UN FRAGMENTO

Mamá, papá y la criada, que se llamaba Natasha, estaban sentados a la mesa y bebían.

Papá era sin duda un juerguista. Incluso mamá le miraba por encima del hombro. Pero eso de ninguna manera impedía a papá ser un buen hombre. Reía de buena gana y se balanceaba en su silla. Natasha, la criada, con cofia y delantal, se sentía molesta a todas horas. Papá le resultaba gracioso a todos con su barba, pero la criada, completamente turbada, bajaba la mirada, dando a entender con eso que estaba molesta.

Mamá, una mujer alta con un peinado voluminoso, hablaba con una voz de caballo que resonaba en el comedor, después repercutía en el patio y en las demás piezas.

Tras beber un primer vaso, todos se callaron un instante, luego comieron embutido. Un poco después, se reanudó la charla.

Súbitamente, de manera inesperada, llamaron a la puerta. Ni papá, ni mamá, ni la criada Natasha consiguieron adivinar quién podía ser.

—Qué extraño, dijo papá, ¿quién puede llamar a la puerta? Mamá puso una cara compasiva, se echó un segundo vaso que bebió sin invitar, y dijo: «Qué extraño».

Papá no le hizo ningún reproche, pero se sirvió también un vaso, se lo echó al coleto y se levantó de la mesa.

Papá no era alto. No como mamá. Mamá era una mujer enorme, fuerte, con una voz de caballo, mientras que papá no era más que su esposo. Además, y por si fuera poco, papá tenía pecas.

Llegó a la puerta de un solo paso y preguntó:

—¿Quién es?

—Yo —dijo una voz tras la puerta.

La puerta se abrió al momento y entró la criada Natasha completamente confusa y ruborizada. Como una flor. Como una flor.

Papá se sentó.

Mamá se sirvió otro vaso.

La criada Natasha y la otra como una flor se ruborizaron de vergüenza. Papá las miró y no hizo ningún reproche, se contentó, igual que mamá, con beberse otro vaso.

A fin de calmar la desagradable sensación de ardor que tenía en la boca, papá abrió una conserva de pasta de cangrejo. Todos se pusieron muy contentos y comieron hasta la mañana. Pero mamá, sentada en su sitio, guardaba silencio. La situación era muy desagradable.

Cuando papá ya se disponía a cantar algo, golpearon en la ventana. Mamá, asustada, dio un brinco y se puso a gritar que había visto muy claramente cómo alguien miraba por la ventana desde la calle. Los demás intentaban convencerla de que eso no era posible, toda vez que se encontraban en el segundo piso, y nadie podía mirar por la ventana desde la calle y que para eso habría que ser un gigante o Goliat.

Pero a mamá se le había metido esa idea en la cabeza. Nadie en el mundo podía convencerla de lo contrario. Para tranquilizarla, le sirvieron otro vaso. Mamá se lo bebió. Papá también se sirvió y bebió.

Natasha y la criada como una flor se habían sentado: turbadas, miraban al suelo.

—No puedo estar de buen humor cuando nos miran por la ventana desde la calle —exclamó mamá.

Papá, desesperado, no sabía cómo tranquilizar a mamá. Corrió incluso al patio para ver si era posible echar un vistazo por la ventana, aunque sólo fuese desde el primer piso. Por supuesto, no lo consiguió. Pero eso no convenció a mamá en absoluto. Ni siquiera vio a papá en la imposibilidad de llegar a la ventana, aunque sólo fuese la del primer piso.

Completamente desolado por todo aquello, papá se largó como una flecha hasta el comedor y se bebió dos vasos de golpe, tras haberle servido uno a mamá. Mamá se bebió su vaso, pero dijo que bebía únicamente porque estaba convencida de que alguien había mirado por la ventana.

Papá se quedó de una pieza.

—Mira —le dijo a mamá y, acercándose a la ventana, la abrió de par en par.

Un hombre con el cuello de la camisa sucio y un cuchillo en la mano intentó entrar por la ventana. Al verlo, papá cerró de un golpe la ventana y dijo:

—Aquí no hay nadie.

Sin embargo, el hombre del cuello sucio miraba al interior de la pieza a través de la ventana, y después incluso la abrió y entró.

Mamá estaba muy asustada. Se encontrada al borde de una crisis de histeria pero, tras beberse un trago que papá le sirvió con un champiñón como entremés, se calmó.

Papá también se recuperó pronto. Todos volvieron a sentarse a la mesa y continuaron bebiendo.

Papá cogió un periódico y se pasó mucho tiempo dándole vueltas tratando de encontrar dónde estaba la parte de abajo y dónde la de arriba. Pero se cansó de buscar, y como no la encontró dejó el periódico a un lado y se tomó un vaso.

—Está bien —dijo papá— pero aquí faltan los pepinos.

Mamá estalló en una risa de mala educación, caballuna, que turbó a las criadas, que no apartaban la mirada del dibujo del mantel.

Papá se tomó aún otro vaso y, después, agarró súbitamente a mamá y la sentó en el aparador.

La canosa mata del increíble peinado de mamá se enmarañó, en su cara aparecieron rojas máculas y, en una palabra, tenía la jeta muy excitada.

Papá se subió el pantalón y comenzó un brindis.

Pero en ese momento, la trampilla que había en el suelo se abrió y por ella salió un monje.

Las criadas se turbaron hasta tal punto que una de ellas se puso a vomitar. Natasha sujetaba la frente de su amiga, intentando de esa manera ocultar aquel horrible espectáculo.

El monje que había salido por la trampilla del suelo lanzó su puño contra la oreja de mi padre ¡y cómo le zumbó!

Papá se desplomó sobre la silla sin poder acabar su brindis. Entonces el monje se acercó a mamá y la golpeó desde abajo, bien con la mano o con el pie.

Mamá se puso a gritar y a pedir ayuda.

Entonces el monje agarró por el cuello a las dos criadas y las hizo girar en el aire antes de soltarlas.

Después, sin que nadie se diese cuenta, el monje desapareció bajo el suelo cerrando la trampilla tras de sí.

Durante largo rato, ni papá, ni mamá, ni la criada Natasha consiguieron reaccionar. Pero después, cuando volvieron a tomar aliento y se arreglaron un poco, cada uno se tomó un vaso y se sentaron de nuevo a la mesa para meterle el diente a la col picada.

Tras tomarse otro vaso, continuaron sentados charlando tranquilamente.

De pronto, papá enrojeció y se puso a gritar.

—¡Qué! ¡Qué! —gritaba papá—. ¡Me tomáis por un mezquino! ¡Por un fracasado! ¡No soy un parásito! ¡Vosotros sí que tenéis poca vergüenza!

Mamá y la criada Natasha salieron corriendo del comedor y se encerraron en la cocina.

—¡Vete con la música a otra parte, juerguista! ¡Largo de aquí, perdido! —le susurraba mamá horrorizada a la pobre y conturbada Natasha.

Papá se quedó hasta la mañana vociferando en el comedor, después cogió su carpeta con documentos, se puso su gorra blanca y se fue modestamente al trabajo.

31 de mayo 1929.