3
Mare echó un vistazo a su pequeño apartamento atestado.
—Perdón por cómo está —dijo.
Una bombilla desnuda colgaba cubierta por una linterna de papel japonesa para suavizar su brillo. En la habitación había muebles de Ikea, un sofá gastado de color mostaza heredado de décadas mejores y un cartel enmarcado de un gatito asustado colgado de una rama (el típico que dice: «Resiste ahí»). En la pared del fondo había una puerta cerrada. Frank sospechaba que una cama oculta acechaba detrás de ella porque no había ninguna otra a la vista.
Mare siguió su mirada al póster.
—No es mío. Lo quitaría, pero fue un regalo.
Mare mantenía ordenado el escaso espacio que había. Todo lo que podía costearse era un sótano reconvertido de un viejo edificio de tres plantas que empezó su vida como casa de vecinos irlandesa. Sus disculpas habían empezado en la acera, antes incluso de que ambos entraran en el patio cerrado por una alambrada. Unos enebros marchitos no contribuían en nada a embellecer el despojo combado de un edificio. Con timidez, Mare lo guio por unas escaleras desvencijadas situadas en un lateral de la casa. Sus zapatos quebraban la capa de nieve vieja acumulada.
No debería haberse molestado con sus disculpas. En ese momento, Frank solo pensaba en ver la iglesia en miniatura que ella había ocultado en la canasta de la ropa sucia. Alguien había invertido en bañarla en oro o incluso en hacerla de oro macizo. Frank sospechaba que podría contener algo que resultaría incluso más valioso para un creyente. ¿Cómo llamaban al receptáculo que contiene los huesos de un santo? Un relicario. Bordearía la blasfemia, pero quería acercarse la iglesia en miniatura a la oreja y sacudirla. Los huesos sagrados en el interior, si era eso lo que se ocultaba allí, sonarían, si no es que se habrían convertido en polvo.
Y ya que estaba especulando, ¿qué había de los otros misterios que rodeaban a Mare? ¿Por qué su madre había puesto una necrológica en el periódico? No tenía prueba real de que su hermana estuviera muerta, solo un críptico mensaje de teléfono del convento.
Frank lo había preguntado mientras iban por la ciudad. Lo único que hizo Mare fue negar con la cabeza y decir:
—No sabes cómo es. Mi madre siempre supone lo peor.
—Pero tu tía está en alguna parte. ¿Eso se lo dijiste?
—Sí. Le conté todo lo que te conté a ti, menos lo de la caja.
En cada semáforo en rojo, el coche de Mare había resbalado por el pavimento helado. Frank era un mal pasajero; sujetaba con fuerza la manija de la puerta para no agarrar el volante.
—Quizás el deseo precede al hecho —sugirió.
Mare le lanzó una mirada desconcertada.
—¿Qué quieres decir?
Otra zona de resbalones se acercaba en la siguiente esquina, donde un gran camión de muebles estaba patinando al cruzar en ámbar.
—No nos mates, ¿vale? —dijo Frank—. Quiero decir que si a tu madre le molestó que su hermana desapareciera así hace diez años, podría no alegrarse de tenerla de vuelta.
—¿Y entonces la da por muerta?
—Solo estoy pensando en voz alta. ¿Adónde crees que ha ido tu tía? Deberías haberle sonsacado información a las monjas.
—Vaya, por lo visto tienes experiencia en sonsacar información a las monjas. ¿Lo has intentado alguna vez?
—Dejémoslo.
Frank tenía otras preguntas en la punta de la lengua, hasta que recordó su promesa de no actuar como periodista. Se mantuvo en silencio el resto del camino, lo mismo que Mare. Se fijó en que sus nudillos se estaban poniendo blancos de agarrar el volante. Paso a paso, se dijo.
En el apartamento, Mare apartó varios zapatos en el suelo de su armario y sacó una canasta. Había una sábana sucia encima, lista para ser retirada como el telón de un teatro.
—Una vez que la veas, serás una especie de cómplice, ¿no?
—En cierto modo, supongo. Siempre que no lo entreguemos a la policía.
—Sí, suponiendo eso.
Frank captó una nota nueva en la voz de Mare. Antes había sonado culpable y furtiva, pero eso era algo diferente. ¿Codicia? Claro que eso sería comprensible. La fantasía de encontrar oro enterrado forma parte de hacerse mayor, y se había convertido en realidad para ella. ¿Hasta dónde llegaría para mantenerlo? Antes de revelarle el tesoro, todavía podía cambiar de idea, y el secreto del oro estaría a salvo.
Sin embargo, Mare no se había echado atrás. Se quedó de pie junto a la canasta de la ropa y con una sacudida levantó la sábana, revelando el relicario. En efecto, era una iglesia en miniatura. Si la bombilla desnuda no hubiera tenido la linterna de papel, el brillo del oro puro le habría hecho daño en los ojos. Tenía el tamaño de una rebanada de pan. Aun hueca debía de ser pesada.
—¿Quién va a sacarla? —preguntó Frank.
—Te lo dejo a ti, si te parece bien.
Frank envolvió sus manos en torno a la miniatura, y cuando esta emergió de su escondite pudo ver lo hermosa que era, cuidadosamente trabajada en todos los lados con florituras grabadas, pequeñas flores y un borde de hierba de verano en la base. La idea era la de una capilla posada en un prado. El techo en punta estaba adornado con campanarios góticos en las esquinas, cada uno de ellos coronado con una cruz. Delicados medallones esmaltados incrustados en las cuatro paredes recreaban escenas de la vida de Jesús.
Frank se encontraba demasiado anonadado para hacer algo que no fuera bromear.
—Como dirían los expertos en arte más destacados del mundo: «Uau.»
Contemplaron el tesoro. Los tolerantes padres metodistas de Frank lo habían educado como alguien que va a la iglesia por Navidad y Pascua (coloquialmente, el resto de la congregación a los que eran como él los llamaban «navascuas»), pero en ese momento sintió lo que debía sentir un creyente devoto: reverencia, asombro, sobrecogimiento. «Es el truco del arte», pensó, pues no le cabía duda de que se hallaba ante una obra de arte.
—Tiene que haber salido de alguna parte. Alguien sabe que ha desaparecido —murmuró, encontrando difícil no susurrar, como si estuvieran en la iglesia—. Habrán denunciado el robo a las autoridades locales o al FBI.
Había leído sobre los miles de pinturas robadas de museos cada año y de las agencias especiales que las buscaban. Por no mencionar a los nazis y su saqueo al por mayor. Se habían llevado obras de arte valoradas en millones de dólares de toda Europa para almacenarlas en el Berlín de Hitler.
Aun pesada como era, la capilla en miniatura no tenía el peso de un objeto sólido. Frank estaba demasiado fascinado para agitarla, pese a que sospechaba que contenía algo precioso. Para los verdaderos creyentes, esa era la clave. El oro exterior era solo una distracción para encandilar la vista.
Para los peregrinos de la Edad Media, recorrer enormes distancias por Europa en busca de reliquias constituía un negocio costoso y peligroso. Después de todas las dificultades y peligros del viaje, cuando alcanzaban un templo, esperaban quedarse boquiabiertos ante una reliquia sagrada: un fragmento de la Vera Cruz, la mandíbula de san Juan Bautista, la lanza clavada en el costado de Jesús. Tenía que haber una recompensa, y si no había suficientes reliquias auténticas, bueno, ¿qué mejor forma de convencer a los peregrinos de que una reliquia era auténtica que asombrar con oro reluciente?
El propio sentido del asombro de Frank estaba rápidamente dando paso a pensamientos más prácticos.
—No creo que esté vacía —dijo—. ¿La has agitado?
—No, no podía.
—¿Acaso es sacrilegio?
—¿No lo es?
—Hemos de llegar al interior —declaró Frank con firmeza.
Pero ¿cómo? Someter el objeto a rayos X en el laboratorio de un museo levantaría sospechas, por no mencionar el gasto. No podía haber muchas máquinas que vieran a través del oro. Y, en realidad, ¿qué les diría la tenue imagen fantasmal de unos huesos viejos? La impaciencia de Frank se incrementó. Estaba a punto de sacudir el relicario sin el permiso de Mare cuando ella le tocó la mano.
—De repente, he tenido una sensación muy extraña. Hay alguien durmiendo dentro. Puedo sentirlo.
—¿Y crees que no deberíamos despertarlo?
—Algo así.
Frank negó con la cabeza.
—Supongamos por el momento que tu idea no es una locura. No sabemos si despertarlos es bueno o malo.
—No importaría. No si han de dormir.
Antes de que él pudiera responder, alguien abrió la puerta en la alambrada y una sombra pasó por la única ventana de la sala, que era pequeña y alta, dejando entrar una luz tenue del exterior. Alguien se estaba acercando. Si irrumpían en el apartamento, lo primero que verían sería a un hombre arrodillado en el suelo rodeado por cinco pares de zapatos de mujer y una mujer ruborizándose y tapándose la boca con la mano por la vergüenza. No era el momento de despertar a los dormidos o muertos.
—¡Date prisa! —exclamó Mare.
Frank depositó el relicario en la canasta y ella volvió a echarle la sábana encima. ¿Iban a detenerla por estar en posesión de aquel objeto?
—Espera, no hables —dijo Frank—. Escucha.
Clic, clic, clic. El taconeo ligero y rítmico de una mujer. Era inconfundible. La policía no asaltaría el lugar con tacones. Frank no tenía tiempo para pensar qué clase de mujer llevaría tacones de aguja en la nieve.
Resultó ser una mujer muy irritada. Hubo una llamada rápida a la puerta. Mare la abrió con nerviosismo. Era una mujer alta de sesenta y pico años, con el cabello gris peinado hacia atrás y en la cara una mueca de impaciencia.
—No preguntaré si te has apropiado de una caja de cartón —dijo—. Probablemente mentirías. —Su voz era seca, la clase de voz que no se andaba con rodeos.
Mare no pudo ocultar sus nervios.
—¿Quién es usted?
—Miss Marple. Quizás hayas oído hablar de mí.
—¿Qué?
—Me llamo Lilith. Con eso basta por ahora. Te aconsejo que me dejes pasar.
Mare asintió débilmente con la cabeza y se apartó. Lilith examinó el modesto apartamento con ojo crítico.
—Nunca sabes dónde vas a terminar, ¿no? —murmuró ella como para sí.
Por el momento no hizo caso de Frank, que estaba de pie delante del armario abierto.
—Tu tía Meg está viva —continuó la mujer—, pero eso probablemente ya lo sabes.
—¿Qué tiene que ver con ella? —preguntó Mare.
Lilith pensó un momento.
—Soy un contacto, igual que ella. Es una forma de decirlo. —Y se dejó caer en el sofá color mostaza, que soltó un gemido cansado—. Cuando tu tía desapareció del convento, algo precioso desapareció con ella.
—Entonces ha de preguntarle a ella —repuso Mare.
—No te hagas la tonta. La pista lleva aquí y a ningún otro sitio.
Mare bajó la cabeza y los ojos de Lilith se entornaron.
—Eso es lo que pensaba —dijo antes de volver su atención a Frank.
—¿Y tú quién eres? ¿El novio?
—Imagine lo que quiera —repuso él.
Lilith se encogió de hombros.
—No, no eres el novio. Ella está nerviosa, pero tú no has corrido a ayudarla, ni siquiera a rodearla con el brazo. Un novio lo habría hecho.
—Sin comentarios.
—¿Acaso no puede ser solo un amigo? —preguntó Mare.
Lilith sonrió con ironía.
—Has cometido una imprudencia. Invitar a un hombre extraño a tu casa. ¿Por qué razón?
—No es asunto suyo —soltó Frank.
Lilith le clavó una mirada dura.
—Es más probable que adivine tu juego antes de que lo haga esta joven.
Frank se enfadó.
—No hay ningún juego.
—¿De veras? ¿Quieres llevarte los bienes y la chica al mismo tiempo o tendrás que elegir?
Frank se sonrojó, pero antes de que negara la acusación, Lilith levantó la mano.
—Tienes razón. No es asunto mío lo que tramas. Estoy aquí por el sagrario dorado. Contiene la llave de todo.
Mare había estado moviéndose hacia el armario, o bien para custodiar el tesoro o para mostrárselo a Lilith. Frank no estaba seguro. Le lanzó una mirada de advertencia. Si Lilith reparó en ella, eligió no hacer caso.
—Pero no te preocupes, quien tiene el sagrario es quien debe tenerlo —dijo la mujer—. Ese es el primero de los secretos que puedo contarte. —Lanzó a Mare una sonrisa casi amistosa—. Eres la propietaria legítima, te lo aseguro.
Mare pareció tan aliviada que habría desembuchado todo lo que había ocurrido desde la llamada de teléfono del convento, pero Frank la detuvo.
—No vamos a entregar este sagrario o lo que sea solo porque usted suelte una sarta de paparruchas.
Lilith esbozó una sonrisita.
—Ajá, eso es más de novio.
Frank cambió de táctica. Como periodista, había aprendido a manejar a toda clase de gente difícil, y su primera regla era que se cazan más moscas con miel que con vinagre.
—A lo mejor podemos arreglar algo —dijo.
—¿Podemos? ¿Quién te da derecho a hablar en plural? —espetó Mare—. La verdad es que no te conozco, ni a ti ni a ella —añadió en voz alta, ansiosa.
Los otros dos la miraron. Hasta ese punto había representado el papel de observadora silenciosa, un cervatillo tembloroso atrapado en una sala con dos toros.
—No quería decir nada —balbuceó Frank.
—¿No? —replicó Mare.
Respiró profundamente, tratando de recuperar la compostura. Pero su corazón estaba acelerado. Su cuerpo no podía negar la amenaza que estaba sintiendo.
—Has presionado demasiado —dijo Lilith con suavidad—. Eso es lo que hace la gente insensible. —Se volvió hacia Mare—. Y tú necesitas calmarte. Solo estoy aquí para ayudar. —Se sacudió la nieve adherida a sus zapatos de tacón—. Aprecio tu recelo. Todos hemos de ser tan listos como podamos a partir de ahora. Hay fuerzas invisibles en juego. ¿Imaginas que el sagrario dorado llegó a ti o a tu tía Meg por accidente?
La atmósfera seguía tensa en la sala, pero se había producido un cambio sutil. De pronto, lo que reinaba era la tensión de un misterio más que la tensión de una amenaza. Lilith se aprovechó de eso.
—Te has fijado en mis zapatos cuando he entrado —le dijo a Frank—. ¿Qué te dice eso?
—Me dice que estaba haciendo otra cosa, quizá comiendo en un restaurante elegante, y que repentinamente recibió la noticia que la trajo aquí. No tuvo tiempo de cambiarse.
—Así que eres racionalista —repuso Lilith en tono aprobatorio—. Buscas una explicación lógica. Otro podría haberme tildado de excéntrica o de no tener contacto con la realidad.
—¿No lo tiene? —terció Mare. Había ido hasta el rincón que servía de cocina y estaba sosteniendo una tetera abollada bajo el grifo.
—Está bien —dijo Lilith—. Prepara té. Te calmará los nervios. —Su tono se había tornado menos beligerante—. Tu madre sigue agitada. Lo siento, pero no podemos contarle nada de esto. Espero que lo entiendas.
—La atención exterior sería inoportuna —observó Frank.
—Exactamente.
Mare abrió el grifo, levantando la voz por encima del ruido de la vieja cañería.
—Pero no lo entiendo. ¿Sabe dónde está mi tía?
—Está aquí, en la ciudad.
—¿Puedo verla?
—Todavía no. Al fin y al cabo, no has querido verla en mucho tiempo. No hay prisa.
Mare guardó silencio, sopesando qué decir a continuación, cuando sonó su móvil. Cogió el bolso, sacó el teléfono y examinó la pantalla.
—Mi hermana Charlotte —dijo, y titubeó.
—Responde —aconsejó Lilith—. Sospechará si la evitas.
Mare atendió la llamada y, desde el otro lado de la sala, Frank percibió la agitación airada de la hermana. Le estaba lanzando preguntas a Mare, que las esquivaba con respuestas cortas. Pero no eran las palabras lo que importaba. Frank notaba que se estaban acercando. No tenía ni idea de quiénes eran los que se acercaban, pero tenía la antena levantada, captando señales. Mare era la inocente; de eso no cabía duda. Lilith era un comodín y detrás de ella parecían acechar figuras ocultas, hasta el momento invisibles.
Mare cerró su viejo móvil con un clic. Parecía preocupada.
—No podrás mantener a tu hermana cotilla alejada mucho tiempo —le advirtió Lilith.
—Pero eso no significa que debamos fiarnos de usted, ¿no? —soltó Frank.
Mare esta vez dejó pasar el uso del plural sin comentario. Su desconcierto superaba las dudas que sentía respecto a Frank.
Él cruzó la habitación y le cogió la mano.
—No te asustes. Estamos en una posición fuerte, solo recuérdalo —dijo en voz baja.
—Emotivo —remarcó Lilith—, pero todavía no sois aliados, ni de lejos. El único aliado está metido ahí. —Señaló el armario, que había sido el lugar que Mare estaba ansiosa por ocultar—. Uno de vosotros está deslumbrado por el oro, porque tiene una mente burda. Pero el otro es sensible, y este penetrará hasta el corazón del misterio.
Lilith miró la expresión sombría de Frank.
—Peleando no llegaremos a ninguna parte. Propongo que vayamos al grano. ¿De acuerdo? —preguntó.
Lilith se reclinó, esperando a que Mare pusiera bolsitas de té en unas tazas de porcelana azules y blancas astilladas y echara el agua. Mientras reposaba el té, Lilith empezó a hablar.
—Todo esto se remonta a hace diez años. Tu tía Meg se levantó una mañana tras haber tenido un sueño inquietante. Era un invierno inusualmente frío, como este. Bajó de la cama, tratando de sacudirse el sueño, pero no pudo. El sueño no la soltaba. Claro, no era ningún sueño. Era una visión. Ella no la había pedido. Parece irrespetuoso que Dios interrumpa la vida bonita y confortable de una persona con algo tan inconveniente. Pero ¿qué puedes hacer?
Frank le lanzó una mirada ceñuda.
—Nadie fiable da explicaciones en nombre de Dios.
—Suenas muy amargado —repuso Lilith con calma—. ¿Alguien te hizo daño para que perdieras la fe? ¿O es algo que prefieres mantener oculto?
—¡No es asunto suyo! —Frank dejó caer su taza de té, que no tocó la mesa y se hizo añicos en el suelo—. No sé quién es usted. Pero Mare no merece que juegue con ella una manipuladora descarada. —Y se volvió hacia Mare en busca de apoyo, pero ella le sorprendió.
—Quiero oír esto —dijo en voz baja.
—¿Por qué? Es basura.
Mare no cedió.
—Te has irritado. Quizá deberías irte.
—¿Y dejarte con ella? —Frank no daba crédito—. Te seducirá a su antojo.
Mare no contestó, pero se levantó y caminó hasta la puerta. Frank agarró su abrigo y la siguió, furioso.
—Te llamaré mañana —dijo Mare, tratando de tranquilizarlo.
Él negó con la cabeza.
—Lo vas a lamentar. Es lo único que puedo decirte.
Subió con dificultad por la escalera desvencijada, y al cabo de un momento estaba pisando la nieve y su sombra cruzó la sucia ventana.
Mare cerró la puerta y regresó junto a Lilith.
—Necesito oír el resto de la historia —dijo la joven—. Por mi paz mental.
Lilith negó con la cabeza.
—No; has de oírlo porque Dios quiere que la historia se conozca.