Capítulo diecisiete
La noche había caído sobre el patio interior trayendo consigo una sensación de bochorno. Había teas encendidas con olor a limón para ahuyentar a los insectos y yo caminaba por la plaza arqueada viéndome incapaz de permanecer más en el interior.
Después de casi dos semanas había recibido finalmente noticias de que Fernando estaba en camino. Había conseguido cruzar la frontera de nuestros reinos con la ayuda de varios hombres de confianza disfrazados de simples carreteros. Cárdenas, a quien había enviado a Aragón con mi carta, estaba entre quienes lo acompañaban. Por el momento, Fernando parecía haber eludido a los hombres de Villena; lo sabía porque el conde de Palencia había enviado una misiva informando de que mi prometido había llegado a su castillo sano y salvo. Fernando había partido la tarde siguiente hacia Valladolid, aprovechando la oscuridad de la noche; en los dos últimos días no habíamos sabido nada más.
Castilla estaba atestada de informantes reales. Enrique le había concedido a Villena total permiso para saquear el erario y arrendar a cuantos espías fueran necesarios para asegurarse de que Fernando nunca cruzara la frontera. Pero Andrés de Cabrera y mi adorada Beatriz le habían negado al marqués el acceso al alcázar, aunque por tal acción se expusieron a que los llamaran traidores. Villena vio su idea frustrada de tal manera que comenzó a sobornar a los nobles menos escrupulosos del reino para que le dieran dinero a cambio de suculentos ofrecimientos de tierras y castillos. Por aquel entonces ya tenía a mercenarios apostados en cada uno de los caminos y ciudades de Castilla, todos ellos a la caza del príncipe de Aragón y su séquito.
Por supuesto que nadie estaba interesado en un carretero y sus muleros, me aseguraba Inés, pero yo no hacía más que prepararme para lo peor. Los príncipes podían llegar a descubrirse por una gran cantidad de acciones involuntarias como usar oro en lugar de latón, dar una orden a uno de sus sirvientes cuando no debía, incluso la forma de caminar podía revelar su superioridad de rango. Si Fernando bajaba la guardia un solo instante y uno de los hombres de Villena lo descubría, podría ser su final, el de ambos. Villena tenía órdenes expresas del rey de arrestar a Fernando si entraba en Castilla sin su permiso previo con intenciones de casarse con una princesa que le estaba prohibida.
Me detuve en mi caminar incesante y levanté la mirada hacia la luna, que se imponía en el cielo lleno de estrellas y envuelto en nubes. El horrible calor del verano aún no se había marchado aunque ya era octubre. El trigo rojizo de Castilla, esencial para nuestro pan, se había quemado. Todo el pueblo preveía la peor de las hambrunas. Y por si fuera poco, la peste negra había surgido en Ávila y en Madrigal y ya había matado a cientos de personas. Yo había escrito preocupada pidiendo noticias de mi madre en Arévalo, pero aún no había recibido respuesta, lo cual no hacía más que incrementar mi temor de que ella y sus ayudantes ya ancianos pudieran sufrir falta de alimentos debido a la peste, que también estaba perjudicando el comercio local. Abundaban las ideas sobre los malos augurios y surgían cada vez más profetas y agoreros en los mercados para anunciar la llegada del Apocalipsis. Decían que Dios estaba enfadado.
No podía ser por mi culpa, me seguía repitiendo a mí misma hasta la saciedad. No me había embarcado en aquel matrimonio por mis propios deseos egoístas y no le había pedido a Fernando que abandonara Aragón por mí. No, le había pedido que viniera porque no teníamos más tiempo ni opciones que agotar: él era el único que me podía ayudar a salvar Castilla. Juntos podríamos ser mucho más fuertes y estar mejor preparados para enfrentarnos a Enrique. Mi hermanastro podría clamar traición todo lo que quisiera pero, una vez que Fernando y yo estuviéramos casados, aquello obligaría a Enrique a buscar un acuerdo, a menos que quisiera afrontar una guerra contra los nobles rebeldes de Andalucía, además de contra todo el reino de Aragón.
Sin embargo, aun así me remordía la conciencia el sentirme culpable. Fernando había dejado atrás a un padre enfermo y anciano y a una horda de franceses que intentaban vehementemente devorar su reino. Había arriesgado su seguridad, quizás incluso su propia vida, para atender mi petición. ¿Había sido demasiado impetuosa? Quizás debería haber esperado, debería haberme refugiado tras los muros de mi palacio y enterrarme allí dentro como un topo para afrontar el duro invierno. Villena era indolente, frente a toda su ampulosidad. Dudaba que se hubiera atrevido a asediarme con el crudo invierno tan cercano…
Y yo seguía dando vueltas al patio, rodeando mi propio purgatorio personal. Incluso le había escrito una carta ya tardía a Torquemada rogándole que me guiara. Me había recordado las mismas enseñanzas de la noche en que nos habíamos visto por primera vez en Segovia:
«Se os pedirá mucho. Debéis confiar en la convicción de vuestra fe y recordar que, incluso en nuestras horas más duras, el Todopoderoso no nos abandona».
Inés apareció en la arcada como salida de la nada.
—Mi señora —dijo—. Está aquí.
Me detuve al instante y sé que la miré como si acabara de hablar en otra lengua desconocida para mí.
—¿Quién está aquí?
—El príncipe. Está en la sala. Ha llegado hace unos minutos y pregunta por vos. —Recogió mi pañuelo fino que yo había dejado amontonado en un rincón y me lo colocó sobre los hombros. Me pasé las manos por la cofia destartalada, con la cabeza completamente ida.
—Ya os han picado —me dijo Inés a modo de reprimenda. Se humedeció el dedo y me limpió una manchita de sangre de la garganta—. Siempre os digo que uséis el aceite de lavanda cuando salgáis por la noche al exterior. Una piel tan clara como la vuestra atrae a los mosquitos.
Mientras hablaba, me conducía hacia el palacio. El corazón me latía con tanta fuerza que sentía que me iba a desmayar. De repente, habíamos llegado a las puertas de la sala. La luz titilante de los candelabros me encandiló.
Me detuve y parpadeé.
Había varias figuras en la estancia: hombres con copas en la mano, así como doña Vivero y varias de sus amigas, todos hablando en grupos. Los perros de la casa estaban tirados en el suelo cerca de la chimenea. Vi a Carrillo con el rostro sonrojado bramando ante el recientemente llegado nuncio apostólico. Cerca de él comprobé con alivio que estaba mi querido Chacón, que había ido a encontrarse con Fernando a mitad de camino. Con él estaba el intrépido Cárdenas; su cansancio se hacía patente en su rostro y en la forma en la que estaba reclinado en el asiento del ventanal mientras acariciaba a uno de los perros. Levantó la mirada y, cuando se le dibujó una amplia sonrisa en el rostro y se levantó, todos los ocupantes de la sala se giraron al unísono para mirarme.
Hicieron una amplia reverencia mientras yo permanecía como congelada en el umbral de la puerta, como si la amplitud del suelo que se extendía delante de mí se hubiera convertido en un mar infranqueable. El almirante dio un paso adelante con un hombre de espalda ancha con un jubón de piel y botas altas salpicadas de barro. Tenía la frente amplia, pero lo compensaba con una melena de pelo alborotado castaño; su piel bronceada por el sol parecía tan oscura bajo la luz tenue de la habitación, que en un principio lo confundí con un guardia moro como los que Enrique tenía para su seguridad. Aunque no era muy alto, irradiaba un poder innegable. Su cuerpo musculoso se movía con tal sigilo y seguridad que me recordaba a los leopardos de Enrique.
Cuando se acercó a mí pude ver el destello de júbilo en sus ojos que, por algún efecto de la luz, brillaban como el ámbar bajo el sol. Tenía la mano fuerte y cubierta de venas. Sentí la calidez natural de sus dedos al tocar los míos. Se llevó mi mano a los labios y noté la aspereza de la sombra de barba que le cubría las mejillas.
—¿Qué? —dijo en un tono de voz tan bajo que solo yo pude oírlo—. ¿Aún os acordáis de mí?
Entonces vi al niño a través de aquellos resplandecientes ojos expresivos; pero aún inmersa en mi nerviosismo y preocupación, en la turbación que me había causado aquel momento, había olvidado que habían pasado los años. Ya era un hombre de diecisiete años, no aquel joven audaz que me había propuesto matrimonio en el jardín del alcázar.
—No… no os he reconocido —me oí de repente decir.
—Eso me ha parecido. —Sonrió ampliamente dejando ver varios dientes ligeramente torcidos—. Ahora que ya me reconocéis —dijo—, ¿os agrado?
—Sí —dije casi entre susurros—. Me agradáis.
Apretó con más fuerza mis dedos como si tratara de comunicarme un secreto y provocando el fluir de una cascada de sensaciones en mi interior.
—Vos también, Isabel —dijo—. Me agradáis, y mucho. —Sonrió de nuevo—. Tengo nuestra dispensa. Mi padre y Carrillo la consiguieron justo el día antes de partir de Aragón.
—Dispensa… ah, claro. Gracias.
Apenas estaba prestando atención, estaba demasiado preocupada por que los demás nos estaban mirando: Inés tratando de contener la risilla y Cárdenas observándonos orgullosamente como si hubiera traído a Fernando él mismo cargándolo a las espaldas. Pero todos formaban parte de un telón de fondo del que apenas era consciente; los sonidos de su presencia habían enmudecido, como el susurro de un río lejano.
Aunque estábamos en medio de una sala llena de personas y aquel era nuestro primer encuentro público al que estaban asistiendo una docena de oídos y ojos, era como si Fernando y yo estuviéramos solos en medio de nuestro examen del uno al otro. La vida no era más que una labor incomprensible.
—Nos están esperando —dijo rompiendo con sus palabras el hechizo.
Yo asentí y retiré mis manos de las suyas. Juntos, nos volvimos hacia los espectadores y todos alzaron sus copas. Bebieron un sorbo y empezaron a aplaudir. El ruido se irguió sobre mí como un diluvio, tan potente que casi me tambaleé. Sentí la mano de Fernando posarse en la curva de mi espalda.
Supe en aquel momento que no importaba lo que el futuro nos deparara; con él a mi lado podría enfrentarme a cualquier desafío.
Los siguientes cuatro días el palacio parecía estar en una constante explosión de júbilo con estandartes yendo y viniendo, y leales nobles que llegaban acompañados de su séquito desde todos los rincones de Castilla para vernos. Fernando y yo no encontramos tiempo para estar a solas, siempre estábamos rodeados de personas pero, de vez en cuando, según avanzaban los días, cruzábamos las miradas entre la multitud del salón lleno de gente y, en aquellos breves instantes, el conocimiento profundo de que al fin nos habíamos encontrado el uno al otro fluía entre ambos reconfortando todo mi ser.
La víspera de la boda Inés y yo trabajamos frenéticamente para darle los últimos retoques a mi vestido. No había mucho dinero, como siempre, y tuvimos que pasar los últimos días haciendo uso y abuso de nuestros ojos y dedos para coser mis vestiduras.
La puerta se abrió. Al principio, estaba tan cansada que pensé que debía de estar soñando cuando vi a Beatriz entrar. Entonces, con ella allí de pie con las manos en las caderas y una amplia sonrisa, me puse de pie lentamente. Estaba atónita; no la esperaba a esa hora tan tardía. Sabía que la situación en Segovia era increíblemente tensa y que Cabrera lidiaba su constante lucha entre las exigencias de Villena y su habitual lealtad de por vida a su labor real. Había asumido que Beatriz no querría extremar más la enemistad pidiéndole a su esposo poder asistir a mi unión prohibida.
Al rodearla con mis brazos le dije:
—No deberíais, es demasiado peligroso.
—Tonterías —dijo gruñendo y se retiró hacia atrás para poder mirarme—. ¡Como si Villena con toda su guardia real pudieran haberme detenido! No me perdería esto por nada del mundo. —Estaba más redondeada y tenía las mejillas sonrosadas; aunque seguía poseyendo aquella belleza fresca, infundía una serenidad nueva en ella. Era obvio que el matrimonio le sentaba bien. Se quitó la capa—. Ahora, dadme una aguja y dejad que os ayude. Inés, mirad esa manga: ¡es un desastre! ¿No os enseñó nadie cómo ocultar una costura?
Nos quedamos allí toda la noche riendo y compartiendo confidencias, como solíamos hacer en nuestra infancia. Los meses de separación parecían menguar y desvanecerse hasta que posé mi mano en la suya y le dije:
—No me imaginaba este día sin vos aquí conmigo.
Y vi cómo se formaban las lágrimas en sus ojos.
Me ayudó a vestirme aquella mañana igual que había hecho tantas veces antes cuando éramos más niñas. Entrelazó flores de seda en mi pelo crecido hasta la cintura y me colocó el fino velo con hilos de oro. Ella e Inés me acompañaron a la sala y se quedaron detrás de mí durante mi unión con Fernando, que había recibido el título de rey de Sicilia de manos de su padre especialmente para la ocasión. Carrillo leyó en voz alta la dispensa papal que santificaba nuestro matrimonio dentro del grado de consanguinidad, pero justo antes de que me tocara recitar los votos, me quedé paralizada en un momento sobrecogedor de pánico.
¿Qué estaba haciendo? Estaba desafiando a mi rey y traicionando todo lo que respetaba. Me arriesgaba a que me llamaran traidora poniendo en peligro así mi futuro como heredera y todo ello para casarme con aquel hombre al que no conocía.
Empecé a sudar debajo del vestido de brocado azul. Fernando estaba junto a mí rígido, con un jubón de cuello alto del mismo color que mi atuendo bordado en oro. Como si hubiera percibido mi momento de duda, me miró y me guiñó el ojo.
Me recorrió una sensación de alivio fresca como la lluvia. Tuve que reprimir las ganas de reír cuando nos pusimos los anillos y nos dirigimos al balcón que daba al patio central. La gente se había congregado allí desde el amanecer con estandartes y ramos de flores otoñales. Cuando hicimos nuestra aparición, levantaron los brazos al cielo, los hombres subieron a los niños a los hombros para que pudieran vernos mejor, las mujeres e hijas aplaudieron y las ancianas viudas y las abuelas también levantaron la mirada sonriendo.
—Sus Altezas reales Isabel y Fernando, príncipe y princesa de Asturias y Aragón y rey y reina de Sicilia —clamaron los heraldos.
El cielo que nos acogía era de un azul cobalto puro y el aire olía a la carne asada del banquete que se preparaba en el interior del palacio. Miré a los cientos de rostros anónimos que nos aclamaban y contemplé cómo dejaban a un lado sus problemas para compartir con nosotros nuestro momento de júbilo y, en ese mismo instante, la euforia se apoderó de mí.
—Hacemos esto por ellos —dije—, para traerles justicia y honor. Para darles paz.
Fernando se rio.
—Sí, pero tendremos mucho tiempo para ocuparnos de ellos. Hoy, esposa, hagamos esto por nosotros.
Y antes de siquiera darme cuenta de cuál era su intención y delante de todos nuestros futuros súbditos y de la corte, me besó con una pasión desenfrenada, nuestro primer beso real como casados.
Su boca era cálida. Sabía a algún tipo de especia y a vino. Poseía un cuerpo fornido e increíblemente fuerte. Sus brazos me envolvieron como inmensas alas musculosas, rodeándome y abarcándome por completo y provocando que quisiera fundirme en aquel abrazo para siempre. Yo, que nunca había vivido aquel impulso de la carne que los poetas tanto exaltaban, sentí tal ardor en mi interior que se me escapó un tímido grito ahogado. De nuevo se rio, pero en aquella ocasión su risa estaba repleta de una intención inconfundible y sentí su cuerpo endurecerse en la zona que presionaba contra mis caderas.
Cuando finalmente me soltó, su beso aún latía en mis labios y toda la sala había desaparecido. Desde el exterior se oyeron silbidos lascivos y un aplauso embravecido.
—Os habéis sonrojado —dijo.
Yo me mordí el interior del labio con fuerza para intentar sentir dolor en lugar de aquel deseo abrasador. Recorrí con la mirada a los espectadores de la sala, que se habían detenido todos, incluso los sirvientes y pajes, para observarnos.
—¿Todo lo que hagamos va a tener que ser presenciado por todos a partir de ahora? —murmuré.
Fernando echó la cabeza atrás y rio con tal naturalidad y desenfado que me hizo maravillarme ante su aparente despreocupación por el decoro. De nuevo, recordé el hecho de que aún seguía siendo un extraño para mí y respiré hondo para dejar a un lado mis recelos. Era un hombre y a los hombres les gustaba mostrar sus destrezas, tanto en el campo de batalla como en la alcoba. Era completamente natural que quisiera proclamar su derecho a mí y yo no podía negar que disfrutara de aquel derecho que había adquirido.
Al dirigirnos a nuestro estrado engalanado, crucé la mirada de Beatriz. Deseaba poder escabullirme un rato con ella. De repente me surgieron miles de preguntas urgentes. Por la forma en que Fernando me había besado, estaba segura de que había tenido experiencias carnales y no quería resultarle una decepción aunque, ¿cómo podría evadir aquella posibilidad que escapaba a mi conocimiento? Era desconcertante. Se me pedía que fuera virgen; de hecho, era un aspecto que honraba a las princesas más que a cualquier otra novia. Sin embargo, sentía la preocupación de que no pudiera satisfacer a mi príncipe de la forma a la que él estaba habituado.
Se me había quitado el apetito a pesar de las suculentas fuentes de cochinillo, pato y garza asados con salsas de higos y ciruelas. No podía dejar de mirar las grandes manos de Fernando al cortar la carne o levantar la copa. Aunque se abstuvo de beber vino optando por la sidra en su lugar, mostraba un gran apetito y reía ruidosamente ante lo que fuera que Carrillo le dijera constantemente al oído —el arzobispo se había sentado a nuestra izquierda por ser nuestro consejero más querido— y sonreía a todo el que se acercaba al estrado para felicitarnos. No parecía estar esperando nuestra noche nupcial con nerviosismo, pero en mi cabeza ese pensamiento se cernía como una puerta cerrada hacia un mundo por descubrir.
En el transcurso del último plato, sin embargo, cuando comenzó el baile, sentí que su humor había cambiado repentinamente. Dejó la copa en la mesa y se volvió hacia mí. Me miró tan directamente, tan serio, en medio de una sala donde los rostros sonrojados de nuestros invitados delataban la ingesta liberal de vino que, por un instante, pensé que había hecho algo que le había disgustado, aunque no era capaz de imaginarme qué podría ser. Había estado igual de ocupada que él entreteniendo a los nobles de mi lado, dándoles conversación y fingiendo interés por cualquier anécdota o historia que me contaban. Antes de siquiera poder hablar, posó su mano sobre la mía.
—No temáis —dijo—, os prometo que los echaré a todos, hasta el último de ellos. No habrá más testigos en nuestra alcoba que nosotros. —Hizo una pausa y vi una chispa en su mirada—. Creo que la disposición de las sábanas después será prueba más que evidente.
No me atreví a apartar la mirada, aunque no dejaba de pensar que alguien de la mesa nos podría haber oído. No supe si lo que sentía era vergüenza o alivio cuando me levantó de la silla y dejamos atrás los platos trincheros en el mantel sucio para abrir el baile. Solo se esperaba de nosotros que bailáramos uno antes de que nos condujeran a nuestra alcoba, pero cuando la música empezó a sonar y nos incluyó en una burbuja invisible, recordé la primera vez que habíamos bailado. Parecía que había pasado toda una vida desde entonces, de hecho éramos solo unos niños, dos extraños en una corte que nos era igualmente extraña. Yo lo había reprendido por su impertinencia, sin saber que aquel niño había presagiado nuestras futuras luchas. Ya como marido y mujer y a punto de embarcarnos en una vida juntos, me encontré deleitándome en el nuevo derecho que había adquirido de cogerlo de la mano sin reparo alguno y en el conocimiento de que, por fin, era suya. Se me olvidó mi temor ante la noche nupcial que se avecinaba y gocé de la oportunidad de mostrar mi pasión por el baile, el cual había tenido pocas ocasiones de disfrutar. Noté que, a pesar de las tribulaciones que le habían acontecido en Aragón, Fernando no había descuidado su aprendizaje en la corte ya que bailaba con soltura y elegancia. El beso inesperado que me dio cuando nos volvimos hacia los cortesanos había provocado una oleada de aplausos espontáneos.
Debí de sonrojarme muchísimo, sobre todo cuando nos llevaron a nuestras dependencias escaleras arriba con una multitud tras nosotros y nos metieron primero en habitaciones separadas para que nuestros asistentes nos prepararan. Antes de entrar en la suya, me miró por encima del hombro y pude ver de nuevo la irrefutable seguridad en su sonrisa.
Beatriz e Inés habían sacado el sayo bordado de lino y el camisón de damasco. Mientras me quitaban el vestido y el velo cuidadosamente para no soltar las flores del pelo, no pude aguantar más el silencio.
—Bien —dije mirándolas—. ¿Es que ninguna me va a decir nada? ¿O vais a dejarme entrar en esa alcoba como un cordero va al matadero?
Inés soltó un quejido.
—¡Es la noche de bodas de Vuestra Alteza, no una crucifixión! Además, ¿qué os podría contar yo? Soy virgen. —Miró a Beatriz, que tenía los labios apretados como para contener la risa.
—¿Qué quiere saber Vuestra Alteza? —dijo Beatriz.
—La verdad. —Hice una pausa y proseguí en voz baja—. ¿Me va a… doler?
—Sí, al principio suele doler. Pero si es cuidadoso con vos como debe serlo, después de varias veces no duele tanto y después de unas cuantas más… bueno, eso lo dejaré para que lo descubráis vos misma. —Beatriz no pudo aguantarse más la sonrisa; arqueó las comisuras de la boca como hacía de pequeña cuando había hecho algo malo.
Estuve a punto de empezar a reírme yo también. De pronto me sentí ridícula por temer a la cama donde debía yacer después de todo lo que había hecho para llegar hasta allí. Levanté la barbilla y, sin decir nada más, comencé a recorrer el breve pasillo que me llevaba hasta la alcoba nupcial, donde se había congregado una multitud a las puertas. Los ignoré y entré en la estancia, que estaba iluminada por velas y dominada por una gran cama con dosel bordado. Fernando estaba de pie junto a ella con un reducido séquito de hombres.
Levantó la mirada con una copa en la mano. Llevaba una camisa abierta de color rojo apagado a través de la que podía verse su pecho musculoso y bronceado bajo las lazadas. Supe, sin necesidad de verlo, que la copa contenía vino; podía olerlo en el aire: el aroma potente del rioja mezclado con la cera de abejas de las velas de los candelabros.
Me observó en silencio con tanto detenimiento que incluso las ruidosas especulaciones de los que estaban congregados en la puerta se callaron.
—Fuera —dijo sin dejar de mirarme—. Todos.
Beatriz se acercó rápidamente para ayudarme con el camisón, pero yo la aparté con la mano. Se llevó a Inés hasta la puerta y se plantó delante de los pocos que se habían quedado allí, creyendo que tenían derecho a presenciar el momento en que me desvirgaran, ya que tal era la costumbre bárbara en todas las cortes de Europa. Con un gesto de indignación los sacó a todos de allí y cerró la puerta tras ella.
Fernando y yo estábamos, al fin, solos.
Me resultaba difícil creerme que fuera realmente mi marido. De lo que carecía en estatura lo compensaba con su presencia y su vitalidad, con su nariz pronunciada y su mirada penetrante, sus labios definidos y frente amplia; pensé que podía ser el hombre más atractivo que jamás había visto. Llegué a aquella conclusión con una objetividad que, teniendo en cuenta las circunstancias, me sorprendió. No se me agitó el corazón, no me sudaban las manos, no sentí el nerviosismo que había experimentado anteriormente; era como si una vez que había llegado el momento, una calma incorruptible hubiera conquistado el tumulto al que debería estar enfrentándome.
Los hombres y las mujeres llevaban haciendo aquello desde el principio de los tiempos y, hasta donde yo sabía, nadie había muerto por ello.
—¿Queréis…? —Señaló el decantador y la otra copa que había en el aparador—. Se supone que debemos beber de la misma copa juntos, en la cama y desnudos.
—Sí, lo sé. —Sonreí sutilmente ante el recordatorio que acababa de realizar sobre lo que debíamos hacer—. Pero no me gusta el vino, me da dolor de cabeza.
Él asintió y soltó la copa.
—A mí también. No bebo casi nunca, pero esta noche me parecía necesitarlo.
No dijo nada más. Tenía las manos colgando de un modo poco natural a ambos lados del cuerpo, como si no supiera qué hacer con ellas.
—¿Por qué? —pregunté.
Fernando frunció el ceño.
—¿Qué?
—¿Por qué creíais necesitarlo? ¿Estáis nervioso?
Había hecho la pregunta antes de darme cuenta. En cuanto la pronuncié, me pregunté por qué lo había hecho. ¡Como si cualquier hombre fuera a admitir que estaba nervioso en su noche de bodas!
—Sí —dijo tranquilamente mientras me miraba—. Lo estoy. Nunca me he sentido así, ni siquiera antes de entrar en batalla. —Se abrió la camisa mostrando más parte de su pecho; brillaba como el satén marrón y le caían mechones de pelo oscuro por la unión del pectoral—. Me late con fuerza el corazón —dijo. Se acercó a mí—. ¿Veis?
Levanté la mano y la reposé en su piel. Tenía razón; pude sentir que le latía de un modo embravecido.
—No puedo creer que seáis mía —susurró, pronunciando en voz alta mis mismos pensamientos internos.
Me miró fijamente a los ojos ya que, sin los zapatos, éramos casi de la misma estatura. De pronto recordé nuestras manos entrelazadas, cómo parecían distintas tiras de seda de la misma madeja.
—Tanto monta, monta tanto —susurré; él parpadeó.
—¿Qué?
—Ese debe ser nuestro lema. Significa; somos lo mismo. —Hice una pausa—. ¿No lo leísteis? Lo incluí en nuestro acuerdo matrimonial, nuestra capitulación.
—Sí que leí la capitulación, claro —contestó con voz ronca—. Pero si os soy honesto, no le presté mucha atención. Lo único que me importaba era que nos unía formalmente. —Levantó las manos para posarlas a ambos lados de mi cara y me acercó a él—. Toda mía —susurró y cubrió mis labios con los suyos inundándome de una sensación de despertar como si una ola de pétalos se hubiera desplegado en mi interior.
Me llevó a la cama explorándome con la lengua, deslizando sus dedos debajo de mi ropa y tirando de un lazo y deshaciendo otro hasta que el camisón cayó hasta mis tobillos. El calor del brasero que inundaba la habitación tornó mi piel pálida en rosada.
Me veneraba con la mirada.
—Sois mi luna —me dijo al oído—, tan blanca, tan pura…
Aunque en lo más profundo de mi ser sabía que no era su primera vez, que ningún hombre podía saber cómo tocar así a una mujer la primera vez, me dejé llevar por la idea de que ambos éramos inocentes. Me rendí a aquel jardín de placer que había sembrado en mí y mi cuerpo se tensó, se humedeció, estaba desesperada por sentirlo hasta que, finalmente, me oí resollar por la exquisita sensación que estaba experimentando.
Cuando lo sentí entrar en mí, el dolor que Beatriz había mencionado fue tan agudo que me cortó la respiración, pero eso no se lo mostré a él. Lo rodeé firmemente con las piernas guiándolo para que se sumergiera en mí más rápidamente, más profundamente, sintiendo cómo los vestigios de mi virginidad se filtraban entre nosotros y hacían a las sábanas sonrojarse.
Después, mientras yacíamos entrelazados con mi pelo alborotado sobre su pecho, me preguntó:
—¿He sido demasiado brusco?
Yo negué con la cabeza aunque aún me dolía. Él soltó una risilla y recorrió con sus manos las curvas de mi cuerpo, primero con indolencia, luego más rápidamente con un ardor cada vez mayor. Vi el deseo brotar de nuevo en sus ojos y me tumbé para recibirlo una vez más. Aunque doliera, me dije, debía de doler cada vez menos cuanto más lo hiciéramos.
Y, al ritmo que se estremecía y jadeaba y que el ardor de su pasión aliviaba el dolor de mi interior, lo oí decir:
—Dadme un hijo, luna mía. Dadme un heredero.