CAPÍTULO OCHO

Nuestra charla transcurrió después de que hubimos desayunado, mientras dábamos un paseo por el claustro, más allá del refectorio y la cocina y con el atrio a nuestra derecha. Marcaban los límites de nuestro paseo, por un lado el alto muro que nos separaba de la calle, y por el otro la capilla y el cementerio, símbolo que me pareció adecuado y tétrico simultáneamente.

Juntos recorrimos el primer circuito silenciosamente. De vez en cuando sentía sobre mí las miradas de soslayo que me dirigía el hermano Oliver, pero se mostró muy paciente y no habló hasta que después de regresar al punto de partida reanudamos nuestro paseo. Entonces me preguntó:

—¿Y bien, hermano Benedict?

—No sé por dónde empezar.

—¿Qué le parece si lo hace por el principio?

—Sí, claro. —Fruncí el entrecejo y noté que todos los músculos de la cara se me ponían tensos. Contuve el aliento un par de segundos y por fin estallé:

—Hermano Oliver, estoy emocionalmente comprometido con esa mujer.

—¿Mujer?

—Eileen Flattery.

—Sé a qué mujer se refiere, hermano Benedict —me informó—. ¿Pero qué quiere decir con eso de «emocionalmente comprometido»?

¿Qué quería decir? ¿No era la pregunta que yo mismo me había formulado una y otra vez? Caminamos hasta el muro de la parte frontal y dimos la vuelta.

—Lo que quiero expresar —dije por fin— es que estoy confundido. Esa mujer está en mis pensamientos día y noche. Ya casi no sé quién soy.

El hermano Oliver escuchó mi explicación en silencio, su mirada severa clavada en las puntas de sus pies calzados con sandalias, que alternadamente asomaban por debajo del hábito a cada paso que daba. Cuando hube terminado, asintió lentamente.

—En otras palabras, esa mujer ha logrado interesarle.

—Sí.

Volvió a asentir, siguió observando sus pies y seguimos caminando a lo largo del claustro hasta llegar a la arcada que conducía a la capilla y el cementerio. Una vez más dimos la vuelta y el hermano Oliver me preguntó:

—¿Es un sentimiento sexual?

—Creo que sí. Deseo tocarla como un niño desea tocar un reloj de oro.

Debí haber hablado con cierta vehemencia. El hermano Oliver me lanzó una mirada sorprendida, pero no dijo nada.

—En realidad —seguí diciendo—, anoche la toqué.

El hermano Oliver se detuvo y me miró.

—No mucho —dije.

—Quizás sea mejor que me lo cuente —sugirió. Como no reanudó la marcha, tampoco yo lo hice.

—Anoche —dije—, Eileen Flattery me llevó a dar un paseo por Central Park. Detuvo el coche y dos muchachos nos asaltaron. Después que logré hacerlos huir...

—¿Usted los ahuyentó?

—Las cosas ocurrieron así. Eileen estaba temblando y yo la rodeé con mis brazos.

—Entiendo.

—Hacía mucho tiempo que no abrazaba a nadie.

—No, es cierto. ¿Y eso fue todo?

—Sí, hermano.

—Ya veo. —Volviéndose, empezó a caminar y yo hice lo mismo. En silencio llegamos hasta el muro de la parte delantera y dimos la vuelta.

—Creo que también ella está emocionalmente comprometida conmigo —dije. Fruncí el ceño, abrí los brazos, miré el atrio a nuestra izquierda y agregué—: por lo menos eso es lo que creo, aunque no estoy seguro.

El hermano Oliver sacudió la cabeza.

—Me gustaría que usara una frase más corta que «emocionalmente comprometido», hermano Benedict. Tengo la impresión de estar hablando con una versión frívola del hermano Clemence.

—Conozco una frase más corta, hermano Oliver, pero tengo miedo de usarla.

—Oh. —Me lanzó una rápida ojeada y volvió a estudiarse los pies—. De acuerdo, entonces. Exprésese como mejor le parezca. —De pronto su voz sonó apagada, como si se hubiese puesto una bufanda sobre la boca.

—Gracias, hermano Oliver —dije.

Caminamos juntos. Llegamos a la arcada del cementerio y dimos la vuelta.

—De modo que usted cree que también ella está emocionalmente comprometida —dijo el hermano Oliver.

—No estoy seguro —admití—. Quizá sólo esté confundida, igual que yo.

—¿Y sobre eso quería hablarle anoche?

—Oh, no, de ningún modo. Quería hablarme sobre el monasterio.

—¿Para decirle qué, hermano Benedict?

—Me repitió los argumentos que esgrime su padre para justificar la venta.

—¿Los argumentos de Flattery? —Parecía más intrigado que sorprendido—. No creí que se molestara en justificarse.

—Al parecer sí, hermano. Por lo menos ante su familia.

—Ah. —La explicación parecía aceptable.

—De paso le diré que sus argumentos se basan centralmente en la funcionalidad.

—¿Eh?

—La funcionalidad —repetí—. Sostiene que la utilidad es la virtud primordial, que todas las demás consideraciones son secundarias y que la forma más útil en que puede emplearse este predio es construir un edificio de oficinas.

—Un tanto bárbaro su sistema de valores.

—Sí, hermano.

Reflexionó un momento y luego me preguntó:

—¿Y miss Flattery comparte esas ideas?

—No. Me pidió que yo demostrara su falsedad.

El hermano Oliver alzó las cejas.

—¿De veras? ¿Y por qué?

—Dijo que podía ayudarnos, pero que no lo hará a menos de estar convencida de que oponerse a su padre es la actitud correcta.

—¿Ayudarnos? ¿De qué manera?

—No lo sé, hermano. No quiso darme más detalles. Lo único que me aseguró fue que estaba en condiciones de ayudarnos si se lo proponía. Pero antes yo debía demoler los argumentos de su padre.

—¿Y usted lo hizo?

—No, hermano. —Una vez más estábamos ante el muro delantero. Dimos la vuelta y agregué—: Por lo menos eso es lo que creo, aunque no estoy seguro.

—¿Debido a su compromiso emocional, hermano Benedict?

—Es probable —admití—. Además nos asaltaron —añadí, como si esa fechoría me hubiese interrumpido en medio de mi brillante exposición polémica.

—Sí, por supuesto. ¿Y no le sugirió usted que hablara con alguno de los otros internos?

—Sí, hermano.

Mi respuesta le sorprendió.

—¿De veras?

—Créame, hermano Oliver, que yo no deseaba que nada de esto ocurriera.

—Lo sé muy bien. —Otra vez se mostraba cordial y comprensivo—. Todo esto cayó sobre usted de sorpresa y con demasiada fuerza. Usted no estaba preparado para enfrentarlo.

—El padre Banzolini lo llama choque ambiental —le informé.

—¿Habló de este asunto con el padre Banzolini?

—Sólo de ciertos aspectos. En confesión.

—Ah.

—El padre Banzolini cree que padezco enajenación transitoria.

El hermano Oliver me miró completamente asombrado.

—¿Cree qué?

—Bueno, no lo dijo con esas palabras. Lo que dijo fue que en este momento no soy responsable de mis acciones.

El hermano Oliver sacudió la cabeza.

—No estoy muy convencido de que un sacerdote freudiano sea un híbrido viable.

—Quizá no esté de veras loco —concedí—, pero no hay duda de que estoy confundido. No tengo la menor idea de lo que debo hacer.

—¿Hacer? ¿Con respecto a qué?

Abrí las manos en un gesto de incertidumbre.

—Respecto a mi futuro.

El hermano Oliver se detuvo y me miró con gesto severo.

—¿Está pensando en serio en comprometerse con esa mujer? Y no me refiero a un compromiso emocional, sino a un compromiso a secas.

—No lo sé. Quiero quedarme aquí, quiero que las cosas sigan siendo como fueron hasta ahora, pero no sé qué hacer. Necesito que usted me aconseje, Hermano Oliver.

—¿Aconsejarle? ¿Aconsejarle qué hacer con su vida?

—Sí, por favor.

Llegamos a la arcada. El hermano Oliver se detuvo pero no dio la vuelta. Permaneció allí un momento, contemplando las lápidas de internos desaparecidos largo tiempo atrás. Había en nuestro pequeño cementerio unas treinta sepulturas, todas del siglo diecinueve. En la actualidad sepultamos a nuestros muertos en un cementerio católico de Queens, próximo a la carretera de Long Island. Los vínculos con los viajes son deprimentes, pero inevitables.

El hermano Oliver suspiró. Volviéndose hacia mí dijo:

—Yo no puedo decirle qué debe hacer, hermano Benedict.

—¿No puede?

—Nadie puede. Su propia mente debe decirle qué debe hacer.

—Mi mente no puede decirme nada. Por lo menos, no en el estado en que ahora me encuentro.

—¿Pero cómo podría nadie decidir si usted ha perdido o no la vocación? Esa mujer está poniendo a prueba la solidez de su compromiso con Dios y con este tipo de vida. La respuesta debe venir de su interior, es la única manera.

—No hay nada en mi interior, más que un fofo sentimentalismo.

—Hermano Benedict, usted no está ligado por votos como lo está un sacerdote. Eso le da mayor libertad, pero también lo hace más responsable. La decisión la debe tomar usted mismo.

—He hecho un voto de obediencia.

—Es verdad, pero nada más. No ha hecho voto de castidad ni de pobreza. Sólo se ha obligado a obedecer las leyes de Dios, las de esta orden y las de su abad.

—El abad es usted.

—Y mi mandato es que examine su mente y su corazón y haga lo mejor para usted. Si ello implica una separación temporal o permanente de esta orden, debe hacerlo. La decisión está en sus manos.

Las cartas estaban echadas.

—Sí, hermano —dije.

En la vida del monasterio hay un fluir, un movimiento cíclico, cuyos pivotes son la religión y el trabajo. Nuestras actividades religiosas, la misa, la oración y las horas de meditación, se repiten a diario; nuestras tareas, en cambio, cumplen un ciclo de ritmo más lento. Aunque algunos trabajos los desempeñan en forma permanente los internos mejor capacitados para realizarlos —así por ejemplo el hermano Leo es nuestro cocinero, el hermano Jerome nuestro portero y encargado de reparaciones y el hermano Dexter se ocupa de la contabilidad y el trabajo de oficina—, la mayoría de las tareas se distribuyen entre todos en forma rotativa. Hacía cerca de dos semanas que no me asignaban ningún trabajo, cuando de pronto me tocaron en suerte dos seguidos. En la comida de la noche del domingo, pocas horas después de mi conversación con el hermano Oliver, hice de ayudante del hermano Leo en la cocina junto con el hermano Eli, y el martes me tocó guardia en la oficina.

El trabajo en la cocina era sencillo, aunque poco atractivo. Bastaba con obedecer todas las órdenes que ladraba el hermano Leo —batir huevos, hervir agua o cosas semejantes— y al final de la comida lavar los platos. Tales obligaciones dejaban amplio margen para la meditación, y de pronto yo me encontraba con sobrados temas de meditación. Creo que hay pocas cosas que favorezcan tanto la reflexión desapasionada como el lavado de espinacas.

El mundo exterior hace tres comidas diarias, pero nosotros nos conformamos con dos. Nunca desayunamos hasta tres horas después de habernos levantado, y esa primera comida es lo bastante sustanciosa como para mantenernos satisfechos hasta nuestra segunda comida, la de la noche. Es un régimen saludable y nos asegura un excelente apetito cada vez que entramos en el refectorio.

El hermano Leo prepara todas las comidas, no porque los demás no queramos participar, sino porque él no está dispuesto a comer nada que pudiera cocinar alguno de nosotros. Lo dejó muy claramente sentado en varias inolvidables conversaciones, poco después de incorporarse a la orden (inolvidables para quienes estuvieron presentes, y que se encargaron de transmitir casi literalmente las observaciones de nuestro buen hermano a los que ingresamos más tarde). En cambio se muestra siempre bien dispuesto a coger ayudantes y darles órdenes. Ese día, por ejemplo, las víctimas habían sido Thaddeus y Peregrine en el desayuno, y Eli y yo en la cena.

Tuve problemas de entrada, cuando el hermano Leo me masculló porque según él yo estaba «papando moscas». ¡Y vaya si tenía razón! La verdad es que ni siquiera estaba rumiando mis problemas, lejos de ello. No hice más que quedarme inmóvil, observando absorto cómo raspaba zanahorias el hermano Eli. Lo hacía como si tallara madera; los pequeños rizos de zanahoria se desparramaban a su alrededor como virutas y de repente tuve la convicción de que muy pronto emergerían de ese manojo de zanahorias los doce apóstoles: doce pequeños apóstoles anaranjados, comestibles y crujientes.

—¡Hermano Benedict! ¡Está papando moscas!

¡Zas! Me apresuré a volver a las espinacas.

Al fin y al cabo los apóstoles no aparecieron; tampoco apareció la solución de mi problema. Terminamos de cocinar, comimos, lavamos los platos, y mi cabeza continuaba hecha un revoltijo. Cada vez que intentaba pensar en Eileen Flattery mi cerebro empezaba a moverse y bailar como la imagen del televisor cuando pasa un avión. Y cada vez que trataba de imaginar un futuro fuera de los muros del monasterio, mi cerebro se convertía en un montón de nieve. Nieve que después se derretía. Así terminó mi meditación, y así también terminó el domingo.

El lunes fue para mí un día libre, es decir, un día en el que pude dar vueltas arriba y abajo por el atrio y no pensar. También pude entrar a la capilla para solicitar la ayuda de Dios, y darme cuenta entonces de que no sabía qué clase de ayuda deseaba. ¿La fuerza para quedarme? ¿O la fuerza para irme?

Para los demás miembros de la comunidad el lunes fue el día en que supimos que nada podíamos esperar de la Comisión de Monumentos Nacionales. El hermano Hilarius se pasó buena parte de la jornada colgado del teléfono y durante la cena nos informó del resultado de sus gestiones. El hermano Leo y sus esclavos de ese día —Clemence y Quillon— vinieron desde la cocina con los brazos llenos de jabón para escuchar las novedades, y el hermano Hilarius empezó diciendo que la comisión no podía designar monumento histórico a nuestro monasterio, porque ya había fallado en contra siete años atrás.

Varias personas exclamaron unánimemente «Eso es imposible» y el hermano Oliver dijo:

—Lo hubiéramos sabido. ¿Qué razón había para que no nos informaran?

—No somos los propietarios —señaló el hermano Hilarius—. Se les notificó a los Flattery, que asistieron a la audiencia para oponerse a la designación. Supongo que lo correcto hubiese sido que ellos nos informaran, pero ese argumento no nos servirá de mucho después de siete años.

Secándose las manos y los brazos enjabonados en las servilletas de todo el mundo, el hermano Clemence preguntó:

—¿Cuál fue la razón de la negativa?

El hermano Flavian creía tener la respuesta:

—Con que los Flattery tienen amigos en las altas esferas, ¿eh?

—No fue esa la razón —le aclaró el hermano Hilarius.

—¿Cuál fue, entonces?

—Tenemos una fachada deslucida.

Todos miramos y el hermano Peregrine dijo:

—Éste es un monasterio, no un teatro de variedades.

—Sin embargo, ésa fue la razón —insistió el hermano Hilarius—. Y si lo piensan bien, es cierto. Nuestra fachada es poco atractiva.

Vaya acusación: una fachada deslucida. El hermano Quillon, cuya fachada no era por cierto deslucida, preguntó:

—¿Qué quiere decir eso? ¿Fachada? No entiendo.

—En aquel momento —explicó el hermano Hilarius—, la ley de monumentos históricos limitaba las obligaciones de la comisión a basar sus decisiones sólo en la fachada del edificio, o sea en las paredes exteriores que dan a la calle. En cuanto al interior, si el dueño lo deseaba podía convertirlo en pista de patinaje sin que a nadie le importara; mientras mantuviera una fachada agradable y dignamente vetusta, todo estaba en orden.

—Un momento —le interrumpió el hermano Oliver—, hay algo que no entiendo. ¿Esa comisión se dedica a preservar edificios o fachadas?

—Fachadas. —El hermano Hilarius hizo un gesto de impotencia—. La comisión desearía hacer más, pero como los intereses inmobiliarios interfieren y ejercen influencia para modificar las leyes, acaban por hacer concesiones. Así se resolvió que la comisión sólo podría designar monumento histórico a un edificio tomando en cuenta su fachada. No interesa la arquitectura interior, ni la utilidad de la función que pueda cumplir el edificio; nada, salvo la fachada. Y nuestra fachada es deslucida.

Después de esa explicación, nadie se atrevía a negarlo. A decir verdad, nuestra fachada era deslucida. Como el propósito de nuestro fundador había sido construir un retiro espiritual aislado del mundo, él y sus colaboradores concentraron su atención sobre todo en el interior del edificio. La parte central que daba a Park Avenue era un descolorido muro gris de piedra de treinta metros de ancho y ocho de altura. Tenía dos puertas en la planta baja y dos pequeñas ventanas en el primer piso, y eso era todo. Desde la calle era imposible ver, o siquiera adivinar, la existencia del atrio, los claustros, la capilla, el cementerio o cualquier otra cosa.

El hermano Clemence, que para entonces ya había convertido en un pegote jabonoso todas las servilletas, rompió el tenso silencio diciendo:

—Perdón, Hilarius, ¿no dijo usted que esas eran las disposiciones de la ley en aquel momento?

—Sí.

—¿Es decir que ha cambiado?

—Los cambios no nos favorecen.

—¿En qué consisten?

—En 1973 se introdujeron modificaciones que permiten tomar en cuenta algunos interiores.

—¿De veras? —La cara del hermano Clemence se iluminó—. Pues me gustaría saber qué ley que permita considerar algunos interiores puede no incluir este interior. —Abrió los brazos (secos) sugiriendo una magnificencia acaso un tanto exagerada.

Muchos de nosotros sentíamos lo mismo, y vi una luz de esperanza en los rostros que me rodeaban. Pero ya el hermano Hilarius movía la cabeza en un gesto negativo.

—Según lo establece literalmente la ley —dijo—, los interiores a ser considerados son aquellos «habitualmente abiertos o accesibles al público». Y como bien sabe usted, hermano Clemence, lo que menos se puede decir de nuestro monasterio es que sea un lugar abierto o accesible al público.

—En tal caso —dijo el hermano Clemence— tendré que salvar el edificio yo mismo, con mis documentos secundarios.

Varios le preguntamos cómo le iba con ese cometido, y el hermano Clemence nos tranquilizó mostrando mucha confianza.

—Todo va bien —nos aseguró—. Simplemente es cuestión de reconstruir el contrato original con la mayor aproximación posible.

Pero de alguna manera, su confiada seguridad no resultaba del todo convincente.

El martes me tocó guardia en la oficina, otra tarea que dejaba la mente libre para la meditación. Aunque en mi caso no se podía hablar de meditar. Lo que yo hacía era asarme a fuego lento.

En el monasterio hay en realidad dos oficinas: la oficina del abad y la abadía. En la primera habíamos realizado nuestras recientes reuniones y era allí donde el hermano Clemence se ocupaba ahora de examinar nuestro caótico archivo. La abadía, también llamada scriptorium (denominación incorrecta, debo decir, ya que antiguamente el scriptorium era el cuarto donde los monjes copiaban manuscritos a mano), se hallaba a la entrada del edificio y contenía un escritorio, un teléfono y un banco para visitas. Allí atendíamos las escasas llamadas telefónicas o visitas personales que recibíamos. Allí también funcionaba nuestra pequeña caja fuerte (¡no teníamos caja fuerte grande!), que yo hacía un poco más pequeña todos los sábados por la noche para comprar el Times dominical. Por la tarde y en las primeras horas de la noche uno de nosotros cubría la guardia, y el martes era mi turno.

Me pasé la primera hora sentado detrás del escritorio, hojeando las revistas de aviación que el hermano Leo guardaba en el cajón de abajo, y quedándome de cuando en cuando absorto, con la mirada perdida y el cerebro girando a locas revoluciones, como un perro que trata de decidir en qué postura acostarse.

Toda esa actividad mental tenía un único centro: yo mismo, mi futuro. Casi me había abandonado todo pensamiento acerca de DIMP y la fecha de demolición, que se acercaba rápidamente. Aunque apenas nos quedaban dieciséis días para salvarnos, eran otros los problemas que ocupaban mi atención.

Tampoco hice nada respecto a mi sospecha de que alguno de los internos debía haber robado el contrato original. No le había hablado a nadie de mi idea, y a decir verdad tampoco yo seguí pensando en el asunto. Era demasiado deprimente.

¿De cuál de mis quince compañeros podía sospechar? ¿El hermano Oliver? ¿Los hermanos Clemence o Dexter o Hilarius? ¿El hermano Zebulón? ¿Los hermanos Mallory o Jerome? ¿Los hermanos Silas o Eli o Thaddeus? De ninguno de ellos podía sospechar. Ni pensarlo.

Y además, mis propios problemas me parecían mucho más graves. Mientras les daba vueltas en mi cabeza, se me ocurrió de pronto que no había tomado en cuenta para nada cuál era la disposición mental de Eileen Flattery. ¿No debía preocuparme de lo que pensaba ella? ¿Y si abandonaba el monasterio y entonces descubría que yo no le interesaba?

Pero no. De alguna extraña manera, en realidad no era Eileen lo que importaba. El hermano Oliver estaba en lo cierto; la existencia de esa mujer era la forma de la prueba a la que se me sometía, pero el contenido era mi vocación. Que Eileen Flattery me quisiera o no nada tenía que ver en última instancia con mi decisión de quedarme o irme. La pregunta que debía plantearme era si seguiría siendo el hermano Benedict o volvería a ser Charles Rowbotton. Todo lo demás era confusión y trivialidad.

Claro que era agradable haber definido la pregunta, pero habría sido aun más agradable que viniera equipada con su propia respuesta. Precisamente estaba rumiando esa pequeña mancha negra de mi razonamiento, cuando de pronto se abrió la puerta de la calle y entraron juntos una ráfaga de intenso ruido de tráfico y un hombre pequeño y enérgico que cerró con un portazo dejando el ruido afuera y luego dijo:

—Muy bien, aquí estoy. Soy un hombre ocupado, terminemos rápidamente con esto.

Más de una vez el mundo exterior me ha sustraído de golpe de mi meditación, pero jamás de esa manera. En primer lugar, la puerta de la calle se abría muy rara vez, ya que casi todos preferíamos utilizar la puerta del atrio en nuestras escasas expediciones. En segundo lugar, yo creía que la puerta de la calle estaba cerrada, como por lo general lo estaba. Y en tercer lugar, ¿quién era ese enérgico hombrecito?

Debí haberme quedado con la boca abierta. El hombrecito me miró con cara de pocos amigos y me espetó:

—¿Es usted atrasado?

Lanzó una ojeada impaciente por la habitación, al parecer buscando a alguien más activo con quien poder hablar.

—¿Dónde está el jefe? Oliver.

—¿El hermano Oliver? ¿Quién es usted?

Su mirada se hizo aun más impaciente.

—Dwarfmann —contestó—. Ese abad quiere una entrevista cara a cara. Muy bien, aquí me tiene. —Dio unos golpecitos sobre un reloj de pulsera que nerviosamente hacía desfilar minúsculos números rojos sobre un fondo negro; 2.27 temblequeó el reloj, y cuando los rápidos dedos afilados lo golpearon, cambió de opinión: 2.28—. El tiempo vuela —comentó Dwarfmann.

¿Dwarfmann?

¡Dwarfmann! Me incorporé de un salto desparramando las revistas de aviación.

¿Roger Dwarfmann?

Al hombre le costaba creer que yo estuviera derrochando de ese modo su volátil tiempo.

—¿A cuántos Dwarfmann espera hoy?

—A ninguno —contesté, pero me corregí enseguida—. Espere. Sí, sí, naturalmente. Mr. Dwarfmann. Por qué no... por qué no toma asiento. —Miré a mi alrededor totalmente aturdido, tratando de recordar cuál era el mueble que usa la gente para sentarse—. En ése —dije señalando el banco. Y entonces recordé el nombre—. En ese banco. Iré a avisarle... iré a buscar al hermano Oliver... Vuelvo ahora mismo.

Salí de la habitación seguido por la severa mirada de Dwarfmann. No era raro que me hubiese creído atrasado; lo que ocurrió, simplemente, fue que me cogió de sorpresa. No digiero bien las sorpresas. Perdí todo mi entrenamiento en los últimos diez años, antes de que empezara toda la locura que ahora nos envolvía. En un monasterio no ocurren muchas cosas inesperadas. En cierta ocasión, unos seis años atrás, el hermano Quillon tropezó con el batiente de la puerta al entrar al refectorio y descargó encima de mí una bandeja con doce porciones de helado; y también estaba el episodio de la semana anterior, cuando el hermano Jerome dejó caer un trapo mojado sobre mi cabeza, pero fuera de eso, hacía mucho que mi vida transcurría plácidamente. Nada comparable a la de un taxista, por ejemplo.

El hermano Oliver no estaba en su oficina; en cambio encontré allí a los hermanos Clemence y Dexter, metidos hasta el cuello entre un montón de papeles y dando muestras de una moderada histeria. Les pregunté si sabían dónde estaba el hermano Oliver, y el hermano Clemence me dijo:

—Intente en la biblioteca.

—Muy bien.

—O en el calefactorio —dijo el hermano Dexter.

El hermano Clemence le miró:

—¿El calefactorio? ¿Por qué iba a estar en el calefactorio?

—Lo vi allí el otro día.

—¿Pero por qué iba a estar en el calefactorio ahora?

—Gracias —les dije a ambos.

Me ignoraron. El hermano Dexter le dijo al hermano Clemence:

—Sólo dije que quizás estuviese allí.

Me apresuré, y oí que sus voces se elevaban de tono.

El hermano Oliver no estaba en la biblioteca. A quien encontré fue al hermano Silas leyendo su libro. Al incorporarse a la Orden había donado a nuestra biblioteca quince ejemplares sobrantes de No soy un santo, las memorias de su vida en la delincuencia profesional, y a menudo iba a allí a hojearlos. Le pregunté por el hermano Oliver.

—Estuvo aquí hace un rato —me informó—. Creo que fue para arriba.

—Arriba. Perfecto. —Volví sobre mis pasos y en ese momento advertí que para llegar a la escalera tenía que pasar por la oficina, la oficina donde estaba Roger Dwarfmann. Bueno, no había más remedio.

Al pasar por el despacho del abad me llegaron retazos de la polémica Clemence-Dexter que se filtraban a través de la puerta. A toda velocidad volví a la oficina del frente y encontré a Roger Dwarfmann, pero no sentado. Estaba paseándose y mirando su reloj, el de los temblequeantes numeritos rojos. Hizo una pausa, bajó las cejas y me miró, pero yo no me detuve para nada.

—Arriba —le lancé en passant—. Enseguida vuel... —Y subí la escalera como una exhalación.

La habitación del hermano Oliver era la segunda a la izquierda. Pude ver por la puerta abierta que estaba vacía, pero llamé de todos modos y el hermano Quillon salió de su cuarto, situado enfrente, en diagonal.

—¿Busca a alguien? —preguntó.

—Al hermano Oliver.

—Creo que está en el calefactorio.

Dos votos.

—Ah —dije.

El hermano Quillon volvió a entrar y dejó la puerta abierta. Al pasar para dirigirme a la escalera, me detuve y le pregunté:

—¿Y qué está haciendo allí?

El hermano Quillon se mostró azorado.

—Perdón, ¿cómo dijo?

—El hermano Oliver. En el calefactorio.

—Oh. Gimnasia.

—¿Gimnasia? ¿En el calefactorio?

—El hermano Mallory cree que ya está haciendo demasiado frío en el atrio.

—Ah, gracias.

Volé escaleras abajo preguntándome con ansiedad qué estarían indicando por entonces los numeritos colorados del reloj de Dwarfmann. Aunque prefería ignorarlo.

Nuevamente le encontré paseándose por el cuarto. Se detuvo, me miró fijamente con el entrecejo fruncido como una roca agrietada y yo dije:

—Calefactorio. Iré... hum... —Y otra vez me lancé por el pasillo.

Los hermanos Clemence y Dexter estaban en plena pelea. Cerré la puerta —no quería que Dwarfmann oyera a dos monjes gritándose de ese modo— y seguí apurado rumbo al calefactorio.

En sus orígenes, el calefactorio era una habitación a la que se mantenía caldeada durante el invierno. Hasta este siglo, la mayor parte de las habitaciones, en casi todos los edificios, carecían de calefacción, y en un monasterio el calefactorio era el lugar donde uno podía encontrar calor si lo necesitaba. La gran chimenea instalada en una de las paredes demuestra que en un tiempo la habitación fue utilizada como lo sugiere su nombre, pero en años recientes se transformó en sala de estar, nuestro centro de reunión comunitario. Acaso cuando más agradable nos resulta sea en el verano, en que es uno de los sitios más frescos del edificio.

Y por lo visto, el hermano Mallory se había propuesto convertirlo poco a poco en gimnasio. El sábado anterior había realizado allí sus encuentros pugilísticos, y ahora su grupo de calistenia estaba desparramado en el piso, levantando las piernas alternadamente con gran revoloteo de hábitos. Vi a los hermanos Valerian, Peregrine e Hilarius con aspecto de muñecos a cuerda que han perdido el equilibrio, y al hermano Mallory moviéndose alrededor de ellos y marcando el ritmo.

Pero ni rastro del hermano Oliver. Arrojé mi pregunta interrumpiendo la cuenta del entrenador, y mientras los que estaban en el piso dejaban caer las piernas y entre jadeos trataban de recobrar el aliento, el hermano Mallory pensó un momento y me dijo:

—Creo que lo vi entrar en la capilla.

¿No terminaría nunca esta historia?

—Gracias, hermano —dije. Salí por una puerta lateral, crucé la ropería, dejé atrás la sacristía y entré en la capilla por la puerta situada detrás del altar, y un sonido de articulaciones crujientes me informó sobre la presencia del hermano Zebulón mucho antes de que pudiese verlo.

En efecto, allí estaba, barriendo el piso y haciendo una genuflexión cada vez que pasaba por la nave central. ¡Crac! ¡Bang! Sonaba como una batalla de la guerra civil.

Por supuesto, el hermano Oliver no estaba allí. Rápidamente me acerqué al hermano Zebulón —agregando mi propia descarga de artillería al hincar la rodilla— y susurré:

—¿Dónde está el hermano Oliver?

Me ignoró. Creo que ni siquiera había advertido mi entrada.

Bien. En la iglesia hay que susurrar, pero susurrarle a un viejo sordo no conduce a mucho, de modo que alcé la voz:

—¡Hermano Zebulón!

Dejó caer la escoba y pegó un salto. Volviéndose preguntó:

—¿Qué? ¿Qué?

—El hermano Oliver. ¿Sabe dónde está?

Estaba cabreado conmigo y no me contestó hasta haber recogido la escoba. Luego dijo:

—Mire en la cocina. —Y me volvió la espalda.

Salí por la otra puerta de la capilla, con la intención de atravesar el cementerio, pasar por el claustro y de ahí a la cocina, pero al salir del cementerio me detuve, me concentré y decidí que no. Tal como pintaban las cosas era evidente que el hermano Oliver no estaría en la cocina. En cambio estaría el hermano Leo, quien me aconsejaría intentar el refectorio, donde algún otro hermano me aconsejaría probar en el otro sector del primer piso —hay dos alas en el primer piso, no comunicadas entre sí— y allí otro hermano me diría que probara en la torre, donde una paloma de paso me sugeriría que probara en la cripta, es decir, en la otra punta del edificio. O sea, exactamente debajo de los inquietos pies de Roger Dwarfmann.

No. Tenía bastante. Del cementerio salí directamente al atrio, una amplia extensión cubierta de césped y cruzada por senderos de piedra, en la que se veían aquí y allá algunos plátanos, unos pocos árboles de follaje perenne que luchaban por sobrevivir, un par de fuentes para pájaros, un cantero de flores que en esa época del año no mostraba sus mejores galas, y a lo largo del muro de la capilla, nuestro emparrado. Caminé hasta el centro de ese espacio, alcé la cabeza y grité:

—¡HERMANO OLIVER!

—¿Sí, hermano Benedict?

Justo estaba allí, a pocos pasos. Con movimientos pausados salió desde detrás de un árbol llevando en las manos el pincel y la paleta y me miró amablemente preguntándose para qué lo buscaba.

—¡Por fin! —exclamé—. Ya deben ser las 2.43, o quizás las 2.44.

—¿Se siente bien, hermano Benedict?

—Perfectamente —mentí—. Roger Dwarfmann está aquí.

El hermano Oliver se mostró agradablemente sorprendido, pero nada más.

—¿Llamó?

—¡Vino! ¡Está aquí, en este mismo momento, paseándose de arriba abajo por la oficina!

—¿Está aquí ahora? —El hermano Oliver miró inquieto el pincel y la paleta, sin saber dónde ponerlos—. ¿En mi oficina?

—No, en la otra, en el scriptorium. En su oficina está el hermano Clemence y no me pareció...

Dejé de hablar porque el hermano Oliver había vuelto a desaparecer detrás del árbol. Me acerqué y vi que depositaba el pincel y la paleta al pie de su más reciente y sombría Madona, que parecía curiosamente influida por Picasso —quiero creer que el tratamiento pictórico de los ojos era deliberado— y recogiéndose el hábito se dirigió apurado hacia la puerta lateral, que después de cruzar un pequeño vestíbulo conducía al scriptorium. Lo seguí a la carrera.

Dwarfmann continuaba paseándose. Al entrar nosotros se detuvo y trató de leer los números viajeros de su muñeca, aunque sin dejar de mover constantemente las manos y los brazos en gestos expansivos.

—¿Y bien? —dijo mirándome por encima del hombro del hermano Oliver.

Por lo visto yo debía hacer las presentaciones.

—Hermano Oliver —dije—, este es Roger Dwarfmann.

—Con que es usted —dijo Dwarfmann. Se balanceó sobre las puntas de los pies como para ganar altura, y dirigió su mirada ceñuda hacia arriba abarcando la corpulenta figura del hermano Oliver.

—Perdóneme si lo hice esperar —dijo el hermano Oliver—. Estaba pintando en el atrio. Esta luz de invierno es óptima para...

Dwarfmann lo detuvo con un movimiento impaciente de su muñeca numerada; no alcancé a ver los números.

—Mis días —dijo— son más veloces que la lanzadera del tejedor. Vayamos al grano.

Sin duda el hermano Oliver se sintió tan desconcertado como yo. En el estilo chirriante de Dwarfmann, las imágenes parecían tremendamente fuera de lugar. Obviamente atónito, preguntó:

—¿No es de Job esa cita?

—Capítulo siete, versículo seis —le espetó Dwarfmann—. Adelante, adelante, si tiene algo que decir, dígamelo. Nuestro tiempo es una sombra fugaz.

—No conozco los Libros Apócrifos —dijo el hermano Oliver.

Dwarfmann le dirigió una sonrisa desvaída.

—Lo bastante para reconocerlos —dijo—. Sabiduría de Salomón, capítulo dos, versículo cinco.

—En tal caso —dijo el hermano Oliver—, sólo puedo citar la primera epístola a los tesalonicenses. Capítulo cinco, versículo catorce. Sed pacientes para con todos.

—Corramos con paciencia —dijo Dwarfmann— la carrera que tenemos por delante.

—No creo que esa sea la significación del versículo en su contexto original —señaló el hermano Oliver.

—Hebreos, doce, uno. —Dwarfmann se encogió de hombros—. ¿Qué me dice entonces de Pablo a Timoteo, con su significado intacto? Que instes a tiempo y fuera de tiempo. —Volvió a dar una palmada a los numeritos colorados y esa vez los vi: 2.51. No sé por qué me sentí tan aliviado al saber la hora exacta. Supongo que debía ser la presencia de Dwarfmann. En ese momento oí que decía:

—Soy un hombre muy ocupado. —Eso no podía ser bíblico—. Snopes, mi ayudante, le dijo todo lo que usted necesitaba saber. Les prestaremos toda la ayuda posible para encontrarles un nuevo hogar, y en vista de las circunstancias haremos más de lo que la ley nos exige. Mucho más. Pero eso no le bastó, tiene que oírlo de mis labios. Muy bien, ahora me está oyendo. Vamos a levantar un edificio en este solar.

—Ya hay un edificio en este solar.

—No por mucho tiempo.

—¿Por qué no echarle una mirada? —Con un gesto hospitalario el hermano Oliver invitó a nuestro visitante a recorrer el edificio—. Ya que está aquí, ¿no cree que vale la pena ver el lugar que piensa destruir?

—La hermosura es vana —dijo Dwarfmann—. Proverbios, treinta y uno, treinta.

El hermano Oliver empezaba a mostrarse confundido.

—¿No sabéis qué dice la Escritura? Romanos, once.

Otra vez con su sonrisa brusca y desvaída, Dwarfmann dijo:

—¿Qué dice la Escritura? Gálatas, cuatro.

—Antes del quebrantamiento es la soberbia —dijo el hermano Oliver—, y antes de la caída la altivez de espíritu. Proverbios, dieciséis.

Dwarfmann se encogió de hombros.

—Hagamos males para que vengan bienes. Romanos, tres.

—¡Ay de los que a lo malo dicen bueno y a lo bueno malo! Isaías, cinco.

—Donde no hay ley, no se inculpa de pecado —insistió Dwarfmann—. Romanos, cinco.

El hermano Oliver sacudió la cabeza.

—Quien se afana por ser rico no será inocente.

—El dinero responde a todas las cosas —dijo Dwarfmann con gran seguridad.

—Acumula riquezas —respondió burlonamente el hermano Oliver— y no sabe quién las recogerá.

—Porque a quien tiene, se le dará, y tendrá más. —Dwarfmann paseó su mirada desdeñosa por la habitación y después completó la cita—. Pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. —Lanzó otra rápida mirada a su reloj—. Creo que hemos jugado bastante —dijo, y se encaminó hacia la puerta.

El hermano Oliver tenía dos círculos rosados en las mejillas y sus manos regordetas y cerradas eran dos puños impotentes.

—El diablo ha descendido sobre vosotros —anunció— y su ira es grande porque sabe que su tiempo es breve.

Dwarfmann ya tenía la mano sobre el picaporte. Miró hacia atrás, dirigió al hermano Oliver su última sonrisa agridulce como diciendo que se alegra de que ahora todos nos entendiésemos unos a otros, y con otra rápida ojeada a la habitación, dijo:

—No volverá más a su casa, ni su lugar le conocerá más. Job, capítulo siete, versículo diez. —Y se fue.

Con un repentino y prolongado silbido, el hermano Oliver expiró el aire que estaba reteniendo.

—El diablo sabe citar la Escritura para sus propios fines —le dije.

Me miró extrañado.

—¿Es del Nuevo Testamento? No lo reconozco.

—Hum, no. Es de Shakespeare. El mercader de Venecia. —Me aclaré la garganta—. Perdón —dije.