LA LUCHA

Copa América ’87 y ’89

Sentía que la Selección era traicionada, todo el tiempo.

Cuando al fin me fui de vacaciones a Polinesia después del ’86, tal como se lo había prometido a Claudia, me imaginé que todo sería color de rosa. Me equivoqué, ¡cómo me equivoqué! ¿La verdad? Aquella vez a mí se me escapó la tortuga… No, con Claudia la pasamos fenómeno, las playas eran una maravilla, despunté el vicio con unos buenos picados en la playa —los matamos a unos holandeses— y la cantidad de autógrafos que tuve que firmar no fue tan grande como podría imaginarme. El problema estaba en otro lado, el problema era que aquella bandera que apareció en una tribuna del estadio Azteca, después de la final, era sólo eso, una banderita: PERDÓN, BILARDO, GRACIAS. ¿Perdón, gracias? ¡Las pelotas! No sé, sería una marca registrada, o una mancha de ésas que no salen, pero lo cierto es que aquél siguió siendo un equipo perseguido… Campeón del mundo indiscutible, sí, pero perseguido igual.

Con el Napoli me iba bien, marchábamos hacia el segundo scudetto y también apuntábamos a la Copa Italia. El tema era… el Seleccionado. A los seis meses de la vuelta olímpica, todavía andábamos dando vueltas, sí, pero con los premios. Que si Ríos Seoane, que era presidente del Deportivo Español, cumplía o no cumplía, que era poco, que era mucho, un disparate. Entonces me planté y mandé mensajes muy fuertes desde Italia. Armaban partidos amistosos, supuestamente para pagarnos, y a mí nadie me informaba ni me consultaba… Yo quería jugar en todos los partidos del Seleccionado, como siempre, pero también quería hacer respetar mi capitanía y que respetaran a los jugadores que habían ganado el Mundial. Eran detalles, pero yo les daba mucha importancia: Bilardo, por ejemplo, me preguntó si quería jugar la Copa América del ’87, en la Argentina, con seis meses de anticipación, y yo le dije que sí, me comprometí aunque sabía que iba a ser al final de una temporada agotadora; Grondona, en cambio, me debía una charla, porque parecía que para él, con ganar la Copa ya estaba todo listo. Y yo quería ser absolutamente honesto: cuando mis compañeros necesitaron una respuesta de Maradona, la tuvieron, siempre, aun cuando nos acusaran de peseteros, como dicen en España a los que sólo piensan en el dinero. Nosotros queríamos hacer valer nuestros derechos, nada más, y aparecían los moralistas de siempre, tan argentinos: ¿Cómo puede ser? Con el país como está, ¡éstos quieren ganar la plata fácil! No, no, nada que ver, nada que ver: yo jugué en México sin pensar en ningún momento en la plata, pero hubo un arreglo que, a mi entender, no fue respetado… Y también estaba muy caliente, en ese momento, con Bochini, que había declarado por ahí que no se sentía campeón del mundo, pero bien que se había presentado a cobrar el cheque, por chiquito que fuera, y primero que nadie, ¿no? Por lo menos, que hubiera ido quinto…

De todo eso hablé con Grondona en una reunión que tuvimos en Roma, en marzo del ’87. Con Julio éramos así, calentones los dos, pero nos terminábamos entendiendo. Aparte, me dio todas las respuestas que necesitaba. Aquella noche, el Seleccionado jugó un amistoso contra la Roma y perdió. Ya empezaba la lucha otra vez, había que levantar el edificio de nuevo.

A mitad de año, fin de la temporada en Europa, estaba fusilado pero con todos los títulos en el bolsillo: era campeón del mundo, campeón de Italia, con scudetto y Copa para el Napoli, algo que no se daba en el Calcio desde hacía quince años. Estaba fusilado y me sentía ganador, pero no podía decir que era feliz, futbolísticamente hablando. No lo niego: pensaba en los que me atacaban diciendo que no había ganado nada, ¿dónde se estarían metiendo las palabras en ese momento? Pero me dolía que, como equipo y ante todos, ante los periodistas y la gente, tuviéramos que empezar todo de nuevo.

¿Qué había pasado? Nada, que jugamos un partido contra Italia, en Zurich, a un año del Mundial, el 10 de junio de 1987, y perdimos 3 a 1, nada más que eso… Pero volvieron las críticas, las dudas, todo, calcado, calcado… Me acuerdo, como si fuera hoy, que ahí me encontré con Pelé: nada de polémicas, cada uno en lo suyo. «Yo nunca quise ser más grande que él», declaré, y nos sacaron una foto dándonos la mano, también con Altobelli, que era el capitán de Italia. Lo único positivo de aquel partido fue que lo conocí al Cani, a Claudio Paul Caniggia. Mi hermano el Turco había compartido algunos entrenamientos con él, y me había hablado maravillas, así que apenas lo vi, le dije: «Yo a vos te conozco bien, nos vamos a entender». Pero Bilardo lo hizo entrar por Siviski recién faltando cinco minutos. Ya me veía venir que empezaba otra pelea por ese tema: Cani es, para mí, como… como un amigo del alma, eso es.

La cosa fue que, más allá de todo, los periodistas nos pegaron sin piedad y a mí me dolió mucho, siento todavía ese dolor: volvían los fantasmas, éramos otra vez los que no le podíamos ganar a nadie. Nadie aceptaba que estábamos empezando de nuevo, con chicos debutantes. Yo mismo quería y no podía. Dije entonces: «Quería comunicarme con Funes y no me salía, acababa de conocerlo. Había leído algunas notas de Funes, pero nada más. Yo no podía decirle Juan, ¿me entendés? Lo mismo con Goycochea, yo le decía Goycochea en lugar de Goyco o Sergio. ¿Y con Siviski? Jamás lo había visto jugar, no sabía nada de él o de ese atrevido de Hernán Díaz… ¿Viste lo audaz que es ese tipo? Pero, claro, me los presentaron en Zurich. Ahora, cuando nos encerremos todos en Ezeiza para la Copa América, pensé que iba a ser distinto, y ojo que ésta no es una excusa por la derrota. A mí las excusas no me interesan. Digo y repito que en el primer tiempo contra Italia fuimos un desastre…». Así estábamos, así llegamos a la Copa América.

Yo estaba saturado, cansado, sí, pero cansado mentalmente. Desde mis vacaciones en la Polinesia, después del Mundial yo no había parado. Hubo un amistoso contra Paraguay, antes del inicio de la Copa, para recaudar fondos para el gremio. Para Futbolistas Argentinos Agremiados. Y yo no lo jugué porque no daba más ¡Me mataron! Y yo había comprado las entradas, había querido colaborar de alguna manera. Pero no podía entender, no podía aceptar, que a la Selección campeona del mundo, con o sin Maradona fueran a verla solamente diez mil personas, no lo podía creer. Muerto y todo, quería jugar la Copa América, quería ganar algo para mi país en mi país, para que nos aceptaran de una vez por todas… Bueno, está claro que nada salió como yo soñaba.

Yo, físicamente, no estaba para jugar. Tenía tendinitis de aductores y el doctor Madero me había dicho que, para recuperarme medianamente bien, tenía que hacer reposo absoluto durante dos semanas… ¡Dos semanas! El partido contra Perú estaba ahí nomás, así que jugué igual. Anduvimos, pero empatamos 1 a 1; aquella vez, Reyna no me persiguió por toda la cancha, pero se turnaron entre varios para cagarme a patadas. Terminé muy golpeado y encima me atacó una gripe tremenda, y el frío que hacía en Ezeiza, donde estábamos concentrados, en el Sindicato de Empleados de Comercio, no me ayudaba para nada… Ni siquiera pude ir al festejo por el aniversario del título del ’86. No me entrenaba, pero contra Ecuador, en el segundo partido, igual estuve. Ganamos 3 a 0 y por fin Bilardo se decidió a ponerlo a Caniggia, en el segundo tiempo: un gol de él, dos míos y los liquidamos. Cani era una cosa terrible y Bilardo, no sé, tenía como una negación con él. La gente lo pedía, habían colgado una bandera en la tribuna que decía: BILARDO, NO HAGAS COMO MENOTTI CON MARADONA Y PONÉLO A CANIGGIA. Lo bueno era que ya estábamos en las semifinales y lo malo era que mi gripe se había convertido en una terrible bronquitis, con fiebre y todo. No me faltaba nada.

Así salí a jugar contra Uruguay, con la tranquilidad de tenerlo a Cani al lado. Pero Francescoli y los suyos nos ganaron, nos ganaron bien. Perdimos 1 a 0 y nada, listo, afuera. Nos quedaba el partido por el tercer puesto, pero a mí nunca me gustó jugar por eso, ¿para qué? Lo hicimos sólo por respeto hacia la gente, pero se nos había roto el alma… Colombia nos ganó 2 a 1 en un Monumental raro, que nadie podrá olvidar: era tanta la niebla que había, tanta, que yo ni vi el gol de Cani, el del descuento. No sé, pero me parece que en esa niebla quedó envuelta la imagen del equipo en aquella Copa América: una sensación de frustración, de fracaso, aunque tan mal no hubiéramos jugado.

No tardé demasiado en ponerme a punto otra vez, en desear la camiseta del Seleccionado de nuevo. Me tomé unas vacaciones, volví a Italia y acepté una invitación distinta: los ingleses me pagaron una fortuna, 160.000 dólares, para que jugara en Wembley, en la celebración del centenario de la Liga Inglesa. Me mandaron un avión privado a Verona y me depositaron en un hotel que estaba más cerca de Escocia que de Londres, pero que era lindísimo. Cada vez que tocaba la pelota, me gritaban como a los negros, «¡Uuuhhh!», pero enseguida, si tocaba bien, me aplaudían, como señoritos ingleses que eran. Claro, por aquellos tiempos, yo todavía hablaba de la mano de Dios. Mi anfitrión fue Osvaldo Ardiles, que en Inglaterra es Gardel, y es uno de los tipos, junto con Valdano, a los que yo más escuchaba. Pensando en aquello y con el paso del tiempo, hoy valoro más lo que viví en Alemania, en otro festejo, la despedida de Lothar Matthaus. En el 2000, con casi 40 años, los alemanes me recibieron como si estuviera en plena actividad. Me divertí yo y se divirtieron ellos; en definitiva, eso fue siempre el fútbol para mí. Qué cosa, casi siempre me queda la misma sensación: que afuera me quieren más que adentro, que en Alemania o en la China soy más respetado que en la Argentina. No importa. Ese partido que yo jugué en Munich, me sirvió para demostrar —y para demostrarme— que estaba vivo, ¡vivo! La verdad, jugué con un nudo en la garganta los 45 minutos. Y también pensando en los argentinos, todo el tiempo: porque soy y seré El Diego de ellos, de los que me quieren y también de los que no me quieren. Y jugar contra Lothar fue un placer: fue y será el mejor rival que tuve en toda mi carrera. Invitándome, me hizo sentir importante. Cinco meses después de estar muerto… estaba vivo. Y jugando a la pelota.

Pero, bueno, en aquellos tiempos, 1987, hice una pasada por la clínica del doctor Henri Chenot, en Merano y a la cancha… Con todo. Ya le había pedido a Bilardo que me reservara un lugar entre los dieciséis, por lo menos, para jugar contra Alemania, la revancha en Buenos Aires. Fue otro de esos viajes míos: partido en Italia el domingo 13 de diciembre (contra Juventus, 2 a 1), vuelo a Buenos Aires, partido el miércoles ante Alemania, y regreso inmediato para ponerme otra vez la camiseta del Napoli, el domingo 20 (contra Verona, 4 a 1). Valió la pena, una vez más: me sentía en deuda con el hincha argentino y aquel triunfo contra Alemania por 1 a 0, en la cancha de Vélez, cubrió un vacío grande. El país estaba mal, muy mal, y lo nuestro fue darle un cachito de felicidad, mi objetivo de siempre en una cancha. No que se olviden de lo que sufren o de lo que les pasa, no… Pero entregarles algo, una sonrisa, diversión. Aparte, le gané una pulseada a Grondona: yo le había pedido jugar en la cancha de Vélez, para sentir el calor del pueblo. En la de River no sabes si te están puteando o te están alentando, porque lo ven desde dos mil kilómetros; en Liniers, todo lo contrario, y metimos cincuenta mil personas: siempre digo que nos hubiera ido mejor en aquella Copa América si jugábamos de locales ahí. La cosa es que Burruchaga hizo el gol del triunfo y volvimos a sentirnos los campeones, los mejores… Eso sí: Bilardo me rompió tanto las pelotas que me asustó; no sé, estaba como pasado de vueltas, obsesionado, metiéndome presión como loco, cargando mucho sobre mí. Tuve ganas de decirle: «Carlos, pare un poco la mano», pero me lo guardé, me lo guardé. Lo dije en una nota, sí, y se armó un quilombo infernal, pero mi amor por la Selección podía con todo.

Tanto quería a la Selección que, ya en el ’88, en abril, me arriesgué a jugar en una copa imposible, una cuatro naciones o algo así, en Berlín. Primero nos humilló Unión Soviética, 4 a 2, y después nos ganó Alemania, 1 a 0. A mí me daban una amargura tremenda esos resultados, por más que fuera en partidos amistosos… Me dolían como fanático de la camiseta argentina. Aparte, en Nápoles ¡me querían matar!: claro, yo jugaba todos los partidos y aquella vez me quedé en Alemania para estar presente cuando jugábamos por el cuarto puesto, por nada. Encima, se nos empezaban a lesionar los grandes, Valdano, Batista, Burruchaga, Enrique, y Bilardo probaba con los pibes. Además, armar el equipo era una lucha: no le cedían los jugadores, vendían a los pibes a Europa apenas tenían un par de minutos en primera… Sentía que la Selección era traicionada todo el tiempo. Por eso quería estar siempre, aunque arriesgara mucho, aunque no pudiera con mi físico por la maratón de partidos. Lesionado y todo, volví a jugar contra España, en Sevilla, en un buen empate, 1 a 1: estaba muerto, desgarrado hasta en la lengua, pero no podía fallar, de ninguna manera, era demasiado importante. Se habían dicho muchas pavadas, como siempre, y yo sabía que si nos juntábamos todos íbamos a taparle la boca a todo el mundo. Y se dio: jugamos un tiempo de campeones. Pero como teníamos que rendir examen todos los días, y de treinta partidos jugar bien en treinta y uno, la lucha continuaba. Quería meterles a los pibes nuevos la vieja idea de una Selección luchadora, porque no quería que nos pasara algo así en el Mundial de Italia, que ya se nos venía encima.

Había un escalón previo, sí, otra Copa América que yo buscaba con ansias de revancha, esta vez en Brasil. Otra vez le había prometido con anticipación mi presencia a Bilardo: fue después de aquel 4 a 1 espectacular contra el Milán, casi medio año antes, el 27 de noviembre del ’88; se lo dediqué y le aseguré que mi próximo objetivo era ése… Estar allí con lo mejor de lo mejor, con la camiseta del Seleccionado.

Como si fuera un foul del destino, una vez más no pudo ser. En el anteúltimo partido del campeonato italiano ’88/’89, contra el Pisa, que ya había descendido, sentí un tirón en el muslo de la pierna derecha, cuando apenas se había jugado un cuarto de hora, y tuve que salir. Fue aquel partido en el que algunos imbéciles me silbaron… Desesperado, lo llamé al doctor Oliva: tenía por delante la final de la Copa Italia, con el Napoli, y el viaje a Brasil, para sumarme al Seleccionado. El músculo me dolía una barbaridad Y Oliva estaba convencido de que era un consecuencia de mi problema crónico en la cintura. Esos me putearon, pero el tordo me dijo que, si hubiera seguido, me mandaba la cagada del siglo: ahí si que chau Copa América.

En esos tiempos yo decía, en joda, que me lesionaba tanto porque estaba viejo. Pero la verdad es que tenía una seguidilla de partidos terribles: a esa altura del año, en junio, entre una cosa y otra ya cargaba con 57. Y encima, ya sabía que el pobre Bilardo tenía que volver a bailar con la más fea: recién nos iba a poder juntar a todos en Goiania, tres días antes del debut, contra Chile. Y en mi caso, había jugadores a los que ni siquiera conocía, como el Pepe, José Horacio Basualdo. Eso sí: sentía una satisfacción enorme porque el Narigón había convocado a mi hermano, el Turco, que estaba en el Rayo Vallecano y había sido elegido por los periodistas españoles como el mejor jugador de la segunda división. También, cierta tranquilidad porque Brasil vivía problemas parecidos a los nuestros: lo veía de cerca a Careca y el pobre estaba tan golpeado como yo.

Igual, no veía la hora de estar con todos los muchachos, conocer a los que para mí eran nuevos, como Balbo o Alfaro Moreno, por ejemplo, y tirarme de cabeza a la Copa. Era un sueño. Como volver a Boca y jugar y ganar una Libertadores: la Copa América era un sueño. Además, era importante porque yo estaba convencido de que ahí se iba a definir el equipo que jugaría de arranque en Italia ’90. Bilardo me hablaba de Basualdo, de los pibes que pintaban. Y yo confiaba en Caniggia, que ya se había recuperado de la fractura sufrida en Verona y que yo mismo había pronosticado, lamentablemente. Era un pibe y lo maltrataban, adentro y afuera de la cancha: como yo, era un chivo expiatorio, le tiraron por la cabeza que vendía droga, cuando él lo único que vendía, y muy bien, era fútbol. Como yo decía en aquellos tiempos y podría repetir ahora: «¿Por qué es chic que los jugadores de rugby vayan y se pongan en pedo en una disco como New York City? Un futbolista toma una Coca-Cola y ya es un borracho… Entonces, vamos a parar con esto, con Claudio se ensañaron todos y a mí me puso muy loco». ¡Qué loco, justamente, lo dije hace más de diez años y podría repetirlo ahora! Tan incoherente no soy, parece.

Incoherente pudo haber sido, sí, soñar con la Copa América cuando sabía, sinceramente, que no estaba ni para asomarme a la cancha. Me agarró a contramano, tanto que llegué a sentirme ridículo estando ahí. Tenía razones, ¿eh?: aquello de armar el grupo para la Copa del Mundo, el reencuentro y el encuentro con todos los muchachos, no fallarle al Narigón, que era un verdadero hijo de puta a la hora de presionar, pero hijo de puta en el sentido en que lo digo yo, como un elogio. Me las rebuscaba, sobre todo gracias a la magia del doctor Oliva, que me había despedido de Europa casi en muletas, pero entre la cintura y los tirones, no daba más. Estaba lejos de mi nivel, y como dije en pleno torneo: «No como vidrio, no estoy… ni voy a estar». Por un lado, eso me daba cierta tranquilidad: si finalmente ganábamos la Copa, no iba a decir que era por mí, le iban a dar al equipo el elogio que se merecía. A mí me daba bronca cuando se decía que el Mundial se había ganado por mí, cuando todo el grupo había trabajado como loco, adentro y afuera de la cancha.

No la ganamos, claro, pero no fue culpa mía ni de los muchachos. Arrancamos bien, le ganamos 1 a 0 a Chile, el 2 de julio, con un gol de Caniggia. Después, fuimos una lágrima contra Ecuador, Bilardo nos quería matar y con razón: nos habló durante dos horas, no volaba ni una mosca… Dábamos pena.

Nos ilusionamos un poquito cuando le ganamos a Uruguay, el 8 de julio. Pero fue sólo eso, una ilusión. La realidad nos pegó bien duro: nos bailó Brasil, aunque si se metía el pelotazo que les mandé desde la mitad de la cancha y rebotó en el travesaño la historia pudo haber cambiado; nos bailó Uruguay, que se tomó su buena revancha, y chau Copa América. Para mí, lamentablemente, para siempre.

Al final, dije lo que sentía, que un tercer puesto para un campeón del mundo era poca cosa, nada. También que nos faltaron tiempo, estado físico y suerte. Fundamentalmente, suerte, porque si entraba aquel tiro que pegó en el travesaño, la historia podría haber cambiado… Insólitamente, en la intimidad, cuando todo terminó, volví a sentir algo parecido a lo de la Copa América anterior, en la Argentina. No la habíamos ganado, la imagen que había quedado era mala… pero otra vez se había armado un grupo. Otra vez estábamos los odiados, los desplazados, los elegidos de Carlos Bilardo, unidos contra todo. Así pensábamos afrontar Italia ’90.