12
SE despertó temprano y, suavemente, se fue a acostar de nuevo en el banco de la sala de espera, el estrecho diván encerrado entre dos paredes de vidrio.
Allí fue donde, las noches siguientes, se dirigió a terminar su descanso. Cerraba por uno y otro lado las opacas cortinas de hule, casi nuevas y ya semidestruidas por el sol. Respiraba sobre su cuerpo el perfume único de la soledad, el áspero aroma felino de las hierbas y el boj en flor. Un brazo extendido, el otro doblado encima del pecho, recuperaba la posición muelle y soberana de sus sueños infantiles. Suspendido en la estrecha cúspide de la casa triangular, favorecía con todas sus fuerzas el retorno de los sueños de antaño que la fatiga amorosa había diseminado.
Se escapaba más fácilmente de lo que Camille hubiera deseado, a pesar de hallarse obligado a huir sobre el terreno, por pura retracción, desde el momento en que la evasión no significaba una escalera bajada a pasos ligeros, el restallido de una portezuela de taxi, una corta misiva… Ninguna amante le hizo prever a Camille y su indulgencia de muchachita, Camille y su honrilla de compañera ofendida.
Evadido, de nuevo acostado en el banco de la sala de espera y buscando con la nuca un almohadón apretado, entre todos el preferido, Alain aguzaba un oído inquieto, escuchando hacia la habitación que acababa de abandonar. Sin embargo, Camille nunca abrió la puerta. Una vez sola, se cubría el cuerpo con la arrugada sábana y el cubrecama de seda guateada, se mordía con despecho y sentimiento el índice doblado y bajaba con un seco golpe el largo párpado de metal cromado que proyectaba a través de la cama un estrecho puente de blanco resplandor.
Alain nunca supo si dormía en el lecho vacío donde aprendía, tan joven, que una noche solitaria impone un despertar armado, pues al día siguiente reaparecía, fresca, un poco engalanada, abandonando el albornoz, el pijama de la víspera; pero la joven no podía comprender que el humor sexual del hombre es una corta estación cuyo incierto retorno jamás constituye un nuevo inicio.
Tendido solo, bañado de aire nocturno, midiendo el silencio y la altura de su cima por los gritos debilitados de los barcos en el cercano Sena, el infiel retardaba su sueño hasta la aparición de Saha, que se le acercaba, sombra más azul que la sombra, avanzando por el borde de la abierta vidriera. Permanecía al acecho y no bajaba al pecho de Alain, a pesar de que le suplicaba con las palabras que ella conocía.
—Ven, pumita mía…, ven…, mi gata de las cimas…, mi gata de las lilas… ¡Saha, Saha!
Saha se resistía, sentada por encima de él, en el alféizar de la ventana. Sólo distinguía su silueta de gata, recortada en el cielo, su barbilla inclinada, sus orejas apasionadamente orientadas hacia él, y nunca pudo sorprender la expresión de su mirada.
A veces, el alba seca, el alba de antes de que el viento se levantase, los vio sentados en la terraza del este, contemplando, mejilla con mejilla, la lividez del cielo y el impulso de las blancas palomas que, una a una, salían del hermoso cedro de la Folie-Saint-James. Se sorprendían de hallarse tan lejos, sobre la tierra, tan solos y tan poco dichosos. Saha, con un movimiento ardiente y ondulante de cazadora, seguía el vuelo de las palomas y prorrumpía en algunos «iau, iau», eco debilitado de los «gurrumiau, gurrumiau» de excitación y avidez y violento juego.
—Nuestra habitación —le decía Alain al oído—, nuestro jardín, nuestra casa.
La gata enflaquecía de nuevo, y aunque Alain la encontraba ligera y encantadora, sufría de verla tan dulce y paciente como todos aquellos a quienes agobia y sostiene una promesa.
El sueño se apoderaba de Alain a medida que el naciente día acortaba las sombras. Descoronado primero y ensanchado por la bruma de París, luego empequeñecido, ligero y ya ardiente, el sol ascendía encendiendo en los jardines un crepitar de gorriones. La creciente luz revelaba en las terrazas, al borde de los balcones, en los patinillos donde languidecían los arbustos cautivos, el desorden de una noche calurosa, prendas olvidadas en una chaise-longue de mimbre, vasos vacíos en un velador metálico, un par de sandalias. Alain detestaba el impudor de los pequeños alojamientos oprimidos por el estío, y de un salto volvía a su cama, pasando por una entreabierta puerta de la vidriera. Debajo de la casa de nueve pisos, en un jardincillo de débiles plantas, un jardinero levantaba la cabeza para contemplar al mozo que atravesaba con un ágil salto de ratero el translúcido tabique.
Saha no le seguía. Ora inclinaba una oreja hacia la habitación triangular, ora observaba sin pasión el despertar de un mundo lejano, a ras de tierra. De una casita caduca salía un perro suelto, daba vueltas en torno al jardincillo y no recobraba la voz hasta después de unos instantes de correría sin objeto. En las ventanas aparecían mujeres; una criada furiosa daba portazos, sacudía unos almohadones de color naranja sobre un liso tejado a la italiana; unos hombres, despertados a disgusto, encendían el amargo primer cigarrillo. Finalmente, en la cocina sin fuego del Quart-de-Brie se entrechocaban la cafetera automática con silbato y la tetera eléctrica; por un tragaluz del cuarto de baño volaban el perfume y el bostezo-rugido de Camille. Saha, resignada, doblaba las patitas debajo del vientre y fingía dormir.