— CAPÍTULO 18 —
LA ÚNICA CITA
Tal vez sea esta la única ocasión en la que creí en la verdadera magia, aquel instante en el que pude sentir los pétalos de la fascinación en mis propias manos. Un día que tomaré como ejemplo durante el resto de mi vida para demostrarle a la humanidad que a veces el mundo voltea cabeza abajo para consumar algún sueño, e incluso, cuando nada parece tener sentido, nos dejamos llevar por esa magia tan inexplicable. El alma, la mente, nuestros sentidos, nos dicen que aquello que deseamos existe. Lo percibimos, lo sentimos cerca, aproximándose, y aun así, fuera de nuestro alcance. ¿Se dan por vencidos los sueños, las esperanzas? Esa reciente amistad se volvía cada vez más interesante y, al mismo tiempo, sentía como si ambos estuviéramos conociéndonos finalmente, sin mentiras ni pretensiones, siendo cada uno tal como era. Por dentro, sin embargo, sabía muy bien que quien debía de soltarse y adaptarse era yo. Aquel 11 de Junio alcanzaba yo una de las más inaccesibles aventuras que jamás hubiera experimentado. Una vivencia realmente simple a los ojos de cualquiera pero sumamente especial para mí. Descubrí que la vida trae a veces muchas sorpresas, momentos cuya concertación resulta a veces casi imposible de comprender. Comenzaba entonces a descubrir en Leslie una segunda perspectiva; esa parte en la que dejaba de ser un vulgar observador para convertirme en aquel protagonista que tanto deseaba ser. Nuestras charlas se volvían un libro abierto en el que poco a poco comenzábamos a conocernos, a descubrirnos. Germinaba entonces un nuevo capítulo en mi vida; un capítulo en el que la distancia entre mis sueños y la realidad empezaría a disminuir lentamente. Lograría finalmente conectar mis fantasías con aquel mundo que, hasta entonces, permanecía impasible a cualquier milagro.
Me senté en mi ordenador y, tan desganado como de costumbre, abrí el Chat para entablar con Leslie alguna de las típicas conversaciones de esos días; una plática como otras tantas. No iba a encontrar muchas alternativas recreativas a las ocho de la noche de aquel sábado, y aun así, conversar con ella era una de esas maravillas sin días ni horarios; un hecho claramente incondicional.
—Estoy justo a la vuelta de tu casa —exclamó Leslie, saludándome amistosamente.
—Vaya, asumo que estás en lo de tu amiga.
—Exacto, y estamos muy aburridas. ¿Tú que haces? —se interesaba ella, tratando de conversar un buen rato.
—La verdad, nada en particular; también muy aburrido. Ya encontraré algo para hacer, creo —respondí. Sus palabras no tardaban en llegar. Conversábamos a través de esa pantalla insensible cuando sólo nos encontrábamos a unos pocos metros de distancia. La sentía cerca y a la vez tan lejos; fuera de mi alcance, de mis expectativas; un sueño que se volvería realidad algún día.
— ¡Ya sé! ¿Y si me saco algunas fotografías y te las envío por aquí? Algo así como un catálogo fotográfico, mi amiga tiene una muy buena cámara —ofrendaba ella, muy entusiasmada por la idea. Se volvía todo un hecho claramente inusual; algo que lograba convertirme en aquel privilegiado que tanto deseaba ser, dichoso de su imagen, de sus actos. ¿Me dedicaría aquellas fotos, su belleza bajo esas atractivas poses de moda? Esperé unos cuantos minutos hasta recibir unos diez envíos remotos a mi ordenador.
— ¡Espero que te gusten! —exclamó ella, mientras yo comenzaba a verlas una por una. Mis ojos se perdieron en aquella belleza: La plena perfección sobre el cuarto de su amiga que, tras el protagonismo de Leslie, se perdía en los confines de la fotografía. Me extraviaba tenuemente en la suavidad de su piel, de su pelo; ese color oscuro en su cuerpo que la playa le había obsequiado junto al brillo del sol. Vislumbraba cada una de las fotos enamorándome de su persona una y otra vez, creando así, un círculo perfecto entre el corazón y la mente. Una conexión inquebrantable con mis sueños que quedaría allí por siempre, aun cuando su ausencia fuera un hecho irreversible.
—Pues, me has dejado sin palabras. Estas fotografías están realmente increíbles —le agradecí, guardándolas en algún lugar recóndito de mi ordenador. Me respondió con una de esas divertidas sonrisas virtuales que se transformaban en su propio rostro una vez que alcanzaban mi imaginación.
— ¿Y qué tienes pensado hacer hoy? —agregó ella, recurriendo a esa anhelada pregunta; una de esas preguntas que suelen formar parte de simples conversaciones, algo poco importante.
—No lo sé, no he organizado nada aún. Lo más probable es que me quede aquí en casa —afirmé yo, dándole lugar a que me concediera alguna solución.
— ¿Tienes ganas de que salgamos hoy? —me preguntó, agregando una infaltable cara sonriente al final de su propuesta. Yo no podía creerlo, aquel era el día, el tan esperado. «¿Y qué haremos, a donde iremos?», me preguntaba a mí mismo una y otra vez.
—Claro, justamente eso iba a preguntarte. ¿Y qué tienes ganas de hacer? —la interrogué yo.
—Bueno, estuve pensando, hay una playa aquí al frente. Por allí no pasa nadie y podremos estar solos —me respondió, mientras yo percibía cierto acoso de su parte al tomar en cuenta aquel detalle en su “salida de amigos”. De todas formas, sus peticiones serían siempre respetadas.
—Jaja, bueno, donde tú gustes. Aquel lugar está muy bien para mí. ¿Y a qué hora quieres que nos encontremos?
— ¿A las nueve en punto te parece bien? No olvides traer la guitarra y una lona para no llenarnos en la arena —me exigía ella sin obviar ningún detalle. Tan sólo faltaban treinta minutos para las nueve y yo aún no me había duchado. Se trataba de Leslie, de manera que hubiera accedido a todas sus peticiones con tal de que estuviera a gusto conmigo. La noche debía ser prácticamente perfecta, carente de errores o de cualquier rasgo indebido.
—Sí, sí, claro, a las nueve será perfecto. Te veré entonces en la esquina de aquí abajo —concluí eufórico, y me desconecté del Chat.
Me levanté finalmente de esa silla, en la que poco más y quedaría dibujada mi figura de tanto estar allí sentado, y me arrojé en la ducha para darme un buen baño. Cada gota que caía despertaba en mí una sensación de realidad que me obligaba a calcular cada detalle. ¿Qué le cantaré? ¿Qué le diré? ¿Qué me dirá ella? Cada incógnita aceleraba las agujas de mi reloj, despertándome a cada instante para apresurarme una vez más. Me lavé la cabeza, me enjaboné y me enjuagué rápidamente dejando mi cuerpo limpio y reluciente. Salí de la ducha, mojándolo todo a mi alrededor, y desempañé el espejo del baño para lavarme los dientes. Así corrí a mi cuarto a preparar la guitarra y practicar, en esos últimos minutos, algunas canciones que a ella pudieran gustarle: “Corner to corner”, uno de esos temas tan inciertos como su respectivo artista, era aquel leitmotiv que no podría ausentarse y, tanto en mi voz como en mi propia interpretación musical, serían quizá una conquista perfecta. Preparé alguna que otra canción y memoricé las escalas que mejor se adaptarían a mis cuerdas vocales; advertí que estaría muy nervioso al dedicárselas.
— ¡No puedo creerlo, ya es casi la hora! —exclamé en voz alta. Aún estaba en paños menores y no me quedaba mucho tiempo restante. Corrí hacia mi cuarto y saqué del ropero uno de esos pantalones de vaquero ajustados que prometí soportar sólo al tratarse de una ocasión tan importante como aquella. Cogí también una camiseta negra decorada por dos ojos brillantes dibujados en el pecho, de esos que observan a cualquiera que se detiene ante a ellos. Me coloqué las zapatillas y me eché un poco de perfume en el cuello: Algo que jamás creí necesario pero esta vez lo era. Sólo quedaba un último detalle tan imprescindible como mi presencia: Mi gorra. Colocándomela ciertamente a medida y con su visera hacia adelante, abandoné finalmente mi habitación. Ya en instantes nada más serían las diez de la noche y me era de gran importancia llegar antes que ella. Deseaba que me encontrara allí en la esquina esperándola ansioso; tal como si yo y mi guitarra fuéramos ese valiente jinete junto a su caballo, dispuestos a enfrentar arremetidamente cada aventura. Abrí la puerta de salida y, asegurándome de cerrar con llave, me volteé para bajar las escaleras de ese primer piso. Abandoné la entrada del bloque observando, para mi sorpresa, como Leslie ya se encontraba en la esquina esperándome. La miré detenidamente mientras me iba acercando poco a poco hacia ella. Su pollera verde era una larga y translúcida tela que se ondeaba con el viento que arribaba desde el mar. Sus piernas escapaban por debajo, vistiendo unas divertidas chanclas de playa que se perdían en la perfección de sus pies. Su playera negra dejaba lucir su cuerpo de la forma más seductora que mi mente jamás hubiera imaginado, mientras de su cuello pendía un hermoso colgante en forma de corazón. Crucé esa angosta calle que nos separaba y, acercándome lentamente, la saludé con un desinteresado roce de mejillas.
—Estás demasiado arreglado para la ocasión. Vamos a estar en la playa —me corrigió ella sonriendo, al observar esas zapatillas que se corrían del atractivo playero y de las comodidades lógicas quizá. No supe responderle. Comenzamos a caminar hacia el mar, esquivándonos con la mirada, mientras yo disimulaba mis nervios de las formas más creativas que encontraba. Parecía conocer la zona mucho mejor que yo, sólo era cuestión de seguirla. Doblamos en la esquina y caminamos junto a la arboleda de la calle, alcanzando pronto un desolado camino que desembocaba en una playa desierta; estaba oscuro. Allí, a unos cuantos metros, un farol solitario creaba un gran círculo de luz sobre la arena, mientras el sonido de las olas del mar nos guiaba lentamente hacia allí. Las ruinas de un viejo desagüe sobresalían del suelo muy cerca del lugar donde nos sentaríamos. El lugar era obsoleto y a la vez mágico. No importaba lo que allí ocurriera; disfrutaría el estar con ella compartiendo un momento, una ilusión, algo que pronto se convertiría en un recuerdo ciertamente eterno. Y llegamos por fin a aquella luz casi desvanecida; ese circulo que nos gritaba desde lo lejos para darnos la bienvenida.
— ¡Aquí me parece bien! —exclamó ella observando el lugar. Me gustaba su solidez, su libertad al decidir y determinar lo que quería, aunque me hubiera gustado, quizá, sentir su papel secundario en aquel momento. Sentir que era yo quien controlaba las cosas, el lugar… esa magia. Necesitaba verla tan insegura como yo lo estaba, indecisa, nerviosa; sentirla dispuesta a mí tal como yo me estaba entregando a ella finalmente. Nos sentamos frente al mar mientras mis ojos la observaban de pies a cabeza más enamorados que nunca.
—Mi amiga tuvo que prestarme estas chanclas —comentaba ella, mientras yo me acomodaba sobre la arena contemplándola junto a mí. La notaba distinta, diferente a otras épocas; momentos que hasta ese entonces sólo existían en mi mente. Comenzaba a conocer finalmente su verdadero ser, aquella personalidad que sólo al imaginar lograba regocijarme.
—Olvidaste traer la lona, ¿no es así? —exclamó sorprendida, notando que sólo había traído mi guitarra.
— ¡Uy, que idiota! Tienes razón. Salí tan apurado que acabé dejándola en casa —le aclaré, descubriendo repentinamente mi falta.
— ¡Te voy a golpear! —amenazó chistosamente y alzando al aire una de sus chanclas. Me dejé llevar por su aparente personalidad, sintiendo como mi imaginación se convertía en una pieza única. Aun así, su energía era la misma. La mujer que tanto deseaba tener junto a mí, compartía ahora el mismo escenario que yo.
—Deja en paz la chancla de tu amiga o se la terminarás arruinando —decidí tranquilizarla para que se comportara un poco más adulta.
—Sí, tienes razón, y creo que algo me ha picado en la pierna, mira… —mencionó, alzando levemente su pollera y adentrándome a aquel sector al que, supuestamente, aún no era bienvenido. Me reí notablemente, ignorando el hecho de que mi amiga intentaba provocarme sexualmente. Le gustaba jugar con mis pensamientos, con mis intenciones. Sabía que no me aprovecharía de ella ni de aquella situación tan fortuita. ¿Le daría eso lugar a jugar con mis hormonas? Mis pantalones ajustados comenzaban a causarme una molesta inmovilidad; ya casi no podía flexionar mis piernas y, allí en la playa con mi más deseada compañía, el confort era una necesidad sumamente infalible.
—Bueno, ya puedes quitar la guitarra de su estuche.
—Sí, creo que es una buena idea —respondí yo, preparado de una vez por todas para envolver a Leslie en mi sutil y romántica serenata. Arrojé el estuche a un costado y comencé a revisar cuerda por cuerda con el fin de evitar enfrentarme a alguna inesperada desafinación. Me costaba observarla a los ojos. Acostumbraba a cantar libremente frente a cientos de personas, empotrado a un inmenso escenario donde nada podría fallar, ¿por qué, entonces, dedicarle una simple canción a mi amada se volvía una tarea tan complicada? Comencé a deslizar mis dedos sobre las cuerdas de la guitarra dejando salir suaves y morosas melodías.
—No saldrá como su versión original pero haré el intento — aclaré innecesariamente, pretendiendo aquietar un poco mis nervios. Ella no me respondió: Se encontraba sumergida en las profundidades de aquel momento; alguien estaba a punto de dedicarle una canción. No cualquier canción, claro, sino una masa de sentimientos; melodías que cargaban sobre sus notas y acordes millones de pensamientos, sueños que sólo con ella desearía concretar. Avivé el sonido de mi voz y, tras un agudo chirrido en las cuerdas más gruesas de mi guitarra, comencé a cantar su canción preferida. Concluí el primer estribillo y le di fin a esa corta romanza.
— ¡Hey, cantas muy bien! —exclamó ella, ignorando mis nervios que, al parecer, se habían apoderado al menos de un cincuenta por ciento de mis facultades de canto. Le sonreí como respuesta y dejé mi instrumento a un lado para continuar nuestra velada. El estuche de mi guitarra se convertía en una cómoda almohada sobre la cual Leslie y yo nos recostamos. Observábamos los confines de aquel cielo estrellado mientras la arena comenzaba a penetrar sigilosamente en mis zapatillas.
— ¿Por qué estás tan lejos? —preguntó irónicamente, observando aquellos insignificantes veinte centímetros que nos separaban. Me reí nuevamente y deslicé mi cuerpo sobre la arena para que nuestros hombros estuvieran más cerca uno del otro.
¿Cómo lograría entenderlo? Se desvive desde un principio por evitar que me acerque a ella; evitar mi presencia, mis sentimientos. Convenciéndome de que me alejara incondicionalmente de su vida, que dejara de perseguirla y ahora, al parecer, se proponía a conseguir exactamente lo contrario. Quizá había logrado encontrar en mí lo que no supo que existía en los rincones de mi interior. Una persona que la respetara, que la amara sin importar cuales fueran sus más ocurrentes características. Lo pensé una y otra vez pero allí estábamos los dos bajo la luz del cielo; ya no importaba más nada. Comenzó a rascarse las piernas como si las arenas de esas playas la estuvieran devorando parte por parte.
—No puedo creer que hayas olvidado traer la lona —se quejaba, creando énfasis en mi cruda culpabilidad al ser responsable de sus picaduras.
— ¿Tú con cuantas almohadas duermes? —me preguntó de pronto, ignorando la falta de sentido en sus palabras.
—Jaja, pues, duermo con dos. Una es para apoyar mi brazo y con la otra cubro mi cabeza —respondí abiertamente.
—Yo también, y una de ellas la abrazo como si fuera un inmenso oso de peluche —me explicaba Leslie mientras, recurriendo a su brazo izquierdo y posicionando su pierna sobre las mías, me convertía a mí en su mascota de descanso. Asombrado por esa magia, continué observando las estrellas mientras el contacto físico causaba un inmenso cortocircuito por todo mi cuerpo. Comencé a temblar suavemente como si mis músculos fueran víctimas de insistentes descargas eléctricas que se apoderaban de mí poco a poco. Intenté controlarlo, vencer aquella corriente y estabilizar nuevamente mi cuerpo. Se volvía una misión casi imposible de lograr mientras ella continuaba abrazándome fuertemente y apoyando su cabeza junto a la mía, tendida sobre mi hombro izquierdo.
—Acaríciame —me susurró al oído, con un leve tono de sueño, mientras yo comenzaba a rozar su hombro con el brazo sobre el que ella reposaba. A lo lejos, unos coloridos fuegos artificiales le daban a nuestra romántica velada ese pequeño toque de fantasía que tanto escaseaba para que la noche se volviera completamente perfecta.
—Juro por dios que yo no le he pagado a nadie para que lanzara esos fuegos artificiales —bromeé, para no perder ese sentido del humor del que se alimentaban sus risas. Comenzamos a conversar de ambos, de la historia que traíamos de nuestros respectivos pasados. Me sentía poco a poco parte de ella, parte de su vida.
—A ver, muéstrame la panza —exclamó, levantándome un instante la camiseta. Debía admitirlo, mi chica tenía características muy curiosas. Una personalidad claramente infantil; me fascinaba. Hablamos sobre su familia, sus padres, su hermano. Platicamos acerca de cada una de sus inquietudes, sus historias de la infancia. Conversábamos sobre sus cambios y aprendizajes de vida; cambios que, aunque su cuerpo expresara lo contrario, no parecían saltar realmente a la vista. Se describía a sí misma como una joven madura, crecida mentalmente, cuya personalidad infantil ya era parte de su pasado. Yo en cambio, notaba exactamente lo contrario: Una chica sumamente sensible y aniñada que comprendería, talvez algún día, que los momentos únicos en la vida no ocurren dos veces.
—Ya quítate la gorra —se reía cariñosamente.
— ¡No, deja ya! —me quejé, compartiendo su sentido del humor mientras ella se apoderaba inevitablemente de mi sombrero. Todo resultaba perfecto. Disfrutaba de su compañía, su calor sobre mi pecho, su cuerpo entre mis brazos. Agradecía al universo una y otra vez por transformar el curso del tiempo sólo por complacerme, por regalarme aquel recuerdo tan real. Observaba las estrellas intentando comprender esa magia, esa realidad de fantasía que, tras los solemnes suspiros de Leslie frente a mi boca, se convertía en una incógnita más de mi vida: Una de esas preguntas a las que algún día lograría encontrarles respuesta.
—No te pongas traviesa —repuse. Leslie se desarmaba en carcajadas; le causaba tanta gracia aquella palabra. Dejé nuevamente que el silencio se adueñara de nuestro instante concentrando tan sólo mi sentido del tacto. Se sentía todo tan real.
—Háblame —me rogaba ella, mientras yo me limitaba simplemente a mimarla y a observar el cielo.
—Es que no se me ocurre nada —contesté, evitando dejar escapar aquel “No hace falta decir nada, todo es perfecto”. Comencé finalmente a pensar que tanto amor podría alejarla de mí una vez más; decidí no expresarme con tanta franqueza.
— ¿Sabes una cosa? Todo pasa por algo, estoy segura. Es mi forma de ver las cosas —comentaba ella.
— ¿A qué te refieres con eso? —pregunté, suponiendo esperanzadamente a que se refería al hecho de haberme conocido.
—A que todo ocurre por una razón. Las cosas transcurren con algún fin, como si todo fuera obra del destino —me explicó más detalladamente. ¿Podríamos acaso prever el destino, sentir la importancia de una persona por su significativa existencia en nuestro futuro, en nuestras vidas? ¿Sería por eso que la sentía tan mía, tan especial como a ninguna otra chica que hubiera cruzado por mi senda? Si todo era obra del destino, tal como ella suponía, pues no había razón para preocuparme por ello; tarde o temprano, las cosas surgirían tal como mi corazón lo presentía.
—No sé si le contaré a mi madre de esto —exclamó ella, jugando con mi hombro derecho y el cuello de mi camiseta.
— ¿Esto qué?
—Esto, nuestra salida —explicaba ella—. Es que yo a mi madre le cuento absolutamente todo.
—Jaja, por mí esta bien, Leslie. Pierde cuidado que, por mi parte, no le contaré a nadie —le prometí. ¿Por qué tendría yo la necesidad de mencionárselo a alguien? Ese encuentro era sólo nuestro y de nadie más; nuestro pequeño secreto, aquella historia en la que sólo nuestros recuerdos serían protagonistas. ¿Contárselo a alguien? ¿Con qué fin? Los minutos se derretían como trozos de chocolate mientras nuestros cuerpos se enredaban como lianas bajo aquella noche tan estrellada. Me detuve a escuchar su respiración, los latidos de su corazón. Acariciaba suavemente su hombro mientras ella se refugiaba sobre el calor de mi cuerpo; parecía por momentos quedarse dormida. Continué acariciándola, sintiéndola bajo el tacto de mis dedos. Cada rose se volvía un hechizo inigualable de magia que viajaba hasta mi mente para cargarme con más chispas de esa extraña energía. Comencé a temblar de nuevo, levemente, y evitando que ella lo notara.
—Creo que te asignaré algún apodo. A partir de ahora te llamaré “Chuchu” —exclamó ella, ignorando la extravagancia de su frase. ¿Qué clase de apodo era aquel? ¿Sería acaso esa mema exclusividad que yo tanto buscaba?
—Pues, pienso que es un nombre algo cariñoso para mí. No creo estar preparado para afrontarlo —respondí en tono de broma, mientras Leslie dejaba escapar de su boca una suave carcajada.
—Es que a mis amigas les digo “Chuchi”, no puedo llamarte a ti como a mis amigas, ¿no crees?
—Jaja, sí, tienes razón. Puedes llamarme cómo tú quieras, por mí está bien —accedí. Continuamos allí abrazados mientras yo registraba en mi mente cada una de sus palabras. Comprendí que los buenos momentos son siempre un recuerdo imborrable; una imagen que permanece sellada en nuestra memoria por toda la eternidad.
— ¡Hey! ¿Por qué tiemblas tanto? —preguntó con una voz seca y apagada.
—Jaja, puede ser que tiemble. Es que aquí de veras hace frío, eh —mentí. No quería que descubriera el motivo; que su cuerpo sobre el mío trabajaba como una inmensa carga de energía tan insólita como poderosa. Que tan sólo con tocarla, mis sentidos se volvían magníficos, únicos. Que su presencia creaba en mí aquel ser superior cuyos límites se alejaban cada vez más de la realidad. De pronto, mi móvil interrumpió aquella romántica velada que ya alcanzaba inevitablemente sus términos.
—Hola, Frederic —respondí, observando su nombre en la pequeña pantalla del teléfono.
—Hey, Danser, ¿cómo estas?
—Bien, muy bien, pero un poco ocupado —le explicaba yo, esperando a que nos dejara tranquilos esos últimos minutos que nos quedaban juntos.
—Oh, no hay problema, quería avisarte nada más que estaremos a las once de la noche en la pizzería con los muchachos. Estás invitado —comentaba él, despidiéndose para vernos luego. Corté finalmente el teléfono. Guardándolo en mi bolsillo y evitando moverme tanto, volví a abrazar a Leslie para recuperar la intensidad de nuestro momento. Continuamos bajo aquel profundo trance unos cuantos minutos más hasta que se hizo bastante tarde.
— ¿Vamos regresando ya?— me susurró al oído, levantando lentamente su cabeza de mi pecho. Nos reubicamos una vez más mientras yo regresaba mi guitarra a su estuche que, apachurrado y enterrado en la arena, se convertía en nuestro único testigo. Me sacudí las zapatillas y el pantalón mientras Leslie se colocaba las chanclas y se rascaba otra vez las piernas. Me reprochó una vez más el haber olvidado la lona y, tras limpiarse un poco la arena de la pollera, comenzamos a caminar hacia aquella senda por la que habíamos llegado.
—No puedo creerlo, no estudié nada de historia y mañana tengo el examen —se quejó, al recordar sus irresponsabilidades. A mi no me importaba en lo absoluto; había cambiado sus obligaciones por estar conmigo, que más podía pedir al respecto. Fui yo quien renunció a sus estudios tan sólo para observarla; concentrarme en su hermosura y su cuerpo en lugar de la pizarra de clase. Caminamos así varios metros hasta llegar a la casa de su amiga. Nos abrazamos unos segundos y nos despedimos finalmente con un tierno roce de mejillas.
—Hey, Leslie —le grité desde la calle mientras ella entraba apresurada al edificio.
—La pasé muy bien está noche. Habría que repetirlo —me despedí. Me respondió con una dulce sonrisa y, alejándose a mis espaldas, se perdió en el interior de aquel bloque. Mi mente se encontraba extraviada en un gran sinsentido que, recurriendo a las más ilógicas explicaciones, intentaba resolver desesperadamente. Me pellizcaba a mí mismo una y otra vez asegurándome de que no se tratara de un sueño; que toda esa noche había ocurrido realmente y que no despertaría sobre mi almohada como en tantas otras ocasiones. Aprovechando esa inexplicable energía que recorría entonces todo mi cuerpo, subí las escaleras hasta aquel primer piso para entrar finalmente a mi casa. Apoyé la guitarra contra la pared de mi cuarto y me acerqué a terminar, en pocos segundos, las cuatro o cinco piezas del rompecabezas que aún seguían allí desparramadas. Aquel complejo puzzle representaba de alguna forma mis nuevos logros. Empotré la última de las piezas del dibujo sintiendo como concluía ese nuevo capítulo en mi vida. Introduje las llaves en mi bolsillo y me despedí una vez más de mi hermana que aún seguía allí sentada en el ordenador.
— ¿Y ahora a dónde vas? —me preguntó inquietada por mis idas y vueltas.
—Al centro con los muchachos. Volveré más tarde —le respondí, mientras ella continuaba hipnotizada frente a la pantalla. Salí nuevamente de casa notando como mi cuerpo poseía ahora más agilidad que de costumbre; tal como si me hubieran conectado a una gran fuente de electricidad y mis músculos se volvieran simplemente indestructibles. Me arrojé por las escaleras y, aterrizando ilesamente en la planta baja, abandoné el edificio para dirigirme hacia la pizzería Parci. Comencé a correr por las calles a una velocidad casi imposible de percibir. Mis sentidos parecían funcionar al máximo mientras yo continuaba acercándome poco a poco a mi destinación. Allí estaba Frederic junto a algunos de los compañeros de El Tucán.
— ¡No puedo creerlo! Sólo a mí puede pasarme algo así — grité despavorido, al notar como un murciélago acababa de descargar su digestión sobre uno de mis hombros. Los muchachos comenzaron a reír mientras yo me acercaba a una de las mesas de la pizzería para coger algunas servilletas.
— ¿Y qué tal estuvo la salida? Tienes que contármelo todo, Danser —me exigía Frederic, mientras yo terminaba de limpiar mi camiseta.
—Ven, acompáñame aquí a la vuelta. Te lo contaré todo con lujo de detalles —exclamé, rompiendo aquella promesa que le había hecho a Leslie. Necesitaba descargar toda esa euforia, compartir aquel sueño con mi amigo. Nos escondimos en un viejo callejón y, sentándonos en un pequeño escalón bajo uno de los negocios que yacían cerrados, comencé a relatarle los hechos.
—En fin, me encontré con ella en la esquina de mi casa y de allí nos fuimos a aquel lugar donde hicimos con los muchachos la fogata el año pasado, ¿recuerdas? Tendrías que haberla visto con esa playera tan ajustada, estaba realmente hermosa.
—Suena increíble. Imagino que estabas súper contento —interpretaba Frederic.
—Por supuesto, pero eso no es lo más increíble, espera a que llegue a la mejor parte —me adelantaba yo en mis relatos. Mi amigo me escuchaba con suma atención aunque, sin importar lo explicito que yo fuera, jamás hubiera logrado comprender lo que aquella cita significaba para mí. No con los detalles que sólo mi corazón podría percibir.
—De acuerdo, resulta que iba yo acompañado por mi guitarra. Ya sé, dirás que fue muy cursi la idea aunque, permíteme informarte, no fue idea mía sino suya.
—Supongo que le dedicaste alguna canción —adivinaba él.
— ¡Exacto! Y quedó muy satisfecha. Estoy seguro de que le ha gustado, era una de sus canciones preferidas. Pero eso no es todo. Después de cantarle la canción, nos recostamos sobre el estuche de mi guitarra a observar las estrellas. Déjame mostrarte como estábamos tendidos… —continuaba yo con mi relato mientras, recostándome sobre aquel porche enmugrecido, imité de la forma más explícita posible la posición en la que Leslie y yo nos encontrábamos.
— ¡Wow! No puedo creerlo. Lograste lo que querías, Danser. Lograste finalmente llegar a ella —exclamaba Frederic, completamente fascinado por los detalles.
—Quiero suponer que se besaron, ¿no es así? —se adelantaba mi amigo, intentando alcanzar el resto de los hechos.
—Bueno, a decir verdad, moría de ganas por besarla pero no hizo falta alguna. Es decir, me pidió que sólo fuera una salida de amigos, tenía miedo de arruinarlo todo, no quise arriesgarme.
—Pues, te entiendo, pero aun así, hubiese sido el último factor que restaba para que tu cita fuera perfecta —opinaba mi amigo, mientras mi mente continuaba bajo aquel farol en las playas.
—Es que no lo entiendes, Frederic, la cita fue enteramente perfecta. No necesitaba nada más, la tenía entre mis brazos, sobre mi pecho. ¿Qué más podía pedir? Esta noche fue cien por ciento perfecta, sin contar este regalo que me ha dejado un murciélago hace unos instantes, claro —bromeé como de costumbre.
—Es asombroso, Danser. Leslie te ha rechazado mil veces, es realmente increíble como todo ha resultado justamente al revés.
—Está bien, aun así, no quiero gritar victoria todavía. Recuerda que si mañana se pierde el hechizo, volveremos nuevamente al principio, tal como hace unos meses —concluí yo, recordando que la suerte dura a veces lo que una tormenta. Regresamos una vez más con la muchachada que allí continuaba sentada alrededor de la pizzería. El Tucán y su pandilla continuaban sosteniendo esa misma botella de gaseosa que portaban hacia unos minutos y que aún no habían terminado. Intentaba desconcentrarme, despegarme del recuerdo al menos por un rato, unos pequeños instantes. Aquella energía que hacía menos de una hora recorría mi cuerpo, parecía haber interferido con todas mis emociones y nervios. Mi cerebro se encontraba en una especie de burbuja temporal, tal como si el tiempo en mi cabeza continuara detenido, atrapado en el recuerdo de su piel, de sus brazos sobre mi pecho. Un recuerdo cuyos detalles continuaban en mi cuerpo como simples latidos del corazón regresando con cada suspiro, cada gota de aliento. Un recuerdo que permanecería allí por siempre.
— ¿Y a que se debe esa sonrisa, Danser? Estás así de alegre desde que haz llegado y no nos has contado el porqué —exclamó El Tucán desde una de las mesas. El resto de los muchachos me observaban absortos esperando a que mi respuesta fuera tan interesante como aquella felicidad en mi tes.
— ¡Oh! no es nada, muchachos. La vida es simplemente hermosa.