, y funciona días y días sin volver a cargarla.
—Fabuloso —aprobé, y abrí el paquete más grande. Era una bolsa de plástico color beige.
—Ajá —dije—, aquí podré guardar las otras cosas.
—¿Te gusta todo, en serio? —preguntó Eileen.
—Me gusta todo —le aseguré, y luego agregué una verdad—: Y estoy locamente enamorado de ti.
Ahora vivía de momento en momento, como un ciego que desciende una montaña. Todas las mañanas me despertaba lleno de tensión e incertidumbre, arrastrando jirones de malos sueños, todas las tardes me calmaba con mezclas de ron y todas las noches me entregaba a la verdad de mi amor por Eileen. Mis problemas eran críticos pero no urgentes, graves pero insolubles. Al parecer nada podía hacer para salvarme a mí mismo o al monasterio, de manera que me instalé en una desasosegada inactividad, tratando de no pensar.
El domingo, los cuatro habitantes de la casa fuimos a misa. En la cercana ciudad de Aldea Loiza había una pequeña y antigua iglesia cubierta de enredaderas, pero como ir a misa en este caso era un excursión turística no menos que un deber religioso, la pasamos de largo y recorrimos los treinta kilómetros que nos separaban de San Juan y de la Catedral de San Juan Bautista, cuyo mayor interés radica en la tumba de mármol de Ponce de León en el interior y una estatua del mismo personaje delante del templo, señalando más bien lánguidamente hacia la lejanía. (Aparte de su famosa búsqueda de la fuente de Juvencia, en lugar de la cual descubrió Florida, Ponce de León fue el primer gobernador español de Puerto Rico.)
La misa a la que asistimos en la catedral me pareció un rito más antiguo y más rico de aquél al que estaba acostumbrado en Nueva York, de alguna manera mucho más estrictamente católico romano y a pesar de ello mucho más remoto. Creí, antes de vivir la experiencia, que podría sentirme incómodo, o bien que podría aprovechar la oportunidad para buscar la orientación divina, pero esa versión de Dios no parecía tener ni un Ojo ni un Oído abiertos a los problemillas de un insignificante monje descarriado preso de las garras del sexo; hacía falta fuego y sangre para atraer la atención de ese Dios meridional.
En el camino de regreso nos detuvimos a almorzar y tomar unas copas y luego reanudamos la marcha, esta vez conduciendo Neal, mientras Eileen y yo viajábamos muy juntos en el asiento de atrás. Le toqué una pierna, según mi nueva costumbre, pero ella apartó mi mano.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—No después de misa —me contestó. Eludió mis ojos y con expresión ceñuda se puso a mirar por la ventanilla—. Quizá mañana.
—¿Quieres decir que nunca en domingo? —El ron que había bebido en el almuerzo me hacía ver el mundo muy divertido?
—Este domingo no —dijo Eileen, y por la forma en que me miró, la sentí de pronto como una extraña.
Al fin y al cabo lo hicimos, tarde por la noche, pero todo fue diferente. Mi semana de sexo había despertado en mí un hambre dormida durante largo tiempo, y mis manos parecían estar tendiéndose a cada momento hacia Eileen. No estaba pues con ánimo para ejercer mi sentido crítico en cuanto a la calidad de nuestros encuentros. Sin embargo, incluso yo pude advertir que al ejercicio de esa noche le faltaba algo. Eileen se mostró más apasionada y al mismo tiempo más lejana, y yo me sentí a la vez ahíto y hambriento. Éramos como actores que han actuado juntos en una obra años atrás y que al volver a la escena tras una larga ausencia descubren que recuerdan el texto y los trucos del oficio, pero han olvidado por qué eligieron alguna vez esa obra.
Por la mañana llamé a American Airlines. Eileen aún no estaba despierta y en voz baja pedí que me reservaran un asiento en el próximo avión a Nueva York.
—Lo lamento, señor —dijo una voz con acento español—, para hoy no quedan plazas libres.
—Para mañana, entonces.
—Todo vendido, señor. —La empleada conseguía que su voz sonara alegre y a la vez apenada por no poder complacerme—. Podría ponerlo en la lista de espera, pero honestamente no creo que haya muchas esperanzas.
Era absurdo. Cuando por fin quería viajar, los dioses del Viaje no me lo permitían.
—Bueno, ¿y para cuándo hay pasaje?
—Veamos. Mm-hm, mm-hum. Podríamos colocarlo en el vuelo del miércoles por la mañana.
—Miércoles. —Y apenas estábamos a lunes. ¿Qué haría durante esos dos días?
—Así es, señor. ¿Desea que le hagamos la reserva?
—Sí.
—Muy bien. Para el miércoles treinta y uno de diciembre. Treinta y uno de diciembre. Víspera de Año Nuevo, el día que expiraba el plazo.
—De acuerdo —dije.
De modo que volvía. ¿Pero volvía adónde? ¿Al monasterio? Sabía que me recibirían, sin tomar en cuenta lo que hubiese hecho lejos de allí, ¿pero podría yo volver a mi vida anterior? Si el monasterio, si su existencia y su destrucción (y mi fracasado intento de impedirla) se convertía en una perpetua barrera entre Eileen y yo —como en verdad lo era—, ¿no sería también una barrera entre la orden y yo? Cuando en la primavera próxima mis hermanos se vieran obligados a trasladarse a alguna ex universidad o a una planta de gaseosas cerrada por quiebra, ¿podría yo incluirme? ¿Cómo podría vivir entre ellos? Yo era la última esperanza que les quedaba, y había fracasado.
En el primer momento creí que tenía que optar entre Eileen y el monasterio, pero en verdad mi margen de elección era aún más estrecho. No podía quedarme con Eileen porque el monasterio se interpondría siempre entre los dos, pero tampoco podía salvar el monasterio renunciando a Eileen. Iba a renunciar a ella de todos modos, ya lo estaba haciendo, pero sólo porque la absurda idea de una unión entre ambos había cumplido su ciclo. Tenía que irme, pero por razones personales, y nuestra separación no ayudaba a salvar el monasterio. Me resultaba imposible cumplir la segunda exigencia de Dan Flattery. Me resultaba imposible decirle a Eileen que le había mentido.
Claro que debí haberlo hecho. Como había dicho Roger Dwarfmann citando la Biblia para sus fines, «Hagamos males para que vengan bienes». Pero yo no podía hacerlo, y ese era mi fracaso. No podía irme dejándola con la idea de que yo era un mentiroso y un farsante, que la había engañado, que no la había amado.
Aquel día Eileen se levantó tarde mientras yo, sentado en la playa frente a la casa —volvería con un sorprendente bronceado al frío y oscuro nordeste—, ensayaba diversas maneras de decirle que no podía quedarme, que no era apto para ese mundo ni para ninguno de los mundos a los que ella pertenecía. Era un monje nuevamente, ya fuera que volviese o no a la Orden Crispinita. Tendría que buscarme algún lugar parecido. Era la única vida para la que me sentía preparado. Quizá me aceptara la Orden de San Dimas, aquélla de la que me había hablado el hermano Silas. Podía unirme a esos ex delincuentes dondequiera estuviesen alojados ahora, en sustitución de San Quintín.
¿Pero qué diablos le diría a Eileen?
«Te amo, pero no puedo quedarme.»
«Me sentía feliz y satisfecho antes que empezara todo esto, y ahora me siento confuso y miserable. Quizá no sea más que un cobarde, pero debo intentar volver a mi vida anterior.»
«El monasterio, ese simple y estúpido edificio, se interpone entre los dos y se interpondrá siempre, sobre todo cuando lo echen abajo.»
«No me querrás siempre a tu lado. No soy más que un período de descanso en medio de tu lucha por encontrar la manera de vivir tu propia vida.»
«Ayer, anoche, te diste cuenta de que hemos terminado; no es más que una cuestión de tiempo.»
Por fin salió de la casa. Tenía puesto su traje de baño lila bajo la bata celeste, y al mirarla comprendí que mi transición al celibato no iba a ser nada fácil. Pero también había sido difícil la primera vez, hacía unos diez años atrás, hasta que poco a poco el cosquilleo se extinguió, como volvería a hacerlo: la abstinencia enfría el corazón.
Eileen traía un vaso en la mano, sin duda una de nuestras mezclas de ron, cosa inusitada a hora tan temprana. Pequeñas arrugas se le marcaban alrededor de los ojos y boca, como si hubiera perdido su capacidad de soportar el sol. La mirada de sus ojos era tierna y dura a la vez. Cuando llegó hasta donde yo estaba se arrodilló junto a mí en la arena y me dijo:
—Quiero hablar contigo.
—Tengo que decirte algo —repliqué.
—Primero yo. Tienes que volver al monasterio.
De pronto todo me pareció demasiado brutal. El estómago se me contrajo, no podía soportar un corte tan abrupto.
—Sabes que te quiero —dije, y traté de cogerle la mano. No me permitió tocarla.
—Lo sé, pero no puedes quedarte. No es bueno para ninguno de los dos.
Luego dijo:
—Lo único que he hecho es complicarte la vida, hacerte sentir infeliz y confundido. Debes volver a tu vida anterior, a tu vida sin mí.
Luego dijo:
—Ese monasterio, ese lugar odioso... Estará siempre entre nosotros.
Luego dijo:
—No soy persona de efectos duraderos; tú sí. Siempre estoy escapando hacia algo o de algo. Seré así toda mi vida. Si te quedas conmigo, algún día te dejaré y esa culpa no podría soportarla.
Luego dijo:
—Sabes que tengo razón. Lo supiste ayer: no podemos continuar.
Me había robado todo el libreto.
—Tengo pasaje para el avión del miércoles por la mañana —dije.
Eileen me llevó al aeropuerto. Estaba vestido nuevamente con mi hábito y sandalias. Las dos últimas noches dormí en el sofá de mimbre de la sala, y no había tocado el ron desde el momento en que tomé mi decisión. Me sentía una piltrafa en todos los órdenes: en lo físico, por la falta de sueño; en lo emocional, por la conmoción de mis valores generales, y en lo moral porque deseaba el cuerpo de Eileen tanto como siempre. Más. Habíamos tenido una semana de intimidad, y volver a la hoja era cosa más fácil de decir que de hacer. Su cercanía en el Pinto me hizo temblar.
Pero yo era fuerte —o débil, según se mire— y no alteré mi decisión. Llegamos al aeropuerto, Eileen me acompañó hasta el puesto de control y nos dijimos adiós sin tocarnos. Un apretón de manos hubiera sido ridículo y cualquier despedida más afectuosa era un enorme riesgo.
En el último instante, cuando ya estaba por dejarla, me dijo:
—Lo siento, Char... lo siento, hermano Benedict. Perdón por todo lo que le hizo la familia Flattery.
—La familia Flattery me dio amor y aventura. No hay nada que lamentar. Te recordaré toda mi vida, Eileen, y no sólo en mis plegarias.
Entonces me besó en la boca y salió corriendo. Por suerte salió corriendo.