PRÓLOGO

Nadie creyó que mi destino fuera la grandeza.

Vine al mundo en el municipio castellano de Madrigal de las Altas Torres como primogénita del segundo matrimonio de mi padre, Juan II, con Isabel de Portugal, por quien me pusieron este nombre. Una infanta saludable e inusualmente tranquila cuya llegada fue anunciada con campanas y someras felicitaciones, pero no a bombo y platillo. Mi padre ya había engendrado a un heredero en su primer matrimonio, mi hermanastro Enrique y, cuando mi madre dio a luz a mi hermano Alfonso dos años después de mi nacimiento, reforzando así la casa de los Trastámara, todos creyeron que me relegarían al claustro y a la rueca, como ventajoso peón de matrimonio para Castilla.

Como ocurre habitualmente, Dios tiene un plan distinto.

Todavía recuerdo bien el momento en que todo cambió.

Aún no tenía cumplidos los cuatro años. Mi padre llevaba semanas enfermo con una fortísima fiebre, encerrado tras las puertas de sus dependencias en el alcázar de Valladolid. Yo no conocía muy a fondo a aquel rey de cuarenta y ocho años al que habían apodado el Inútil por la forma en que reinaba. Hasta hoy, lo único que recuerdo es a un hombre alto y enjuto de ojos tristes y sonrisa difusa, que una vez me mandó llevar a sus aposentos y me regaló un peine de joyas esmaltado de estilo árabe. Un hombre bajito y con la tez morena permaneció detrás del trono de mi padre todo el tiempo que yo estuve allí, con su mano de dedos rechonchos reposada sobre la espalda de mi padre, denotando posesión mientras me observaba con entusiasmo.

Varios meses después de aquel encuentro oí por casualidad a las mujeres de la casa murmurar sobre que habían decapitado al señorito y que aquel hecho había sumido a mi padre en un profundo dolor.

—Lo mató esa loba portuguesa —decían las mujeres—. La loba portuguesa hizo matar al condestable Luna porque era el favorito del rey —y luego una de ellas dijo susurrando—:

Shh. ¡La niña nos está oyendo!

Se quedaron quietas todas al instante, como si fueran figuras tejidas en un tapiz, al verme sentada en la alcoba justo al lado de ellas, yo que era toda oídos con una curiosidad pasmosa.

Solo unos días después de oír a las mujeres me despertaron bruscamente en mitad de la noche, me envolvieron en una capa y me condujeron a toda prisa por los pasillos del alcázar hasta las dependencias reales, y fue esa la única vez que me dejaron entrar en una sala sofocante con braseros humeantes y el sonido atenuado de los salmos con los que los monjes inundaban la estancia entre espirales de humo. Había lámparas de cobre que oscilaban pendientes de cadenas doradas sobre nuestras cabezas y el resplandor titilante y aceitoso recorría los rostros apenados de los grandes nobles de España, que vestían sus galas más apagadas y tristes.

En la gran cama que había delante de mí, las cortinas estaban descorridas.

Me detuve en el umbral e instintivamente busqué con la mirada al señorito, aun sabiendo que estaba muerto. Después descubrí al halcón peregrino favorito de mi padre posado en la hornacina, encadenado a su poste plateado. Detuvo sus pupilas dilatadas en mí, opacas y encendidas por las llamas.

Me quedé paralizada; presentí que allí había algo horrible que no quería ver.

—Mi niña, id —dijo mi aya doña Clara con insistencia—. Su Majestad, su padre, pregunta por usted.

Yo no quería avanzar y me volví y me agarré a su falda y escondí la cara entre los dobleces polvorientos. Oí unos pasos fuertes que se acercaban a mí desde atrás y una voz grave dijo:

—¿Es esta nuestra pequeña infanta Isabel? Venid, niña, dejad que os vea.

Había algo en aquella voz que me atrapó y me hizo levantar la mirada.

Un hombre se erguía sobre mí, alto, fornido, vestido con el mismo atuendo sombrío de los nobles. Tenía la cara regordeta con barba de chivo y la mirada penetrante tras unos ojos brillantes de color marrón. No era apuesto —parecía un gatito mimado de palacio—, pero la suave elevación de la comisura de su boca sonrosada me embelesó, ya que parecía que solo me sonreía a mí con un interés inquebrantable que me hacía sentir como si yo fuera la única persona del mundo a quien le interesaba ver.

Alargó la mano y me la ofreció con una delicadeza poco propia para un hombre de su tamaño.

—Soy el arzobispo Carrillo de Toledo —dijo—. Venid conmigo, Alteza, no debéis tener miedo.

Le cogí la mano tímidamente; tenía los dedos fuertes y cálidos. Me sentí segura cuando cerró la mano guardando la mía en el interior y me condujo dejando atrás a los monjes y los cortesanos ataviados con ropas oscuras, mientras me miraban aquellos ojos anónimos que parecían centellear con el mismo desinterés que los del halcón de la hornacina.

El arzobispo me instó a colocarme en un escabel que había dispuesto junto a la cama para que pudiera estar cerca de mi padre. Pude oír el sonido de la respiración de mi padre produciendo un ruido áspero en los pulmones. Estaba en los huesos y la piel que los cubría mostraba una especie de tono céreo. Tenía los ojos cerrados y las manos de delgados dedos cruzadas sobre el pecho, como si fuera una de las efigies de las tumbas de decoración intrincada que atestaban nuestras catedrales.

Debí de haber emitido una especie de sonido de consternación, ya que Carrillo me dijo al oído:

—Debéis besarlo, Isabel. Dadle la bendición a vuestro padre para que pueda abandonar en paz este valle de lágrimas.

Aunque era lo último que me apetecía hacer, aguanté la respiración, me incliné hacia adelante y di un beso apresurado a mi padre en la mejilla. Sentí el frío de la fiebre en su piel. Retrocedí y dirigí la mirada al otro lado de la cama.

Allí vi una silueta. Por un momento que desencadenó mi horror pensé que era el espíritu del condestable fallecido, del cual las mujeres decían que rondaba el castillo sediento de venganza. Pero, entonces, un titileo furtivo escapó de una de las lámparas y cruzó la cara de aquella figura, y fue entonces cuando reconocí a mi hermanastro mayor, el príncipe Enrique. La mera visión de él me sobresaltó; solía mantenerse alejado de la corte por preferir su querida casa real de Segovia, donde se decía que tenía a un infiel como vigilante y una colección de animales salvajes y bestias a los que él mismo alimentaba con sus manos. No obstante, allí estaba, junto al lecho de muerte de nuestro padre, envuelto en una capa negra y con un turbante de color escarlata sobre la cabeza para ocultar la pelambrera enmarañada, pero que en realidad resaltaba su inusual nariz plana y sus ojos juntos y pequeños, todo lo cual le daba la apariencia descuidada de un león.

La sonrisa de complicidad que me dedicó hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.

El arzobispo me cogió en brazos y me sacó de la sala como si ya no hubiera nada relevante esperándonos allí. Por encima de aquel hombro grueso pude ver a los cortesanos y a los nobles congregarse en torno a la cama. Los cantos de los monjes iban incrementando su potencia y entonces vi a Enrique inclinarse con resolución, incluso podría decirse que con cierta impaciencia y ansiedad, sobre el rey moribundo.

En aquel preciso instante, nuestro padre Juan II, exhaló su último aliento.

No regresamos a nuestras dependencias. Agarrada fuerte contra el pecho del arzobispo y aturdida, vi cómo le hacía un gesto brusco a mi aya, que esperaba fuera de los aposentos, y nos bajó por la escalera trasera de caracol hasta la torre del homenaje. La luna anodina apenas rasgaba la veladura de nubes y niebla.

Cuando estuvimos lejos de la sombra protectora del castillo, el arzobispo dirigió la mirada hacia atrás por la puerta poterna que parecía en aquel momento una figura oscura más que se insertaba en la lejana pared del cerramiento.

—¿Dónde están? —dijo él sin poder ocultar el tono de tensión de su voz.

—No… no lo sé —contestó doña Clara con voz trémula—. Yo mandé decir lo que me pidió, que Su Majestad se encontrara aquí mismo con nosotros. Espero que no haya pasado nada que…

El arzobispo levantó la mano.

—Creo que ya los veo.

Dio un paso adelante; noté cómo todo su cuerpo se tensaba a medida que se hacía más audible el sonido de los zapatitos en los guijarros. Exhaló súbitamente cuando vio a las figuras que se acercaban a nosotros dirigidas por mi madre. Estaba pálida, llevaba el capuz de la capa caído sobre los hombros y algunos de sus cabellos rojizos mojados por el sudor se hacían visibles al escapárseles por debajo de la cofia. Tras ella iban sus damas portuguesas sobrecogidas y don Gonzalo Chacón, el tutor de mi hermanito de un año, al que él mismo acunaba entre sus fornidos brazos. Yo me preguntaba qué estaríamos haciendo allí en medio de la noche, con el frío que hacía y siendo mi hermano tan pequeño.

—¿Está…? —dijo mi madre casi sin aliento.

Carrillo asintió. Mi madre no pudo contenerse más y los sollozos le quebraron la voz mientras me miraba con sus ojos de color azul verdoso, en aquel momento llenos de expectación, estando yo aún entre los brazos del arzobispo. Abrió las manos.

—Isabel, hija mía.

Carrillo me soltó en el suelo aunque, inesperadamente, yo no quería librarme de su agarre. Aun así, me incliné hacia delante y la enorme capa me cubrió como si yo fuera un capullo deformado. Le hice la reverencia que me habían enseñado para cada vez que estuviera delante de mi hermosa madre, como siempre había hecho en las escasas ocasiones en que me habían llevado ante ella en la corte. Echó hacia atrás mi capuz para cruzar su mirada verdosa con la mía. Todos decían que tenía los ojos de mi madre, solo que de un tono más oscuro.

—Mi niña —susurró y percibí cierta desesperación en su tono—. Mi hija más amada, lo único que tenemos es la una a la otra.

—Majestad, debéis concentraros en lo que realmente importa ahora mismo —oí decir a Carrillo—. Debemos poner a vuestros hijos a salvo. Con el fallecimiento de vuestro esposo, el rey, ellos son…

—Sé lo que son mis hijos —le interrumpió mi madre—. Lo que quiero que me digáis es de cuánto tiempo disponemos, Carrillo. ¿De cuánto tiempo disponemos antes de tener que abandonar todo lo que conocemos para perdernos en un refugio olvidado en medio de la nada?

—Unas horas como mucho. —Fue la respuesta determinante del arzobispo—. Aún no han repicado las campanas porque anunciar esto lleva su tiempo. —Hizo una pausa—. Pero llegarán pronto, como mucho por la mañana. Debéis depositar toda vuestra confianza en mí. Os prometo que me ocuparé de que nada os pase a vos ni a los infantes.

Mi madre se volvió hacia él y lo miró fijamente, tapándose la boca con la mano como para contener la risa.

—¿Cómo pensáis hacerlo? Enrique de Trastámara está a punto de convertirse en rey. Si mis sentidos no me fallan ni me han fallado en todos estos años, será tan fácil de persuadir por sus favoritos como lo fue Juan. ¿Qué seguridad podríais vos proporcionarnos buscando refugio en un convento a una cofradía de sus guardias y a nosotros? Claro que sí, ¿por qué no? Un cenobio es por descontado un lugar mucho más apropiado para una viuda extranjera y odiada y para su prole.

—Los niños no pueden crecer en un convento —dijo Carrillo—. Y tampoco se los debe separar de su madre siendo tan pequeños. Vuestro hijo, Alfonso, es ahora por ley el heredero de Enrique hasta que su esposa le dé un hijo. Os aseguro que el Consejo no va a aprobar la impugnación de los derechos de los infantes. De hecho, han acordado que podáis criar al príncipe y a su hermana en el castillo de Arévalo en Ávila, que os será entregado como parte de la dote por viudedad.

Se hizo el silencio. Yo estaba muy quieta observando la mirada vidriosa de mi madre mientras repetía «Arévalo», como si no lo hubiera oído bien.

Carrillo prosiguió:

—El testamento de Su Majestad deja una abundante provisión para los infantes, incluyendo la concesión de distintas ciudades al llegar a su decimotercero año de edad. Os prometo que no os faltará de nada.

Mi madre agudizó la mirada.

—Juan apenas veía a nuestros hijos. Nunca se preocupó por ellos. Nunca se preocupó por nadie excepto por aquel terrible hombre, el condestable Luna. ¿Y ahora me decís que les ha dejado suficientes provisiones? ¿Cómo lo sabéis?

—Yo fui su confesor, ¿recordáis? Hizo caso de mi consejo porque temía arder en el Infierno eterno si no lo hacía. —La repentina intensidad con la que habló Carrillo en aquel momento me hizo dirigir de nuevo la mirada hacia él—. Pero no puedo protegeros si no depositáis vuestra confianza en mí. En Castilla, es costumbre que una reina viuda se retire de la corte, pero normalmente no puede quedarse con sus hijos, especialmente si el nuevo rey no posee un heredero. Por eso debéis marchar esta misma noche. Llevad únicamente a los infantes y lo que podáis cargar. Yo enviaré el resto de vuestras posesiones lo antes posible. Una vez estéis en Arévalo y el testamento del rey se haga público, nadie se atreverá a tocaros, ni siquiera Enrique.

—Entiendo, pero vos y yo nunca compartimos una amistad, Carrillo. ¿Por qué corréis este riesgo por mí?

—Digamos que os ofrezco un favor —dijo—, a cambio de otro.

En aquella ocasión mi madre no pudo contenerse la risa.

—¿Qué favor puedo haceros yo a vos, el prelado más poderoso de Castilla? Solo soy una viuda con dote, dos niños pequeños y un personal al que mantener.

—Ya lo sabréis cuando llegue el momento. Tened por seguro que no os supondrá ninguna inconveniencia.

Con tales palabras Carrillo se volvió para dar instrucciones a los sirvientes, que habían oído toda la conversación y estaban paralizados y consternados; el terror se había apoderado de sus miradas.

Alargué la mano lentamente para agarrar la de mi madre. Nunca me había atrevido a tocarla sin el previo permiso para hacerlo. Para mí, siempre había sido una figura hermosa —aunque distante— cubierta de ropajes relucientes y destellantes, de la que siempre se escapaba alguna risa entre los labios y que constantemente estaba rodeada de admiradores que la adulaban: una madre a la que amar desde la distancia. En aquel momento, daba la impresión de haber recorrido kilómetros en medio de un paisaje rocoso por el aspecto tan agónico que presentaba y que me hizo desear ser mayor, más grande, para poder, de algún modo, ser lo suficientemente fuerte como para protegerla del cruel destino que le había arrebatado a mi padre de su lado.

—Madre, no es culpa vuestra —dije yo—. Papá se ha ido al Cielo; por eso nos tenemos que ir.

Ella asintió mientras las lágrimas le bañaban los ojos, que vagaban perdidos en algún punto distante.

—Y nos vamos a Ávila —añadí—. No está lejos, ¿verdad, madre?

—No —dijo ella con templanza—, no está lejos, hija mía; en absoluto lo está…

Pero supe que, para ella, estaba a una eternidad de allí.