Capítulo tres
Los días siguientes a aquello pasaron sin incidentes, lo cual no hizo más que aumentar mi turbación. Escondí la carta del rey en un cofre en mi habitación; Beatriz preguntaba incesantemente por su contenido, natural en ella, hasta que no pude aguantar más y dejé que la leyera. Me miró con desconcierto, sin habla quizás por primera vez en su vida. No fomenté su opinión; estaba demasiado preocupada con mis propios presentimientos turbulentos sobre nuestra situación, que parecía estar al borde de un cambio irrevocable.
Me dediqué a mi madre en cuerpo y alma. No hubo más ataques ni volvió a perder los estribos como aquella vez. Aunque seguía estando pálida y demasiado delgada y comía como un pajarito, agradecía las visitas que Alfonso y yo le hacíamos todas las tardes.
Me emocioné al enterarme de que mi hermano se había tomado la molestia de aprenderse una canción portuguesa para mi madre, y la cantó con entusiasmo aunque desafinara. Mi hermano no era muy habilidoso para la música, pero cuando interpretó aquella canción de la tierra de mi madre, a ella se le iluminó el rostro y enterneció la expresión, y recuperó la belleza que se había visto ensombrecida. Ataviada con su vestido anticuado de la corte de la época en la que había sido reina y con los dedos cargados de anillos, daba golpecitos en el brazo de la silla al son de la música y movía los pies silenciosamente bajo la bata como si siguiera los pasos de aquel intricado baile con el que se habría podido lucir tantas veces años atrás, haciendo alarde de sus aptitudes bajo los aleros decorados de las grandiosas salas en las que había sido la mujer más poderosa y solicitada de la corte.
Cuando Alfonso terminó con la barbilla elevada y los brazos abiertos, ella empezó a aplaudir frenéticamente como si deseara impregnar toda la estancia con su extraño sonido de júbilo. Después, se dirigió a mí.
—¡Baila, Isabel! ¡Baila con tu hermano!
Y mientras Beatriz tocaba de oído la canción en el pequeño cavaquinho, yo uní las manos con Alfonso y empezamos a bailar con pasos marcados incluso cuando mi hermano me pisaba los dedos de los pies y sonreía avergonzado, acalorado por el esfuerzo.
—Es mucho más fácil competir en una justa con cañas —me susurró.
Yo sonreí ya que no había otro modo de traicionar su orgullo masculino más que en ocasiones como aquella; prefería alardear de su agilidad a lomos de un caballo con las varas afiladas que usaban para cazar antes que exponerse a hacer el ridículo tropezando y cayéndose delante de su familia. Yo, por el contrario, adoraba bailar; era uno de los pocos placeres que me permitía en la vida y tuve que contener las lágrimas de alegría cuando mi madre se levantó espontáneamente de la silla, nos cogió a mi hermano y a mí de las manos para hacernos girar y girar en una muestra vertiginosa de sus habilidades.
—Ahí —exclamó, al tiempo que nosotros contuvimos la respiración expectantes—. ¡Así se hace! Tenéis que aprender a bailar bien, hijos. La sangre de Portugal, y Castilla y León corre por vuestras venas. Nunca dejéis que los cortesanos remilgados de Enrique os pongan en evidencia.
La mención de los cortesanos se sostuvo en el aire como una voluta de humo acre, pero mi madre no pareció notar su fallo. Mi madre seguía radiante cuando doña Clara, Elvira y Beatriz estallaron en aplausos y Alfonso nos deleitó con una muestra de su maestría con la espada escenificando los ademanes propios de la lucha y las estocadas en medio de la sala mientras mi madre reía y doña Clara gritaba para que tuviera cuidado no fuera a ensartar a uno de los perrillos asustados.
Más tarde, aquella misma noche, al darle el beso de buenas noches a mi madre tras nuestras oraciones —ya que, para mi alivio, habíamos vuelto a nuestros rezos diarios— me susurró:
—Ha sido un buen día, Isabel. Si pudiera recordar solo este día, creo que podría soportarlo todo.
Era la primera alusión que hacía a nuestro secreto desde su último ataque. Mientras me abrazaba con fuerza, me prometí a mí misma que haría todo lo posible para conjurar la oscuridad que se cernía sobre mi familia.
Varios días más tarde anunció su decisión de realizar una visita al convento cisterciense de Santa Ana, en Ávila. Ya habíamos ido allí varias veces con anterioridad. Yo había recibido lecciones de las monjas después de que mi madre culminara mi enseñanza preliminar en letras. Era uno de mis lugares favoritos. Los apacibles claustros, el patio interior y su fuente, las parcelas con hierbas aromáticas, el susurrar de las túnicas de las monjas al rozar las losas… todas esas cosas me inundaban de paz. Las hermanas devotas eran maestras en costura; sus espléndidas palias adornaban las catedrales más famosas del reino. Había pasado muchas horas en su compañía aprendiendo el arte del bordado mientras escuchaba el murmullo de sus voces.
Doña Elvira estaba preocupada porque aquello fuera a suponer demasiado problema para mi madre, pero doña Clara pensó que era una idea excelente y nos ayudó a preparar nuestros enseres para el viaje.
—Es justo lo que necesita vuestra madre —dijo mi aya—. Las hermanas harán que se sienta mejor y alejarse de este viejo castillo seguro que va a ser un remedio mucho más eficaz que esas repugnantes pociones de Elvira.
Partimos antes del amanecer con la compañía de don Bobadilla y cuatro criados. En el último momento, dejamos a Alfonso en casa enfurruñado y bajo la supervisión de doña Clara y don Chacón, con instrucciones estrictas de dedicarse a sus estudios; era bastante indolente. Yo fui montada en Canela, el cual se mostró encantado de verme; relinchaba y devoraba los trozos de manzana amarga que le había llevado. Mi madre montó a una yegua más vieja y mansa. El velo le enmarcaba la cara y el tejido vaporoso de color crema le añadía brillo al rostro y realzaba el azul de sus ojos. Doña Elvira iba refunfuñando sobre su mula al haber rehusado siquiera considerar la posibilidad de montar a una cría; Beatriz, por su parte, parecía igual de taciturna en su corcel y fruncía el ceño ante el paisaje.
—Creía que queríais aventura —le dije ocultando mi sonrisa cuando replicó:
—¡Aventura! No consigo ver qué tipo de aventura vamos a encontrar en Santa Ana. Más bien creo que hallaremos más sábanas viejas y sopa de lentejas.
A pesar de que, seguramente, estaría en lo cierto, la idea de ir a Ávila me agradaba. Aunque Beatriz sin duda esperaba que se produjera un cambio de capital importancia como resultado de la llegada de la carta, con cada día que pasaba yo me sentía más y más aliviada al pensar que el cambio era cada vez menos probable. Sabía, sin embargo, que la monotonía era algo insufrible para mi amiga. Con su adolescencia precoz que la había transformado en una hermosa joven contra su voluntad, Beatriz se había vuelto más impaciente e inquieta que nunca, aunque nadie se atrevía a mencionarlo. Oí a doña Clara murmurar a doña Elvira que las jóvenes como Beatriz necesitaban un matrimonio temprano para enfriar su sangre ardiente, pero Beatriz parecía completamente ajena a las atenciones masculinas e ignoraba completamente los silbidos de los criados que se quedaban embobados cuando pasábamos por delante de ellos durante las tareas. Por la noche, en nuestras habitaciones, observaba el crecimiento de sus pechos y ensanchamiento de sus caderas con una visible consternación; eran la manifestación de que pronto tendría que dejar de fingir que no era susceptible de lo que implicaba la condición de mujer.
—Podríais pedirle a don Bobadilla que os llevara a la ciudad —le sugerí mientras buscaba en la alforja el fardo de tela con pan y queso que doña Clara había hecho para nosotros—. Creo que doña Elvira quiere comprar algunas cosas; ayer dijo algo de unas telas para hacer vestidos y capas nuevos.
—Sí, y Papacan nos guiará por otro recorrido lento e insufrible alrededor de las murallas de Ávila —dijo—. Como si no lo hubiera vivido ya cientos de veces.
Le di un trozo de pan tierno, recién salido de nuestros hornos.
—Vamos, no seáis tan desagradable. Se os va a arrugar el rostro como a una manzana estropeada.
Al pronunciar la fruta, Canela levantó las orejas. Le di unas palmaditas en el cuello. Alfonso tenía razón: aunque se dice que las mulas son las mejores montas para las muchachas solteras, mis días de cabalgar a lomos de una habían terminado definitivamente.
Beatriz se comió el pan y el queso haciendo un mohín. Después se acercó a mí y me dijo:
—Podéis fingir todo lo que queráis, pero sé que tenéis la misma curiosidad que yo por saber lo que significa la carta. Os he visto abrir el cofre y mirarla en medio de la noche mientras creíais que yo dormía. Debéis de haberla leído tantas veces como yo he visto las murallas de Ávila.
Yo bajé la mirada preguntándome lo que diría Beatriz si le dijera lo curiosa y preocupada que realmente había estado.
—Pues claro que estoy interesada —dije manteniendo la voz baja para que mi madre, que iba más adelante con don Bobadilla, no nos oyera—. Pero quizás lo único que el rey quería era contarnos que la reina había dado a luz.
—Supongo. Pero no olvidéis que Alfonso era su primer heredero y que muchos afirman que Enrique es impotente. Quizás esa niña no sea hija suya.
—¡Beatriz! —exclamé más alto de lo que pretendía. Mi madre miró hacia atrás; yo le sonreí—. Se está comiendo todo el pan —dije rápidamente, y mi madre le dedicó a Beatriz una mirada reprobatoria. En cuanto se volvió a girar para delante continué hablándole a Beatriz, pero susurrando—. ¿Cómo podéis decir eso? O mejor aún, ¿dónde habéis oído tal cosa como para poder decirla?
Se encogió de hombros.
—Los criados hablan y los sirvientes también. Van al mercado, murmuran con los mercaderes… La verdad es que no parece que sea ningún secreto; nadie habla de otra cosa en Castilla. Dicen que la reina se las ha apañado para tener descendencia con el fin de evitar que le pase lo mismo que a la primera esposa de Enrique. ¿O se os ha olvidado que anuló su primer matrimonio con Blanca de Navarra por no haber tenido descendencia en quince años? Ella aseguró que nunca habían consumado los votos, pero él dijo que era un hechizo lo que le impedía actuar como un hombre. Aun así, se deshizo de ella y encontraron a una bonita reina portuguesa para que ocupara su lugar… una bonita reina que resulta ser la sobrina de vuestra madre y que sabe que los hijos de su tía podrían algún día suponerle lo mismo que le ocurrió a ella.
Me quedé mirándola estupefacta.
—Eso es absurdo. Nunca hago caso de las murmuraciones absurdas y vos deberíais seguir mi ejemplo. De verdad, Beatriz, ¿qué os ha pasado? —Giré la cabeza hacia las murallas de Ávila, que ya asomaban por el horizonte.
Una muralla sobrecogedora con ochenta y ocho torres fortificadas, construida siglos atrás para defender Ávila de los moros, rodeaba la ciudad como un abrazo serpenteante. Sobre una escarpadura rocosa desierta de árboles y salpicada de enormes rocas erosionadas, Ávila dominaba la provincia que le daba nombre con una cautela implacable y las torres macizas de su alcázar y su catedral parecían rasgar el cielo azul zafiro.
Beatriz reaccionó palpablemente ante tal vista a pesar de sus previas quejas sobre haber visto antes todo aquello. Se reafirmó en la silla de montar y pude ver el color brotar en sus mejillas. Esperaba que la emoción de estar en la ciudad la disuadiera de las murmuraciones y especulaciones que no le causarían más que problemas si nos llegaran a oír.
Pasamos por una de las puertas de arco y nos abrimos paso hacia el noreste de la ciudad y hasta el convento entre cientos de personas que se encargaban de sus negocios, mercaderes que regateaban y carros que traqueteaban sobre los adoquines. Pero yo apenas presté atención pues iba reflexionando sobre lo que Beatriz había dicho; parecía imposible escapar a la sombra de lo que esperaba poder dejar atrás en Arévalo.
La abadesa nos recibió en el patio del convento puesto que se la había avisado con anterioridad de nuestra visita. Mientras don Bobadilla y los sirvientes se encargaban de los caballos, a nosotras nos llevaron al salón principal, donde habían preparado la comida. Beatriz comió como si estuviera famélica incluso teniendo en cuenta que lo que nos sirvieron fue sopa de lentejas con cerdo. Después, salió con doña Elvira para intentar convencer a su padre de que las llevara a la ciudad. Yo me quedé atrás y me uní a mi madre en la capilla unos minutos. Más tarde, mientras estaba conversando aparte con la abadesa, una amiga suya desde hacía mucho tiempo que supervisaba el convento por decreto real, yo decidí ir a pasear por los jardines.
Me rodeaban limoneros y naranjos y varias monjas que trabajaban la tierra en silenciosa camaradería, y me sonreían brevemente cuando pasaba junto a ellas por el camino serpenteante inhalando el aroma del romero, el tomillo, la camomila y otras hierbas aromáticas. Perdí por completo el sentido del tiempo llevada por el alborozo de poder disfrutar del sol que bañaba aquellos terrenos bien labrados, cuya rica tierra proporcionaba a las monjas todo lo que necesitaban, con lo que no tenían que salir de sus bendecidos muros. Parecía como si las semanas anteriores se hubieran borrado. Allí, en Santa Ana, parecía imposible que nada malo pudiera ocurrir, que el mundo exterior, sus sufrimientos e intrigas nunca podrían penetrar en aquel remanso de paz.
Al acercarme a una pared que lindaba con la zona de cultivos de verduras dispuestos en perfecta simetría, miré hacia la iglesia contigua y me detuve. Encaramado en la parte superior del chapitel había un amasijo de ramitas, un nido sostenido con una seguridad aislada y vertiginosa.
—La cigüeña es una buena madre. Sabe cómo defender a sus crías —dijo una voz cerca de mi oído.
Di un gritito y me giré sobresaltada. Recordé al instante cómo me había acurrucado en sus brazos y me había llevado así desde el lecho de muerte de mi padre hasta la profundidad de la noche…
—Ilustrísimo arzobispo —susurré.
Le hice una reverencia en deferencia de su condición sagrada. Al levantar la mirada hacia él, su sonrisa desveló una dentadura torcida que resaltaba entre sus mejillas sonrosadas, labios gruesos y nariz grande. Su mirada era penetrante y contradecía el tono cálido de su voz.
—Isabel, hija mía, cómo habéis crecido.
Se me agolpaban las ideas en la cabeza. ¿Qué estaba haciendo el arzobispo Carrillo en Santa Ana? ¿Habría ido para cualquier otro propósito en el momento justo en que nosotros íbamos a visitar el convento? Algo me decía que era demasiada coincidencia; su presencia allí no podía ser accidental.
Soltó una risilla.
—Parece que hubierais visto un fantasma. ¿No os habréis olvidado de mí?
—No, claro que no —dije aturrullada—. Disculpadme. Es solo que… de entre todos los lugares de la Tierra, no esperaba veros aquí.
Ladeó su enorme cabeza.
—¿Por qué no? Un arzobispo suele viajar por el bien de sus hermanos, y estas hermanas siempre han sido muy piadosas conmigo. Además, pensé que sería mejor si os veía estando vuestra madre lejos de Arévalo. Por fin he podido hablar con ella con detenimiento. Cuando le comuniqué que deseaba veros, me dijo que habíais venido a los jardines.
—¿Mi madre? —Me quedé boquiabierta mirándolo—. Ella… ¿Sabía ella que estaríais aquí?
—Claro, llevamos años escribiéndonos. Me ha mantenido informado de vuestros progresos y los de vuestro hermano. De hecho, me ha extrañado veros aquí sola. ¿Dónde está la hija de Bobadilla? —Su capa escarlata con la cruz blanca giró alrededor de él cuando se volvió para buscar a Beatriz con la mano sobre la frente.
Las monjas que estaban en el jardín habían desaparecido; allí, a solas con él, sentía que era como si dominara el mismo aire con su olor acre a madera, sudor, caballo y algo más que recordaba al almizcle y parecía caro. Nunca había olido a un hombre de la Iglesia con perfume; de algún modo, me parecía inapropiado.
—Beatriz fue a la ciudad para comprar telas —le dije.
—Ah. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Pero me habían contado que vos y ella erais inseparables.
—Crecimos juntas, sí. Es mi compañera y mi amiga.
—Por supuesto. Uno siempre necesita amigos, especialmente en un lugar como Arévalo. —Se quedó callado con la mirada penetrante fija en mí y las manos entrelazadas sobre su gran barriga.
Sin darme cuenta, me quedé mirándolas fijamente. No tenía las manos de un príncipe de la Iglesia, blancas, cuidadas y suaves. En contraste con el anillo dorado de su oficio, tenía los dedos quemados por el sol y llenos de cicatrices y las uñas, sucias como las de un campesino. O las de un guerrero…
Chasqueó los dedos y mi mirada volvió a centrarse en su rostro.
—Veo que sois observadora además de recatada. Tales cualidades os serán de ayuda en la corte.
«En la corte…», pensé.
El jardín se perdía en la distancia como un frágil telón pintado.
—¿La corte? —me oí decir a mí misma.
Carrillo señaló un banco de piedra.
—Por favor, sentaos. Parece que os he alarmado y no era tal mi intención. —Dejó caer su mole junto a mí. Cuando, finalmente, habló, su voz estaba apagada—. Puede que os resulte extraño después de todo este tiempo, pero Su Majestad el rey viene mostrando interés por vos y vuestro hermano desde hace algún tiempo. De hecho, me ha ordenado que determine vuestras circunstancias yo mismo. Por eso estoy aquí.
El corazón me dio un vuelco bajo el corpiño. Respiré hondo e intenté recomponerme.
—Como podéis ver, estoy bien. Y mi hermano también lo está.
—Sí. Es una pena que el infante Alfonso no haya podido venir. Me han dicho que es algo negligente con sus lecciones y lo dejaron allí para que estudiara.
—No es que sea negligente —dije rápidamente—. Solo que a veces se distrae. Le gusta pasar tiempo fuera montando a caballo, de caza, cuidando de los animales… mientras que yo disfruto del estudio. Me gusta montar, claro, pero paso más tiempo con mis libros que él.
Sabía que estaba balbuceando y pareciendo insegura, como si mi torrente de palabras anticipara lo inevitable. El arzobispo no tuvo ninguna reacción visible ante mis titubeos, aunque su mirada era atenta. Había algo en su forma de observarme tan constante que me incomodaba, aunque no sabía exactamente por qué. Me desconcertaba que no parecía haber cambiado en absoluto desde mi infancia, según el recuerdo que guardaba de él: cautivador, altísimo, pero también benevolente y que inspiraba confianza. Un hombre que había protegido a mi madre cuando más lo había necesitado.
Aun así, quería que se marchara. No quería oír lo que tenía que decir; no quería que mi vida cambiara.
—Estoy orgulloso de que hayáis resultado tan fructuosos —dijo—, dadas las circunstancias. Aun así, nuestro rey cree que vuestra situación actual debería mejorar. Concretamente, ha pedido que vayáis a la corte a visitarlo.
Se me secó la boca por completo. Conseguí decir en voz baja:
—Me honra, por supuesto. Pero debo pediros que digáis a Su Majestad que no podremos ir, por el bien de nuestra madre. Somos sus hijos y nos necesita.
Se quedó callado unos instantes y después dijo:
—Me temo que no va a ser posible. No quería mencionarlo pero estoy al tanto de la indisposición de vuestra madre. Su Majestad no, claro, pero de saberlo consideraría que su estado es demasiado delicado como para ponerlo a prueba con el cuidado de un hijo y una hija que emprenden la adolescencia.
Sentía los huesos de las manos al apretar una contra otra para intentar que me dejaran de temblar.
—No… no somos una carga para ella, mi señor.
—Nadie ha dicho que lo seáis, pero sois parte de la familia real y habéis vivido lejos de la corte desde que vuestro hermanastro el rey subió al trono. Su Alteza desea remediar este asunto. —Tocó con suavidad mis manos apretadas—. Mi niña, veo que os encontráis contrariada. ¿No queréis desahogaros conmigo? Soy un hombre de Dios. Cualquier cosa que digáis será mantenida en la más estricta confidencia.
No me gustaba la sensación de su mano robusta sobre la mía. Fui incapaz de callarme y dije con enfado:
—Llevamos años viviendo sin saber nada de mi hermano el rey, ¿y de repente quiere que vayamos a la corte? Perdonadme, pero no puedo evitar cuestionarme su sinceridad.
—Entiendo, pero debéis dejar esas dudas aparte. El rey no tiene malas intenciones; únicamente desea que vos y Alfonso estéis junto a él en este momento importante de su vida. Queréis ver a vuestra sobrinita, ¿no es así? Y la reina está deseando recibiros. Tendréis tutores, habitaciones nuevas y vestidos. Alfonso tendrá su propio personal y sus sirvientes. Es hora de que toméis el lugar que os corresponde en el mundo.
No estaba diciendo nada que yo no hubiera estado considerando desde que la carta había llegado. Parecía como si siempre hubiera sabido que aquel día llegaría. A pesar de la tragedia que había traído a Arévalo, lejos del mundo que siempre habíamos habitado, el destino de los hijos de los reyes no consistía en vivir en castillos inhóspitos perdidos de la mano de Dios.
—¿Y qué hay de nuestra madre? —le pregunté—. ¿Qué le ocurrirá?
—Su Majestad no os privará de vuestra madre para siempre. Una vez os hayáis establecido en la corte, ordenará que la lleven también a ella allí. Pero primero, vos y el infante Alfonso debéis ir a Segovia para celebrar el nacimiento de la princesa Juana. El rey quiere que ambos estéis presentes en el bautizo.
Volví a mirarlo.
—¿Cuándo debemos ir?
—Dentro de tres días. Vuestra madre lo sabe, y lo entiende. Doña Clara y sus demás damas y sirvientes cuidarán de ella. Vuestra amiga Beatriz puede acompañaros, por supuesto, y podéis escribir desde la corte tan a menudo como queráis. —Hizo una pausa; por un instante fugaz creí notar cierta renuencia en su expresión al levantarse—. Siento haberos importunado y preocupado, pero prometo cuidaros en la corte. Quiero que confiéis en mí, soy vuestro amigo. He abogado por vuestra madre todos estos años para que pudiera seguir teniéndoos a su lado en Arévalo, pero incluso yo tengo límites. Al fin y al cabo, soy un sirviente real y debo cumplir lo que mi rey ordene.
—Entiendo. —Me levanté y le besé el anillo.
El arzobispo reposó sus manos en mi cabeza.
—Mi querida infanta —murmuró, se volvió y se fue dando grandes zancadas mientras su capa se inflaba con el viento que levantaba.
«Un favor a cambio de otro…».
Al recordar aquellas palabras crípticas pronunciadas años atrás, me agarré al filo del banco. No vi a Beatriz entrar en la arcada abierta que recorría el claustro que rodeaba el jardín, ni me di cuenta de su presencia hasta que giré la cabeza y la vi haciéndole una reverencia a Carrillo al pasar. En cuanto el arzobispo se hubo marchado, se remangó las faldas y empezó a correr hacia mí. Cuando llegó a mi lado, me puse derecha aunque me sentía muy desorientada y mis piernas no eran capaces de sostenerme.
—¡Dios mío! —exclamó casi sin aliento—. Ese era el arzobispo Carrillo, ¿verdad? ¿Qué quería? ¿Qué os dijo? —Se tranquilizó un instante al ver mi expresión—. Ha venido a por vos y Alfonso, ¿cierto? Os va a llevar a la corte.
Me quedé con la mirada perdida en el punto en que el arzobispo había desaparecido al entrar en el convento y asentí lentamente. Beatriz intentó agarrarme las manos, pero yo me aparté.
—No —murmuré—. Ahora… ahora quiero estar sola. Id, por favor, id a ver a mi madre. Os acompañaré en un momento.
Me di la vuelta para que lo comprendiera y se quedó con la expresión contrariada. Era la primera vez que emitía una orden a Beatriz y supe que la había herido. Pero tenía que hacerlo; realmente necesitaba que se fuera.
No quería que nadie me viera llorar.