Capítulo 8

 

¿Qué esperabas? ¿Que estuviera tan contento porque hemos olvidado tomar precauciones? –Angelo se sentó en una de las sillas de la cocina.

–No hace falta que me lo recuerdes. Ya lo has dicho una vez. He captado el mensaje.

–¿Estás diciéndome que no piensas lo mismo, que querrías quedarte embarazada?

–Ya te he dicho que no –Rosie cerró de un golpe la puerta del horno y se limpió las manos en el delantal antes de quitárselo. Lo miró a los ojos y la bombardearon unas tumultuosas emociones: furia consigo misma por seguir amándolo; furia con él por las conversaciones que se negaba a mantener y por ser tan cruel con ella–. Ahí fuera hay un hombre para mí y esa es la persona para la que me estoy reservando –dijo, aunque era mentira porque para ella solo existía Angelo.

–Si no recuerdo mal, yo era ese hombre no hace mucho tiempo.

–Pero eso fue antes de que me abandonaras sin oír lo que tenía que decir y te largaras con mi mejor amiga.

–No pienso dejarme arrastrar hasta una discusión sobre el pasado.

–¿Por esas estúpidas reglas que le has puesto a esta «relación»? Si me dejaras explicarte...

–Ya te he dicho que no me interesa.

–¿Por qué no?

–No fue solo porque vendieras las cosas que fui tan estúpido de regalarte, Rosie.

Rosie se quedó paralizada. Durante tres años pensó que ese tonto error había sido la única munición que Amanda había utilizado en su contra. ¿Qué más había sido?

–Y no vamos a hablar de eso –la informó Angelo con una expresión fría y distante.

–¿Cómo puedes decirme algo así y negarte a seguir hablando?

–Es más fácil de lo que crees.

–¡No para mí!

–Solo te estoy diciendo que el hecho de que empeñaras mis regalos no fue todo. Si de verdad quieres sacar este tema, lo dejo.

–¿Qué quieres decir?

–Desde el principio te dije que el pasado es pasado y que no hay vuelta atrás. Esto de ahora se limita al sexo. Nada más. Si no puedes vivir con ello, entonces saldré por esa puerta y no volverás a verme.

Angelo sabía que eso era exactamente lo que debía hacer, tomar las riendas de la situación.

–¿Es eso lo que quieres? ¿Incluso cuando el sexo es tan bueno entre los dos?

–¿Cómo puedes ser tan... tan... frío?

–Yo me baso en los hechos. Y el hecho es que lo que tenemos aquí, la química que aún existe entre los dos, es buena y quiero seguir explorándola sin complicaciones.

Había muchas preguntas que Rosie quería hacer, muchas protestas a las que quería dar voz, pero ¿cómo sería la vida si él salía por esa puerta? Porque lo haría. De eso no tenía duda. Tal vez la deseara, pero no estaba emocionalmente implicado y si sopesaba los pros y los contras, no dudaría en abandonarla otra vez.

Rosie era consciente de su debilidad y lo detestaba, pero si él desaparecía, ella se preguntaría para siempre qué era eso otro que lo había hecho alejarse, qué era lo que Amanda le había dicho para destruir su relación. Eso sin contar con la obvia verdad, que era que no podía cansarse de él. Si se marchaba, su vida quedaría con un vacío enorme. Además, las cosas cambiaban y algún día Angelo rompería su autoimpuesto silencio y le daría todas las respuestas que quería. ¿No merecía la pena seguir adelante con la esperanza de que llegara a contarle todo y le diera la oportunidad de defenderse? Él lo daría todo por concluido una vez se hubiera hartado de acostarse con ella. Ella lo daría todo por concluido una vez hubiera oído lo que le faltaba por oír y hubiera podido explicar su punto de vista sobre lo que sucedió.

–Tengo que ver las verduras –dijo bajando la mirada para no ver el gesto de triunfo de Angelo. Sin embargo, cuando lo miró de soslayo no vio ninguna expresión de triunfo y él se limitó a acariciarle la cara en un gesto tan tierno que ella tuvo que contener las lágrimas.

Angelo sabía que había ganado. Era suya. ¿Se le podía llamar a eso una dulce venganza? Aunque, por extraño que pareciera, el concepto de venganza ya no era lo que tenía en la mente.

–Bueno, pues háblame de tus clientes. ¿Te pagan las facturas?

–Me va bien –le habló de sus días, de sus comidas, de algunos clientes peculiares, de todo lo que sabía que a él le interesaría, en contraposición con el asunto de su relación que sabía que no tenía intención de escuchar.

–¿Y no echas de menos la ciudad? –le preguntó dándose cuenta ahora de lo mucho que disfrutaba oyéndola hablar.

–Echo de menos los bares y los clubs nocturnos –dijo riéndose ante la obvia mentira.

–Pues cuando te apetezca, no tienes más que ir a pasar la noche a Londres. Tengo un montón de apartamentos que podrías usar. Aunque, claro, tendrías que llevarme de acompañante –la ayudó a poner la mesa. Ya sabía dónde estaba todo.

–Sería una situación un poco incómoda –contestó Rosie al pinchar el pollo y las verduras de su plato. Perfecto, sin duda podría servirlo en el próximo evento–. ¿Y si encuentro a mi chico ideal y tú me aguas la fiesta?

Angelo sonrió, aunque semejante esfuerzo hizo que le doliera la mandíbula.

–Podría decirte lo mismo.

–¿Tienes una mujer ideal?

–Hay algunas cualidades que me gustan especialmente –respondió él antes de cambiar de tema–. Estoy pensando en contratarte para servirme un catering.

–¿Porque te parece que no voy a ganar suficiente dinero?

–Porque tus verduras son las mejores que he probado nunca.

–Estás de broma, ¿verdad?

–¿Por qué te sorprendes tanto?

–No necesito que me ayudes.

Angelo se preguntó cómo reaccionaría si se enterara de que ya lo había hecho.

–Serían unas cien personas. ¿Podrías hacerlo?

–¿Cien?

–¿Son demasiadas?

A Rosie se le iluminaron los ojos y empezó a planear menús en su cabeza. Ese voto de confianza significaba mucho para ella porque Angelo nunca se habría planteado contratarla si no valorara su comida.

–Tendré que contratar a, al menos, tres chicas para que me ayuden con tanta gente. ¿Querrás que te busque también camareros?

–El lote completo. Hablaremos del dinero cuando planifiques el menú y me lo enseñes.

–¿Dónde sería?

–Aún no has visto mi casa, ¿verdad? –sabía que no estaba ciñéndose a sus propias reglas porque desde el principio se había dicho que no la llevaría a su mansión, a pesar de estar a un tiro de piedra de la casita de campo. Había decidido que sus codiciosos ojos no contemplarían ni su grandeza ni los objetos tan valiosos esparcidos por toda la casa.

–No. Ni siquiera he pasado por allí –y había evitado hacerlo precisamente para que él no pensara que estaba interesada en su casa.

Angelo se contuvo de darle la mordaz réplica.

–¿Y cuándo tienes pensado hacerlo?

–Ya hablaremos de los detalles más adelante. Ahora mismo necesito quemar todas las calorías de la cena.

–Ha sido una cena con muy pocas calorías. Estoy experimentando con opciones sanas y alternativas bajas en calorías.

–Fascinante.

–Tal vez no para ti, porque tú no necesitas perder peso.

–¿Es esa tu forma de decirme que soy un espécimen perfecto?

–Puedo darte algunas tarifas ahora mismo aunque, claro, te redactaré un presupuesto.

Por encima de todo, Rosie quería demostrarle que ya no era indispensable en su vida, no como antes y que, aunque en el terreno físico se dejaba poner en sus manos, en todos los demás aspectos era una mujer independiente.

Y precisamente por eso quince días más tarde lo tenía todo listo y a la espera de transporte en la víspera del gran día. No sabía qué esperar, pero sabía que allí habría mucha gente ansiosa por asistir al evento del año.

Estaba esperando a Beth, su principal ayudante y ahora también amiga, cuando oyó el sonido de unos coches acercándose a su camino de entrada: un viejo cuatro latas y un elegante deportivo plateado. Abrió los ojos de par en par al ver a Angelo salir de la vieja chatarra con dificultad.

–Increíble. Mi deportivo es del tamaño de una caja de cerillas y, aun así, no salgo de él como si tuviera las piernas rotas por tres sitios.

–¿Qué está pasando?

Era una preciosa tarde de verano con un cielo perfectamente azul.

–Doscientas libras –le dijo acercándose a ella mientras su chófer seguía dentro del deportivo–. Me han devuelto un pequeño favor.

–No te entiendo.

El vehículo parecía más una furgoneta pequeña que un coche.

–Vas a servir mi catering y yo tengo tu coche. Y no te molestes en darme las gracias. Como te he dicho, no me ha costado casi nada, pero me han dicho que el motor está como nuevo y que marcha bien. La dueña era una mujer muy cuidadosa.

–¿Me lo has comprado?

–Asegúrate de que mañana la casa se quede como estaba y puedes considerar el coche como parte de tus honorarios, además de la tarifa por hora que hemos fijado por tus servicios.

Rosie abrió la boca para rechazar su regalo, para decirle que no aceptaría el coche, pero le sería muy útil y, además, le gustaba, parecía un coche con carácter. Sonrió y caminó a su alrededor vacilante, deslizando la mano sobre un lateral y asomándose para ver el anticuado salpicadero de nogal y la palanca de cambios tan rara a la que tendría que acostumbrarse.

La satisfacción que invadió a Angelo al observarla fue inmensa. ¿Cómo se podía entender que los regalos tan caros que le había hecho en el pasado, y que ella después había empeñado, no hubieran llegado a despertar en ella semejante y genuina expresión de agradecimiento?

Por un momento deseó oír todo lo que tenía que contarle y que se había guardado, pero entonces recordó la otra razón por la que se había alejado de ella y prefirió no ceder ante la peligrosa curiosidad.

–Es maravilloso. Gracias.

–Si se rompe, te las apañas tú. Yo no arreglo coches.

–Ha sido todo un detalle –le sonrió. ¿Sabría Angelo lo mucho que suponía para ella que hiciera algo así, que ocultara su hostilidad no solo bajo las sábanas de una cama?

–Te espero en casa sobre las seis –le dijo Angelo con brusquedad y metiéndose en el asiento del copiloto de su deportivo–. Y no tardes. No tolero retrasos a mis empleados.

 

 

Estaba allí a las cinco y media, y a las seis y media la cocina desprendía los fragantes aromas de los platos que estaba cocinando. En la enorme isla central, había platos y más platos de crudités listas para servir.

A las siete, los primeros invitados empezaron a llegar y ella dio lo mejor de sí para que, tal como Angelo le había exigido, la comida estuviera perfecta y el servicio fuera impecable. Sin embargo, no pudo evitar sentirse frustrada y decepcionada ante la indiferencia de Angelo, que en ningún momento mostró interés por lo que estaba haciendo ni se dirigió a ella, sino que se centró en charlar con los poderosos hombres de negocios que habían acudido al evento y en comer canapés mientras conversaba con las mujeres que lo rodeaban como si fueran abejas yendo a la miel.

A las once empezó a pensar que se había ganado con creces el coche que le había regalado; nunca antes había servido una cena para tanta gente, pero estaba claro que se podía triunfar con trabajo duro y un menú inteligente además de delicioso y sencillo.

Había contratado un equipo de camareros para que estuvieran rellenando las copas constantemente y había buscado a un cuarteto de jazz que supusieron un hermoso añadido a la velada. Incluso había sido la responsable de la elegante y sutil iluminación de la casa. ¿Y él se había molestado en darle las gracias? ¿En acercarse a felicitarla por sus esfuerzos? ¡Claro que no! ¡Había estado demasiado ocupado!

Molesta, decidió ir a buscarlo al ver que era medianoche y que la fiesta no tenía pinta de ir a terminar. Tenía que hablar con él sobre cómo harían la limpieza; estaba claro que no podían quedarse allí esperando hasta que el último invitado quisiera marcharse.

En la parte trasera de la mansión unas antorchas iluminaban los jardines que, a pesar de todos los años que Angelo había estado ausente, habían sido mantenidos por toda una tropa de expertos jardineros. Apenas había podido apreciar su inmensidad y su esplendor ya que en cuanto había llegado, había tenido que ponerse manos a la obra.

Y ahora que tenía un momento, sin embargo, no podía admirarlos porque no podía apartar la mirada de Angelo, que estaba en la penumbra apoyado contra la pared y junto a una mujer menuda y curvilínea. Su lenguaje corporal lo decía todo. Se quedó pálida mientras seguía mirando... y mirando... hasta que él alzó la vista lentamente y la vio.

Vaciló. No estaba seguro de por qué se había dejado convencer por Eleanor French, la poderosa abogada a la que acababa de conocer, para «salir a tomar el aire». ¿Qué había pretendido al hacerlo? ¿Demostrarse que podía sentirse atraído por otras mujeres y que el poder que Rosie tenía sobre él no era más que una ilusión? En cuanto sus ojos se encontraron, sintió una intensa satisfacción al captar lo celosa que estaba. Podía palpar esos celos.

–Perdona –le susurró a la rubia.

–¿Volverás? ¿Te espero aquí? –le preguntó ansiosa y a Angelo no le gustó ese tono.

–Yo no me molestaría –le respondió sin más, y se alejó.

Alcanzó a Rosie justo cuando esta corría hacia el santuario de la concurrida cocina.

–¿Me buscabas? –la llevó a una de las habitaciones más pequeñas que no se habían abierto para la fiesta.

Rosie estaba que echaba humo. ¿Quién era esa mujer? ¿Había interrumpido algo? ¿Habría presenciado el final de lo que ambos tenían? Un frío y húmedo miedo penetró en ella haciendo que se sintiera mareada.

–No he parado en toda la noche y se me ha ocurrido salir a tomarme un respiro –tenía las mejillas encendidas y no era capaz de mirarlo a los ojos.

Comparada con todas esas mujeres tan elegantemente vestidas y esa rubia que había estado flirteando con él, Rosie era consciente de que no debía de ofrecer una imagen muy atrayente. Tenía la cara grasienta y se había recogido el pelo, pero al tenerlo algo corto se le habían soltado unos mechones que se le pegaban a la cara. Era invisible, una empleada, como él se había empeñado en demostrar al ignorarla durante toda la velada.

–¿Puedo irme ya? –le preguntó educadamente y Angelo frunció el ceño. No era ni el momento ni el lugar, pero ansiaba soltarle el pelo y tomarla allí mismo, con la puerta cerrada y los invitados rondando por su casa.

–Estás haciendo un buen trabajo. Mejor dicho, has hecho un buen trabajo, un trabajo excelente. Todo el mundo ha alabado la comida y todo ha funcionado como un reloj. Además, la banda de jazz ha sido perfecta.

–Gracias.

–¿Eso es todo?

–¿Qué esperas, Angelo? Me has pagado por hacer un buen trabajo y me alegra haberlo hecho junto con todos los que me han ayudado. Sé que la comida ha gustado porque mucha gente me lo ha dicho.

–Y yo no. ¿Es eso lo que intentas decirme?

Rosie se quedó en silencio, no quería parecer una quejica. Era una profesional y los profesionales no se quejaban por que sus clientes fueran parcos en elogios.

–Estabas ocupado –podía sentir sus fabulosos ojos verdes clavados en ella, pero desvió la mirada y se fijó en la chimenea.

–¿Estás de mal humor porque me has visto ahí fuera con una mujer?

Rosie pudo captar algo de diversión en su voz y se enfureció, aunque no dejaría que se le notara. Apretó los dientes y se negó a mirarlo.

–¿Y bien? –pensó que los invitados podían echarlo de menos si no salía, pero en realidad no le importaba. Estaba muy intrigado por ese rubor que se extendía por las mejillas de Rosie.

–¿Quién era? –le preguntó al decidir mirarlo finalmente. Si intentaba mentir, se daría cuenta y la necesidad de saberlo era mayor que la necesidad de fingir indiferencia.

–Estás celosa.

–No pienso ser una más. Aunque esto no vaya a durar mucho, mientras dure quiero ser la única mujer que comparta tu cama. Si no, adiós.

Angelo se rio, pero fue una risa carente de alegría.

–No respondo bien a amenazas de ese tipo –¿acaso de pronto Rosie tenía escrúpulos y principios morales? ¡Qué gracia!–. Y no me van los celos. Eso no forma parte de lo que tenemos.

–No estoy celosa.

–¿En serio? Porque eso es lo que veo en tu cara –estaba diciéndole todo lo que sabía que debía decirle, pero entonces, ¿por qué seguía queriendo llevarla contra la pared y hacerle el amor hasta hacerla temblar? Ya podía sentir su erección contra la cremallera, grande, atrevida, ansiosa por sentir la singularidad de su cuerpo al hundirse en ella.

–Pues tienes que ir a revisarte la vista. Si ni siquiera puedes decirme quién es esa mujer, y si lo único que puedes hacer es acusarme de estar celosa y soltarme una charla sobre que los celos no forman parte del trato, entonces...

–¿Entonces qué?

–Tengo que volver a la cocina. Hay que servir los licores y los empleados empezarán a preguntarse dónde estoy.

–¿Entonces qué?

Rosie sabía que estaba presionándola para que le diera una respuesta y que fuera ella la que tomara la decisión de ponerle fin a la relación para así ahorrarse él el problema de tener que hacerlo.

–¡Oh, por el amor de Dios! –Angelo se pasó la mano por el pelo y la miró con frustración–. De acuerdo, es una abogada muy importante y la he conocido hoy.

Rosie se preguntó si sería posible oír el sonido del alivio que la invadió. Aunque Angelo no toleraba los celos, le había respondido a la pregunta.

–¿Y has salido con ella?

Angelo se vio tentado a decirle que no venía a cuento hacerle más preguntas, pero supuso que no haría ningún daño responderle y tranquilizarla.

–A tomar el aire. No tenía intención de hacer nada, por si te interesa. Asunto zanjado.

Había otras cosas que Rosie le habría preguntado, como por ejemplo si encontraba a la rubia más atractiva que a ella. Sin embargo, le dio vergüenza solo pensarlo y lo dejó pasar.

–Volveré con mi equipo por la mañana para recogerlo todo –le dijo resistiendo la fuerza magnética de su masculinidad y manteniendo tanta distancia como podía.

Justo cuando estaba a punto de entablar una conversación de lo más impersonal sobre las habitaciones que querría que limpiaran, alguien llamó a la puerta y al abrirla allí estaba Beth, claramente nerviosa.

Desastre: un invitado borracho. Todos los pastelitos tirados por el suelo y la mayoría aplastados. No quedaban más y las bandejas estaban vacías.

–Yo me ocupo. Tengo algunas cosas en mi despensa. Se me ocurrirá algo.

–Y yo me ocupo del borracho –dijo Angelo saliendo de la habitación.

Nadie se fijó en los tres ni hizo ningún comentario sobre qué estaría pasando; eso era lo bueno de las fiestas de esa clase, en las que todos estaban tan desinhibidos que no se paraban a cuestionarse nada de los demás, ni de las idas y venidas de cliente y empleada. Rosie pensó que a su padre le habría encantado esa fiesta y seguro que él jamás se habría caído sobre una pila de pastelitos. Lo suyo había sido más la melancolía romántica.

–Tengo cajas de galletas y otras cosas en la balda de arriba de mi despensa –le dijo a Angelo en el coche de este mientras recorrían la breve distancia que separaba la mansión de su casita.

–Justamente por eso te merecías ese cuatro latas.

–Espera aquí –le dijo bajando del coche–. No tardaré ni un minuto.

Pero cuando habían pasado casi veinte y aún no había salido, Angelo, impaciente y algo asustado, entró en la casa...