21

La mañana después de la reunión, Frank despertó en su cama y miró a Mare, que todavía dormía. Ahora pasaban dos o tres noches por semana juntos, alternando entre la casa de ella y la de él. Cada uno hizo sitio para el cepillo de dientes del otro y vació medio cajón. No era la primera vez para ninguno de ellos. Frank se levantó y puso una cafetera en la cocina estrecha. Había que tirar un ramo de flores de la semana anterior, crisantemos que había comprado a mitad de precio en el supermercado. El centavo estaba en la encimera, donde lo había dejado, con aspecto inofensivo. Pero verlo le molestó.

—Complicado, ¿eh? Me has dado una forma de echarme atrás. ¿Y si la acepto? No me controlarás.

¿A quién estaba hablándole? ¿A la discípula, a Dios, a Meg? No tenía una buena razón para abandonar la escuela mistérica. Ver es creer, y Frank había visto cosas que no podía comprender. Así que no lo intentaba. Eso era la ventaja y el inconveniente. Se había alejado del grupo, esperando un destello de Dios. Por lo que sabía, la línea estaba rota.

Entró Mare, bostezando y somnolienta. Se fijó en que Frank estaba mirando el centavo.

—Un centavo por tus pensamientos —dijo.

Su agencia de trabajo temporal no le había dejado ningún mensaje en el móvil, de modo que tenía el día libre. Podía arrebujarse otra vez en la cama después de que Frank se marchara a trabajar.

—No sé adónde vamos desde aquí —murmuró él.

La cafetera pitó. Frank llenó dos tazas sin mirar a Mare a los ojos. Estaba seguro de que si abandonaba, ella dejaría de verlo.

Ella no respondió de inmediato, haciendo ver que se ocupaba echando leche y azúcar al café.

—Nadie te está metiendo presión —dijo en tono razonable.

Él le tomó la mano.

—No se trata solo de nosotros. Es todo. Estamos en una montaña rusa y nos han tirado una pedrada en el parabrisas. No podemos ver ni un palmo por delante.

—A lo mejor no hemos de hacerlo —dijo ella.

—¿No estás nada preocupada?

Mare recogió el centavo.

—No tomes ninguna decisión hasta que le hayas dado una oportunidad. Meg prometió que no nos volvería locos.

Le puso el centavo en la palma y le cerró los dedos. Quizá también besó a Frank en la mejilla, pero él no se dio cuenta. En cuanto la moneda tocó su mano, imágenes inquietantes llenaron su mente, moviéndose tan deprisa como una película a velocidad rápida en un proyector enloquecido. Casi se le cayó la taza de café de la mano. Las imágenes desaparecieron en dos segundos; se sintió mareado. Apartó la mano y dejó el centavo otra vez en la encimera.

—Tienes razón. Escucha, llego tarde. Deja que me meta en la ducha. —Pronunció las palabras con dificultad.

Por alguna razón, Mare, que se fijaba en todo, no lo cuestionó. Ya se había apartado y estaba sentada a la pequeña mesa del desayuno iluminada por el sol de la mañana. Sus dedos pasaron distraídamente por el ramo mustio, buscando alguna flor que pudiera valer la pena salvar.

Frank hizo su escapada metiéndose en la ducha y poniendo el agua lo más fría que se aguantaba. Las imágenes parpadeantes no regresaron. El agua fría le hizo temblar. Cuando salió, su cuerpo ya estaba lo bastante entumecido para amortiguar su cerebro. Ya no veía niños destrozados, la sangre en la calle, los coches de policía. El gemido de sirenas de ambulancias ahora era tan tenue que apenas lo oía.

El trayecto al periódico normalmente le llevaba diez minutos, pero habían desviado el tráfico por unas obras. En cuanto llegó allí, Frank se puso ansioso, y cuando se metió en el carril central, le temblaban las manos al volante. Buscó en el bolsillo de la chaqueta, donde guardaba un cigarrillo para casos de emergencia. En cambio, sacó el centavo. No lo había puesto allí. Su intención había sido simular que lo había olvidado al marcharse a trabajar. Tenía que haber sido Mare.

Antes de que pudiera pensar, un claxon grave resonó en sus oídos. Frank había invadido el carril contrario, así que dio un volantazo para corregir su posición. Un camión con remolque pasó a su lado por la izquierda. Delante de él tenía una furgoneta gris. Dos niñas que iban en la parte de atrás se volvieron y lo saludaron. Frank empezó a sudar. Vio que la conductora era una mujer, quizás una mamá que llevaba a las niñas a la escuela. Frank tocó el claxon.

—¡Pare! —gritó, moviendo el brazo hacia el arcén de la carretera para mostrar a la conductora lo que quería.

La mujer aceleró sin hacerle caso. Frank dio gas para acercarse. Las niñas seguían mirándolo, pero ya no sonreían.

—¡Pare!

Esta vez la mujer escuchó. Cuando se detuvo en el arcén, Frank hizo lo propio detrás de ella. No bajó del coche. No había forma de saber si las dos niñas eran los cuerpos destrozados que había visto. La mujer salió de la furgoneta con aspecto desconcertado. Se acercó a la parte de atrás de su vehículo, para comprobar los neumáticos y las luces traseras. Tenía expresión exasperada. Le hizo a Frank un gesto grosero con el dedo corazón, volvió a subir a su vehículo y se alejó.

«Que Dios te ayude», pensó él. Al cabo de unos minutos se había calmado, pero sentía náuseas. Llegaba tarde al trabajo, pero no volvió a la calzada. En treinta segundos, pensó, el flujo del tráfico se enlentecería de repente. Al cabo de un minuto y medio pasaría el primer coche patrulla a toda velocidad apartando los coches con su sirena. La ambulancia estaría cerca.

De hecho, pasaron cuarenta segundos antes de que el tráfico se enlenteciera, pero todo lo demás ocurrió como él lo había visto. La náusea empeoró. Podría haber bajado y hablado con aquella mujer, darle una explicación descabellada sin que importara que ella lo llamara lunático.

Si se quedaba en el arcén, un policía vendría a ver qué estaba ocurriendo. A regañadientes, se incorporó a la autovía. El tráfico se movía de nuevo lentamente. Al cabo de un kilómetro y medio vio las luces destellantes de los coches patrulla. Un agente estaba desviando a todos a un carril. El camión remolque se había plegado, bloqueando el resto de la carretera. Frank quiso cerrar los ojos, pero siguió mirando, y cuando la única fila de coches pasó lentamente por el lugar del accidente como un improvisado cortejo fúnebre, vio dos coches aplastados. Un hombre perplejo estaba de pie junto a una camilla que estaban metiendo en una ambulancia.

Pero eso era todo. No había sangre en el suelo, ni niños destrozados. La furgoneta gris no estaba a la vista.

El vigilante de seguridad plantado en el mostrador de entrada siempre saludaba a Frank con la cabeza cuando entraba. Esta vez dijo:

—¿Estás bien, colega?

—Estoy fantástico, creo —murmuró Frank.

El vigilante, un policía retirado con el pelo muy corto ya gris, rio.

—Si no lo sabes tú… —dijo.

Frank no se detuvo a charlar. Llegó a su escritorio de la sala de redacción y, sintiéndose mareado, se hundió en la silla. ¿Qué demonios? Sus pensamientos confundidos se arremolinaban, tratando de dar sentido a lo que había ocurrido. Era como estar en la lavandería viendo la ropa girar en una secadora. Solo que en este caso, él giraba con la ropa. La única cosa que podía pensar era: «Te lo advertí.» Frank sabía exactamente lo que eso significaba: desde que accedió a unirse a la escuela mistérica, sabía que algo estrambótico lo arrastraría, una ocurrencia extraña que arruinaría su oportunidad de disfrutar de una vida normal.

Se sentía asustado, más asustado de lo que tenía derecho a estar. ¿Acaso era alguna clase de héroe? Había salvado a dos niñas de una muerte horrible. Frank quería sentirse bien con eso, pero su miedo no se lo permitía. Sacó el centavo del bolsillo y lo miró. Quizá si lo tiraba inmediatamente estaría a salvo.

En ese momento, el murmullo de voces en la redacción, siempre presente como un ruido estático de fondo, bajó. Frank oyó claramente a dos periodistas hablando a cinco o seis metros de distancia.

—¿Algo en el escáner de la policía?

—No. Un camión tráiler en el desvío.

—¿Algún muerto?

—No hay confirmación.

—Lástima. Suerte la próxima vez.

Los dos periodistas volvieron al trabajo, y el murmullo de voces en la redacción se elevó otra vez. Frank se sintió asqueado. «Lástima. Suerte la próxima vez.» Podría haberlo dicho él. Miró otra vez la moneda, en esta ocasión con incertidumbre. Los dos periodistas se equivocaban. Había una noticia, pero Frank no podía contarla.

A su espalda habló una voz.

—¿Por qué contar una noticia cuando puedes vivirla?

Sabía que era Lilith antes de darse la vuelta. Nadie más hacía ese molesto truco de leerle el pensamiento.

—No tires la moneda. Solo estás empezando a conocerla —dijo ella.

Frank no tenía respuesta, sorprendido por el aspecto de Lilith. En lugar del traje de mezclilla gris que siempre le había visto, iba de rosa brillante, con un sombrero amarillo de ala ancha y una cosa de plumas que llamaban boa.

Lilith rio e hizo un giro.

—¿A quién no le gusta el circo? —dijo.

Frank vio con el rabillo del ojo que la gente estaba mirando. Algunos en un rincón de la sala se habían subido a las sillas para ver mejor.

—Se suponía que no íbamos a volvernos locos —le recordó en voz baja—. No eres tú misma.

—Gracias a Dios. —Lilith rio otra vez, un sonido cristalino, tan extraño viniendo de ella como su extravagante indumentaria. Levantó la voz para que todos pudieran oírla—. Ven conmigo, querido. Cuando la cosa se pone fea, los feos se van a comer. Invito yo.

Frank la siguió con impotencia mientras ella pasaba pavoneándose por los cubículos. Al menos se perderían de vista en un momento. Tenía la esperanza de que su jefe estuviera al teléfono en su despacho y no fuera testigo del espectáculo.

En el mostrador de recepción, la chica de guardia dijo:

—¿Cómo ha entrado?

Lilith no se detuvo.

—Magia, hija mía —respondió al pasar—. Magia.

Frank consideró seriamente llamar para pedir ayuda médica, pero en cuanto estuvieron fuera Lilith abandonó su actuación.

—Las cosas que hago por ti —murmuró con su tono almidonado normal.

—¿Por mí? —Frank se quedó anonadado.

—Estabas dudando. No quería perderte. —Ella parecía divertida con las dudas de Frank, y eso a él le molestaba.

—Puedo decidir por mí mismo. Soy un chico mayorcito.

—Suerte que tienes. Rusty nunca llegó a ser un chico mayorcito.

Esta afirmación enigmática tuvo un efecto increíble en Frank. Se puso lívido y todo su cuerpo empezó a temblar.

—No puedes saber eso —dijo con voz ahogada.

—Pero lo sé.

Frank se apoyó en la pared contigua a la salida, tratando de recuperar el aliento. Una marea de imágenes medio sepultadas llenó su mente. Era el verano en que cumplió catorce años, y su padre llevó a Frank y su hermano pequeño, Rusty, a pescar. Los levantó muy temprano, diciendo que las lubinas no esperarían, y al cabo de unos minutos los hermanos estaban en el asiento trasero del Jeep familiar, todavía tratando de despertarse. Rusty, que tenía diez años, se quejaba. Se apoyó en Frank, tratando de usar su hombro como almohada, pero este lo apartó bruscamente.

El lago lucía liso como un cristal cuando subieron a la canoa, y Frank estaba orgulloso del equilibrio que tenía para mantenerse de pie y empujar para apartarse de la orilla. Sus calcetines hasta los tobillos se habían mojado al correr a través de la hierba húmeda de rocío. ¿Por qué recordaba eso? El frío de la mañana pronto se convirtió en calor de mediodía. Frank disfrutaba pescando con su padre, y Rusty se había quedado dormido en el otro extremo de la canoa.

Ninguno de ellos, ni Frank ni su padre, prestaron atención cuando una nube cubrió el sol. Los peces estaban picando muy bien. La sombra no pasó y, levantando la mirada, Frank vio que se acercaban nubes de tormenta.

—Empieza a remar —dijo su padre.

Estaban bastante lejos de la orilla; al menos cinco minutos los separaban del muelle. A la tormenta no le importó. Estuvo encima de ellos en un abrir y cerrar de ojos, trayendo un viento fuerte que alborotó la superficie del lago. Frank vio que su padre apretaba la mandíbula; empezaron a remar con más fuerza. El primer trueno despertó a Rusty, y Frank sabía que su hermano menor tenía miedo a los relámpagos.

—Gallina —se burló.

¿Fue eso lo que causó que Rusty se levantara de golpe? Fue algo muy extraño e impulsivo. Perdió el equilibrio cuando una ola meció la canoa. Frank vio que la boca del niño formaba un silencioso «¡Oh!» antes de caer por la borda. Su padre, sentado en la proa, no lo había visto.

—¡Papá! —El grito de Frank atravesó el viento, que había empezado a aullar.

Cuando volvió la cabeza y comprendió la situación, su padre soltó el remo y saltó al agua. Rusty estaba moviendo los brazos, aterrorizado y con los ojos como platos. Si al menos Frank no hubiera sentido el mismo subidón de adrenalina que su padre… pero lo hizo, y se lanzaron al agua casi en el mismo instante. Su padre fue el primero en alcanzar a Rusty, sosteniéndole la cabeza por encima de las olas.

—Solo respira. No te pasará nada —dijo.

El niño se aferró a él, boqueando y escupiendo agua.

Frank no vio el destino acercándose. Toda la cuestión se camufló con pequeñas coincidencias. Estas son tres: la canoa estaba vacía, lo cual dificultaba volver a subirse; el lago alimentado por agua de montaña estaba helado a principios de junio; y su padre había engordado diez kilos en el invierno y no estaba en forma. Coincidencias muy inocentes, en realidad, pero el resultado fue inexorable. Su primer intento de subirse a la canoa la volcó. No había un cubo para vaciarla —todo lo que había dentro se hundió y se perdió de vista en el momento de volcar—; y cuando la enderezaron, la canoa se hundió bastante por el agua que había entrado.

El resto ocurrió a cámara lenta, o así lo experimentó Frank. Rusty se echó a llorar, quejándose del frío que sentía. Su padre, que para empezar no era un buen nadador, usó toda su fuerza para sostener a su hijo y el lateral de la canoa al mismo tiempo, pero el agua helada le entumeció las manos. Perdió el agarre con la siguiente ráfaga de viento. Los ojos desorbitados de Rusty se posaron en Frank, que estaba aferrado al otro lado de la canoa. Esos ojos no lo acusaron ni le dijeron adiós. Era solo la mirada de un niño asustado que entonces se alejó, dejando una última visión de cabello ondeando como algas en la corriente antes de desaparecer.

Frank era el nadador más fuerte de la familia y se sumergió repetidamente en busca de su hermano, una y otra vez hasta que quedó tan exhausto que corría riesgo de ahogarse él también. Para entonces el sol había vuelto a salir y la superficie del lago se calmó, como si no hubiera ocurrido nada.

—Vuelve —dijo Lilith con brusquedad.

Su voz sacó a Frank de las profundidades de la memoria.

—¿Por qué está ocurriendo esto? —preguntó.

Tenía una expresión de dolor de la cual Lilith no hizo caso.

—Si vas a irte, has de saber cuál es la verdadera decisión —dijo.

—Se trata de dejaros en la estacada —soltó Frank. ¿Qué derecho tenía Lilith de agitar su peor recuerdo?—. Sé sincera. Por eso has venido aquí.

Ella negó con la cabeza, insistiendo.

—¿De verdad crees que sobreviviste ese día? Lo perdiste todo. ¿Puedes recordar siquiera cuándo tuviste fe o esperanza?

—No necesito fe —replicó Frank, tratando de sonar desafiante.

—Muy bien. Pero necesitas algo más que culpa. La culpa te lleva en la dirección equivocada. Te has convertido en un transeúnte de tu propia vida.

—Eso no es cierto.

Las palabras de Lilith habían sonado crueles, como si estuviera abriendo una ostra que se retorcía dentro de su concha.

—Aprendiste a llevar una máscara. ¿Qué otra opción tenía un chico de tu edad? Pero las máscaras tienen la gracia de engañar a la gente que las lleva, ¿no?

Frank tenía ganas de salir corriendo, pero se sentía débil y tembloroso.

—No —rogó. En lo más hondo, estaba asombrado de desmontarse tan completamente.

—Sé que te sientes atacado por la espalda —dijo Lilith, observándolo con atención—. Estamos en una vía rápida a la verdad, todo el grupo. ¿En serio creías que te quedarías fuera?

Frank suspiró. Su mente empezó a despejarse; ya no sentía que el suelo temblaba bajo sus pies. Sería sólido en un momento, sería seguro estar de pie otra vez.

—Quiero que me dejen solo. ¿Por qué no puedes ver eso? —dijo.

—Porque no es lo que Dios tiene dispuesto —repuso Lilith.

Frank apartó la cabeza. Lilith sabía que no leía la Biblia, así que no conocería una frase con la cual ella había crecido: «Porque él es como fuego purificador.» La llama divina tenía un largo alcance, y ahora había tocado otra alma embarrancada.