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HACIA finales de junio fue cuando se estableció la incompatibilidad como una nueva estación, con sus sorpresas y, a veces, sus encantos. Alain la aspiraba como áspera primavera aparecida en pleno verano. Su repugnancia a procurar lugar para la muchacha extraña en la casa natal la llevaba dentro de sí mismo, disimulándola sin esfuerzos, agitándola y conservándola misteriosamente con soliloquios y mediante la disimulada contemplación de la nueva residencia conyugal. Un día de calor gris, Camille, fatigada, exclamó en lo alto de su pasarela del viento abandonada:

—¡Ah, plantémoslo todo! Cojamos el cacharro y larguémonos a remojarnos en alguna parte, ¿quieres, Alain?

—Conforme —repuso éste con rapidez cautelosa—. ¿Dónde vamos…?

Tuvo paz mientras Camille enumeraba playas y nombres de hoteles. Con la vista fija en una Saha postrada y lacia, aprovechaba la oportunidad de reflexionar y decidir: «No, no quiero viajar con ella. No, no me atrevo. Estoy dispuesto a pasearme como ahora lo hacemos, a regresar tarde por las noches. Y nada más. No quiero veladas en el hotel, veladas en un casino, veladas… —Se estremeció—. Pido un poco de tiempo, reconozco que me cuesta mucho acostumbrarme, que tengo un carácter extraño, que… Pero ¡no!, no quiero irme con ella». Tuvo un estremecimiento de vergüenza al observar que decía «ella», como Émile y Adéle al hablar en voz baja de «madame».

Camille compró mapas de carretera y jugaron a viajar a través de una Francia desplegada en pedazos sobre la mesa de pulido ébano que reflejaba sus rostros inversos y desleídos.

Sumaron kilómetros, denostaron al coche, cordialmente se increparon y se sintieron animados, casi rehabilitados por una olvidada camaradería. Pero unos aguaceros tropicales sin ráfagas de viento anegaron los últimos días de junio y las terrazas del Quart-de-Brie.

Saha, resguardada tras las vidrieras cerradas, contemplaba serpentear entre los mosaicos unos arroyuelos llanos que Camille secaba pisoteando toallas. El horizonte, la ciudad, el aguacero, adquirían el color de las nubes preñadas de un agua inagotable.

—¿Quieres que tomemos el tren? —insinuó Alain con voz suave.

Había previsto que Camille saltaría ante la odiada palabra, y, en efecto, saltó y blasfemó.

—Temo —añadió Alain— que te estés aburriendo. Tantos viajes como nos habíamos prometido…

—Esos hoteles de verano…, esos restaurantes con moscas… Esos mares con bañistas —prosiguió ella quejumbrosamente—. Verás, tenemos la costumbre de rodar, pero lo que en el fondo sabemos es correr por la carretera, y esto no es viajar.

La vio un poco triste y la besó fraternalmente, mas ella se volvió, mordiéndole en la boca y debajo de la oreja, y, una vez más, recurrieron al entretenimiento que acorta las horas y arrastra los cuerpos a lograr fácilmente el placer amoroso. Alain se fatigaba. Cuando cenaba con Camille en casa de su madre y reprimía los bostezos, madame Amparat bajaba la vista y Camille reía con una risita satisfecha, engallada. Notaba orgullosamente la costumbre que Alain adquiría de usar de ella, hábito casi arisco, rápido cuerpo a cuerpo del que luego la rechazaba jadeante para ganar el lado fresco de la cama des cubierta.

Camille le iba a buscar ingenuamente y él no se lo perdonaba, aunque silenciosamente volviera a ceder. A este precio podía él buscar en paz el origen de lo que llamaba su incompatibilidad. Tenía la sensatez de situarla fuera de las frecuentes posesiones. Lúcido, ayudado por el agotamiento, remontaba a los recovecos donde la enemistad entre el hombre y la mujer se conserva fresca y no envejece nunca. A veces ella se le descubría en una región insignificante donde dormía como un inocente a pleno sol. Por ejemplo, se sorprendió hasta el escándalo al darse cuenta de lo morena que era. En la cama, acostado detrás de ella, espiaba los cortos cabellos de la nuca afeitada, en hileras como púas de erizo dibujadas en la piel cual orográficos trazos, los más cortos azules y visibles debajo de la piel fina antes de que cada uno emergiera por un pequeño poro ennegrecido.

«¿Nunca poseí a una mujer morena? —se preguntaba—. ¡Dos o tres negritas no me han dejado un recuerdo tan moreno!». Y tendía a la luz su propio brazo, normalmente blancoamarillo, brazo de rubio salpicado de vello de oro verde, irrigado por vetas color jade. Comparaba su propia cabellera con los silvos de reflejos violeta que dejaban percibir en Camille, entre las crispaciones de algas y los tallos paralelos de una abundancia exótica, la extraña blancura de la epidermis.

La vista de un fino cabello muy negro pegado en el borde de una palangana le produjo náuseas, luego varió su ligera neurosis y, abandonando los matices, se dedicó a la forma. Teniendo abrazado, apaciguado, el cuerpo juvenil cuyas sombras precisas le velaba la noche, Alain censuraba que un espíritu creador, tan riguroso como en otro tiempo fuera el de su nurse inglesa —«no más ciruelas que arroz, my hijito; no más arroz que pollo»—, hubiera modelado suficientemente a Camille aunque sin dejar nada a la fantasía o la prodigalidad. Llevaba su censura y su sentimiento al vestíbulo de sus sueños durante el incalculable instante reservado al paisaje negro, animado de ojos convexos, de peces de griegas narices, de lunas y barbillas. Allí deseó que unas caderas 1900, libremente desarrolladas debajo de un talle esbelto, compensaran la ácida pequeñez de los senos de Camille. Otras veces, medio dormido, transigía y prefería un busto enorme, una movible y doble monstruosidad de carne, de irritables cimas. Tal sed, que nacía y sobrevivía del sensual abrazo, no se enfrentaba con la luz del día ni con el despertar total, únicamente poblaba un istmo estrecho entre la pesadilla y el sueño voluptuoso.

La extraña, llena de ardor, exhalaba el aroma de la madera mordida por la llama, el abedul, la violeta, todo un ramillete de perfumes dulces, sombríos, tenaces, que permanecían largo tiempo impregnados en las palmas de la mano. Estas fragancias exaltaban contradictoriamente a Alain, y no siempre engendraban el deseo.

—Eres como el perfume de las rosas —le dijo un día a su mujer—, quitas el apetito. Camille le miró indecisa, con el aire un poco torpe y desgarbado con que acogía las alabanzas ambiguas.

—¡Qué 1830 eres! —murmuró.

—Menos que tú. Sé a quién te pareces.

—A Marie Dubas. Ya me lo han dicho.

—¡Gran error, hija mía! Te pareces, dejando de lado los bandos, a todas las que han llorado en lo alto de una torre, bajo Loïsa Puget. Lloraban encima de la primera página de los romances con tus mismos grandes y convexos ojos griegos y tenían el mismo borde espeso del párpado que hace saltar las lágrimas a las mejillas.