Capítulo 4
Por mucho que intentaba cuadrar las cifras, las cuentas no le salían.
Rosie gruñó de frustración y apartó la libreta de un golpe. Llevaba de vuelta gran parte de la semana y no había tardado en admitir a regañadientes que Angelo había dado en el clavo al decir que si se mudaba a la casita se enfrentaría a toda una lista de desastres económicos.
Tal vez disfrutara del sueño de una vida sencilla alejada de Londres, pero ¿cómo iba a financiarla? Julian había sido comprensivo cuando le había explicado la situación y, sí, tenía contactos, pero tal como le había dicho muy razonablemente, ¿qué propietario de un restaurante le pasaría una lista de clientes potenciales a alguien que vería como un rival?
–Serías una excelente proveedora de catering –le había dicho mientras se ocupaba de un roux que estaba dándole problemas–, pero para eso necesitas capital y un equipo especial para empezar, dependiendo de a cuánta gente tengas pensado servir. Después están los temas de seguridad e higiene. Por supuesto, siempre podrías negociar con algún cliente que esté de acuerdo con la posibilidad de que cocines en su casa. Si eso falla, podría ponerte en contacto con uno de mis colegas que tiene un restaurante..., aunque tendrías que desplazarte un poco, la verdad.
–No tengo coche –había respondido Rosie totalmente desanimada.
–Podrías utilizar el autobús y taxis, pero entonces luego te quedaría poco dinero... A ver, prueba este roux, querida, y dime qué te parece...
Jack se había ofrecido a prestarle algo de dinero, pero ella se había negado. Brian y él estaban ahorrando para pagar la entrada de una casa y a saber cuándo se lo podría devolver.
Era una situación imposible.
Se sentía al borde de las lágrimas. Tendría que venderle la casita a Angelo y ya podía imaginarse su mirada de satisfacción cuando se plantara ante él con la cabeza gacha y admitiendo la derrota antes de siquiera haber podido empezar. Y, peor aún, tendría que ver cómo se reía de ella por haberle tirado los tejos, gesto que él había rechazado educadamente.
¿Cómo podía haber estado tan loca? Después de todo lo que había pasado entre ellos, ¿cómo podía haberse dejado arrastrar por una atmósfera de...? ¿Exactamente qué? ¿Atracción sexual mutua? ¿O habría sido su cabeza que le había jugado una mala pasada? E incluso aunque no se hubiera equivocado, si él también hubiera sentido algo de atracción, ¿qué? Angelo le había demostrado con su respuesta que fuera lo que fuera, no significaba nada.
Intentó no pensar en ello. Cada vez que el recuerdo de ese error de juicio de diez segundos comenzaba a resurgir, lo apartaba y pensaba en otra cosa.
Se acercó a la ventana dándoles vueltas a las cifras que no le cuadraban. Se preguntó si el director de su banco estaría dispuesto a prestarle el dinero para montar un negocio. Era chef, trabajaba por un sueldo no muy alto y no tenía mucha experiencia. ¿Se la podría considerar una apuesta segura? Y si no podía sacarle un préstamo al banco, sin duda necesitaría meterles mano a sus ahorros para comprarse un coche ya que, de lo contrario, el transporte desde la casita de campo sería imposible. No había rutas de autobuses próximas y una bici no le serviría de mucho.
Una vez más, empezó a hacer cuentas en su cabeza y, al ver algo entre las cortinas, se asomó echándose a un lado. Eran las cinco y ya había oscurecido. Era su día libre y como lo había pasado frente al ordenador, y entre la calculadora y libretas, no había sido consciente de que el día había ido pasando, solo había oído el sonido de la lluvia.
Se le aceleró el corazón al ver el coche de Ian. Tenía un pequeño deportivo rojo y lo habría reconocido a la legua porque en su primera y única cita él se había pasado la noche aburriéndola con sus explícitas descripciones del coche antes de insistir en que fuera a verlo.
Ian estaba repanchigado detrás del volante. ¿Sabría que lo había visto? ¿Sabría que estaba en casa o estaba esperando a que volviera del trabajo? ¿Cuánto tiempo llevaría allí?
Sin saber si salir y enfrentarse a él o quedarse quieta y esperar a que se aburriera y se marchara, Rosie, nerviosa, fue a la cocina con el móvil en la mano.
Su fértil imaginación se disparó por mucho que se dijo que no había necesidad de imaginarse lo peor. Sabía que tendría que hacer algo. Ian había logrado entrar en su casa una vez y, sinceramente, no era una gran hazaña. La casa no estaba bien protegida y solo imaginárselo entrando mientras estaba dormida hizo que la recorriera un escalofrío. Podía llamar a la policía, pero ¿irían? No se habían tomado en serio sus protestas, así que ¿por qué iban a hacerlo ahora? Tampoco había denunciado el allanamiento de morada, ya que había preferido fingir que podía ocuparse del asunto sola.
Mientras barajaba las distintas posibilidades, sonó el móvil y lo miró horrorizada, pero no era Ian. Era Angelo. El alivio al ver su nombre en la pantalla hizo que cualquier cosa negativa que hubiera pensado de él saliera volando de su cabeza. Olvidó sus humillaciones, olvidó lo mucho que la detestaba y cuánto había traicionado su confianza.
–¡Angelo!
Angelo no estaba del todo seguro de por qué la había llamado. Estaba orgulloso de la fuerza de voluntad que había tenido al rechazar la invitación que le había lanzado tan claramente la última vez que se habían visto, pero el orgullo había sido un incómodo compañero de cama. Rosie había vuelto a su vida y, le gustara o no, no podía sacársela de la cabeza. El hecho de que el aire crepitara entre los dos cargado de energía sexual contenida se había visto empeorado por el deseo que había visto iluminando la mirada de Rosie cuando había posado la mano sobre su pecho.
Él siempre había mantenido un estricto control sobre su vida, sobre sus actos y sobre su comportamiento y se enorgullecía de ser una persona tan resuelta; eso era lo que lo había alejado de la vida de miserias en la que había nacido. Y, entonces, cuatro años atrás, ella había entrado en esa vida y él había permitido que se le escapara el control. ¡Bajo ningún concepto cometería el mismo error! Y aun así, allí estaba ella, jugando con su mente.
Lo enfurecía pensar que dos noches antes había salido con una rubia, una amiga de una amiga de una amiga, y todo el tiempo que había estado con ella había estado pensando en Rosie. Por eso no había concertado otra cita más con ella.
De un modo u otro, tendría que eliminarla de su vida otra vez. Tendría que darle fuerza a su argumento e insistirle en que sería mejor que le vendiera la casita que arriesgarse a mudarse y montar un negocio que podría estar condenado al fracaso. Era un negociador brillante. ¿Le resultaría muy difícil negociar que saliera de sus tierras?
Y así, sin pensarlo, un viernes por la tarde había levantado el teléfono y la había llamado, aunque en cuanto había oído su voz, había sabido que algo no iba bien.
Al notar su voz temblorosa y aguda, se levantó disparado del sillón y fue hasta el ventanal que le daba a su despacho una magnífica vista del Puente de Londres y sus alrededores.
–¡Vaya, cuánto te alegra oír mi voz! –le dijo preguntándose si se había imaginado el tono de pánico cuando había respondido y decidiendo que sí, que seguro que se lo había imaginado. Y si no, se negaba a dejarse arrastrar por lo que fuera que le pasaba–. Tenemos que hablar de los límites de la casa. Cuando se la regalé a Amanda nunca hablamos de ello. Ella quería tierras y yo tengo muchas. Le di unos cuantos acres en una especie de acuerdo informal. Si insistes en vivir allí, los abogados tendrán que redactar algo más preciso y exacto. Podría suponerte más gastos, pero es esencial.
–Angelo, ¿podrías venir? Estoy en casa porque tenía el día libre. Mira, sé que estarás ocupado... –«y que solo has levantado el teléfono para lanzarme otra amenaza y otra advertencia sobre lo estúpida que he sido al rechazar tu oferta de compra de la casa»–, pero es importante –sabía que se le estaba quebrando la voz y que tenía que controlarse.
–¿Qué está pasando? –en esa ocasión, la voz de Angelo reflejó inquietud. No sabía qué estaba pasando o si sería alguna farsa por parte de ella, pero ya estaba poniéndose la chaqueta y pensando en las reuniones que tendría que cancelar.
–¿Recuerdas cuando me preguntaste si quería la casa porque estaba huyendo de alguien?
–Sigue hablando, aunque –añadió para dejar las cosas claras y que Rosie no pensara que era una persona maleable– no pienses que puedes aprovecharte de mi comprensión y embaucarme para que cambie de actitud sobre todo este asunto.
–Calla y escúchame.
Nadie le hablaba así a Angelo. Era temido entre sus rivales del mundo de las altas finanzas y, entre las mujeres, era tratado con adulación, asombro y deseo de complacer. Pensó que Rosie nunca había actuado así, aunque tenía sentido si tenía en cuenta que, igual que a él, la vida le había dado muchos palos desde el principio.
Durante unos segundos recorrió a una velocidad vertiginosa el bulevar de los recuerdos reviviendo cómo había bromeado con él diciéndole que no se dejaba apabullar por su poder, cómo había discutido si no estaba de acuerdo con algo que él hubiera dicho y cómo había marcado las bases de su relación cuando habían empezado a salir y él había llegado tarde a su primera cita.
–Te escucho, pero más vale que sea importante.
–Sí que estoy huyendo de alguien y ese alguien está sentado fuera de mi casa ahora mismo y... y estoy un poco asustada.
–¿Asustada? Explícate –en ese momento se dio cuenta de que se movía deprisa, saliendo de su despacho y deteniéndose solo para anotar algo en un papel mientras su secretaria lo miraba asombrada: se marchaba de la oficina y no volvería hasta el lunes.
–He tenido algunos problemas con él en el pasado –confesó Rosie con voz temblorosa. Sabía que estaba sucumbiendo a la ilusión de que junto a Angelo estaba a salvo. Tal vez en los buenos tiempos sí, pero ya no, aunque sus miedos y su soledad se habían unido a esos sentimientos y habían generado una mezcla a la que era imposible resistirse. Solo oír su profunda y sombría voz al otro lado del teléfono resultaba extrañamente tranquilizador. O tal vez era simplemente el hecho de estar hablando con alguien. Tal vez hablar con cualquiera le habría servido también, aunque en el fondo no estaba tan convencida.
–¿Qué clase de problemas? Háblame, Rosie.
–Hace una semana entró en mi casa. Por eso estaba deseando irme de Londres, ¿de acuerdo?
–¿Cuando dices sentado fuera de tu casa qué quieres decir? ¿Que está sentado en la acera?
Rosie se rio.
–A Ian jamás lo verías sentado en el suelo, y menos si está lloviendo. Eso le estropearía el traje. Es abogado y gana mucho dinero; un buen traje significa mucho para él. Lo mismo que las apariencias, así que los abogados no se sientan en las aceras. No, está en su coche. En un deportivo rojo brillante que me hace pensar que... que...
–¿Que quiere llamar la atención? –Angelo ya había salido de su oficina y se dirigía a su coche. Normalmente lo llevaban a casa, pero su chófer no se esperaría que hubiera salido de la oficina tan pronto y Angelo decidió conducir. La dirección estaría grabada en el navegador, aunque tenía un excelente sentido de la orientación y habría podido encontrar su casa de cualquier modo.
–Seguro que estoy siendo ridícula –dijo Rosie intentando ser sensata.
–¿Por qué no has llamado a la policía? ¿Es que pensabas quedarte ahí sentada hasta que alguien levantara el teléfono y te llamara? –de pronto, y sin saber por qué, se sentía furioso con ella. Sin embargo, Rosie no era una mujer que se asustara con facilidad–. Olvida lo que he dicho. No te muevas y estaré ahí en media hora.
–No hace falta... –aunque ¿por qué, si no, había optado por confiar en él? Se había dejado arrastrar por el pasado y se odiaba por ello, pero al mismo tiempo se sentía extrañamente aliviada de saber que estaba de camino. Confundida, permaneció en silencio, agarrando el teléfono y resistiendo las ganas de volver a la ventana y asomarse para ver si el deportivo rojo seguía allí o si se lo había imaginado todo.
–Eso puedes decírmelo a la cara cuando llegue –le contestó Angelo secamente–. Por curiosidad, ¿para qué empresa trabaja ese tipo?
Ella se lo dijo. Era uno de los bufetes más grandes de la ciudad y Angelo conocía a unas cuantas personas allí. Ya escucharía toda la historia en un rato, pero por el momento sabía lo que iba a hacer. Era una pena que tuviera que contener el satisfactorio deseo de hacer entrar en razón a ese tipo con algún que otro puñetazo. Agarró el volante con fuerza al salir del aparcamiento y adentrarse en el predecible caos de la ciudad.
–Voy a colgar, Rosie. No salgas a hablar con él, ni contestes si te llama por teléfono ni te asomes a mirar el coche. Tú solo espérame –se conocía las carreteras y calles de Londres como la palma de la mano y rápidamente esquivó el tráfico y se metió por una pequeña calle que conectaba con unas callejuelas que principalmente utilizaban los taxistas más astutos. Tenía el cuerpo cargado de adrenalina. Sabía que Rosie estaba más asustada de lo que dejaba ver porque, de no haberlo estado, se habría ocupado de ese tipo ella misma. No habría confiado en alguien al que ahora consideraba su archienemigo.
Apretaba con fuerza el volante. Estaba haciendo algo que haría por cualquiera; el hecho de que se tratara de Rosie no era nada que debiera inquietarlo. Aun así, algo en su interior se revolvió ante la idea de imaginársela aterrada y se preguntó si debería haber indagado más en un principio, cuando había sacado el tema de que pudiera estar huyendo de alguien al escapar al campo. Estaba deseando llegar y ver a ese cerdo metido en su coche.
Rosie estaba sentada y preguntándose qué haría Angelo. ¿Una pelea en la acera? No. Angelo era un ejecutivo multimillonario y los ejecutivos multimillonarios no hacían esas cosas. Aun así, no le costaba nada imaginárselo peleándose con alguien. La tentación de asomarse a la ventana era abrumadora y por primera vez ese día buscar una solución al asunto de poder permitirse vivir en el campo no fue suficiente distracción.
Había consumido una taza y media de café antes de que sonara el timbre y, cuando miró el reloj, vio que habían pasado casi cuarenta y cinco minutos. ¿Cómo? ¿Pensando en Angelo? Siempre había sido muy fácil perder el tiempo pensando en Angelo. ¿Estaba cayendo otra vez en ese hábito? No. Eran unas circunstancias especiales.
–¿Qué pasa con la cadena? –Angelo, que estaba apoyado indolentemente contra el marco de la puerta, se puso recto, pasó y le dijo–: ¿Cómo es que te dio por salir con un cerdo así? Pero, bueno, ya está, se ha ido y no volverá.
–¿Qué has hecho?
Angelo miró su rostro aliviado y sintió una extrema satisfacción. El caballero de la brillante armadura. ¿Qué hombre no se sentiría importante ante esa sensación?
Una vez dentro de la casa, e invadido por una sensación claustrofóbica por su tamaño y su simpleza, no podía obviar la agradable satisfacción que se había instalado en la boca de su estómago. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien y era un cambio a mejor comparado con la amargura que lo había estado consumiendo los tres últimos años.
–Siento haberte hecho venir hasta aquí –le dijo Rosie siguiéndolo hasta la cocina, donde él se sentó en una silla que parecía demasiado minúscula para un cuerpo tan grande y poderoso como el suyo–. Has venido directo del trabajo y no era necesario. ¿Te apetece beber algo? ¿Té? ¿Café? Es que ha dado la casualidad de que has llamado justo dos segundos después de que viera el coche de Ian...
Ahora que él estaba allí, la sensación de alivio quedó sustituida por la misma incómoda atracción que tanto la asustaba y que le había hecho acariciarle el pecho. Se colocó las manos detrás de la espalda y se apoyó contra la pila de la cocina sin poder ignorar esa sexy mirada posada en ella. Se le aceleró el pulso y le dio un vuelco el corazón.
–Ya me has dicho que no hacía falta que viniera. Tomaré una copa de vino, si tienes. Tinto.
Aliviada de tener algo con lo que entretenerse, Rosie sirvió dos copas de vino tinto. Y cuando pensó en lo que habría podido pasar si Angelo no hubiera llamado en el momento preciso, sintió ganas de llorar. De espaldas a él, respiró hondo varias veces para calmarse antes de girarse para darle la copa y sentarse en una silla frente a él.
–¿Estás bien? –le preguntó él bruscamente–. Te prometo que se ha ido para siempre. ¿Cómo terminaste con un cretino como ese?
Rosie abrió la boca para defenderse, pero... ¿cómo podía?
–Mi amiga Amy pensó que ya era hora de que me echara novio y supongo que estuve de acuerdo. Tenía que trabajar menos y salir un poco más, así que accedí a quedar con el compañero de trabajo de su amigo.
Angelo frunció el ceño. Quería decirle que ella podía tener al hombre que quisiera solo con chasquear los dedos. ¿Por qué había aceptado una cita a ciegas? ¿Acaso no había leído noticias sobre mujeres que se habían metido en muchos problemas al quedar con hombres desconocidos? Pero entonces recordó que así lo había conocido a él y mantuvo silencio respecto al tema.
–¿Y?
–Y conocí a Ian. Al principio... al principio me cayó bien, pero a mitad de la noche empecé a sentirme un poco presionada. Podía ver que la cosa no funcionaría, pero él no opinaba lo mismo –lo miró. Le gustara o no, se merecía una explicación. Le gustara o no, recordó cómo era charlar con él, ser el centro de su plena atención–. Insistió en traerme a casa, estaba muy orgulloso de su coche y yo sabía que no iba a volver a verlo, así que accedí. Pero a medio camino, me di cuenta de que no iba en la dirección correcta. Dijo que quería enseñarme dónde vivía. Le dije que no y la cosa se puso un poco desagradable. Paró el coche. Era tarde. Hubo un pequeño forcejeo, pero logré salir de una pieza. Después empecé a recibir mensajes suyos y llamadas. A veces sabía que me seguía, pero la policía me decía que no podía hacer nada. Y entonces la semana pasada logró entrar en casa y eso me asustó mucho. Por eso lo de la casa de campo fue como un golpe de suerte.
Sorprendida, vio que se había bebido toda la copa de vino. Se sintió avergonzada de nuevo. Él había corrido hacia allí para ayudarla porque se lo había pedido, lo había puesto en una situación incómoda sin darle elección. ¿Qué pensaría de ella? ¿Que estaba intentando manipularlo?
Angelo ya tenía una opinión bastante pésima de ella y, cuando la había visto en el funeral, su primera reacción había sido sospechar. Nunca dejaría de pensar que buscaba algo. ¿Pensaría ahora que le había pedido ayuda como parte de algún plan para cazarlo, sobre todo después de haberle dejado claro que seguía sintiéndose atraída por él a pesar del rencor y la desilusión generados por el modo en que había terminado su relación?
–No me has contado qué le has dicho –dijo intentando adoptar una voz lo más natural posible.
–Le he dicho que conocía a los mandamases de su empresa. Le he dicho que si volvía a acercarse a ti o a ponerse en contacto contigo de algún modo, me aseguraría de que no lo contrataran en ninguna parte. Le he dicho que iría más lejos que eso, que me aseguraría de que le cerraran todas las puertas. En resumen, que no le ha quedado duda de que si no hacía exactamente lo que le he dicho, estaría enterrado profesionalmente.
–¿Podrías hacerlo? –Rosie se sonrojó. Quería sonreír. El alivio de ver esa parcela de su vida resuelta era inmenso.
–Podría.
–Me preocupaba que te pusieras violento...
–No soy tan estúpido. Un hombre así se acobardaría y saldría llorando hacia la comisaría más cercana y no es una idea muy tentadora. En cualquier caso, tu pesadilla termina aquí. No me sorprendería que hiciera las maletas y se largara a otra parte del país. Es más, no me costaría mucho mover algunos hilos y hacer que sucediera.
–Con tal de no tener que volver a verlo...
–No hay posibilidad de que eso pase. ¿Has comido?
Rosie lo miró sorprendida, recordó que había querido hablar con ella sobre los límites de la propiedad y eso la hizo volver a la realidad.
–No, pero...
–Vístete. Necesitas cenar. Yo necesito cenar.
–Y, además, quieres que hablemos sobre las tierras que rodean la casa –sugirió ella.
Angelo se había olvidado de eso cuando debería haber sido lo primero en su mente.
–Es verdad.
–De acuerdo, dame cinco minutos. Iré a vestirme.
Rosie era muy rápida a la hora de arreglarse. Apenas usaba maquillaje y su armario era limitado, así que no tenía muchas posibilidades de pasarse horas decidiendo qué ponerse. Cuando había estado saliendo con Angelo, había acumulado montones de ropa porque habían ido a muchos sitios elegantes. Al romper, había regalado casi todo porque trabajar en una cocina no requería mucha imaginación a la hora de vestir: vaqueros y ropa cómoda en general. ¡Y zapatos planos!
Sin embargo, ahora estaba muy nerviosa. ¡Pero si no era una cita! Aun así, se dijo que esa no era razón para no ir arreglada. ¿Qué tenía de malo ponerse un poco de maquillaje? ¿No era hora de airear esos zapatos de tacón? ¿Y el vestido negro? No podía recordar la última vez que se lo había puesto. Y, además, ¿con cuánta frecuencia salía a cenar? Qué ironía, teniendo en cuenta que trabajaba en un restaurante.
Cuando se miró al espejo, se quedó alarmada al ver ese cálido rubor en sus mejillas y el vestido... los tacones... Demasiado tarde para pensar en cambiarse. Agarró un pañuelo para disimular un poco el escote del vestido y salió corriendo de la habitación. Angelo la esperaba en el salón, donde lo encontró observando todo lo que había ido reuniendo con el tiempo y que había colocado por la habitación en un intento de camuflar su sosería: pósters de estrellas del cine clásico, una fotografía suya de su graduación del curso de Hostelería, varios jarrones que había comprado en mercadillos y que había colocado en la estantería junto con su selección de libros, a pesar de que no tenía mucho tiempo para leer.
–Estoy lista –dijo y, al ponerse el abrigo negro, no se percató del modo en que él la estaba mirando.
¿Por qué engañarse diciéndose que esa misión de rescate no había tenido un poderoso componente personal?, pensó Angelo. Viéndola en ese momento, podía sentir que todo su cuerpo se excitaba. El vestido enmarcaba cada centímetro de su cuerpo, abrazaba sus pequeños y redondos pechos a pesar de que llevaba un pañuelo en un inútil intento de taparlos. Le gustara o no, estaba exultante porque la damisela en apuros era Rosie, y estaba claro que su cuerpo no había eliminado su recuerdo por mucho que su mente lo hubiera hecho.
–Me imagino que conocerás todos los restaurantes de por aquí –comenzó a ir hacia la puerta mientras se ponía la chaqueta.
Ella se rio y Angelo respiró hondo al reaccionar, una vez más, ante ese contagioso sonido.
–Te sorprenderá, pero nunca he salido a comer. Por un lado, no me puedo permitir ningún sitio bonito y, por otro, siempre estoy trabajando.
–¿Y entonces por qué te viste obligada a aceptar una cita a ciegas con ese cretino?
–No sabía que era un cretino. Se supone que hay un italiano muy bueno a unos diez minutos.
Después de haberse arreglado tanto, se sintió algo decepcionada cuando él no hizo ningún comentario al respecto. ¿Por qué sería?
Fue un alivio salir del coche y verse en la calidez del restaurante que estaba relativamente vacío dado que aún era temprano.
–Gracias –le dijo una vez estuvieron sentados y consultando la carta–. Me imagino que no te hará ninguna gracia pasar un viernes por la noche así y habiendo tenido que dejar tu trabajo para ocuparte de un problema que no tiene nada que ver contigo.
–Si esto nos lleva a otro discurso de gratitud, ahórratelo, Rosie. No soy un héroe por ocuparme del cobarde que te estaba molestando.
–De acuerdo. Bueno, por teléfono has dicho que querías hablar de los límites de la propiedad –se echó atrás mientras le servían el vino y esperaba a que les tomaran nota. Podía sentir los ojos de Angelo clavados en ella y sabía que debía mantener una actitud animada y afable para que las cosas fueran mucho más sencillas.
–Es un poco complicado.
Rosie suspiró y se recostó en la silla. Fue como si, de pronto, se hubiera quedado sin una gota de energía.
–Antes de que pasara todo esto, estaba en casa haciendo cuentas. Mi jefe no puede ayudarme y yo tendría que hacer un montón de filigranas antes de poder empezar a montar algo. No me había parado a pensar en todos esos detalles porque estaba demasiado desesperada por salir de Londres.
Angelo se sonrojó al recordar su opción de vengarse dejándola fracasar. No dijo nada, pero cuando les sirvieron la comida, vio que Rosie no parecía tener apetito.
Ella le contó por qué jamás podría montar un negocio de catering y, al contrario de lo que él se había esperado, oírlo no le produjo ninguna clase de satisfacción. Su mente no dejaba de pensar en el tipo que la había acosado. La mujer a la que había detestado en el funeral y que había considerado historia ahora estaba ejerciendo todo tipo de efectos en su estado emocional. ¿O tal vez siempre había sido así? Se apartó esa idea de la cabeza inmediatamente.
–He pensado en ir a hablar con el director de mi banco –decía en ese momento Rosie después de haber terminado de explicarle todas las cosas que necesitaría para lanzar su negocio. Sospechaba que estaba aburriéndolo porque él no decía ni una palabra y se imaginaba que en cualquier momento echaría una ojeada al reloj. Seguro que tenía algo que hacer un viernes por la noche. No era un hombre al que le gustara quedarse en casa solo.
¿Cómo habrían sido sus viernes por la noche con Amanda? Sentía demasiada curiosidad por su matrimonio y sabía que debía mantener las distancias.
–Pero luego he pensado que no serviría de nada –continuó–. No creo que sea la persona más solvente del mundo –al bajar la mirada, Rosie vio que apenas había probado bocado e intentó comer un poco más. Estaba muy nerviosa y tenerlo allí sentado frente a ella hacía que se le atragantara la comida. Se había quitado el pañuelo y se dio cuenta de que se veía la sombra de su escote. Corriendo, se puso derecha y apartó el plato a un lado–. Además, necesitaría dinero para un coche. Para lo único que mi padre ahorró dinero fue para el carné de conducir. Lo metía directamente en una cuenta que no podía tocar porque sabía que en un día malo se vería tentado a sacarlo todo. Solía decirme que no había nada como estar detrás del volante de un coche.
–Deberías haberme hablado de tu padre –le dijo secamente Angelo.
Rosie se preguntó si eso habría cambiado las cosas. Pero no. Él se habría ido con su mejor amiga de todos modos.
–Eso ahora no es relevante –respondió encogiéndose de hombros y rechazando un café porque creía que ya era hora de volver a casa–. Pero lo que creo que encontrarás relevante es la decisión que he tomado.
–No me tengas en suspenso.
–Después de haber intentado encontrar el modo de permitirme mudarme a la casa de campo y haberme topado con un muro, Angelo, tú ganas. No me mudaré. No me lo puedo permitir. No puedo malgastar un dinero que no tengo en un sueño y ahora, de todos modos, ya no hay necesidad. Ya no tengo que huir. Así que me alegra venderte la casa y no me importa cuánto me des por ella. Soy consciente de que no debería haber sido mía de todos modos. Puedes comprarla y convertir el terreno en lo que quieras y será como si nunca nos hubiéramos vuelto a ver.