3

AL despertar, no se sentó de un salto en la cama.

Obsesionado en sueños por el cuarto extraño, entreabrió las pestañas, comprobó que la astucia y el embarazo no le habían abandonado del todo durante el sueño, pues el brazo izquierdo extendido, relegado a los confines de una estepa de tela, se hallaba presto a reconocer y presto también a rechazar… Sin embargo, a su izquierda, el vasto lecho estaba vacío y fresco. Frente a la cama aparecía el ángulo apenas redondeado de la habitación de tres paredes y la insólita oscuridad verde y el tallo de viva claridad, amarilla como bastoncillo de ámbar, que separaba dos cortinas de tiesa sombra. Alain volvió a dormirse, arrullado por una canción negra, murmurada por unos labios cerrados.

Volvió la cabeza con precaución, entreabrió los ojos y vio, ora blanca, ora azul, según se bañara en el estrecho riachuelo de sol o volviera a la penumbra, a una mujer desnuda con un peine en la mano, entre los labios un cigarrillo, que canturriaba. «¡Es una frescura! —pensó—. ¡Completamente desnuda! ¿Dónde se cree que está?».

Reconoció las hermosas piernas, desde tiempo ya familiares, pero el vientre, acortado por el ombligo situado algo bajo, le sorprendió. Una impersonal juventud salvaba las caderas musculadas, y los senos asomaban ligeros, encima de las costillas visibles. «¿Ha adelgazado?». Lo tosco de la espalda, tan amplia como el pecho, sorprendió a Alain. «Es cargada de espaldas».

Y en aquel preciso momento, Camille se acodó en una de las ventanas y encogió la espalda, alzando los hombros. «Tiene espaldas de mujer que friega suelos…». Pero la muchacha se irguió súbitamente, hizo una pirueta y, con un gesto encantador, esbozó un abrazo en el aire. «No, no; no es verdad. Es hermosa. Pero ¡qué desfachatez! ¿Se cree que estoy muerto? ¿O es que encuentra muy natural pavonearse completamente desnuda? ¡Oh!, todo esto ha de cambiar».

Como ella volvía a la cama, cerró nuevamente los ojos y, cuando los abrió otra vez, Camille estaba sentada frente al tocador, que llamaban el tocador invisible, plancha translúcida de hermoso cristal grueso montada en una armazón de acero negro. Se empolvaba el rostro, tocó con las puntas de los dedos la mejilla, la barbilla, y de pronto sonrió, apartando la mirada con una gravedad y una fatiga que desarmaron a Alain. «¿Así… es feliz? ¿Dichosa de qué? No me la merezco mucho… De todas maneras, ¿por qué está desnuda?».

—¡Camille! —exclamó.

Creyó que echaría a correr al cuarto de baño, que cruzaría las manos sobre su sexo, que velaría sus senos con una arrugada prenda interior; sin embargo, se aproximó, se inclinó sobre el muchacho tendido y le llevó, agazapado en sus brazos, refugiado en el alga de un azul oscuro que florecía en su vientrecillo insignificante, su penetrante perfume de mujer morena.

—¡Cariño! ¿Has dormido bien?

—¡Completamente desnuda! —le reprochó su marido.

La joven abrió cómicamente sus grandes ojos.

—Bueno, ¿y tú…?

Descubierto hasta la cintura, no supo qué contestar. Camille se pavoneaba ante él, tan orgullosa y tan lejos del pudor, que un poco rudamente le echó el pijama arrugado que yacía sobre la cama.

—¡Anda, de prisa, ponte esto! ¡Tengo hambre!

—La mére Buque está en su sitio. Todo marcha, todo va sobre ruedas.

Desapareció y Alain quiso levantarse, vestirse, alisar sus revueltos cabellos, pero Camille regresó, ataviada con un grueso albornoz de baño, nuevo y demasiado largo, llevando alegremente una bandeja llena.

—¡Qué ensalada, hijo de mi alma! Hay un tazón de la cocina, una tacita de pirex, el azúcar en la tapa de una caja… Todo amontonado… Mi jamón está reseco; estas peras cloróticas son los restos del almuerzo… La mére Buque se siente perdida en la cocina eléctrica. Le enseñaré a cambiar los plomos.

Y he echado agua en los compartimientos del hielo de la nevera. ¡Ah, si yo no estuviese aquí! El señor tiene su café muy caliente, hirviente la leche y dura la mantequilla. No; es mi té, ¡no lo toques! ¿Qué buscas?

—Nada… nada…

Debido al olor del café, buscaba a Saha.

—¿Qué hora es?

—¡Al fin una palabra cariñosa! —exclamó Camille—. Tempranísimo, marido mío. He visto en el despertador de la cocina que eran sólo las ocho y cuarto.

Comieron, riendo con frecuencia y hablando poco. Por el olor creciente de las cortinas de hule verde, Alain adivinaba la fuerza del sol que les calentaba, y no podía apartar su pensamiento del sol exterior, del horizonte extraño, de los vertiginosos nueve pisos, de la extravagante arquitectura de Quart-de-Brie que les cobijaría durante cierto tiempo.

Escuchaba a Camille lo mejor que podía, conmovido porque fingiese olvido de lo que había pasado entre ellos durante la noche, porque afectase experiencia en este alojamiento ocasional, y la desenvoltura de una casada de por lo menos ocho días. Desde que compareció vestida, buscaba la manera de testimoniarle su gratitud. «No me guarda rencor por lo que hice ni por lo que no le hice, ¡pobre criatura! En fin, ha pasado lo más fastidioso… ¿Es que, a menudo, una primera noche es este magullamiento, este semiéxito, semidesastre?».

Le pasó cordialmente el brazo por el cuello y la besó.

—¡Oh, eres un encanto!

Camille dijo esto con tanto sentimiento, con expresión tal, que se ruborizó y él vio cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. Sin embargo, eludió valerosamente su emoción y saltó de la cama con el pretexto de llevarse la fuente. Corrió a la ventana, se enredó los pies en el albornoz demasiado largo, soltó una tremenda imprecación y se asió de una cuerda de barco. Se descorrieron las cortinas de hule y París con sus alrededores, azules e ilimitados como el desierto, manchados de un verde aún claro, de vidrieras de un azul de insecto, entró de un salto en la habitación triangular que sólo tenía una pared de cemento; las otras eran de vidrio a media altura.

—¡Es hermoso! —exclamó Alain a media voz.

Sin embargo mentía a medias, y su sien buscaba el apoyo de un hombro juvenil del que resbalaba el albornoz. «No es una morada humana… todo este horizonte en la casa, en la cama. ¿Y los días de tormenta? Abandonados en lo alto de un faro, entre los albatros…».

El brazo de Camille, que se había vuelto a reunir con él en la cama, le rodeaba el cuello y ella miraba sin temor, alternativamente, los vertiginosos límites de París y la rubia cabeza despeinada. Su flamante arrogancia, que parecía abrir crédito a la próxima noche, a los días siguientes, se contentaba sin duda con las licencias de hoy: hollar el lecho común, rozar con hombros y caderas un desnudo cuerpo de mozo, acostumbrarse a su color, a sus curvas, a sus salientes, apoyar firmemente la mirada en los secos pezoncillos, la cintura que ella envidiaba, el extraño motivo del sexo caprichoso…

Mordieron juntos la misma pera insípida y rieron mostrándose sus bellos dientes mojados, las encías un poco pálidas de niños fatigados.

—¡Vaya día el de ayer…! —suspiró Camille—. ¡Cuando se piensa que hay gente que se casa a menudo…! —La vanidad volvió a apoderarse de ella y añadió—: Ahora que… estuvo muy bien, ¿verdad? ¿Verdad que no hubo ningún tropiezo?

—Sí —contestó Alain blandamente.

—¡Oh, tú…, igualito que tu madre! Quiero decir que mientras no se estropee el césped de vuestro jardín y no se tiren colillas en vuestro guijo, lo encontráis todo bien, ¿no es cierto? Lo que no quita para que nuestra boda hubiera resultado más bonita en Neuilly. Sólo que eso hubiera molestado a la sacrosanta gata. Anda, contesta, malo, contesta… ¿Qué miras por todos lados?

—Nada —dijo con sinceridad—, ya que no hay nada que mirar. He visto el tocador, he visto la silla…, hemos visto la cama…

—¿No vivirías aquí? Yo me encuentro muy a gusto… Imagínate, tres habitaciones y tres terrazas… ¡Si uno se quedara…!

—Se dice: ¡si nos quedáramos!

—Entonces, ¿por qué dices tú «se dice…»? Bueno, ¿y si uno se quedara?

—Patrick regresará de su crucero dentro de tres meses.

—¿Y qué? Bueno, que regrese. Se le dice que nos queremos quedar y se le manda con viento fresco.

—¡Oh!… ¿Harías semejante cosa?

Camille movió afirmativamente su negro copete con una deslumbrante y femenina desenvoltura en la perfidia. Alain quiso mirarla con severidad; pero Camille, bajo su mirada, cambió, se volvió temerosa, como él mismo se sentía, y entonces la besó precipitadamente en la boca.

Le devolvió el beso muda, afanosa, buscando con un movimiento de caderas el hoyo de la cama; tanto, que su mano libre, que apretaba un hueso de melocotón, tanteaba en el aire buscando una taza vacía o bien un cenicero.

Inclinado sobre ella, esperó, acariciándola con la mano, que abriera de nuevo los ojos.

La joven apretaba entre las pestañas dos lagrimitas brillantes que no quería dejar correr y él respetó su discreción y orgullo. Ambos habían esperado todo cuanto pudieron, silenciosamente, ayudados por el calor matinal, por sus cuerpos perfumados y complacientes.

Alain se acordaba de la agitada respiración de Camille, qué había dado pruebas de una ardiente docilidad, de un celo algo intempestivo, muy agradable… No le recordaba a ninguna mujer. Al poseerla por segunda vez, sólo pensó en los miramientos que merecía.

Yacía tendida contra él, brazos y piernas blandamente recogidos, las manos semicerradas y, por vez primera, felina. «¿Dónde está Saha?».

Esbozó maquinalmente una caricia «para Saha», pasando las uñas delicadamente a lo largo del vientre de Camille, que gritó sobrecogida, envarando los brazos, uno de los cuales golpeó a Alain, que estuvo a punto de devolverle golpe por golpe.

La joven, sentada, con la mirada hostil bajo un revuelto copete de oscuros cabellos, le amenazaba con la mirada.

—¿Es que ahora va a resultar que eres un vicioso?

Alain no esperaba nada parecido y rompió a reír estrepitosamente.

—¡No hay que reírse! —exclamó Camille—. Siempre me han dicho que los hombres que hacen cosquillas a las mujeres son viciosos… incluso sádicos.

Alain saltó de la cama para reír mejor, olvidándose de que estaba desnudo. Camille se calló tan bruscamente que él se volvió y sorprendió su cara radiante, pasmada, atenta toda al mozo que una noche de bodas había hecho suyo.

—Voy a estar en el cuarto de baño diez minutos, ¿me lo permites?

Abrió la puerta de espejos practicada en uno de los extremos de la pared más larga, que ellos llamaban la hipotenusa.

—Luego, pasaré un momento por casa de mi madre.

—Está bien, ¿no quieres que te acompañe?

Alain pareció disgustado, extrañado, y por vez primera en aquel día, la joven se sonrojó.

—Veré si las obras…

—¡Oh, las obras! ¿Te interesan a ti las obras? ¡Confiésalo —cruzó los brazos como una actriz de tragedia—, confiesa que vas a ver a mi rival!

—Saha no es tu rival —repuso Alain simplemente. «¿Cómo va a ser tu rival? —prosiguió en su interior—. Tú sólo puedes tener rivales en lo impuro…».

—No necesitaba una protesta tan formal…, amor mío. Ve de prisa. No olvides que almorzamos en casa del padre Léopold, como solteros. ¡En fin, como solteros! ¿Regresarás pronto? ¡No olvides que iremos a dar una vuelta! ¿Me oyes?

Oía, en particular, que la palabra «regresar» adquiría un nuevo significado, absurdo, quizás inaceptable, y miró a Camille de reojo. Ostentaba, reivindicaba su lasitud de recién casada, la ligera hinchazón de sus párpados inferiores bajo el ángulo abierto de los grandes ojos. «¿Tendrás siempre, a toda hora, en cuanto salgas del sueño, los ojos tan abiertos? ¿No sabes entornarlos? Ver unos ojos tan abiertos me da dolor de cabeza…».

Encontraba un placer poco honrado, una fugaz satisfacción en interpelarla en su interior. «Y al fin y al cabo, eso resulta menos descortés que la sinceridad». Sintió prisa por llegar a la cuadrada bañera, al agua caliente, a la soledad propicia a la meditación. Pero como la puerta de espejos abierta en la hipotenusa lo reflejaba de pies a cabeza, la abrió con complaciente lentitud y no se apresuró a cerrarla.

Al salir del piso una hora más tarde, sufrió una equivocación, desembocó en una de las terrazas que rodeaban el Quart-de-Brie, recibiendo en pleno rostro el seco abanicazo del viento del Este que lividecía a París, arrastraba humaredas y, a lo lejos, pulía el Sacré-Coeur. Encima del antepecho de cemento aparecían cinco o seis floreros, colocados por manos bienintencionadas, llenos de rosas blancas, hidrangeas, lirios manchados con su propio polen. «El postre de la víspera jamás resulta agradable…». Sin embargo, antes de bajar resguardó del viento las maltrechas flores.