14

UNA vez abajo, Alain cruzó maquinalmente la calle, con la llave del garaje en la mano: «¡No, no puedo hacer esto!», pensó, y, desandando lo andado, se dirigió a la avenida, bastante lejana, en la que los taxistas merodeaban por la noche. Saha maulló dos o tres veces y la calmó con el sonido de su voz. «No, no puedo hacerlo, pero sería, en verdad, mucho más cómodo tomar el coche. De noche, Neuilly está imposible…». Le extrañaba, habiendo contado con una dichosa serenidad, perder su sangre fría al estar solo, y que la marcha no le calmase. Al fin, halló un taxi errante, y encontró larga la breve carrera de cinco minutos.

En la tibia noche, tiritaba bajo el farol de gas esperando que se abriera la verja. Saha, que había reconocido el perfume del jardín, lanzaba débiles maullidos en la cesta que dejara en la acera.

El perfume de las glicinas en su segunda floración atravesó el aire, y él tiritó más fuerte, apoyándose en uno y otro pie, como si hiciese un crudo frío. Llamó de nuevo, pues nadie se despertaba en la casa a pesar de la grave y escandalosa sonoridad del gran timbre. Por fin, apareció una luz en las pequeñas habitaciones del garaje y oyó cómo el viejo Émile arrastraba los pies por el sendero.

—Soy yo, Émile —dijo cuando el rostro sin color del anciano ayuda de cámara se apoyó en los barrotes.

—¿Es monsieur Alain? —repuso Émile exagerando su temblor—. ¿Está indispuesta la joven señora de monsieur Alain? Es tan traicionero el verano… Veo que monsieur Alain trae una maleta.

—No, es Saha. Deja, yo la llevo. No, no enciendas los globos; la luz podría despertar a la señora… Ábreme sólo la puerta de entrada y vuélvete a la cama.

—La señora se ha despertado, ha sido ella quien me ha llamado. Yo no había oído el timbre grande. En el primer sueño, ya se sabe…

Alain se apresuraba a huir de la verborrea, del ruido de pasos temblorosos que le seguían. No tropezó en el recodo de la alameda, a pesar de que era una noche sin luna. Le guiaba el césped, más pálido que las platabandas. El árbol muerto envuelto, en el centro del césped, parecía un hombretón de pie con el abrigo al brazo. El aroma de los geranios regados retuvo a Alain, oprimiéndole la garganta. Se agachó, abrió a tientas la cesta y soltó a la gata.

—Saha, nuestro jardín…

La sintió deslizarse fuera de la cesta y, por ternura, dejó de atenderla. Le devolvía, le dedicaba la noche, la libertad, la tierra esponjosa y dulce, los vigilantes insectos y las dormidas avecillas.

Una lámpara esperaba tras las persianas del entresuelo, y Alain se ensombreció. «Hablar y más hablar». Explicar a mi madre… Explicarle, ¿qué? ¡Es tan sencillo…! ¡Es tan difícil…!

Sólo anhelaba silencio, la habitación sembrada de ramilletes de pálidos colores, el lecho. Y sobre todo, las vehementes lágrimas, los fuertes sollozos roncos como una tos, oculta y culpable compensación.

—Entra, hijito, entra.

Había frecuentado poco la habitación materna. Su egoísta aversión a los frascos cuentagotas, las cajas de digitalina y los tubos homeopáticos databa de la infancia y aún duraba. No obstante, no resistió a la vista de la estrecha camita, sin refinamientos, de la mujer de blancos y espesos cabellos que se apoyaba sobre sus muñecas.

—¿Sabes, mamá?, no ha pasado nada extraordinario…

Acompañó la frase estúpida con una sonrisa que le avergonzó, sonrisa horizontal, de mejillas envaradas. Su fatiga le rendía de pronto y le infligía un mentís que aceptó. Se sentó a la cabecera del lecho de su madre, desanudando el pañuelo.

—Te pido perdón por mi aspecto… He venido tal como estaba… Aparezco a horas intempestivas, sin avisar…

—Sí avisaste —repuso madame Amparat. Echó una mirada a los polvorientos zapatos de Alain.

—Parecen zapatos de vagabundo…

—Sólo vengo de casa, mamá…, pero tuve que buscar un taxi durante bastante rato… Traía la gata.

—¡Ah! —dijo madame Amparat con expresión inteligente—. ¿Has traído la gata?

—¡Oh!, naturalmente… Si supieses…

Se contuvo, retenido por una extravagante discreción: «Son cosas que no se cuentan. No son historias para padres…».

—Mamá… Camille no quiere mucho a Saha…

—Lo sé —dijo madame Amparat. Se esforzó por sonreír, sacudió sus crespos cabellos—. ¡Esto es muy grave!

—Sí, para Camille —repuso Alain con malevolencia.

Se levantó, paseó por entre los muebles enfundados de blanco para el verano, igual que en las casas provincianas. Desde que había decidido no descubrir a Camille, ya no encontraba qué decir.

—¿Sabes, mamá?, no ha habido gritos ni rotura de vajilla… El tocador de cristal está intacto, los vecinos no han subido. Sólo que necesito un poco de soledad, de reposo… Me es imposible ocultar que ya no puedo más —exclamó sentándose en la cama.

—No, no me lo ocultas —murmuró madame Amparat.

Posó una mano en la frente de Alain, atrayendo hacia la luz el rostro juvenil de hombre, en el que asomaba una pálida barba. Alain gimió, apartó sus cambiantes ojos y logró diferir aún el tumulto de llanto que se prometía.

—Si no hay sábanas en mi antigua cama, mamá, me abrigaré con cualquier cosa.

—Hay sábanas en tu cama —dijo madame Amparat.

Al oír estas palabras, abrazó a su madre, la besó como si estuviese ciego, en los ojos, en las mejillas, metió la nariz en su cuello, farfulló un «buenas noches» y salió sorbiéndose las lágrimas.

Se serenó en el vestíbulo y no subió en seguida la escalera, pues la noche que acababa y Saha le llamaban. Sin embargo, no se alejó mucho. La escalinata le bastó. Se sentó, en la oscuridad, en un peldaño, y la mano que tendía encontró el pelaje, los bigotes en sutiles antenas y la fresca naricilla de Saha.

La gata daba vueltas y revueltas en el mismo sitio, según el código de la fiera acariciadora. Le pareció pequeñita, ligera como un gatito, y, porque él tenía hambre, pensó que ella también tendría necesidad de comer.

Saha ya olía a menta, a geranio y a boj. La tenía confiada y perecedera, prometida, quizá, a diez años de vida, y sufría pensando en la brevedad de tan gran amor.

—Sin duda, después de ti perteneceré a cualquiera… A una mujer… unas mujeres… Pero jamás a otro gato.

Un mirlo silbó cuatro notas que resonaron en el jardín entero y se calló, pero los gorriones le habían oído y contestaron. Sobre el césped y los floridos macizos nacían los fantasmas de los colores. Alain discernía un blanco desagradable, un rojo embotado, más triste que el negro, un amarillo enviscado en el verde que le rodeaba, una flor amarilla redonda que pronto gravitó, más amarilla, seguida por ojos y lunas. Alain, tambaleándose, vencido por el sueño, alcanzó su habitación, tiró sus ropas, descubrió la embozada cama, y la frescura de las sábanas le conquistó por entero.

Acostado de espaldas, extendió un brazo, frotando el lomo de la gata, muda y concentrada; descendía él verticalmente y sin parar a lo más profundo del reposo, cuando un sobresalto le llevó al amanecer, el balanceo de los árboles despiertos y el bendito chirriar del tranvía lejano.

«¿Qué tengo? Quería… ¡Ah, sí!, quería llorar…». Sonrió, volvió a quedarse dormido. Se durmió febril, ahíto de sueños. En dos o tres ocasiones creyó despertar y recobrar consciencia del sitio donde descansaba, pero cada vez fue desengañado por la expresión huraña de los tabiques de su dormitorio, en el que acechaba un ojo alado que revoloteaba:

«Si estoy durmiendo, vamos, duermo…».

«Duermo», respondió al crujido del guijo.

—¡Puesto que digo que duermo…! —gritó a dos pies que, arrastrándose, rozaban la puerta. Los pies se alejaron y el durmiente se aplaudió en sueños; pero con las reiteradas solicitaciones, el sueño había madurado, y Alain abrió los ojos.

El sol, que en mayo dejara al borde de la ventana, se había convertido en un sol de agosto y ya no sobrepasaba el tronco satinado del tulipero frente a la casa. «¡Cuánto ha envejecido el verano!», se dijo Alain. Se levantó desnudo, buscó una prenda y encontró un pijama demasiado corto, de estrechas mangas, y un descolorido albornoz, que se puso alegremente. Aunque la ventana le llamaba, tropezó con la olvidada fotografía de Camille a la cabecera de la cama.

Examinó curiosamente el pequeño retrato, inexacto, lustrado, blanqueado por aquí y ennegrecido por allí. «Se parece más de lo que creía» —pensó—. ¿Cómo no me di cuenta? Hace cuatro meses decía: «¡Oh!, es muy diferente de esto, más fina, menos dura…». «¡Me equivocaba!».

La brisa larga e igual corría a través de los árboles con un murmullo de río. Deslumbrado, con un doloroso apetito en el estómago, Alain se abandonaba. «¡Qué grata es una convalecencia!». Y, para completar su ilusión, unos nudillos golpearon la puerta, y entró la vasca barbuda, portadora de una bandeja.

—Me hubiese desayunado en él jardín, Juliette.

Ella esbozó un conato de sonrisa entre sus grises pelos.

—Ya se me había ocurrido… Si monsieur Alain quiere que le baje la bandeja…

—No, no; tengo mucho apetito… Déjalo ahí… Saha vendrá por la ventana…

Llamó a la gata, que surgió de un invisible retiro como si naciese a su llamada. Se lanzó por el vertical camino de plantas trepadoras y cayó. Se había olvidado de sus uñas rotas.

—¡Espera, ahora voy!

La trajo en brazos y se hartaron, ella de leche y de bizcochos, él de rebanadas de pan y ardiente café. En un rincón de la bandeja, una rosita ornaba el asa del tarro de miel.

«No es una rosa de las de mi madre —estimó Alain. Era una rosita mal hecha. Un poco abortada, una rosa hurtada a las ramas bajas que exhalaba un huraño perfume de rosa amarilla—. Es una atención de la vasca».

Saha, radiante, parecía haber engordado desde la víspera. Con la chorrera tirante y sus cuatro rayas de muaré bien marcadas entre las orejas, fijaba en el jardín pupilas de déspota dichosa.

—¡Qué sencillo es!, ¿no es cierto, Saha?, al menos para ti…

El viejo Émile apareció a su vez, en busca de los zapatos de Alain.

—Uno de los cordones está muy gastado… Monsieur Alain, ¿no tiene otro? No importa; le pondré uno de los míos —baló emocionado.

«Decididamente, es el día de mi santo», se dijo Alain. Y esta palabra lo lanzó, por contraste, hacia la preocupación de todo cuanto ayer le era cotidiano; la toilette, la hora de ir a las oficinas Amparat, la hora de regresar a almorzar con Camille…

—¡Si no tengo nada que ponerme! —exclamó asombrado.

La navaja, algo enmohecida; la pastilla de jabón rosado, el viejo cepillo de dientes, fueron reconocidos en el cuarto de baño, y se sirvió de ellos con una alegría de náufrago de mentirijillas. Sin embargo, se vio obligado a bajar con el pijama demasiado corto. La vasca se había llevado sus ropas.

—¡Ven, Saha, Saha!

La gata le precedía, y él corrió torpemente, los pies mal sujetos dentro de unas sandalias de rafia deshilachadas. Tendió la espalda al manto de sol suave y entornó los ojos, desacostumbrados a la verde reverberación del césped, al cálido calor ascendente que lanzaban un apretado bloque de amarantos de carnosas crestas, un manojo de rojas salvias rodeadas de heliotropos.

—¡Oh, las mismas…, las mismas salvias!

Aquel pequeño macizo en forma de corazón, sólo lo había conocido rojo, y siempre bordeado de heliotropos, protegido por un viejo cerezo delgado, que a veces, en setiembre, daba algunas cerezas.

—Veo, seis…, siete… ¡Siete cerezas verdes!

Hablaba a la gata, que con las pupilas vacías y doradas, alcanzada por el desmesurado perfume de los heliotropos, entreabría la boca y manifestaba el nauseoso éxtasis de la fiera sometida al influjo de intensos perfumes.

Saha gustó una hierba para rehacerse; oyó voces, se frotó el hocico con las duras ramas de las alheñas podadas, pero no se entregó a ninguna muestra de exuberancia, ni de irresponsable alegría, y caminaba majestuosamente bajo el pequeño nimbo de plata que por doquier la rodeaba.

«¡Lanzada desde lo alto de nueve pisos! —pensaba Alain contemplándola—. ¿Lanzada, o empujada? Quizá se defendería, quizás escaparía, para ser otra vez sorprendida y lanzada… ¡Asesinada…!».

Intentaba con tales conjeturas encender en su interior una justa cólera y no lo conseguía. «Si yo quisiera de veras, profundamente, a Camille, ¡qué furor! —A su alrededor irradiaba su reino, amenazado como todos los reinos—. Mi madre asegura que, en menos de veinte años, nadie podrá mantener mansiones, jardines como éste. Puede ser. Estoy dispuesto a perderlos… No quiero dejar entrar a los…».

El timbre del teléfono en el interior de la casa le sobresaltó. «Vamos, ¿es que tengo miedo? Camille no es tan tonta como para telefonearme. Hagámosle justicia; no he visto nunca una muchacha que utilice ese aparato con mayor discreción…».

De todas maneras, no pudo evitar echar a correr, bien que mal, perdiendo las sandalias y tropezando con las guijas redondas, y preguntar:

—Mamá…, ¿quién telefonea?

El tupido peinador blanco apareció en la escalinata, y Alain se avergonzó de haberla llamado.

—¡Cómo me gusta tu grueso peinador blanco, mamá; siempre el mismo…, siempre el mismo!

—Gracias, en nombre de mi peinador —dijo madame Amparat, que prolongó unos instantes la espera de Alain—. Es monsieur Veuillet. Son las nueve y media. ¿Es que ya no conoces las costumbres de la casa?

Alisaba con los dedos los cabellos de su hijo, abotonaba el pijama demasiado estrecho.

—¡Estás precioso! Supongo que no irás a pasarte la vida descalzo…

Alain le agradeció que le interrogase tan hábilmente.

—Nada de eso, mamá. Me ocuparé de todo, en seguida.

Madame Amparat detuvo tiernamente el amplio y vago gesto.

—¿Dónde pasarás esta noche?

—¡Aquí! —exclamó, y las lágrimas asomaron a sus ojos.

—¡Dios mío, qué criatura! —murmuró madame Amparat, y Alain asimiló las palabras con gravedad de boy-scout.

—Es posible, mamá. Justamente quisiera tener un poco de conciencia de lo que debo hacer…, salir de esta infancia…

—¿Por dónde? ¿Por un divorcio? Es una puerta que hace ruido.

—Pero deja pasar aire —se atrevió a contestar ásperamente.

—¿Es que una separación… temporal, una temporada de reposo o un viaje no darían resultados igualmente buenos?

Alain levantó unos brazos indignados.

—¡Mi pobre mamá!, no sabes… Estás a cien leguas de imaginar…

Iba a decírselo todo, a contar el frustrado atentado.

—Está bien, déjame a cien leguas. Esas cosas no me incumben. Ten un poco de… de reserva…, vamos, vamos —dijo precipitadamente su madre, y Alain se aprovechó de su púdico error.

—Ahora, mamá, queda la parte fastidiosa, quiero decir el punto de vista familiar que se confunde con el punto de vista comercial. Desde el punto de vista de los Malmert, mi divorcio no tiene disculpa, sea cual fuere la parte de responsabilidad de Camille… Casada tres meses y medio… Los estoy oyendo…

—¿De dónde sacas que hay un punto de vista comercial? Tú y la chica Malmert no teníais firma común. Un matrimonio no constituye una sociedad.

—Lo sé de sobra, mamá. Pero, en fin, si las cosas toman el giro que preveo, es un período odioso… formalidades, entrevistas, etc… Un divorcio no es nunca tan sencillo como dicen.

Madame Amparat escuchaba a su hijo con dulzura sabiendo que ciertas causas fructifican en efectos imprevistos y que a lo largo de la vida un hombre se ve obligado a nacer muchas veces sin más ayuda que el azar, los golpes, los errores.

—Nunca es sencillo abandonar lo que se ha querido poseer —dijo madame Amparat—. La pequeña Malmert no es del todo mala. Un poco… vulgar… un poco sin modales… No, no es del todo mala. Al menos en mi opinión… No te la impongo. Tenemos tiempo de reflexionar.

—Ya me he cuidado de eso —repuso Alain con una cortesía áspera—, y, aunque de momento prefiera guardarme cierta historia…

Su rostro se iluminó súbitamente con la risa de una infancia recobrada. Saha, erguida sobre las patas traseras encima de una regadera llena, con la pata a modo de cuchara, pescaba hormigas ahogadas.

—¡Mírala, mamá! ¿No es una maravilla de gata?

—Sí —suspiró madame Amparat—. Es tu quimera.

Siempre se sorprendía cuando su madre empleaba una palabra rara. Y saludó ésta con un beso depositado en una mano precozmente envejecida, de gruesas venas, manchada por esas lúnulas morenas que Juliette, la vasca, llamaba lúgubremente «manchas de tierra». Al timbrazo que resonó en la verja, madame Amparat se irguió:

—Escóndete —dijo—. Estamos en el camino de los proveedores. Ve a vestirte. ¿Quieres que el chico del carnicero te sorprenda ataviado de ese modo?

Pero ambos sabían que el chico del carnicero no llamaba a la verja de las visitas, y madame Amparat ya volvía la espalda y se apresuraba a subir la escalinata, levantando con las dos manos su peinador. Alain, detrás de los boneteros cortados, vio pasar corriendo a la vasca, el delantal de seda negra al aire; un deslizamiento de zapatillas sobre el guijo descubrió la huida del viejo Émile. Alain le atajó:

—¿Has abierto, por lo menos?

—Sí, monsieur Alain, la joven señora está en el coche…

Alzó hacia el cielo unos aterrorizados ojos, encogió los hombros como si estuviera debajo del granizo y se esfumó.

«Tiene pánico… ¡y un pánico imponente! Habría querido vestirme… Vaya, lleva un traje de chaqueta nuevo…».

Camille le había visto y se dirigía directamente hacia él, sin gran prisa. En uno de esos momentos de turbación casi cómicos que a menudo se presentan en las horas dramáticas, Alain pensó confusamente: «¡Quizá viene a desayunarse!».

La joven, cuidadosa y ligeramente maquillada, armada con negras pestañas, bellos labios cerrados y brillantes dientes, pareció, no obstante, perder la serenidad cuando Alain salió a su encuentro. Se aproximaba sin apartarse de su atmósfera protectora, hollaba el césped natal bajo la complicidad fastuosa de los árboles, y Camille le miraba con ojos de pobre.

—Perdóname…, tengo el aspecto de un colegial en crisis de crecimiento… ¿Nos habíamos citado para esta mañana?

—No, he traído tu maleta grande, llena.

—¡Si no hacía ninguna falta! —exclamó Alain—. Hoy la hubiera hecho recoger por Émile…

—Ya que hablamos de Émile… He querido darle tu maleta, pero ese viejo idiota se ha escapado como si yo tuviese la peste… La maleta está en el suelo, cerca de la verja.

Se mordía el interior de la mejilla, enrojecida de ira.

«Empieza bien», se dijo Alain.

—Lo siento muchísimo… Ya sabes cómo es Émile… Oye —decidió—, ¿vamos a la glorieta…?, estaremos más tranquilos que en casa.

Al instante se arrepintió de su decisión, pues la glorieta, pequeña arquitectura de árboles cortados en torno a un claro, con muebles de mimbre, había ocultado en otro tiempo sus besos clandestinos.

—Espera que quite las ramitas… No tienes que estropearte este traje tan bonito que no conocía…

—Es nuevo —dijo Camille con acento de profunda tristeza, como si hubiera dicho: «Está muerto».

Se sentó de lado, mirando a su alrededor. Dos arcadas redondas, una frente a la otra, agujereaban la rotonda de verde. Alain recordó una confidencia de Camille: «No tienes idea de lo que me ha intimidado tu bello jardín. Venía como la niña de la aldea que va a jugar con el hijo de los dueños del castillo en su parque… Y sin embargo…». Con una expresión echábalo todo a rodar; aquel «sin embargo», que evocaba la creciente prosperidad dé las lavadoras Malmert frente a la casa Amparat, que declinaba.

Observó que Camille permanecía enguantada. «Es una precaución que se vuelve contra ella… Sin los guantes, ya no habría pensado en sus manos, en lo que cometieron. ¡Ah, vaya, por fin un poco de cólera! —se dijo escuchando los latidos de su corazón—. ¡Ya era hora!».

—Bien —dijo Camille con voz apagada—, entonces…, ¿qué haces?, ¿quizá no has reflexionado aún?

—Sí —repuso Alain.

—¡Ah!

—Sí. No puedo volver.

—Comprendo que hoy no puedes hacerlo.

—No puedo volver.

—¿Nunca? ¿En absoluto?

Alain se encogió de hombros.

—¿Qué quiere decir «nunca»? No quiero volver… Ahora no. ¡No quiero!

Ella le estudiaba, intentando discernir lo falso de lo cierto, la irritación deliberada del estremecimiento auténtico. Él le devolvía sospecha por sospecha. «Esta mañana está muy insignificante, hasta parece un poco modistilla pizpireta. Se la ve perdida entre el verde… Ya hemos cambiado bastantes palabras inútiles…».

A lo lejos, por una de las salidas redondeadas, Camille percibió en una de las fachadas de la casa las huellas de las obras, una ventana nueva, unas persianas recién pintadas. Y, valerosamente, se lanzó frente al peligro:

—¿Y si ayer no te hubiera dicho nada —sugirió bruscamente—, si no hubieses sabido nada?

—¡Bonita ocurrencia de mujer! —exclamó Alain despectivamente—. ¡Te honra!

—¡Oh! —exclamó Camille moviendo la cabeza—, honra… honra… No sería la primera vez que la felicidad de una pareja dependiera de algo inconfesable o inconfesado. Pero tengo la idea de que, ocultándote lo ocurrido, no hubiese hecho más que retroceder para saltar mejor. No te sentía… ¿cómo decirlo…?

Buscaba las palabras y las expresaba con gestos, enlazando una mano con otra. «Hace mal en poner sus manos en evidencia —pensaba Alain vengativo—, esas manos que ejecutaron a alguien».

—En fin, diferimos mucho uno de otro —dijo Camille—, ¿no es cierto?

Alain, sorprendido, convino mentalmente en que su mujer estaba en lo cierto. Continuaba callado, y Camille murmuró quejumbrosamente con una voz que conocía muy bien:

—Di, malo, di…

—Pero ¡Dios santo! —estalló Alain—, ya no es de eso de lo que se trata. Lo que puede interesarme… interesarme de ti, es saber si lamentas lo que hiciste, si no puedes recordarlo y si, al pensarlo, te pones mala. El remordimiento, ¡diantre!, el remordimiento. ¡El remordimiento existe!

Se levantó, acalorado, dio la vuelta a la glorieta de boneteros, secándose la frente con la manga.

—¡Ah! —dijo Camille con aire contrito y afectado—. Naturalmente…, claro… Hubiese preferido mil veces no hacerlo… Tuve que perder la cabeza…

—¡Mientes! —gritó Alain ahogando la voz—. ¡Lo único que lamentas es haber fracasado! ¡No hay más que oírte, verte con tu sombrerito ladeado, tus guantes, tu traje nuevo…! ¡Todo lo que has ideado para seducirme! Si fuese cierto lo que dices, vería tu sentimiento en tu cara, lo sentiría.

Gritaba roncamente, con voz áspera. Ya no era dueño de su ira, que él había alentado. La tela gastada del pijama se le desgarró por el codo, y se arrancó casi toda la manga, que tiró a un zarzal.

Camille, en el primer momento, sólo tuvo ojos para el brazo desnudo, singularmente blanco sobre el sombrío bloque de los boneteros, que gesticulaba.

Alain se llevó las manos a los ojos, obligándose a hablar más bajo.

—Un pequeño ser sin reproche, azul como los más bellos sueños, almita fiel capaz de morir delicadamente si le falta quien ha escogido… Tú has tenido eso en tus manos, encima del vacío, y abriste las manos… ¡Eres un monstruo! ¡No quiero vivir con un monstruo!

Descubrió su húmedo semblante, al acercarse a Camille buscando las palabras que la abrumasen. Ella jadeaba, su atención pasaba del desnudo brazo blanco al rostro no menos blanco, del que la sangre había desertado.

—¡Un animal! —gritó indignada—. ¡Me sacrificas a un animal! De todas maneras, soy tu mujer. ¡Me dejas por un animal…!

—¿Un animal? Sí, un animal.

En apariencia calmado, se ocultó tras una sonrisa prudente y misteriosa. «Estoy dispuesto a admitir que Saha es un animal. Si de veras es un animal, ¿qué hay más superior a ese animal?, y ¿cómo hacérselo entender a Camille? ¡Me da risa esta pequeña criminal, impecable y virtuosa, que pretende saber lo que es un animal!». No pudo seguir burlándose, fue sacudido por la voz de Camille.

—¡El monstruo eres tú…!

—¿Cómo…?

—Sí, tú… Desgraciadamente, no sé explicarme bien porque…, pero te aseguro que no me equivoco. He querido suprimir a Saha. Sé que no es bonito, ya lo sé… Sin embargo, matar lo que estorba o hace sufrir es la primera idea que se le ocurre a una mujer, sobre todo a una mujer celosa. Es normal. Lo raro, lo monstruoso, eres tú, es…

Camille se esforzaba por hacerse comprender y, al propio tiempo, señalaba en Alain las muestras accidentales que imponían su sentido algo delirante: la arrancada manga, la boca temblorosa e injuriosa, la mejilla por donde ya no corría la sangre, el mechón insensato de los rubios cabellos despeinados… Alain no protestaba, desdeñaba toda ofensa y parecía perdido en una exploración sin retorno.

—Si hubiese matado o hubiese querido matar a una mujer por celos, me lo perdonarías con toda probabilidad. Pero he puesto la mano en la gata, y estoy arreglada. Y no querrás que te trate de monstruo…

—¿Acaso he dicho que no lo quiera? —interrumpió Alain altivamente.

Camille alzó hacia él sus pupilas extraviadas, hizo un gesto de impotencia. Alain, sombrío y lejano, seguía, cada vez que ella se movía, la mano juvenil, execrable y enguantada.

—¿Qué va a ser ahora de nosotros? ¿Qué vamos a hacer, Alain?

Él estuvo a punto de gemir, desbordando de intolerancia, y gritarle: «¡Nos separamos, nos callamos, dormimos, respiramos uno sin el otro! Me iré lejos, muy lejos, por ejemplo debajo de ese cerezo, bajo las alas de esa urraca blanca y negra, o a la cola de pavo real del surtidor de riego. O bien a mi frío cuarto, bajo la protección de un pequeño dólar de oro, un puñado de reliquias y una gata de color ceniza…».

Se dominó, empero, y mintió tranquilamente:

—Por ahora, nada. Es demasiado pronto para tomar una… decisión. Veremos… más adelante.

Le agotó este postrer esfuerzo de moderación y sociabilidad. Tropezó al dar los primeros pasos cuando se levantó para acompañar a Camille, que aceptaba aquella vaga conciliación con voraz esperanza.

—Sí, es así; es demasiado pronto… Un poco más adelante… Quédate aquí; no me importa que no me acompañes a la verja… Creerán que nos hemos peleado…, a juzgar por tu manga. Oye…, quizá me vaya a nadar un poco a Ploumanach, a casa del hermano y la cuñada de Patrick… Porque la sola idea de vivir con mi familia en estos momentos…

—Vete con el roadster —le propuso Alain.

Camille se ruborizó agradeciéndoselo con exageración.

—Te lo devolveré, ya lo sabes, en cuanto regrese a París… Puedes necesitarlo… No vaciles en reclamármelo… Por otra parte, te haré saber mi partida, y mi regreso…

«Ya organiza, ya echa redes, pasarelas, ya recoge, recose, teje de nuevo. ¡Es terrible! ¿Esto es lo que mi madre aprecia en ella? En efecto, quizá sea muy hermoso. Ya no me siento capaz de comprenderla ni de recompensarla. ¿Cómo se encuentra a sus anchas en todo lo que es insostenible…? ¡Que se vaya, que se vaya!…».

Camille se iba, guardándose de tenderle la mano, aunque, bajo la arcada vegetal podada, se atrevió a rozarle vanamente con sus senos embellecidos. Una vez solo, se desplomó en una butaca y, muy cerca de él, en la mesa de mimbre, la gata apareció prodigiosamente.

Una curva de la alameda, una brecha en el follaje, permitieron a Camille ver a distancia a la gata y a Alain. Se detuvo en seco, sintió un impulso como para volver sobre sus pasos; pero sólo vaciló un instante y se alejó más presurosa, pues si Saha, en acecho, seguía humanamente su partida, Alain, medio tendido en el suelo, jugueteaba, con mano hábil y encogida como una pata, con las primeras castañas de agosto, erizadas y verdes.