5
En cada suceso extraño ocurrido hasta entonces, Meg McGeary era el elemento ausente. ¿Estaba tirando de hilos invisibles? ¿Qué le daba el derecho a hacerlo? Diez años antes Meg no destacaba en nada. Podría haberse mezclado fácilmente entre los bulliciosos compradores de un día festivo en el centro comercial local. Ella tenía cuarenta años entonces y vestía con un estilo provinciano: parka gris con borde de piel sintética en torno a la capucha, pantalones de deporte anchos y zapatillas deportivas. La sociedad estaba cambiando, de manera que la ausencia de un anillo de boda no la habría hecho destacar. Sin embargo, una cosa sí lo hizo. Un día de noviembre, Meg estaba inmóvil, con la mirada fija en la distancia, como fascinada por el escaparate de una tienda de sándwiches Subway y la tienda Nike contigua.
El sol brillaba débilmente a través de retazos de nubes. Los compradores se sentían exultantes —todavía no había estallado la burbuja que llevó a la Gran Recesión— y nadie se fijó en Meg al pasar a su lado. Un transeúnte alerta podría haber sospechado que algo iba muy mal con una mujer que parecía pegada al suelo. Quizás estaba teniendo alguna clase de brote psicótico que la había dejado catatónica. Por el momento, no obstante, la multitud se dividía en torno a Meg como el mar se divide en torno a una roca que sobresale en la playa.
Meg no era psicótica, pero tampoco normal. Estaba sufriendo desorientación extrema, y no le faltaba una buena razón. En su mente, iba camino de ser crucificada. Literalmente. Antes del mediodía, estaría colgada de una alta cruz de madera. Soldados romanos iban a atravesarle las manos con largos clavos de hierro. Meg podía ver la muchedumbre airada y sedienta de sangre.
La «cosa», como ella lo llamaba, había empezado esa mañana. Su gato la había despertado de una pesadilla al arañarle el pecho a través de la colcha. Fuera, en la oscuridad invernal, empezaba a clarear. Meg tocó el suelo frío con los pies descalzos, buscando unas pantuflas. Arrastrando los pies, recorrió el pasillo hasta el cuarto de baño y se miró en el espejo del botiquín.
Una cara hinchada y un pelo desarreglado propio de recién levantada le devolvieron la mirada. Sin embargo, también vio una antigua ciudad bíblica en el espejo, como dos películas sobreimpresas en la misma pantalla. De repente, la ciudad antigua cobró vida. Gente con túnicas llenaba la calle, ansiosa por presenciar un espectáculo violento. Como extras en una película muda, la abuchearon ruidosamente.
Meg era vagamente consciente de que aquello era el mismo sueño que la había mantenido alerta toda la noche. Se salpicó agua en la cara para que la imagen desapareciera, en vano. Tanto si se miraba al espejo, como si miraba por la ventana del cuarto de baño o a las paredes de baldosas blancas, se desarrollaba esta otra escena: un día de calor, el sol quemando a través de un cielo claro, con transeúntes salidos directamente de ilustraciones de la escuela dominical. Los pies de Meg estaban metidos en sus pantuflas, pero el hombre llevaba sandalias y tenía los pies acalorados. Ahora estaba segura, con la claridad de la vigilia, de que se trataba de un hombre. Su respiración era pesada cuando miró la muchedumbre de alrededor, luchando contra su miedo. Meg podía sentir la presión en sus pulmones. ¿Llevaba algo pesado en su espalda? De repente, notó un peso enorme.
Meg decidió llamar a Clare, la más cercana de sus dos hermanas. Volvió caminando al dormitorio con pasos nerviosos. El gato, que yacía acurrucado junto al radiador, abrió un ojo y la observó buscar su móvil en el bolso. Sin embargo, en cuanto pulsó el botón del número de trabajo de Clare, pensó: «Mala idea. Siempre se preocupa. Esto le arruinará el día.»
Sin embargo, antes de que pudiera colgar, Clare respondió:
—Eh, tú —dijo, con expectación.
—Hola —murmuró Meg de manera mecánica.
—Suenas dormida.
—No estoy dormida.
—Bueno, me gusta escuchar tu voz. Ha sido un manicomio con los chicos en casa por las vacaciones y yo trabajando.
Clare, que se había trasladado de otra ciudad después de casarse, siempre estaba en movimiento, construyendo su negocio inmobiliario.
—Si alguien puede afrontarlo eres tú —dijo Meg.
Estaba haciendo tiempo, desorientada. La película se hizo entonces el doble de clara. Las rodillas del hombre cedieron bajo su pesada carga, luego luchó por incorporarse. Meg podía sentir los músculos de su espalda gritando de dolor. No era una película. Ella estaba dentro de él.
El radar de preocupación de Clare se activó.
—Cielo, ¿pasa algo? ¿Por qué has llamado?
Afortunadamente, justo entonces apareció en la película una interrupción parpadeante, lo que dio a Meg un momento para pensar con claridad.
—Estaba sintiéndome un poco solitaria. Nunca conectamos como antes.
—Lo sé. Han pasado semanas. Lo siento.
La voz de su hermana, que se había elevado ansiosamente unas pocas notas, volvió a bajar. Clare por lo general era buena en mantener el contacto. Era buena en muchas cosas.
—Bueno, quizá deberías venir de visita.
—Me gustaría —dijo Meg.
—¿No te importará tener a los niños enredados en tus tobillos?
—No; es todo genial. —Meg deseaba desesperadamente poner fin a la llamada.
—Muy bien, cariño. Te quiero.
Fue un alivio dejar de simular, y la llamada no había sido un desastre. Pero en cuanto colgó, empezó a sufrir otra vez, jadeando e inclinándose. Trató de hacer inspiraciones profundas, pero no la ayudó. La película en su cabeza se desarrollaba de manera implacable. El hombre se había puesto de pie y estaba otra vez tambaleándose hacia delante, sudando copiosamente.
¿A quién más podía llamar? Era una lista deprimentemente corta. Nancy Ann, su otra hermana, se pondría loca. Rara vez salía de la casa sin pensar que había olvidado cerrar la puerta delantera o que se había dejado el gas abierto. Y su madre estaba absorta con lo que quisiera su marido. Pensó en algunas amigas, compañeras de trabajo del banco donde Meg era subdirectora, pero probablemente se reirían y le colgarían.
Empezó a sentir pánico. Las cuatro paredes se estaban cerrando, ahogándola. Tenía que recuperar el control. Una dosis de realidad podría ser la mejor medicina: inhalar el aire frío, mezclarse con gente. Esta idea sonaba cuerda. Enseguida se puso algo de ropa y se apresuró a bajar por la escalera, pasando junto a una bicicleta y unas cajas de mudanza apiladas en el vestíbulo. El olor de beicon friéndose en uno de los apartamentos la mareó levemente, pero la sensación de náusea la distrajo de la película. «Eso tiene que ser una buena señal, ¿no?» Al salir, se acordó de llamar a su ayudante para decirle que se tomaba el día por enfermedad.
No estaba lejos del centro comercial. Meg había adquirido el hábito de ir paseando hasta allí después del trabajo. No lo hacía por soledad. A los cuarenta, se había acostumbrado a la soltería. La sentía como algo entre un sillón cómodo y una mancha en el empapelado que no te molestas en limpiar.
Se impuso un paso enérgico. Sin embargo, resultaba difícil mantener el equilibrio tratando de darse prisa cuando le costaba poner un pie delante del otro. Levantó la mirada. Una colina se cernía en la distancia. Dos siluetas oscilantes se dibujaban contra el sol, ya colgadas de cruces. Meg se estremeció y aceleró el paso, tratando de volver al tiempo presente.
Cinco minutos más tarde estaba de pie en la plaza central del centro comercial. A pesar de su parka, el frío la calaba. El viento era cortante y parecía clavarle sus colmillos invernales.
Algo nuevo estaba ocurriendo en la película. Notó que el suelo se inclinaba hacia arriba. El hombre estaba subiendo la colina. Detrás de él, un soldado le dio un fuerte empujón. El centurión estaba ansioso por regresar al cuartel y emborracharse. Una tercera cruz se recortaba contra el sol. El condenado buscó un rostro amistoso entre la muchedumbre. Una niña estaba llorando, y cuando él la miró, ella se movió el pañuelo de la cabeza para ocultar las lágrimas. Él apenas captó un atisbo de ella, pero de repente Meg sintió que a él lo inundaba una oleada de alivio. Más que alivio. Una profunda sensación de paz borró su miedo y dejó de luchar contra lo que iba a ocurrir.
Los cánticos de la multitud se tornaron más obscenos, pero la sensación de paz del hombre se profundizó. El mundo y sus imágenes aterradoras se desvanecieron como una vela que parpadea invisible a la luz del mediodía.
La procesión llegó a su destino. Él tuvo un instante para mirar atrás a la niña que sentía compasión por él. Quería que viera que estaba en paz, pero se había ido. Él no pensó en el final devastador de su drama. Solo se preguntó qué sería de ella.
Ahí fue donde la película en la mente de Meg se atascó. Las imágenes dejaron de pasar. Las cruces de la colina desaparecieron. De repente, estaba sola, inmóvil entre una multitud, sin tener ni idea de cuánto tiempo se había quedado paralizada en aquel sitio. Inclinando la cabeza atrás, ya no vio dos soles, solo el débil sol de noviembre del presente. No había ningún miedo persistente. Era casi como si nada hubiera ocurrido. Pero había ocurrido, innegablemente. Se fijó en unas pocas miradas peculiares de personas que caminaban en torno a ella. Hora de seguir adelante. Así lo hizo. Unos momentos más y habrían llamado a seguridad para que se la llevaran.
Pasaron dos semanas. Meg habría olvidado su camino al calvario de haber podido. Lo intentó al máximo. Los demás no notaron ninguna irregularidad en su rutina laboral. Todavía llegaba cada mañana a las siete y media para abrir el banco. Todavía se sentaba al gran escritorio cerca de la parte delantera y sonreía de manera tranquilizadora cuando las parejas jóvenes se acercaban nerviosas para tramitar su primera hipoteca. Se sentía muy cómoda en su trabajo, no odiaba a su jefe ni daba motivo para que sus subalternos la odiaran a ella, ni remotamente.
Si una cámara de vigilancia hubiera seguido todos sus movimientos, habría grabado solo una ocurrencia extraña, una desviación menor de su rutina normal. Una noche, después de salir del banco, se detuvo en una farmacia cerca de su edificio de apartamentos y pidió el somnífero más potente que pudieran venderle sin receta médica. Cuando llegó a casa, vio viejas reposiciones de Friends, comió pollo parmesano de Lean Cuisine y tomó dos comprimidos antes de acostarse. Mejor estar en una neblina química por la mañana, supuso, que revivir las imágenes terribles de su alucinación.
Pero los ecos continuaban sonando. No podía ignorar los leves gritos de aflicción que salían de su interior. Casi desaparecían si se distraía con trabajo o la tele o si subía la radio del coche. Pero no hay muchas maneras de escapar de tu mundo interior. Las imágenes espeluznantes en su visión eran en realidad más fáciles de soportar. Meg las había visto a diario en los muros de su vieja escuela católica durante las clases de religión de las Hermanas de San José. El problema era que ahora había vivido esas imágenes. ¿Quién lograba eso? Solo los santos y los psicóticos, que Meg supiera, y ella no encajaba en ninguna de esas categorías. Pugnó por imaginar una tercera posibilidad.
La ansiedad viene equipada con un control de volumen, y cuanto menos caso hacía Meg de la voz que gemía en su interior, más ruidosa se hacía esta, poco a poco. A la tercera semana, el volumen de su ansiedad era tan alto que apenas oía nada más. Fue difícil mantener la compostura cuando fue a comer el domingo a casa de sus padres.
—Estás muy callada —comentó su madre en la mesa—. Mi corned beef con repollo te ha gustado desde el día que naciste.
Meg consiguió sonreír, porque solo era una ligera exageración. Su madre decía que el aroma del plato le recordaba las verdes colinas de Galway, aunque ella no había venido de Irlanda, ni siquiera la había visitado. Ella había nacido cerca de las vías del ferrocarril en Pittsburgh. Aun así, corned beef con repollo era como una luz en la ventana que atraía a casa a las hermanas McGeary, sin que importara dónde estuvieran. Eso ya no era cierto desde que Claire se había marchado para educar una familia y Nancy Ann se había casado con el atractivo Tom Donovan. Nancy Ann apenas tenía dieciocho años entonces, la edad que había cumplido su hija Mare. El tiempo volaba.
Ya solo estaban Meg y sus padres en la mesa. Como ella nunca mencionaba ningún hombre, su madre tenía que conformarse con lo bien que le iba en el banco a su hija soltera. Su padre mantenía a raya los impulsos de entrometerse de su madre, normalmente con una mirada afilada si ella divagaba hacia la palabra matrimonio.
—Creo que me gusta más tu cocina al hacerme mayor —dijo Meg—. No has perdido tu toque.
—¿Qué clase de toque necesitan las patatas? —Su madre sonrió con indulgencia ante el cumplido y pasó las patatas.
Pero en realidad Meg estaba buscando un apacible entretenimiento, por si acaso su estado interior parecía demasiado obvio. Necesitó toda su fortaleza para no decirles a sus padres lo preocupada y desorientada que se sentía. En cualquier momento podía recaer. Peor, la película en su cabeza podía continuar en el punto en que se había detenido. Esa era una posibilidad en la que no se atrevía a pensar.
Después de comer, Meg caminó hasta la parada de autobús. Su coche estaba en el taller. Se sentía aliviada de que nada hubiera ido de manera inapropiada. El cielo sobre la ciudad era inusualmente claro y las estrellas ofrecían un espectáculo invernal brillante. Meg levantó la mirada, pensando que las estrellas se veían más nítidas cuando hacía frío. Esta observación le habría dado placer, pero las estrellas de repente parecían como los puntos de un millón de clavos. Sintió una ola de pánico. La satisfacción elemental de tener un estómago lleno no la estaba calmando en absoluto. La tienda de licores de la esquina continuaba abierta; entró de manera impulsiva.
El vodka barato sería la anestesia más rápida, supuso, paseando la mirada por los estantes. No era bebedora, pero la necesidad era apremiante.
En el mostrador, un empleado aburrido estaba mirando un partido de béisbol en un pequeño televisor. Cuando Meg se quitó los guantes para contar el dinero, él le miró las palmas.
—Yo en su caso me haría mirar eso, señora —dijo, cogiendo con cautela los billetes de su mano.
Meg bajó la mirada. Sus palmas estaban marcadas por dos puntos del tamaño de una moneda, de color rojo brillante y húmedos. Estaba segura de que no los tenía durante la comida. Su sensación de pánico se disparó y empezó a balancearse. Tuvo que agarrarse al mostrador para mantenerse en pie.
—Eh, ¿se encuentra bien?
Incapaz de contestar, Meg miró al frente con los ojos desorbitados por el miedo. El empleado fue a coger el teléfono. Meg negó con la cabeza bruscamente.
—Por favor, no —logró susurrar.
El empleado no era ningún alma caritativa; estuvo encantado de ver que aquella mujer se marchaba de su tienda con su botella y ochenta y nueve centavos de cambio. Meg tampoco se habría quedado a esperar una llamada a Emergencias. Se dirigió ciegamente a la parada del autobús, corriendo para atrapar al que esperaba allí. El conductor no le prestó atención cuando ella se derrumbó en un asiento de la parte delantera. El autobús estaba vacío, salvo dos mujeres negras de avanzada edad en la parte trasera.
La mente de Meg no estaba funcionando. Resistir era ya su única táctica. Miró por la ventanilla a la suciedad pasajera de la ciudad mientras las luces fluorescentes del autobús destellaban cada vez que el conductor pisaba los frenos.
Una vez que llegó a casa, se detuvo ante la mesita de la entrada donde guardaba guantes y llaves. Si se quitaba los guantes despacio y lo deseaba con fuerza suficiente, los puntos rojos redondos desaparecerían. Pensamiento mágico, el último recurso, la última argolla a la que se aferra la mente al mirar al abismo negro. No hubo magia en esta ocasión. Meg miró los puntos, que parecían más rojos que antes, con la humedad formando un riachuelo de sangre.
Pero su mente no soltó la última argolla y Meg no se zambulló en la oscuridad. De hecho, se sentía inusualmente calmada, como un cirujano que examina con ojo clínico una incisión limpia realizada con un bisturí. Una vez que la hoja abre la piel, no hay vuelta atrás, y con Meg ocurría lo mismo. Era el punto de no retorno. Ella sabía lo que significaban los puntos. Sabía de los estigmas. De niña —a los diez u once años— había pasado por un período de devoción religiosa. Empezó a leer las vidas de los santos en libros con ilustraciones de colores brillantes. Siendo ya una lectora avanzada, el sufrimiento de los santos la cautivó.
Ahora, en cambio, le estaba ocurriendo a ella. Las cosas que no soportaba ver en su película estaban apareciendo en su cuerpo. Heridas sagradas. Primero la sangre que se filtraba donde los clavos habían perforado las manos. Si las heridas continuaban, habría una corona de puntos sangrientos en torno a la frente, una incisión en el costado, más sangre en los pies. Pero ni siquiera eso alteró su calma. Simplemente se desnudó para irse a la cama y se miró en el espejo de cuerpo entero de la puerta del armario. Nada más se había manifestado, solo los dos puntos rojos en sus palmas. Sin vendárselas, se tumbó en la cama, ahorrándose las pastillas y olvidándose del vodka. De inmediato se quedó dormida en un descanso sin sueños.