EL DOLOR

Estados Unidos ’94

Insisto, hoy: me cortaron las piernas.

La verdad, la única verdad del Mundial ’94, es que se equivoca Daniel Cerrini pero lo asumo yo, ésa es la única verdad… Nadie me había prometido nada, como se dijo por ahí, que la FIFA me había dejado el camino libre para hacer lo que quisiera y después me engañaron con el control antidoping, ¡no, eso es una mentira enorme!

Lo único que le pedí a Grondona, después, cuando todo pasó, fue que tuvieran en cuenta de que no había intentado sacar ventajas, que me dejaran seguir, que me dejaran terminar mi último Mundial. Que hicieran lo mismo que habían hecho con el español Calderé en México, por favor se lo pedí… No hubo forma: me dieron un año y medio por la cabeza, un año y medio por tomar —sin saberlo— efedrina, lo mismo que toman los beisbolistas, los basquetbolistas, los jugadores de fútbol americano en Estados Unidos, justo ahí donde estábamos… Y lo peor es que yo ni me había enterado de que usé efedrina: yo jugué con mi alma, con mi corazón. Todo el mundo futbolístico sabía que para correr no hacía falta la efedrina, ¡todo el mundo!

Yo llegué al Mundial limpio como nunca, como nunca… Porque sabía que era la última oportunidad de decirle a mis hijas: «Soy un jugador de fútbol, y si ustedes no me vieron, me van a ver acá». Por eso, por eso y no por otra cosa, no por alguna gilada que se dijo por ahí, grité el gol contra Grecia como lo grité. ¡No necesitaba droga para tomarme revancha y para gritarle al mundo mi felicidad! Y por eso lloré, y voy a seguir llorando: porque éramos campeones mundiales y nos quitaron el sueño.

En realidad, esta historia mía en el Mundial de los Estados Unidos, que termina como termina, había empezado para mí mucho antes.

En febrero nos reencontramos, al fin, con el Coco Basile. El me había convocado un mes antes, el 13 de enero, y por supuesto, me tuve que pelear con el presidente de turno para que me dejaran viajar: en este caso era Luis Cuervas, del Sevilla, que de golpe se había puesto en no sé qué, en importante, el cabeza de termo. Yo la corté muy fácil: «Lo que este hombre quiere hacer es joder», le dije que le devolviera la cara al perro, y me subí al avión. Se venían dos partidos amistosos, pero por algo: primero, contra Brasil, para festejar el centenario de la AFA; después, contra Dinamarca, por la Copa Artemio Franchi, que enfrenta al campeón de América y al campeón de Europa. Yo había visto de afuera la del ’91, que se jugó en Chile, por la sanción. Lo digo: pocas cosas son tan dolorosas como ésas, uno se siente preso; otra cosa es que te elijan o no, pero no poder ni siquiera estar en carrera, no se compara con nada.

La cosa es que yo llegué a Buenos Aires, fui por primera vez en mi vida al nuevo complejo de concentración de la AFA, en Ezeiza, y se armó un revuelo bárbaro. Se suponía que yo tenía que dar un montón de explicaciones. Fui muy concretito, para que no quedaran dudas: «Primero y principal quiero agradecerle a Basile por la convocatoria. Es la vuelta a mi casa. Aunque estuve dos años y medio sin vestir la celeste y blanca siempre me sentí jugador de la Selección. Sé que me quedan pocos años de fútbol y no desaprovecharé esta oportunidad».

La cosa es que había muchos temas… espinosos, dando vueltas por ahí. Por ejemplo, la capitanía. Ya habíamos tenido un par de cruces con el Cabezón Ruggeri, así que le pasé la pelota a él y dije que, cuando nos encontráramos, que él decidiera qué hacer… A mí, la verdad, lo que me fascinaba era volver a ponerme la diez después del maldito partido contra Alemania en Roma, dos años y medio atrás, y me ilusionaba jugar con esos monstruitos que empezaban a explotar, Caniggia y Batistuta adelante mío, Simeone atrás. Ese equipo llevaba ya 22 partidos invicto, desde que el Coco había asumido, y la gente lo quería, lo seguía. Para mí, después de tantos sufrimientos con Bilardo, era una experiencia totalmente nueva. Quena salir a ganar, a ganar todo, hasta los entrenamientos.

Lo que me gané, y eso es uno de los más grandes orgullos de mi vida como futbolista, es el reconocimiento de la AFA, que me eligió como el mejor futbolista argentino de todos los tiempos. Estaba fascinado, ¿cómo no? Pero al mismo tiempo me daba vergüenza dejar atrás a nombres como Moreno, Di Stéfano, Pedernera, Kempes, Bochini. Que sé yo, lo deseaba tanto y al mismo tiempo me daba tanta vergüenza… Después, muchos años después, en el 2000, me eligieron el deportista del siglo en la Argentina, algo enorme también… Difícil comparar una cosa con otra, mejor decir gracias, gracias por hacer felices a los míos, más que a mí, y nada más.

Al día siguiente, por fin, llegó el momento de salir a la cancha.

Aquel jueves 18 de febrero de 1993, con la cinta de capitán que Ruggeri me había devuelto, volví a pisar el césped del Monumental repleto, con la camiseta del Seleccionado. Empatamos 1 a 1, al fin, la rompieron Simeone y Mancuso, que hizo el gol, y yo terminé pegándole una patada al aire, al final, porque noté que a la gente —y a mí— nos faltaba algo… No sé, no habíamos dado todo.

Encima, al otro día, salió a la calle una de las tantas estupideces que se generaban alrededor mío. En este caso era ¡la Diegodependencia! ¿¡Qué carajo era la Diegodependencia!? Que el equipo había alterado su juego por mí, que me necesitaba demasiado, que me buscaban mucho… Pero, ¿¡qué carajo querían!? Que hubiera nacido en Río de Janeiro o en Berlín, así no tenían este… problema. ¡Por favor! Eran cosas que me sacaban de quicio.

Me volví a Sevilla para jugar contra el Logroñés y encontré un clima denso, pesado. Todo me hacía acordar a mis tiempos de viajes Nápoles-Buenos Aires para jugar allá, para jugar acá, con el club una vez, con la Selección otra. Con 32 pirulos, de más está decir que mi prioridad a esa altura era el Seleccionado. Así que salí a la cancha, perdimos con el Logroñés y me preparé para volver a la Argentina… Ahí sí que los dirigentes no querían saber nada. Nos anunciaron al Cholo y a mí que, si volvíamos a viajar, nos iban a sancionar. Y Bilardo, que era el técnico, no sabía dónde meterse. Sólo se animó a decirme: «Estás para noventa minutos, no más». El 27 de febrero, cuando terminó el partido contra Dinamarca, en Mar del Plata, después de los noventa, el alargue y los penales, yo festejaba con la Copa Artemio Franchi en la mano y nadie entendía lo que yo quería decir: «¡El Narigón se equivocó, el Narigón se equivocó!», cantaba. Habíamos ganado por penales, otra vez había escuchado al Vasco Goycochea decirme: Quédate tranquilo, que atajo dos, como en Italia ’90, yo metí el mío y festejamos, ¡cómo festejamos!

Para mí, no era una Copa más. Por eso declaré: «Saco una cosa en limpio de todo esto: con 32 años, todavía puedo jugar tres partidos en diez días. Coco me da libertad para moverme por toda la cancha y por todo el frente de ataque. Me siento cómodo lanzando pelotazos a Caniggia y Batistuta, es divertido ver cómo corren y se cruzan. Me encanta poner pelotitas ahí, para que definan. Yo siempre creí en mí: lo que pasa es que en el fútbol hay que demostrar algo todos los días; superé un buen examen y voy a seguir, no me quedo con estos dos partidos, nada más».

¡Cómo iba a imaginar yo que, por mucho tiempo, serían esos dos partidos, nada más! Debí de habérmelo imaginado cuando volví a Sevilla y el quilombo era infernal: nos sancionaron, nos hicieron firmar un papel donde decía que le pedíamos disculpas al club y… ya todo cambió. Me lesioné, me pelié, de todo. El Coco me puso igual en la lista de buena fe para la Copa América, pero él y yo sabíamos que, si llegaba, era por un milagro… Los andaluces me volvían loco. La cosa se fue degenerando, empiojando, hasta estallar en mi pelea con Bilardo. Eso fue el domingo 13 de junio y ahí mismo se acabó mi historia con el Sevilla.

Cinco días después la Selección debutaba contra Bolivia, en Guayaquil, por la Copa América. Sin mí, por supuesto. La ganaron y, como era lógico, el mismo grupo tuvo continuidad en las eliminatorias para el Mundial de Estados Unidos ’94. Yo había vuelto a la Argentina, seguía todos los partidos, pero más los de Uruguay. Igual, como amante de la Selección que era, opinaba. Fue entonces que dije aquello que armó tanto quilombo: «Basile se emborrachó con dos Copas América, defraudó a una persona que dio la vida por el Seleccionado y él es el que mejor lo sabe… Si me llama, no voy ni a palos». Eso lo dije, recaliente, el martes 3 de agosto, dos días después del triunfo argentino contra Perú, en Lima, justo cuando arrancaron las eliminatorias. Yo no tenía problemas con el Coco Basile, ¿eh? El creía en su bloque, en el que le había dado una punta de partidos invicto, y se la jugó por ellos… Lo que a mí me jodia, era que sentía que me habían usado con aquellos dos partidos, contra Brasil y contra Dinamarca. La vuelta de Maradona, toda esa historia, y después no volvieron a salir al balcón. Se le escapó la tortuga al Coco, en aquellos días, tuvo que reconocerlo. Por ahí parecía caprichoso lo mío, pero resulta que cuando me meten a la Selección en el medio… me pongo loco.

Poco tiempo después de eso, empezaron las negociaciones para que yo volviera a jugar en la Argentina: podía ser Boca, podía ser San Lorenzo, podía ser Belgrano de Córdoba, podía ser Argentinos, casi nadie pensaba en Newell’s. Mientras tanto, yo era un hincha más del Seleccionado, eso era y nada más.

Exactamente el 5 de septiembre de 1993 yo fui a la cancha, al gallinero, al Monumental, como un hincha más. Con mi camiseta número diez, sí, pero a ver Argentina-Colombia desde la platea. Me fui caminando desde mi casa, en Correa y Libertador, con mi viejo, con mi cuñado el Morsa, con la Claudia, con Marcos Franchi. Era un paseo más: Argentina le llevaba un punto a Colombia, ganando uno a cero nomás, la cosa estaba, la cosa estaba, no se nos podía escapar la tortuga. Pero empezaron a llegar los goles de ellos, uno atrás del otro, hasta llegar a cinco, y yo no lo podía creer, ¡no lo podía creer! Me dolía mucho, me dolía en el alma… Y cuando la gente empezó a gritar ¡Colombia, Colombia!, los mismos argentinos, me quise matar. ¡Me jodió, me dolió muchísimo! Y me volví a mi casa llorando, esas diez cuadras llorando… Yo lloraba y la gente me decía: ¡Volvé, Diego; volvé, Diego! ¡Y yo no había ido a la cancha para que me pidieran que volviera, viejo!

El estadio gritaba ¡Maradooó, Maradooó!, pero para mí era como si me estuvieran insultando. Yo lloraba porque el fútbol argentino, ¡el fútbol argentino!, había perdido 5 a 0 y eso era un retroceso muy grande, y casi nos dejaba afuera del Mundial. Porque lo que valía ahí era el resultado, la estadística: no era una Colombia irresistible, no lo era hasta el punto que ese resultado fue su certificado de defunción: pensaron que con ese triunfo estaban en la historia y lo cierto es que nunca más repitieron nada parecido, al contrario.

Yo me fui muerto de la cancha, ¡muerto!, porque esa del Coco Alfio Basile era una Selección creíble, una Selección querible. Por algo la gente había llenado la cancha: había ido, como yo, a una fiesta, a un nuevo galardón, a festejar que estábamos en el Mundial… Y nos quedamos ahí, colgaditos de un hilo.

Ese hilo que yo digo era la chance que todavía quedaba para clasificarse, jugar contra Australia. Yo no sabía, de verdad, si quería aprovechar esa chance; lo que quería, seguro, era que la tuvieran los muchachos, que tuvieran la revancha. Pero, ¿qué pasó? Que me pidieron que volviera el mismo Basile y hasta los muchachos. De la gente ni hablar, ellos me ponían con los ojos cerrados… Por eso acepté: porque era un desafío para todo el fútbol argentino, pegar un salto hacia delante después de semejante paso atrás como había sido la goleada colombiana. Me puse entre ceja y ceja que tenía que volver… y volví. Encima, cuatro días después de aquella goleada, el 9 de septiembre, me convertí oficialmente en jugador de Newell’s. Para mí, eso fue como volver a vivir.

Yo ya había empezado otra de mis clásicas recuperaciones. Esta vez, con un método chino, que me había permitido adelgazar 11 kilos en una semana. Había contratado a Daniel Cerrini como preparador físico personal y nos habíamos puesto como meta superar mi nivel físico de México ’86. El también manejaba mi dieta, para darle continuidad a todo lo que nos había preparado el chino y le pedía, cada tanto, un poquito de calma. ¡Llegamos a entrenarnos en triple turno! Claro, él era pura polenta, una bestia: y tomaba confianza porque me veía muy enchufado… Yo la tenía clara, ¿eh?: eran mis últimos años de carrera y los quería hacer de la mejor manera.

Yo sabía que el Coco me quería, pero no se animaba a dar el paso. Estaban los que le llenaban la cabeza, también; que yo le iba a desarmar el grupo, que esto, que lo otro… Entonces le mandé un mensaje, a través de los medios: «Con el Coco nunca nos distanciamos, somos calentones y ya aclaramos las cosas que no nos gustan de cada uno. Ahora debo mejorar futbolísticamente para volver al Seleccionado», declaré el 23 de septiembre. Dos días después, nos encontramos.

El Coco me pidió oficialmente que volviera al Seleccionado en una reunión en la oficina de su representante, Norberto Recassens, que duró dos horas. Estaba el Profe Echevarría también, que ya había hablado varias veces conmigo y sabía mejor que nadie que yo estaba dispuesto a cualquier sacrificio. Coco me lo oficializó, me lo pidió como técnico, y yo le dije que sí.

La idea me entusiasmaba, fundamentalmente, por el hecho de que mi país no se quedara afuera del Mundial. Pero me entusiasmaba que la Selección fuera a Estados Unidos nomás, no necesariamente conmigo. Después se fueron dando las cosas, sí, porque los muchachos me empezaron a entender, a darse cuenta de cómo era yo… ¡Eran todos nuevitos! Habían ganado dos Copas América, pero no era, ¡no era la gran, gran Selección!

El grupo que yo encontré, apenas entré, estaba roto, quebrado. Mi primer trabajo fue dejar las cosas en claro con el Cabezón Ruggeri. Yo había dicho aquello del equipo, alguna vez, y él había salido a decir que yo no tenía que hablar, que había roto códigos. Yo le contesté… livianito: «Oscar Ruggeri ni siquiera me da bronca, me da pena, porque dice algunas pavadas y me parece tonto que entre hombres grandes se digan esas cosas». Bueno, nos encerramos en una pieza, entonces, y nos dijimos de todo. Nos peleamos, sí, no a las piñas pero nos peleamos. Ya todos saben que yo tengo la mano prohibida, je… Pero le hice entender que por más capitán momentáneo que fuera, él no podía impedirme a mí, por mi historia, por todo lo que yo había hecho, opinar del Seleccionado. Lo entendió.

Después de eso, me reuní con Redondo. El, cuando había renunciado la primera vez al Seleccionado por… ¡razones de estudio!, había aparecido en una foto de El Gráfico con los libros debajo del brazo, delante de la facultad. Le dije, le grité: «¡Mira, para mí, los que se meten los libros abajo del brazo y me hacen quedar como un ignorante, son unos hijos de puta, ¿entendés?!». Y él me contestó: Yo no lo hice con ese sentido, discúlpame, Diego, no lo tomes a mal… Y yo seguía: «A mí, la única que puede decirme que soy un ignorante es mi hija, no vos… Vos sos caca para mí». Le dije de todo. Y el pibe reaccionó bien, porque tiene su personalidad, tiene sus cosas. El me relató, uno por uno, sus porqués. «A mí me podes dar todos los porqués del mundo, pero a mí nadie me deja como un ignorante. Porque después agarraste la plata y te fuiste a jugar a España, ¿no?, con esa historia de que a vos y a Rudman se olvidaron de mandarles los telegramas de renovación de contrato con Argentinos».

Yo estaba dispuesto a pelearlo y él también, igual que con Ruggeri… Pero a la hora de defender a la Selección, ninguno de los dos, ni Ruggeri ni Redondo, tenían los huevos suficientes como para hacerme frente.

La cosa era que la gran preocupación del equipo era si hablaban con Víctor Hugo Morales o no, si le daban notas a El Gráfico o no… Yo les dije: «¡Déjense de joder, vamos a hablar con todo el mundo y también vamos a jugar, que tenemos que clasificar al Seleccionado para el Mundial de Estados Unidos!». Y lo clasificamos, cagando pero lo clasificamos.

Fue en Australia, donde, por esas cosas de los poderosos del fútbol, no hubo control antidoping. ¿Por qué no hubo? Y qué sé yo, eso deberían responderlo Havelange, Blatter, Grondona, ellos. Por ahí se asustaron, se imaginaron que no era negocio que Argentina se quedara afuera del Mundial y habrán querido dejar el camino libre para que usáramos la efedrina, o lo que sea que nos hiciera volar… ¡Por favor, por favor! Estoy convencido, sí, de que no pusieron control antidoping porque tenían miedo, por eso.

En Sydney festejé mi cumpleaños número 33, un día antes… Sí, un día antes, porque por la diferencia horaria, cuando allá ya era 30 de octubre, acá todavía era 29. Me regalaron una torta con forma de Copa del Mundo y mi mayor felicidad fue compartirlo con la Claudia, con mi viejo, con mis amigos. La Claudia me despertó tempranito, me dio su regalo —un slip Versace espectacular— y el de mis hijas —dos ositos de peluche blancos y negros—. Enseguida, apretó play, tic, y del grabador empezó a salir la voz de Dalma y de Gianinna: ¡Vení, vení, canta conmigo / que un amigo, vas a encontrar / Y de la mano, de Maradona / todos la vuelta vamos a dar! ¡Impresionante! Se me caían los lagrimones. Me acuerdo que Juan Pablo Varsky, enviado por Canal 13, montó un camión de exteriores en la puerta del hotel, transmitió mi fiesta desde ahí y me puso al teléfono a Fito Páez, un grande. Yo sentía que aquello de «Dale alegría, alegría a mi corazón» se estaba cumpliendo conmigo. Estaba feliz. Vivía cosas nuevas, ésas que los caretas de siempre podían considerar privilegios y para mí no eran más que reconocimiento, reconocimiento a mis años de trayectoria: por ejemplo, mi mujer me ordenó mi habitación del hotel donde estábamos, el Holiday Inn Cogee Beach. Me acuerdo que lo declaré públicamente, como para que le quedara claro a todo el mundo: «Muchachos, si a los 33 años, después de jugar y ganar todo lo que jugué y gané, no puedo pedirle a mi esposa que viaje y venga al hotel donde yo estoy concentrado, bueno, qué quieren que les diga… ¡Ya estoy graaande!». Creo que me entendieron, y el que no me entendió, que se joda, se le escapó la tortuga.

Todos se sorprendían por mi nuevo aspecto, estaba realmente flaco, pesaba 72 kilos. ¡Qué pinta tenía el guacho. Richard Gere me miraba de reojo! Cerrini se volvió loco, pero me consiguió la harina de avena que tenía que desayunar cada mañana. Allá, además inauguré la moda de las remeras y las gorritas con homenajes. Homenajes a los argentinos que para mí los merecían y nos los recibían: OLMEDO, TE EXTRAÑO; FITO DALE ALEGRIA A MI CORAZÓN; VILAS, IDOLO; AGUANTE, CHARLY; MONZÓN, UN GRANDE. Yo les quería agradecer mientras estuvieran vivos, ¡no quería esperar a que se murieran para hacerlo, viejo!

Allá, en Sydney, el 31 de octubre, un día después de mi cumpleaños, empatamos 1 a 1, con gol de Balbo, después de un centro mío. Me hizo bien, muy bien, volver a sentirme capitán del Seleccionado: estrené una cinta nueva, azul y con la foto de las caras de mis dos hijas. Y después de todas aquellas aclaraciones y charlas, sentí que volvíamos a armar un grupo como la gente. Yo terminé rengueando, pero el Coco me pidió que siguiera hasta el final: ¡Quédate, quédate! Que suba Redondo unos metros más y vos bajá, pero quédate… ¡Quédate! Me sentía importante, de nuevo… pero no estaba nada conforme con el rendimiento del equipo. Le echaba la culpa de mi mala cara al dolor ese que sentía, pero en realidad estaba desilusionado. La única declaración que hice fue bastante gráfica: «Debí haberles metido más pelotas de gol a Abel y a Bati, debí haber aguantado mejor, debimos haber ganado… No sé, pero a mí, este empate me sabe a poco. Me sabe a nada».

Acá también sufrimos como locos, después. Dos semanas más tarde, el 17 de noviembre, en el Monumental, empatamos 1 a 1 y pasamos, ¡pasamos cagando! Ese era el objetivo, había que ver cómo seguía todo.

Cuando volví, quería jugar todos los partidos posibles con Newell’s, porque gracias a ellos había vuelto a la Selección. Claro, el hecho de volver a tener un equipo me había transformado de nuevo en jugador: eso era decisivo para demostrar lo que podía hacer, lo que podía dar. Enfrentamos a Belgrano, en Córdoba, y había tufillo a complot, se lo querían cargar al Coco, había algunos que no digerían el 5 a 0 y no les alcanzaba con la clasificación. Salí con los tapones de punta, una vez más: «Si se va Basile, me voy yo. El complot contra Coco sigue, hay gente que lo quiere echar como sea».

Pero no aguantó, la máquina no aguantó. Mi máquina, digo, mi cuerpo. En un partido contra Huracán, en Parque Patricios, el 2 de diciembre, de noche, sentí el ruido inconfundible del desgarro: como un cierre que se abre detrás de tu pierna. Por culpa de eso, me perdí un partido del Seleccionado que hubiera querido jugar, sí o sí, contra Alemania, en Miami. ¿Por Alemania? No, qué va… Porque algunos cubanos anticastristas habían dicho que si yo pisaba Miami, ellos me iban a matar, nada más que por ser amigo del Comandante Fidel Castro. Me hubiera gustado verlos de cerca, cara a cara, pero me lo perdí.

Cuando quise volver, ya en enero, para jugar unos amistosos contra Vasco da Gama, volví a caer, en el más exacto sentido de la palabra. Por delante, me quedaban cinco meses y medio para saber si iba a jugar el cuarto Mundial de mi carrera. Otra vez las dudas.

El lº de febrero terminó mi relación con Newell’s y ese mismo día viví una de las experiencias más tristes de toda mi vida: un grupo de periodistas violó mi intimidad, metieron las cámaras dentro de mi quinta de Moreno, no se contentaron con mis explicaciones de por qué nadie me había visto públicamente en el último mes, y yo reaccioné… Reaccioné como puede reaccionar cualquiera. Fue aquel episodio de los balines, sí, que no hace a esta historia futbolística, creo, como no debería ser noticia para nadie mi vida privada.

Me tomé las vacaciones que merecía, me fui a Oriente, al balneario Marisol, cerca de Tres Arroyos y me dediqué a disfrutar de mi familia y a pescar tiburones. Necesitaba ese respiro: el placer de un pescado a la parrilla; una buena afeitada como corresponde, al sol, como en Villa Fiorito; la convivencia con gente humilde, de trabajo… Porque, ojo, ¿eh?, no me iba a Saint Tropez, mi casita tenía dos ambientes y un garaje con parrilla y no era un palacio. ¡Me fui a Oriente, donde sabía que me iban a tratar como a uno de ellos! Donde iba a ser El Diego y nada más.

Me quedé allá un par de semanas y, cuando volví, fui a la cancha, a ver Boca y Racing, el domingo 13 de marzo. Ahí me preguntaron y yo dije lo que sentía: «Quiero jugar el Mundial». Al día siguiente ya me estaba entrenando con el equipo, en Ezeiza.

Había un amistoso contra Brasil, previsto para el 23 de marzo, y yo ya sabía que a ése no llegaba, aunque las ganas me hicieron pedirle al Coco que me pusiera. Me convenció de que no lo hiciera, que prefería tenerme bien para el Mundial y no para estos amistosos. Igual viajé a Recife, entonces, para estar con los muchachos, para compartir horas con ellos. Y para sentarme en el banco del Seleccionado mayor por segunda vez en toda mi vida: la primera había sido en el debut; ésta, por una gentileza del Coco, para no dejarme en la tribuna.

Apenas regresamos, me puse un ultimátum a mí mismo: exactamente a fin de mes, el 31 de marzo, le dije a Basile: «Coco, el martes le digo si sigo o le digo muchas gracias, buenas tardes… En una de ésas, sigo en Newell’s, pero no en la Selección; y si no, sigo con todo. No le quiero mentir». Otra vez las críticas de los cabeza de termo, otra vez el contradictorio: viejo, yo no quería engañar a nadie; a robar no iba a ir a Estados Unidos.

Para los que dicen que yo soy un irresponsable, cumplí con el plazo: el martes 5 de abril, gracias a la ayuda de Marcos Franchi, empezamos a llamar a todos los que teníamos que llamar. Primero, a Basile: «Lo voy a intentar, Coco, pero por un tiempo me voy a preparar por las mías, para alcanzar a los muchachos». Después, a Fernando Signorini: «Te quiero conmigo, vamos a desarrollar uno de tus planes». También al profesor Antonio Dal Monte, el mismo que me había preparado para México ’86 y para Italia ’90 y al doctor Néstor Lentini, que ocuparía su lugar para Estados Unidos ’94. A Lentini lo contactó Signorini cuando él era director en el Cenard, y es el día de hoy que le estoy agradecido por todo lo que hizo: siempre fue un ejemplo de discreción y siempre me dio todo lo que necesité… Hasta que Hugo Porta, cuando llegó a la Secretaría de Deportes, le pegó una patada en el culo, una patada que no se merecía.

Al final, llamamos también a don Ángel Rosa… ¡Aaahhh, los maté con esa, ¿eh?! A don Ángel lo había conocido en mis vacaciones en Oriente. Un tipo bárbaro, de ésos de campo. En medio de uno de los tantos partidos de truco que habíamos jugado allá, él me ofreció: Diego, cuando quiera se viene por mi campo, pasando Santa Rosa en La Pampa… Ahí puede cazar tranquilo. Yo no me había olvidado y ahora necesitaba un lugar así, aislado, tranquilo… El problema fue que cuando Franchi lo llamó de parte mía, don Ángel no le creía.

En serio, don Ángel. Le hablo de parte de Maradona. Queremos aceptar el ofrecimiento que nos hizo aquella vez y pasar unos días en su campo

Sí, claro, je, je, je

Don Ángel, ¿no me cree? Yo soy el que le ganó al truco con 33 de mano

¡Marcos!

Allá fuimos, entonces. Con Fernando y con Marcos, y también con Germán Pérez y Rodolfo González, el mudito, un amigo de la familia, de Esquina, que está con nosotros desde hace veinte años, siempre listo para darle una mano a mis viejos. Llegamos el domingo 10 de abril y nos quedamos hasta el domingo 17. En una semana, hicimos de todo: en el trabajo aeróbico con Fernando, llegamos a correr 16 kilómetros diarios; también hacía box con Miguel Ángel Campanino, un ex campeón argentino, y después iba al gimnasio. Todo, bajo las recomendaciones y el control del doctor Lentini, desde Buenos Aires.

El campo, que se llamaba «Marito», estaba a 6l kilómetros de Santa Rosa. Tenía una casa sencillita, como todo allí, pero muy confortable: dos plantas, techo de tejas, seis habitaciones, televisor blanco y negro, energía propia por un generador y una galería fresca, espectacular, ideal para jugar al truco.

Hasta allá se llegaron el Coco Basile y el Profe Echevarría para charlar conmigo y arreglar todo, tomándonos unos mates. El Coco me había convocado para jugar el partido contra Marruecos, en Salta, y quería saber cómo estaba. ¡Hecho un avión, así estaba! Y el Coco me cazó al vuelo, porque él es de rioba, como yo: Cuanto menos tiempo, mejor; cuanto más cerca la meta, mejor. El Profe Echevarría, igual: se llevó abajo del brazo todos los informes que le dio Fernando y me tocó la cabeza, con el afecto de siempre. El sabía que si me dejaba tranquilo, yo llegaba, sin problemas.

Aquel partido contra Marruecos fue el 20 de abril, en la cancha de Gimnasia y Tiro. Ganamos 3 a 1 y volví a hacer un gol, de penal: ¡desde el 22 de mayo del ’90 que no la metía! Después leí, por ahí, que hacía 1255 minutos que no hacía un gol. Eso también fue una satisfacción, me sentí útil. Me divertí, me divertí tanto que hasta hice jueguito con una naranja que me tiraron desde la tribuna. Tenía programado jugar sesenta minutos, nada más, pero cuando el Coco Basile me hizo la seña del cambio le pedí que me dejara un ratito más. Me sentía fenómeno. Ni yo lo podía creer: tres meses antes, me arrastraba por el piso; ahora, sentía que podía marcar diferencias. Y otra cosa sabía: todo dependía de mí. Para quienes les gusta cuando hablo en tercera persona: Maradona dependía de Maradona. Faltando quince minutos, el Coco ordenó igual el cambio. Y lo bien que hizo, porque el que entraba por mí era Ortega, Ariel Ortega. Corrí hasta él, chocamos las palmas y le grité: «¡Rómpela, ¿eh?!».

A Orteguita todos lo creen un boludito, pero yo creo que es muy inteligente. Y no es porque él hable bien de mí… A mí me lo sacaron de la habitación, en aquel grupo, porque en River decían que yo le podía meter en la cabeza algo de… algo de lo que tenía yo, y Orteguita me dijo: Yo me quiero quedar en la pieza con vos. Pero le contesté: «No, no, nene, no… Porque yo me voy mañana y vos tenés que seguir». Lo sacó el tartamudo ese de Alfredo Dávicce, que era el presidente de River, por eso fui y le dije a Basile que estaba todo bien, que lo cambiaran de pieza. El Burrito, a mí, me habló como un hombre, sabía todos los problemas que tiene Jujuy con la droga, me habló de todo lo profesional que era y también de todo lo profesional que no era porque se le cantaba el culo: un fenómeno, Ortega.

Después vino aquella historieta de los japoneses, que no me dieron la visa por mis antecedentes con la droga, y se tuvo que suspender la gira del Seleccionado por allá. Sentí la bronca de la discriminación, pero también la satisfacción de la solidaridad: mis compañeros se negaban a viajar y la AFA canceló la gira… Hubo que armar otra de apuro, por Ecuador, Israel (por supuesto, la cábala se mantenía) y Croacia. Perdimos el primero, 1 a 0; goleamos en el segundo, 3 a 0 y empatamos en el tercero, 0 a 0.

No fue de lo mejor, la verdad. Me hizo acordar a las peores épocas de Bilardo, por el rendimiento del equipo y por los quilombos para movernos de un lado a otro. Desde Croacia amenacé con volverme a la Argentina, derecho viejo. No sé, por ahí la culpa había sido mía por aquello de Japón y todo se armó de apuro, pero al final me planté y les dije: «O mejoramos esto, o me vuelvo».

No mejoró mucho, la verdad, pero tampoco me volví. Mejor, apuntamos para Estados Unidos, a instalarnos en las afueras de Boston. Primero, en un Sheraton, en Needham, sobre una autopista; después, en el Babson College, que era el lugar que la AFA había reservado para nosotros. La verdad, el lugar era espectacular y yo vivía todo de una manera distinta, más intensa. Es que estaba convencido de que sería mi último Mundial, por ahí era el broche de mi carrera: terminaba y no jugaba más, me retiraba. En ese momento ni equipo tenía.

Además, quería que Dalma y Gianinna vieran al papá en una concentración, en un entrenamiento, en un partido. No sé, sentía todo como una despedida. Con ilusión, ¿eh?, con ilusión. Con la misma de siempre en un Mundial. Tenía tres sobre las espaldas, ya, pero sentía la misma responsabilidad del que debutaba, qué sé yo… Y me gustaba la idea de no llegar como favorito: porque así había sido en México ’86 y habíamos terminado campeones; porque nos habían dado por muertos en Italia ’90 y llegamos a la final. Y repetí lo que había dicho cuatro años antes, aunque no la tenía en las manos: «El que quiera la Copa, me la tendrá que arrancar».

Mi cálculo era llegar a Grecia en unos siete puntos. Siete puntos cumpliendo los planes del doctor Lentini y marcados por Signorini y por el profe Echevarría. Trabajaba el doble o el triple que mis compañeros, porque hacía lo de ellos y además lo propio. Fernando decía que iba a llegar más fuerte al partido contra Grecia que al partido contra Camerún, en el ’90.

Cuando ya estábamos allá, sumé al grupo a Daniel Cerrini; él llegó el jueves 9 de junio por expreso y exclusivo pedido mío. Yo quería que estuviera, sí o sí. El me había ayudado en mi acondicionamiento físico para volver en Newell’s y también en el Seleccionado, contra Australia, y ahora lo quería de nuevo. Podía ayudarme con la dieta y también con el tema del peso, aunque esa vez no era mi preocupación: quería jugar con 76 kilos y no con 72, como en Newell’s. Aquella vez, Signorini había dicho, con razón: Lo tocan y se vuela. Yo sabía que a Marcos y a Fernando no les gustaba mucho la idea de que Cerrini se sumara al grupo, pero a mí sí. Y esto que quede bien claro, porque sirve para que la gente acepte de una vez muchas cosas: en mi vida, las decisiones las tomo yo, ningún entorno ni clan las toma por mí. Si me equivoco, me equivoco yo. Y a Cerrini lo llamé a Estados Unidos yo. Con él también llegó, pero desde Italia, otro gran amigo que yo quería en mi equipo físico y humano: Salvatore Carmando, el masajista del Napoli que también me había acompañado a México y no había estado conmigo en el ’90 porque se lo llevó Italia.

Yo seguía con mi manía de las remeras; en los primeros días, usaba una que decía: Si JUGANDO LES ROBO UNA SONRISA… QUISIERA JUGAR TODA MI VIDA. Era cierto, era cierto.

En el arranque, éramos el mejor equipo, lejos. Nosotros nos habíamos recontrajurado que nos teníamos que tomar revancha por todo lo que habíamos vivido y lo estábamos consiguiendo. Nosotros teníamos al mejor delantero, que era Batistuta, que estaba en su mejor momento; la metía Caniggia, que estaba motivado por mí; se había insertado fenómeno Balbo en una posición diferente.

También habíamos definido el tema del arquero, y en eso tuve que ver yo. Al principio, la decisión de Basile era que jugaran un partido cada uno, pero después Islas no arregló con Basile. El quilombo entonces era: ¿quién le dice a Goyco que no va a jugar? Nadie quería. Entonces lo encaré yo y le dije: «Mira, Goyco, acá las cosas tienen que ser claritas… Va a atajar Islas por los méritos que hizo en la cancha, en los entrenamientos». Yo no lo quería engañar a Goyco, porque ¡Goyco es un tipo sensacional! Entonces, ahí tuve que poner las pelotas como capitán para decirle a un amigo, a un amigo muy querido, que no iba a atajar, ¡cuando yo quería que atajara él!, que se quedaba afuera del Mundial cuando había peleado por todo conmigo, codo a codo. Era una decisión de Basile, yo no puse ni saqué a nadie, pero fui el primero, junto con Ruggeri, en apoyarlo al Vasco, en hacerlo sentir parte de ese equipo que ya pintaba como una orquesta.

Nosotros no necesitábamos defender, ¡nos defendíamos con la pelota! Porque ésa era la propuesta de Basile. El nos dijo: Miren, si nosotros queremos jugar como yo los paro, con Maradona, Caniggia, Balbo, Batistuta, Simeone y Redondo, perdemos cinco a cero… Ahora, si nosotros tenemos la pelota y nos adaptamos a ser la sombra uno del otro, a bajar y a dar nada más que una manito, una vez uno, otra vez el otro, la cosa va a funcionar. ¡Y cómo funcionaba! Llegábamos todos y así le hice el gol a Grecia: tocando, tac, tac, tac, una ametralladora, pared, Redondo, yo, golazo, golazo… Pero también llegaba el Cholo Simeone, y llegaba el Flaco Chamot… Teníamos un equipazo, por eso arrasamos a Grecia, el 21 de junio, 4 a 1, y los dimos vuelta a los nigerianos, el 25 de junio, 2 a 1. Teníamos un equipazo y ésa es la gran amargura mía, una amargura que me va a acompañar toda la vida.

Hablando con Bebeto, con Romario, ellos me decían: Cuando nosotros vimos que ustedes remontaron a Nigeria, a esos negritos que parecían orangutanes, dijimos «epa», acá está el equipo, no es sólo Maradona… Es un equipo con fortaleza mental, con fortaleza física, con presencia. Eso no lo dijo cualquiera, ¿eh? Me lo dijeron Bebeto y Romario, a mí, en persona. Querían decir que para los brasileños, en dos partidos, nosotros ya éramos los rivales a vencer. Para todos, éramos los rivales. Habíamos goleado a Grecia, los habíamos dado vuelta a los nigerianos y… pasó lo que pasó.

Nunca me voy a olvidar de aquella tarde del 25 de junio de 1994. Nunca. Sentía que había jugado un partidazo, estaba feliz. Vino esa enfermera a buscarme hasta el costado de la cancha, porque yo estaba festejando con la tribuna, y no sospeché nada. ¿Qué iba a sospechar si yo estaba limpio, limpio? Lo único que hice, me acuerdo, fue mirarla a la Claudia, que estaba en la tribuna, y le hice un gesto como diciéndole: «¿Y ésta quién es?». Pero era más un gesto entre nosotros, porque era una mina, y no porque fuera algo raro. Yo estaba tranquilo porque me había hecho controles antidoping antes y durante el Mundial, y todos daban bien. ¡No tomé nada, nada de nada! ¡Abstinencia total hasta de lo otro, de lo que te tira para atrás! Por eso me fui con la gordita y festejando, ¿de qué me iba a reír, si no?

Cualquiera de los periodistas que me haya visto después del control puede decirlo: yo estaba feliz, feliz de la vida… Tan feliz como no podía estar alguien consciente de haberse mandado una macana. Me acuerdo, en serio, que un periodista me preguntó:

Diego, contra Grecia te calificaste con un 6,50. Hoy anduviste mejor, ¿cuánto te das?

—Y… Seis cincuenta… y cinco, fiera.

Tres días después, el martes 28 de junio, estaba tomando mate en el parking de la concentración, ahí en el Babson College, disfrutando de un par de esas horas libres que nos daba el Coco, cada tanto. Hacía calor, como todos los días. Pero a nosotros no nos importaba nada. Estábamos felices como chicos. Charlábamos de cualquier boludez con la Claudia, con Goycochea y con su mujer, Ana Laura. Estaba mi viejo, también. En eso apareció Marcos, con una cara terrible, desencajado. «¿Quién se murió?», pensé yo.

Diego, tengo que hablar un minuto con vos —me dijo y me apartó un poco del grupo. Me pasó la mano por el hombro y me largó la noticia, así nomás—: Mira, Diego, tu control antidoping contra Nigeria dió positivo. Pero no te preocupes, los dirigentes lo están manejando bi… —Lo último casi no lo escuché, ya había pegado media vuelta, buscándola a Clau… Casi no la distinguía, ya tenía los ojos nublados, llenos de lágrimas. Se me quebró la voz cuando le dije:

—Má, nos vamos del Mundial. —Y me largué a llorar como un chico.

Nos fuimos juntos, abrazados, hasta la habitación mía, la 127 y ahí sí estallé… Le pegaba piñas a las paredes y gritaba, gritaba, ¡gritaba! «¡Me rompí el culo, ¿me entendés?, me rompí el culo! ¡Me rompí el culo como nunca y ahora me viene a pasar esto!».

Nadie de quienes estaban conmigo atinaba a decirme nada: ni Claudia, ni Marcos, ni el querido Carmando, pobre… Eso de que los dirigentes estaban haciendo algo, yo no creía en nada ni en nadie. Sabía… sabía muy bien que había llegado el final.

Daniel Bolotnicoff viajó a Los Angeles, donde se iba a hacer la contraprueba, junto con Cerrini y uno de los dirigentes de la AFA, David Pintado. Cerrini no tenía nada que hacer, en realidad, porque ni siquiera figuraba en la lista oficial de la delegación. También viajó el doctor Carlos Peidró, que era el cardiólogo del plantel y ayudante del médico, del cabeza de termo de Ugalde.

A mí se me había caído el mundo encima. No sabía qué hacer, para dónde salir. Tenía que dar la cara, sí, pero no quería destrozar al resto de los muchachos. Teníamos que viajar a Dallas, para jugar contra Bulgaria, y me destrozaba el alma saber que el clima sería otro y que… yo no estaría allí, en la cancha. No me animé a decirle nada a nadie, los que sabían, sabían, y listo. No sé, por ahí, en el fondo me quedaba alguna esperanza de que los dirigentes hicieran algo, que me creyeran, que se dieran cuenta de que yo me había roto el culo, me había entrenado tres veces por día… ¡Si ellos me habían visto, carajo!

El miércoles 29 aterrizamos en Dallas. Cuando entramos al hotel, yo encabezaba el grupo. Llevaba puesto el uniforme del plantel, anteojos negros y un gorrito azul de Mickey que me habían regalado mis hijas. Las cámaras me apuntaban a mí, pero no por nada en especial, siempre pasaba eso. Nadie sabía nada, todavía, y para mí era una sensación rara, espantosa: veía las caras de los periodistas amigos, sonrientes, ilusionados… Muchos de ellos se habían peleado por mí, por defenderme, y ahora estaban disfrutando de su revancha, igual que yo. ¡Cómo me dolía, cómo me dolía llevar adentro lo que sabía!

Esa misma tarde fuimos a reconocer el estadio, el Cotton Bowl, como se hace siempre en los Mundiales. Un día antes del partido, a pisar el césped. Yo entré y lo pisé, pero estaba en otra parte. Sabía muy bien que al día siguiente no estaría allí, no me dejarían estar allí. No todos mis compañeros sabían la verdad, y por eso a algunos les extrañó que yo estaba más callado que de costumbre. Ni siquiera toqué una pelota, para hacer jueguito: me fui contra un arco y me quedé ahí, agarrado de la red, como preso.

Recién cuando nos empezamos a ir, noté un alboroto en la tribuna donde estaban los periodistas. ¡Se habían enterado! Vi que Julio Grondona caminaba hacia ese lugar, desde el campo de juego, y apuré el paso. Escuché que me gritaban: ¡Diego, vení, una pregunta!, ¡Maradona, acá, acércate, por favor! Ni miré; sólo levanté el brazo y saludé. Me despedí. Eso hice: me despedí. Cuando ya había dejado el césped atrás y estaba a punto de perderme por el portón que llevaba afuera del estadio, giré la cabeza y lo vi a Grondona gesticulando, con dos mil micrófonos y cámaras apuntándolo: Los dirigentes lo están manejando bien, me había dicho Franchi. Y un escalofrío me recorrió la espalda y me sacudió.

A la noche, el lobby del hotel era un infierno. Ya todo el mundo conocía la noticia. Primero habían pensado en el Negro Vázquez, Sergio Vázquez, que había ido al control antidoping conmigo y estaba lesionado, medicado. Pero después todos supieron que el nombre era el mío.

Teóricamente, seguían las gestiones de los dirigentes, pero a última hora, cuando intentaba dormir, Marcos golpeó la puerta y me trajo la noticia: Diego, se acabó todo, la contraprueba también dio positivo. Con ese dato en las manos, la AFA había decidido sacar mi nombre de la planilla. Ya no pertenecía a la Selección Nacional.

Estaba solo, solo… Entonces grité, grité: «¡Ayúdenme, por favor, ayúdenme! ¡Tengo miedo de hacer una cagada, ayúdenme, por favor!».

Vinieron a la habitación algunos de los muchachos, pero no había nada que hacer, nada que decir. Yo lo único que quería era llorar, porque sabía que al día siguiente tenía que dar la cara y ahí sí que no iba a llorar. Se lo había prometido a Claudia y lo iba a cumplir.

Se hizo de día, por fin, y yo no había pegado ni un ojo. Marcos se había quedado toda la noche conmigo, también Fernando.

Cuando llegó la hora, todo el plantel se fue para el estadio. Yo no, yo me quedé. Quería explicarle todo a los argentinos. Estaba el periodista Adrián Paenza, con las cámaras de Canal 13. Nos fuimos hasta la habitación de Marcos y me senté en una cama, la que estaba más cerca de la ventana, mientras Adrián y el camarógrafo, el Cordobés, preparaban todo. A Marcos, Fernando y Salvatore, les pedí que se sentaran atrás mío, si querían. Tomé aire, carraspié un poco y anuncié que estaba listo. Entonces dije todo lo que se resumió en una frase que puedo repetir, tranquilamente: insisto, hoy, me cortaron las piernas.

¿La verdad? No tenía ganas de hablar una mierda, pero pensé que la gente se merecía por lo menos eso… Si me escuchaban, por ahí podían entender. Además, no quería que estuvieran pendientes sólo de una campana, la de los hijos de puta. Yo me senté en el borde de la cama y decidí enfrentar la cámara. Antes había hablado por el teléfono con Claudia y le había prometido que no iba a llorar, que no les iba a dar el gusto como en el ’90. Pero, la verdad, me costaba un huevo no quebrarme…

Arranqué con lo que le venía comentando a Marcos por el pasillo, antes de enfrentar la cámara: que quería correr, que quería ir a entrenarme, que quería volar, ¡que no sabía qué hacer! Me había preparado tan bien para ese Mundial, tan bien, ¡como nunca! Y me estaban dando por la cabeza justo en el momento en el que empezaba a resurgir. Y le dije, también, me acuerdo porque fue tal cual: «Yo, el día que me drogué, fui y le dije a la jueza: me drogué, cuánto hay que pagar. Y lo pagué, y fueron dos años durísimos, de ir cada dos o tres meses o cuando me llamaba la jueza para hacer una rinoscopía o hacer pis. Pero así no la entiendo. No entiendo porque no tienen argumento. Yo creí que la justicia iba a ser buena, pero conmigo se equivocaron».

Yo lo que juraba y recontrajuraba y pretendía que quedara bien claro, era que no me había drogado para jugar, para correr más, ¡por mis hijas lo juraba y por mis hijas lo juro! Si yo me había entrenado como me había entrenado, ¿¡qué necesidad tenía de drogarme!? Sonaba que los hinchas entendieran eso, que les quedara clarísimo que no había corrido por la droga, que había corrido con el corazón y por la camiseta. Nada más. Me acuerdo que cuando dije eso, me quebré, me quebré… Le había prometido a Claudia que no iba a llorar, pero no podía más.

En ese momento sentía que ya no quería más revanchas en el fútbol: me habían cortado las piernas, sí, pero también tenía los brazos caídos y el alma destrozada. Yo estaba convencido de que ya había pagado con lo de Italia, con el penal aquél, con mi derrota. Pero parece que la FIFA quería más sangre mía, no les alcanzaba con mi dolor… ¡Querían más!

Sé que después se vio mi testimonio encima de la imagen de mis compañeros, mientras ellos cantaban el himno, antes de jugar el partido contra Bulgaria. No sé, yo no lo vi y no me animaría a verlo jamás, jamás, creo que no lo soportaría… Demasiado lo soporté aquella vez, todavía no sé cómo.

De la habitación de Marcos nos fuimos a otra, a ver el partido. Invité a un pequeño grupo de periodistas amigos, que no habían ido a la cancha, que se habían quedado allí para ver qué hacía yo. También estaban Fernando y Salvatore. Marcos andaba por ahí, viendo si se podía hacer algo, todavía. ¡Qué mierda iba a hacer, qué mierda iba a hacer!

Yo me senté en el piso, con la espalda apoyada contra la cama. Tenía el televisor a menos de medio metro. Empezó el partido, no grité ni una sola vez, no me paré, no me moví. No era yo, era otro el que estaba mirando ese partido: ahí estaba mi camiseta, ahí tendría que haber estado yo. Ahí estaba mi bandera, también, una que me habían regalado mis hijas y yo le pasé a Cani, se la ofrecía de corazón.

De aquel partido contra Bulgaria me queda una frase de Redondo. Una frase que, cuando yo se la conté a Dalmita, porque Dalmita me preguntaba mucho, nos pusimos a llorar los dos juntos. Fernando me dijo, así, con lágrimas en los ojos: Yo te buscaba, te buscaba en la cancha y no te podía encontrar… Todo el partido te busqué. Claro, ¿qué pasa? Nos habíamos convertido en un equipo ya, que jugaba de memoria. De memoria: dásela a Diego, redonda, que él también te la va a dar redonda; a Balbo, a Bati, a Redondo, al Cholo, todos sentíamos el juego de la misma manera… Eso, eso era ese equipo: sentir el fútbol como si jugáramos a la pelota.

Aguanté veinticinco minutos, no más. Les pedí disculpas a todos y me fui a mi habitación. Allí me quedé, solo, hasta que volvió Marcos, hasta que volvieron los muchachos. Lo único que quería era volar de ese lugar y a las cinco de la mañana tenía un vuelo para llegar a Boston, a reencontrarme con Claudia, con las chicas. Ellas no entendían nada, todavía. La llamé por teléfono a Claudia y le pregunté cómo estaban. Me contestó que ya habían preguntado algo y que les había dicho que me habían dado un remedio, y por eso no había podido jugar. Se me hizo un nudo en la garganta y corté. Las venas me quería cortar, las venas… Me sentía más solo que nunca.

La actitud de Julio Grondona, cara a cara, me pareció excelente, pero después no me pareció tanto, creo que no supo defenderme como yo hubiera querido. Primero, porque lo mío ¡no era cocaína, no era reincidencia de cocaína! Después, porque fue una equivocación ¡involuntaria! de Cerrini. Se acabó el frasco de lo que yo venía tomando en la Argentina y compraron otro ahí, en Estados Unidos; era el mismo producto, sólo que el de la marca estadounidense llevaba un mínimo porcentaje de efedrina: en vez del Ripped Fast que yo estaba tomando y se acabó, Cerrini compró Ripped Fuel, que también era de venta libre y similar. Los dos se llamaban Ripped, pero el Fuel tenía una hierbas, unas mierdas, y daba efedrina, un poquito de efedrina. Con el doctor Lentini, en Buenos Aires, se hicieron todas las pruebas y se demostró que, con ese producto, aparecían las sustancias ésas que me encontraron a mí.

Yo también creí mucho en Eduardo De Luca, el dirigente argentino de la Confederación Sudamericana de Fútbol, parecía que él tenía todos los elementos para salvarme, porque eso me había dicho una vez que conversamos. Sólo era cuestión de hacerles entender que yo no había intentado sacar ventajas, ¡que no saqué ventajas! Por eso, le dije: «¡De Luca, por mis hijas…!», por mis hijas se lo pedí, pero, qué va a hacer, pudo más el poder.

Porque eso nunca me lo van a aceptar los poderosos, nunca. ¿Por qué? Porque son sucios, porque están con mierda hasta acá y ganan la plata con sangre… Porque lo que me hicieron a mí es ganar plata con sangre, es sacarle la ilusión a un país y también a un tipo de 34 años que hizo un esfuerzo grandísimo y que estaba a punto, bien. ¿A quién se le ocurre pensar que yo iba a reemplazar la cocaína con efedrina, a quién? Si yo terminé cansado, muerto en ese partido, ¡muerto! Le pedí el cambio al Coco y él me contestó: ¡No, no! Quédate que los negritos se nos están viniendo encima, quédate, por favor. Yo tomé aire, lo saqué desde donde no tenía y me quedé… ¡Pero yo quería salir, lo juro por mis hijas!

Y si después dije lo que dije, aquello de que me cortaron las piernas, fue porque me había jugado mucho en esa vuelta: yo quería que, de una vez por todas, los argentinos se sintieran orgullosos de su Selección con Maradona. Había hecho un esfuerzo enorme, me había encerrado allá en La Pampa, bajé de 89 kilos a 76. Le pedí tanto a Dios para que todo saliera bien, pero Dios… Dios no tenía nada que ver, o estaba distraído, o muy ocupado, que es lógico, porque si no tendría que haber logrado que Blatter, que Havelange, que Johanson, que todos esos dinosaurios, me perdonaran. Porque, insisto, no era reincidencia en la cocaína, no lo era. Ellos, que se llenaban la boca con el Fair Play, se estaban olvidando de un ser humano. Porque yo no había tomado nada para sacar ventajas, nada. Por eso no lo asumo como la cagada más grande de mi vida ni nada que se le parezca; lo asumo, pero como un error de otro. A nosotros nos sacan del Mundial porque a mí me dan efedrina, y la efedrina es legal, o debería serlo.

Aparte, yo no escondía nada, todo estaba bien claro: el Profe Echevarría sabía cómo trabajaba con Fernando Signorini en lo físico, y todos ellos sabían también que Daniel Cerrini se encargaba de los complementos, todo legal. A Ugalde, al doctor Ernesto Ugalde, preferiría ni nombrarlo, porque ¡es nefasto! Ojalá algún día me lo cruce por la calle, ¡ojalá!… No sabía nada y se quiso hacer el taura. Y salió a hacer una conferencia de prensa, ¿¡para qué!? Para decir que él no tenía nada que ver… yo nunca dije que él me hubiera dado nada. ¡Si yo me había hecho responsable por lo de Cerrini! Cuando me enteré, no lo pude agarrar; si no, lo mato a trompadas a ese Carabobo y San Martín.

Nunca nada quedó claro, hay una causa abierta todavía. Pero como el bonito de Ugalde salió a sacarse el problema de encima antes de que nadie le dijera nada, no lo dejaron hablar al doctor Carlos Peidró. Todo lo contrario: a Peidró lo hicieron callar la boca y lo rajaron. El había dicho: Cuando fuimos a ver la contraprueba, el frasco estaba abierto. Y eso debería haber eliminado directamente el control. Pero como el otro había hablado, como al otro lo único que le había interesado era salvarse él, no se pudo hacer nada. No se pudo hacer nada por ese cagón.

En Estados Unidos tenía en contra hasta a O. J. Simpson, ¡tenía en contra a todos! De los únicos que recibí apoyo fue del Coco Basile y de los jugadores. Después, de nadie más.

Por ahí, la sigo peleando, porque nunca es tarde, ¡nunca es tarde! Lo del doping en Italia, por ejemplo, eso de que están investigando al laboratorio que hizo todos los análisis en su momento, me hace sentir bien. Me llena de esperanza. Porque por ahí hay gente que todavía no puede dormir porque sabe que alguien le dijo: Hacele esto a Maradona, y lo hizo.

Me gustaría agarrar todos los elementos, todas las pruebas —lo voy a hacer—, y después ir a la FIFA. ¡Con 60 años, pero ir y patearles la puerta, y descubrir la verdad!