TERCERA PARTE
LOS ENEMIGOS EXTERNOS DEL AMOR
EL gran enemigo del amor está dentro de nosotros: es el egoísmo. Ya lo hemos explicado. Desgraciadamente, la sociedad proporciona a éste egoísmo demasiados medios de desarrollo.
En la hora actual, el pueblo francés está decayendo tanto en su salud física como en la moral a causa de la inmoralidad creciente que reina cada día más.
Tales egoísmos e inmoralidades son favorecidos por diversos estados de cosas y por diversas tolerancias exageradas.
En este libro nos vamos a limitar a hablaros de la Ley de Divorcio y de los diversos aspectos del problema de la prostitución.
La mayor parte de nuestras lectoras tienen de dieciocho a veinte años, la edad en que las jóvenes comienzan a interesarse por los problemas sociales y familiares. Entre esos problemas hay uno que toca muy de cerca al tema que nos preocupa; es el de la legislación francesa que autoriza el divorcio.
En efecto, es muy importante, queridas amigas, que forméis vuestro criterio sobre tal estado de cosas, del que desgraciadamente podríais ser víctimas 29.
Se oye decir a veces que uno de los grandes progresos de nuestra época es la ley que autoriza el divorcio... Ha sido realizada, se asegura, para “librar a los forzados del matrimonio”, “para arrancar a esos pobres desgraciados de la cárcel de un hogar mal constituido”. Tú misma, al pensar en alguna de tus amigas a quien esta ley ha ayudado “a rehacer su vida”, tal vez la encuentres buena y tengas tendencia a admirarla. Y, además, piensas: “¿Puede ser mala una ley promulgada por el Gobierno?”
Estoy obligado a decirte que, por desgracia, esta ley del divorcio, tal como ha sido establecida —con todas las facilidades que procura 30—, es un terrible error que hace a la familia un mal incalculable. “Números cantan”, y los que voy a mostrarte te van a extrañar. Espero que las explicaciones que te daré con ocasión de esas cifras te convencerán de que sería mejor establecer en Francia, como se ha hecho en otros países, la indisolubilidad del lazo conyugal.
Y en primer lugar, algunas cifras.
Antes del voto de ley autorizando el divorcio se podía escapar a los inconvenientes de una absoluta e irremediable falta do acuerdo, por un solo medio, entonces aprobado por el Estado; a saber: la separación de cuerpos, a la que se añadía la separación de bienes. Se recuperaba la libertad y el dinero, pero no se podía uno volver a casar.
El número de separaciones de cuerpos era por entonces nada más de novecientos anuales.
Desde que a la simple separación de cuerpos la ley añadió la autorización de divorciarse, es decir, de separarse con libertad de volver a casarse, el número de divorcios ha tomado proporciones enormes, aumentando progresivamente cada año.
En 1910 hubo 7.820 divorcios; en 1920, 12.975; en 1925, 20.000; en 1939, 24.000, y en 1958, 33.000.
En el momento en que se escriben estas líneas hay veinticuatro mil por año; ¡veinticuatro mil matrimonios cuyos hijos, si los tienen, se encuentran más o menos privados de padres!
He ahí donde nos hallamos; y es espantoso, si se piensa en todas las ruinas y en todas las miserias evocadas por esas cifras.
Quisiera mostrarte ahora que esta ley del divorcio, que te presentan a veces como la protectora de la dicha y del amor, de hecho se vuelve contra el amor y contra la dicha.
En realidad, la legislación actual sobre el divorcio, por él solo hecho de su existencia, contribuye a crear matrimonios desgraciados.
Mostraremos sus efectos desastrosos:
1. ° Antes de la unión.
2. ° Durante la vida común.
3. ° Después de la separación.
1° ANTES DE LA UNIÓN
La perspectiva de poder, en caso de desacuerdo, romper la unión y contraer otro matrimonio (puesto que la ley civil lo autoriza), corre peligro de engendrar la imprevisión y la negligencia en la elección del cónyuge.
Antiguamente, cuando una joven buscaba y escogía un joven, sabía que el lazo conyugal era indisoluble y tomaba toda clase de precauciones para asegurar su porvenir.
Un pequeño error podría tener consecuencias considerables, ya que duraría toda la vida, se decía. Y por eso no se solía abandonar a los caprichos de las primeras impresiones. Se preguntaba si el joven con el que salía era digno de llegar a ser el padre de sus hijos. Se preocupaba por su salud, su carácter y, sobre todo, por las cualidades de su corazón. En una palabra: rodeaba su amor de todas las garantías posibles y encontraba generalmente en su unión la fuente de una dicha profunda.
En nuestros días, por el contrario, la joven que se basa en esa idea de que la desgracia del hogar se repara fácilmente por el divorcio, y que incluso piensa “que debe ser bastante divertido el cambiar de marido,..”; pues bien: ¡esa joven se casa con cualquiera! Con tal que le agrade por el momento, escogerá una persona sin cualidades profundas, por sus ojos tan sólo, o sus cabellos, o su línea, sus arreglos o sus audacias, ya que se piensa: “¡No me aburriré con un chico tan divertido!” ¿Se pregunta, acaso, si esa aventura un tanto loca podrá durar? Le es absolutamente igual, porque el día en que “el asunto marche mal” ¡se divorciará!
Conclusión: esa joven acaba de trabajar contra su propia felicidad, y sería muy extraordinario que un hogar fundado en tales condiciones de ligereza le hiciese conocer las alegrías del verdadero amor. El capricho separará muy pronto a los que unió el capricho. Inspirado por la ley del divorcio, esa joven ha construido uno de los veintitrés o veinticuatro mil hogares que la misma ley del divorcio se encarga de destruir cada año. Hay entre este matrimonio y el primero de que hemos hablado la misma diferencia que existe entre un individuo previsor que colocase sus economías en la Caja de Ahorros y otro poco razonable que las emplease en las carreras. La cartilla de la Caja de Ahorros representa una colocación segura y fructuosa. El que apuesta en las carreras pone, por el contrario, su esperanza en el azar.
¡Tanto mejor para quien gane! En cuanto a la masa inmensa de los que pierden..., ¡peor para ellos!
Si quieres casarte mal y que la vida sea imposible en tu casa, es suficiente que busques un marido con la idea de que escogerás otro el día en que el primero haya cesado de agradarte. En otros términos: la elección de tu esposo no será ni seria ni reflexiva si la haces con la idea de que un día u otro podrás divorciarte y volverte a casar.
Pero aún hay más: ese error causa daños al amar incluso antes del matrimonio. En efecto, una joven para quien el matrimonio es una cosa seria y definitiva, se prepara desde mucho tiempo atrás para ese gran acontecimiento. Quiere estar preparada para aportar a aquel a quien va a escoger un temperamento enérgico, un carácter agradable, una salud intacta. En suma: aun antes de conocerle, se consagra a su futuro esposo, quiere hacerle feliz, le ama ya. Por el contrario, la joven que está decidida a aprovecharse de las facilidades que da la ley “si la cosa no marcha”, se cree siempre lo bastante preparada para esa nueva vida. Apenas si piensa en la felicidad de él. No se preocupa nada más que de sí misma. No vive más que para sí. Y, al mismo tiempo, prepara su desgracia y la de su futuro marido, ya que una mujer egoísta nunca es feliz y hace desgraciados a los demás.
El divorcio favorece el egoísmo y el egoísmo mata el amor.
2º DURANTE LA VIDA COMÚN
La idea de la posibilidad de contraer un nuevo matrimonio tras un divorcio no está hecha para favorecer la mutua comprensión conyugal, ¡ni mucho menos! La experiencia lo demuestra.
Esa idea contribuye a mantener a los esposos en una lamentable ilusión, la de creer que tienen derecho a la dicha completa sin que les cueste nada. No se toman la molestia de reflexionar y se piensa sencillamente que unos días felices deben suceder a otros felices, incluso si no se hace nada para merecerlo.
La realidad es completamente distinta. La “dicha fácil” no existe. La felicidad es siempre fruto de una conquista.
Es cierto que todo es hermoso al principio del matrimonio: es la luna de miel. Pero muy pronto se afirman los caracteres, se ponen de manifiesto las divergencias de pareceres y, sobre todo, aparecen los defectos.
En un matrimonio que ha decidido, de una vez para siempre, permanecer unido, cada uno de los esposos hace los esfuerzos necesarios para ajustar sus hábitos y sus gustos a los del otro.
Al principio existe un poco de tirantez: es el momento de las primeras discusiones. Pero esas discordias se apaciguan pronto.
Todo se arregla por mutuas concesiones.
Y se vive en paz con un amor reforzado por los sacrificios que ha costado.
Y además, cuando se sabe que hay que estar juntos para siempre, se instala uno —el piso o la casa se embellecen poco a poco; el hombre pone empeño en su trabajo, la mujer procura hacer economías—. Se está orgulloso del hogar, y las ventajas de ese hogar agradable contribuyen por su parte a fortificar el lazo conyugal.
Por el contrario, frente a ciertos choques y molestias provocados por uno u otro, los partidarios del divorcio tienen frecuentemente en el espíritu esta idea: “Después de todo, si la cosa no me va bien, me puedo marchar.” Al olvidar que el hombre es el artífice de su felicidad, ni siquiera se plantean el problema de saber si se equivocan...; y de ese modo, el desacuerdo se acentúa para transformarse en una sorda hostilidad. La vida común es para ellos una carga. ¿Cómo podrán, en esas condiciones, tomar cariño a su hogar? Viven juntos lo menos posible. No procuran hacer más agradable “su casa”, ya que pronto la abandonarán. Inútil, naturalmente, hacer economías, puesto que tal vez mañana se separarán. ¡Y la vida se vuelve triste y sin alegría, hasta la catástrofe final!
La idea del divorcio se opone, pues, al desarrollo del amor.
Además, coloca a los esposos en un estado de continua tentación.
¿Pueden el hombre y la mujer, bajo el pretexto de que están casados, pretender que su felicidad no correrá jamás ningún riesgo? Hay horas en la vida en la que todos los sentimientos y todos los juramentos se ponen en tela de juicio: el marido puede encontrar una persona que despierte sus pasiones, y la mujer puede interesarse por un amigo del marido.
¿Qué pasará, pues, el día en que el corazón de uno de los esposos esté a punto de ser seducido?
La idea misma de la posibilidad del divorcio abrirá campo ancho al deseo que, rápidamente, será irresistible.
La antigua dicha caerá en el olvido y la violencia de la nueva pasión actuará como un huracán: “¿Por qué renunciar a un amor más seductor que el conocido hasta ahora? ¡Mañana puedo ser libre!...”
Entonces, para no tener que oír los reproches de su conciencia, la esposa descubrirá súbitamente nuevos defectos en su esposo. Encontrará insoportables los que conoce... Luego, finalmente, buscará pretextos para el divorcio; se inventarán, si es necesario...
Por el contrario, el marido decidido a no abandonar jamás su hogar se recupera pronto pensando en su esposa cuando le asedian solicitaciones extrañas. Poco le importa que haya mujeres más bellas o más amables que la suya. Se ha entregado a ella. Quiere amarla siempre. Puede entonces aparecer duro el deber, pero muy pronto, cuan do pase el momento de locura, ¡qué alegría y qué orgullo! ¡La idea del matrimonio indisoluble ha protegido su amor y ha salvado su hogar!
3° DESPUÉS DE LA SEPARACIÓN
Los que justifican el divorcio en nombre del derecho a la felicidad, ¿han pensado acaso en las ruinas que acumula? ¿Han pensado en la esposa abandonada cuyo divorcio ha roto su corazón? “¡Que rehaga su vida!”, dirán. Pero si su conciencia o su religión se lo prohíben, si ha dado su corazón entero a su primer amor, la esposa abandonada se convierte en una víctima, y acabará su vida en el sacrificio 31.
En cuanto al esposo que abandona su hogar para encontrar uno nuevo, ¿encontrará realmente la dicha si hay algo de nobleza en su alma y si reflexiona a veces seriamente en su conducta? ¿Podrá vivir en paz tras haber abandonado a una mujer cuya vida ha destrozado para saciar un deseo egoísta? El que se divorcia es un perjuro: falta a sus juramentos. Es también un desertor, y lleva en su alma la vergüenza del desgraciado que ha dejado su puesto.
El recuerdo del pasado corre peligro de estropear sus alegrías.
Y llegamos al punto más importante.
Los partidarios de la ley del divorcio —en nombre del derecho o de su felicidad—, ¿han pensado en el bien y en la dicha de los hijos?
Los hijos son evidentemente las grandes víctimas del divorcio. Este crea una nueva clase: la de los huérfanos de padres vivos.
Huérfanos, sabemos bien lo que significa esta palabra: el corazón privado de ternura, la educación confiada a una abuela, a una tía, a un establecimiento de caridad o a la asistencia pública. Al menos, el huérfano de verdad tiene el consuelo de pensar que, si viviesen sus padres, le rodearían de afecto y de cariño, y puede también recordar los buenos ejemplos que aquéllos le dieron, complaciéndose en su recuerdo.
El hijo de divorciados no tiene ninguno de estos consuelos. Como molesta un poco y la “nueva mamá” o el “nuevo papá” no le quieren mucho, le llevan a un colegio interno... o a donde pueden... Le vienen a ver algunas veces, pero le olvidan a menudo, puesto que, por una y otra parte, el nuevo hogar tiene sus exigencias. Pensemos, por ejemplo en los días de fiestas pasados en la soledad, mientras que otros niños de la misma edad conocen las dulzuras del hogar.
“No le falta nada”, dirán, porque le pagan todo lo que necesita.
Pero habéis olvidado su corazón, que necesita amar y ser amado, que necesita un padre y sobre todo una madre, que nadie en el mundo puede reemplazar.
Ese sufrimiento de los hijos de divorciados subsiste incluso cuando han podido permanecer en el hogar de uno de los padres. Es verdad, no está el niño entonces privado de toda ternura, pero por ciertos detalles se da cuenta de que se pasarían muy bien sin él. Cuando le envían a casa del otro cónyuge es el testigo un poco triste y tal vez escandalizado de muchas cosas. Acaba por descubrir la razón que ha separado a sus padres. Aprende el escándalo siendo joven, aún demasiado joven... Imaginemos lo que pasa por dentro del espíritu de un adolescente ante tales revelaciones: su estima y su cariño hacia sus padres disminuyen evidentemente; desde entonces, ¿tendrá la suficiente confianza para buscar en ellos el sostén y los consejos necesarios en el momento difícil de su entrada en la vida? El hijo de divorciados es un niño desgraciado.
Supongamos incluso que, antes de separarse, los esposos han tomado precauciones serias para que los hijos no sufran por el divorcio. Son confiados a su madre, y el padre los ve periódicamente. Los antiguos esposos se han comprometido recíprocamente a no decir ni hacer nada que pueda disminuir el cariño y el respeto a los que cada uno tiene derecho. “Los niños no sufren”, pensáis. Tal vez, pero la experiencia prueba que, incluso en esos casos, su educación sufre.
Son la apuesta de una lucha inconsciente entre los padres. Cada uno de los esposos quiere acaparar su corazón y su confianza.
Y lo logra el que más los mima. Entonces el niño siente la tentación de explotar la situación. Ante una reprimenda, no tiene más que decir: “Papá no me riñe”, para que al pronto ceda la asustada mamá. Ese chantaje se transforma pronto en costumbre; el niño mimado se vuelve astuto, mentiroso y tirano. Y, además, ¿es verdad que los padres divorciados llegan a ocultar sus sentimientos? Tal vez, si no vuelven a casarse. Pero si lo hacen, a los antiguos esposos les gusta saber lo que pasa en él hogar rival. Y entonces el pequeño se convierte fácilmente en cómplice de un doble espionaje. ¡Qué arma tan magnífica para él, y qué bien se sirve de ella para esquivar las sujeciones que la verdadera educación debería imponerle!, Por ejemplo, el chico responde a su padre, que rehúsa llevarle a una diversión impropia de su edad: “¿No quieres llevarme? ¡Pues bueno! Le diré a mamá que el domingo pasado reñiste con Pepita.” (Pepita es el nombre de la nueva mujer.) Y el papá cede... Y el hijo hace todo lo que le agrada. Nadie corrige sus defectos. Apenas se atreven a darle buenos consejos, porque al crecer se sonríe al oír a sus padres hablarle, de virtud. “¿Y vosotros?” Al hijo de los divorciados raramente se le educa bien.
Por tanto, no es de extrañar que los pobres niños llamados a comparecer ante los Tribunales de Menores son, en una proporción espantosa, las víctimas del divorcio. El ochenta y cinco por ciento de los niños delincuentes (pequeños ladrones, jóvenes vagabundos y jóvenes prostitutas, etc.) vienen de hogares rotos; sus padres han preferido el placer al deber, y se lleva a los hijos a la cárcel..., siendo así que más que culpables son víctimas. Les falta el apoyo moral y material al que tenían derecho.
Los hijos cuyos padres no se separaron jamás tienen, por el contrario, toda clase de probabilidades de ser educados convenientemente. El interés mismo de los padres les ordena dar a sus hijos y a sus hijas toda la honestidad deseable.
Puesto que si el niño se vuelve vicioso, ellos serán los primeros castigados; si se vuelve ladrón, los primeros robados; si se deshonra y va a la cárcel, ellos serán los primeros deshonrados.
En resumen: es de una importancia capital para el bien de los individuos y para el de la sociedad que los hijos reciban su formación de personas directamente interesadas en que sean buenos y, por consiguiente, de padres verdaderamente unidos de por vida por un matrimonio legítimo e irrevocable.
Habría menos divorcios si los esposos se persuadieran de que un hijo de divorciado es raramente un niño como los demás.
Habría menos divorcios si los esposos pensasen en el porvenir doloroso y tal vez trágico que su deserción prepara a sus hijos.
Naturalmente, queridas amigas, aprobáis estas diversas consideraciones, pero vuestro buen corazón protesta en nombre de la libertad y en nombre del derecho a la felicidad de cada uno de los ciudadanos.
“La libertad y la dicha —me decís— no deben ser palabras vanas; y a pesar de todas sus explicaciones, no veo por qué haya de impedir a los esposos desgraciados el que se separen para volver a casarse.”
Lo mismo que vosotras, yo pienso en las situaciones dolorosas y dignas de lástima. Pero esas situaciones no deben hacernos olvidar las consecuencias no sólo familiares, sino sociales del divorcio. En efecto, fundar la vida familiar de los individuos otorgándoles la posibilidad de divorciarse es introducir en la colectividad un principio de dislocación interna.
La sociedad está compuesta de familias. La relajación del lazo que une las familias hace entrar en la vida social a un elemento de caducidad: el vagabundeo familiar —que es el divorcio— conduce poco a poco a la desvergüenza social, al desmenuzamiento de la sociedad, y arrastra al individuo a la caída en todos los dominios. Y es que de nada sirve construir un edificio si no se unen las piedras unas a otras de modo inalterable.
El mismo bien de la sociedad está, pues, en juego, y los dirigentes del Estado tienen por misión el promoverlo.
Para que el Estado pueda mantenerse en una situación conveniente, aceptáis que meta enérgicamente la mano... en vuestra cartera (¡los impuestos!). Reconocéis que tiene derecho a servirse de la persona de los jóvenes para ¡el servicio militar obligatorio! En caso de necesidad o de guerra, ¡admitís que exija sacrificios heroicos! —aceptáis esos límites impuestos a la libertad porque lo pide el BIEN COMÚN— (ese BIEN COMÚN en el que tomáis parte, del que os aprovecháis habitualmente).
Por ese mismo interés de la colectividad, es decir, por el bien común el Estado debe protegerse contra todas las consecuencias nefastas del divorcio (ruina de la familia, baja de la natalidad, mala, educación y desgracia de los hijos) manteniendo el principio de la indisolubilidad del lazo conyugal, pidiendo a los ciudadanos que permanezcan valerosamente fieles en su puesto en el hogar que han fundado.
Insistís y me preguntáis si, a título excepcional, en ciertos casos precisos y bien reglamentados, ¿no podría el Estado, a pesar de todo, renunciar a mantener el carácter absoluto de la indisolubilidad del matrimonio?
Os respondo con una comparación. Acordaos de una experiencia que ya habéis observado: desde que se abre, aunque sea muy ligeramente, una puerta de “prohibido el paso”, inmediatamente cierto número de personas se precipitan allí invocando espontáneamente toda clase de razones válidas para intentar forzar la consigna. Es lo que ha sucedido cuando el legislador abrió un poco la puerta del divorcio.
Había previsto la autorización para tres o cuatro casos excepcionales, pero pronto se traspasaron los límites. Los que vieron la puerta entreabierta han renunciado a desplegar el valor necesario para permanecer fieles a su puesto familiar; se las han arreglado empleando subterfugios para hacer creer a los jueces que se encontraban exactamente en uno de los tres o cuatro casos previstos por la ley. Y entonces aquello fue la desbandada, compruébalo por ti mismo. En 1900 había de siete a ocho mil divorcios por año; hoy existen treinta y tres mil. La muchedumbre ha conseguido forzar la puerta entreabierta.
Derecho a la felicidad y a la libertad... ¡Sí, ciertamente; pero con medida, en la medida en la que las cosas son compatibles con el bien de la sociedad!
En el curso de las dos guerras, para proteger a nuestro hermoso país, más de dos millones de vuestros semejantes se han sacrificado en plena juventud. ¡Pues bien: frente al nuevo peligro de la disgregación social no es hora de desertar! A pesar de ciertos sufrimientos inevitables, es preciso, para la salvación de todos, sostener el inmenso frente familiar, sin el cual iremos al desastre.
Por interés personal vuestro como por el de vuestro futuro hogar y el del país, deseamos que los legisladores tomen pronto las disposiciones necesarias para establecer el principio de la indisolubilidad del lazo conyugal.
LOS ENEMIGOS EXTERNOS DEL AMOR
Las prostitutas
Sin duda sabéis vosotras, las jóvenes de las ciudades, lo que se oculta bajo estas palabras: prostituta, prostitución.
Para las que lo ignoréis o comprendáis mal, he aquí la triste realidad.
Es una “mujer”, joven o vieja, que ya en el bulevar o en un rincón de la calle persigue con asiduidad a un hombre, a un joven e incluso a un adolescente.
Existe en un barrio del pueblo o de la ciudad una casa sospechosa, con número especial, iluminación más o menos discreta: esta casa alberga a unas pobres chicas que a todo lo largo del día y de la noche están a la disposición de los clientes —hombres o jóvenes— para proporcionarles el placer sexual (en este caso habría que decir mejor: un placer “bestial”) mediante una suma de dinero determinada, por tarifa...
Esas “mujeres”, ya sean de “la calle” o de “las casas”, entran en la muy especial categoría de las prostitutas. El “oficio” que ejercen, si se puede emplear tal nombre para un tráfico tan abyecto, se llama prostitución.
Vosotras que sospecháis las grandezas de un corazón de esposa, las riquezas, las delicadezas de un corazón de madre; vosotras que cultiváis en secreto un hermoso ideal de ternura compartida; vosotras no podéis ya reconocer el ser femenino, tan grande, tan rico, tan delicado, tan abnegado y tan amante en esa prostituta que se entrega a todo el que llega; y os preguntáis lo siguiente: ¿Cómo puede llegarse a tal decadencia?
La lectura de este capítulo os aclarará este punto, pero, ya desde ahora, os diré las causas más frecuentes de tales caídas:
En algunas familias, a consecuencia de circunstancias desgraciadas (enfermedad, paro, chabolas) o, sobre todo, a consecuencia de la pereza o del alcoholismo de los padres, reinan la extrema miseria, el desorden y la tristeza. los hijos son abandonados, no son educados, vigilados ni cuidados, están privados de todo. Entonces surgen desgraciadas adolescentes que, para obtener más recursos alimenticios o para conseguir vestidos y caprichos, se dejan arrastrar al libertinaje y se ofrecen mediante dinero al primero que encuentran.
No solamente la miseria es la ocasión de estas caídas, a veces es sencillamente el aislamiento y la ignorancia del peligro, particularmente para las jóvenes del campo trasplantadas a las ciudades. En un momento de angustia (mal del país), de enfado, de extrema soledad, comienzan a frecuentar, “a lo loco”, a un individuo cualquiera. Caen con un hombre poco escrupuloso, que rápidamente abusa de ellas y que luego las abandona. Es entonces cuando, comprometidas, abandonadas, encintas a veces, pierden el valor o deciden acercarse y unirse a cualquiera. Algunos bares o cafés son frecuentados por profesionales del vicio (gentes a las que se llama “traficantes o proxenetas”). Estos hombres buscan precisamente a las jóvenes aisladas o desamparadas para explotarlas. Se les acercan hablándoles con simpatía, les ofrecen algunas distracciones, algunos regalos, les proporcionan, si es necesario, el medio para abortar barato, hacen brillar ante sus ojos una vida fácil, llena de placeres. En una palabra: las persiguen utilizando procedimientos hábiles, seductores o pérfidos (pérfidos: se aprovechan del momento en que las desgraciadas han bebido un poco de más para hacerles firmar un reconocimiento de deuda). Es claro el fin de todo este manejo: se trata de reducir estas jóvenes a su merced, y de explotarlas pecuniariamente para su provecho. Y tan sólo al cabo de algún tiempo estas pobres chicas comprenden que han caído en las garras de un sucio individuo. ¡En esos momentos ya les es muy difícil salir de allí! Ya han caído sin duda en la prisión del odioso sistema de la “reglamentación” o a punto de ser colocadas en “casas”.
La opinión pública se desinteresa demasiado, en nuestro país, por levantar la moralidad.
En Francia, en el siglo XX, aún parece normal que las prostitutas puedan “proponer sus servicios” por la vía pública a cualquiera que pase, con la única condición de que al entregarse a este “comercio de su cuerpo”, estén dispuestas a someterse a ciertos reglamentos de policía.
Y más aún. Llenos de solicitud por la juventud y por los hombres momentáneamente separados de su esposa, en particular por los militares y navegantes, los Municipios creen obrar bien poniendo oficialmente a su disposición un número más o menos considerable de prostitutas.
En cierto puerto marítimo, por ejemplo, a menos de cien metros del cuartel, que abriga mil seiscientos hombres, hay diez “casas de tolerancia” oficiales —diez, ni más ni menos—. (Se trata de una ciudad de Flandes de 31.700 habitantes) 32.
LA PROSTITUCIÓN DE LAS MUJERES Y EL LIBERTINAJE DE LOS HOMBRES
Hay mujeres que venden sus caricias por dinero, cuyo único medio de vida es el comercio de su cuerpo: son las prostitutas. Se encuentran hombres que buscan ese amor adulterado y que lo compran a precio monetario son los libertinos. La prostitución es una plaga social. Pero vemos rápidamente que esta cuestión social está unida a una cuestión moral: la del libertinaje masculino. Y es precisamente porque saben que encontrarán un comprador, por lo que esas desgraciadas ofrecen su cuerpo por dinero. Recíprocamente, es porque saben que encontrarán fácilmente el medio de satisfacer sus pasiones, por lo que los jóvenes se dejan arrastrar por el libertinaje.
Libertinaje y prostitución van a la par: Es inútil atacar a la una si no se ataca al otro.
Las mejores leyes tendrán poca eficacia si la conciencia masculina no se convence de sus responsabilidades, y las mejores convicciones morales correrán el riesgo de desaparecer si la ley no termina poniendo fin al escándalo de la prostitución reglamentada.
Por eso diremos algunas palabras del libertinaje masculino antes de estudiar su lamentable influencia: la prostitución.
EL LIBERTINAJE ES DESAGRADABLE PARA EL HOMBRE
Es el amor una cosa tan grande y tan noble que no se puede pensar sin miedo en todos los prejuicios que lo desfiguran, en todos los peligros que corre, en todo lo que se hace para ensuciarlo y dañarlo.
Es necesario que los jóvenes se convenzan profundamente de que el libertinaje es una cosa muy grave y muy degradante. No tienen derecho a, considerarlo con indulgencia, como un mal menor: los desvíos de la juventud, aún pasajeros, pueden envenenar una vida entera. Tenemos en Francia viejas tradiciones de espíritu burlesco que nos mueven a sonreír de la mala conducta masculina. Es más fácil, sin duda, reír que intentar comprender. Pero todas las excusas que se invocan se desvanecen cuando se piensa seriamente en el asunto.
Vamos a ponernos un instante ante este problema en toda su crudeza, y veremos que todos los chistes, que todas las “historias de mujeres” que se cuentan, disimulan cosas trágicas y a menudo criminales.
Cuando se dice que el libertinaje es degradante, no es una manera de hablar; es la expresión de la estricta realidad. El libertinaje degrada, es decir, hace del libertino un ser disminuido, un ser aminorado. Reflexionemos en esto:
—El libertinaje mata la energía. El que va a divertirse con las prostitutas sabe muy bien que hace mal, que no encontrará amor; pero ya es incapaz de resistir a la pendiente que le arrastra. “Es más fuerte que yo —dice— ya no puedo vivir sin eso...” Ya no es dueño de sus instintos. Ya no es un hombre.
—El libertinaje hace perder el sentido de las responsabilidades: un hombre digno de este nombre prevé las consecuencias de sus actos y los acepta; el libertino se acostumbra a gozar sin preocuparse del mañana para él y para su compañera. Ya comunique una enfermedad a esta mujer, ya la haga madre, poco le importa: “que se las arregle como pueda”.
—El libertinaje daña al corazón: el que corre de aventura en aventura es incapaz de amar realmente. A fuerza de practicar el amor sin amor, de reducir el amor al acto sexual, llega a perder toda delicadeza, a tratar a la mujer como un ser inferior, que sirve únicamente para procurar goces pasajeros.
—El libertinaje pudre a menudo el cuerpo: los contactos sexuales con mujeres de mala vida pueden costar caro a la salud. Corre el riesgo de transmitir una de esas enfermedades penosas y peligrosas de las que hemos hablado. Por otra parte, a la mala conducta propiamente dicha se unen a menudo el hábito de la bebida, el juego, el insomnio, la mala higiene, etc..., y por eso se dice que el “mujeriego” utiliza su vida por los dos extremos.
Por tanto, el libertino que se vanagloria de ser más hombre que los otros porque da más extensión a su actividad sexual se engaña completamente sobre su propio caso. El hombre verdadero es un ser armonioso que se ocupa de su espíritu y de su corazón al mismo tiempo que de su cuerpo.
EL LIBERTINAJE DAÑA A LA MUJER
Si la mala conducta no tuviese más que consecuencias funestas para los que se entregan a ella, podría decirse, después de todo, que allá ellos, que es negocio suyo, y repetir brutales palabras de Pascal: “que se emborrachen y que se mueran”. Pero su suerte arrastra a la de su compañera y sus actos acarrean víctimas.
¿Has pensado algunas veces los que se divierten con una prostituta, que la mujer de la que usan y abusan fue en un día una joven como las otras, que deseaba amar y ser amada, que soñaba sin duda en ser madre y en tener un hogar...? Hace algunos años, esta desgraciada que hoy está en una “casa mala” o que anda por los bares y cines no era muy distinta de las otras jóvenes. Tal vez tenía algunos defectos: poca voluntad y poco valor. De todos modos, esos defectos no eran peculiares suyos: muchas jóvenes los tienen, pero sus padres defienden su porvenir preservando su virtud.
Lo más corriente —las estadísticas están ahí para mostrarlo— es la miseria, el aislamiento y el abandono moral, los que empujan a la jovencita 33 en los brazos de un galán que ha abusado de su ingenuidad.
¡Cuántas pobres muchachas, de la ciudad o del campo, han caído así entre las manos de individuos poco escrupulosos que las han abandonado tras haberles prometido un amor eterno! Dejadas por el primer amigo —y encinta tal vez— y sin recursos, han creído que su vida estaba ya torcida y perdido su honor, y, faltándoles la voluntad, no han sabido subir la pendiente.
De aventura en aventura, se han convertido en una presa fácil para los que dirigen casas y para los traficantes de mujeres.
Se han degradado poco a poco y con frecuencia se han convertido en prisioneras de nuestro sistema de reglamentación, que les quita casi toda esperanza de salir de su estado. Si a veces se les ocurre pensar en su antiguo sueño de un amor apacible, ¿cuál no será su amargura?
Porque en fin, ¿cuál es la vida de estas mujeres? ¿Puede incluso decirse que son mujeres?
Sea cual sea su condición, tenga su “carnet” o su “casa”, la prostituta no es más que una pobre cosa que se compra y se vende. Es una fuente muy provechosa para los individuos que saben “trabajarla”. Es objeto de desprecio para sus clientes, que no se interesan por ella más que por el placer fugitivo que les proporcione. Debe sufrir el contacto de cualquiera, sea quien fuese, resistiendo su repugnancia física hacia el compañero de un instante, qué lleva a menudo unas copas de más. Debe plegarse a los caprichos lúbricos de individuos viciosos que no saben ya qué inventar para excitar sus sentidos y saciar su voluptuosidad. Las encuestas han mostrado que tras varios años de una vida semejante, muchas prostitutas llegan a un grado de depravación tal que ya no sienten ni la miseria de su condición. La egoísta brutalidad del macho ha acabado su obra: la jovencita ingenua, amable y simpática, sin duda en otro tiempo, se ha convertido en una... cosa muy miserable...
Y dirán algunos que, después de todo, más vale que terminen por volverse medio locas ¡las pobres mujeres!, puesto que si pudieran mirar su porvenir con lucidez, ¡qué desesperación se apoderaría de ellas! En efecto, ¿qué futura perspectiva les reserva su oficio? Cuando los hombres no quieran ya usar su cuerpo gastado, ¿para qué servirán? Han perdido la costumbre del trabajo honesto. ¿Quién se ocupará de ellas, quién las recogerá? Nadie las ha amado, nadie se ha unido de por vida a ellas. Además, a la mayoría de las prostitutas no se les presentará el problema de la vejez.
Se gastan en seguida en ese oficio, las enfermedades profesionales no son la excepción sino la regla. El hospital viene a poner fin a la esclavitud, a menos que la prisión o el manicomio no se haya encargado de ellas antes.
He ahí lo que el libertinaje masculino hace de la mujer: una miseria y una víctima.
Si34 el libertinaje y la prostitución acarrean tan lamentables resultados a los individuos que se entregan a ellos, la conclusión es fácil de sacar: Tenemos que luchar con todas nuestras fuerzas contra estos enemigos comunes del amor y de la vida. Se impone este deber a todo hombre y a toda mujer honestos. Y debe llevarse el combate a dos terrenos.
Primero, al terreno moral: es preciso que cada uno se convenza de que el libertinaje es un mal grave. Es preciso que todos los que tienen la preocupación de la dignidad humana tomen la absoluta resolución de jamás consentir en el vicio bajo cualquier forma que se presente, de no cortejar jamás a una mujer si no se tiene la intención de casarse con ella, de no aceptar jamás caricias amorosas de una pobre joven, de no poner nunca los pies en una casa de prostitución. En una palabra: jamás consentir que la Humanidad se degrade ni en sí misma ni en los demás. Un hombre honesto debe procurar tener limpieza en su vida y no debe tener miedo de que lo sepan los que le rodean. Su ejemplo tendrá más eficacia sobre sus compañeros que las más elocuentes palabras.
—Y luego, al terreno social: hay que borrar de nuestro país una tara que le mancha a los ojos del extranjero: hay que curar a Francia de una llaga que la corroe: la prostitución reglamentada; es preciso que todas las gentes honestas sepan que nuestro sistema de reglamentación trae consigo los más desastrosos efectos sobre la salud y sobre la moralidad pública y que debe ser cambiado. Es lo que vamos a demostrar ahora.
LA PROSTITUCIÓN “REGLAMENTADA”
En Francia, la prostitución está reglamentada. Es decir, que el oficio de prostituta está reconocido oficialmente, y que las prostitutas deben someterse, mientras practican “ese oficio”, a ciertos reglamentos de policía. Para decir la verdad exacta, ninguna ley les reconoce ese derecho de ejercer su profesión ni les impone esos reglamentos, pero la costumbre ha permitido a los Municipios que extiendan a ese dominio los poderes administrativos que la ley les reconoce, y que tomen ciertas medidas reglamentarias “para asegurar el buen orden, la seguridad y la salubridad públicas”. La Administración ha observado, a justo título, que la prostitución era una fuente de desórdenes sociales y que constituía un peligro para la salud de los ciudadanos.
Y ha creído que el mejor medio para luchar contra este mal era controlarlo. Y, sobre todo, después de época napoleónica, ha esperado que, localizándolo, lo haría menos nocivo. Además:
—Con el fin de asegurar el orden público, por una parte, se permitirá abrir casas llamadas “de tolerancia”, donde las prostitutas recibirán a sus clientes, y, por otra parte, se inscribirá en registros especiales a las prostitutas aisladas (con carnet), cuya actividad estará sometida a ciertos reglamentos.
—Con el fin de preservar la salud pública, esas mujeres se someterán a visitas médicas periódicas. A las que se reconozcan como enfermas se les internará o someterá a cuidados vigilados.
—Finalmente, una policía especial, llamada “policía de buenas costumbres”, se encargará de vigilar la aplicación de los reglamentos.
Tal es, en resumen, el sistema que, para vergüenza de nuestro país, se designa en el extranjero bajo el nombre de “sistema francés” —para vergüenza de nuestro país—, ya que este sistema es injusto, inmoral, escandaloso e ineficaz.
Vamos a explicar ahora cómo y por qué:
1.º EL SISTEMA REGLAMENTARIO ES INJUSTO
La mujer, y sólo ella, es la víctima de este régimen
—La mujer, y sólo ella, pasa las visitas médicas, mientras que el hombre contaminado puede transportar a donde le parece bien los gérmenes nocivos.
—La mujer, y sólo ella, está sometida a la vigilancia de la policía, mientras que todo se les permite a los que, mediante dinero, quieren divertirse con su caída.
—La mujer, y sólo ella, pierde su honra y su libertad, mientras que su compañero puede volver a su casa con “la cabeza erguida”.
De un acto que exige por definición dos personas, una sólo es “visitada”, de una sólo se sospecha, a una sola se persigue, tan sólo una queda deshonrada.
La reglamentación de la prostitución se basa en una bárbara concepción de la superioridad del hombre sobre la mujer. Parece admitirse que la mujer es un ser inferior, una criatura que debe servir al placer del hombre.
—Es injusto que en una sociedad civilizada pueda una persona estar inscrita en los registros de la policía y ser sometida a una vigilancia especial por simple decisión administrativa, y sin haber comparecido ante un tribunal. Las mujeres ricas, las protegidas y sostenidas, escapan siempre a la inscripción. Pero las otras, las que no tienen un talonario de cheques ni una influencia oficial, estarán siempre a la merced de una denuncia o de una venganza.
—Es injusto que en una sociedad civilizada, ciento ochenta años después de la Declaración de los Derechos del Hombre, pueda una persona ser condenada sin juicio y encarcelada sin que su pena esté prevista en la ley. Sin embargo, eso es lo que pasa cada día en las grandes ciudades: la “policía de buenas costumbres’’ se ha asignado el privilegio único de infligir penas administrativas a las mujeres que está encargada de vigilar. Es fácil de adivinar que en este dominio reina la arbitrariedad más odiosa, puesto que las “mujeres con carnet” pueden ser condenadas a prisión sin que esté allí un juez para oírlas, y sin que se llame a un abogado para defenderlas. Basta con que desagraden al personal, a veces muy especial 35, de esta policía especial para que se ejerza toda clase de vejaciones contra ellas. ¿Cómo podrían quejarse? Están proscritas por la sociedad.
—Es injusto que en un país de hombres libres esté tolerada la esclavitud. Y, sin embargo, aquella que sanciona la tolerancia de las casas públicas es la peor de las esclavitudes. Las que viven en esas casas ya no son libres para disponer de su cuerpo, son una mercancía, la cosa del que las contrata. Están obligadas a sufrir el contacto sexual de los clientes que se les impone, sea cual fuese su número, raza o color, y sea cual fuere su estado de enfermedad, de vicio o de embriaguez. Las gentes que piensan que pintamos, un cuadro muy oscuro de la realidad ignoran sin duda la existencia, en los puertos y en las grandes ciudades, de esas casas llamadas “de matanza”, donde es normal que una mujer se una con veinticinco individuos en un solo día, e incluso más los sábados y domingos.
—Pero, se dirá, la mujer que vive en casas públicas guarda al menos la libertad de salir de ese infierno; ¡nada la obliga a permanecer allí contra su voluntad! Eso es un error, la prostituta ya no es libre para disponer de sí misma.
Es cierto, el Código Penal prevé penas contra los que retienen contra su grado, e incluso a causa de deudas, a una persona, aun siendo mayor de edad, en una casa de prostitución. Pero, en la práctica, esas desgraciadas no tienen poder para utilizar esa libertad. Son estrictamente vigiladas y se ejerce contra ellas un odioso chantaje: un hábil sistema de apremio financiero (se las obliga a contraer deudas) y de coacción moral (amenazas de todas clases), las tiene a la merced de los que las explotan. Abandonada de todos, lejos de su familia, que no se interesa ya por ella, ignorante a menudo y sin energía, amenazada con ser entregada a la policía si intenta protestar, la prostituta ya no puede más que dejarse llevar. El alcoholismo la quita pronto todo deseo de resistencia. Y con el cuerpo de esta desgraciada, los traficantes realizarán las escandalosas ganancias de las que hablaremos más tarde. La antigua esclavitud no habría permitido instituciones que atentasen más contra la dignidad humana.
2.° EL SISTEMA REGLAMENTARISTA ES INMORAL
El sólo hecho de la reglamentación de la prostitución —con todas sus tolerancias— supone enormes perjuicios a la moralidad pública.
En primer lugar consagra un perjuicio odioso contra el cual hemos protestado en este libro. Supone que existen dos morales, una para los hombres y otra para las mujeres. Estas deben practicar la virtud, de lo contrario quedarán deshonradas y se las vigilará estrechamente. Los hombres, por el contrario, tienen derecho a entregarse al libertinaje sin inconveniente alguno. Para quitarles el trabajo de buscar una compañera, la Administración Municipal les reserva una caza preparada a un "precio único”.
No repetiremos aquí lo que ya hemos dicho: esa pretendida moral masculina particular no es más que una cómoda excusa para envalentonar todas las cobardías, y es uno de los mayores obstáculos para ¡a realización futura de la dicha conyugal.
La existencia de una prostitución patentada por los Servicios municipales y erigida a la altura de una institución es un desafío a la moralidad pública, puesto que es reconocer públicamente la legitimidad de los prejuicios masculinos.
Pero, me dirás tal vez, las cuestiones morales son cuestiones personales. Cada ciudadano tiene su conciencia que le indica lo que debe hacer. Y el Estado no ha de penetrar en eso. Desde luego, el Estado no ha de penetrar en la conciencia de los ciudadanos para predicarles la moral. Pero tampoco debe proteger ni propagar el mal, sobre todo cuando el mal tiene consecuencias sociales desastrosas.
Ahora bien: la existencia de las casas públicas es una perpetua provocación al libertinaje.
Cada cual tiene sus horas de tristeza y de desaliento. En esos momentos, las mejores resoluciones vacilan y el placer fácil que la “casa pública” pone a la mano es una tentación que obsesiona. Los jóvenes pueden, en una hora de extravío, comprometer su salud física y moral. Los esposos a los que un desavenimiento momentáneo con su esposa les sumerge en el abatimiento pueden sentirse tentados a buscar en esa “casa cerrada” un consuelo artificial, que no hará más que agravar su situación. Los unos y los otros hubieran podido guardar su dignidad si el mal no les hubiera sido facilitado de ese modo.
En efecto, la casa pública ofrece un medio cómodo y poco costoso de realizar los deseos menos confesables. Muchos jóvenes y hombres casados dudarían en entrar en relaciones con una mujer de libre condición por miedo al escándalo y a las consecuencias de esta unión. Temen que su familia se ponga al corriente de su conducta y que más tarde esa mujer exija el matrimonio o ejerza el chantaje sobre ellos para obtener una recompensa financiera. Tal vez teman también que su corazón se deje llevar. Todos esos temores caen ante el anonimato que les ofrece una “casa pública”. ¡Hermoso aprendizaje para los jóvenes del sentido de la responsabilidad! ¡Bonita ocasión para que los casados se burlen de la fidelidad prometida a su esposa y se inicien en toda clase de vicios, que luego traerán al hogar conyugal!
La casa pública presenta otro inconveniente: pone el vicio al alcance de todos los jóvenes.
Cierta timidez es una de las salvaguardas naturales de la honestidad: los adolescentes no osarían abordar a una mujer en la calle para hacerle una proposición deshonesta. Pero he aquí que, empujados por una curiosidad malsana, excitados tal vez por la lectura de revistas pornográficas, animados y conducidos por compañeros perversos, entran en una casa de perdición oficialmente tolerada por el Estado. Aquí al menos no hay miedo de recibir una afrenta.,., puesto que unos y otros van allí a hacer lo mismo, desaparece el obstáculo de la timidez, y muy pronto cumple la prostituta su trabajo, su “hermoso” trabajo de iniciación al vicio.
La casa pública es una sabia escuela de corrupción para la juventud. Concediendo su protección a esos lugares de perdición, el Estado echa por tierra toda la educación dada por la familia, la escuela, el instituto y la Iglesia, puesto que parece presentar el vicio como una fatalidad, hasta tal punto irresistible que, para satisfacerla, deben reservarse para él oficialmente unos establecimientos especiales.
Finalmente, la prostitución “reglamentada” provoca el libertinaje con las garantías sanitarias que pretende ofrecer.
Ya veremos más adelante que esas garantías son ilusorias. Pero muchos jóvenes, en particular soldados, se imaginan que los peligros de contagio no existen en esas casas, y sienten debilitarse en ellos la última de las resistencias que en razón opone a sus pasiones.
Todo sucede, pues, como si el Estado quisiese enseñar a la población masculina que el libertinaje es legítimo y que es inofensivo. Todo sucede como si el Estado quisiese destruir en su misma fuente la vida familiar, puesto que protege y tolera esos hogares de corrupción.
3º EL SISTEMA REGLAMENTARISTA ES ESCANDALOSO
El sistema de reglamentación de la prostitución anima a los traficantes de carne humana: necesita una organización comercial del libertinaje y suministra a la trata de blancas su reclutamiento y sus libertinos.
Es generalmente sabido que las prostitutas son un buen negocio para los que las explotan. Pero el público honesto ni siquiera sospecha que hay en Francia mercados de mujeres como hay mercados de caballos, y que las mujeres se compran y se venden como bestias de carga.
No es nuestra intención el describir aquí en detalle la organización de ese infame negocio. Que se sepa al menos que existen proxenetas (traficantes de mujeres) de toda clase y de toda condición social: desde el dueño de un oscuro tabernucho hasta el gran traficante que aparenta ser un capitalista, pasando por los que tienen casas, los intermediarios, etc..., todos esos individuos, que envenenan la salud y la moral pública, ejercen un ruin oficio casi libremente.
Los proxenetas tienen la misión de “hacer trabajar” a una o a varias mujeres, cuyos beneficios confiscan, mediante lo cual la “protegen” contra la Policía o contra la concurrencia. A menudo son ellos mismos los que han desviado del camino recto a la mujer que explotan, prometiéndole una situación estable o incluso el matrimonio. Vigilan a su “protegida” y exigen de ella un rendimiento mínimo determinado. Cuando juzgan que no sabe realizar su oficio suficientemente, la colocan en una “casa", después de entenderse financieramente con la dueña. La mujer siempre se convierto en su esclava: los “servicios realizados”, las amenazas de malos tratos o de denuncia a la policía, las famosas leyes del “medio ambiente”, finalmente, ponen a la prostituta en la imposibilidad práctica de escapar que las sostiene. No es raro que, cuando una desgraciada intenta recuperar su libertad, se ejerzan sobre ella terribles venganzas,
La policía, lejos de atacar a éstos, los protege y los utiliza como indicadores 36, Notemos, sin embargo, que si quisiese sor severa, encontraría en las leyes existentes el medio de perseguir a esos cobardes explotadores de la miseria femenina. En efecto, los que dirigen casas caen bajo la fuerza de las leyes que castigan a “los que ayudan, asisten o protegen el reclutamiento público para prostitución, a fin de compartir los beneficios”. Cuanto a pretender que hay que tratar bien a esos individuos en razón de la colaboración que aportan a la Policía, es como si se dijese que hay que tratar bien a los incendiarios, a condición de que avisen a los bomberos.
Estas gentes del “medio ambiente” cometen más maldades de las que denuncian, y la impunidad práctica de que gozan desarrolla sus perversos instintos. Es hacer un cálculo muy malo el considerarlos como buenos servidores del orden público.
Los “intermediarios” y “proxenetas” no explotan directamente la prostitución; pero, por anuncios en la prensa o por cualquier otro medio, arrastran a pobres chicas a las falsas oficinas de colocación que dirigen, y bajo el pretexto de procurarlas una situación muy interesante, las envían a ciudades alejadas o a un país extranjero. Y allí los “técnicos” las “contratan”, utilizando medios diestros, seductores y pérfidos, y tan sólo al cabo de algunos días la recién llegada, sola, sin defensa y sin dinero, descubre en fin lo que se espera de ella 37.
Es verdad que el Código Penal castiga el proxenetismo cuando ataca a personas mayores de edad, violando su consentimiento, o a menores, incluso con él; pero no es difícil que esos individuos sin escrúpulos impidan a sus víctimas el quejarse o el hacerlas declarar que no han experimentado ninguna coacción. En cuanto a la cuestión de la edad, es aún más fácil procurar a las menores papeles falsos que les harán pasar por mayores. Ciertas oficinas están especializadas en este género de falsedades. Y así, la mayor parte de agentes reclutadores de la prostitución pueden abusar de la miseria humana sin temor de que la Policía se mezcle en sus pequeños negocios.
Si decimos “pequeños negocios” es por ironía, porque entre los sesenta “proxenetas” de París, aproximadamente, algunos obtienen beneficios que envidiarían grandes casas de comercio. Y, además, esas gentes están relacionadas con los trusts más poderosos que se dedican a la trata internacional. Para no citar más que una cifra, recordemos que antes de la supresión de la reglamentación en la República Argentina las tres agrupaciones que se dedicaban a la explotación de la prostitución en este país obtenían una ganancia anual, declarada, de cerca de treinta mil millones de francos.
Si los proxenetas y los traficantes permanecen generalmente impunes, al menos la ley considera sus actos como delictivos. Pero no sucede lo mismo con los que dirigen y sostienen casas públicas. Estos son “honorables comerciantes” (!!!). Ejercen su profesión en virtud de una autorización municipal, que han obtenido haciendo valer sus títulos y a veces sus condecoraciones, y ¡presentando incluso un certificado de buena vida y de buena conducta!
Pagan impuestos, ¡naturalmente!, y aún más: ofrecen cada año una contribución voluntaria “para las obras de beneficencia” del distrito... ¡Es tan hermosa la caridad!...
Existen en Francia mil trescientas casas públicas autorizadas. Algunas se encuentran incluso en pequeños centros campestres.
Su personal es renovado con mucha frecuencia, dado que a la clientela le gusta la variedad; que hay que expulsar fuera a las enfermas, y que la venta y compra de mujeres permite obtener beneficios suplementarios.
La mayoría de los que dirigen esas casas ganan mucho dinero con ellas. Es difícil evaluar los beneficios —depende evidentemente del género de clientela—, pero se conocen algunas cifras: una casa de Grenoble obtenía, antes de la supresión decretada por el Municipio, una ganancia anual de treinta millones de francos. Un “proxeneta” parisiense confesaba haber pagado doscientos millones por una “casa” que acababa de comprar.
Esos señores, poderosos ya por su fortuna personal, han juzgado conveniente agruparse en un sindicato para hacer frente a todas las eventualidades, es decir, para resistir a los ataques de las gentes honestas. Su sindicato se llama L’Amicale des maîtres d’hótels meublés de France et des Colonies. Posee un fondo de propaganda muy importante, sobre todo después que un gran número de parlamentarios se han declarado hostiles al sistema reglamentarista. Para resistir a los asaltos de estos es necesario influir en las comisiones parlamentarias y en la opinión pública. Ahora bien: este género de propaganda cuesta muy caro...
Cuando el ministro dé Salud Pública, monsieur Henri Sellier, depositó en el Senado el proyecto de ley contra el proxenetismo, del que hablaremos más tarde, fue objeto de diligencias urgentes, de ofertas seductoras y un poco más tarde de amenazas. Monsieur Henri Sellier no era hombre que se dejase intimidar. Hizo todo lo que era su deber, y desde entonces su proyecto no ha recorrido un camino muy largo... Unas semanas más tarde, uno de los “omnipotentes” del consorcio de propietarios de casas públicas se vanagloriaba de haber “tocado muy alto”: “El Senado no pasará adelante... —pretendía—. ¡Nuestros amigos han trabajado bien!...”
El escándalo de la prostitución organiza da, reglamentada y protegida se basa, pues, en un escándalo financiero.
La prostitución es explotada y desarrolla- da porque proporciona oro. Y puesto que el oro lo protege, el proxenetismo puede ejercerse libremente. Los bolsillos se llenan, ¡qué importa si es a costa de la salud y da la moralidad públicas!
4º EL SISTEMA REGLAMENTARISTA ES INEFICAZ
La prostitución “reglamentada” es una institución deplorable. Ningún hombre honrado niega que sea un mal, pero muchos piensan que es un mal necesario. Puesto que el libertinaje masculino existe y busca su satisfacción, más vale limitar sus destrozos, dicen. Por tanto, muchas gentes defienden el sistema reglamentarista en nombre de la moralidad y de la salud públicas. De creerlos, si se suprimiese la prostitución reglamentada, las mujeres honestas no estarían seguras por la calle, la prostitución clandestina aumentaría y las enfermedades se propagarían peligrosamente. Hay que responder a esas gentes honradas que eso es una completa ilusión. La reglamentación es una infamia inútil, porque no evita ningún mal.
Tendríamos que ser muy ingenuos para imaginarnos que favoreciendo el libertinaje no va éste a crecer.
Desde el punto de vista del orden público, el sistema ha hecho bancarrota. La existencia de “casas cerradas” no ha reducido el número de prostitutas clandestinas. Este se ha acrecentado por el contrario en proporciones muy inquietantes.
Este hecho que nadie ignora, se explica fácilmente.
El joven que ha contraído primero costumbres libertinas en un “burdel”, buscara luego una “caza” más difícil, pero más seductora. Encuentran el “cuchitril” oficial demasiado frecuentado; es desagradable por la continuidad de idas y venidas; por eso ahora prefieren un pequeño bar tranquilo, donde se es muy bien recibido en la parte trasera, en casa Lulú, de Mitsou, de Madc, etcétera..., y además allí al menos se cree encontrar un poco de afecto...
La casa pública es una escuela de libertinaje, forma alumnos. Pero los alumnos —y a veces los profesores— abandonan la escuela en el momento en que se dan cuenta de que pueden encontrar una ocupación más atractiva —o mejor retribuida— en “la industria privada”.
Es un hecho innegable: la prostitución oficial prepara, desarrolla, multiplica la clientela, que preferirá muy pronto la prostitución clandestina, y, por consiguiente, favorece indirectamente su extensión.
En cuanto a presentar la casa pública como una “clínica sexual” indispensable a ciertos individuos, sin la cual se convertirán en un peligro para las mujeres honestas, se trata de una ironía. Cuando se sabe todo lo que pasa en las “casas cerradas” —diversas perversiones y sadismo—, se comprende fácilmente que, lejos de apaciguar, excitan el instinto sexual. Por otra parte, hay hechos que lo prueban: por un lado, casi todos los individuos condenados por atentado a las costumbres son clientes de las casas públicas. Y por otro, en las grandes ciudades con guarnición, como Estrasburgo, Metz y Grenoble, en donde las "casas” han sido cerradas, el número de negocios de costumbres ha disminuido.
Si la reglamentación no limita la prostitución y si, antes bien, es una fuente de perturbaciones más que un elemento de orden, ¿por qué se la mantiene?
Porque es una garantía de higiene pública, se piensa. Este error es mayor aún que los otros, ya que es, sobre todo desde el punto de vista sanitario, desde donde se defiende el sistema, y es sobre todo desde el punto de vista sanitario desde donde se quiebra y destroza.
La reglamentación no presenta de ningún modo la garantía sanitaria que se da por descontado, y esto por muchas razones, y entre ellas una muy seria y muy sencilla, y es que de los dos que se unen, tan sólo la mujer es inspeccionada por el médico.
Pongámonos en el mejor de los casos: supongamos que las visitas médicas son efectuadas con cuidado por médicos concienzudos, disponiendo de un tiempo de visita normal y de una instalación suficiente; supongamos que todas las mujeres se presentan regularmente a ese examen médico. Ese control no ofrecería a pesar de todo ninguna garantía. En efecto, una mujer reconocida como sana puede ser contaminada por el primer cliente que recibe tras el examen médico y transmitir inmediatamente “al siguiente de esos señores” los gérmenes que ha recibido. Una vez contagiada, ¡cuántos clientes no contaminará antes de ser reconocida como enferma!
Hemos supuesto que la visita médica se realizaba en buenas condiciones y que todas las mujeres se sometían a ella. ¡Suposiciones gratuitas! Las encuestas han revelado que, en la mayor parte de los casos, el examen es notoriamente insuficiente y se realiza en condiciones deplorables, desde el punto de vista local, de la iluminación y del instrumental.
Conocemos ciudades en donde, en ciertos períodos del año, un médico —de ningún modo especializado— visita treinta o cuarenta mujeres en menos de una hora. Ahora bien: todas esas mujeres, justamente antes de la visita, han tomado cuidados de toilette minuciosos, y las que sabían que estaban ligeramente enfermas han recurrido a las hábiles manos de una persona de confianza para hacer desaparecer momentáneamente las huellas sospechosas.
Cuando pensamos en las dificultades experimentadas a menudo por un especialista —armado de su microscopio y ayudado por un laboratorio— para hallar la pista de una afección venérea en una cliente que facilita este examen y lo solicita, ¿qué pensar de los resultados obtenidos por el no especialista obligado a ver a cada mujer en uno o dos minutos? De hecho, tan sólo son detenidas las mujeres de quienes el médico ha recibido una queja formal, las que son negligentes y las que presentan lesiones muy aparentes.
Por otra parte, las mujeres se escapan a veces de la visita con la ayuda de complicidades diversas, o con la excusa de una gripe, de la llegada de las reglas, etc..., y eso cuando presentan estigmas visibles, para tener tiempo de intentar hacerlos desaparecer por un tratamiento rápido.
A propósito de los diversos subterfugios, de complicidades, etc..., se hallarán detalles que dejarán estupefactos en el libro de Paul Gemahing, profesor de la Universidad de Estrasburgo: La reglamentación administrativa de la prostitución juzgada por los hechos.
No nos extrañaremos de que el doctor Marcel Pinard, presidente de la Sociedad Francesa de Dermatología y Sifilografía, pueda concluir: Las mujeres de las casas de tolerancia son ametralladoras de trepanemas. En cuanto a la blenorragia, el mismo doctor Pinard declara que casi todas las “mujeres de casas públicas” son más o menos portadoras de gonococos. Apoyándose en una documentación extendida a todo el país, el doctor Cavaillon, del Ministerio de Salud Pública, hace, después de varias encuestas, a las casas de tolerancia responsables de pequeñas epidemias de sífilis, que le son regularmente señaladas en diversas ciudades e incluso en el campo 38.
Ante estos hechos tan abrumadores, ¿cómo tolerar durante más tiempo un sistema tan estúpido como odioso? ¡Sería preciso que todas las gentes honestas se levantasen contra esta barbaridad! Con el doctor Pinard, deseamos que los médicos sean los más ardientes combatientes de una institución que hace a nuestro país correr los mayores peligros, y quisiéramos que jamás se dejen engañar por una propaganda hábil, cuya fuente es fácil de adivinar: ¡hay tantos intereses inconfesables que están ligados al sustento de la prostitución reglamentada!
Por otra parte, hay un argumento que nos parece irrefutable: casi todos los grandes países, en Europa y fuera de ella, han abolido la “reglamentación”. Ninguno de ellos la ha restablecido aún.
CONCLUSIÓN
Puesto que el actual “sistema reglamentarista” es injusto, inmoral, escandaloso e ineficaz, hay que abolirlo.
Es necesario que todas las personas preocupadas por la salud física y moral de nuestro pueblo se levanten contra ese régimen abyecto. Sea cual fuese el ideal social y político al que se esté adherido, sea cual fuese la religión o la irreligión que se profese, no puede haber desacuerdo sobre este punto entre gentes honradas advertidas.
Sin embargo, no nos hagamos ilusiones, la abolición del sistema reglamentarista no supondrá la desaparición de la prostitución, es evidente. Los abolicionistas saben muy bien que ningún decreto suprimirá el libertinaje, y que ninguna ley podrá impedir a una mujer ganar dinero con su cuerpo. Están de acuerdo con los reglamentaristas para declarar que hay que limitar un mal que no se puede suprimir del todo. Pero comprueban dos cosas:
Por un lado, que los medios reglamentaristas han sido absolutamente ineficaces para impedir la transmisión de enfermedades venéreas y para impedir el desarrollo de la prostitución clandestina (que, por el contrario, no ha hecho más que crecer).
Por otro lado, que la abolición de dicho sistema ha dado mejores resultados sanitarios y sociales en las ciudades y sobre todo en los países donde ha sido acompañada de medidas valerosas. Más de treinta naciones en el mundo lo han realizado con éxito.
Y concluyen que el mejor medio para luchar contra la prostitución sería abandonar el sistema reglamentarista reemplazándolo por medios más eficaces, más humanos, que se inspirarían en experiencias realizadas en otras partes.
La abolición del sistema reglamentarista necesitará evidentemente que se pongan en aplicación diversas medidas valerosas.
No forma parte del cuadro de este libro entrar en detalles de una legislación antivenérea eficaz. los que se interesan en estas cuestiones encontrarán informaciones técnicas en el librito ya citado de monsieur De Gemahiling y en un estudio de monsieur Daniel Parker, publicado bajo este título: El sistema de la reglamentación de la prostitución, triunfo de la mentira y de la corrupción 39.
Daremos, sin embargo, una idea de las disposiciones que deberían acompañar la clausura de las casas de tolerancia y la supresión de los “carnets”.
1. ° Es preciso atacar al mal en su raíz: el proxenetismo bajo todas sus formas: Con este fin, se modificará el artículo 334 del Código Penal francés, declarando que el proxenetismo es siempre un delito, aun cuando se ejerza sobre personas mayores de edad y que consienten.
2. ° Se vigilará más enérgicamente la limpieza de la calle: el reclutamiento en la vía pública será considerado como un delito, sea cual fuere la edad, el sexo o la condición de la persona que sé dedique a ello.
3. ° Se suprimirá la policía de “buenas costumbres”: siendo el proxenetismo y el reclutamiento delitos de derecho común no deben ser sino de la competencia del derecho común y de los tribunales del mismo.
4. ° Se creará, como lo han hecho con éxito algunas ciudades francesas y numerosos países extranjeros, una policía femenina formada especialmente para la protección de la mujer y de la joven.
5. ° Se facilitará con todos los medios posibles la lucha contra las enfermedades venéreas mediante la educación del público, por la creación de nuevos centros de tratamientos libres, discretos y gratuitos; tal vez incluso mediante ciertas medidas legislativas que creen el “delito de contagio” 40 y que permitan al tribunal obligar a un enfermo venéreo a que se cuide.
6. ° Esta acción deberá ser completada por medidas de orden social y moral, en las que la iniciativa privada tendrá, como en el pasado, un papel importante que desempeñar: prevenir el mal, remediando la pobreza y el aislamiento de la joven, curar el mal, ayudando a la prostituta a levantarse; propagar el bien inculcando en la juventud de los dos sexos ideas justas sobre el amor y el matrimonio.
La mayoría de los puntos de este programa realista y humano se hallaban incluidos en el proyecto de ley del antiguo ministro monsieur Henri Sellier.
Desde hace mucho tiempo, este proyecto espera pasar a ser discutido en el Parlamento.
Deseamos que un gran movimiento de la opinión pública obligue a las comisiones parlamentarias a ocuparse de ello. Sería preciso que todos los hombres honrados, y en especial todas las mujeres honradas de Francia, se tomasen la tarea de luchar contra este escándalo que deshonra al amor y corrompe a nuestro país.
Antes de poner punto final a este pequeño libro, antes de dejaros ante vuestro destino, que será hermoso si lo queréis hermoso, me entra un escrúpulo. ¿No me habré equivocado al insistir tanto sobre el vicio, su fealdad y sus miserias? ¿Era necesario mostraros hasta dónde se puede llegar en la caída si no se siguen más que los instintos, en lugar de responder a la llamada de la vida?
Sin embargo, esas miserias existen; el mal nos acecha siempre, y es mejor que estéis advertidas. Pero no quiero dejaros con ese mal gusto de podredumbre. Y por eso, he acercado a la mesa donde escribo a mi último hijo que está en su cuna. Además, ya era hora, porque da tantos gritos que no quiero dejarle un minuto más solo. Y es delante de él, casi con él, como quiero despedirme de vosotras, diciéndoos “hasta la vista” 41.
Queridas amigas, espero que muy pronto encontraréis al hombre de vuestros sueños. Con él construiréis lenta y pacientemente, siempre con fervor y a veces con lágrimas, esa cosa extraordinaria que se llama una familia.
La familia, al principio del matrimonio, no se sabe lo que es, Se cree que es algo muy sencillo. Y luego, cuando se ha vivido un poco, se da uno cuenta de que es una fuerza muy grande que empuja hacia adelante, que da valor y audacia, que hace encontrar hermosa la vida.
En primer lugar, la familia da un sentido a la vida. Ya no se existe tan sólo para sí mismo, sino para otro, para otros. Y creedme, eso produce una transformación radical. Antes de mi matrimonio no me gustaban los trabajos de la casa: me aburría el limpiar y el coser. Lo hacía para agradar a mi madre, pero no tenía más que un deseo: librarme de ello lo más pronto posible. Desde que tengo mi casa, he comprendido que los trabajos que exige son la base de la vida familiar, que engendran alegría y paz. Y os aseguro que ahora me gusta hacerlos. Nada me cuesta, si se trata de mejorar el bienestar de mi marido y de mis hijos. Lo que antes era para mí una carga, hoy es el objeto de mi orgullo.
Aquel joven que ayer aún trabajaba sin ganas y encontraba fastidioso su oficio, pone ahora todo su empeño en el trabajo que ejecuta. ¿Qué ha pasado? Desde su matrimonio, su oficio se ha convertido para él en el medio de ganar el pan para su familia: se ha sentido responsable de su hogar. Las horas del taller le parecen breves. Sabe por qué y para quién trabaja.
Pero no estamos más que al principio de nuestros descubrimientos. La familia actúa más profundamente aún sobre cada uno de sus miembros: les da confianza en sí mismos. Protege y desarrolla su personalidad. Pensad en esto: la mayor parte de los hombres y de las mujeres son, en su trabajo, reemplazables por otros hombres y por otras mujeres. Los oficios modernos están cada día más modernizados y cada vez tienen menos en cuenta al obrero. Ese hombre que ha trabajado en una máquina o ha escrito cifras durante todo el día; esa mujer que durante ocho horas ha repetido los mismos gestos monótonos, no tienen nada más que un lugar en el mundo donde su persona sea amada por sí misma, donde es irreemplazable, y ese lugar es su familia. Ya se trate de la familia paterna de donde han salido, o de la familia que han fundado, tan sólo en ese puerto de paz y de amor son “alguien” y no “algo”. Allí se preocupan por sus gustos y por sus deseos, por sus proyectos y por sus sueños. Su iniciativa que, durante todo el día, ha sido más o menos impedida o contrariada por las duras disciplinas de la vida social, encuentra en el hogar él medio de ejercerse. Es allí donde tienen permiso para ser verdaderamente ellos mismos, para tener un corazón y un alma, para descargar sus pesares y expresar sus alegrías.
Y si ahora reflexionamos en esa inmensa máquina de rodajes complicados en que se ha convertido el Estado moderno, tendremos que decir que la pequeña célula familiar es el último asilo de la libertad de las personas, puesto que tan sólo la vida familiar da al individuo bastante coherencia y fuerza para impedir que le trituren. Se comprende que los estados totalitarios, al mismo tiempo que favorecen la natalidad, hayan intentado luchar por todos los medios contra la influencia de la vida familiar. El hombre y la mujer que han centrado su vida en el hogar se pierden para sus propagandas de odio y de violencia. Son personas libres. Son los mejores servidores de la nación, ya que la preparan ciudadanos honrados y valerosos, y, sin embargo, resisten con todas las fuerzas de su amor al dominio del Estado-tirano.
Pero vayamos a lo que es aún más importante y profundo. Esas personalidades que la familia protege y desarrolla, habría que decir que en realidad es ella quien las ha formado. No quiero disminuir aquí el papel de la escuela y de los educadores en la formación del espíritu y en la educación de la conciencia. Pero los educadores serán los primeros en deciros que su tarea es casi imposible de realizar si la familia no ha cumplido su deber. ¿Qué habríamos aprendido en la escuela o en otra parte si nuestros padres no nos hubieran lentamente inculcado con su ejemplo esas pequeñas virtudes que se llaman el amor al trabajo, el horror a la mentira o la costumbre de pensar en los demás? ¿Qué ideal podría entusiasmar vuestros veinte años si el calor del nido familiar no os hubiera paulatinamente inclinado al deber y a la generosidad?
Miro a nuestro pequeño y pienso en todos los hogares jóvenes que se fundan con confianza en el porvenir. Sí, ellos y ellas, cada uno de su parte, han dado lo mejor que tenían. Pero también han recibido de la familia más de lo que ellos han dado. La costumbre de prever, el gusto de osar, la alegría de emprender, todo eso lo han conseguido al tomar en sus manos el gobierno de una familia, lo mismo que nos sucedió a nosotros ayer y os sucederá a vosotras mañana. Ayer eran, éramos niños grandes que corrían tras, las quimeras de sus sueños. Hoy la familia ha hecho de nosotros hombres y mujeres dueños de su destino.
Miro a nuestro pequeño y le doy gracias por todo lo que ha hecho por nosotros. Nosotros le hemos llamado a la vida, le hemos proporcionado cuidados, mucha ternura, un poco de sufrimiento. Pero él y sus hermanos nos han dado más aún. Nos han hecho salir de nosotros mismos. Han despojado nuestro amor de lo que al principio tenía de ingenuamente egoísta. Cada día nos piden, nos exigen más valor, más valentía. Nos han enseñado a amar y a vivir.
Sí, queridas amigas, la familia os revelará todo el misterio del amor. Por eso, cuando oigo hablar de la familia como de una cosa anticuada, de otro tiempo, me encojo de hombros. Es cierto que existe una manera de comprender a la familia que no está adoptado a nuestra época: hubo un tiempo no lejano en el que la familia burguesa se organizaba alrededor de un capital importante para explotarlo en común. Las cuestiones de la dote y de las rentas tenían un papel importante en su establecimiento. Era la edad de los miriñaques y de las apariencias. Nuestro tiempo, felizmente, ha colocado el dinero en su lugar. El trabajo se ha convertido en el verdadero valor sobre el que se debe contar. Se han transformado insensiblemente las ideas familiares, y creo que han ganado en pureza y en verdad. Cuando mi marido habla conmigo sobre el porvenir de nuestros hijos, os aseguro que ni él ni yo acariciamos el proyecto de legarles una gran herencia; seríamos incapaces de ello. Tan sólo esperamos hacer de ellos hombres valientes y generosos ciudadanos. La familia nos parece una hermosa aventura, en, la que hay su poco de riesgo, y que nos pide tener confianza en la vida.
Esa aventura no nos ha decepcionado, ya que la vida no engaña sino a los que hacen trampas. ¡Preparaos desde hoy a realizar vuestra misión de madres y de esposas! No os prometo una vida fácil, pero sí una vida bella y dichosa.
¡Mi hijito, que ríe moviendo sus brazos, sabe que digo la verdad!
Edith Carnot.
ACABOSE DE IMPRIMIR EN MADRID, EN LOS
TALLERES GRÁFICOS HALAR, EL DÍA 25
DE MARZO DE 1961, FESTIVIDAD DE
LA ANUNCIACIÓN DE NUESTRA
SEÑORA, LA VIRGEN
MARÍA.