LA PASIÓN
Boca ’81
El pase lo inventé yo…
¡Y Boca no tenía ni un sope para pagarme!
Siempre supe que con ellos iba a vivir algo especial, siempre. Y eso que a mí me tiraba Independiente, porque me fascinaba el Bocha, me encantaba. Pero en mi casa Boca era el equipo de todos. Y habían sido ellos los primeros hinchas que me gritaron en una cancha: ¡Que-se-que-de, que-se-que-de! Los mismos que me ovacionaron cuando le metí los cuatro goles a Gatti. Siempre supe que me iba a encontrar con Boca, pero… ¡cuánto tardaron en llamarme! El capítulo de mi relación con Boca es muy lindo. Sobre todo porque la historia la inventé yo; el quía armó todo.
River me hizo una oferta —a Cyterszpiller, en realidad— más que interesante. Aragón Cabrera, que era el presidente, le dijo a Jorge que yo iba a ganar como el jugador mejor pago del club, que en ese momento era el Pato Fillol. Cuando me lo comentó, le contesté: «Ojalá que el Pato gane cincuenta mil». No sé, una cifra exagerada, cualquier guita, porque si no era por mucha plata, yo no iba. Era muy interesante la oferta de River, pero ¿qué pasaba? En mi casa el corazón estaba con Boca. Una tarde, caminando con mi viejo por La Paternal, él se animó a contarme un sueño… Era algo raro en él, me sorprendió. No es de hablarme mucho, así que lo escuché. Me dijo: Dieguito, ¿sabes qué estuve pensando anoche? Que algún día sería muy lindo verte jugar con la camiseta de Boca… La Bombonera, vos, nosotros gritando los goles, los parientes de Esquina también. Y… Boca tiraba, pero… ¡Boca estaba quebrado, no tenía un chelín!
Aragón se dio cuenta de que yo no estaba convencido, porque me mandó un mensaje a través de Jorge: Decile que arregle por la misma plata que Fillol o va a tener problemas. A mí me sonó a amenaza, y la historia me gustó menos todavía. Jorge había averiguado cuánto ganaba Fillol y era un buen paquete, pero yo ya no quería saber nada. Además, si al plantel que ya tenía River me sumaba yo, se terminaba el fútbol, porque era un equipo monstruoso, nadie nos hubiera podido mojar la oreja. En ese momento, River tenía a Passarella, a Gallego, a Merlo, a Alonso, a Jota Jota López. Y Boca se venía desangrando, venía de la peor campaña de su historia, con Rattin… ¡Rattin hizo tres puntos en Boca! Por eso, hace un tiempo, cuando el Rata empezó a hablar mal de Caniggia, mal de mí, que el equipo no funcionaba por nosotros, yo le grité: «¡La puta madre, Rattin! Si a vos te dieron Boca y sacaste tres puntos».
Bueno, la cosa es que estábamos en pleno tira y afloje, cuando me llamó Franconieri, un periodista de Crónica: Hola, Diego, ¿así que ya está hecho lo de River? Yo lo cacé al vuelo, me quería sacar de mentira verdad, así que lo dejé hablar un poco y enseguida me jugué: «No, no voy a firmar porque me llamó Boca». Se me ocurrió en el momento, no sé, fue una inspiración, una idea de esas que aparecen de vez en cuando. A él le venía fenómeno la noticia que no existía y picó. A la tarde, apareció Crónica con un título así de grande: «Maradona a Boca». Ya estaba la operación en marcha, sólo faltaba una cosa: que picaran los dirigentes de Boca… Y los dirigentes de Boca picaron.
Me preguntaron si era cierto que tenía ganas de ir al club o era sólo para presionar a River. Es fácil imaginar cuál fue la respuesta que les di. En la negociación estaban los dirigentes Carlos Bello y Domingo Corigliano. Era una situación rara: River, con toda la plata y sin mis ganas; Boca, sin un mango y con toda mi pasión. En el medio del lío, vamos con Argentinos Juniors a Mar del Plata, para jugar por la Copa de Oro ¡contra River! ¡Para qué…! Ya todo el mundo sabía que yo moría por Boca y no pararon de insultarme en todo el partido: ¡Maradona,/ hijo de puta/ la puta/ que te parió! ¡Todo el partido! En realidad, yo era el tipo más feliz del mundo, había logrado lo que quería: que ellos mismos se convencieran de que yo no los quería para nada. Hasta ese momento, más allá del título de Crónica, yo no había hecho ninguna declaración, pero esa noche, apenas salí del vestuario, después de que encima perdimos uno a cero, casi grité: «Después de estos insultos, no me quedan dudas: quiero ir a Boca y no a River». Se me vinieron todos encima: Martín Noel, que era el presidente de ellos, y el viejo Próspero Cónsoli, que era el presidente de Argentinos y me adoraba, pero… ¡me quería matar! Le había pedido trece millones de dólares a River y sabía que se los podía sacar, pero ¿a Boca? Nada. ¿Qué hacemos? ¿Cómo hacemos? Empezaron las negociaciones.
En el medio, me pasó algo que me convenció todavía más. El martes 3 de febrero no tuve mejor idea que invitar a la Claudia y a un montón de parientes y amigos a ver la final del Campeonato Mundial Infantil, Inter contra la Academia Tahuichi de Bolivia… ¡en el Monumental! Claudia dudó un poquito; no entendía por qué yo me exponía tanto, pero allá fuimos. El ambiente estaba pesado contra nosotros. Cuando llegamos al palco, un tipo me dice: Usted y su novia pasan, para el resto no hay lugar. Si quieren, vayan a la platea. A mí me cayó como una patada en el hígado, pero acepté, para no hacer más lío. Nos instalamos y al ratito nomás, un par de dirigentes empezaron a gritarme cosas: ¿Qué haces acá, ¡bostero!? ¡Para qué…! Me di vuelta, los quería matar, nos agarramos a trompadas, hasta que nos sacaron de ahí a mí y a Claudia. Lo último que les grité, antes de juntarme con el resto en la platea, fue algo que ya sabía: «¡A este club no vuelvo nunca más! Lo juro: ¡Nunca más!». Nunca más.
El tema era ver cómo se concretaba lo otro. El jueves 12 los dos clubes ya se habían puesto de acuerdo, pero al día siguiente Aragón cumplió con aquella amenaza que me había hecho: a Boca le cayó la DGI y la plata que estaba lista para pagar mi pase desapareció. Empezó un tironeo terrible que recién terminó el viernes 20. El pase, al fin, se hizo a préstamo y Boca se quedaba con la opción de comprarme. Por ese préstamo pagaron —o tenían que pagar— cuatro millones de dólares, y le tenían que dar a Argentinos un montón de jugadores: Santos, Rotondi, Salinas, Zanabria, Bordón y Randazzo… ¡A todos los representaba Guillermo Cóppola! Y Randazzo, no sé, se creía Uwe Seeler, porque no quería saber nada de irse de Boca. En realidad, todo era una maniobra de Guillermo: por él casi se cae mi pase a Boca, porque cuando los dirigentes le decían: Guillermo, es una falta de respeto, la gente nos va a matar si no se concreta lo de Diego, él les contestaba: ¿Falta de respeto? Es una falta de respeto para Randazzo.
Pobre Randazzo, el padre se me acercó llorando, cuando ya todo se había hecho, para que hiciera volver al hijo al club en un año, porque se había quedado con una opción. Ellos, con Cóppola a la cabeza, me invitaron a almorzar en El Viejo Puente, en Almirante Brown y Pedro de Mendoza. Comimos ranas importadas de Japón y así festejamos el pase.
A mí me tocaba un montón de plata, pero fue como si hubiera firmado en blanco. Por el porcentaje de la transferencia, nada más, eran 600.000 dólares, pero terminaron pagándome en especies. Me dieron unos departamentos que había hecho el empresario Tito Hurovich que parecían de cartón, ni papeles tenían, no los podíamos escriturar, nada. Uno estaba en Correa y Libertador, en Núñez, donde viví muchos años, justo enfrente de la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada que se había hecho famosa por culpa de la dictadura, por los desaparecidos. El otro estaba en República de la India… ¡No se los podíamos vender a nadie, eran un desastre!
Y yo había rechazado una oferta de River, que estaba lleno de plata, para aceptar la de Boca, que no tenía un sope. ¡Era una cosa de locos! Perdí guita. O sea, dejé de ganar, porque sabía que, haciendo un buen campeonato en Boca, tenía al Barcelona ahí… El Barcelona ya había puesto la plata, prácticamente. Yo no pasé directamente desde Argentinos por esas cosas de la vida, porque los catalanes eran tan poderosos que compraban todo, como ahora.
Lo que sí pasé fue de una vida a otra. Yo era famoso ya, pero nunca imaginé que ponerme la camiseta de Boca iba a significar para mí un cambio tan grande. Desde esa época es que yo no puedo ir a comer a un restaurante sin que se rompa algo, o se amontonen doscientas mil personas, o me pidan cuatro mil autógrafos. Para esa época, yo ya me había mudado de la casita de Argerich a otra más grande, en la calle Lascano. El Fiat 125 también me había quedado chico, ya andaba en Mercedes Benz. Otra historia, otra vida. Un salto muy grande, enorme.
Firmé mi contrato en La Bombonera, delante de las cámaras de Canal 13, que había pagado por la exclusividad. Y esa misma noche salí a la cancha, con la camiseta de Boca, para jugar el amistoso contra Argentinos que formaba parte del negocio. Fue el viernes 20 de febrero de 1981. Era un tiempo con cada camiseta. La que usé en el primero, la blanca de Argentinos, se la regalé a Francis Cornejo. Después, en la escalera del vestuario visitante, me cambié y me puse por primera vez los colores de Boca. Me mandé para la cancha, me persigné, pisé el césped con el pie derecho, entré y supe que empezaba una gran historia… Lo que son las cosas, le hice un gol de penal a mi equipo de toda la vida, el equipo con el que me había quedado con las ganas de ser campeón, ¿sabes lo que es eso?
En el último entrenamiento con Argentinos, en el club Teléfonos, me había dado un tirón en un pique. Me quedé toda la tarde con la bolsa de hielo, pero no pasaba. Me cuidé mucho, hice reposo, pensé que iba a estar bien, pero el viernes apenas corrí, zas, me tiró de nuevo… Así que llegué a Boca lesionado y no pude darle enseguida a la gente lo que esperaba de mí. Me brindé entero, como siempre, pero sabía mejor que nadie que todos esperaban más, más… Lo sabía porque yo también esperaba más. Pero no podía picar ni moverme mucho. Lo que me salvó fue que hice goles, que vacuné de entrada. El que le había hecho a Argentinos, en la presentación, casi ni contaba; hasta me dolía pensar en eso, me dolía de verdad… Pero enseguida tuve el debut oficial, a los dos días, el domingo 22, contra Talleres de Córdoba en la Bombonera. ¡Mamita, cómo estaba la Bombonera!
Cuando entré a la cancha me persigné, como siempre. Estaba muy nervioso. Parecía que el piso se movía. Y yo pensaba en el maldito tirón… Pero no podía fallar, y menos ese día. En La Candela, el día anterior, me habían hecho de todo para que pudiera jugar. El doctor Luis Pintos me había infiltrado, pero igual me dolía, me dolía. Hasta me dieron pastillas para dormir… Estaba en un sesenta por ciento, más o menos. Me mordía los dientes por la impotencia de no poder correr, sentía que la pierna me tiraba para atrás… Pero yo le daba para adelante.
El Negro Baley, que era el arquero de Talleres, me hizo un penal. Lo patié yo y se lo metí. Después, otro. Recuerdo con muchísimo cariño esos dos goles, fueron los primeros en Boca y sirvieron para ganar 4 a 1. Para los penales, en aquella época, ningún secreto: sólo la velocidad de vista necesaria para intuir hacia donde se tirará el arquero. Todavía me acuerdo de la primera pelota que quise tocar en mi debut en Boca. Se la tiraron para atrás a Mouzo y yo la bajé a buscar como hacía siempre en Argentinos: Mouzo la revoleó de un patadón y me reventó la espalda… Es que nosotros casi no nos conocíamos, si cinco días antes yo todavía me estaba entrenando con Argentinos: con Miguelito Brindisi apenas si habíamos jugado un Capital-Provincia en el Monumental. En la cancha nos gritábamos, yo le decía a Miguel que bajara y Marcelito Trobbiani a mí que encimara más a los centrales de Talleres. Cada uno aportaba lo suyo y la gente cantaba: Lo quería el Barcelona, /lo quería RiverPlei, /Maradona es de Boca, /¡porque gallina no es!
Me habían pasado tantas cosas en tan pocos días que empecé a pensar que nunca iba a llegar ese momento: jugar, ganar, golear… Mis viejos habían venido desde Esquina a verme y también mi hermano Lalo. El que se lo perdió fue el Turco, porque tenía que actuar en una comparsa.
Ya estaba en lo mío, aunque me dolía que se hubieran tenido que ir todos esos muchachos por mi llegada. No sé, hasta me dio algo de vergüenza presentarme en La Candela, donde se concentraba el equipo, allá por San Justo. Me daba no se qué entrar. Si hasta dejé lejos el auto. En el patio estaban Mouzo, el Colorado Suárez, Perotti. Enseguida pasó el momento. Me hubiera gustado tener conmigo en aquellos tiempos a Galíndez, el masajista de Argentinos que me seguía a todas partes. La verdad es que fue un cambio muy brusco. Yo venía de convivir con un plantel al que conocía mucho. Tenía amigos de verdad, de mucho tiempo atrás: era el padrino del nene del Negro Carrizo. En Argentinos, cada uno sabía las virtudes y los defectos de los demás, y el Zurdo Miguel Ángel López, que era el técnico, nos entendía como nadie. De repente llegué a Boca y a los diez minutos de entrar en La Candela me llamó Marzolini y me dijo que Boca era distinto a Argentinos Juniors, que si yo allá tenía ciertas prerrogativas acá no las iba a tener. Que si yo estaba acostumbrado a ir a la cancha con mi familia eso no podía ser en Boca…
Silvio no me conocía y se equivocó conmigo al hablarme así en el primer encuentro, de entrada. Se le escapó la tortuga, la verdad. En cambio Yiyo Carniglia, que era como un manager en el club, me dijo que no me sintiera el salvador de nadie. Yiyo era más grande, por eso me entendía más. Silvio me tenía menos paciencia: creo que tenía miedo de que yo me le fuera de las manos, qué sé yo… Por ahí era yo el que daba una imagen equivocada, no sé, pero sinceramente necesitaba —y necesito— sentir el afecto de los demás. Eso me lo daba Yiyo y no me lo daba Silvio.
De aquel grupo tengo un recuerdo bárbaro. Con Pichi Escudero y Huguito Alves nos conocíamos de la Selección juvenil del 79: habíamos compartido mucho tiempo durante el Sudamericano en Montevideo y el Mundial en Japón. Osvaldo, así como se lo veía de calladito, era uno de los que después de los partidos, en Uruguay, se cruzaba a la playa y bailaba como si estuviera haciendo una macumba. Hugo, en cambio, era de los más serios… Al llegar a Boca enseguida congenié con Ramoa, Ruggeri y Abel Alves, el hermano de Hugo. No era que no le diera bolilla a los más grandes, pero no tenía demasiadas cosas en común por una cuestión de edad. Nadie me lo decía, pero yo sentía que tanto mis compañeros como la hinchada esperaban mucho más de mí.
Encima estaba el problema de la plata: en el primer partido, contra Talleres, la recaudación fue de un millón de dólares; en el segundo no sé si llegó a mil… Claro, nos agarró la devaluación, se fue al diablo la famosa tablita cambiaría de Martínez de Hoz.
Jugué esos dos primeros partidos cada vez más lesionado, me arrastraba en la cancha. Pero igual hice goles: otra vez en La Bombonera, otra vez a los cordobeses, pero de Instituto, les metí dos: uno de penal y el otro… sencillito. Encaré hacia la media luna, corriendo de izquierda a derecha, le tiré un sombrerito al Negro Nieto y, antes de que cayera la pelota, la toqué con la zurda: la pelota pasó entre las piernas de Munutti y todo, ¡un golazo!
Así estábamos hasta que fuimos a Mar del Plata, en la semana, para jugar un amistoso contra San Lorenzo en el estadio mundialista. Esos partidos eran necesarios para pagar el pase, pero me estaban matando. No podía correr. Parecía que tenía encima de los hombros a María Martha Serra Lima. Cuando volví al vestuario dije basta… Cada vez que picaba era como si me clavaran un cuchillo en la parte de atrás del muslo derecho. El doctor Pintos me decía que era un pequeño desgarro, pero todos teníamos miedo de que se hiciera grande. Enseguida nos tocaba Huracán y yo ya quería parar, pero por hacerle un favor a Miguel, que se había ido mal del club y lo tenían en la mira, jugué igual. Fue el 8 de marzo, ganamos dos a cero, Miguelito se dio el gusto de hacerles un gol en el último minuto, pero yo no daba más… Y paré.
Estuve cuatro partidos afuera, pero igual Boca los ganó todos: los muchachos querían demostrar que también podían ganar sin Maradona y a mí me parecía fenómeno.
El otro problema era que, por aquellos primeros tiempos, las relaciones con Marzolini y con el profesor Gustavo Habbegger, que era el preparador físico, no eran las mejores. Ellos eran muy rígidos con las concentraciones, con los entrenamientos, con un montón de exigencias pelotudas y yo no me lo bancaba. Después, con los triunfos, nos fuimos entendiendo. Entonces declaré sobre Silvio: «Es un hombre honesto, que trabaja todo el día tratando de mejorar el equipo y aunque no tiene mucha experiencia se nota que sabe». Pero al principio tenía una mufa terrible con él y con el profe. Las cosas no eran sencillas.
Volví contra Newell’s, el 29 de marzo, hice un gol de penal, empatamos 2 a 2. Al domingo siguiente venía un lindo clásico, que yo sentía mucho, contra Independiente. Aquella vez me tuve que pelear con Marzolini para que pusiera a Ruggeri de una vez por todas. Como no me daba bolilla me agarré a los viejos, a Brindisi, a Mouzo, a Pernía, y les pregunté: «Díganme la verdad, ¿ustedes no se sienten más seguros cuando juega este pibe?». El Cabezón ya tenía una personalidad terrible, iba para adelante siempre… Ellos me contestaron: Sí, sí, Diego, tenés razón, este pibe tiene huevos de verdad. Entonces fuimos y lo apretamos a Marzolini. Ruggeri jugó contra Independiente en Avellaneda, ganamos 2 a 0, con una volea mía de afuera del área y con un gol… de él. ¡A papá! Yo sabía que el Cabezón la iba a romper: no salió más del equipo, a menos que estuviera lesionado o expulsado.
Así era yo, no me callaba nada. Si estaba seguro de lo que sentía, lo decía. ¿Y qué? ¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Porque había salido de Fiorito? ¡Las pelotas! Otra vez, declaré que en Argentinos Juniors, estuviera donde estuviera, la pelota me llegaba siempre y en Boca no. Dije que no quería pensar que hubiera egoísmo, pero… Saltaron todos. Me contestó Pernía, me contestó Brindisi, pero yo tenía razón. Lo agarré a Miguel y le dije: «Tenemos que juntarnos más y tocar, Miguel, tocar mucho. No te obsesiones con el gol. Metiste muchos, es cierto, pero no es tu obligación. No te generes esa carga».
Por fin, llegó el momento de pagar lo que yo sentía como una deuda con la gente. El viernes 10 de abril, una noche que llovía como si fuera la última vez, jugué mi primer clásico contra River, en La Bombonera. Si lo hubiera soñado, no habría sido mejor… Mi viejo estaba en la platea, en el sector E, y yo pensaba en él a medida que los minutos pasaban y las cosas se daban como una fiesta. Antes de ése, el viejo había visto un solo clásico en toda su vida: una derrota de Boca en el Monumental que él siguió, apretado y triste, desde la popular de Boca.
A mí siempre me gustó echarme las responsabilidades al hombro, y aquella vez sentí que lo estaba haciendo con los mejores resultados. Por varias razones tenía un enorme deseo de ganar aquel partido. Primero, por mi familia, hinchas de Boca de alma. Después, por la gente y por mis compañeros: se había estado hablando de la paternidad de River y yo había aportado bastante poco hasta allí… Así que me sentía feliz, feliz como se puede sentir quien hace un gol como el que le metí al Pato Fillol. De ése, de ese no me olvido más. Fue el primero para mí en un superclásico. Córdoba hizo una jugada fenomenal. Cuando vi que se iba en diagonal me mandé al segundo palo. Me llegó el centro, la bajé con la zurda, y casi le pego sobre la salida de Fillol. Pero corté para adentro y lo dejé al Pato arrastrándose… Me iba a meter con pelota y todo adentro del arco cuando vi que venía cerrando Tarantini. Me decidí a apurar el remate, porque el Conejo era una fiera en los cierres. Entró justo, bien cerca del palo… Ahí sentí realmente el clima de la tribuna, lo que no había notado tanto al entrar a la cancha. Era una locura, era… ¡la felicidad! Brindisi había hecho otros dos goles, antes, y terminamos 3 a 0. Después fuimos a comer a Los Años Locos, unos clásicos churrascos con papas pay, vino San Felipe blanco, como a mí me gustaba y… autógrafos. Autógrafos por acá, autógrafos por allá… y yo en una nube. Me sentía el hombre más feliz del mundo.
Parecía que con eso bastaba, que ya tocábamos el cielo con las manos. Cuando todo había pasado, ya conté otras veces que hubo jugadores —entre los cuales me incluía— que no teníamos bien en claro lo que queríamos. No nos dábamos cuenta de la dimensión que tenía buscar el título. Esto dejó de pasar a mediados del campeonato, pero se hizo difícil lograrlo.
Subíamos, bajábamos, ganábamos, empatábamos, perdíamos. Teníamos menos regularidad que qué sé yo. Apenas pasó el clásico, empatamos con Vélez en Liniers, un miércoles en la noche. Yo pensé que nos iba a venir bien, que nos iba despertar, pero nada que ver: seguíamos a los saltos. Con Ferro, el Ferro del viejo Carlos Timoteo Griguol, que sabíamos que era nuestro rival directo en la lucha por el título, el equipo más armadito de todos, empatamos 0 a 0 en Caballito: aquel 3 de mayo me cagaron a patadas como pocas veces en mi vida. Hay una foto increíble, es como si toda mi vida estuviera fotografiada: estoy volando como a dos metros de altura, tipo Michael Jordán, por un terrible patadón que me pegó Carlitos Arregui. Igual ellos no necesitaban pegar, tenían un equipo que era un relojito, nada que ver con nosotros en ese aspecto: ellos sí que eran regulares: tenían a Cúper, a Garre, a Saccardi, al paraguayo Cañete, al uruguayo Jiménez que la rompía.
Ahí nosotros tuvimos la peor racha en todo el torneo, como para diferenciarnos de ellos: después de un buen triunfo contra Central en La Bombonera, empatamos con Racing, perdimos con Talleres y empatamos con Instituto… Estábamos en la mitad del campeonato, llevábamos cinco puntos de ventaja, pero no convencíamos a nadie. Era una lucha.
La base del equipo estaba, con algunos toquecitos. La Pantera Rodríguez al arco, porque Gatti se había lesionado y le costó volver, le costó recuperar el puesto. En el fondo, el Tano Pernía o el Colorado Suárez por la derecha, Mouzo y Ruggeri como centrales —el Cabezón ya era indiscutible— y el fenómeno de Cachito Córdoba por la izquierda. En el medio el Chino Benítez, con tanta experiencia que ya se estaba poniendo canoso, el uruguayo Krasouski, que te hacía doler hasta cuando pronunciabas el nombre, y yo, aunque a veces también me gustaba jugar más arriba. La alternativa de cualquiera de nosotros era Marcelito Trobbiani, que tenía una característica diferente a todos: era capaz de pisarla y de marcar con la misma calidad, un fenómeno; por una hepatitis estuvo parado mucho tiempo. Adelante, el Pichi Escudero, que se gambeteaba todo, Miguelito Brindisi, que a sus años arrancó muy derecho para el gol, y el Loco Perotti, que cuando tenía la neurona al derecho te mataba. Después estaba Pancho Sá, que era el capitán hasta que me dieron la cinta a mí; los hermanitos Alves, Hugo y Abel; Passucci, que había arrancado como central y salió cuando entró Ruggeri; el Puma Morete, que metió sólo tres goles, pero importantes; Rigante, que era el arquero suplente mientras no estaba el Loco y no jugó nunca. Y también había un montón de pibes: Acevedo, Cecchi, Ramoa, Sánchez, Quiroz. Era un buen plantel, ¡teníamos que despegar!
Después de aquella mala racha, la peor de toda la campaña, metimos un par de partidos bárbaros: primero, le ganamos a Huracán 3 a 2, el 31 de mayo, y enseguida, de noche en la cancha de Vélez, lo vacunamos lindo a Platense: 4 a 0. Yo hice dos goles… pero el más lindo lo metió el Loco Perotti: gambeteó a medio Platense, lo desparramó a Biasutto, que era el arquero, y la clavó. Otra vez arrancábamos, parecía… Hasta que chocamos contra Unión, en Santa Fe. Digo chocamos y es en serio, ¿eh?, ¡las patadas que me pegó el rubio Regenhardt! Perdimos, sí, perdimos 2 a 0, el 14 de junio. Seguíamos en el sube y baja, porque enseguida le ganamos 4 a 0 a San Lorenzo, en La Bombonera. Yo le hice un golazo a Cousillas, de tiro libre, por afuera de la barrera. Hace un tiempo lo vi por televisión al nene Riquelme hacer una cosa parecida contra River… Siempre lo dije, yo: en los tiros libres, cerca del área, la única posibilidad es la comba por afuera; si pasa la barrera por arriba, seguro que se va por encima del travesaño. De aquel partido me quedó algo más: una pisada hermosa, en la mitad de la cancha, para meterle un caño al Negro Quinteros. Y otra cosa repetida: siempre, también, le hice goles a San Lorenzo. El papá de Boca de toda la vida a mí no me pudo ganar nunca. No sé, será por eso que los Cuervos me quieren tanto: para mí, es la hinchada más pimpante de la Argentina: sacan los cantitos más ingeniosos, te divierten… Los quiero, los quiero mucho: me hubiera gustado jugar con esa camiseta.
Y bueno, siguió la historia: otro triunfo, contra Newell’s, y luego… cuatro empates seguidos. Incluido River en el Monumental, con otro gol mío, otra vez pelándole el culo al Pato Fillol y al Conejo Tarantini, pero… ¡cuatro empates! Para Boca, para aquel Boca, era demasiado. Entonces los muchachos, la barra, coparon La Candela, allá en San Justo.
Yo estaba esperando para usar el teléfono, para llamarla a la Claudia. Y el Mono Perotti no cortaba. Era una salita donde estaba el teléfono, casi en la entrada…
—Dale, Mono, la puta que te parió, hace dos horas que estás hablando —le decía yo. Y el Mono, con las patitas así, para arriba, me contestaba:
—¡Pará, Maradona, pará!
Y entonces veo a uno que le baja los pies de un golpe al Mono…
—¡Para, que lo vas a lesionar! —le grito yo, y cuando lo miro era un negro así de grandote, que me dice:
—¡Callate vos también!
Yo no me achiqué:
—¿Qué te pasa? Estoy en mi casa, yo…
Y entonces el tipo aflojó:
—No, no, Dieguito, quédate tranquilo… No es con vos la cosa.
Cuando miro alrededor, había como dos mil personas adentro de la salita de ping pong. Era la barra: se metían en las habitaciones José Barritta —el Abuelo—, todos… Vi revólveres, revólveres de verdad. Miré por la ventana y vi que en el estacionamiento había como diez autos, eran todos de ellos. Le querían pegar al Tano Pernía, al Ruso Ribolzi, a Pancho Sá… Yo no lo podía creer. Y ellos decían:
—Muchachos, no lo tomen a mal, pero la hinchada está cabrera y nosotros venimos a avisarles. Si no ganan el campeonato, la bronca no se para con nada. Les vinimos a avisar, nada más…
Entonces, yo les digo:
—No, muchachos, esperen…
Y el Abuelo me contesta:
—No, vos no te metas, que no es con vos la cosa…
Pero no podía seguir, yo ya no me bancaba la situación.
—Sí, puede que no sea conmigo, pero esto no ayuda a nadie… Venir y apretar así, ¿para qué? Mañana no juega nadie… Al menos, yo no juego.
Y el Abuelo me insistía…
—Mira, Diego, los diarios dicen que algunos de éstos no te quieren pasar el fulbo, que no quieren correr para vos, así que apúntanos a los que te tiran al bombo, y nosotros nos encargamos… Si no corren, los amasijamos a todos.
¡Una locura! Porque yo venía como gran figura, todo lo que quieran, la gente me adoraba… pero ¡estaban todos locos! Y Silvio que no venía, estaba escondido… Cuando apareció, lo encaré y le dije:
—Así este equipo no puede jugar.
Y ahí, el Abuelo habló otra vez:
—Bueno, bueno. Jueguen… Pero mejor que corran, mejor que corran porque si no los reventamos a todos.
—¿Cómo que nos van a matar si no corremos, viejo? Escúchame…
—Con vos no, nene… Vos vas a ser capitán, vos sos el representante nuestro, vos quisiste venir a Boca.
Yo tenía 20 años, nada más, y encaré a todos los tauras de Boca. Le hice frente al Abuelo. Ese día, me gané el respeto de todos, de los más viejos, de todos… Porque no me conocían a mí. A mí me conocían como el Maradona que jugaba a la pelota, pero ahí se dieron cuenta de que también los podía defender afuera de la cancha.
Al otro día, el 19 de julio, fui el capitán del equipo y le ganamos a Estudiantes 1 a 0, con otro gol de Perotti. Fue una cosa de locos… Ese grupo comando que atacó La Candela terminó de armarnos como equipo, porque a partir de ahí fuimos otra cosa. Veníamos de empatar cuatro partidos al hilo, se nos acercaba Ferro y se nos venía la noche, pero zafamos.
Nunca voy a olvidar lo que pasó aquel día, lo juro por Dios y lo puede contar cualquier jugador de aquel Boca ’81. La Pantera Rodríguez estaba pálido, el chiquito Quiroz se puso a llorar y me dijo: Yo creí que nos mataban a todos, Diego, gracias. Qué gracias ni gracias, yo tenía un sorete tan, pero tan grande, que no lo podía creer… Pero algo tenía que decir. A mí me querían parar con eso de Vos vas a ser capitán, vos sos el representante nuestro, vos quisiste venir a Boca. El Abuelo se dio cuenta de que la habían hecho grossa: si llegaba la policía en ese momento, se armaba el tiroteo. El único que jodia era el Loco Gatti: Mira vos qué quilombo porque yo vuelvo a la primera.
Contra Estudiantes, Gatti volvió a la primera: aquel día llegó hasta la mitad de la cancha y le hizo el pase a Perotti para que después terminara en gol. Después vino Colón, un partido increíble. Fue el 26 de julio. Ellos nos mataron a patadas y encima terminaron retirando el equipo porque decían que el arbitro los había perjudicado; se fueron al descenso y nosotros encaramos la recta final hacia el título. Nos faltaba Ferro, que era el mejor equipo… Sí, estaba mejor paradito que nosotros. Pero claro, no es lo mismo la fuerza de ganar de Ferro que la fuerza de ganar de Boca, que era el país.
Ferro nos pegó un baile en La Bombonera que no se puede creer, pero el que se llevó los dos puntos fue Boquita. ¡Fue Boquita!
Aquel día pasaron muchas cosas que no voy a olvidar: yo le di el pase gol a Perotti y vi festejar a la tribuna de Boca, la de Casa Amarilla, como nunca en mi vida: fue como un mar de cabezas, como una ola que se venía para la cancha… Impresionante. Ese 2 de agosto de 1981, Ferro nos metió en un arco. Fueron increíbles las pelotas que sacó el Loco Gatti: el fue la figura del partido. Nosotros le ganamos al equipo de Griguol, del viejo Timoteo, y le sacamos la ventaja que necesitábamos. Ya estábamos al borde de la vuelta olímpica, nada ni nadie nos podía parar.
Eso pensaba yo cuando viajamos a Rosario, convencidos de que una fecha antes del final del campeonato nos íbamos a quedar con el título. Jugábamos contra Central, en el Gigante de Arroyito, y con el empate estábamos hechos. Aquel domingo 9 de agosto, fatal, yo tuve la consagración en mis pies, pero se me escapó. Erré el penal que nos hubiera consagrado y es el día de hoy que no me lo perdono… Las caras de tristeza de los hinchas de Boca en la ruta de vuelta, de Rosario a Buenos Aires, es algo que no me voy a olvidar mientras viva.
Perdimos 1 a 0, pero seguimos arriba, con la posibilidad de dar la vuelta olímpica contra Racing, en La Bombonera.
Una semana después empatamos 1 a 1 y yo me tomé la revancha de aquel maldito penal…. El Gráfico tituló «Gracias a la vida, que me ha dado tanto». Transcribo tal cual: «Escuché el final y me volví loco. De pronto veo que un pibe se me cuelga de la espalda, era mi hermano el Turquito… Se me aflojaron las piernas, lo abracé tanto que no sé cómo no lo rompí todo. Después lo llevé a dar la vuelta olímpica conmigo, enseguida mi cuñado el Indio se me acercó y me dijo: ‘Pelusa, se salvó Argentinos’. Ya era demasiado, me sentí como ahogado, pero no quería parar de correr. Era campeón… Campeón con Boca. Por fin, me decía, tanto que había sufrido el domingo en Rosario. En la ruta de vuelta, desde la camioneta veía esos micros llenos de caras tristes y no me perdonaba haber errado el penal. Ahora le quería decir a toda esa gente que esto era para ellos… ¿Saben de quién me acordé en ese momento? Hace más de un mes internaron por unos días a mi abuela en el sanatorio Güemes. Con Claudia fuimos a verla y cuando el viejito que cuidaba el estacionamiento se dio cuenta de que manejaba Maradona empezó como a temblar… Lloraba… Me decía gracias por lo feliz que lo estábamos haciendo los jugadores de Boca, que él no se perdía ningún partido por radio… Lo noté tan emocionado, que pensé tantas cosas, se me apareció el rostro de ese hombre, Antonio Labat, a quien no volví a ver más… En él resumo a la hinchada de Boca, yo estaba en deuda aunque me dijeran que lo del penal le podía pasar a cualquiera… Gracias a Dios, pude saldarla… De alguna manera, yo me sentía culpable de lo de Rosario y no quería ni pensar en Boca perdiendo el campeonato. Sí, me pesaban mucho los dólares que se pagaron por mí, aunque en la cancha me olvidara de todo. Gracias a Dios, en el momento del penal estuve sereno. Ni me acordé del anterior. A la mañana recé mucho, le pedí a Dios por Boca y Argentinos, tenía una fe ciega porque El estaba conmigo».
Para mí, el mejor jugador de aquel equipo campeón, el que tuvo un rendimiento más parejo, fue Roberto Mouzo. Era también un símbolo de Boca. Yo me sentía tranquilo teniéndolo a él atrás. Además, si yo estaba feliz por el título, me imaginaba lo que sentiría él, que ya llevaba quince años en el club.
Festejamos en La Candela, que había sido nuestra casa durante todo el año. Una lástima que Boca la haya perdido ahora, pero es cierto que quedaba en un lugar bastante incómodo. Y también inseguro: ¡a la noche se escuchaba cada cuetazo que no se podía creer! Pero a mí me encantaba, era la casa de Boca. Por supuesto, yo era el más dormilón. Igual, aunque me levantara a las once, me gustaba tomar el café con leche en la cocina, todavía con el pijama: era como estar en mi propia casa. Festejamos ahí con un asado brutal, que en realidad era un clásico de todos los sábados. Igual que la guitarreada de Pancho Sá o las jodas del Mono Perotti. ¡El hijo de puta me había puesto Nicky Jones, porque decía que me parecía a uno de los integrantes del Club del Clan! Yo no me quedaba atrás, ¿eh?: una vez lo desperté a Rigante, que había sido compañero mío en Argentinos Juniors, con un baldazo de agua fría.
Ahí, en La Candela, había dos lugares sagrados: el living del chalet principal, donde había un billar y una mesa de ping pong y la utilería. Silvio escribía las indicaciones de la charla técnica, por cábala, sobre la mesa de ping pong. Y Cacho González, el utilero, ya se había acostumbrado a tener preparadas muchas camisetas número 10: ¡me las pedían de todos lados y yo regalaba, regalaba, regalaba!
A todo esto River, que se había quedado calentito por aquello de mi pase, para calmar a la gente había empezado a buscar a alguien para comprar. Eligieron bien: repatriaron a mi amigo Mario Kempes. La verdad que para mí, eso también era un orgullo. Siempre había admirado a Kempes y que hicieran el esfuerzo de traerlo a la Argentina por mí, para competir conmigo, me hacía sentir importante. La cosa es que en el primer duelo, el Campeonato Metropolitano, me tocó a mí, pero en el segundo, en el Campeonato Nacional, los laureles se los llevó él.
Gracias a Dios, tuve la oportunidad y el gusto de invitarlo a mi quinta de Moreno. Me acuerdo cómo lo miraban a Marito mis viejos, mis hermanos, mis amigos… ¡Claro, si tres años antes, nada más, él había sido el mejor de todos, en el Mundial de la Argentina! Qué grande, Kempes, qué grande: siempre lo ponía como ejemplo a él cuando Passarella, ya como técnico del Seleccionado, decía que no se podía jugar con el pelo largo… ¿Se imaginan? ¡En el 78 nos hubiéramos perdido a Kempes!
La cosa es que aquel Nacional terminó para mí de la peor manera. Creo que fue por cansancio: ¡jugábamos mil partidos por semana! Desde que terminó el Metropolitano no se habló de otra cosa que de mi venta al Barcelona y de los esfuerzos de Boca para retenerme. El club tenía un solo camino para juntar plata: armar amistosos conmigo en la cancha. Así, menos de quince días después de la vuelta olímpica, sin vacaciones ni nada, estábamos viajando a México para jugar con el Neza. De ahí a España, contra el Zaragoza. Y enseguida, vuelo a París… Por lo menos conocí París, fue mi primera vez en esa ciudad de la que tanto me habían hablado. ¡Me encantó! Sobre todo una noche que pasamos en el Lido: me dieron una mesa justo al lado del escenario y me dejaron entrar igual, aunque no tenía corbata… ¡Yo no sabía que en un cabaret no se podía entrar sin corbata! Ahí, en el Parc des Princes, le ganamos 3 a 1 al París Saint Germain. Pero nadie hablaba de fútbol; todos hablaban de mi pase.
Me retuvieron al fin, pero el ambiente no era el mejor. Arrancamos mal en el Nacional, y encima al pobre Marzolini no le aguantó el corazón: tenía que andar entre algodones porque en cualquier momento le estallaba. Con ese clima, llegamos a perder tres partidos seguidos. Después de una derrota contra Instituto en La Bombonera —1 a 0 con gol del Tucu Meza— apareció por el vestuario Pablo Abbatángelo, que era un dirigente con mucho peso, y se le ocurrió insinuar que los jugadores no estábamos poniendo todo… ¡Para qué! No me lo banqué y en un programa muy famoso, 60 Minutos, que conducía Mónica Cahen D’Anvers, dije que sólo un estúpido podía hablar así… No, si el aire se cortaba con un cuchillo. Mientras tanto, viajábamos, viajábamos, viajábamos… En esa época me conocí el mundo. Y me di cuenta, también, de que el mundo me conocía a mí.
A mediados de octubre de 1981 aterrizamos en el aeropuerto de Abidján, Costa de Marfil, después de una escala en Dakar. Nunca había visto una cosa igual hasta ese momento y creo que no la volví a vivir en toda mi carrera: los negritos pasaban por encima de los policías con machetes y se me colgaban, me decían: ¡Diego, Die-gó! Me emocionaron, me emocionaron en serio… Y después, cuando nos fuimos a almorzar, en el hotel, se me acercaron unos veinte, y uno de ellos me saludó y me dijo: Pelusa…, ¡Pelusa, me dijo! ¡Un negrito en Costa de Marfil! Jugamos dos partidos ahí, contra dos equipos de primera. Boca cobró una buena plata, mis compañeros también y yo, ni hablar: 18.000 dólares por cada salida a la cancha. Nunca nadie, ninguno de mis compañeros, se quejó por esas cosas: simplemente porque si yo no estaba en el equipo, jamás hubieran cobrado por jugar un amistoso en África. Había 25.000 personas en la cancha y todos comparaban la presencia de Boca con una anterior del Santos de Pelé. Nada que ver, nosotros éramos otra cosa. El recibimiento de los negritos me había hecho pensar, me había hecho pensar mucho: afuera me trataban como a un rey; adentro, en la Argentina, mejor ni hablar… Fue en aquel viaje que se me cruzó por la cabeza dejar el fútbol. En serio lo pensé. Lo hablé con mi viejo, con Jorge, con mis amigos. Claro, si en la Argentina se estaba hablando de que me iban a mandar preso porque no le pagaba a la DGI, que en lo único que pensaba era en la plata. Mi sueño, en aquel momento, era muy loco: jugar un partido con pibes, contra pibes, con pibes en las tribunas, con pibes de porteros, con pibes de policías… Sólo con pibes. Inocentes. No soportaba la presión. No quería saber más nada. Los miraba a Escudero, a Passucci, a cualquiera de mis compañeros, caminando tranquilos por ahí, sin que nadie los molestara, y los envidiaba… ¡Cómo los envidiaba! Íntimamente, sabía que lo mío ya no tenía retorno, que mi vida iba a ser eso. Me sentí un poquito preso de la fama, la verdad. Pero pensé en el negrito diciéndome Pelusa y le agradecí a Dios. Ellos me habían recibido como nunca en mi vida. Ellos me habían demostrado que me querían. Más allá de todo.
Viajamos 27 horas desde África y llegamos justo para jugar otra fecha del campeonato: así estábamos. Igual, goleamos a San Lorenzo de Mar del Plata, y nos preparamos para seguir. En total, jugué doce partidos, hice once goles, llegamos a los cuartos de final, contra Vélez, y ahí se acabó todo… El 2 de diciembre del ’81, en La Bombonera, de noche, el arbitro Carlos Espósito me echó cuando faltaban diez minutos, después de un partido de esos calentitos, calentitos. Había pasado de todo… A mí me mandaron encima a Moralejo, para que me marcara de cualquier manera: hasta a él le daba vergüenza por lo que estaba haciendo; no dio ni un pase, me cagó a patadas, me agarró todo el partido. Hasta que reaccioné. Me salió la tañada y a la mierda. Cuando me rajaron, todavía estábamos 0 a 0; en esos minutos finales, pasó a ganar Vélez, empató el Cabezón Ruggeri y enseguida el Mono Perotti hizo el gol del triunfo. Jamás pensé que ése iba a ser mi último partido oficial, por campeonato, en Boca… Jamás. Y encima terminé expulsado. En el partido de vuelta, los muchachos estaban muy golpeados y Vélez los mató. Allí se terminó la historia… oficial. Ya no estaba Marzolini como entrenador y llegó el Polaco Vladislao Cap.
Lo que siguió después fue maravilloso… y cansador: entre aquel Nacional olvidable y el arranque de la concentración para el Mundial de España, hubo otra gira increíble, por Estados Unidos, Hong Kong, Malasia, Japón, México y Guatemala. Ocho partidos, entre el miércoles 6 y el miércoles 27 de enero, a cambio de 760.000 dólares. Ocho partidos en 21 días. Yo hice viajar a mis viejos, a mis tres hermanos más chicos (Hugo, Raúl y Caly), y por supuesto a Claudia y a Jorge. Y ya tenía un camarógrafo, Juan Carlos Laburu, que me seguía a todas partes… Me acuerdo que después del primer partido, contra El Salvador, en Los Angeles, se me acercó un señor brasileño al vestuario y me dijo: Quiero saludarte porque hace unos años Carlos Alberto, campeón del mundo del ’70, jugó contra vos para el Cosmos y me dijo: «Acabo de ver a un chico argentino que va a ser sensación en el mundo». Mira vos, tenía razón. Yo no lo podía creer, era Rildo, el mismo que había sido número tres del Santos y la Selección brasileña.
Con respecto al viaje… para que nadie diga que yo exagero, voy a transcribir una declaración del doctor Eduardo Madero, que era el médico de Boca en aquel momento, describiendo lo que fue aquello, con las valijas todavía sin abrir: " Yo llevo muchos años en esto. Seguramente hay muchos equipos que han jugado cuatro partidos en una semana. Incluso yo mismo lo viví en el Estudiantes de Zubeldía. Pero esto de Boca debe ser récord mundial, sin dudas. Arrancamos el domingo pasado en Tokio. Jugamos y volamos a Los Angeles. Cambiamos de avión y llegamos a México. El partido con el América fue el martes a la noche. Terminamos de cenar y nadie durmió porque a las seis de la mañana del miércoles nos fuimos a Guatemala. Se jugó ese mismo día con Comunicaciones. ¡Ese mismo día! El jueves empezamos el regreso, vía Miami. Tomamos un vuelo con conexión en Río de Janeiro y caímos en Buenos Aires el viernes al mediodía. Y hoy sábado, con otro avión, aparecemos en Mar del Plata para debutar… A mí me parece un milagro. Agarra un mapa y fíjate: esto es record mundial".
Aquel sábado 30 de enero de 1982, ante un estadio mundialista repleto, me empecé a despedir de Boca, ahora en partidos amistosos. Le ganamos a Racing 4 a 1 por la Copa de Oro, el torneo de verano. Yo hice un gol de penal, pero debí haber hecho otro todavía mejor: fue a los cinco minutos, nomás; arranqué en la mitad de la cancha, pasé entre Berta y el Japonés Pérez, que se me tiró a los pies, pero no llegó; lo pasé a Leroyer abriéndome hacia la derecha; con el mismo pique, lo pasé a Van Tuyne; le amagué al arquero Vivalda y lo dejé gateando; me quedó para la derecha y le pegué… una masita. Veloso la sacó sobre la línea. Hubiera sido un golazo.
Después, por la misma Copa, jugué contra Independiente y, al fin, el último partido, contra River: perdimos 1 a 0, el sábado 6 de febrero de 1982, y el gol de ellos lo metió el Pelado Díaz. Después, el Polaco Cap, que era el nuevo entrenador, me dio permiso para volverme a Buenos Aires, a estar con mi familia, a descansar un poco; en Mar del Plata ni a la playa podía ir. La gente me quería mucho, demasiado… Me encerré en mi quinta de Moreno y esperé.
A esa altura, la discusión era si seguía en Boca o no. La situación económica en la Argentina era desastrosa y las ofertas del exterior eran una presión grandísima. Mucha guita, mucha, aunque no tanta como en los noventa. Imagínense: por mí, ofrecían ocho palos verdes, que en aquella época era una fortuna incalculable, imposible de rechazar… Y eso, en el 2000, ¡lo pagan por cualquier defensor! ¡La que me perdí, yo! En eso se me escapó la tortuga, lo acepto, lo acepto. En una conferencia de prensa, durante la gira, le preguntaron a Domingo Corigliano qué iba a pasar y él contestó; Vamos a hacer todo lo posible para que se quede. Entonces, yo me paré en la silla y empecé a gritar: «¡Co-ri-gliano, Co-ri-gliano!». Pero sabía que era difícil, muy difícil. Y me daba bronca. Yo quería jugar la Copa Libertadores, mi gran deuda con el fútbol argentino. Quería ganar un título que no fuera de entrecasa, de cabotaje…
Por eso declaré algo que todavía hoy sostengo, cambiando los nombres de los protagonistas: «Me fastidian cosas que pasan alrededor del fútbol. Me fastidia que las cosas no sean más simples. Que haya dirigentes que trabajan más para las fotos que para su club. Que en mi país no haya instituciones que puedan bancar a Maradona, a Passarella, a Fillol. Que no se pueda retener a esos jugadores. A veces me hablan del fútbol de antes y yo digo que sí, puede ser que haya habido grandes jugadores, pero éstos le dieron a la Argentina dos títulos mundiales y a mí me gustaría que nunca se fueran del país». Eso lo dije, ¡en 1982!
Le pedía a Dios que aquella gira y aquella Copa de Oro no fueran mi despedida de Boca. Pero como también era realista, confesaba que, de irme, el lugar que más me gustaba era España. Porque ahí se iba a jugar el Mundial que me ofrecía la primera oportunidad de revancha, porque ya iba a entrenarme y a concentrarme con las figuras que admiraba durante los cuatro meses siguientes, y… porque allá había mucha gente que me quería mucho.
Empecé a pensar, la verdad, que me querían más que en mi país. Porque los partidos que jugamos con la Selección, antes del Mundial, en la cancha de River, contra Yugoslavia, contra Checoslovaquia, contra Alemania, me dejaron una sensación rara, amarga: fue mi primer desencuentro con la gente, me silbaron, me gritaron que me entrenara y me dejara de joder… ¡Yo no lo podía creer! Ni vacaciones me había tomado: pasé de Boca a la Selección derechito, sin escalas. Y no había jugado bien, era cierto, ¿pero Maradona no tenía derecho a jugar más o menos, alguna vez? La verdad, pensaba en el Mundial y me importaba un carajo si a mí me marcaban, si a mí me anulaban, como por ahí había pasado en esos partidos: cambiaba eso por Argentina Campeón del Mundo.
Cuando esa serie terminó, me fui a Esquina, a Corrientes, a reencontrarme con mis orígenes: me metí por el río Corriente, por el Paraná Miní, por esos lugares donde sólo mi viejo y sus amigos eran capaces de meterse y no perderse. Con la Claudia, con mis hermanos, con mis amigos de siempre, los de allá, me fui a pescar dorados, pacúes y… a pensar. A pensar en todo lo que me había pasado en un par de años, nada más. Y me quedó en el alma una frase que todavía hoy podría repetir: «La gente tiene que entender que Maradona no es una máquina de dar felicidad».