6
—NO, no, no se me hubiera ocurrido que un gato pudiera aclimatarse tan pronto.
—Un gato sólo es un gato, pero Saha es Saha.
Alain, vanidoso, cantaba las alabanzas de Saha. Nunca la había tenido así, encerrada, prisionera en un espacio de veinticinco metros cuadrados, visible a toda hora y reducida para la meditación felina, su sed de sombra y soledad, a tomar de prestado la parte inferior de las butacas gigantes que erraban sin norte por el estudio, la embrionaria antecámara o uno de los armarios-guardarropa camuflados por espejos.
Saha, empero, deseaba triunfar de todas las emboscadas. Se acostumbró a las horas inciertas de comer, de dormir, de levantarse; escogió como alojamiento nocturno el cuarto de baño y su taburete-esponja; exploró el Quartde-Brie sin afectación de disgusto o hurañía. Condescendió a escuchar la palabra ociosa de madame Buque en la cocina, que invitaba a la minina a hígado crudo. Y cuando Alain y Camille salían, se aposentaba en el vertiginoso antepecho y sondeaba los abismos del aire siguiendo en lo alto con mirada apacible las espaldas volantes de las golondrinas y gorriones. Su impasibilidad en lo alto de los nueve pisos, la costumbre que adquirió de lavarse largo rato encima del antepecho, enloquecían a Camille.
—¡No la dejes! —gritaba Camille a Alain—. Cuando la veo me dan palpitaciones y calambres en las pantorrillas.
Alain sonreía expresivamente y admiraba a su gatita reconquistada para el placer de vivir y de alimentarse.
Y no es que recobrase su lozanía, ni que estuviese alegre en demasía.
Aunque no recuperaba todavía su pelo irisado como el plumaje malva de una paloma, vivía mejor, esperaba el «pum» sordo del ascensor en que subía Alain y aceptaba de Camille atenciones excepcionales, por ejemplo, un minúsculo plato de leche a las cinco de la tarde, un huesecillo de pollo ofrecido desde lo alto, como a un perro al que se quiere hacer saltar.
—¡Así no! ¡Así no! —reñía Alain.
Y ponía el hueso en la alfombra del baño o, simplemente, en la moqueta color canela de larga lana.
—¿Qué estás haciendo? ¡Es la alfombra de Patrick! —Le censuraba su mujer.
—¡Los gatos no comen huesos ni carne encima de una superficie pulida! Cuando un gato saca un hueso de un plato y antes de comerlo lo pone en la alfombra, se le llama sucio. El gato necesita sujetar su presa con la pata mientras tritura o desgarra, y eso sólo puede hacerlo en el suelo o en una alfombra. Pero no se le hace caso…
Camille, atónita, le interrumpió:
—¿Y tú cómo lo sabes?
El muchacho jamás se lo había preguntado a sí mismo, y, con una chanza salió del paso:
—¡Psé…! Porque soy muy inteligente… ¡No lo repitas! Monsieur Veuillet no lo sabe…
Le enseñaba los usos y costumbres del felino, como una lengua extranjera rica en muchas sutilezas. Sin darse cuenta, ponía énfasis en sus palabras. Camille le observaba atentamente y le hacía veinte preguntas a las que él contestaba sin prudencia.
—¿Por qué juega la gata con un cordel, si tiene miedo del grueso cordón que mueve las cortinas?
—Porque el cordón es una serpiente. Tiene calibre de serpiente. La gata tiene miedo a las serpientes.
—¿Ha visto una serpiente?
Alain levantó sobre su mujer los ojos verdegrises, de negras pestañas, que ella encontraba tan hermosos, tan «traicioneros».
—No, desde luego que no. ¿Dónde iba a verla?
—¿Entonces?
—Entonces, se la ha inventado. La ha creado. Tú también tendrías miedo a las serpientes aunque jamás las hubieras visto.
—Sí, pero me lo han contado, las he visto en grabados. Sé que existen.
—Saha también lo sabe.
—¿Cómo?
Le dirigió una sonrisa imperiosa:
—¿Cómo? Desde que nació, como las personas de clase.
—Entonces, ¿yo no soy una persona de clase?
Alain se suavizó, aunque sólo por conmiseración.
—¡Dios santo, no! Consuélate: tampoco lo soy yo. ¿No crees lo que te digo?
Camille, sentada a los pies de su marido, le contemplaba con los ojos más grandes que tenía, los ojos de la nena de antaño, que no quería dar «los buenos días».
—Está bien —dijo gravemente—, habré de creerte.
Todas las noches se quedaban a cenar en casa. «Por el calor», decía Alain; «por causa de Saha», insinuaba Camille. Una noche, después de la cena, Saha saltó a las rodillas de su amigo.
—¿Y yo…? —preguntó Camille.
—Tengo dos rodillas —repuso, tranquilamente, Alain.
Sin embargo, la gata no usó largo rato de su privilegio. Misteriosamente advertida, regresó a la mesa de pulido ébano, sentándose encima de su propio reflejo azulado, sumergida en un agua tenebrosa, y nada en ella hubiera parecido insólito, a no ser la atención fija que prestaba a los seres invisibles erguidos ante ella, en el aire.
—¿Qué mira? —preguntó Camille.
Estaba muy bonita todas las noches, a la misma hora, con pijama blanco, los cabellos medio desengomados, alborotados en la frente, muy morenas las mejillas bajo las capas de polvo que desde la mañana iba superponiendo. A veces, Alain conservaba la indumentaria veraniega, sin chaleco; empero Camille posaba en él unas manos impacientes, le quitaba chaqueta y corbata, abríale el cuello, arremangaba las mangas de la camisa, mostraba y buscaba la carne desnuda, y aunque Alain la motejaba de «desvergonzada», se dejaba hacer. La joven reía dolorosamente, reprimiendo su deseo. Y era él quien bajaba los ojos para ocultar una aprensión que no era exclusivamente voluptuosa: «¡Qué estragos produce el deseo en esa cara…! ¡Tiene la boca crispada! ¡Una muchacha tan joven…! ¿Quién le ha enseñado a tomarme así la delantera?».
La mesa redonda, junto a un carrito con ruedas de caucho, los reunía en el umbral del estudio, cerca de la abierta puerta-ventana. Tres elevados y vetustos álamos, restos de un hermoso jardín destruido, balanceaban sus copas a la altura de la terraza, y el amplio sol poniente de París, rojo oscuro, apagado de vapores, descendía detrás de sus flacas copas, de donde la savia se retiraba.
La comida de madame Buque, que servía mal y cocinaba bien, animaba el momento. Alain, refrescado, olvidaba el día, las oficinas de Amparat y la tutela de monsieur Veuillet, y sus dos cautivas del belvédére le agasajaban. «¿Me esperabas?», preguntaba al oído de Saha.
—¡Te he oído llegar! —exclamaba Camille—. ¡Desde aquí se oye todo!
—¿Te aburrías? —le preguntó una noche, temeroso de que no se atreviese a quejarse; pero ella sacudió su negro copete negativamente.
—¡Ni por asomo! He ido a casa de mi madre. Me ha presentado la perla…
—¿Qué perla?
—La chica que va a ser mi doncella allá abajo. ¡Con tal que el viejo Émile no le haga un crío! ¡Es una monada!
Reía arremangando en sus desnudos brazos las largas mangas de crepé blanco antes de abrir el melón de carne roja en torno al cual Saha daba vueltas; pero Alain no reía, estaba entregado al horror de imaginar una criada nueva en su casa…
—¿Sí? Figúrate —le confesó— que mi madre, desde mi infancia, nunca ha cambiado la servidumbre.
—¡Ya se ve! —dijo Camille tajante—. ¡Menudo museo!
Mordía una tajada de melón y reía cara al sol poniente. Alain admiró sin ninguna simpatía especial con qué veracidad podía asomar al rostro de Camille cierto resplandor de caníbal, el brillo de los ojos, de la boca estrecha y una especie de monotonía italiana.
De todas maneras, todavía hizo un esfuerzo de desinterés.
—Me parece que no ves mucho a tus amigas. Quizá podrías…
—¿Qué amigas? —contestó ella impetuosamente—. ¿Pretendes hacerme comprender que te estorbo? ¿Quieres que me vaya a tomar el aire? ¿Sí?
Alain frunció las cejas y chascó la lengua, y ella cedió prestamente con plebeyo respeto hacia el hombre desdeñoso.
—Es verdad, de niña no tenía muchas amigas y… claro, ahora… ¿Me imaginas con una muchachita? Tendría que tratarla como a una niña o contestar a todas sus cochinas preguntas: «¿Y cómo se hace…? ¿Y qué te hace él…?». Las chicas —explicó con un poco de amargura—, las chicas…, ¿sabes?, no están muy unidas entre sí. No existe solidaridad. No es como vosotros los hombres…
—¡Perdón!, yo no soy uno-de-vosotros-los-hombres…
—¡Oh, ya lo sé! —dijo ella melancólicamente—, y a veces me pregunto si no lo preferiría…
La melancolía raramente la afectaba, y sólo provenía de una reticencia secreta o de una duda que no expresaba.
—Tú —prosiguió Camille—, aparte de Patrick, que se ha marchado, no tienes muchos amigos. Y, en el fondo, estoy segura de que el mismo Patrick te importa un pepino…
Se interrumpió ante un gesto desabrido de Alain.
—No hablemos de estas cosas —dijo ella con tacto— o nos pelearemos…
Unos largos chillidos infantiles subían de la tierra alcanzando en el aire el acerado silbido de las golondrinas.
Los hermosos ojos amarillos de Saha, invadidos poco a poco por la gran pupila de la noche, contemplaban en el espacio puntos móviles, invisibles y flotantes.
—Oye, ¿qué mira la gata? ¿Si no hay nada allá donde mira…?
—Nada, para nosotros…
Alain evocaba, añoraba el ligero estremecimiento, el delicioso temor que en otros tiempos le transmitía su gatita amiga cuando se le tendía en el pecho por las noches…
—Supongo que no te dará miedo… —dijo condescendiente.
Camille estalló en risas como si no hubiera esperado palabras tan insultantes.
—¿Miedo…? Tú sabes que tengo miedo de muy pocas cosas.
—Eso es una contestación de niña tonta —repuso Alain hostilmente.
—Digamos que sí —dijo Camille encogiéndose de hombros—. Tú tienes miedo a las tormentas —y designó la violácea muralla de nubes que se levantaba al propio tiempo que la noche—. Sí, eres como Saha —añadió—; no te gusta la tormenta.
—A nadie le gustan las tormentas.
—A mí no me importan —dijo en tono de aficionado—. En todo caso, no las temo mucho.
—Todo el mundo teme a las tempestades —dijo Alain, hosco.
—Pues bueno, yo soy el mundo entero, ahí tienes.
—Sí para mí —repuso el muchacho con gracia súbita y artificial que no la engañó.
—¡Oh! —refunfuñó bajito—. ¡Te pegaría con unas ganas…!
Alain inclinó hacia ella, por encima de la mesa, sus cabellos rubios, hizo brillar sus dientes.
—¡Pégame!
Sin embargo, ella se privó del placer de dispersar los dorados cabellos, de ofrecer su brazo a la boca brillante.
—¡Tienes nariz de caballo! —le dijo ferozmente.
—Es la tempestad —contestó Alain riendo.
Estas sutilezas no complacieron a Camille, pero los primeros fragores sordos del rayo desviaron su atención y tiró la servilleta para salir a la terraza.
—Ven, veremos los relámpagos.
—No —contestó Alain sin moverse—, ven tú…
—¿Dónde?
Con la barbilla, indicó el dormitorio. En el rostro de Camille apareció la expresión obstinada, la obtusa avidez que él conocía bien; no obstante, vaciló.
—¿Y si primero viésemos un poco los relámpagos?
Alain hizo un gesto negativo.
—¿Por qué, malo?
—Porque tengo miedo a la tormenta… Escoge: la tempestad o yo.
—¡Oh, qué ocurrencia…!
Corrió al dormitorio con un movimiento fogoso que enorgulleció a Alain, pero, al reunirse con ella, vio que, adrede, había encendido un aplique de cristal luminoso cerca de la cama, y él lo apagó a posta.
La lluvia entraba, tibia y agresiva, por los abiertos ventanales, perfumada de ozono, mientras se apaciguaba. Camille, en brazos de Alain, le daba a entender que hubiera deseado que, mientras la tempestad se alejaba, de nuevo olvidara con ella su temor a la tormenta. Mas él contaba nervioso los extensos relámpagos y los grandes árboles luminosos que se levantaban contra las nubes, y se apartaba de Camille.
La joven se resignó, se apoyó sobre un codo alisando con una mano la cabellera crepitante de su marido. Bajo las palpitaciones de los relámpagos, sus rostros de yeso azul surgían y se abismaban en la noche.
—Bueno, esperemos que acabe la tempestad —accedió Camille.
«¡Vaya! —se dijo Alain—. ¿Esto es lo que tiene que decir después de una escaramuza que a fe que valió la pena? Lo menos que podía hacer es no decir nada. Como dice Émile, la joven señora se hace oír».
Un relámpago jadeante, largo como un sueño, se reflejó como hoja de fuego en la gruesa plancha de cristal sobre el tocador invisible. Camille apretó su pierna desnuda contra Alain.
—¿Lo haces para tranquilizarme? Ya sabemos que no tienes miedo al rayo.
Levantaba la voz para dominar el cavernoso estruendo y las cascadas de lluvia sobre el liso techo. Se sentía cansado e irritado, presto a la injusticia, asustado de comprobar que ya no podría estar solo. Regresó mentalmente, y con violencia, a su antigua habitación, empapelada de papel blanco con flores descoloridas, la habitación que ninguna mano intentara arreglar o afear. Su deseo fue tan ansioso, que el murmullo del viejo calorífero mal ajustado siguió a la evocación de los ramilletes uniformes y claros, murmullo y aliento de cueva seca, salido de una boca de labios de cobre incrustada en el parquet. Murmullo que se unía al de la casa entera, cuchicheo de los viejos criados acartonados por el uso; inhumados de medio cuerpo en el sótano y a los que el jardín ya no tentaba. Hablando de mi madre, decían «ella»; pero desde que me puse los primeros pantalones, yo fui «monsieur Alain».
El retumbo seco de un trueno le sacó del breve sueño en que yacía tras el placer. Inclinada encima de él, acodada, su joven esposa permanecía inmóvil.
—Me gustas mucho cuando duermes —le dijo—. Ya se aleja la tormenta.
Alain interpretó la frase como una insinuación, y se sentó en la cama.
—Voy a hacer lo mismo —dijo—. ¡Qué humedad! Me voy a dormir al banco de la sala de espera.
Llamaban así al estrecho diván, único mueble de una pequeña habitación-pasillo con paredes de cristal que Patrick destinaba a sesiones de helioterapia.
—¡Oh, no! ¡Oh, no! —suplicó Camille—. Quédate…
Pero Alain ya se deslizaba fuera de la cama. Los enormes fulgores entre los nubarrones revelaron el duro rostro ofendido de Camille.
—¡Uf, qué hombrecillo!
Y con esta frase que no se esperaba, le tiró de la nariz. Con un revés de brazo, que no pudo contener y no lamentó, Alain abatió la mano irrespetuosa. Una súbita tregua del viento y de la lluvia los dejó solos en medio del silencio y como sordos. Camille se frotaba la mano dolorida.
—¡Vaya…! —dijo por fin—. ¡Vaya…, eres un animal!
—Es posible —repuso Alain—. No me gusta que me toquen la cara. ¿No tienes suficiente con todo lo demás? No me toques nunca la cara.
—Vaya que sí —repitió Camille lentamente—, eres un animal…
—No lo repitas demasiado… Aparte de esto, no te guardo rencor. Sólo que debes tener cuidado. —Volvió a meter en la cama la pierna derecha—. ¿Ves ese cuadrado gris en la alfombra? Es el amanecer. ¿Quieres que durmamos?
—Sí, sí quiero… —contestó Camille con voz vacilante.
—Entonces ven…
Extendió el brazo para que apoyara la cabeza, y ella se aproximó dócilmente, con una cortesía circunspecta. Alain, satisfecho de sí mismo, la sacudió amistosamente, la atrajo por el hombro; sin embargo, la mantuvo alejada, por lo que pudiera ser, doblando un poco las rodillas, y no tardó en dormirse. Camille, despierta, respiraba sin abandono y volvía la vista a la cuadrícula blanquecina de la alfombra. Oyó cómo los pájaros festejaban el final de la tormenta en los tres álamos, cuyo susurro imitaba el aguacero. Cuando Alain, al cambiar de posición, retiró el brazo, recibió de su marido una caricia inconsciente que, deslizándose tres veces por su cabeza, parecía habituada a alisar un pelo más suave que sus suaves cabellos negros.