— CAPÍTULO 2 —

UNA NUEVA VIDA

Despertaba yo de un largo viaje por encima del océano atlántico. Ya no recordaba de donde venía o hacia donde me dirigía; sólo sabía que mi nombre era Danser y que ya me encontraba a salvo, fuera de peligro, de miedos e inseguridades. Sabía que me enfrentaba a un nuevo mundo, una nueva aventura cuyos personajes aún eran tan desconocidos como mi pasado. ¿De donde escapaba, en dónde buscaba refugiarme? El avión había arribado tan tarde a su destino; no podía recordar como llegué a ese pequeño hotel. Allí estaba yo, tendido sobre una cómoda pero humilde cama, observando el minúsculo cuarto que me separaba de esa incierta ciudad que esperaba al otro lado de esas paredes para conocerme de una vez por todas. Un mundo nuevo y poderoso. Tan poderoso como para sostener mis sentidos y fe sobre una delgada línea de inseguridad personal. Sin importar cuales fueran mis retos, mis metas u objetivos, los enfrentaría recurriendo a todos mis pensamientos positivos. Nada que un joven de quince años no pudiera lograr.

Harainay era una pequeña ciudad situada al norte de ese nuevo mundo por conocer. Allí me esperaban los más amplios conocimientos de vida y de muerte. Una aventura que, a pesar de su simplicidad, carecía de todo menos de magia y realidad. Se trataba de un nuevo comienzo, una nueva estrategia de vida que, sin puertas ni ventanas, transformaba mi universo en un interminable desierto casi imposible de recorrer. Alquilamos, junto con mis padres y mi hermana, un amplio departamento frente al mar; la vista era simplemente hermosa desde las ventanas de aquel living comedor, un cómodo y sutil hábitat de cuatro ambientes ubicado en la esquina de la cuadra, en un primer piso. Desde allí podían sopesarse las olas y los pequeños veleros que divagaban por entre los olajes del mar, mientras la marea subía y bajaba lentamente. Mi habitación no apuntaba hacía aquel paisaje, pero consistía de una silenciosa e inigualable tranquilidad en la cual podría dejar brotar mis ideas y mis impulsos artísticos. Me gustaba la música y el estudio de las armonías. Nadar entre acordes y notas buscando poesía en donde quiera que hubiera una melodía por descubrir. Mi guitarra y mi piano eran una de esas tantas herramientas de cacería musical que me acompañaban en aquella travesía artística. Allí estaban siempre esperándome en mi habitación, dispuestos a esos momentos de inspiración en los que la música se convertía en una de esas magias inexplicables que nunca deja de llegarnos al alma. Me dejaba llevar por mis sentimientos, volcando emociones en viejas hojas de papel que, antiguas y desgastadas, se transformaban en portadores de poesía; de letras intensas y llenas de fantasía. Las partituras decoraban mi cuarto de punta a punta construyendo un desorden tan caótico como creativo. Allí, escondido en las esquinas de mi cuarto, algún que otro diploma decoraba las paredes con viejas leyendas de vida, memorias que permanecerían allí colgadas reteniendo mi identidad; recordarme aún quien era. Aquella ciudad era ciertamente perfecta. Su sencillez, su tranquilidad. Recuerdo escapar de casa cientos de veces sólo para adentrarme en esas soleadas calles que coloreaban mis ojos cada mañana. Allí comenzaba el movimiento urbano a sólo unas pocas manzanas de mi edificio. Pequeñas tiendas y puestos comerciales que profundizaban en las rutinas semanales para crear ese encanto popular que adornaba las calles de Harainay. Pizzerías, restaurantes, tiendas de ropa y electrodomésticos. Claramente no faltaba nada. El pueblo era medianamente pequeño y, aunque limitadamente amplio, no dejaba nunca de destacarse su calidez y comodidad de vida. Conseguí inscribirme en el único colegio que había allí. Algunas personas decidían estudiar en otras escuelas; fuera de la ciudad, en otras áreas o sectores. Yo estaba a sólo unas pocas cuadras de esa, no necesitaba transporte alguno y la distancia hacia allí era un corto obstáculo que mis pies siempre lograrían superar.

Allí conocí a mucha gente de mi clase. Gente que, tal como yo, se deshacía de su pasado para encontrar allí otros cursos de vida, otros objetivos. Personas que luchaban por adaptarse a aquel cambio, a ese nuevo vivir. Almas perdidas en las que pude reflejarme yo también para encontrar mi propio camino. Uno de ellos era Frederic, un chico bastante interesante, cuya personalidad era en ese entonces una intriga constante. Un joven con cierto atractivo aunque muy retraído y, si bien no era esta una de sus más notables características, vale aclarar que la inteligencia no era una de sus virtudes. De todas formas, su compañía era parte de aquellas suertes que el destino traía consigo. Nos juntábamos en el patio después de clases y nos poníamos al día con esas insignificantes novedades que, aunque meramente interesantes, adornaban nuestras charlas con pequeños trazos de cultura general. También James solía acompañarnos en nuestras diversas actividades. Un joven muy inteligente y bastante audaz. Le gustaba mucho el deporte y nunca dejaban de notarse su prolijidad y perfeccionismo. James vivía en la parte más nueva de Harainay, un sector con canchas deportivas y centros recreativos. Allí solíamos gozar los tres de incansables partidos de tenis. Jugábamos horas y horas hasta que anochecía y ya no lográbamos ver nada. Recuerdo que Frederic me prestaba una de sus raquetas extra ya que yo no tenía ninguna. Compraría una cuando lo creyera realmente necesario, mientras tanto, él me brindaba la suya. En algunas ocasiones, si las canchas se encontraban ocupadas, escapábamos a los centros recreativos para conformarnos al menos con un tenis de mesa. Claro que aquello no era lo mismo que correr de punta a punta intentando alcanzar esas pelotas que atravesaban el aire para escapar de la cancha, pero la finalidad del juego se cumplía de todas formas. Me encantaba hablar de chicas, aquellas fuera de mi alcance, compañeras de escuela que vislumbraba desde mi pupitre imaginando historias fantásticas. Imaginaba un gran terremoto amenazando a la ciudad y yo entrando veloz por una de las ventanas de la sala para salvar inesperadamente el día. Historias de heroísmo y aventura; siempre en aquellos momentos donde el aburrimiento lograba abrazarme de manera repentina, aun mientras el profesor repetía una y otra vez las mismas explicaciones que mi cerebro ya había comprendido en su primer intento. Dibujaba en mi cuaderno bocetos y escenas mágicas donde mi protagonismo siempre estaba allí presente. Por las tardes, al regresar de la escuela, me apegaba a mi ordenador adentrándome así en aquel mundo cibernético donde continuaba ampliando mis conocimientos y mis amistades sociales. El Chat era una de mis mejores herramientas en aquel entonces: Conversaba con todos mis amigos compartiendo el total de mis creaciones a través de ese mundo virtual. Allí coordinábamos nuestras salidas y encuentros, paseos y aventuras. A veces, incluso, creábamos salas de Chat colectivas y, convirtiendo aquel escenario informático en un mundo de amistades literarias, conversábamos en multitud intercambiando ideas y momentos característicos donde nunca faltaban ni el humor ni las palabras de aliento. Nos enviábamos fotografías, programas de computación y, hasta a veces, textos interesantes que valían la pena compartir. El Chat, aquella herramienta que día tras día destruye nuestros valores de vida alterando ese alcance que tenemos hacia nuestras metas y objetivos, era un mundo en el que años más tarde derramaría mis sentimientos y sueños. Un mundo donde el amor se convierte en simples letras e imágenes que se pierden vacías en la pantalla, obligando a nuestra imaginación a crear esa realidad que existe al otro lado y no logramos ver. Cuando el tiempo lo determinaba, me sentaba frente al piano e intentaba componer alguna pieza romántica. Una canción que hablara de emociones, de euforia y a su vez de agonía, sin embargo, necesitaba ese factor fundamental que aún no había alcanzado a conocer. Necesitaba una musa inspiradora en la cual basar mis sentimientos. ¿Cómo podría escribir de amor o de romance si mis pocas experiencias no causaban en mí emoción alguna? Aquellas mujeres que encontraba atractivas no serían suficiente excusa para escribir. Necesitaba sentirlo, expulsar esa energía explosiva que aún no había alcanzado a experimentar. Julia era una chica de mi curso a quien encontraba realmente interesante. Me gustaban su rostro y su pelo, también su cuerpo. Su belleza y su presencia se robaban mi completa atención en cada hora de clase; perseguía cada uno de sus movimientos, me adentraba fijamente en sus curvas y esa silueta hermosa que se escondía bajo su cabello rubio. Mientras el profesor dictaba sus teoremas, yo dibujaba su rostro en mi cuaderno para llevarla conmigo a cada momento. Sin embargo, parecía como si aquella atracción no bastara para sentir esa fuerza que tanto buscaba en mi interior. Intentaba escribir versos, poemas que trataran sobre ella, melodías que convirtieran su perfección femenina en interminables letras y armonías musicales. Me gustaba, la quería, pero no era un amor único. Era esa clase de amor que con el correr del tiempo encontraría en otros cuerpos, otros rostros bañados en feminidad. Una atracción tan igualable que mi conquista hubiera sido un proyecto claramente innecesario. Al terminar el día de estudio, nos juntábamos con los muchachos en la entrada de la escuela para concluir el día en el centro, sentados en algún bar de Harainay. Allí en sus interiores, la vieja pizzería Parci se convertía en aquel lugar en común al que nos adentrábamos para continuar nuestras pláticas. Se trataba de la pizzería más pequeña que jamás hubiera visto. El señor Gilbera, uno de los empleados del lugar, nos atendía siempre muy a gusto mientras, sumergido en un pequeño televisor sobre el mostrador, destapaba una botella de gaseosa que luego compartíamos entre toda la barra; como así, nunca faltaba entre nosotros algún desdichado hambriento combatiendo aquellas ansias con una deleitosa porción de pizza. Elegíamos una mesa al aire libre y nos sentábamos a ver a la gente pasar. Fantaseábamos con aquellas mujeres hermosas que decoraban las calles a nuestro alrededor, y criticábamos a ellas cuya belleza dios no había alcanzado a esbozar. Así transcurrían muchas de nuestras tardes en aquella pizzería cuya nimiedad era nuestro mayor punto de encuentro. En los fines de semana, la recreación era otra. Nos reuníamos todos en la pequeña playa de Harainay, donde el arduo sol que nos enfrentaba en la semana se volvía allí un amistoso compañero vacacional. Disfrazábamos nuestros cuerpos de un notable bronceado para, momentos más tarde, descargar nuestras malas energías en un gran partido de voleibol en el que todos participábamos. Si el cansancio se volvía ya un problema, nos sentábamos en la sombra a observar aquellos cuerpos en bikini que jugaban al boxeo con nuestras hormonas juveniles. Allí fue donde vi por primera vez a la hija del señor Gilbera; una joven de mi misma altura, de cabello color café y meramente ondulado, casi lacio, de ojos marrones y un cuerpo medianamente delgado.

— ¡Observen al señor Gilbera, parece un oso! —exclamé yo, señalándolo con un dedo, mientras el hombre avanzaba tranquilamente por la playa. Su cuerpo era más velludo de lo normal, lo que me causó mucha risa al observarlo. Si hubiera previsto el hecho de que a mí me deparaba casi el mismo destino que a él, no le hubiera encontrado mucha gracia al asunto. Mis amigos lo observaron desinteresadamente mientras uno de ellos se percataba de que había alzado notablemente mi voz.

— ¿Qué eres idiota, Danser? ¡La chica que está allí es la hija! —me susurró James fuertemente al oído. Volteé para observarla con atención; debo decir que me fue fácil reconocerla. El parentesco con su padre era realmente inconfundible. Caminaba junto a sus amigas usando uno de esos trajes de baño de cuerpo entero, un traje azul. Nos saludó de lejos expresando una de esas sonrisas de niña; esas que conmueven a cualquiera en aquellos rostros pecosos que en su mano portan una paleta de caramelo. La silueta de su cuerpo, disfrazada por aquel traje de baño, no llamaba mi atención en lo absoluto. Atravesaba mi campo visual con sus amigas mientras yo regresaba una vez más la vista hacia mis amigos.

—Descuida, no creo que me haya oído —me defendí ante James—. De todas formas, es más chica que nosotros, no creo que sepa lo que es un oso ¡Jaja! —agregué, desatando una breve carcajada. Mi sentido del humor se volvía a veces realmente des—ubicado.

—No es más chica que nosotros, de hecho, tiene la misma edad que tú —me corrigió James. El resto de los muchachos continuaban observando jovencitas, ignorando sus edades e imaginándolas completamente desnudas.

—Está bien, de todas formas no me resulta atractiva —repuse con cierto desinterés—. Y por cierto, ¿cómo has dicho que se llama?

— ¿La hija del señor Gilbera? Se llama Leslie —respondió James, poco antes de cambiar de tema. Continuamos conversando y derrochando frases que se perdían junto al ruido de las olas. Así eran nuestros días de playa. Por las noches, la ciudad se convertía en una gran fiesta estatal donde la intendencia organizaba una serie de danzas populares en la amplia bahía. La gente bailaba en círculos coreográficos mientras otros, como nosotros, nos dispersábamos por doquier a disfrutar de esa hermosa vista artística. Allí conocí a un grupo de jóvenes de mi misma generación, sólo que un poco más aventureros en cuanto a ciertas normas sociales. A uno de ellos lo apodaban “El Tucán”. Era uno de esos individuos cuyas historias nunca dejaban de atrapar la atención de sus oyentes. Historias que, aunque pocamente verídicas, me brindaban aquel amplio conocimiento callejero que recién comenzaba a descubrir en mi nuevo mundo. Cuentos sobre chicas, conquistas y fracasos, encuentros y desencuentros. Historias que con el tiempo dejé de creer, de absorber, pero que siguen allí, en la imaginación con la que yo y mis amigos disfrutamos aquellos primeros meses del año 2004. Allí también conocí a Fabio, un joven muy parecido a mí, lleno de proyectos y visiones futuras que jamás concretaría nadie. Trabajaba en otra de las pizzerías de Harainay, realizando repartos y ocupándose ciertas veces de la clientela. Le gustaba andar con esos pantalones desgastados, manchados de queso y salsa de tomate, portando en su mano el casco de su motocicleta. Nuestra pequeña sociedad poseía una gran ventaja: Allí todos nos conocíamos entre todos. Si alguno optaba por ocultar alguna circunstancia personal, la pequeñez de esa comunidad se encargaba de lograr exactamente lo contrario. Sin ir más lejos, aprovechábamos aquellos bailes populares en la bahía para conversar buenos ratos y reforzar notablemente nuestras amistades. Se acercaba, entonces, uno de esos vulgares 26 de Octubre, donde Fabio festejaría su cumpleaños en uno de los parques cerca de su casa. Allí él prepararía carne asada y hamburguesas para todos nosotros a la luz de las estrellas; sólo le restaba explicarme como llegar hasta allí.

—De acuerdo, Fabio, aún no me han comprado el teléfono móvil, así que explícame bien el trayecto; ya ves que no tendré cómo comunicarme contigo —le exigía yo, mientras él resto de mis amigos continuaban observando a la gente de alta edad bailando en la pista.

—Por eso mismo, escucha con atención. La reunión en el parque será este próximo martes a las siete de la tarde. Ya estará bien oscuro, no lo olvides. Yo vivo en la parte este de Harainay, Danser, así que deberás entrar allí por la calle principal. ¿Ya has visto por dónde va el río Tonga? —me explicaba él detalladamente. Aquel río era una delgada corriente de agua de unos dos metros de ancho que se desplegaba por el centro de Harainay dividiendo la calle principal en dos sentidos inversos.

—Sí, claro que sí, Fabio. Tú sigue explicándome, soy de orientarme con gran facilidad.

—De acuerdo. Tú coge la calle principal por la que va el río, cruzando la gran carretera y llegando así a una pequeña rotonda donde, al doblar hacia la derecha, llegarás a una zona de varios edificios sumamente idénticos. Yo vivo al final de esa calle, pero no es allí donde haremos la carne.

— ¿Dónde entonces? —volví a preguntar. Ya tenía aquel triste presentimiento de que acabaría perdiéndome.

—A la derecha encontrarás un pequeño camino que conduce a una gran plaza atestada de árboles. Verás también unas canchas de tenis; ese es el parque del que te hablo.

—Perfectamente entendido. A las siete en punto estaré allí — dejamos todo confirmado y continuamos observando los bailes populares. Así concluíamos algunos de nuestros sábados. El río Tonga desembocaba justo por debajo de la rambla, rodeada de restaurantes y hermosos caminos donde los enamorados solían gastar las huellas de sus pasos. Cómo ornamento simbólico, Harainay poseía allí una inmensa vela de barco, representando con ella el total de sus actividades marinas, dándole a la ciudad otra pizca más de esa belleza que tanto rebosaba.

Y llegó por fin aquel martes. Ya eran casi las seis y media de la tarde. Terminé de bañarme y me vestí con algo atractivo bien adecuado para aquella ocasión.

—No olvides llevarte algo de dinero, Danser. Digo, en caso de que haya que pagar algo por la comida —exclamó mi madre al verme abrir la puerta de casa.

—No hay que pagar nada, mamá.

— ¿Y el taxi? —repuso ella. Continuaba lavando los platos con las manos repletas de espuma.

—No voy en taxi, mamá. Voy en bicicleta. Pierde cuidado, estaré aquí más tarde —me despedí y cerré finalmente la puerta. Llevaba puesta una campera de vaquero, en caso de que fuera a refrescar. Pedaleé unas buenas cuadras a lo largo de la calle principal hasta llegar a esa rotonda de la que Fabio me había hablado. Estacioné mi bicicleta cerca de algún edificio que pudiera recordar con facilidad y comencé a buscar, a pie, aquel parque que había mencionado. Ya pronto iban a ser las siete y media y aún no había encontrado el lugar. «¿Habré malentendido el camino?», pensaba una y otra vez. Me acerqué nuevamente a aquella rotonda esperando encontrar a alguien que pudiera orientarme de alguna forma. Así noté como una chica de mi edad se acercaba en bicicleta doblando lentamente hacia la izquierda.

— ¡Hey, disculpa! Yo a ti te conozco. ¿No eres tú la hija del señor Gilbera? —la detuve groseramente. La muchacha frenó su bicicleta intentando alcanzar el suelo con sus delgados pies.

—Sí, me llamo Leslie —respondió sonriente ante mi saludo.

—Vaya, un gusto. Dime, ¿sabrías por casualidad dónde es que Fabio organiza su cumpleaños? Dijo que haría una parrillada en el parque más grande de aquí, sólo que no logro encontrarlo ni a él ni a nadie del grupo —le pregunté, esperanzado de que ella supiera algo al respecto.

—No, no he oído nada de eso. ¿Por qué no lo llamas por teléfono?

—Vaya, pues… no me lo han comprado aún —respondí, algo avergonzado.

—Jaja, lo siento. Lamento no poder ayudarte —se despidió la muchacha y se alejó en dirección este. Yo en cambio, decidí regresar nuevamente a casa y averiguar, a través del Chat, como llegar hasta allí. Así descubrí finalmente como aquella fiesta había sido suspendida; ya no tenía importancia. Recordé las palabras de esa chica en bicicleta y, sin reflexionarlo un segundo más, llegué a una decidida conclusión: En la semana compraría finalmente mi teléfono móvil.