13
UN día de julio en que ambas esperaban el retorno de Alain, Camille y la gata descansaban en el mismo antepecho, la gata echada sobre los codos, Camille apoyada en sus brazos cruzados. A Camille no le gustaba el balcón-terraza reservado a la gata, limitado por dos tabiques de mampostería que lo resguardaban del viento y de toda comunicación con la terraza de proa.
Cambiaron una mirada de pura investigación, y Camille no dirigió la palabra a Saha. Se inclinó, acodada, como para contar los pisos con toldos anaranjados, extendidos de arriba abajo en la vertiginosa fachada, y rozó a la gata, que se levantó para dejarle sitio, se estiró y volvió a tumbarse un poco más lejos. En cuanto Camille estaba sola, se parecía mucho a la niña que no quería dar los buenos días, y su cara tornaba a la infancia con la expresión de inhumana ingenuidad, de dureza angélica que ennoblece las caras infantiles. Paseaba sobre París, sobre el cielo de donde cada día se retiraba la luz más tarde, una mirada imparcialmente severa que nada censuraba. Bostezó nerviosamente, se irguió, dio unos pasos distraídamente y se agachó otra vez, obligando a la gata a saltar al suelo. Saha se alejó con dignidad y prefirió entrar en la habitación, pero la puerta de la hipotenusa estaba cerrada y la gata se sentó pacientemente. Un instante después tuvo que dejar paso a Camille, que comenzó a andar de un tabique al otro con bruscos pasos, y la gata saltó al antepecho. Camille, como jugando, la desalojó, acodándose a su vez, y Saha, de nuevo, se resguardó junto a la puerta cerrada.
Con la mirada perdida en la lejanía, inmóvil, Camille le volvía la espalda. Pero la gata contemplaba la espalda de Camille y se aceleraba su respiración. Se levantó, dio dos o tres vueltas sobre sí misma, interrogó a la puerta cerrada… Camille no se había movido; Saha dilató las naricillas, mostró una angustia parecida a la náusea y se le escapó un maullido largo, desolado, mísera respuesta a un mudo e inminente designio, y Camille dio media vuelta.
Estaba un poco pálida, es decir, el colorete dibujaba en sus mejillas dos lunas ovaladas. Aparentaba un aire distraído, tal como hubiese hecho ante una mirada humana. Hasta empezó a canturriar con la boca cerrada y reanudó su paseo de uno a otro tabique siguiendo el ritmo de su canción, pero le falló la voz. Obligó a la gata, que su pie iba a magullar, a ganar de un salto un estrecho observatorio; luego, a pegarse contra la puerta.
Saha se había rehecho; hubiese muerto antes que lanzar un segundo grito. Camille, acosando a la gata sin parecer verla, iba y venía en completo silencio. Saha sólo saltaba al antepecho cuando los pies de Camille se posaban a su lado, y no volvía al suelo del balcón más que para evitar el brazo tendido que la hubiese precipitado desde lo alto de los nueve pisos.
Huía metódicamente, saltando con cuidado; tenía la mirada fija en la enemiga, sin condescender al furor ni a la súplica. La extrema emoción, el temor de morir, empaparon de sudor la planta sensible de sus patitas, que marcaron huellas de flores en el balcón estucado.
Camille pareció ser la primera en desfallecer y dispersar su fuerza criminal. Cometió el error de notar que el sol se apagaba, echó una mirada a su brazalete, prestó atención a un tintineo de cristales en el interior del piso. Unos instantes más y su decisión la abandonaría como el sueño abandona al sonámbulo, la dejaría inocente y agotada. Saha sintió vacilar la firmeza de su enemiga, dudó en el antepecho y Camille, velozmente, alargando los dos brazos, la empujó al vacío.
Tuvo tiempo de oír el rechinar de las uñas en la pared, de ver el cuerpo azul de Saha retorcido como una S, ávidamente asido al aire, con fuerza ascendente de trucha, luego retrocedió y se acercó a la pared.
Camille no sintió la tentación de mirar hacia abajo, hacia el huertecillo de tiernos retoños. Al entrar en la habitación, se colocó las manos en las orejas, las retiró, sacudió la cabeza como si oyera un zumbido de mosquito, se sentó y casi se durmió; pero la noche que caía la puso en pie, y ahuyentó el crepúsculo encendiendo apliques de cristal, luminosas ranuras, cegadoras setas y el largo párpado cromado que vertía una opalina mirada a través del lecho.
Se movía elásticamente, manejando los objetos con manos ligeras, hábiles, soñadoras.
—Me siento como si hubiera adelgazado —murmuró en voz alta.
Se mudó de ropa, se vistió de blanco.
«Mi mosca en leche», dijo imitando la voz de Alain. Al venirle a la memoria un recuerdo sensual que la llevaba a la realidad, se le encendieron las mejillas y esperó la llegada de Alain.
Tendía la cabeza hacia el rumoroso ascensor, se estremecía ante los ruidos, choques sordos de trampolín, bofetadas metálicas, chirridos de embarcaciones echando el ancla, músicas estranguladas, que exhala la vida discordante de una casa nueva. Sin embargo, no pareció sorprendida al oír que el cavernoso cascabeleo del timbre sustituía en la antecámara al tanteo de una llave en la cerradura. Echó a correr a abrir la puerta.
—Cierra la puerta —ordené Alain—. Ante todo he de ver si está herida. Ven, encenderás la luz.
Llevaba a Saha, viva, en brazos. Fue derecho al dormitorio, empujó a un lado los bibelots del tocador invisible y depositó suavemente a la gata encima de la plancha de cristal. Saha se mantuvo tiesa y en equilibrio sobre las patas, si bien paseó a su alrededor la mirada de sus ojos profundamente hundidos, como si estuviera en casa extraña.
—¡Saha! —la llamó Alain a media voz—. Milagro será que no tenga nada. ¡Saha!
La gata levantó la cabeza como para tranquilizar a su amigo y apoyó la mejilla en su mano.
—Anda un poquito, Saha… ¡Camina! Cielo santo, caerse de seis pisos. El toldo del segundo ha amortiguado la caída; de allí rebotó al césped de los porteros. El portero la vio caer por el aire. Me ha dicho: «Creí que era un paraguas que caía». ¿Qué tiene en la oreja? No, no es nada, yeso de la pared. Espera, voy a escucharle el corazón.
Tumbó a la gata de lado y auscultó en el palpitante costado el minúsculo y desordenado engranaje. Con los rubios cabellos despeinados, los ojos cerrados, parecía dormir sobre el flanco de Saha, despertar con un suspiro y sólo entonces percibir a Camille que, de pie y silenciosa, contemplaba el apretado grupo.
—¡Imagínate…! No tiene nada, al menos yo no le encuentro nada; sólo el corazón terriblemente agitado; pero su corazón de gato está agitado normalmente. Pero ¿cómo ha podido ocurrir? Te lo estoy preguntando como si pudieses saberlo, mi pobre pequeña. Se cayó por este lado —dijo mirando la puerta-ventana abierta—. Salta al suelo, Saha, si es que puedes.
La gata saltó después de vacilar unos segundos, pero volvió a tumbarse en la alfombra. Respiraba aceleradamente y continuaba contemplando la habitación entera con mirada insegura.
—¡Me gustaría telefonear a Chéron! Aunque, ¿ves?, se está lavando. Si tuviese una lesión interna, seguramente no se lavaría. ¡Ah, Dios santo!
Se irguió, tiró la chaqueta a la cama y se aproximó a Camille.
—¡Menudo susto! ¡Qué bonita estás vestida de blanco…! Bésame, mosquita en leche…
La muchacha se abandonó a los brazos que, por fin, se acordaban de ella, y no pudo contener unos bruscos sollozos.
—¿Cómo…? ¿Llorando…?
Alain se turbó a su vez, ocultó la frente en los suaves y negros cabellos.
—Yo…, yo… no sabía que fueses buena… imagínate…
Camille tuvo el valor de no zafarse al oír estas palabras, y, por otra parte, Alain se volvió rápido hacia Saha, a la que, a causa del calor, quiso llevar a la terraza, pero la gata se resistió, se contentó con tumbarse cerca del umbral, vuelta hacia la noche, azul como ella. Se estremecía brevemente, de vez en cuando, y vigilaba a sus espaldas, al fondo de la habitación triangular.
—Es la conmoción —explicó Alain—. Me hubiese gustado sacarla fuera.
—Déjala —dijo Camille débilmente— si no quiere.
—Sus caprichos son órdenes, en particular hoy. ¿Qué puede quedar de comestible a estas horas, las nueve y media?
La mére Buque llevó la mesa a la terraza y cenaron frente al París del Este, el más salpicado de fuegos. Alain hablaba mucho, bebía vino aguado, acusaba a Saha de torpeza, de imprudencia, de «falla de gato».
—Las «fallas de gato» son una especie de errores deportivos, desfallecimientos imputables al estado de civilización y domesticación… Nada tienen que ver con las torpezas, las brusquedades casi deliberadas.
Camille, empero, ya no le preguntaba: «¿Cómo lo sabes?».
Se llevó a Saha después de la cena y arrastró a Camille al estudio, donde la gata consintió en beber la leche que antes rehusara. Al beber temblaba de pies a cabeza, como hacen los gatos a los que se da a beber líquidos demasiado fríos.
—La conmoción… —repitió Alain—. De todas maneras, le diré a Chéron que venga a verla mañana por la mañana. ¡Oh!, me olvido de todo —dijo alegremente—. Telefonea al portero. He dejado en la portería el rollo que ha dejado Massart, nuestro condenado mueblista.
Camille obedeció mientras Alain, cansado, ya más tranquilo, se dejaba caer en una de las butacas errantes y cerraba los ojos.
—¡Oiga! —Telefoneaba Camille—. Sí, debe de ser eso… un rollo grande… Muchas gracias. El muchacho se reía con los párpados entornados.
Camille estaba a su lado y le veía reír.
—Esa vocecita que sacas… ¿Qué significa esa nueva vocecita…? «Un rollo grande… Muchas gracias» —la remedó—. ¿Reservas para el portero tu vocecita…? Ven…, dos no seremos demasiados para afrontar las últimas creaciones de Massart.
Extendió sobre la mesa un papel Whatmann muy grande y, al instante, Saha, enamorada de todo papelote, saltó sobre el acuarelado diseño.
—Es un encanto —exclamó Alain—. ¡Es para mostrarme que no tiene ningún daño! ¡Oh, mi gata salvada! Oye, ¿no tiene un bulto en la cabeza? Camille, tócale la cabeza… No, no tiene ningún chichón. De todos modos, Camille, tócale la cabeza.
Una pobre pequeña asesina intentó dócilmente salir de la postergación en que se hundía y tocó suavemente, con odio humilde, el cráneo de la gata.
A su gesto respondieron el más salvaje de los maullidos, un grito y un salto epiléptico, y Camille exclamó: «¡Ah!», como cuando uno se quema. De pie, en el desplegado proyecto, la gata abrumaba a la joven con una inflamada acusación, erizaba el pelo de su lomo, mostraba los dientes y el rojo seco de sus fauces.
Alain se levantó, presto a proteger a una de otra, a Saha y a Camille.
—¡Cuidado! Quizá…, quizá esté rabiosa…
¡Saha!
La gata le miró violentamente, aunque con mirada lúcida que atestiguaba la presencia de su razón.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde la has tocado?
—No la he tocado…
Hablaba bajito, con desgana.
—¡Qué extraño! —dijo Alain—. No comprendo… Adelanta la mano.
—¡No, no quiero! —protestó Camille, añadiendo—: Quizá tiene rabia.
Alain se arriesgó a acariciar a Saha, que bajó su erizado pelaje, amoldándose a la mano amiga, pero dirigiendo la luz de sus pupilas a Camille.
—¡Qué extraño! —repitió Alain lentamente—. Mira, tiene un rasguño en la nariz… No se lo había visto. ¡Saha, Saha, sé buenecita! —dijo, viendo acrecentarse el furor en los amarillos ojos.
La gata, furiosa, parecía estar riéndose, con la hinchazón de las mejillas y la rigidez cazadora de los bigotes erizados hacia delante. El gozo de las batallas estiraba las comisuras malva de la boca, atirantaba la movible barbilla musculada, y todo el felino semblante tendía hacia un idioma universal, hacia una palabra de los hombres olvidada.
—¿Qué es esto? —dijo Alain preguntando bruscamente.
—¿Qué?
Camille, bajo las miradas de la gata, recordaba el valor y el instinto de defensa: Alain, inclinado sobre el acuarelado proyecto, descifraba unas huellas húmedas en grupos de cuatro manchitas en torno a una mancha central, irregular.
—Tiene mojadas las patas —murmuró Alain.
—Habrá pasado por donde había agua —dijo Camille—. ¡Armas un jaleo por nada!
—¿Dónde había agua? ¿Qué agua? —Se volvió a su mujer, singularmente afeado por sus ojos muy abiertos—. ¿No sabes qué son esas huellas? —inquirió ásperamente—. No, tú no sabes nada. Es miedo, ¿entiendes? Miedo. El sudor del miedo, el sudor del gato, el único sudor del gato… Así que ha tenido miedo…
Tomó delicadamente una pata delantera de Saha y, con el dedo, secó la planta carnosa. Luego, remangó la blanca y viviente funda donde descansan las uñas retráctiles.
—Tiene todas las uñas rotas —dijo hablando consigo mismo—. Quiso sujetarse. Se cogió… Arañó la piedra al sujetarse…
Se interrumpió y, sin una palabra más, cogió a la gata debajo del brazo y se la llevó al cuarto de baño.
Camille, sola e inmóvil, prestaba atención. Tenía las manos enlazadas y, aunque libre, parecía cargada de cadenas.
—Madame Buque —decía la voz de Alain—. ¿Tiene usted leche?
—Sí, señor, en la nevera.
—Estará helada…
—Puedo entibiarla en la plancha. Se hace en un momento. ¿Es para la gata? No estará mala…
—No; está… —la voz de Alain se interrumpió y cambió—, está un poco cansada de la carne por el calor… Gracias, madame Buque… Sí, puede irse… Hasta mañana por la mañana.
Camille oyó a su marido ir y venir, abrir un grifo, dedujo que proveía a la gata de agua fresca y de comida. Una difusa sombra encima de una pantalla de metal subía a su rostro, en el que sólo los grandes ojos se movían lentamente.
Alain regresó, apretando despreocupadamente su cinturón de cuero y se sentó a la mesa de ébano, pero no llamó a Camille a su lado, y tuvo que ser ella la primera en hablar.
—¿Le has dicho a madame Buque que se fuese?
—Sí. ¿No debí decírselo? —Estaba encendiendo un cigarrillo y la llama del encendedor le hacía parpadear.
—Hubiese querido que, mañana por la mañana, trajese… ¡Oh, no tiene importancia!, no tienes por qué disculparte.
—No me disculpaba… De haberlo sabido, lo hubiese hecho.
Se dirigió a la abierta ventana atraído por el azul de la noche. Estudiaba en su interior un estremecimiento que no emanaba de la reciente emoción, estremecimiento comparable a un trémolo de orquesta, sordo y anunciador. De la Folie-Saint-James subió un cohete estallando en luminosos pétalos que su caída marchitó uno a uno, y el nocturnal azul recobró su serenidad, su polvorienta profundidad. En el parque de la Folie se iluminaron de blanco incandescente una gruta rocosa, una columnata y una cascada, y Camille se aproximó a su marido.
—¿Hay una fiesta…? Esperemos los fuegos artificiales. ¿Oyes las guitarras?
Alain no le contestó, entregado a su estremecimiento. Sentía hormiguearle manos y muñecas, los riñones fatigados y atravesados por mil punzadas. Su estado le recordaba una execrada lasitud, la fatiga de las antiguas competiciones deportivas en el colegio, carreras pedestres, pruebas de remo, de las que salía con ánimo vindicativo, despreciando la victoria o la derrota, palpitante y reventado. Sólo estaba tranquilo en una parte de su ser: aquella que ya no se preocupaba por Saha. Desde hacía mucho rato —o desde hacía poco rato—, tras haber hecho el descubrimiento de las uñas rotas, tras el furibundo temor de Saha, ya no medía exactamente el tiempo.
—No son fuegos artificiales —dijo—. Me parece que son unas danzas.
Por el gesto de Camille, cerca de él en la sombra, comprendió que ya no esperaba que le contestase. No obstante, la joven se envalentonó y se le acercó más. La sintió llegar sin aprensión, percibió de perfil el traje blanco, un brazo desnudo, medio rostro iluminado de amarillo por las lámparas del interior, medio rostro azul, absorbido por la noche clara, dos medios rostros divididos por la naricilla regular, dotados cada uno de un gran ojo que pestañeaba ligeramente.
—Sí, danzas —asintió Camille—, son mandolinas y no guitarras… Oye… Les donneurs… de sé-é-rena… des, Et les bel-les é-écou-teu…
Su voz tembló en la nota más alta y tosió para disimular su fallo.
«¡Qué vocecita! —se extrañó Alain—. ¿Qué ha hecho de su voz, de par en par abierta como sus ojos? ¡Canta con voz de niña, y enronquece…!».
Las mandolinas callaron, la brisa trajo un débil rumor humano de placer y de aplausos, poco después subió un cohete malva que estalló en una sombrilla de rayos malva también, de la que colgaban lágrimas de fuego vivo.
—¡Oh…! —exclamó Camille.
Ambos habían surgido de las sombras semejantes a dos estatuas. Camille, de mármol lila; Alain, más blanco aún, verdosos los cabellos, las pupilas descoloridas. Y, una vez el cohete se hubo apagado, Camille suspiró.
—¡Siempre es demasiado corto! —murmuró quejumbrosa.
La música lejana sonó nuevamente, pero un capricho del viento alejó el sonido de los instrumentos de aguda resonancia, y los graves compases de uno de los cobres de acompañamiento, en dos notas, subieron pesadamente hasta ellos.
—¡Qué lástima! —dijo Camille—, seguro que allí tienen el mejor jazz. Es Love in the night lo que están tocando.
Canturrió la melodía con voz imperceptible, temblorosa y alta, como próxima al llanto. Esta nueva voz redoblaba el malestar de Alain; engendraba una necesidad de revelación, deseos de romper aquello que —desde hacía mucho rato, o desde hacía poco rato— se alzaba entre Camille y él, que aún no tenía nombre, pero que crecía rápidamente; lo que le impedía coger a Camille por el cuello como a un muchacho; lo que le tenía aplastado e inmóvil, atento, contra la pared todavía tibia del calor del día. Se impacientó y dijo:
—Sigue cantando…
Una larga lluvia tricolor, en ramajes cayendo como las ramas de los sauces llorones, rayó el cielo sobre el parque y le mostró a Alain a una Camille sorprendida, desafiante ya.
—¿Cantar qué?
—Love in the night o cualquier cosa. La joven vaciló, se negó:
—Déjame escuchar el jazz. Hasta desde aquí se nota que tiene una calidad pastosa.
Alain no insistió, contuvo su impaciencia, domó el hormigueo que agitaba su cuerpo.
Un enjambre de alegres solecillos, que gravitaban ligeros en la noche, tomó impulso mientras Alain los confrontaba secretamente con las constelaciones de sus sueños preferidos.
«Éstos son para retener… procuraré llevármelos allá abajo —observó gravemente—. He descuidado demasiado mis sueños…».
Finalmente, en el cielo, encima de la Folie, nació y se hinchó una especie de vagabunda aurora, rosa y amarilla, que estalló en encarnados medallones, helechos fulminantes, cintas de cegador metal. En las terrazas inferiores, gritos infantiles saludaron el luminoso prodigio, que Alain observó que Camille contemplaba distraída, absorta, reclamada en su interior por otros resplandores.
En cuanto la noche volvió a cerrarse, el muchacho cesó de titubear y pasó su brazo desnudo debajo del brazo desnudo de Camille. Al tocarlo, le pareció que lo veía de un blanco apenas teñido por el verano, vestido por un vello finísimo tendido en la piel, castaño dorado en el antebrazo, bastante más pálido cerca del hombro.
—¡Estás fría! —murmuró—. ¿Te encuentras mal?
Camille lloró bajito, tan rápidamente, que Alain sospechó que tenía preparadas las lágrimas.
—No… Eres tú… ¡Eres tú…, que ya no me quieres!
Alain se apoyó en la pared, atrajo a Camille contra su cadera. La sentía fría y temblorosa, de la espalda a las rodillas desnudas encima de las medias enrolladas. Se pegaba a su cuerpo y no escatimaba su peso.
—¡Ah!, ¡ah! ¿Conque no te quiero? Bueno… ¿Una escena de celos por culpa de Saha?
Notó, en el cuerpo que sostenía, una musculosa oleada, una reacción de defensa y energía, y él insistió, animado por la hora, por una especie de inexpresable oportunidad.
—En lugar de adoptar como yo ese encantador animalito… ¿Acaso somos el único matrimonio joven que cría un perro o un gato? ¿Quieres un loro, un tití, una pareja de palomas, un perro, para darme celos a tu vez?
Ella se encogió de hombros protestando, con los labios cerrados, con voz triste.
Alain, con la cabeza alta, vigilaba su voz y se estimulaba: «Vamos, vamos… dos o tres tonterías, un poco de paja, y llegaremos a algo… Es como una jarra que he de volver para vaciarla… ¡Vamos…, vamos…!».
—¿Prefieres un leoncito, un pequeño cocodrilo de cincuenta años escasos? ¿No? Vamos, harías mejor en aceptar a Saha… A poco que te molestes, ya verás…
Camille se desprendió de sus brazos con rudeza tal, que Alain se tambaleó.
—¡No! —exclamó—. ¡Eso nunca! ¿Me oyes? ¡Nunca! —Exhaló un furioso suspiro y repitió más bajo—. ¡Ah, no; nunca!
«Ya hemos llegado a eso», se dijo Alain con delectación.
Empujó a Camille al dormitorio, bajó el toldo exterior, encendió el rectángulo de cristal del techo y cerró la ventana. Camille, con una reacción animal, se acercó a la salida, que Alain abrió nuevamente.
—A condición de que no grites… —dijo.
Acercó a Camille la única butaca y se sentó en la única silla a los pies de la gran cama descubierta, con sábanas limpias. Las cortinas impermeables, corridas para la noche, verdecían la palidez de Camille y su traje blanco arrugado.
—Vamos —empezó Alain—, ¿no hay remedio? ¿Terrible historia? ¿Ella o tú?
Camille contestó con un breve gesto de cabeza, y Alain comprendió que se hacía necesario abandonar el tono de chanza.
—¿Qué quieres que te diga? —prosiguió tras un silencio—. ¿La única cosa que no quiero decirte? De sobra sabes que no renunciaré a la gata. Sentiría vergüenza ante mí mismo, ante ella…
—Lo sé —dijo Camille.
—… y ante ti… concluyó Alain.
—¡Oh!, yo… —repuso Camille levantando la mano.
—También cuentas —contestó Alain con dureza—. En suma, ¿es sólo conmigo con quien estás disgustada? ¿No tienes que reprochar a Saha el afecto que me tiene?
Camille sólo contestó con una mirada turbada y vacilante. Alain se sintió irritado al tener que seguir interrogándola. Había creído que una escena violenta y corta forzaría todas las salidas y había confiado en esta facilidad. Sin embargo, Camille, tras lanzar el primer grito, se replegaba, no echando leña al fuego. Así que tuvo que acudir a sus reservas de paciencia:
—Dime, nena… ¿Qué…, no puedo llamarte nena? Dime, ¿si fuese otro gato, en vez de Saha, serías menos intolerante?
—Claro que sí —respondió precipitadamente—. No le tendrías el mismo cariño que a ésta.
—Justo —dijo Alain con una muy calculada sinceridad.
—Ni siquiera a una mujer —prosiguió Camille acalorándose—, sin duda ni siquiera a una mujer serías capaz de quererla tanto.
—Justo —dijo Alain.
—No eres como las personas a quienes gustan los animales… Tú no… A Patrick le gustan los animales. Coge los perrazos por el cuello, los revuelca por el suelo. Imita a los gatos para ver la cara que ponen… Silba a los pájaros.
—Sí…, en fin, no es difícil —dijo Alain.
—Tú eres otra cosa… ¡Tú quieres a Saha!
—Jamás te lo he ocultado, ni tampoco te he mentido cuando te he dicho que Saha no es tu rival…
Se interrumpió y bajó los ojos ocultando su secreto, que era un secreto de pureza.
—¡Hay rivales y rivales! —exclamó Camille sarcásticamente; de pronto enrojeció, se inflamó con una súbita embriaguez y se dirigió a Alain—: ¡Os he visto! —gritó—. Por las mañanas, cuando pasas la noche en el diván…, os he visto a los dos antes del amanecer… —señaló con un tembloroso brazo la terraza—, los dos sentados…, juntos… ¡Ni siquiera me habéis oído! ¡Estabais así…, mejilla contra mejilla!
Se fue a la ventana, recobró aliento y volvió al lado de Alain.
—Eres tú quien ha de decir honradamente si hago mal en no querer a la gata y mal en sufrir.
Alain permaneció silencioso tanto rato, que Camille se irritó de nuevo.
—¡Habla! ¡Di algo! En el punto en que estamos… ¿Qué esperas?
—La continuación —dijo Alain—; el resto de la historia.
Se levantó lentamente, se inclinó sobre su mujer y bajó la voz señalando la puerta-ventana:
—Fuiste tú, ¿verdad? Tú la tiraste, ¿no es así?
La joven, con un rápido movimiento, puso por medio el lecho, pero no negó. Alain la veía huir con una especie de sonrisa.
—La tiraste —repitió soñador—. Me he dado cuenta de que lo has cambiado todo entre nosotros… La tiraste… Se rompió las uñas al querer asirse a la pared.
Hizo una pausa y prosiguió:
—Pero ¿cómo la tiraste? ¿Cogiéndola por la piel del cuello? ¿Aprovechándote de que dormía en el antepecho? ¿Hacía tiempo que habías preparado tu golpe? ¿No os habíais peleado nunca, antes?
Levantó la frente, mirando las manos y los brazos de su mujer.
—No, no tienes señales. Te acusó bien, ¿eh?, cuando te obligué a tocarla… ¡Estuvo magnífica!
Su mirada, abandonando a Camille, abrazó la noche, el polvillo de estrellas, las cimas de los tres álamos iluminadas por las luces de la habitación.
—Pues bien —dijo sencillamente—, me voy.
—¡Oh! Escucha, escucha… —suplicó Camille alocadamente, con voz ronca.
Sin embargo, le dejó salir de la habitación. Alain abrió los armarios, habló a la gata en el cuarto de baño. El rumor de sus pasos advirtió a Camille que acababa de calzarse los zapatos de calle y, maquinalmente, miró la hora. Alain entró llevando la gata dentro de una panzuda cesta, que madame Buque utilizaba para ir al mercado. Vestido a toda prisa, mal peinados los cabellos, un pañuelo al cuello, tenía un aspecto de amoroso desorden, y los párpados de Camille se hincharon, pero oyó a Saha moverse en el cesto y apretó los labios.
—Bien, me voy —repitió Alain.
Bajó los ojos y levantó un poco el cesto, rectificando con una crueldad deliberada:
—Nos vamos.
Sujetó la tapa de mimbre, explicando:
—No he encontrado más que esto en la cocina.
—¿Te vas a tu casa? —preguntó Camille esforzándose por imitar la tranquilidad de Alain.
—Naturalmente…
—¿Puedo… puedo contar con verte en estos días?
—Desde luego.
Camille, sorprendida, se ablandó una vez más, estuvo a punto de suplicar, de llorar, y con un esfuerzo se lo prohibió a sí misma.
—¿Y tú? —dijo Alain—. ¿Te quedarás aquí esta noche? ¿No tendrás miedo? Si me lo exiges me quedaré, pero… —volvió la cabeza hacia la terraza—, pero, francamente, no tengo ganas. ¿Qué piensas decir a tu familia?
Camille, dolorida de que con esas palabras la mandara a su casa, se irguió:
—No tengo nada que decir. Son cosas que me conciernen a mí sola. Me parece. No me gustan los consejos de familia.
—Te doy la razón…, provisionalmente.
—Por otra parte…, a partir de mañana podemos decidir.
Alain levantó su mano libre para contener esta amenaza de porvenir.
—No. Mañana, no. Hoy no hay mañana.
Llegado al umbral de la habitación, se volvió:
—En el cuarto de baño he dejado la llave y el dinero que hay en casa.
Camille le interrumpió irónicamente:
—¿Y por qué no una lata de conserva y una brújula?
Se hacía la valiente; lo miraba despectivamente, con una mano en la cadera y la cabeza muy erguida encima de su bella garganta: «Cuida mi partida», pensó Alain. Quiso replicar con análoga coquetería de última hora, echar sus cabellos hacia atrás, usar de aquella mirada entornada entre las pestañas, desdeñosa de posarse; pero renunció a una mímica incompatible con la cesta de provisiones, limitándose a dirigir un vago saludo a Camille.
Ella conservaba toda su calma, su teatral aparatosidad, y Alain, a distancia, antes de salir, pudo ver mejor la sombra en torno de sus ojos, la humedad que cubría sus sienes y su cuello sin arrugas.