Capítulo cuatro

Pasamos la noche en Santa Ana, en las dependencias situadas sobre los claustros que tenían destinadas a personas de posición elevada. Mi madre tenía una habitación pequeña para ella sola, mientras que Beatriz y yo compartíamos otra junto a la suya. No comenté nada sobre mi encuentro con el arzobispo y ni Beatriz ni mi madre me hicieron ningún comentario al respecto, aunque mi amiga me estuvo buscando con la mirada toda la noche.

Al día siguiente volvimos a Arévalo en un silencio compartido; mi madre iba delante con su caballo hablando con don Bobadilla con la cabeza bien alta. No miró en dirección mía ni una sola vez. En cuanto llegamos al castillo, se dirigió a sus dependencias con doña Elvira correteando detrás cargada con las telas que ella y Beatriz habían comprado en Ávila.

Cuando Beatriz y yo entramos en el recibidor, Alfonso bajó corriendo los escalones hasta nosotras con su arco y su aljaba de flechas colgados al hombro.

—Por fin —declaró con el pelo alborotado y los dedos manchados de tinta—. Nos consumía el hastío esperándoos. Venid, salgamos a tirar con el arco un rato antes de la cena. Lo único que he hecho estos días ha sido leer y me duelen los ojos. Necesito estirar los músculos.

Intenté sonreír.

—Alfonso, espera un momento. Tengo que contarte algo importante. —Beatriz dio los primeros pasos para alejarse de nosotros, pero yo le puse la mano sobre el brazo para que se detuviera—. Quedaos. Esto también os concierne a vos.

Los llevé hasta la mesa. Alfonso dejó caer el arco y se sentó en uno de los duros bancos de madera; tenía el ceño fruncido.

—Y bien, ¿qué ocurre? ¿Ha pasado algo en Ávila?

—Sí. —Hice una pausa para intentar bajar el nudo que tenía en la garganta.

Después se lo conté todo mientras observaba su rostro reaccionar ante mis noticias. Junto a mí, Beatriz parecía calmada. Cuando terminé, Alfonso permaneció en silencio unos instantes antes de concluir diciendo:

—No veo el motivo de la preocupación. Haremos lo que se nos pide, iremos al bautizo y, después, nos traerán de vuelta.

—Creo que no lo entendéis —dije, mirando rápidamente a Beatriz—. Carrillo me dijo que no sabía cuánto tiempo estaremos fuera de casa. Podría ser… podríamos no regresar nunca.

—Claro que regresaremos. —Alfonso se pasó los dedos por el pelo—. Este es nuestro hogar. Enrique no se había preocupado nunca antes por nosotros; no creo que vaya a cambiar de opinión ni de forma de actuar ahora. —Se levantó—. Bueno, entonces ¿vamos a salir a tirar un rato?

Abrí la boca para decir algo pero Beatriz me dio una patada por debajo de la mesa y sacudió la cabeza. Le dije a Alfonso:

—Ve tú; nosotras estamos cansadas. Vamos a ver si madre necesita algo.

—Bien, como gustéis. —Cogió el arco y se fue.

Yo dejé escapar un suspiro al volverme hacia Beatriz.

—No se da cuenta de lo que esto significa. ¿Cómo voy a protegerlo si no me toma en serio?

—Aún es un niño —dijo ella—. ¿Qué esperáis que diga? Dejadle que piense que es para bien lo que haréis. Dejadle pensar que iréis de visita y volveréis. No podéis saber lo que os deparará el futuro. Quizás tenga razón él, quizás será solo por un tiempo. Es posible, ¿no? Después de todo, Enrique nunca os había querido en la corte hasta ahora.

—Sí, supongo que es posible —le dije con cierto recelo—. Siento cómo me comporté en Santa Ana. No pretendía ser descortés con vos. Sois mi única amiga; no tenía derecho a ordenaros que os fuerais de aquel modo.

Me abrazó.

—No necesitáis disculparos. Sois mi infanta; iría hasta el fin del mundo para serviros.

—Parece que allá es adonde vamos —dije retrocediendo—. Debo ir a ver a mi madre.

—Id, claro. Empezaré con nuestras pertenencias.

Cuando ya me dirigía a las escaleras Beatriz dijo:

—Sois más fuerte de lo que creéis. Recordadlo, Isabel.

Pero yo no me sentía fuerte en absoluto en aquel momento en que subía las escaleras hasta las dependencias de mi madre. Tenía la puerta entreabierta y pude escucharla hablar con doña Elvira. Me preparé para lo peor, una escena que disgregaría las mismísimas piedras de Arévalo, pero cuando mi madre se percató de mi presencia, se giró hacia las telas que tenía esparcidas por la cama y exclamó:

—Mira, Isabel. Este brocado verde será perfecto para tu nuevo vestido de la corte. Realzará tu hermosa y blanca tez.

Miré a Elvira, quien salió de la habitación con la expresión sombría. Mi madre se entretuvo algo más con las telas desenrollando una de damasco negra.

—Y esta —dijo, colocándose el trozo de tela por encima y girándose hacia el espejo de cobre—, esta es para mí. Las viudas deben vestir de negro, pero ¿quién dice que tengamos que parecer cuervos, eh?

Yo no me detuve en contestar; ella dejó caer las telas sobre la cama.

—¿Por qué estás tan seria? ¿No te gusta el verde? Bueno, aquí tenemos un azul grisáceo precioso. Este quedará genial en…

—Madre —dije—. Parad.

Se quedó quieta con las manos hundidas en la pila de telas pero sin mirarme.

—No lo digas —susurró—. Ni una palabra. No puedo soportarlo; ahora no.

Avancé hacia ella.

—Sabíais que estaría allí. ¿Por qué no me advertisteis?

Levantó la mirada.

—¿Qué se supone que debería haber hecho? ¿Qué podría haber hecho? Lo supe en cuanto llegó la carta y aquel mismo día te dije que vendrían. Este es el precio que tengo que pagar; esta es mi deuda. Pero, al menos, la pagaré de acuerdo a mis condiciones. Carrillo ha accedido a ello.

—¿Vuestras condiciones? —La observaba con desasosiego—. ¿Qué queréis decir con eso, madre?

—¿Qué crees que quiero decir? Ese gusano de Enrique no le quitará el lugar en la sucesión a mi hijo; no pondrá a una bastarda por encima de Alfonso. Pase lo que pase, mi hijo, por cuyas venas corre sangre real, debe ser rey.

—Pero Enrique tiene ahora una hija y la declararán su heredera. Sabéis que Castilla no se rige por la ley sálica y que aquí una princesa puede heredar el trono y gobernar por derecho propio. La princesa Juana podrá…

Mi madre rodeó con determinación la cama, ágil y veloz como una gata.

—¿Cómo sabemos que es hija suya? ¿Cómo se puede saber con certeza? Enrique no es famoso por su potencia en asuntos de alcoba precisamente. Todos estos años de matrimonio sin un solo hijo… esta es una concepción milagrosa, murmuran los nobles. ¡A la reina le ha tenido que hacer una visita un ángel! —Soltó una risa burlona—. No hay nadie en la corte que se lo crea, no han conseguido engañar a nadie con esta farsa. Todos saben que Enrique es débil y se deja dirigir por los catamitas; es una persona voluptuosa con una guardia de infieles cuya cruzada para conquistar Granada fue un completo desastre; es un idiota que prefiere recitar poesía y vestir a sus hombres con turbantes antes que ocuparse del reino, un cornudo que mira hacia otro lado cuando la puta de su mujer se acuesta con el primer lacayo que se le antoja.

Di un paso atrás horrorizada por sus palabras y por la fruición maligna con que se expresaba su rostro.

—Más allá de estos muros, Castilla está sumida en la miseria —prosiguió—. Nuestro erario está en quiebra, los nobles ejercen más autoridad que la Corona y el pueblo siembra sobre el polvo y muere de hambre. Enrique pretende plantar armonía con esta niña, pero lo único que va a cosechar va a ser discordia. Los nobles no van a dejar que se rían de ellos; lo desgarrarán como lobos y, cuando hayan acabado, seremos nosotros quienes pidamos lo que él nos ha estado quitando. Nos ha ignorado, ha dejado que nos pudramos aquí, pero el día en que Alfonso porte su corona, Enrique de Trastámara aprenderá que nos desdeñó y, por su cuenta y riesgo, se buscó él mismo el problema.

Yo oía la voz de Carrillo en mi cabeza que me decía: «La cigüeña es una buena madre; sabe cómo defender a sus crías». Quería taparme los oídos. Su mirada abrasadora me perforaba ardiente y colmada de rabia contenida, de años de humillación y resentimiento ponzoñosos. Ya no podía seguir eludiendo la verdad; por culpa de su orgullo herido, mi madre había urdido la muerte del condestable Luna, sumiendo a mi padre en un dolor letal. Su ambición le había costado sacrificarlo todo: su marido, su posición, nuestra propia seguridad… pero entonces ya creía que había encontrado la forma de recuperarlo todo, conspirar con el arzobispo Carrillo y los nobles descontentos contra la legitimidad de la nueva princesa para así causar estragos en mi hermanastro. No se daba cuenta de lo grave que era poner en entredicho todo aquello, creer lo peor sobre el rey y la reina. En su fervor por proteger los derechos de Alfonso, sería capaz de conspirar, insultar, luchar e incluso, Dios la guardara, matar.

—Tenemos que hacerlo —dijo—. Tienes que hacerlo, por mí.

Me esforcé por asentir con la cabeza aunque, para mi propio horror, sentía cómo se me acumulaban las lágrimas en los ojos. No iba a dejar que salieran; las contuve con un parpadeo, apreté la mandíbula y, al darse cuenta de cuál era mi postura ante todo aquello, se detuvo y frunció el ceño como si se acabara de dar cuenta de que había ido demasiado lejos.

—Vos… deberíais estar avergonzada de ti misma —me encontré susurrando.

Percibí su estremecimiento, pero levantó la barbilla y dijo rotundamente:

—Te haré un vestido con el terciopelo verde con adornos en azul grisáceo. Alfonso debería hacerse otro jubón de satén azul. —Se volvió con decisión hacia las telas, como si yo hubiera dejado de existir en aquel mismo instante.

Salí corriendo de la habitación y no me detuve hasta llegar a la mía y abrir la puerta de un golpe. Beatriz dio un salto y se giró en el sitio; estaba guardando nuestras ropas en un cofre de piel con incrustaciones de latón.

—¿Qué ocurre? —dijo mientras yo seguía agarrada al marco de la puerta—. ¿Qué ha pasado?

—Está loca —dije—. Cree que puede usar a Alfonso contra el rey, pero no se va a salir con la suya, no lo permitiré. Protegeré a mi hermano hasta mi último aliento si es necesario.

Los criados de librea cargaron nuestras pertenencias en los carros que ocupaban el patio. Los perros del castillo ladraban y saltaban detrás de Alfonso percibiendo, como hacen los animales, que se acercaba un cambio irreversible. Alfonso siempre había estado pendiente del mantenimiento de los perros: se los llevaba cuando iba de caza o a montar a caballo, los alimentaba y se aseguraba de que el refugio estuviera bien cuidado. Lo observé mientras se acercaba a acariciar su favorito, uno grande y lanudo llamado Alarcón. Desde donde yo estaba junto a las puertas del castillo, de repente me di cuenta de cuán menuda era la cantidad de personas al servicio que teníamos comparada con la impresionante comitiva que circulaba por delante de mí, enviada por Enrique para que nos escoltara hasta Segovia.

El arzobispo Carrillo no había venido. Había enviado a sus sobrinos en su lugar: el marqués de Villena y su hermano, Pedro de Girón. Mientras que Villena era un noble importante y un favorito del rey, Girón era maestre de Calatrava, una de las cuatro órdenes guerreras monásticas de Castilla fundada siglos atrás para luchar contra los moros. Aunque ambos tenían un poder y una influencia considerables, no podría existir un mayor contraste entre ellos; de hecho, la única cosa que parecía relacionarlos como hermanos era su arrogancia.

De complexión delgada, Villena tenía el pelo moreno cortado recto por la frente; era apuesto pero de un modo algo siniestro, con la nariz alargada y los ojos de un extraño color amarillo verdoso, llamativos por la frialdad que transmitían. Había entrado en nuestro patio con desdén, dejando ver su desagrado por los pollos y perros que vagaban por el lugar, los cerdos y las ovejas en sus rediles, los almiares contra los muros y la pila en la que amontonábamos los desechos para fabricar abono para el huerto.

Junto a él, en un caballo de guerra negro que haría parecer pequeño a cualquier caballo que hubiera visto y seguido de hombres uniformados con los colores dorado y escarlata, iba Girón, un gigante con la cara cubierta de diminutas venas rojas y una barba muy tupida. Tenía los ojos de un color imposible de definir, brillantes y redondos como cuentas hundidos en el rostro mofletudo y la boca carnosa como nuestro almiar. Al bajarse del caballo con bastante agilidad teniendo en cuenta su tamaño, gritó maldiciendo:

—¡Miserables hijos de puta, moveos! —Y se dirigió a dar órdenes a los criados realizando grandes aspavientos con las manos del tamaño de jamones.

Junto a nosotros, doña Clara se puso tensa y muy derecha.

Al acercarse a nosotros, Villena cambió por completo. Hizo una reverencia exagerada tomando la mano de mi madre con mucha floritura declamando que el propio tiempo no se atrevía a tocar su belleza. Mi madre respondió con una sonrisa y una caída de ojos. Para mí, todo aquello sonaba muy ridículo y Villena pronunciaba su galantería con un desagradable tono de voz nasal. El fuerte olor a ámbar gris que emanaba de su cuerpo recubierto de terciopelo casi conseguía asfixiarme. Refinado, fino y cortés, con cada movimiento significando un exhaustivo estudio de elegancia, parecía como si se hubiera llevado horas practicando delante del espejo para perfeccionar el arte de la falsedad. No me prestó ningún tipo de atención, de hecho, apenas se percató de mi presencia. Me dedicó una reverencia de pasada y se giró como arrobado hacia mi hermano. Se dirigió a Alfonso con tal intensidad que mi hermano se sintió incómodo dentro de su nuevo jubón tieso.

Villena se giró hacia mi madre para decirle con un tono cantarín:

—La belleza del infante os hace aún más justicia, mi señora. Nadie podría tomarlo por nada que no fuera un príncipe de impecable sangre real.

Me contuve de poner los ojos en blanco cuando Alfonso me miró con desconcierto. La sonrisa de mi madre se amplió.

—Gracias, Excelencia —dijo—. ¿Querrían tomar un poco de vino vos y vuestro hermano? He abierto una cosecha especialmente para vos.

Para entonces, Girón ya se había acercado a nosotras dando grandes pisotones y mareándonos con su hedor a sudor, mirando lascivamente a Beatriz antes de posar sus ojos porcinos en mí. Sonrió abiertamente dejando ver sus dientes ennegrecidos. Yo aguanté la respiración mientras me agarraba la mano con su pezuña y se la llevaba a los labios.

—Infanta —masculló.

Me sostenía con tanta fuerza la mano que me resultaba imposible zafarme de aquel agarre. Empecé a temer que pudiera romperme los dedos como huesos de pollo cuando doña Clara se interpuso deliberadamente entre ambos con la licorera y las copas. El astuto ofrecimiento distrajo por completo la atención de Girón, que me liberó con un gruñido a favor del vino.

Más tarde, cuando Girón se hubo terminado la licorera y Villena hubo recorrido con afectación nuestro recibidor con un aire que expresaba su apenas contenido estupor y nuestro, como dijo él mismo, «curioso» mobiliario, regresaron a la torre del homenaje para supervisar a sus criados.

Entonces mi madre me llevó aparte.

—Villena empezó como un paje cualquiera pero ha ido ascendiendo hasta convertirse en uno de los nobles más influyentes de Castilla. Goza de la confianza del rey, aunque al parecer lo han suplantado como favorito, y el maestre de Calatrava, su hermano Girón, tiene bajo sus órdenes a más criados que la propia Corona. Hay que cultivar la relación con tales hombres, Isabel. Nobles como estos son los que van a mirar por nuestros intereses y luchar contra el desheredamiento de tu hermano.

La miré fijamente. Alfonso y yo estábamos a punto de irnos de casa. ¿Cómo esperaba que pudiera aprender lecciones de intriga en aquellos últimos momentos? Ya estaba harta de los consejos de mi madre y doña Clara. Me daban vueltas en la cabeza las lecciones que llevaba semanas recibiendo sobre la corrupción en la corte, la naturaleza licenciosa de los favoritos de mi hermanastro, la moral libertina de su reina y sobre las intrigas de los cortesanos y las peligrosas ambiciones de los nobles. También tuve que aprenderme los nombres de los nobles de Castilla, sus conexiones familiares y afiliaciones; me lo habían grabado todo en la cabeza a fuerza de repetírmelo como un catecismo hasta que una noche, después de salir de la habitación de mi madre, había espetado a Beatriz con enfado que nunca me rebajaría al nivel de esconderme detrás de las cerraduras ni del paño de Arrás para oír las conversaciones ajenas. Beatriz asintió y respondió con total naturalidad:

—Claro que no. ¿Quién ha oído que una infanta de Castilla actúe como una simple espía? Dejadme eso a mí.

Al observarla mientras le daba nuestras maletas a uno de los criados, no tuve duda alguna de que desempeñaría valiosamente su tarea. Llevaba en un torbellino de expectativas desde que nos anunciaron nuestra partida hacia la corte realizando las tareas cotidianas con saltitos al andar, como si se estuviera preparando para un festival. Había estado practicando para refinar su comportamiento —no era muy hábil para con las reverencias— en varias ocasiones hasta que, finalmente, había concluido, para pesar de doña Clara, que prefería aprender el manejo de la espada. Lo único que había expresado que le provocaba dolor era dejar allí a su padre; don Bobadilla se quedaba con mi madre en Arévalo. Admiraba su coraje aunque creía que lo que le esperaba sería una sorpresa desagradable. Una cosa era buscar aventuras y otra muy distinta era verse metida en una.

Nos quedamos juntas en el umbral del castillo esperando a que Alfonso volviera de encadenar a los perros para que no nos siguieran. Se había comportado como un verdadero estoico, pero yo sabía que no estaba tan seguro como quería aparentar. Aun así, yo había seguido el consejo que Beatriz me había dado de evitarle cualquier otra mención de mis miedos particulares. Conocer a Villena había sido la primera experiencia de Alfonso con un cortesano y sospechaba que lo había dejado bastante desconcertado. Parecía que estaba empezando a darse cuenta de la realidad que podía implicar nuestra partida.

Sin embargo, y predecible tratándose de Alfonso, se mantuvo denodado en apariencia.

—El marqués dice que deberíamos partir ya si queremos llegar a Segovia antes de que caiga la noche.

Yo asentí y me volví hacia mi madre, que esperaba sentada en una silla envuelta en su capa y con la mano llena de anillos sobre la garganta. Cuando se puso de pie, el viento le levantó el velo dejando a la vista los tirabuzones plateados que le caían por la sien. Alfonso se puso de puntillas para poder besarla en la mejilla. Mi madre dulcificó la expresión y empezaron a caerle lágrimas mientras lo abrazaba con fuerza. La oí decirle:

—Eres el infante de Trastámara; no lo olvides nunca.

Entonces se acercó a mí y la besé en la mejilla.

—Adiós, madre. Que Dios os ampare. Os escribiré tan pronto como me sea posible.

Asintió escuetamente.

—Y tú, hija mía. Cuídate y ve con Dios.

Me giré hacia mi aya. No recordaba ni un solo día en que mi aya no hubiera estado para recriminarme algo y conducirme por el buen camino, para vigilarme y cuidar de que nada malo me ocurriera. Sin embargo, no esperaba obtener de ella ninguna demostración de afecto especialmente llamativa, ni tampoco la aprobaría por mi parte. Aun así, pude sentir su cuerpo robusto temblar al abrazarme y la oí decirme:

—Recordad todo lo que os he enseñado. Recordad, no debéis dejaros guiar nunca por la pasión. Os he mantenido a salvo todo el tiempo que me han permitido hacerlo; ahora debéis demostrarle al mundo quién sois.

Cuando me soltó, la inmensidad de nuestra partida me sobrevino. Quería dejarme caer sobre las rodillas y rogarle a mi madre que me dejara quedarme, pero su expresión era implacable, así que me dirigí hacia Alfonso deseando cogerle la mano y no soltarla nunca más.

Don Chacón, quien para mi alivio nos acompañaba a la corte, nos llevó hasta nuestros caballos. Después de ayudarme a montar a Canela y tomar su lugar en el séquito, Girón gruñó desde su caballo de guerra:

—Es un caballito muy bonito, pero tenemos un largo viaje hasta Segovia y no hay tiempo para pezuñas delicadas. ¿No preferís venir conmigo en mi caballo? Hay espacio de sobra en la silla.

—Canela es más resistente de lo que parece —repliqué agarrando las riendas—. Además, es un regalo del rey.

Se le oscureció la expresión. Apartó el interés en mí y les gritó a los criados que se movieran. Mientras avanzábamos pesadamente por las puertas, Alfonso se puso a mi altura. Me resistí a mirar atrás y fijé la vista al frente cuando, de pronto, el perro de Alfonso, Alarcón, se liberó de la cadena y corrió hasta nosotros dando brincos y ladrando con decisión.

Villena levantó la fusta. Alfonso gritó:

—¡No, no le hagáis daño!

El marqués frunció el ceño y espoleó a su caballo para que cabalgara, dejando que Alfonso instruyera al animal.

—No, Alarcón, vuelve atrás. —Extendió el brazo hacia el castillo—. ¡Vuelve a casa!

El perro lloriqueaba sentado sobre las caderas. Alfonso me miró y, en aquella ocasión, no pudo camuflar su desconcierto.

—No lo entiende. Cree que nos vamos para siempre. No nos vamos para siempre, ¿verdad, Isabel? Vamos a volver, ¿verdad?

Yo negué con la cabeza. El tiempo de ahorrarle preocupaciones había concluido.

—No lo sé.

Aunque ninguno de los dos miró atrás, ambos sabíamos que Alarcón seguía sentado en las puertas del castillo, observando desolado cómo nos perdía de vista por la explanada desierta.