12
Cuando Jimmy sostuvo la acuarela del sagrario dorado, sabía que todo dependía de ello. Era su as en la manga si fallaban las demás formas de persuasión. Pero le impactó la reacción sollozante de Galen.
—No te ofendas —dijo. Sería un desastre si Galen se escabullía lejos de su alcance.
—¡Ladrón! —gritó Galen, cerrando los puños.
La acusación era cierta. Por órdenes de Lilith, Jimmy había robado la pintura de una habitación del hospital. Se sentía culpable, pero ya no había otra salida que seguir adelante.
—Sé que tu mujer la pintó —dijo vacilante—. Ahora te la devuelvo.
Galen levantó la cabeza, limpiándose las mejillas húmedas con la manga de la camisa.
—¿Crees que eso lo arregla?
—No, pero necesitaba que reconocieras la pintura. Es importante.
Galen tuvo un destello de reconocimiento.
—Te he visto antes, en su habitación de hospital.
Jimmy asintió, conteniendo la respiración. Pasara lo que pasara, no podía dejar que Galen lo echara de la casa.
—¿Así que me estás acosando? —dijo Galen con amargura.
—Más o menos, pero es por una buena causa.
Esto provocó una breve risa. Al menos, Galen había dejado de llorar. Toda la situación era grotesca, incluida la parte que él había representado. Jimmy levantó la acuarela otra vez, pero Galen no podía mirarla. Le traía recuerdos de Iris, cáncer y muerte.
Había caminado como sonámbulo a través de los sucesos terribles a medida que se desarrollaban. Iris mostró una sorprendente falta de resistencia para ir a un neurólogo por sus dolores de cabeza. Ella había ocultado a Galen lo severos que eran esos dolores, igual que él le había ocultado el ominoso mensaje de correo que le había enviado su padre. Se realizó un escáner cerebral y el doctor describió lo que mostraba.
—¿Ve esta sombra aquí? Es lo que llamamos una lesión en el córtex prefrontal.
—¿Un tumor? —dijo Galen estúpidamente.
Sentada a su lado, Iris se mantuvo en silencio, agarrándole la mano con fuerza entre las suyas.
El doctor asintió.
—Lo lamento. Debo decirle que es agresivo, y probablemente apareció muy de repente, quizás hace cuatro o cinco meses.
Justo cuando se me acercó en el museo, pensó Galen con tristeza.
Hizo un gesto de dolor. Las uñas de Iris se estaban clavando en sus palmas como agujas.
—Debería haber habido signos tempranos —continuó el doctor—. Una persona callada podría de repente volverse muy comunicativa y emotiva. —Señaló la imagen iluminada en la pared detrás de él—. La lesión está en el lado derecho, justo aquí. Los efectos pueden ser muy misteriosos. En muy raros casos, aparecen de repente habilidades musicales o una manía por la pintura que no había existido antes.
Iris no sollozó, pero las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. Bajó la cabeza como si estuviera avergonzada.
—¿Puede lograr una mejoría? —preguntó Galen, con el rostro lívido.
No hubo ninguna promesa. A continuación vino la cirugía, luego radiación. Los padres de Iris regresaron y su humor había cambiado. De repente, miraban a Galen como un intruso, un desconocido que se había aprovechado de la enfermedad de su niña. El doctor Winstone llegó a acusarle de ocultar los síntomas de Iris.
Galen sufrió todo el proceso de la forma más aturdida posible. Iris se trasladó a la habitación libre para dormir. Apenas hablaban, y cuando lo hacían, Iris tenía que esforzarse para mostrar a Galen algún gesto de afecto. Él se compadecía de ambos, como si un mago malicioso los hubiera engañado con sus ilusiones y ahora el hechizo se hubiera roto.
Una mañana, ella no se presentó a desayunar. Galen fue a su habitación, pero estaba vacía. Levantó el teléfono para llamar a emergencias al mismo tiempo que miraba por la ventana. Débil como estaba, su mujer había apilado sus pinturas en el patio de atrás y las estaba prendiendo fuego. Galen salió corriendo y, pese a las protestas de ella, rescató los lienzos que todavía no se habían quemado.
—Hemos de salvarlos. Olvida al doctor. Eres una artista genial.
Iris soltó una risa ahogada.
—Solo estoy enferma. El arte era mi aflicción.
Dos semanas más tarde, Iris murió en el hospital de enfermos terminales. Un auxiliar hizo su cama vacía mientras Galen buscaba en la mesita las cosas de Iris. El auxiliar parecía estar observándolo.
—¿Le importa? Soy el marido —dijo Galen con brusquedad.
El hombre asintió y se marchó. Ahora Galen sabía que era Jimmy.
Los padres de Iris no pudieron impedir que Galen asistiera al funeral, pero él permaneció en la periferia, como una presencia silenciosa e incidental. Cuando echaron sobre el ataúd la primera palada de tierra, la voz burlona en la cabeza de Galen dijo con satisfacción: «La comedia ha terminado.» Galen quería agredir a alguien o destrozar algo por la broma cruel que el destino le había jugado. Como un brote en un campo reseco, empezó a formarse en su cabeza entumecida un plan para vengar esa terrible injusticia.
Se apretó la cabeza con fuerza entre sus manos, como para aplastar esos recuerdos.
Jimmy trató de decir algo que pudiera convencerlo.
—Esta pintura es muy significativa. ¿Te gustaría saber por qué?
—Claro que no. —Agotado como estaba, Galen todavía podía enfadarse.
Jimmy insistió de todos modos.
—Muestra un objeto precioso, una reliquia sagrada. Tu mujer tuvo que verla en una visión. Tú eres nuestro vínculo con ella.
Galen lo observó con desdén.
—Sean lo que sean las pamplinas que dices, te has equivocado de sitio. No tengo dinero. Solo quiero… —No supo cómo terminar la idea.
—¿Solo quieres enroscarte en una madeja de sufrimiento? No puedo dejarte hacer eso, y no tienes que hacerlo. Eres prisionero dentro de ti mismo. Iris lo vio. Por eso se sintió atraída hacia ti. También por eso me enviaron a mí aquí.
La extraña respuesta de Jimmy obligó a Galen a mirarlo con más atención. La sonrisa que mostraba, que Galen inicialmente había despreciado, parecía diferente ahora.
—No necesito tu compasión —espetó.
—Claro, primero está tu autocompasión.
Galen estuvo a punto de soltar un improperio, como su madre los llamaba cuando él era niño, pero Jimmy hizo un movimiento. Levantándose, dio dos pasos hacia Galen, que no tuvo tiempo para encogerse en un movimiento defensivo. A continuación, Jimmy lo estaba levantando por las axilas como una madre levanta a un niño de dos años con una rabieta.
—Bien, ya estás de pie. Ahora echa otro vistazo. Si no sabes nada de esta pintura, te dejaré en paz. Aunque no vas a encontrar ninguna paz.
¿Esa última parte era una pulla? Galen se sentía incómodo.
—Por favor, deja de mostrarte asustado —rogó Jimmy—. Te estoy trayendo esperanza.
A Galen lo habían puesto en pie demasiado deprisa. Se estaba quedando sin sangre en la cabeza; se sentía mareado. Se apretó los ojos cerrados y se propuso no desmayarse dos veces el mismo día.
—Podemos hablar —susurró—. Solo déjame sentar otra vez, por favor.
Jimmy retrocedió y Galen se arrellanó en el sofá, poniendo la cabeza entre las rodillas. Al cabo de un momento, el mareo se le pasó.
—Cuéntame lo que recuerdes —pidió Jimmy.
Galen parecía desconcertado.
—Nada importante. Lo que ella pintó era solo un síntoma de que estaba enferma.
Jimmy negó con la cabeza.
—Estar enferma solo era una pequeña parte de eso. Cuando alguien está muriendo, una parte de la persona busca la verdad. Al pasar por la puerta a otro mundo, mira atrás por encima del hombro para darnos un atisbo de la verdad.
Galen se sentía impotente para discutir.
—Como quieras. Pareces sincero. Pero fui yo el que recibió la patada en los dientes cuando ella murió.
—Tienes razón. Lo siento. Tú no pediste nada de esto.
Galen le cogió la pintura con un suspiro, intentando evocar la escena, semanas antes de la muerte de Iris. No había tenido mucho tiempo para visitarla en el hospital. La tensión entre ellos era una de las razones. Otra era que se había volcado en su trabajo con ferocidad. Pasaba los días en la biblioteca de investigación con pilas de revistas delante de él. Escribió dos borradores de artículos en el ordenador, quedándose hasta altas horas de la noche, demasiado agotado y distraído para afrontar la realidad.
Galen empezó a fumar y tomaba un chupito de whisky al atardecer, la hora preferida por el demonio de la depresión. Lentamente, empezó a sentir un cambio interior. Se estaba separando de Iris y todo lo que ella había sido para él. Era como estar de pie en la puerta de atrás de un tren cuando este empieza a alejarse de la estación. En poco tiempo, las luces de la estación se van perdiendo en una tenue penumbra, y luego nada.
De todos modos, su plan de fuga no era perfecto. La culpa lo hacía pasarse por el hospital, normalmente a última hora de la tarde, con su llegada sincronizada con la cena de Iris, de manera que podía excusarse al cabo de unos minutos. En esas fechas, Iris todavía comía un poco, pero el cáncer la debilitaba de manera implacable, chupándole hasta el último gramo de energía. Galen se sentía aliviado cuando la encontraba durmiendo, que era a menudo.
Sin embargo, una tarde ella estaba completamente despierta. La cama estaba levantada al máximo, e Iris llevaba el cabello cuidadosamente peinado hacia atrás y sujeto con horquillas, con unos pocos mechones sueltos enmarcando su cara pálida. Galen trató de sonreír, pero ella se había puesto una gota de su perfume favorito y el aroma lo hizo sentirse mareado.
—Tienes buen aspecto —murmuró evasivamente.
—¿Sí? Me aseguré de no traerme un espejo de casa.
La voz de Iris era clara y sus ojos brillaban. Galen apartó la mirada. Los ojos le habían brillado así cuando estaba en plena manía de pintar.
—Por favor, no me tengas miedo —susurró ella.
La mano de él se movió instintivamente hacia los cigarrillos que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, hasta que recordó dónde estaba. Antes de que su madre muriera, ella había hecho un hechizo de la verdad. Lo tuvo cautivo junto a su cama expiando sus errores, tratando de compensarlos. «Si hemos de decir la verdad —quería decirle él—, estoy aburrido y harto. Come gelatina, mira la tele. No podemos cambiar el pasado.» Claro que Galen nunca pronunció esas palabras, sino que esperó como un hijo paciente.
Pero no iba a volver a jugar al mismo juego dos veces.
—El doctor quiere que descanses —murmuró—. Debería irme.
—En un momento —dijo Iris, sin ofenderse por su brusquedad. Hizo un gesto hacia la mesita metálica, que estaba justo fuera de su alcance—. ¿Puedes abrir ese cajón, por favor? Quiero enseñarte algo.
Galen lo abrió y sacó una hoja de grano fino y bordes irregulares.
—No sabía que habías traído material —dijo.
—Encontré una enfermera amable. Me trajo algo de papel y colores. Tú no cogías el teléfono.
—Podrías haber esperado —se quejó Galen.
Ella leyó la culpa en su cara.
—No quería que te sintieras mal viendo otra vez todo el material de pintura. Y tenía prisa. Sentía un deseo irrefrenable de pintar esto. Imagínatelo, después de que intentara quemarlo todo.
Iris cogió el papel de sus manos y le dio la vuelta, exponiendo la imagen que permanecía oculta a las miradas en el cajón.
—Quería que fueras el primero en verla.
Iris no estaba siendo cruel. Galen lo sabía, pero empezaba a dolerle el corazón. Miró estúpidamente la pintura. Mostraba una iglesia con campanarios en un prado. Un brillo dorado envolvía el templo. Galen torció el gesto. La cuestión religiosa otra vez. Su enfermedad no estaba mostrando clemencia.
—No tiene que gustarte —dijo Iris con voz compasiva—. Ni siquiera tienes que conservarla. Pero en cierto modo es sobre ti. —Viendo que él arrugaba el ceño, ella se dio prisa—. La imagen me vino en un sueño. Yo estaba feliz en ese sueño, por una vez. Dormir normalmente es un agujero negro.
Iris se detuvo. Galen no mostró ninguna reacción. Contra su voluntad, había sido arrastrado otra vez a una partida de decir la verdad en el lecho de muerte.
Iris trató de mantener su buen humor, aunque se estaba filtrando un tinte de derrota.
—Esto no es algo que pueda explicarte o con lo que pueda ayudarte, Galen. Yo misma no lo entiendo. Lo único que sé por el sueño es que este es tu lugar. —Señaló la iglesia y a continuación su mano cayó.
Había agotado su energía; su cuerpo cedió y la enfermedad la reclamó. Se puso lívida. Gris y con los ojos vacíos, con la cabeza apoyada en la almohada. La transformación fue asombrosamente rápida.
Galen no pudo sentir compasión. Estaba demasiado enfadado por lo que ella había dicho: «Este es tu lugar.» Esas palabras le dieron ganas de arrancarle la pintura de sus manos flácidas y rasgarla por la mitad. En cambio, se dio la vuelta y se marchó. El dolor en su corazón había adquirido el peso frío de una piedra.
Ahora, en su sala de estar, Galen hizo un gesto fútil.
—Es todo lo que sé.
—Entiendo. Duele volver atrás —dijo Jimmy.
Galen estalló.
—Vete a la mierda.
Jimmy suspiró.
—Así no iremos a ninguna parte.
Sacando su móvil, caminó hasta la cocina vecina. Galen oyó una conversación en murmullos.
—Entendemos por qué te estás resistiendo a todo esto —dijo Jimmy cuando regresó—. Es demasiado para asimilarlo, y estás agotado. Pero nos has mostrado qué hacer.
—¿Yo?
—«Este es tu lugar.» Si ese es el mensaje, una señal (como quieras llamarlo), vamos a confiar en eso. —Señaló la pintura—. Lo que vio tu mujer es real, un don de Dios, y ahora está en las manos correctas. Espero que puedas verlo. Mucha gente depende de ti.
—No me importa. Dios es una mentira, un enorme fraude criminal. Si alguien quiere algo de mí, diles eso. —La voz de Galen se apagó. No quería pensar en su venganza fallida.
—¿Y si lo descubres de una vez por todas? —preguntó Jimmy.
—¿Descubrir qué?
—Si Iris vio algo real. Si Dios es real. Es tu oportunidad de descubrirlo.
—Estás loco.
Pero la protesta de Galen no fue tan enfadada como antes. Había percibido compasión en la voz de Jimmy.
—Solo estoy actuando por la fe —dijo Jimmy—. Pero hay gente en la que confío, de la misma forma que te pido que confíes en mí. Dicen que cualquiera que establece contacto con este objeto nunca vuelve a ser el mismo.
Galen estaba preparado con un torrente de protestas, pero Jimmy no le dio la oportunidad de lanzarlas.
—Aquí. —Escribió el número de la sala de reuniones en el dorso de la pintura—. Nos reuniremos en el hospital. Ya sabes dónde está. La sala está en el sótano.
Galen miró con recelo lo que Jimmy había escrito.
—¿Me pagarán?
—Eso no depende de mí. Solo soy el mensajero. —Jimmy no lo reprendió por alegar motivos egoístas. Se dio cuenta de que Galen tenía que defenderse—. Solo piénsalo. Ahora me voy.
Sin decir más, Jimmy salió, cerrando la puerta tras de sí. Hizo una pausa en el pórtico para mirar al cielo. Estaba nevando, y por la mañana sus huellas se habrían borrado, como si nunca hubiera estado allí. Se dirigió al taxi. La noticia no complacería a Lilith; pero fue idea suya, cuando Jimmy la telefoneó desde la cocina, que apelara a la curiosidad de Galen. Jimmy estaba a punto de informar de nuevo cuando sonó su teléfono.
—Creo que ha escuchado. —Era una voz de mujer, pero no de Lilith.
—¿Quién es?
—No nos conocemos, pero lo haremos pronto. Soy Meg.
—No conozco a ninguna Meg.
—No importa. Solo quería darte las gracias.
—¿En serio? ¿Cómo sabe de esto?
—No es fácil de explicar, pero trataré de hacerlo cuando nos veamos.
Antes de que pudiera plantear otra pregunta, la línea quedó muerta. Jimmy limpió los copos de nieve del parabrisas del lado del conductor con el guante. Subió al taxi, sin mirar por encima del hombro. De alguna manera, estaba convencido de que Galen había salido a la ventana y estaba mirando para asegurarse de que realmente se marchaba.
Jimmy trató de no sentirse descorazonado. Probablemente había desvelado más de lo que debería. Lilith le había advertido que proteger el misterio del sagrario dorado era la primera prioridad del grupo. Galen podría presentarse con los demás solo para husmear. Podría pedir dinero. Ocurriera lo que ocurriese, era el momento de irse. Había una fuerza invisible en juego. Si un escéptico desdichado estaba destinado a unirse, el destino encontraría un camino.
El taxi dejó huellas en la fina capa de nieve nueva al alejarse acelerando. Galen esperó en la ventana hasta que dobló la esquina y se perdió de vista. Ver marcharse al intruso fue un alivio, pero no suficiente para eliminar la tensión en su cuerpo. Arrugó la acuarela de Iris en una bola y la lanzó a la papelera bajo el fregadero; luego se metió en la ducha.
No había razón para confiar en aquel intruso. ¿De qué había servido hablar con él salvo para remover recuerdos dolorosos y jugar con las emociones de Galen? De pronto se quedó solo con dudas inquietantes. Iris creía en su visión. El intruso tenía razón en eso: quería enviar a Galen un mensaje insoslayable.
Abrió el agua caliente y se quedó bajo el chorro humeante hasta que se le formaron manchas rojas en los hombros. Quemaba, pero sus músculos empezaron a relajarse. Después, antes de irse a la cama, bebió tres cervezas y navegó aleatoriamente por internet para distraerse. Pronto no pudo hacer nada más que hundirse en un sueño aturdidor.
No sabía por qué, pero por la mañana siguiente rescató la acuarela de la basura y la desplegó en la encimera de la cocina. Aún sabía menos por qué tres días después, el sábado, cogió su coche y se dirigió al hospital y al número de sala que Jimmy había garabateado en el dorso de la pintura. El corazón de Galen latía aceleradamente al acercarse a su destino.
«¿Qué estoy haciendo?», pensó. La duda, siempre su posición de partida, empezó a tirar de él. Pero intervino otra fuerza. «Vas al lugar al que perteneces», dijo.
Aquello no tenía sentido. Galen casi se dio la vuelta, pero había llegado muy lejos. Además, en lo único en que podía pensar era en Iris, el amor que ella había profesado a un alma perdida, y lo imposible que era abandonar ahora.