23

Después de marcharse Frank, Mare volvió a la cama, pero no logró conciliar el sueño de nuevo. Estaba demasiado inquieta. El sol que se alzaba proyectaba una sombra con la forma de la ventana en la colcha. El apartamento de Frank tenía suelos que crujían y pintura desconchada como un veterano en el mercado del alquiler, pero a Mare le encantaba la elaborada ornamentación de yeso del techo. Si tenías suficiente imaginación, podías fantasear con que estabas en un hotel de París.

Miró al techo en ese momento, reflexionando. El centavo mágico cambiaría la vida de Frank. Mare previó eso, que era la razón por la que se lo había puesto en el bolsillo sin que se diera cuenta. Desvelaría cosas que lo agitarían hasta el tuétano. Ella también sabía eso, porque saber siempre había sido fácil para Mare, toda su vida. De niña se había reído una tarde al ver el título de una película en televisión: Sé lo que hicisteis el último verano.

«Sé lo que hicisteis el próximo verano sería mejor título», pensó.

Abrió el cajón de la mesita de noche, donde había dejado su centavo. No podía evitar desviar la mirada. Temía su magia, porque deletreaba el final de su secreto. Mare había mantenido hábilmente oculto su secreto incluso cuando muchos otros salían a la luz. Solo había resbalado una vez, cuando estaba en la parada del autobús, viendo la luz en todos los pasajeros que subían al vehículo.

—He encontrado mi llamada —dijo antes de que Meg la hiciera callar.

El tiempo de los secretos había terminado, pero ¿qué pasaba con Frank? Eso era más complicado. Había sido fácil ocultar las cosas a los novios que habían entrado en su vida de forma pasajera. Como ellos, Frank había sido un intruso al principio, pero Mare había llegado a amarlo. Él se sentía confundido y herido cuando ella mantenía la distancia.

—Pasamos la noche juntos y luego no llamaste durante días —se quejaba él—. ¿Por qué?

«Porque tengo que hacerlo», pensaba ella.

Si se casaba con él, su don se convertiría en una amenaza y eso no era justo para Frank. Ella no tenía control sobre su visión de futuro. ¿Y si veía que la engañaría? Eso provocaría extraños votos en el altar.

«Te tomo como esposo en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, hasta que me la pegues con Debbie, la del gimnasio.»

Mare apartó la idea de su mente. Cogió el centavo mágico del cajón y lo apretó en la palma. ¿Por qué no afrontar lo que quisiera mostrarle o decirle? Había un mensaje, pero no era mágico. «Tírame.» Con un suspiro de alivio, se levantó de la cama y tiró la moneda a la papelera. Fue como un indulto en el último minuto.

Pero casi de inmediato una voz en su cabeza dijo: «Esta es tu prueba.» ¿Qué significaba? Mare esperó más ansiosamente, pero no llegó nada. De repente, supo que tenía que actuar. Su prueba resultaría crucial para el grupo.

Enseguida se puso algo de ropa, salió a la mañana luminosa y vigorizante. Hizo una pausa, mirando a izquierda y derecha en la calle. ¿Adónde se suponía que tenía que ir? Era elección suya, pero la prueba consistía en tomar la decisión correcta. Cerró los ojos. No apareció nada. No podía deambular al azar.

«¿Cómo encuentras la ruta a un destino desconocido?»

Mare esperó una respuesta. Nada.

«Muy bien, una pista, pues.»

Otra vez nada, ni una ráfaga de viento, ni un destello de luz solar en el parabrisas de un coche ni el comentario casual de un transeúnte desconocido. Esos eran los signos que había seguido toda su vida. El mundo le hablaba, y era el momento de que Mare se diera cuenta de que no hablaba a todos. Para una persona normal, buscar señales era como creer en augurios, algo que no harías si querías parecer cuerdo.

Tenía que crear sus propias pistas. Mare miró a su interior, esta vez sin esperar nada. Y se abrió paso una imagen tenue. Vio un reluciente hilo plateado en la palma de su mano. Dio un paso a la izquierda y se hizo más brillante. Así que era a la izquierda. Debía pararse en cada esquina para mirar a qué lado ir a continuación. Era un punto de partida.

Cuando tenía cuatro años, yendo en el asiento delantero del coche, su madre frenó de golpe cuando se le cruzó otro conductor. De manera instintiva, ella estiró el brazo derecho para sujetar a Mare en su asiento, olvidando que llevaba cinturón de seguridad. Pocos días después, cuando el coche se detuvo otra vez de repente, Mare se estiró desde el lado del pasajero para sujetar a su madre.

—¿Qué haces, cielo? —preguntó su madre.

—Proteger a mamá.

Su madre rio, extrañamente emocionada. Proteger a mamá se convirtió en un pequeño juego entre ellas. Su madre no se fijó en que Mare se estiraba antes de que pisara el freno. Anticipaba lo que iba a pasar. La única que lo vio fue la tía Meg cuando su coche no arrancó una mañana y necesitó que la llevaran al trabajo, pero no dijo nada.

Perdida en el recuerdo, Mare estaba olvidando consultar el hilo plateado. Se miró la palma de la mano y el hilo se había vuelto de un gris apagado. Tuvo que desandar sus pasos un par de manzanas hasta que empezó a abrillantarse otra vez. El hilo señaló una amplia avenida que llevaba a una de las zonas elegantes de la ciudad. Sintiéndose tensa, Mare aceleró el paso. Pero por alguna razón el recuerdo no la soltaba, seguía tirando de ella hacia el pasado.

En algún momento, cuando era niña, el don de Mare empezó a traicionarla. No podía recordar lo que finalmente hizo que lo enterrara. Quizá dijo algo inapropiado, como contarle a una de las amigas de su madre que nunca tendría hijos. Sin embargo, en su recuerdo había miradas bruscas dirigidas hacia ella. Se sentía diferente pero no especial, la chica que se echaba a reír antes de que un chiste llegara a la parte graciosa.

Se sintió secretamente aliviada cuando creció y se convirtió en una chica guapa. Era el mejor de los disfraces. Podía tener una cita con el quarterback de la facultad y animarlo pese a saber que perdería el partido. Detrás de una fachada de timidez, Mare aprendió de la naturaleza humana y toda su imprevisibilidad, que para ella era completamente previsible.

Oyó la palabra vidente por primera vez en una clase de psicología en la facultad, donde el profesor dijo que lo paranormal no existía. Era una ficción para enmascarar la neurosis.

—Dada la elección entre sentirse mágico y sentirse loco —dijo—, la mayoría de la gente elige lo mágico.

Para entonces Mare había dejado que su don languideciera, de manera que no le importaba que fuera irreal. Lo importante era que había terminado. Hasta el día en que fue al convento a buscar a su tía muerta.

Mare regresó a su prueba. Pasó una hora siguiendo el hilo plateado. No conocía muy bien esa parte de la ciudad; la mayoría de sus casas se habían construido con dinero viejo. Donde se había conservado el dinero, las casas de tres pisos se mantenían lujosamente. Donde el dinero había volado, la gente mayor permanecía en una elegancia hecha jirones y acumulaba botellas de ginebra. En lo más profundo de este territorio musgoso, que le daba la vaga sensación de ser un bosque húmedo, Mare sintió algo nuevo. El hilo plateado ardía y su brillo se tornó casi incandescente.

Quería que parara. Mare miró alrededor, pero no vio nada inusual. El barrio estaba vacío, desmoronándose en silencio. Entonces un adolescente con capucha y pantalones anchos subió la calle pedaleando en su bicicleta con una bolsa de la compra en la cesta delantera. Se detuvo en la esquina opuesta a la de Mare, sin mirar hacia allí, y llamó al timbre situado detrás de una verja de hierro forjado con pilares de ladrillos tan grandes como cabinas telefónicas. Al cabo de unos segundos alguien desbloqueó la puerta y el chico del reparto la abrió.

«Ve. Ahora.»

La voz en su cabeza era apremiante. Mare despegó. Cinco segundos y llegaría demasiado tarde. Llegó a la verja justo cuando estaba a punto de cerrarse. El chico del reparto se volvió, desconcertado.

—Eso es para mí —dijo Mare, estirándose para coger la bolsa de papel marrón.

Tallos de apio y una barra de pan francés salían de la parte superior.

—¿Vives aquí? —El chico del reparto parecía más confundido que suspicaz.

—Sí. No quería buscar mis llaves. Está bien.

Él no soltó los comestibles.

—Siempre se lo doy a ella, a la señora mayor.

—Mi tía —dijo Mare, rebuscando apresuradamente en su bolso. Tenía que desembarazarse de él antes de que Meg saliera a la puerta—. Toma.

Sacó un billete de veinte dólares de su cartera. El chico le entregó la bolsa justo cuando Mare vio, por encima del hombro de él, que la pesada puerta de roble empezaba a abrirse.

—Buen trabajo —dijo Meg.

Se quedó en el umbral vestida de traje chaqueta, como si saliera para su trabajo en el banco. No pareció sorprendida de ver a Mare.

—Era la única vez que hoy respondería al timbre. —Esbozó una sonrisa débil—. Una persona tiene que comer.

Se volvió hacia la casa poco iluminada, dejando que Mare cerrara la puerta y la siguiera. El salón era enorme y triste, con los muebles cubiertos con sábanas polvorientas. La mesa del comedor estaba descubierta, preparada para una persona. Había un gran candelabro de plata en medio. Mare se quedó embobada.

—Te acostumbras —dijo Meg.

La cocina estaba dispuesta con una despensa, una antecocina y fregaderos de zinc lo bastante grandes para que se bañara un pastor ovejero. Meg dejó la bolsa de la compra en una enorme mesa de madera maciza.

—¿Quieres comer? Has estado caminando durante horas.

Mare negó con la cabeza.

—Estoy demasiado nerviosa.

—Ya. Cuando era nueva en el convento, las comidas eran lo peor. Una hermana decía «Pásame el kétchup» y yo escuchaba «Todas sabemos que eres una impostora». Tenía suerte de no vomitar. —Captó la expresión de Mare—. No sientas pena por mí. Era una especie de timadora espiritual, simulando ser una buena católica.

—¿Alguna vez te integraste?

—No. Una monja puede ser muchas cosas. Desobediente no es una de ellas. Hacía todo lo que debía. Mi desobediencia estaba en el corazón.

Meg empezó a guardar los comestibles, hablando con indiferencia, como si toda la situación no fuera extraordinaria.

—De verdad no sabía qué esperar, pero tenía que estar allí, mira.

Mare se adaptó al ritmo de poner verduras en la nevera y productos enlatados en la despensa. Parecía absurdo preguntar cómo había adquirido su tía aquella inmensa mansión.

—¿Por qué tenías que estar allí?

Meg se mostró desconcertada.

—Durante mucho tiempo no tuve ni idea. Pero ahora lo veo. Todo conducía a este momento. ¿Entiendes? No, ¿cómo podrías entenderlo?

De repente, Mare sintió una oleada de rencor.

—Somos familia. ¿Por qué has estado escondiéndote de nosotros? Mi madre está muy preocupada. No está bien decirle que no estás muerta sin mostrarte.

—Ella no está tan preocupada. Simplemente no le gustan las sorpresas.

Meg se sentó a la mesa maciza y esperó a que Mare tomara asiento.

—He seguido escondida para que pudieras pasar esta prueba. Si ya hubieras sabido dónde vivía, no habría habido prueba. —Hizo una pausa—. ¿Estás segura de que no quieres comer nada? Toma. —Meg empujó un cuenco de manzanas por la mesa.

—Después comeré.

No estaba satisfecha con las respuestas que estaba oyendo.

—No tienes derecho a hacernos todas estas cosas; no solo a mí, tampoco al grupo. Somos como ratones en un laberinto. —Se detuvo en seco—. No quería decir eso. No quiero que te sientas culpable.

Meg soltó una risa brusca.

—¿Culpable? Culpa era lo único que podía sentir cuando esto empezó. Veía a gente común arrojada en una visita de misterio mágico, sin ninguna idea de adónde estaban yendo. Era indignante.

—Quizás era un viaje de poder para ti.

Por primera vez desde que había reaparecido, Meg se ofendió.

—Cuidado con lo que dices —la amonestó con brusquedad—. Y come. Estás cansada y malhumorada.

De mala gana, Mare cogió una manzana. Entretanto, Meg fue a la despensa y regresó con una bolsa de patatas fritas. Observó a su sobrina picar sin entusiasmo. Al extremo de la mesa había un jarrón de plomo y cristal con rosas blancas recogidas del jardín. Meg las miró de soslayo. Esperó a ver si Mare seguiría su mirada. Lo hizo.

Las rosas habían empezado a brillar, del mismo modo que brillaba el sagrario dorado. Las rodeó un suave resplandor. Mare miró, formando un silencioso «Oh» con la boca.

—¿Puedes hacer eso?

—¿Quién si no? No soy quien crees que soy.

El brillo remitió y las rosas volvieron a la normalidad. Mare se echó atrás en la silla, aturdida. Le sobrevino una imagen surrealista: su tía Meg irradiando la misma luz blanca y luego desapareciendo en la nada.

—Todo el tiempo pensaba que…

—¿Que un talismán mágico había caído del cielo? Te lo dije antes, a todos, el sagrario es solo una distracción.

—Pero no nos dijiste que nos distraía de ti.

Meg rio.

—El sagrario no es tan viejo, probablemente es victoriano. Alguien muy querido, un viejo sacerdote, lo compró en un anticuario y lo hizo bañar en oro. Seguramente arruinó su verdadero valor. —Mientras contaba esto, examinó con atención la expresión de Mare—. ¿Te sientes engañada? Querías milagros, y ahora crees que soy una especie de ilusionista.

—No sé qué pienso.

—Si te sirve de alguna ayuda, te contaré lo que me dijo un viejo sacerdote: «O nada es un milagro, o todo lo es.» ¿Lo entiendes?

Mare negó con la cabeza.

Su tía se estiró para sacar una rosa blanca del jarrón.

—Esta flor está hecha de luz. Si no fuera así, yo no podría hacerla brillar. Un milagro expone la luz que hay dentro de todas las cosas.

No esperó una respuesta de Mare.

—No estoy diciéndote algo que no sepas ya. Eres vidente. Que lo escondas como polvo debajo de la alfombra no cambia la realidad.

A Mare la recorrió un temblor de miedo.

—No quiero ser vidente.

—¿Después de todo esto? Francamente, estoy decepcionada. —Meg se levantó, tirando la rosa sobre la mesa—. En la siguiente reunión dile a todos que ha terminado.

—¡No lo dices en serio! —exclamó Mare.

El rostro de su tía parecía severo.

—¿Acaso te importa? La visita del misterio mágico se detiene aquí. Que todos los pasajeros bajen del autobús, por favor.

Mare estaba desconcertada.

—¿Por qué?

—Porque hay un lugar donde tengo que estar.

¿Su tía estaba a punto de hacer un tercer acto de desaparición? Mare ya iba a enfadarse cuando Meg pareció transigir.

—Te dejaré venir conmigo. Cuando vuelvas, puedes decidir respecto al grupo.

Meg salió abruptamente de la cocina y al punto regresó con un fajo de papeles en la mano.

—Firma esto antes. Te doy la casa y el dinero que la acompaña. —Meg le tendió un bolígrafo—. Adonde voy no lo necesitaré.

La sobrina sintió una nueva ola de ansiedad.

—Me estás mareando. —Quería levantarse de la mesa, pero sentía las rodillas como gelatina—. Deja que vuelva mañana. Una vez que piense en esto…

Su tía no la dejó terminar.

—No hay necesidad. Has pasado la prueba. Si has podido seguir el rastro invisible que conducía hasta aquí, eres la justa propietaria.

Señaló los sitios donde Mare tenía que firmar. Sintiéndose impotente, Mare cogió el bolígrafo y estampó su firma.

Cuando terminaron con las firmas, Meg pareció satisfecha.

—Bueno, pues, ¿vamos? —Se estiró en la mesa y cogió la mano de Mare entre las suyas—. Ahora ya sabes cómo.

Mare no dudó. Si su tía era el centro de todo, tenía que confiar.

—Una cosa será diferente —dijo Meg cuando sus manos se entrelazaron firmemente—. Esta vez podremos hablarnos.

La cocina desapareció y fue sustituida por una escena de hacía mucho tiempo. Estaban en una calle ajetreada de Jerusalén y Meg tenía razón. Mare pudo verla allí de pie. Pero la multitud que pasaba no reparó en ninguna de ellas. Eran invisibles, como antes.

—¿Te has fijado en una cosa? —dijo Meg—. Mira en sus ojos.

Mare miró primero a un vendedor de frutas que estaba a tres metros de su cliente, colocando higos en una bolsa. Miró a una madre que arrastraba a sus dos hijos pequeños a una calle lateral, luego a un rabino con barba y una cadenilla de plata al cuello.

—Están todos asustados —dijo.

—Todos menos uno.

Meg fue delante, entrando y saliendo de la multitud. Caminaba con paso enérgico; Mare tenía que esforzarse para no quedarse atrás.

—¿Por qué están todos tan asustados?

—Es como cuando los perros se asustan antes de un terremoto. Pueden presentir la destrucción inminente.

Al final de la calle, donde esta se abría a una pequeña plaza con un pozo de piedra en el centro, no había mujeres sacando agua. En cambio, una brigada de soldados romanos custodiaba el pozo, poniendo mala cara a los que se acercaban.

Meg los señaló con la cabeza sin detenerse.

—Ha habido rumores de que los judíos están envenenando el suministro de agua de la ciudad.

Mare empezó a ver imágenes con el ojo de su mente: un soldado romano cometiendo un sacrilegio en los terrenos del templo, los judíos rebelándose, la ciudad hirviendo. Un velo de sangre cubría estas imágenes.

—¿Estamos aquí para detenerlos? —preguntó.

—No; Jerusalén caerá.

Meg se detuvo ante un imponente edificio de dos plantas en la esquina, rodeado por un muro de piedra con olivos bien cuidados detrás.

—Casi tengo miedo de entrar —murmuró.

—¿Por qué? ¿Quién vive aquí?

—¿Quién crees?

La puerta de hierro de la casa estaba ligeramente entornada, lo cual no parecía lógico en medio del miedo agitado que se palpaba en las calles. Meg entró y esperó a su sobrina antes de cerrar la puerta. El patio tenía un jardín exuberante con una fuente y flores plantadas en parterres cuadrados. «El jardín del paraíso», pensó Mare, sacando el nombre de algún recuerdo distante.

Meg no miró al jardín, sino que se apresuró hacia la puerta principal. También estaba ligeramente entornada. Ambas entraron y los recibió una brisa fría y perfumada. Allí había un patio interior más pequeño, bañado en luz solar y rodeado por una galería de mármol calado.

—Es muy hermoso —susurró Mare.

—Es su casa.

Meg señaló a una alcoba cercana donde estaba sentada la discípula, contemplando. La muchacha que conocían resultaba casi irreconocible. Era mayor en esta ocasión, de mediana edad; pero era ella, y la forma en que levantó la cabeza hizo que Mare creyera que sabía que estaban allí.

«Si hablamos con ella podría oírnos», pensó Mare. Inmediatamente una voz de advertencia en su cabeza dijo: «No lo hagas.»

Meg apenas miró a la discípula antes de volverse. Retrocedió a un rincón de la galería. Al cabo de un momento, la discípula suspiró profundamente, se levantó y se marchó, con las faldas moradas haciendo frufrú mientras caminaba.

Una vez que fue seguro hablar, Mare dijo:

—Tenías razón. No parece asustada.

—Puede ver al futuro, más allá del peligro.

—Entonces, ¿se salvará a tiempo?

Meg se encogió de hombros.

—No está preocupada por ella. Está más allá de eso.

—Quiero hablar con ella.

Impulsivamente, Mare empezó a seguir los pasos de la discípula hacia el interior de la casa. Meg la contuvo.

—Has estado hablando con ella todo el tiempo —dijo.

—¿Qué?

Meg levantó la mano, pidiendo silencio. Su voz ya era lejana, y tan tenue como las sombras en la galería fría y cobijada. Mare vio duda en su rostro. Su tía había llegado a una encrucijada y no podía decidir en qué dirección ir.

El silencio no duró mucho.

—Nos separamos aquí —dijo Meg con decisión—. Puedes abrazarme. Creo que es lo tradicional.

La extrañeza de estas palabras enfrió a Mare.

—¿Me estás abandonando?

—Me quedo aquí. No es lo mismo.

Mare se puso lívida.

—¡No puedes! —exclamó.

Pese a lo débil que se sentía, su voz sonó con fuerza, resonando en los pasillos marmóreos de la galería.

—Eso está bien, grita un poco más —murmuró Meg—. Grita todo lo que quieras.

Mare podría haberlo hecho, pero se quedó paralizada, escuchando pies que se acercaban presurosos. La discípula apareció por una esquina. Alguien la estaba siguiendo —¿un criado?—, pero ella le hizo una seña para que se marchara. Ahora ella podía verlas, sin lugar a dudas, y la visión la hizo detenerse.

—Está hecho —dijo Meg.

La discípula asintió y empezó a acercarse.

—¿Ves? —añadió Meg—. Me he enviado a una misión. —Esperó a que la discípula se acercara más—. Necesité diez años en el convento para darme cuenta de eso. No podías esperar que lo creyera, no durante mucho tiempo.

—Por favor —rogó Mare—, cuéntame de qué va todo esto. —De pronto tuvo una sensación de pérdida.

Meg señaló a la discípula.

—Soy ella. ¿Ahora lo entiendes?

Entonces dio un paso adelante, cubriendo con rapidez la corta distancia que la separaba de la discípula, que permanecía inmóvil, expectante. Justo antes de que colisionaran, el cuerpo de Meg se transformó. Se convirtió en pura luz, como una imagen de película siendo sustituida por la luz del proyector. El proceso duró apenas un segundo, y entonces solo estaba la discípula. La mujer tembló ligeramente sin hacer ningún sonido.

—Tú —susurró Mare.

La discípula no había reconocido que ella estaba allí, y ahora se limitó a levantar una mano. ¿Una despedida? ¿Una bendición? Mare no lo sabía, tenía la visión nublada por las lágrimas. De repente oyó voces que se acercaban. Sonaban alarmadas. La discípula habló bruscamente en hebreo (supuso Mare) y caminó hacia ellas. Desapareció entre un grupo de sirvientes llegados del interior de la casa.

Ahora las lágrimas de Mare fluyeron sin trabas. Meg había sido como una aparición suspendida entre dos vidas. No había forma de explicar cómo podía ocurrir algo así. Mare notó en la mejilla una brisa que soplaba desde el patio interior. Pestañeó para despejar los ojos. Un parterre de rosas blancas se alzaba cerca, y las flores empezaron a brillar.

Antes de que Mare pudiera pestañear otra vez, estaba de nuevo en la mesa de madera maciza de la cocina. Bajó la mirada. Una manzana a medio comer estaba empezando a ponerse marrón junto a una rosa blanca marchita. Había pasado tiempo, pero ¿cuánto? ¿Horas? ¿Días? No podía saberlo. Solo podía saber que había regresado convertida en una persona diferente. Su don secreto, toda la ocultación, su tía muerta que no estaba muerta sino que era una cinta transportadora de maravillas; nada de eso importaba ya. Sin embargo, algo importaba, la única verdad por la cual Mare podía vivir sin temor ni duda.

O nada es un milagro o todo lo es.