Capítulo treinta y dos

Las muestras de felicitación por nuestra conquista llegaron desde cada gran potencia europea. En Roma, el recién elegido papa español, Rodrigo Borgia, conocido como el papa Alejandro VI, organizó una procesión especial y una misa en la basílica de San Pedro y nos otorgó el título honorario de Monarcas Católicos, defensores de la fe.

Por muy agradecida que estuviera por el galardón, lo que quería era que la vida volviera a la normalidad lo antes posible. Los diez años de guerra habían llegado a su final; ya era hora de comenzar el proceso de saneamiento y consolidación de nuestra nación, de ocuparnos del futuro de nuestros hijos y defender la gloria de la Iglesia.

Cómodamente instalados en la Alhambra, dediqué toda mi atención primero a mis hijos. Era de necesidad imperiosa que retomaran los estudios, que habíamos tenido que interrumpir, para poder empezar a prepararse para el papel que algún día asumirían.

Juana, en concreto, requería de supervisión firme. Sus grandes logros en los estudios se habían visto ensombrecidos por su carácter rebelde y su tendencia a escaparse a los jardines cuando no le correspondía, donde correteaba de un lado para otro llevando de la mano a la pequeña Catalina. Isabel seguía teniéndome igual de preocupada; se había recuperado de los peores momentos de dolor, pero seguía insistiendo en que merecía una vida dedicada a Dios. No recibía nada bien cualquier comentario sobre una nueva propuesta de matrimonio, aunque Portugal le había vuelto a ofrecer un esposo, en aquella ocasión el tío de su difunto esposo.

María, sin embargo, resultó ser el bálsamo para todos mis problemas; era una niña dócil que ni destacaba ni decepcionaba en sus obligaciones. Y Juan, mi niño precioso, se convirtió en mi interés primordial ya que sospechaba que no tendría más hijos; mis menstruos casi habían desaparecido. Sobre los delgados hombros de Juan reposaban pues todas nuestras esperanzas dinásticas. Él sería el primer rey en regir nuestro reino unido, y yo supervisaba personalmente su orden de obligaciones diarias, para que pudiera llegar a dominar el complejo arte de ser un monarca.

Pero mi momento de descanso doméstico fue bastante breve. Pocas semanas después de nuestra conquista de Granada, recibimos la noticia de que nuestros financieros judíos solicitaban tener una audiencia urgente.

Cuando se presentaron ante nosotros, sus rostros barbados mostraban una gran preocupación y llevaban las túnicas sucias a causa del largo camino que habían tenido que realizar. Me preparé para lo que estaba por venir. Ya debían de haber murmuraciones sobre las afirmaciones de Torquemada acerca de la existencia de un plan sedicioso de los judíos para fortalecer la resistencia de los conversos y derrocar a la Inquisición. También debían de haber llegado ya a sus oídos las revueltas que se habían provocado en Castilla y Aragón por la supuesta crucifixión de un niño cristiano y otros horrores que se decían haber perpetrado contra sus semejantes. Y, como Mendoza había predicho, junto con aquellos crueles informes, Torquemada había enviado su petición renovada de que emitiera un edicto que demandara la conversión de todos los judíos del reino bajo pena de confiscación de todos sus bienes y expulsión de nuestra nación.

No me creía ni la mitad de lo que decía, aunque en público expresé la consternación que de mí se requería. En toda mi vida había visto a ningún judío hacer daño alguno a nadie, y mucho menos asesinar a niños a modo de burla de lo que sufrió nuestro Salvador. Pero no podía seguir negando que la tensión que se había ido acumulando durante siglos de desconfianza hacia los judíos —siempre fermentando como el veneno bajo la superficie de nuestra tan cacareada tradición de connivencia— había llegado, con la caída de Granada y la consiguiente unión de nuestro reino, a su punto más alto. Por todo el reino, declaraba Torquemada, había cristianos devotos que asaltaban las aljamas de los judíos, saqueaban sus negocios y los arrojaban a los caminos. Ya no querían a más judíos entre ellos, afirmaba mi inquisidor jefe. Los tiempos de tolerancia hacia los asesinos de Cristo habían llegado a su fin en España.

Aunque no tenía pruebas, suponía que aquellas muestras espontáneas eran parte del intento de Torquemada de obligarnos a Fernando y a mí a reaccionar. Sus agentes, ya repartidos por todo el reino bajo los auspicios de la Inquisición, cocían lentamente el caldero del miedo meticulosamente diseñado para obligarme a tomar una decisión que había rehusado determinar hasta aquel momento. Me enfurecía pensar que Torquemada creía que podía manipularnos pero, manipulados o no, tuve que afrontar las últimas consecuencias. No podía seguir ignorando el desorden civil potencial que se cernía sobre Castilla solo para proteger a la gente que no compartía nuestra fe.

Aun así, mientras contemplaba a aquellos seis hombres que habían hecho tan largo viaje desde Castilla, los mismos que nos habían prestado tanto dinero para nuestra cruzada y que aún poseían mis joyas más valiosas como fianza, sentí el peso de sus miedos como si fueran los míos propios. Recordaba cuando me había enfrentado a aquel mismo dilema años atrás y había renegado prestarle la atención necesaria. Entonces, me había parecido insensato cambiar radicalmente el sentido de nuestra política de tolerancia que llevábamos siglos practicando.

Y, cuando el envejecido rabí Senior se inclinó ante mí, sosteniendo entre sus manos mi cofre de terciopelo celeste que contenía mi collar nupcial, recordé lo que Talavera me había advertido:

«La hora del juicio está por llegar. Es inevitable, por mucho que nos lamentemos».

Rabí Senior habló con un hilo de voz, exhausto por el viaje:

—Nos presentamos ante vos para rogaros a Sus Majestades que no prestéis oídos a la petición del inquisidor general de expulsarnos de este reino. Como bien sabéis, siempre hemos apoyado vuestras acciones con todos los medios que teníamos a nuestra disposición. Os rogamos que nos digáis lo que requerís de nosotros, vuestros más humildes servidores. Pedid lo que queráis y será vuestro.

Fernando me miró con gravedad. Se había puesto tenso al acercarse los hombres a nuestro estrado y su rostro había adoptado la expresión de inflexibilidad que a veces ponía cuando se sentía desafiado. Había apoyado la implementación de la Inquisición; yo sospechaba que los judíos no le merecían mucho afecto aunque hubieran actuado como nuestros tesoreros. ¿Cómo reaccionaría en aquel momento?

—No queremos más que la sumisión ciega a nuestros dictámenes —dijo repentinamente—. Por mucho que lo lamentemos, ha llegado el momento de que demostréis vuestra lealtad más allá de los bienes materiales.

La extraña repetición de la frase de Talavera me sorprendió. No me lo esperaba, ni tampoco Senior, quien palideció visiblemente mientras se giraba hacia mí.

—Majestad, os lo rogamos como reina. Somos muchos y tenemos muy poco poder; apelamos a vuestra gran sabiduría.

Aquello fue un error. Nada podía despertar más la ira de Fernando que ser desdeñado en pos de mí. Antes de poder responder, Fernando señaló con el dedo al rabino.

—¿Creéis que podéis desdeñarme? —dijo con la voz suavizada aunque amenazante—. Yo también soy regente aquí; mi corazón está en las manos de nuestro señor y es ante él, y solo él, que debo responder.

—Fernando —murmuré—, por favor, dejad que oigamos lo que tienen que decir. —Cuando mi esposo se reclinó nuevamente en el trono con el rostro pálido, continué hablándole al rabino—. ¿Qué queréis que hagamos, don Senior?

Hizo un gesto brusco hacia las figuras vestidas con túnicas negras que tenía a la espalda. De entre ellos, dio un paso adelante un joven de mejillas angulosas y ojos marrones tenues por la preocupación. Era rabí Meir, el yerno de Senior y otro usurero de confianza de nuestra corte.

—Id —le dijo Senior—. Traedlo.

Meir salió rápidamente junto con otros dos hombres. Volvieron momentos más tarde con un gran arca que dejaron a los pies del estrado. Rabí Meir abrió la tapa maciza con bisagras; en el interior había varios sacos cerrados con cordeles y sellados con cera roja.

—Treinta mil ducados —explicó Senior mientras los demás se retiraban del arca—. Los hemos recolectado de todos nuestros hermanos para sufragar las deudas de Vuestras Majestades; nuestros usureros también han aceptado cancelar todos los préstamos que os hicieron y devolveros vuestras joyas, Majestad, sin esperar nada a cambio.

Se me quedó seca la garganta. Volví a mirar a Fernando; vi por el leve temblor que se marcaba en su sien que habían conseguido impresionarlo. Consideraciones religiosas aparte, estábamos sumidos en la pobreza, más de lo que lo habíamos estado nunca antes. De hecho, únicamente aquellos hombres sabían hasta qué punto estábamos endeudados; solo ellos entendían cuánto podrían esos treinta mil ducados restaurar nuestro erario, por no hablar de la cancelación de los numerosos préstamos que habíamos ido acumulando a lo largo de los años de guerras.

—Mi señor esposo —dije—. ¿Está esto en consonancia con vuestro acuerdo?

Se quedó sentado en silencio. Únicamente el temblor de la sien desvelaba que estaba considerando la idea. Entonces respiró hondo y abrió la boca para hablar. Sin embargo, una gran conmoción que se oyó desde la puerta de entrada lo hizo detenerse. Para mi consternación, la descarnada figura de Torquemada se dirigía directamente hacia nosotros con la sotana oscura como el anochecer retorciéndosele alrededor de los tobillos, los ojos como ágatas sobre su rostro demacrado, se habían vuelto incluso más aterradores y refulgentes con el paso de los años. Dejó caer la mirada en el arca abierta; me dio un vuelco el corazón mientras se acercaba tambaleando a nuestro estrado.

—Había oído que habíais aceptado estar en presencia de estos sucios mentirosos, pero nunca esperé ver esto. Judas Iscariote vendió a nuestro Señor por treinta piezas de plata. Ahora vos lo volveréis a vender por treinta mil. Aquí está, pues. ¡Tomadlo y vendedlo!

Tiró del crucifijo que llevaba al cuello y nos lo tiró a los pies, para después salir de allí como alma que lleva el diablo. En su estela dejó un gran silencio. Mirando hacia el crucifijo que teníamos a los pies, Fernando dijo en voz baja:

—Dejadnos.

Con un grito ahogado, rabí Senior comenzó a arrodillarse.

—¡No! —bramó Fernando—. ¡Salid!

Se retiraron; mientras cerraban las puertas dobles de la sala, rabí Meir miró hacia atrás por encima del hombro dedicando una mirada de resignación.

Me quedé sentada inmóvil. Habían dejado el arca y el cofre con mi collar nupcial en el suelo, pero ni siquiera los miré. No había anticipado tal furia en Fernando. Como si la simple visión de Torquemada blandiendo su crucifijo hubiera despertado algo salvaje e instintivo en él, que había permanecido oculto hasta entonces.

Finalmente, habló con voz temblorosa.

—Es dinero manchado de sangre. Torquemada tiene razón: compramos nuestro triunfo con dinero manchado de sangre y ahora debemos expiar nuestra culpa. Debemos emitir ese edicto, Isabel. Ningún judío debe permanecer en nuestro reino, o también nosotros seremos maldecidos por ello.

Tragué saliva; se me habían secado la boca y la garganta como si me hubiera bebido un vaso de arena.

—Compramos nuestro triunfo con préstamos —conseguí decir—, como muchos otros reyes lo hicieron antes de nosotros. Los judíos siempre han llevado nuestras finanzas, lo sabéis tan bien como yo. Han sido nuestros validos, tesoreros y asesores. ¿Qué hemos de hacer sin ellos si no acceden a convertirse?

Se pasó las manos por la barbilla. El roce de los dedos sobre la barba pareció crear ruido en el silencio.

—¿Estáis diciendo que podemos vivir con esto? —Se volvió para mirarme directamente—. ¿Podéis vivir con el miedo de que podamos acabar ardiendo en el Infierno por toda la eternidad por socorrerlos?

No me tembló la voz, no aparté la mirada ni evadí la pregunta. Lo miré a los ojos y me dejé llevar por su hechizo. Me abandoné a ver, sentir y saborear los tormentos que planteaba, que podían ser de ambos si prestaba atención a la resistencia que sabía que albergaba en mi corazón.

—No —dije en voz baja y bajé la cabeza como si el peso de la decisión ya hubiera caído sobre mis hombros—. No puedo vivir con ello. No puedo pedirle a España que viva con ello. Pero eso puede significar el exilio de todo su pueblo. ¿Cómo puedo soportar ser responsable de eso?

Alargó la mano entre nuestros tronos para tomar la mía.

—No tenemos más elección que esa. —Se llevó mi mano a los labios—. ¿Necesitáis tiempo? —murmuró y yo asentí controlándome el repentino brote de lágrimas amargas.

—No importa lo que decidáis, yo lo acataré y respetaré. —Le oí decir—. Es vuestra decisión; siempre lo ha sido. Vos sois la reina de Castilla.

Aquella noche en mis aposentos, donde el olor a almizcle de las odaliscas vencidas se aferraba a las paredes esmaltadas y acompañada por los lamentos de los ruiseñores de Granada que reposaban en mi ventana, me coloqué delante del altar frente a mi libro de horas ilustrado, los candelabros labrados en oro y el dulce rostro de la Virgen con el niño Cristo en brazos, y el manto de color malva ondulante alrededor de su cuerpo mientras ella descansaba en una nube preparada para ascender…

Los judíos tenían niños: hijos e hijas. Eran madre, padres y abuelos; eran familias. ¿Era yo capaz de hacer aquello? ¿Era capaz de, con un simple movimiento de péñola, arrasar con siglos de tradición, de convivencia?

«Siempre ha sido decisión vuestra».

Me quedé anclada ante el altar toda la noche, hasta que las últimas velas votivas crepitaron y se extinguieron en su charco de cera, hasta que mi cuerpo estuvo tan entumecido que apenas podía levantarme. Me embarqué en aquel azaroso acto final preguntándome cómo definiría mi reinado, temiendo que destruyera mi paz mental y me persiguiera durante el resto de mis días. Siempre había evitado hacerlo por las implicaciones que conllevaba; había hecho concesiones, tratado de buscar otros medios para resolver aquel enorme abismo que se abría entre nosotros y ellos. Pero ya no tenía más opción que aquella.

Si protegía a los judíos, me arriesgaba a alienar el mismo reino que llevaba toda la vida luchando por proteger. Negaría al mismísimo Dios que me había llevado a aquel momento triunfal, al Dios que me había permitido, a una simple mujer, a un crisol débil de carne y hueso, conseguir lo que en siglos mis ancestros no habían logrado: expulsar a los infieles y unir a España en una Corona, como una nación y bajo una fe.

Arriesgaba mi alma inmortal, que sería lo único que me quedaría cuando llegara la hora de mi muerte.

El alba despuntó límpida y serena como debe ser el alba en las montañas. Aquella mañana después de bañarme, desayuné y dejé que Beatriz se ocupara de mis rodillas ensangrentadas. Después mandé llamar a mis ministros para escribir mi edicto, conocido como el Decreto de la Alhambra.

Por orden real, cada judío que no se convirtiera a la fe católica, debía abandonar el país.

—¿Qué? —Levanté la mirada cansinamente hacia Chacón.

La enorme barriga de mi viejo mayordomo mayor le abultaba bajo el jubón suelto y su modo de andar era ya mucho más lento aquejado de gota como estaba. Aun así, su mente permanecía igual de clara que siempre y seguía cuidando lealmente de Juan sin perderse ni uno solo de sus movimientos. Su aparición a aquella hora de la tarde, cuando la mayoría de la corte dormía para pasar las horas de más calor y yo revisaba la correspondencia, significaba que algo importante ocurría.

—Ese navegante —repitió curvando sus cejas pobladas—. Está aquí otra vez. Está fuera, aguardándoos. Al parecer, no entiende el significado de la palabra «no».

Yo suspiré mirándome los dedos manchados de tinta.

—Muy bien, dadme un instante.

Cuando me levanté de la silla, Cárdenas levantó la mirada. Estaba trabajando con Luis de Santángel en la planificación de una solución duradera para nuestra malograda situación financiera. Aunque nuestro decreto de expulsión no se haría efectivo hasta mayo, su pronta promulgación por Castilla había desatado el caos y, con él, se había visto afectado el pago de los impuestos y de otros aranceles.

Me bombardeaban las peticiones de nobles importantes y oficiales de cada rincón del reino, todos inseguros de cuál sería mi objetivo final con el edicto, obligándome a crear un método sistemático según el cual debía implementarse el decreto. Aquellos judíos que eligieran dejar el reino tendrían que partir antes del día primero de agosto desde uno de los puertos designados para ello. Se les negaba la posibilidad de llevarse oro, plata o monedas, aunque sí los demás bienes que poseyeran. Debían vender o transferir sus hogares y negocios a los cristianos de bien. Había autorizado, aunque reluctante, que a cualquier judío que se registrara en el puerto y se descubriera que poseía alguna posesión oculta, esta le sería confiscada. La devastación económica potencial que resultaría de la pérdida de los impuestos y otras tasas, era una consecuencia del decreto que estaba decidida a solventar.

Santángel, siendo él mismo un converso, había demostrado ser de una ayuda valiosísima. Había convencido a rabí Senior y a su familia de que aceptaran el santo bautismo, pero otros judíos influyentes que llevaban años colaborando conmigo, aportando hombres para el ejército y sufragando mis esfuerzos, se resistieron al decreto y alentaron a muchos de su comunidad a hacer lo mismo. Aquello dejó a los judíos expuestos a la extorsión y otras formas de abuso por parte de los oficiales encargados de promulgar el decreto y asegurar su conformidad, aunque todos los judíos estaban, según los términos del mismo edicto, bajo nuestra protección real hasta el mismo momento de su marcha. Ya había conseguido endurecer el corazón ante las muchas manifestaciones del horror, el miedo y el pánico, los llantos que retumbaban por las plazas de las ciudades y las imploraciones de clemencia, ya que mantenía la esperanza de que, como en el pasado, aquellas duras medidas desembocarían en numerosas conversiones y prevendrían un éxodo real de aquellas gentes que llevaban tanto tiempo llamando a aquellas tierras su hogar.

Aun así, aunque las consecuencias fueran tales, Castilla era mi prioridad.

Mi reino debía perdurar.

Inés me rondaba con una disposición y una atención excepcionales.

—¿Desea Su Majestad que le traiga la muceta? Hace un poco de frío fuera.

Yo asentí agradecida y me pasé las manos sucias por el vestido arrugado para intentar suavizar los pliegues. Dejé que Inés me tapara los hombros con la lana y caminé con ella hasta mi antesala, pensando que el navegante ciertamente tenía una habilidad especial para cogerme desprevenida. Afortunadamente, Fernando no estaba allí; había salido a cazar. La opresiva inactividad de la corte tras los años de cruzada lo había vuelto más hosco e impaciente, y era difícil tratar con él desde hacía unos meses. No quería que mi esposo descargara las consecuencias de su hastío con el señor Colón quien, después de todo, no tenía la culpa de nuestra constante indecisión sobre su empresa.

Cuando entré en la sala, Colón se arrodilló. Le hice un gesto para que se levantara advirtiendo que estaba más delgado que la última vez que lo había visto, pero que su jubón y su capa eran de mucha mejor calidad que en aquella ocasión —terciopelo negro digno de cualquier gran noble—. Sus pálidos ojos azules seguían siendo igual de hechizantes, al igual que su voz.

—Majestad —declaró sin preámbulo—. Llevo seis años esperando su respuesta.

—¿Respuesta? —Le sonreí sutilmente—. Me han informado de que mi comité os concluyó que, aun admirable en intención, vuestro plan de navegar el mar Océano es demasiado arriesgado y carece de las evidencias necesarias. De hecho, podría llegar a costaros la vida.

—El peligro, como bien sabéis, no me asusta —fue su respuesta—. Y habéis seguido proporcionándome el estipendio a pesar de la recomendación de vuestro comité de detenerlo. Quizás esté equivocado, Majestad, pero tenía la creencia de que la reina de Castilla tomaba sus propias decisiones.

Lo miré meditabunda. Beatriz estaba sentada en la alcoba cosiendo junto a Juana. Ambas nos observaban fascinadas sin tratar de disimularlo. A Beatriz siempre le había provocado curiosidad el navegante y estaba segura de que Juana, aventurera de corazón como era mi hija, compartía el mismo interés.

—Venid —dije—. Paseemos por el jardín.

Salimos por el Patio de los Leones hacia la fuente rodeada de las bestias de piedra. Parecía estar muy cómodo caminando junto a mí, como si estuviéramos a solas y sin un séquito que siguiera cada uno de nuestros pasos. De nuevo me sorprendió su porte natural; daba la impresión de ser un hombre que creía certeramente que tenía un propósito importante para el mundo.

Aquel día primaveral era fresco, como solía ocurrir en las montañas, pero al menos no estábamos sufriendo ninguna de las lluvias torrenciales típicas de aquella época del año en Andalucía. Me agradaba el sol tenue aunque diera poco calor. Cerré los ojos y levanté la barbilla para que la luz pudiera rozar mi rostro. Tenía la sensación de que había pasado toda una vida desde la última vez que había disfrutado del exterior apartada de mis responsabilidades.

Cuando volví a la realidad, vi a Colón observándome con desconcierto.

—No lo haréis —dijo.

Yo negué con la cabeza.

—No puedo. No… Aún no es el momento apropiado. Sé que ya os dije esto con anterioridad, pero tenemos obligaciones muy importantes ahora mismo, queda mucho por hacer. No es factible por el momento. Incluso si pudiéramos permitírnoslo, muchos nos advierten de que la idea es una locura.

—Pensaba que podíais prestar atención o no a lo que os aconsejaran —contestó—, viendo que muchos también dirían que vuestras acciones han sido una locura desde el principio.

Mi tono de voz se endureció.

—¿Os atrevéis a ponerme en duda?

El sol resaltó su cráneo lampiño cuando inclinó la cabeza. Estaba perdiendo su cabello rojizo. Como yo, él también había envejecido. Aquel conmovedor momento en que se me presentó la naturaleza mortal que compartíamos me recorrió como un presentimiento.

—Jamás osaría —dijo—. Lo que quiero decir, Majestad, es que vos actuáis de acuerdo a vuestra propia conciencia y habéis demostrado ser una soberana mucho más válida que los que os precedieron. No me cabe duda de que vuestro reinado será legendario. Lo único que deseo es poder tomar parte en él.

Mi enfado se disipó.

—Yo también lo deseo —dije con suavidad—. Sed bienvenido a vivir con nosotros. Os puedo asegurar una posición de influencia en la corte. Estoy segura de que nos seréis de gran ayuda.

Su sonrisa no inclinó su mirada.

—Os lo agradezco, Majestad, pero me temo que vuestro corazón pertenece a Castilla, mientras que el mío busca el mar.

Hizo una reverencia aunque yo no le había dado permiso para marcharse. Antes de poder darme cuenta de lo que estaba haciendo, sentí sus fuertes dedos abrir los míos propios para depositar algo pequeño en mi mano.

Se fue rápidamente y yo me quedé allí en silencio. Fue después de que hubiera desaparecido cuando bajé la mirada para comprobar lo que me había entregado, un objeto que seguía templado por el calor de las manos del navegante: Un galeón en miniatura esculpido en oro de color rosa pálido.

Se me nubló la visión y me oí gritar:

—Detenedlo; traedlo aquí.

Chacón se apresuró a buscarlo mientras Beatriz decía con malicia:

—Efectivamente creo que mi señora tiene un secreto.

Me giré para darle la espalda y presionar el pequeño galeón contra mi corazón. Entonces, sonreí.

El viernes día tres de agosto del año 1492, don Cristóbal Colón —recién nombrado almirante y noble de nuestra corte— parte del puerto de Palos. Viaja con tres barcos: la Niña, la Pinta y la Santa María. Aclamado por su marinería, permanece de pie en la proa de la Santa María mientras el viento le agita el cabello plateado. Mira hacia adelante, siempre hacia adelante, hasta el horizonte.

Lo imagino navegando a contracorriente, dejando atrás el monasterio donde su hijo lee sus cartas, para cruzar el río Saltés y llegar a la masa de agua salada cuyas corrientes lo guiarán hasta nuestras islas Canarias y lo adentrarán en la inmensidad del mar Océano.

No tengo modo alguno de saber lo que encontrará, si es que encuentra algo. Bien puede tener éxito y descubrir el pasaje esquivo, o toparse con interminables tormentas y enormes olas crestadas donde los barcos tengan que luchar por mantenerse a flote mientras los dragones marinos rugen.

No, no sé lo que encontrará Colón. Pero de una cosa estoy segura: Volverá. Somos iguales, él y yo; en una ocasión, hace mucho tiempo, nadie creyó que mi destino fuera la grandeza.

Ahora soy Isabel, reina de España.