14
Una semana más tarde, la segunda reunión se convocó como la primera. Todos, salvo Mare y Frank, se sentaron otra vez espaciados en torno a la mesa como desconocidos. El sagrario dorado se había colocado en medio. Sin embargo, nadie le prestó atención, ahora que su hechizo había desaparecido. Galen lo miró con suspicacia. No había descartado la posibilidad de que el objeto pudiera ser radiactivo.
—Todos vosotros estabais nerviosos la semana pasada. Esta semana estáis tensos —observó Meg—. Pero nadie ha dejado de venir.
—La curiosidad se impone a la duda —dijo Lilith, sentada otra vez a la derecha de Meg.
—Por el momento —comentó Frank bruscamente—. Mi semana fue un desperdicio total, esperar y esperar. ¿No se supone que hemos de hacer algo?
—Tiene razón —intervino Jimmy—. No vamos a quedarnos sentados como en la escuela, ¿no? —Temía la escuela tanto como se sintió indignado cuando su padre lo obligó a dejarla.
No es que a nadie le importara. Todos habían pasado extrañas experiencias que no podían explicar, pero eso no los había unido, tal vez al contrario. Querían mantener la extrañeza en privado.
Frank y Mare habían encontrado excusas para no pasar mucho tiempo juntos. De alguna manera, la primera reunión los había hecho tímidos el uno con el otro; tímidos o cautelosos. Frank trató de cautivarla por teléfono.
—Llamo de Dios Anónimo. ¿Alguien en la familia tiene una adicción religiosa? Tenemos una solución para eso.
Mare no estaba de humor para bromas.
—¿Has tenido noticias de alguien del grupo?
—Ni pío. Pareces preocupada.
Mare cambió de tema. Frank sabía que era mejor no hacerse el gracioso otra vez. Su propia vida no iba tan bien. No había dormido y le costaba concentrarse en el trabajo. Pensaba que lo estaba llevando bastante bien hasta que su colega Malcolm, el joven reportero, se paró ante su cubículo.
—¿Quieres ver algo para troncharse? ¿Raro y tronchante?
Frank dio un respingo cuando Malcolm le enseñó una foto de Galen, con aspecto derrengado y taciturno en la comisaría. Se le hizo un nudo en el estómago y preguntó:
—¿De qué lo conoces?
—No lo conozco. ¿Y tú? Pareces sorprendido.
—Es que me recuerda a Sad Sack. ¿Al final lo detuvieron?
—Sí. Ocurrió hace un tiempo. Olvide contártelo. —Malcolm rio—. Este tipo trató de pintar con aerosol una obra maestra. Me invitó a una hamburguesa y me contó que odiaba a Dios. Tenía algo que ver con la muerte de su mujer.
—¿Y eso te parece divertido? —preguntó Frank, cuya desaprobación desconcertó a su amigo.
—Pensaba que querrías reír. Este tipo está como un cencerro. Te enseñaré mi nota.
—No hay prisa.
Frank se sumió otra vez en su trabajo. Malcolm se alejó con una mirada de «¿y a ti qué te ha dado?».
Cuando recogió a Mare para la reunión del sábado siguiente, Frank tenía razón sobre la preocupación de ella.
—La tía Meg ha estado ilocalizable toda la semana —explicó—. Me dijo que se ocuparía de todo sobre la familia, pero no ha dicho ni mu.
—A lo mejor necesita tiempo para adaptarse. Ha estado en un convento diez años. Da gracias de que no esté chalada.
La ansiedad de Mare no iba a desaparecer con argumentos. Ni siquiera se calmó al entrar en la sala de reuniones y ver que Meg estaba allí, calmada y sonriendo levemente. Cuando Frank quiso cogerle la mano, ella la apartó.
Ahora que todos estaban ventilando sus frustraciones, Galen dijo:
—Hagamos lo que hagamos, basta de preguntas y respuestas sobre el fantasma de la caja. Es como un concurso con respuestas imaginarias y sin premios. —Se balanceó hacia atrás en su silla y esperó.
«Colega, si estuvieras un metro y medio más cerca, te patearía la silla para que te cayeras de culo», pensó Frank. Pero se mantuvo en silencio. La discusión de la semana anterior no los había llevado a ninguna parte.
Nadie estaba a gusto con Galen, que estaba decidido a meter cizaña. No obstante, si Meg estaba enfadada, no lo reveló.
—Entiendo lo que estás diciendo, Blake.
—Llámame por mi nombre de pila. No soy tu jefe —gruñó Galen.
—Cierto. —Meg lo miró con una sonrisa imperturbable.
El resto del grupo intercambió miradas de desconcierto. ¿Por qué Meg se estaba doblegando ante un obvio alborotador? Ella y Lilith llevaban los mismos trajes de chaqueta que la semana anterior, pero el aire de autoridad se había diluido. «Podrían pertenecer a un grupo de hacer calceta —pensó Frank—, o de apoyo a solteronas.» Lilith le lanzó una mirada de soslayo, y Frank de repente recordó su enervante capacidad de leer el pensamiento cuando quería.
Meg continuó:
—La semana pasada dimos vueltas en círculos, pero acordamos que la presencia en el sagrario sabe que estamos aquí. ¿Qué más sabe de nosotros? Vamos a descubrirlo.
—¿Y si conoce nuestros trapos sucios? —preguntó Jimmy con nerviosismo.
—No te asustes —se burló Galen—. Ser un títere no es un trapo sucio. Saltas cuando Lilith dice que saltes.
Jimmy se sonrojó.
—Retira eso.
—¿Por qué? Me consta que le haces el trabajo sucio. ¿No sería mejor que trataras de pensar por ti mismo? —Galen disfrutó al ver a Jimmy avergonzarse.
En realidad ambos eran tímidos como ratones, pero al menos Galen era el ratón grande.
Meg no les hizo caso.
—Imagino que la presencia conoce lo mejor y lo peor de nosotros. Eso lo ve Dios. Si está del lado de Dios, no podemos esperar menos.
Fue la primera declaración abierta sobre Dios que se oía, salvo los arrebatos sarcásticos de Galen.
—Creo en Dios —dijo Jimmy tras un silencio incómodo—. ¿Eso es un crimen aquí?
—Basta —intervino Lilith con brusquedad—. Hemos de ceñirnos al trabajo.
Galen le lanzó a Jimmy una mirada de «¿lo ves?». Jimmy empezó a ruborizarse otra vez.
Antes de que la chispa se convirtiera en llama, Meg levantó la mano.
—Tengo una idea, y creo que funcionará.
El hecho de que diera un paso adelante resultó una sorpresa. Las miradas que recibió la hicieron sentirse incómoda, pero insistió.
—Propongo que cada uno de nosotros toque el objeto y sea sincero con lo que ocurre. Que se comunique de ese modo.
Le lanzó a Frank una mirada significativa. Ambos sabían que algo tenía que ocurrir.
—Buena sugerencia —dijo él—. Averigüemos exactamente lo que la presencia quiere decirnos.
—Yo empiezo —se ofreció Jimmy.
Había perdido seguridad durante la semana. Quería que la sala se llenara otra vez de un brillo dorado. La luz le hacía sentir que pertenecía a esa aura trémula. También había otra cosa. ¿Y si un discípulo de Jesús vivía realmente en el diminuto templo? No era imposible. Había oído historias en el barrio en las que un ghoul, un demonio necrófago, se colaba en el cuerpo de alguien por la noche, cuando dormía. Cuando Jimmy era niño, las ventanas de su habitación siempre habían estado cerradas después del anochecer, por más sofocante que fuera agosto.
—El primero será Galen —anunció Meg, para decepción de Jimmy.
—Yo no voy a tocar eso —protestó Galen.
—Entonces no lo hagas —dijo Jimmy, viendo una oportunidad para él.
Mare respiró profundamente.
—No se lo he dicho a nadie, pero yo lo he tocado y tuve una experiencia, así que quizá debería empezar yo.
Meg negó con la cabeza.
—Tiene que ser Galen.
Todos parecían desconcertados, pero Galen sintió que las palabras le perforaban el corazón. Detrás de sus refinadas gafas a lo Trotski, sus ojos estaban exhaustos, y si mirabas más profundamente, notabas que se sentía derrotado. No importaba lo mucho que lo intentara, no podía apartar el recuerdo de Iris. Estaba atormentado por imágenes de su cuerpo enterrado y el espeluznante proceso de descomposición. Un médico le había prescrito somníferos y un antidepresivo, que le provocaron una neblina química. Peor, las pastillas hacían que las imágenes de su sueño fueran más intensas y más difíciles de soportar.
Después del funeral, el padre de Iris había enviado una larga nota a Galen, básicamente una despedida, declarando que el matrimonio con su hija había sido una farsa. Galen leyó por encima las acusaciones cáusticas. Por inmaduro que fuera en el plano emocional, se dio cuenta de que el padre de Iris estaba usando la culpa para camuflar su impotencia por la muerte de su hija. Pero una frase, una de las pocas que no tenía a Galen por objetivo, decía: «Era una santa, pero ninguno de nosotros lo reconoció.»
Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Galen no creía en santos, y despreciaba el sentimentalismo. Se había protegido para no sentir nada, ese había sido su hábito desde mucho antes de que Iris enfermara. Se había vuelto hacia la ciencia para no hundirse en el pantano de las emociones. Nadie le había dicho que las lágrimas eran una liberación, tras lo cual venía algo mejor. Para él, las lágrimas eran una grieta en el dique, y a menos que taparas la grieta, la inundación te arrastraría.
Así que el grupo no sabía el valor que necesitó para decir:
—Muy bien. Empezaré yo. Pero no me culpéis si no pasa nada.
Jimmy negó con la cabeza.
—Ten fe, hermano.
—Si Dios es Dios —dijo Lilith—, un poco de escepticismo no lo parara. Adelante, Blake.
Si llamarlo por su apellido pretendía ser una pequeña pulla, Galen no hizo caso. La iglesia dorada estaba a su alcance, y la acercó hasta que quedó justo delante de él.
—¿Veis? La he tocado. Y no ha ocurrido nada.
—Bien, pásala —dijo Frank.
Mare no era la única que había experimentado los poderes del sagrario.
—Espera —dijo, poniendo una mano en el brazo de Frank para silenciarlo—. Sé que probablemente odias esta palabra, Galen, pero tiene que haber una comunión entre tú y ella.
—¡Qué estupidez! —resopló—. O funciona o no funciona. —Ya estaba lamentando haberse situado en el centro de atención. Presentarse voluntario había sido una tontería.
—Está perdiendo el temple —lo provocó Frank—. Lógico.
El temor de Jimmy a la confrontación hizo acto de presencia.
—Nadie debería hacer lo que no quiere. ¿No puede simplemente acompañarnos?
Frank se encogió de hombros.
—Claro, dejemos que sea el lastre del barco. No sirve para mucho más.
A esas alturas, Frank estaba molestando a la gente tanto como Galen. Pero nadie estuvo en desacuerdo con el argumento de Jimmy. No era obligatorio participar en aquello.
Galen sintió que se le aceleraba el corazón y empezó a sentir dolor otra vez. Cedió a regañadientes. Con una sonrisa críptica, cerró los ojos y cerró las manos en torno al sagrario. En algún lugar en el fondo de su mente, albergaba una voluta de esperanza de que Iris podría hablar con él. No creía en la comunión, pero ¿quién sabe? Quizás eso podía convertirse en una especie de sesión de espiritismo.
Detrás de sus párpados cerrados, percibió una luz tenue. Al principio no se fijó en ella, porque siempre hay un brillo residual en los ojos, nadie está literalmente a oscuras. El brillo empezó a girar y hacerse más reluciente. En cuestión de segundos, empezó a formarse la cara de una mujer. El corazón de Galen dio un vuelco y se le hizo un nudo en el estómago.
Sin embargo, cuando la imagen se aclaró, vio que no era Iris. La mujer tenía el cabello y los ojos oscuros. Galen oyó que le hablaba, aunque sus labios no se movieron. «Has sufrido mucho. No hay necesidad. Encuentra una salida. Te la mostraré.»
En justicia, su corazón debería haberse hundido al no tratarse de Iris. Pero la mujer, que parecía una adolescente, sonó tan compasiva que Galen se sintió atraído hacia ella. Tenía una sonrisa tan radiante… Galen quería hablarle, pero no sabía cómo.
«¿Qué debo hacer?», pensó.
Pasó un momento en silencio que pareció una eternidad. Tenía miedo de abrir los ojos, convencido de que desaparecería.
«Mata a Dios.»
Galen se quedó demasiado anonadado para responder. Lo había oído mal o se trataba de alguna clase de burla rara y maliciosa. Sin cambiar la sonrisa, la mujer repitió:
«Mata a Dios.»
Una sola pregunta se formó en la mente de Galen: «¿Por qué?»
«Eso puede terminar con tu sufrimiento.»
Con un sobresalto, los párpados de Galen se abrieron por voluntad propia. Entornó los ojos a la luz como si hubiera pasado una hora dormido. Los demás lo estaban mirando expectantes.
—¿La has visto? —preguntó Mare, que tenía una intuición de que eso ocurría cuando alguien tocaba el templo.
Galen asintió, todavía sin palabras. La mujer no se había desvanecido gradualmente como el fantasma de Marley o el gato de Cheshire. Estaba allí un momento y al siguiente había desaparecido.
Lilith miró de reojo.
—Algo va mal. Podría estar en shock.
«Estoy bien», trató de decir Galen, pero no pudo emitir sonido y la sala empezó a flotar.
Un velo cayó sobre sus ojos. Al momento siguiente, estaba tumbado en el suelo y Jimmy le estaba acercando un vaso de agua a los labios.
—Te has desmayado, tío. Suerte que hay moqueta. —Y con una sonrisa maliciosa agregó—. Es la segunda vez. Quizá deberías alejarte de mí.
Aparentemente, Galen había resbalado lentamente de su silla hasta el suelo.
—Estoy bien —murmuró. Cuando miró a su izquierda, Mare estaba arrodillada a su lado, y preguntó otra vez con urgencia contenida:
—La has visto, ¿verdad?
Galen no hizo caso de la pregunta.
—Levántame.
Aceptó el agua y se la bebió antes de ponerse en pie, todavía inestable.
—Has sido valiente —dijo Jimmy, dándole una palmadita en el hombro—. Ahora cuéntanos.
Galen esperó hasta que todos estuvieron sentados otra vez.
—He recibido un mensaje. Pero no os va a gustar.
—Solo suéltalo —dijo Frank con impaciencia.
No se creía del todo el numerito que Galen había escenificado.
—He visto una cara. Era una mujer joven y ha dicho: «Mata a Dios.»
Frank estalló.
—¡Lo sabía! Este tipo solo crea problemas. —Se levantó de un brinco, señalando con el dedo a Galen—. Háblales de tu proeza. Te detuvieron, ¿verdad? Es hora de que lo cuentes.
—Mata a Dios —repitió Galen con voz firme, segura.
La confusión se adueñó del grupo. Lilith pidió que mantuvieran la calma, pero nadie pudo oírla en el caos creciente. Frank sopesó la idea de darle un puñetazo a aquel imbécil. Mare estaba alicaída, lo cual conmovió a Jimmy. Por un momento pensó que él debería estar con ella y no Frank.
Galen siguió mirando, al principio con expresión desconcertada, como si no supiera realmente lo que acababa de decir. De hecho, dos impulsos pugnaban en su interior. Uno era el asombro de haber encontrado la presencia en el sagrario, de haberla visto y hablado con ella. El otro era triunfo: estaba otra vez controlando al grupo, como en la primera reunión.
La combinación resultaba embriagante. Su voz interior estaba exultante: «No eres débil. Eres poderoso. Adelante.»
Así lo hizo.
—Solo puedo deciros lo que me dijo. Todos sois creyentes o al menos pretendéis serlo. Ahora tenemos algo en lo que creer juntos. Vamos a matar a Dios. Estoy preparado.
—Deberías avergonzarte de ti mismo —lo reprendió Lilith.
Galen vio miedo y repugnancia en los ojos de los demás. Sintió la euforia consecuencia de haber estado privado de atención toda su vida. Hasta la mala atención es mejor que ninguna. «¡Más!», le dijo su voz interior. Su otro sentimiento, el de asombro ante un misterio inminente, no podía competir. Galen se disponía a jactarse más todavía, pero regresó un destello de la imagen de la mujer y se contuvo.
En la indignación general, nadie reparó en que Meg se había quedado en silencio. Ni siquiera parecía afligida.
—Mata a Dios. Sí, quizás es una buena idea —murmuró.
Frank estalló de nuevo.
—¿Qué? Este tipo intenta manipularnos. Tiene un plan. Si no me creéis, puedo probarlo. Otro periodista escribió la historia completa. Hubo un complot descabellado, pero fracasó y Galen se escaqueó. Vamos, cuéntaselo.
Galen le clavó una mirada fría y no dijo nada. Así que Frank contó él mismo la historia del acto fallido de terrorismo contra el arte, como lo llamó. Estaba tan alterado que explicó el incidente de manera confusa, pero todos estaban paralizados.
—Ahora lo sabéis —dijo Frank—. Votemos su expulsión y terminemos con esto.
No se atrevió a mirar a Mare. Pese a lo alterado que estaba, sabía que los ojos de la joven lo harían sentirse avergonzado de sí mismo.
La primera en contestar fue Lilith.
—Los que odian a Dios son a veces los mayores buscadores.
—¿Qué? No este personaje —espetó Frank.
«¿Cómo lo sabes?», pensó Galen, sin defenderse.
Entonces Frank sintió que Mare le tocaba la mano y se deshinchó, derrumbándose en su silla.
Esperaron a que Meg hablara. Ella y Lilith eran las únicas que parecían conocer el terreno.
—Si somos una escuela mistérica —dijo Meg en voz pausada—, seremos orientados en formas que no comprendemos.
—Pero ¿Dios no es el misterio? —preguntó Mare—. Por eso estamos aquí.
Meg negó con la cabeza.
—Yo nunca dije eso. Estamos aquí por la verdad, y hemos de tener el valor de ir adonde nos lleve el camino. Si el mensaje es «Mata a Dios», no puedo cambiarlo. Lo siento.
Esa no era forma de calmar al grupo. Lilith la miró asombrada.
—No tengo motivos para no creer a Galen —continuó Meg en voz firme—. Todos vimos lo agitado que estaba. A menos que sea el mejor actor del mundo, no estaba siguiendo un plan premeditado.
—Su odio no es actuación —protestó Frank.
—Yo no veo odio —dijo Meg—. Veo a alguien que ha sufrido mucho. Si hizo algo extremo e insensato, fue solo una expresión de dolor.
Galen se sentía expuesto, y su momentáneo control del poder estaba diluyéndose. Si coincidía con Meg, saldría la verdad. Entonces, ¿qué? Tendría que regresar a su ratonera. No iba a volver allí sin luchar.
—Nadie en esta mesa tiene licencia para analizarme —gruñó—. ¿Creéis que soy la única persona del mundo que odia a Dios? Despertad. —Sintió que recuperaba parte de la energía—. ¿Por qué la gente se asusta tanto de tres palabras? «Mata a Dios.» Si Dios no puede protegerse de alguien como yo, tiene que ser muy penoso.
—No hay discusión en eso —murmuró Frank para sus adentros.
Meg no cambió de opinión.
—El mensaje no era para todo el mundo. Era para ti personalmente, Galen. Yo en tu lugar me lo tomaría en serio.
Galen no podía escabullirse. Ella era mejor que él en este juego. Galen lo comprendió con un estremecimiento de angustia; su sensación de derrota empezó a abrirse paso otra vez. Intentó una nueva estratagema.
—Es un truco o alguna clase de código. Nadie puede matar a Dios. Ya está muerto —dijo.
—¿Y si no está suficientemente muerto? —preguntó Meg.
Galen pareció confundido.
—Había algo que odiabas lo suficiente para que te detuvieran por ello. Debías pensar que Dios estaba vivo entonces —señaló ella.
Galen cambió de posición con incomodidad.
—No era yo. Hice una estupidez.
Meg se obstinó.
—No puedes negar el hecho de que odiabas a Dios, así que tenía que haber algo o alguien que odiar. Quizás eso es lo que has de matar.
—Muy bien. —Galen suspiró—. Odiaba al Dios con que lavan la cabeza a los niños para que lo amen y adoren. Ese Dios es un fraude, una trampa. No existe. —Se puso emotivo—. Esa es la verdad auténtica, más que decir que Dios está muerto. Es un producto de nuestra imaginación.
—Que has de destruir para que la gente no continúe siendo engañada —lo instó Meg.
—Alguien tenía que levantarse. Mi único error fue pensar que podía encabezar la carga. Soy demasiado insignificante. Soy un don nadie. —Vilipendiarse de ese modo le resultó fácil a Galen, una vez que decidió sincerarse.
—Entonces diría que la presencia que encontraste te conocía muy bien —dijo Meg—. Te está diciendo que termines lo que pretendías hacer.
Galen apartó la cabeza y, mientras duró su silencio terco, Meg se dirigió a los otros.
—¿Por qué no destruir a un Dios que odias? Aquí no hay ningún ingenuo. Suceden cosas horribles cada día, cosas atroces, mientras Dios permanece sin hacer nada.
Nadie se mostró en desacuerdo con ella. Sus rostros parecían ansiosos y culpables.
—No temáis atacar a ese Dios —les tranquilizó Meg—. Es hora de matarlo si es lo que hace falta para llegar a la verdad.
Galen quería enfurruñarse, pero se le ocurrió algo nuevo.
—¿Es por eso que dejaste el convento? —preguntó—. ¿Calaste la trampa?
La respuesta de Meg fue críptica.
—Lo dejé por la razón contraria, pero no se trata de mí. —Miró a su alrededor en la mesa—. Cuando el discípulo da a alguno de vosotros un mensaje, ese se convierte en la mente y el corazón de todos en el grupo. Te miramos para descubrir la siguiente pieza del enigma.
El pequeño discurso de Meg causó un movimiento. Galen ya no era el pelo en la sopa. Pese a su hostilidad, en ese momento estaba sosteniendo la linterna cuyo haz podía fundir la oscuridad. Eso no significaba que lo respetaran, pero ya no causaba asco.
Galen notó el cambio y dijo en voz baja:
—Lo intentaré. —Hizo una pausa—. Esto es de lo más increíble, ¿no? Un pelele dirige la manada. Prometo defraudaros.
Por primera vez recibió las sonrisas de los demás, incluso una tensa y envidiosa de Frank.
Meg estaba complacida.
—«Matar a Dios» significa eliminar todo lo que es falso en Dios, todas las imágenes y mitos y creencias infantiles en que nunca nos molestamos en pensar. Hay que desembarazarse de ese Dios, eliminarlo. —Se volvió hacia Galen—. Por eso montaste en cólera. Así que continúa.
De repente, Galen recuperó su ansiedad. Estaba siendo conducido a lo desconocido. Sus viejas heridas se reabrirían. En ese mismo momento sintió que empezaban a supurar su veneno negro.
Meg vio el dolor en su rostro.
—Sé valiente —susurró—. ¿Puedes destruir para siempre al Dios que te hizo daño?
La sala de pronto se quedó en silencio, aguardando.
—No lo sé —murmuró Galen de forma casi inaudible. Quería agarrar su corazón y cerrar sus heridas otra vez.
—Puedes. Es solo una imagen —le dijo Meg.
Pero él sabía que no era así. Una imagen no podía ser la fuente de tanto dolor. Una imagen no podía convertir la vida de alguien en un desierto carente de amor.
Logró camuflar las ganas de llorar en una risa ahogada.
—Esto es más difícil de lo que pensaba.
—Lo sé. De lo contrario no sería una escuela mistérica —dijo Meg—. Sería un parvulario.
«Deberías haber visto lo que he perdido», pensó Galen. Deseaba que Meg contemplara a Iris en toda su belleza. Sin odiar a Dios, se quedaría sin vínculos con ella, sin forma de mantenerla en él, aunque fuera de manera arrugada y patética. Esta vez no pudo contener las lágrimas.
—Temes tu propio vacío —dijo Meg lentamente—. Todos lo hacen. —Lanzó al grupo una mirada significativa—. ¿Por qué si no iban a aferrarse a las imágenes con tanta desesperación? No quieren tropezar y caer al vacío. ¿Quién los recogería? ¿Dios? Nadie más puede hacerlo. Ese es el misterio.
Todos contuvieron la respiración. Habían estado obsesionados en observar a Galen desenredándose ante sus ojos, pero eso fue una sorpresa total. La mirada de Meg pasó de uno a otro.
—Cuando destruyes todo lo que es falso, lo que queda tiene que ser cierto. —Esperó a que sus palabras calaran—. ¿Lo comprendéis?
Hubo unas pocas sonrisas nerviosas, pero nadie contestó.
—Para conocer a Dios como una realidad, hay que alcanzar el punto cero, donde no hay fe en nada. Es aterrador, pero completamente necesario. En el punto cero todas las ideas falsas sobre Dios se han abandonado. Gritas con todo tu corazón: «Muéstrate como eres realmente. He terminado con las falacias. O te muestras o estoy perdido.» Cuando puedes decir eso, Dios te oye. Sabe que tu búsqueda de la verdad es seria. Si Dios es verdad, no tiene más remedio que revelársete. Ahí es adonde nos ha guiado Galen hoy.
Galen sintió una oleada de emoción al oír eso. Era como si una telaraña enredada se hubiera transformado en una senda luminosa. El amor de Iris formaba parte de esa senda, y también la desesperación que sintió cuando se la arrebataron. Cada golpe lo había acercado más al punto cero. Galen nunca había tenido mucha fe en nada, pero incluso esa poca fe había quedado al descubierto.
«No me queda nada», pensó.
—Estás en los huesos —dijo Lilith, recogiendo lo que estaba pasando.
Galen no pensó en cómo Lilith lograba sintonizar con su mente. Estaba demasiado agradecido por ser vaciado del veneno que había estado devorándolo vivo.