— CAPÍTULO 22 —

LA RECONCILIACIÓN

Las bombas de esos barcos cruzaban para llegar a sus respectivos blancos. La película ya estaba en sus más intensos momentos mientras yo, cómodamente revolcado sobre un almohadón, disfrutaba en el piso de una hermosa obra cinematográfica. Las vibraciones se sentían tan reales; podía jurar que aquellas explosiones eran verdaderas, y quizá, así lo era. Mis padres acababan de despertarse. Ya eran las siete de la mañana de aquel 12 de Julio de 2006, cuando noté que parte de la película ya era un hecho sumamente protagónico en mi vida. Llovían entonces sobre la ciudad de Harainay, miles de cohetes provenientes de ninguna parte; de alguna tierra enemiga, quizá. Nos encontrábamos bajo fuego, claramente en peligro, y amenazados por ruinosas explosiones que, tras los devastadores impactos de aquellos cohetes, acechaban nuestra calma con cada estruendo. La película continuaba en reproducción allí en la pantalla de mi ordenador mientras yo, sin prestarle la más mínima atención al rodaje, me dirigía hacia living comedor para intentar tranquilizar a mis padres.

—Esto es una masacre, una barbaridad. ¡Estamos bajo ataque aéreo! —se desesperaba mi madre, mientras los cohetes continuaban cayendo y destruyendo toda la ciudad. ¿Qué ocurría con Leslie mientras tanto? Necesitaba saber que ella estaba bien, que no necesitaba mi ayuda. Yo no podía hacer nada al respecto y no iba a abandonar mi casa para averiguarlo; de ninguna manera. Me hubiera gustado, quizá, convertirme en aquel héroe que la rescatara de la crisis, de esa guerra que nos aterraba segundo tras segundo; salvarlos tanto a ella como a su familia, pero no. La valentía era una de esas tantas virtudes que realmente me sobraban al igual que mi torpe sentido común: Aun si Leslie hubiera estado en peligro, yo no podría hacer nada al respecto. Decidieron mis padres dejar la ciudad hasta que todo se tranquilizara. Yo no pude; algo me retenía allí, no podría separarme de aquel escenario tan arraigado. La presencia de Leslie, bordada en mi mente con invisibles e inquebrantables cadenas, me impedía alejarme de Harainay; no me iría hasta saber que ella estaba fuera de peligro. Y así trascurrieron dos días de pánico y estrés, mientras las explosiones continuaban arrasándolo con todo. Mi casa vacía, junto a mi tan silenciosa presencia, me vigilaba de habitación a habitación. Mis pasos insistían en recorrer el departamento. Estaba seguro, las leyes de la física y la dinámica no permitirían a ninguno de esos cohetes alcanzar mis paredes o ventanas, a diferencia de esas vibraciones provenientes de otras casas no tan afortunadas. Me senté en mi ordenador y, enfrentando mi pasado y sus tristes resultados, me propuse a agregar a Leslie finalmente a mi lista de contactos en el Chat. Allí estaba ella conectada, sólo quedaba actuar frente a mi rigurosa indecisión y hablarle de una vez por todas; después de dos largos y tendidos años.

—Sé que ya no hablamos desde hace tiempo, quisiera hacer las paces durante unos segundos para saber como están tú y tu familia enfrentando esta situación que, esperemos, acabe lo más pronto posible —le escribí, esperando una respuesta algo madura. Una respuesta que creí bastante previsible: Ya no estaba resentido por nada y esperaba que ella tampoco lo estuviera. En tiempos difíciles como aquellos, el compañerismo y el apoyo son siempre esenciales; aun cuando se trata de gente socialmente distante por errores pasados.

—Estamos bien, ya nos gustaría abandonar Harainay cuanto antes, pero estamos bien —contestó abiertamente, evitando connotar la realidad en la que tanto tiempo de silencio no podría ser obviado. No buscaba conversar con ella ni mucho menos aprovechar aquella guerra sanguinaria como excusa para recuperar su presencia en mi vida. Después de todo, quizá era mejor así.

—Hey, creo que ya es tiempo de arreglar las cosas. Ya pasó mucho tiempo —advirtió ella, al notar que su última respuesta bastaba para retomar una vez más aquel silencio que nos mantenía distanciados hasta entonces. Aún no era el momento. Le prometí que tan pronto terminara esa guerra le daríamos un buen desenlace a nuestras disputas. Quizá, mi respuesta crearía una pequeña parte de esperanza por que llegara aquel día. ¿Supuso, tal vez, que mi interés por arreglar las cosas crecía al igual que el suyo? ¿O sólo eran viejos rencores que fue acumulando con el tiempo, rogando por dispararlos contra mí algún día? Pues yo no iba a saberlo. Su necesidad de reconciliarse demostraba que la tranquilidad entre ambos le era importante. Quizá no tanto como a mí, pero algo de importancia para Leslie aún tenía. Lo pensé una y otra vez, recordando cada momento vivido, sufrido y superado; ya había tomado una decisión final. Quizá no valía la pena intentarlo de nuevo, otra vez la misma travesía, los mismos errores. Ya era una elección tomada: Aquella reconciliación jamás se llevaría a cabo. “Después de todo, quizá era mejor así”.

Los estruendos continuaban oyéndose uno tras otro. El miedo y la pavura aún no se presentaban ni en mi piel ni en mis sentidos. Persistía indiferente a los hechos como si nada de ello me afectara emocionalmente. Las explosiones no se detenían y esa insistencia enemiga por destruirnos acabaría pronto con toda la ciudad. En aquel entonces, compartía una buena amistad con mi vecino Sebastián; una gran compañía. Un joven sumamente musculoso y creativo que gozaba al sentarse conmigo a crear magia con nuestras guitarras. Sebastián vivía justo frente a mi casa y nos reuníamos muy a menudo en aquel tiempo. Nos sentábamos en las plazas de la ciudad con nuestros respectivos instrumentos musicales, e intentando imaginarnos acompañar a una gran orquesta, deleitábamos con canciones y melodías a todos aquellos que pasaban por allí. Sebastián tenía en su casa una especie de refugio. Uno de esos cuartos blindados que resistirían tranquilamente cualquier tipo de ataque aéreo. Así fue como llamó a mi puerta en aquel intenso momento de desesperación; mientras las bombas y cohetes continuaban cayendo por toda la ciudad.

— ¡Hey, Sebastián! Es bueno verte. Pasa nomás, esta es tu casa, como siempre digo. Nos dimos aquel fuerte apretón de manos que siempre nos identificaba y lo invité a pasar a mi cuarto. Le encantaba ver las maravillas que creaba yo en mi ordenador. Los dibujos, los programas, los videos artísticos que diseñábamos y planeábamos juntos cuando no encontrábamos otra cosa que hacer. Nos sentamos en mi cuarto a disfrutar de un buen rato de amigos, ignorando lo que afuera continuaba transcurriendo. Repentinamente, el sonido de una inmensa explosión logró atravesar las ventanas de mi cuarto. Se suponía que eran altamente herméticas, y aun así, alcanzamos a sentir aquella vibración tan significativa. El cohete había logrado su objetivo a pocos metros de mi casa. El temblor y el estruendo consiguieron penetrar nuestra barrera emocional, sometiéndonos a una gran sensación de miedo e impotencia. Arrojándonos rápidamente al suelo, esperamos un par de segundos para determinar alguna táctica y abandonar finalmente mi cuarto. Corrimos hacia la puerta de entrada y, asegurándonos de cerrar con llave, cruzamos la calle que nos separaba para alcanzar a salvo el refugio en su casa. Nos esperaban allí sus padres, preocupados por la misma explosión que acabábamos de oír minutos antes. «Cuando te vuelves protagonista del caos, la historia es ciertamente distinta», pensé de pronto. Su madre, Esmeralda, le agregaba a la situación aquel sentido del humor tan grotesco que balanceaba poco a poco nuestros miedos. Convertía las circunstancias en una simple broma en la que el pánico se transformaba en ocurrentes risas sin sentido. Una de esas tontas defensas psicológicas, pero efectiva. ¿Será realmente una buena idea ignorar los malos momentos? ¿Cómo es que lograba Esmeralda encontrar humor en instantes como aquel? Quizá allí estaba mi respuesta. Logré entenderlo, definirlo con plena astucia. Comprendí que no existe ni el bien y el mal sino la interpretación a la que nos aferramos. Un hecho es simplemente un hecho, sea cual sea su resultado. Está en nosotros ver la luz o la oscuridad, el camino a seguir o la barrera que nos obstruye el paso. Así entendí como ya no importaría cuanto tiempo siguiera Leslie en mi cabeza a pesar de su ausencia. Tarde o temprano, encontraría la luz en mi camino. Y aunque nunca escapara de mi mente, ni pudiera borrarla de mis sueños o de mi imaginación, seguiría sonriendo; como si todo fuera entonces una simple y absurda broma. La interpretación es la dueña de nuestros ojos, y la manera en la que vemos la vida, es lo que determina el éxito y el fracaso. Así logré entenderlo de una vez por todas: Leslie nunca fue mi maldición sino mi más preciada bendición. Una eterna musa inspiradora, responsable de mi arte, de mi magia y de toda esa luz que iluminaría al mundo cuando las flamas de la humanidad se avecinaran a una posible oscuridad.

Así transcurrieron tres días desde el comienzo de los ataques. Decidí mantenerme firme, consistente. Deseaba creer que ni con miles de salvas adicionales lograrían echarme de mi hogar, pero ya era suficiente. La familia de Sebastián se ofreció a llevarme con ellos hacia otra de las ciudades más lejanas. Una ciudad donde estaríamos seguros y fuera de peligro. Decidí interpretar aquellos hechos como unas forjadas vacaciones hasta que todo volviera a la normalidad. Preparé una bolsa con el mínimo de ropa que podría necesitar y subimos finalmente al automóvil para abandonar Harainay de una vez por todas. El vehículo atravesaba las calles lentamente mientras la muerte caminaba a nuestro alrededor con los ojos vendados. Cinco minutos nos tomó alcanzar los límites de la ciudad; cinco minutos que se volvían relativamente eternos al cruzar cada senda, observando desde las ventanillas los escombros y destrozos que dejábamos tras el curso de nuestro viaje. Así fue como llegamos horas más tarde a un florido asentamiento llamado Reismath; un lugar situado a varias horas de Harainay. Se trataba de un pequeño cercado repleto de viviendas cuyo verde era un gran himno a la naturaleza. Árboles y flores acechando a nuestros ojos por todas partes. Aquel aire era como un buen baño de agua fría para nuestras mentes que, en búsqueda de esa pronta libertad, pedían a gritos un lugar en el cual refugiarse. Allí nos ofrecieron una respetable habitación para todos en la que hallaríamos comodidad hasta que los ataques en Harainay acabaran. Aquel lugar se convertiría en nuestra casa por un largo tiempo indefinido. Allí conocimos también a Ojitos y a Rulitos. Nunca supimos sus verdaderos nombres, así era como llamábamos a esas dos muchachas. Ojitos, de unos dieciséis años quizá, pelo lacio y mediana estatura, era la chica más hiperactiva que jamás hubiera conocido. Se movía incansablemente de punta a punta como si escapara de alguna persecución psicológica. Sus bailes me ponían realmente nervioso pero, en lugares como aquel, ya no serían un gran problema. Más allá de esas características tan superficiales, eran sus ojos lo que más llamaba nuestra atención. Unos ojos ciertamente perfectos ante cualquier crítico, que amenazaban con penetrarte si te atrevías a observarlos fijamente. Así que simplemente le llamábamos Ojitos. Rulitos, en cambio, era todo lo contrario a su amiga. Una muchacha delgada, de ojos celestes, cuya paciencia y tranquilidad enarmonarían a cualquier residente de Reismath. Sebastián ya estaba loco por ella; por ella y por su abundante cabello enrulado. Le llamábamos simplemente Rulitos. En aquellas cercanías, se encontraba el comedor principal del asentamiento. Allí se reunían todos sus habitantes a disfrutar de las comidas del día que ahí mismo se preparaban. Elegíamos una mesa con nuestras nuevas amigas y nos turnábamos en pares para ir a servirnos de las fuentes. Las personas se movían organizadamente, cada uno con su bandeja y su vaso vacío que, tras largas elecciones gastronómicas, llenarían con algún refresco de su agrado. Yo me conformaba siempre con un vaso de agua. Al concluir los almuerzos, regresábamos nuestras bandejas a la cocina, donde una máquina se arrebataba todos los platos y cubiertos, lavándolos y secándolos hasta dejarlos nuevamente relucientes. Nuestra mayor atracción era entonces una vieja máquina de café y chocolate que se ocultaba en la esquina de aquel comedor. Nos sentábamos largas horas los cuatro a conversar de cualquier temática, sosteniendo nuestros cafés unos minutos para que se enfriaran un poco.

Una de las características más graciosas que poseía Reismath, era una pequeña cancha de fútbol en cuyo centro yacía irritantemente un enorme árbol. Un significativo árbol situado allí en medio del terruño como si a nadie le importara. Allí encontré, escondidos y perdidos entre los relieves del pasto, unos viejos lentes de marco rojo. Siempre había querido uno de esos. Me gustaba como me quedaban, creando en mí ese efecto intelectual que enamoraría a cientos de chicas. Siempre había soñado con llevar lentes pero, para mi desgracia, o afortunadamente quizá, nunca los necesité. Los guardé en el bolsillo de mi pantalón donde, minutos más tarde, se doblaron como delgadas tiras de papel. Así transcurrieron los primeros veinte días junto a Sebastián y sus padres desde nuestro súbito escape. Fue esa sin duda una época indiscutiblemente maravillosa, sin embargo, ya era tiempo de volver con los míos. En aquel entonces, mis padres y mi hermana se encontraban refugiados en un lugar muy parecido al nuestro. Se trataba de Golma, otro asentamiento como aquel, sólo que un poco más antiguo que Reismath. Junto a ellos se encontraba Fabio que, incapaz de separarse de mi hermana, se sumaba a ellos como un miembro más de la familia. Un gran gesto de su parte. No obstante, yo aún continuaba en Reismath; ya era tiempo de despedirme de Sebastián y de su familia y regresar finalmente con la mía.

* * *

El autobús me dejaría a unos pocos kilómetros de aquel lugar. Yo observaba desde mi asiento como el mundo continuaba su curso detrás de las ventanillas del vehículo. El aire acondicionado se sentía como una gran avalancha de aire sobre mi cuello mientras yo continuaba allí sentado esperando a que el autobús llegara a destino. Nuestra despedida con Sebastián había sido un gran “nos veremos pronto” que, mezclado con un poco de optimismo, se convertía en sabias esperanzas por que todo terminara. Yo observaba el asiento vació a mi derecha imaginando a Leslie recostada sobre mi hombro, ansiosa por llegar, por descubrir junto a mí aquellos mundos claramente nuevos. Sentía una vez más su respiración sobre mi cuello. Un suspiro frío e intenso, como si sólo se tratara del aire acondicionado del autobús. Apoyé mi bolsa sobre aquel asiento para dar pausa a mis fantasías; necesitaba concentrarme en aquel viaje o perdería mi parada por ponerme soñar en cualquier lado.

Bajé finalmente del vehículo y, asegurándome de no olvidar nada, me limité a buscar a alguien que pudiera orientarme un poco. La parada se encontraba en medio de la gran nada. Un camino abiertamente desolado cuya vida se concentraba en un pequeño pueblo allí cerca. Caminé hasta encontrar una humilde residencia donde una mujer desarreglada tendía ropa sobre una cuerda desgastada.

—Disculpe que la moleste, señorita —me dirigí hacia ella cortésmente, mientras esta ignoraba mi presencia continuando con sus tareas de lavandería.

— ¿Sabría usted como podría llegar a Golma? Estoy dispuesto a caminar tanto como haga falta. La mujer alzó su brazo y lo apuntó hacia esas montañas que me observaban desde el horizonte mientras, con su otra mano, sostenía algunas de las prendas.

—Golma se encuentra de ese lado. Te sugiero que te apresures, pronto anochecerá y caminar por el desierto en plena oscuridad no es una hazaña que recomendaría realizar —me respondió la señora, regresando la atención una vez más a su tendedero. Ajusté fuertemente las correas de mi bolso y comencé a dirigirme hacia las montañas. El sol parecía ocultarse más rápido que de costumbre. Sentía como si temibles fieras me vigilaran desde aquel desierto mientras yo luchaba por alcanzar mi objetivo. Ya pronto el sol había desaparecido. Me costaba caminar sobre esas piedras, encontrar la seguridad en mis pies sobre niveles que se transformaban en plataformas de circo. Ya había recorrido al menos dos kilómetros cuando, al final de esa interminable oscuridad, logré visualizar una luz muy débil y anaranjada. El resplandor de la luna dibujaba frente a mis ojos la silueta de las sierras mientras yo me acercaba más y más a aquel destello; una luz que poco a poco se transformaba en decenas de casas iluminadas. Logré finalmente llegar a una enorme cerca de hierro. Intentaba comprender como ingresar a aquel lugar cuando noté que, a pocos metros de mí, una pequeña puerta entreabierta me llamaba para otorgarme acceso. Crucé aquellos límites hasta llegar a una bella plazoleta repleta de mesas y bancos donde decenas de familias refugiadas compartían aquellos momentos de charlas grupales. Allí, en una de las esquinas de la plaza, pude reconocer a dos de esos rostros tan familiares.

—Hola mamá, hola papá —los saludé, acercándome a ellos sigilosamente para sorprenderlos. Se encontraban conversando con otro matrimonio amigo de la misma edad. Me abrazaron felizmente y me invitaron a sentarme junto a ellos para sumarme a la conversación. Platicamos un buen rato sobre todos, especialmente sobre mis actividades creativas y mi música. Me gustaba que mis inquietudes fueran a veces un interés colectivo. Algo que, acorde a esos diecinueve años que ya estaba por cumplir, sirviera de inspiración para aquellos que creían que la juventud tendía a decaer con el correr de los tiempos. Mis actos y decisiones eran ese armónico ejemplo de vida que tantos otros deseaban usar como referencia. La plaza central se encontraba rodeada por decenas de cuartos de alojamiento. Golma había convertido aquel sector en un hermoso complejo turístico donde, en aquel entonces, nos permitían residir por un largo tiempo hasta que los ataques en Harainay terminaran. En nuestra habitación me encontré con Fabio y mi hermana. Allí pasaban sus interminables horas mirando telenovelas e informándose de las noticias que a cada rato brotaban de un viejo televisor de veinte pulgadas. Ese 12 de Agosto telefoneé a Sebastián para desearle un feliz cumpleaños. Conversamos un buen rato cuando un curioso presentimiento comenzó a corretear de punta a punta por mi mente. Nuevamente, mis poderes parecían intentar comunicarse conmigo: Imágenes futuras que, tras destellos de luz y sonidos, me envolvían en la idea de que mi pronto cumpleaños lo pasaría en Harainay. ¿Significaba que todo terminaría antes de ese cercano 25 de Agosto? Ya pronto lo descubriría. Mientras tanto, Fabio era un gran compañero en aquella aventura que nos llevaba a la deriva cada día que pasaba; mis padres, mi hermana, toda una gran compañía. Sin embargo, yo aún necesitaba a mi verdadera compañera; mi ángel de la guarda. Me sentaba por las noches bajo algún árbol solitario y cerraba mis ojos para imaginarla de nuevo. La sentía tan cerca mío; incluso podía oír sus pasos acercándose lentamente hacia mi cuerpo. Me abrazaba, me besaba una y otra vez. Sentía su pelo deslizándose por entre mis dedos al intentar acariciar su rostro. Me dejaba llevar por su silencio, su invisible existencia para sentir cada momento y cada uno de sus suspiros sobre mi boca. Así disfrutaba yo de mis tardes. Momentos que se volvían únicos y perfectos. Momentos que nadie lograría robarme jamás; nunca más.

El despertar de aquel nuevo día traía consigo una gran noticia. Mi padre encendió aquel televisor donde las imágenes de Harainay desteñían su desgastado color gris para entintarse de vida nuevamente. Nuestro verde comenzaba a aparecer una vez más tras las ruinas de esa guerra que por fin había terminado. Treinta y cuatro días de incertidumbre y congoja que acababan de una vez por todas con aquel conflicto, para realumbrarse de nuevo con el regreso de sus habitantes. Compartíamos aquel 14 de Agosto una gran sensación de alivió entre todos. Ganas de recomenzar, de revalorar lo que era nuestro. Nos observamos con Fabio unos segundos en aquel cuarto de lujo y, con cierto gesto de negación, confirmamos a coro esa deliciosa realidad:

—De acuerdo, amigo, se acabaron nuestras vacaciones — exclamamos los dos. La aventura había alcanzado ya sus merecidos finales. Volcaría de nuevo mis pasos en aquellas inequívocas calles que se volverían parte de mí con los años. La ciudad de Harainay era mí aire, mi elixir de vida. Un lugar donde lo tenía todo. Volveríamos de nuevo a nuestra pequeña ciudad, una vez más, a esa vida aburrida que se limitaba a unas pequeñas sendas comerciales donde, quizá, encontraría algo que lograra entretenerme. Ya no me importaba. Estaba ansioso por volver, por regresar a mi vieja vida. Aquella vida que abandonamos días antes por culpa de imprevistas embestidas; y aun así, más allá de toda realidad que pudiera demostrarme lo contrario, fui consiente del porqué de mis necesidades. Quería verla de nuevo. Sentirla cerca. Sin su existencia en mi vida, la ciudad se volvía simple, ciertamente incompleta. Se volvería una tonta masa popular cuyas sendas no desembocarían nunca en ninguna parte; se perderían aquellos encuentros casuales que aguardaban en cada esquina y cada rincón. La esperanza se volvía un hecho tras esos segundos que transcurrían y mis ilusiones continuaban de pie. Organizadamente, nos turnamos uno a uno para darnos ese buen baño fresco que todos necesitábamos. Mi madre se limitaba, mientras tanto, a guardar todos nuestros atavíos en los bolos y valijas. Terminé de darme un baño y, entregándole el cuarto a mi hermana en plenas condiciones, me dirigí al patio exterior para tomar ese último respiro de libertad. Una libertad sin Leslie, sin persecuciones, ni miedos o paranoias, donde aquel olor tan desconocido nos obligaba a olvidar de donde veníamos o hacia donde íbamos.

* * *

Alisté mis zapatillas y, adornando mi cuello con un rutilante colgante de plata, observé aquellos anteojos que había encontrado en Golma junto a Sebastián. Derroché varios minutos de mi tiempo para enderezarlos de nuevo tras notar que aún seguían tan encorvados como antes. Tenía ese extraño presentimiento de que la vería. Un encuentro casual, como otros tantos, que traería a nuestras mentes una chispa de esa última conversación. Aquella charla en la que prometí que, tan pronto terminara el combate, nos sentaríamos a solucionarlo todo, nuestras viejas disputas. Observé nuevamente mis anteojos y, creando en mi mente otro de esos estúpidos engaños que solía manifestar, decidí llevarlos puestos como un símbolo de “cambio”. Un hombre nuevo, cuyo juicio y cordura se transformaban ahora en un adulto con carácter; un ser perfectamente consiente de su historia. Un hombre que, más allá de sus viejos errores, se encontraba dispuesto a enfrentar una vez más su pasado y darle un fin a esa relación de dudas y asechanzas que a cada encuentro creaba una inmensa atmósfera de magia imprecisa.

Terminé por fin de vestirme y salí de prisa hacia mi encuentro con los míos. Ese mes concluía bajo una armonía que daba gusto vivenciar. Un mes que, injustamente, separaba esa amistad que ya se extrañaba de una forma desgarradora. Algo que poco a poco se volvía una gran necesidad. Pero allí estábamos, todos a salvo y a punto de reencontrarnos; en busca de nuevas aventuras por Harainay. La ciudad, incandescente e iluminada por todos aquellos pobladores que recorrían sus calles nuevamente, me nombraba una vez más protagonista de sus historias y leyendas de vida. Nos reunimos en la esquina principal; allí donde los semáforos discutían otra vez para crear ese caos hermoso que transitaba nuestras carreteras.

— ¡Danser! —exclamó Frederic, contento de verme nuevamente. Nos abrazamos con fuerza mientras James se sumaba a nuestro reencuentro.

—Bueno, señores, todo ha concluido por fin —interrumpía James, cubriendo una vez más sus sentimientos—. Así que basta de cursilerías y a patrullar por estas calles que nos esperan ansiosas. La ciudad se encontraba más poblada que de costumbre. Las sendas eran una gran fiesta de triunfo que, alumbradas por centenares de negocios y restaurantes, nos recordaban aquella dulce sensación de hogar. Caminamos unos metros hacia la gran avenida cuando pronto me topé con varios de mis ex compañeros de escuela. Se veían ansiosos y con muchas ganas de saludarme.

— ¡Que bueno verte, Danser! —exclamó uno de ellos, dándome un fuerte apretón de manos. Se trataba de Rami, un muchacho de contextura muy parecida a la mía, delgado y muy carismático. Merecía unos segundos de mi atención, al menos para saludarlo como correspondía.

—Lo mismo digo, ha pasado mucho tiempo. Me alegra saber que están todos bien —respondí animado, al verlos tan grandes y saludables. Se notaba que los años habían sido generosos. Para mi sorpresa, mis intuiciones solían ser medianamente ciertas cuando se trataba de mi musa inspiradora. Logré verla caminando hacia nosotros mientras yo concluía esa grata conversación con mis viejos compañeros.

—Y dime, Danser ¿dónde te has refugiado tú durante este mes? —me preguntó el muchacho, mientras yo apartaba la mirada evitando que Leslie notara que ya la había visto.

—Pues, estuvimos con mi familia en Golma. Un viejo asentamiento a varias horas de aquí.

—Vaya, suena interesante. Y dime, ¿desde cuando usas lentes tú? —se percataba Rami; recordé torpemente que aún los llevaba puestos. Pude haberle respondido de no haber sido por aquel brazo que me volteaba por completo hacia el sentido contrario.

—Vaya, ¿cómo estas? —la saludé a Leslie con suma naturalidad.

—Todo muy bien, ¿y tú?

—Muy bien por suerte. Nos vemos —la eché con cierto desgano para continuar conversando con Rami y sus acompañantes. Deseaba haber podido abrazarla, atraparla al menos un par de minutos más. Escuchar su voz, disfrutar de su imagen. Deseaba haber sentido todo aquello que me daba ilusión y agonía al mismo tiempo. Sentir esa perfección de mujer tan inmejorable e imposible de esquivar. Sus ojos y su boca provocando en mí una incontrolable debilidad tras la que, sólo al besarla, entendería su verdadero significado. Pero no fue así. Sólo pude percibir su presencia pasajera. Sentía como si todo a mi alrededor desapareciera quedando solamente ella a mis espaldas. Y aun conciente de su importancia, la ignoraría. Escaparía de ella una vez más tal como prometí que lo haría. Para protegerla de mí. Preservarla de mis sueños e ilusiones. Sueños donde mis fantasías quedarían por siempre encerradas con llave. Evitaba su presencia sabiendo con plena convicción que la chica en mi mente sólo era una mera creación de mi ser, de mi infinita imaginación. Sabía que mi amor absoluto sólo iba dirigido a una joven que no existiría jamás fuera de mi cabeza. Una mujer diseñada al pie de mis deseos e inventivas, que llevaría su nombre y su cuerpo por siempre. El brillo en su cabello, su manera de andar, de mirar. La chica en mi mente sería por siempre una réplica perfecta de Leslie, imposible de encontrar en otros cuerpos. Su voz quedaría grabada en mis pensamientos como un canto de fe y motivación. Encontraría su imagen frente a mí en cada concierto, cada aventura. Sentiría su presencia a cada instante de incertidumbre, allí dónde la esperanza fuera una herramienta difícil de alcanzar. La sentiría conmigo por siempre, incondicionalmente, pero no podría nunca convertir a la verdadera Leslie en el envase de mis sentimientos. No había forma alguna de transformar su personalidad tan desconocida en la que yo me atreví a construir años antes. Mi amada ya tenía su propia vida, su forma de ser, y yo jamás podría cambiar eso. Prometí que aprendería a controlar mis sueños, a no depender de ella ni de su inadvertida presencia, a conformarme con mi propia creación. Enfrentaría el hecho de que aún me quedaba mucho por aprender. La encontré precisamente al otro día; en circunstancias muy parecidas. Mis amigos y yo caminábamos en cierta dirección mientras ella y sus amigas se dirigían en otra. La saludé abiertamente y con suma naturalidad mientras mis muchachos saludaban al resto de sus amigas.

— ¿Desde cuándo usas lentes tú? —me preguntó Leslie, observándome detenidamente con mis nuevas gafas.

—Pues, ya hace bastante —mentí. Ignoré nuevamente sus intenciones amistosas y le di la espalda tal como el día anterior. Me sentía un ser realmente egoísta, creyendo que lo hacía por una causa tan noble como personal. Continuamos rumbo hacia alguna parte y convertimos nuestra indiferencia en nuevos puntos suspensivos que reaparecerían quizá en otra ocasión.

Así pasaban nuevamente los días en Harainay. Aquella noche se volvió francamente significativa. Descubrí lo que implicaba mi presencia frente a Leslie. Los efectos que yo lograba generar en ella, en su atención. Efectos ambiguos que sólo el tiempo fue explicándome con vivencias ejemplares. Nos sentamos con Sebastián en la entrada de la costanera, junto al quiosco, bajo vastas arboledas, donde un banco de madera nos cedía su desamparo. Nos tendimos con mi guitarra mientras, recurriendo a aquella mano que aún tenía disponible, telefoneé a Frederic y a James para que se unieran a nuestra exhibición musical. Allí todos eran bienvenidos. La flexibilidad de nuestro repertorio era una amplia gama de estilos cuyas épocas solían reunirse en momentos como aquel. Comenzamos a tocar nuestras canciones, esos cánticos alegres en los que nunca faltaba algún toque popular. Indiferentes al rubor y a la vergüenza, alumbrábamos ese angosto pasaje que llevaba hacia la rambla con nuestras más creativas melodías. La gente nos oía muy atenta, disfrutando de la música que el viento transportaba desde mi guitarra hasta sus corazones.

— ¡Hey, toca algo de Rock ‘n Roll! —me gritó James a carcajadas, acercándose hacia nosotros. Frederic lo acompañaba sigilosamente, no quería molestarnos. Así eran las repentinas apariciones de James. Elocuentes, desconectadas de cualquier situación. Finalicé mi canción y nos saludamos con un buen apretón de manos, mientras yo les cedía a ambos un lugar en el banco. A James le encantaba molestarme, siempre lo hacía. Apoyaba su mano sobre las cuerdas de mi guitarra cada vez que tocaba, con el simple afán de que me desesperara como en tantas otras ocasiones. Continuábamos cantando y disfrutando de la brisa del mar cuando notamos que muchas de las personas que allí pasaban, detenían su curso para sumarse a nuestra hermosa velada musical. Las luces del quisco a nuestra derecha creaban allí un precioso reflejo sobre nuestros rostros. La gente continuaba adhiriéndosenos como si sólo se tratara de un extraño movimiento global que el público alcanzaba a comprender. Eran tantas nuestras voces; ya pronto el sonido de mi guitarra se perdería entre el bramido de la multitud. Fue en aquel mismo instante cuando noté que mis cualidades musicales se detenían repentinamente sin explicación alguna. El diccionario que existía entre mi mente y los músculos de mis manos parecía apartarse de mis aptitudes corporales amagando con detener nuestro concierto. Continué luchando contra las cuerdas de mi guitarra cuando noté lo que allí ocurría. Allegándose desde la entrada, un pequeño grupo de jóvenes de nuestra edad se proponían a sumarse a nuestra revuelta musical. Se trataba de Leslie y de sus nuevas amigas. Las personas con las que pudo descargar las vicisitudes durante esos treinta y cuatro días de estragos y muerte. Se acercaba vestida con una pollera roja bastante inusual, mientras su playera, colorada a su vez, la transformaba en aquel demonio que deambulaba indiferente por toda la ciudad. La acompañaba un muchacho de cabello semirubio, algo atractivo y ciertamente interesante. Intenté ignorarlos, evadirlos de mi atención. Logré comprender de donde provenía aquella energía, aquel poder que atravesaba mis músculos intensificando mis facultades musicales. Mi cuerpo la detectaba de forma etérea como si sólo se tratara de un pequeño radar tecnológico jamás construido. Pero allí estaba, llegando lentamente hacia nuestro asentamiento artístico. Intentaba desdeñar su presencia cuando noté que todo su grupo de amigas se sumaba a nuestra guitarreada, arrastrándola a aquel encuentro que ella tanto deseaba evitar. Continuamos cantando y aplaudiendo entre todos, allí frente a mi extraño protagonismo, cuando pude sentir aquella euforia incansable de parte de mi público. Comencé a sentir mis músculos una vez más percibiendo una inagotable vivacidad que, apoderándose de mí como si fuera yo un viejo títere de trapo, convertía mis canciones en revelaciones perfectas y sobrenaturales. Allí donde los acordes florecían incansablemente uno tras otro, atravesando enteramente la tolerancia de Leslie. Ya no parecía poder soportarlo. Su grupo de amigas ahora estaban bajo mi poder; en la magia de mi guitarra, de mi voz y de mis poemas. Se colocaba de espaldas afrontando aquella realidad con sumo desinterés. El joven que la acompañaba parecía ignorar la presencia de Leslie sólo para adentrarse en mi música; ese ritmo que devora a cualquier oyente que osa a dejarse llevar por él. Intenté lograr que la presencia de mi musa inspiradora permaneciera allí el tiempo suficiente, pero fue en vano. Continuaba dedicándome la suavidad de su espalda hasta convencer a sus amigas de abandonar nuestra velada y seguir viaje. Y allí se alejaba nuevamente mi energía. Volvería a disponer una vez más de mi propio albedrío físico, sin ningún poder sobrenatural que me permitiera sobresalir del resto de los demás. Me convertiría nuevamente en ese simple guitarrista que decoraba musicalmente las calles de Harainay junto a su pequeño público.

Se acercaban nuevos encuentros, momentos en los que sus apariciones se volverían, quizá, un hecho ciertamente cotidiano. Me acostumbré a no estar pendiente de ella. Sabía que su presencia activaría aquel radar interior en mi cuerpo que me avisaría de su llegada. Así pasaron pocos días desde ese último acercamiento. Regresaba una vez más a la vieja pizzería Parci junto a Sebastián y mi guitarra. Nos sentamos en los bancos de esa gran plazoleta rodeada por tantos negocios, y desenfundé finalmente mi instrumento musical. Comencé a afinar las cuerdas cuando un niño de piel oscura se arrimó sigilosamente para verme trabajar en ella.

— ¿Es tuya la guitarra? —me preguntó, con cierto gesto de curiosidad. Lo observé muy desatento y regresé nuevamente la vista hacia las clavijas.

—Sí, es mía, jovencito.

— ¿Podrías prestármela? Me gustaría mucho poder tocar — me suplicaba el muchacho con su valiente excusa.

—Sólo permíteme un momento para terminar de afinarla, ¿de acuerdo? —le respondí. El pequeño permanecía allí mirándome de reojo mientras yo continuaba haciendo uso de mi oído intentando acabar el proceso. Sebastián no parecía estar muy de acuerdo con ello. Lo observaba con algo de desconfianza mientras yo le entregaba mi guitarra al muchacho para que se divirtiera un buen rato con su nuevo juguete. Realmente lo había subestimado: Para nuestra sorpresa, sus dedos comenzaron a nadar por entre las cuerdas, dejando brotar las más hermosas melodías que jamás había escuchado. La sonrisa de Sebastián se transformaba poco a poco en un gran gesto de admiración. Yo continuaba escuchándolo atento cuando noté que mi detector interior comenzaba a sonar de nuevo. Alcé lentamente la mirada hacia la esquina de esa plaza para verla llegar junto al resto de sus amigas, tal como la otra vez, junto al mismo muchacho de cabellos rubios. Se sentaron precisamente en el banco adyacente mientras yo, llevándome a Sebastián conmigo, me alejaba un par de metros con aquel pequeño e insólito músico que acabábamos de descubrir. Comencé a tomarlo todo como una gran práctica. Una forma de adaptarme a su presencia. Descubrí que aquel poder que tanto me envolvía cada vez que ella emergía, era más fascinante de lo que yo pensaba. Aumentaban mis sentidos, mi visión se perfeccionaba. Mis oídos escuchaban todo tipo de sonidos casi imposibles de percibir. Lograba disfrutar del imperceptible olor de las flores que se encontraban a cientos de metros de allí, algunas incluso más cerca. Mis músculos parecían devorar toda esa energía dándome la sensibilidad de un ser indestructible, sumamente activo; tan despierto como si hubiera descansado cien años y mi cuerpo aún estuviera como nuevo. Así funcionaba esa magia tan real: Me volvía simplemente perfecto cada vez que Leslie aparecía. El pequeño guitarrista ya se había apoderado de toda nuestra velada. Lo que comenzaba siendo un corto lapso de algunos minutos, terminaba convirtiéndose en una interminable hora de música.

—Muchas gracias, hermano —me agradeció el muchacho, devolviéndome finalmente la guitarra. Sebastián ya estaba muy cansado. Yo seguía tan despierto que no pude percatarme de la hora que era. Leslie continuaba allí sentada junto a su amigo, mientras yo comenzaba a despedirme de todos al igual que Sebastián. Ignoraba con tanto afán su presencia que ni siquiera había atinado a saludarla cuando llegó. Caminaba a su alrededor reiteradas veces demostrándole mi indiferencia, esa distancia tan mínima que se convertía en un gran precipicio. ¿Habría sido una buena idea? ¿Por qué ignorarla de esa forma? Leslie tuvo la valiente sutileza de querer arreglar las cosas conmigo y yo simplemente respondía con aquellos insistentes ataques de apatía. Debí haberle dicho la verdad. Que su amistad y su compañía serían la mayor alegría para mi corazón, pero el peor de los encantos para mi mente. Debí haberle confesado cuanto deseaba reconciliarme con ella, olvidar las duras ofensas y mis tontas travesuras. Sin embargo, aquella distancia que yo continuaba construyendo día tras día, me transformaba en una maquina de creaciones. Alimentaba mis sueños, mis esperanzas. Recordándome a cada momento la importancia de evitar descubrir su verdadero ser. Necesitaba impedir que su empírica personalidad interfiriera con aquella chica que aún yacía en mi imaginación; continuar creyendo que esa parte tan suya que yo claramente desconocía, encajaba plenamente con la Leslie de la cual yo aún seguía enamorado.

Ya todos habían desaparecido de nuestra historia. Algunos continuaban divagando por los suburbios de mi memoria, dejando que el tiempo se apoderara de aquella importancia que tuvieron algún día. Personas que lograron conformar momentos sumamente críticos en nuestras vidas, acercándome a Leslie o alejándome definitivamente de ella. Entes que, con el tiempo, se perdieron por otros senderos, otros caminos que mis ojos jamás volverían a hallar. Aquellas historias que quedarían grabadas por siempre en mi memoria, se transformaban en un antiguo escenario en el que ella y yo compartiríamos nuestros recuerdos algún día. No permitiría que el viento se apoderara de ellos, dejando que el tiempo los destruyera con el olvido. Quedarían eternos por siempre, resaltando en otras vivencias, en otros mundos donde almas ajenas pudieran encontrar esperanzas y fantasías.

Me gustaba ese escenario. Esa “magia indefinida” que reaparecía cada vez que estábamos cerca uno del otro. Se creaba esa energía inexplicable que atrapaba mis músculos uno a uno y me impedía respirar. Comenzaba a temblarme la voz, el cuerpo, tal como si mi historia fuera más allá de mi psicología y mi cordura. Como si ya se tratara de algo corporal, algo que corría a mi alrededor de manera invisible, impalpable. Así era cada momento con Leslie. Desde que su cuerpo se asomaba por alguna esquina hasta pasar justo frente a mis ojos como si nada allí ocurriera; observándola acercarse mientras ella, tal como de costumbre, optaba por agachar su mirada para ignorarme. La reconciliación nunca se llevó a cabo, sin embargo, me gustaba ese escenario. Aquel silencio que permanecería allí por toda la eternidad hasta que la suerte del destino nos capturara en un complejo laberinto repleto de sorpresas. «Quizá ocurriera algún día», pensé.