— CAPÍTULO 3 —

UN LABERINTO TRAMPOSO

Continuábamos allí sentados con la espalda junto al muro, en esquinas opuestas, mientras la joven terminaba de secarse las lágrimas. Ignorando mi presencia y esquivándome notablemente con su mirada, esperaba impaciente por despertar de aquel extraño sueño; un inesperado sueño que recién acababa de comenzar.

— ¿Piensas seguir callada por mucho tiempo más? Me gustaría continuar avanzando. No me importa lo que digas, no pienso dejarte aquí —exclamé finalmente, pasadas algunas horas. El silencio comenzaba a molestarme demasiado.

—Has lo que quieras. No me interesa —farfulló ella, acomodando su espalda contra la pared. Ni siquiera se molestaba en mirarme, continuaba allí sentada como si nada ocurriera; tal como si su libertad fuera a aparecer en cualquier momento.

—Pues, entonces nos quedaremos aquí sentados sin hacer absolutamente nada hasta morir de hambre y deshidratarnos, ¿qué opinas?

—No me importa nada, tienes razón en lo que has dicho antes: No tienes la obligación de salvarme la vida. Ve tú solo y salva la tuya. Yo me quedaré aquí —continuaba quejándose, cruzando los brazos sobre sus piernas. ¿Qué podía hacer yo al respecto? ¿Obligarla a recorrer conmigo aquel lugar tan sombrío? Ni siquiera sabía lo que me esperaba en aquellos túneles o si lograría, al menos, salir de allí con vida. Decidí finalmente ponerme de pie y me senté junto a ella para intentar arreglar nuevamente las cosas.

—Escucha, lo siento, ¿de acuerdo? No me refería a eso cuando dije que no estaba obligado a salvarte. Sólo digo que, a veces, deberías pensar un poco más en el resto de la gente. Si alguien tiene un buen gesto contigo, aprovéchalo. No siempre se trata de decir “gracias”, a veces es sólo cuestión de aceptar las cosas tal como se presentan. Ahora estamos encerrados en este horrible lugar, no tengo ni la menor idea de cómo escapar de aquí, pero aun así, intento ayudarte. Salté hacia la luz roja para atraparte, te di mis ropas, te salvé del derrumbe de rocas y ahora intento sacarnos a ambos de aquí. Sólo quiero que vengas conmigo, no tienes por qué cuestionar mis actos. Tú bien lo has dicho, no tengo motivos para sacarte de aquí, pero aun así quiero hacerlo, ¿vienes conmigo o no? —concluí, esperando a que accediera finalmente a mis desinteresadas demandas. Jamás podría abandonarla allí.

—De acuerdo, iré contigo, Danser. Pero debo aclararte una cosa. Pienso bombardearte a preguntas durante todo el trayecto, así que ve preparándote —exclamó finalmente, frunciendo sus labios y soltando una emblemática sonrisa. La ayudé a colocarse de pié mientras ella se sacudía delicadamente mis pantalones.

— ¡Jaja! Déjame advertirte que no me asustan tus preguntas. Puedes interrogarme todo lo que quieras —accedí, sumamente amistoso. Comenzamos a caminar hacia el fondo de aquel túnel, contentos de haber disuelto aquella molesta disputa. Decidí cumplidamente que jamás volvería a pelear con ella sin importar cuales fueran mis motivos; las discusiones se arman siempre de a dos o más personas. Sabido es que inteligentes son aquellos que aprenden a ganar discusiones; sabios son aquellos que aprenden a no discutir. Así llegamos a unas viejas escaleras al final de aquel largo pasillo. Parecían descender hacia algún tipo de santuario oscuro; desde arriba podían calcularse unos ciento cincuenta escalones para alcanzar aquellas profundidades. Sólo restaba bajarlos uno a uno. Para nuestra sorpresa, sólo uno de nosotros cabía por allí; supuse que alguno de los dos tendría que avanzar a espaldas del otro.

—No sé si lo has notado, Danser, pero estas escaleras no llevan barandillas. Y mira hacia los costados, es todo un inmenso precipicio —observaba asustada la muchacha; no parecía poseer muy buen equilibrio.

—No te preocupes, no creo que sea tan peligroso. Sólo procura bajar despacio y pisar con cuidado —exclamé, acercándome al primero de los escalones. Mis pocas suposiciones acababan de caducar de forma repentina, al ver como aquellas escaleras se transformaban en pequeños peldaños cubiertos de fuego.

— ¡Wow! Ahora sí que no pienso bajar por aquí, Danser, lo siento —objetó ella pasmada, advirtiéndose de la clara desnudez de nuestros pies.

—Tienes razón, se nos van a carbonizar las piernas. Aun así, no creo que haya otro lugar por donde bajar —exclamé, estudiando con suma cautela la intensidad de esas llamas.

—Espera, creo que tengo una idea. El fuego no lleva más de veinte segundos encendido, tardarán unos cuantos minutos en calentarse los escalones...

— ¿Y qué sugieres? No pienso bajar por aquí y no lograrás convencerme de hacerlo —murmuraba ella, mientras yo, actuando de manera fortuita, la alcé firmemente entre mis brazos.

— ¡Estás loco! ¡Bájame ya, Danser, por favor! ¡Vamos a matarnos, no seas inconciente! ¡Bájameeeee! —se desesperaba en gritos mientras yo embolsaba en mi cuerpo toda la adrenalina posible. Me acomodé estable frente a aquellas gradas y, sujetando a mi compañera con fuerzas, comencé a correr cuesta abajo.

— ¡Maldición, esto sí que está caliente! —me quejaba dolorido, atinando a pisar uno a uno los escalones. Sin siquiera percatarme del abismo a mis lados, descendía a toda prisa evitando perder súbitamente mi equilibrio.

— ¡¡¡Ni se te ocurra soltarmeeeee!!! —gritaba ella una y otra vez, dándole un giro de ciento ochenta grados a sus últimas demandas.

— ¡Ya casi llegamos! Unos pocos escalones más y estaremos abajo. ¡Dios, como quema esto! —exclamé, sintiendo en mis pies el más inexplicable de los ardores; una interminable evocación de pinchazos como agujas por toda la planta de mis pies. Salteé finalmente los últimos cinco escalones y, soltando a la muchacha sana y salva sobre el suelo, me aventé hacia un rincón de aquel cuarto para mitigar el dolor de las quemaduras.

— ¡Vaya! Tienes los pies completamente rojos, Danser. ¿Te duele mucho? —inquirió ella, acercándose a mí.

—Arde un poco, pero estaré bien. Bajamos justo a tiempo, hubiera sido mucho peor si esperábamos algunos minutos más —añadí, masajeándome los dedos uno por uno. Me volví a colocar frente a ella y, sacudiéndome un poco el tizne de las piernas, le di dos palmadas en su hombro izquierdo para aclararle que ya me encontraba bien.

—Ya puedo caminar perfectamente. Será mejor que continuemos —concluí finalmente, retomando aquellos metros restantes donde una puerta nos esperaba entreabierta. Comenzamos a avanzar lentamente hacia ella con una evidente fe a sobrevivir a cada sorpresa que se nos presentara. Teníamos la mera impresión de que aquello sólo era el comienzo.

—De acuerdo, platiquemos de algo mientras tanto. Si vamos a estar aquí un buen rato, será mejor aumentar nuestra comunicación, ¿no crees? —sugirió ella, caminando junto a mi derecha.

—No podría estar más de acuerdo. Pues, dijiste que tenías muchas preguntas por hacerme. Soy todo “oídos”.

—Así es, veamos por donde empiezo. Ya sé, dime ¿cómo es que puedes ser tan habilidoso en tantas cosas? —cuestionó ella finalmente. Yo continuaba frotando mis pies contra el suelo; el ardor por las quemaduras parecía obstinarse en molestarme un largo rato.

— ¿A qué te refieres exactamente? —indagué sorprendido. Buscaba descubrir cuan amplios eran sus conocimientos sobre mí; parecía conocerme más de lo que yo a ella.

—Pues, eres bueno con la música, con los ordenadores, inesperadamente bueno en la literatura. Vaya uno a saber en que otras cosas más eres tan ágil —repuso, claramente admirada.

—No lo sé. Creo que el secreto está en la fuente de energía que nos da esa fuerza para lograrlo todo. Se necesita un punto de motivación, algo o alguien que nos marque el camino. Un objetivo que, por más imposible que parezca, nos mantenga avanzando siempre hacia alguna parte.

—No entendí nada, Danser —objetó confundida.

—Me refiero a que sin una musa inspiradora, sin algo o alguien que pueda incentivarnos, somos todos unos completos inútiles —respondí finalmente; supuse que lo comprendería mejor con aquellas palabras.

—Tal como cuando escribes tus canciones, ¿no es así? — añadió ella.

—Exacto, aunque ya no compongo canciones. Dejé de hacerlo hace mucho tiempo.

— ¿Y qué hay de aquellas que me enviaste una vez? ¿En quién te inspirabas? —osó a preguntarme por segunda vez en nuestra historia.

— ¡Jaja! Seguirá siendo un secreto, querida. Un secreto bastante obvio —concluí, ocultando una vez más mis sentimientos; jamás lograría usurpar de mi boca esas palabras. La verdad sobre mi musa inspiradora: Aquella herramienta secreta que, portando su nombre, me daba esa magia para obtenerlo todo.