Capítulo veinticinco
Los moros tenían un viejo dicho: antes de que un hombre muera, debe ver Sevilla. Yo añadí que lo mismo se aplicaba para una mujer, y en el verano del año 1477 tuve mi oportunidad.
El año anterior para Fernando y para mí había estado dominado por el trabajo incesante para contender con las secuelas de la guerra contra los portugueses. Viajamos sin parar para reprender a los nobles fraudulentos que habían prestado ayuda a escondidas a Alfonso y les derrumbamos sus fortalezas para privarlos así del lujo de poseer unas robustas murallas tras las que esconderse. Demasiados castillos privados habían surgido en Castilla durante los anárquicos años de reinado de mi padre y de Enrique. Algunos de aquellos nobles fantaseaban incluso con conseguir la Corona para ellos; exigían tributos a los pueblos de alrededor como si fueran señores feudales, salpicando las tierras con aguileras defensivas que llenaban de sirvientes que solo les debían obediencia a ellos. Algunos incluso habían rehusado atender nuestra llamada a las armas durante la invasión portuguesa y, tras la guerra, Fernando y yo decidimos que era hora de darles una lección que no olvidarían fácilmente. Declaramos que solo aquellos castillos que hubieran sido aprobados oficialmente podrían permanecer en pie. Si los señores no llevaban a cabo ellos mismos demoler sus pertenencias ilícitas, lo haríamos nosotros por ellos, añadiendo una suma considerable de dinero como sanción para el propietario.
También convocamos a las Cortes para refinar nuestros sistemas legal y fiscal y para revivir a la Santa Hermandad, una institución de los ciudadanos que reforzaba el cumplimiento de la ley y que, como muchas otras en Castilla, se había desmembrado. Por medio de la Hermandad tratamos de restaurar el orden en las provincias más alejadas, dando caza a mercenarios renegados y otros tantos criminales y villanos del mismo estilo. Gradualmente, ciudad a ciudad, población a población, poblado a poblado —algunas veces parecía que también piedra a piedra— subsumimos Castilla bajo nuestra autoridad.
Escarmentado y abandonado por sus aliados portugueses, Diego Villena volvió a la corte para pedir nuestro perdón. Lo había perdido todo y, a diferencia de su padre, Diego no contaba con el veleidoso Enrique. Aunque Fernando argumentaba que debíamos cortarle la cabeza, yo llegué a la conclusión de que si restaurábamos los privilegios aristocráticos de Villena ganaríamos el apoyo de la nobleza, al demostrar que también éramos capaces de mostrar piedad incluso al más traidor de todos. Era quizás un acto osado, pero aun así decidí asumir el riesgo. Poco tiempo después, varios de los nobles que se habían resistido a nuestras órdenes de derribar sus castillos se presentaron ante nosotros —aunque, si bien es cierto, a regañadientes— para jurarnos su lealtad.
En cuanto al arzobispo Carrillo, él no mostró ni el más mínimo arrepentimiento. No nos dejó más alternativa que ordenar su renuncia a todas las vanidades mundanas y establecer su residencia permanente en el monasterio de San Francisco de Alcalá bajo pena de encarcelamiento. Destrozado por sus propias acciones y abandonado por todos, incluidos sus sirvientes, que habían escapado en medio de la noche con las pocas posesiones que les quedaban, no desobedeció mi orden sino que se dirigió al claustro franciscano bajo guardia para vivir el resto de sus días en la más absoluta pobreza. Aunque lamentaba que un hombre de la Iglesia y un guerrero tan poderoso hubiera acabado tan abyecto por culpa de su propia incapacidad para seguir las normas, no le albergaba ninguna pena. A diferencia de Villena, cuya juventud y naturaleza desenvuelta lo habían llevado a la imprudencia de establecer una alianza con Alfonso de Portugal, la involucración de Carrillo se había basado en un acto deliberado de venganza contra mí por haber tomado el consejo de Fernando en lugar del suyo. En aquella ocasión no habría opción al perdón.
Aun así, incluso con Carrillo apartado permanentemente de nuestro plan de reconstruir el reino a buen ritmo, yo seguí luchando contra mi propio tumulto. No había concebido desde mi aborto y los médicos expertos a los que había consultado no eran capaces de ofrecerme una explicación convincente. Todos me aconsejaban descansar más y dedicarme a actividades más apropiadas para el delicado temperamento femenino; la suposición era, al parecer, que una mujer que se comportaba como un hombre de algún modo proscribía la concepción, algo que yo encontraba absurdo. Para mí estaba claro que ejercer mis labores de reina no interfería en mi capacidad para llevar a cabo mis funciones de mujer como Dios dispusiera.
Aun así, la ansiedad me carcomía, especialmente cuando Fernando y yo yacíamos. A escondidas y con la ayuda de Inés conseguía unas tisanas repulsivas de verbena para equilibrarme el humor. Doblé mi tanda de oraciones e incluso fui a Burgos bajo una cruenta tormenta para visitar la capilla de San Juan de Ortega, un lugar aislado que contenía una roca primitiva que se creía otorgaba a las mujeres la concepción. Estuve arrodillada sobre las losas heladas durante horas frente a la roca pidiendo ayuda, doné fondos para construir una iglesia mayor en nombre del santo, pero mi vientre no se agitaba. Mis menstruos seguían siendo irregulares, como siempre lo habían sido, pero la sangre terminaba llegando algunas veces con tal virulencia que tenía que apretar la mandíbula para soportar el dolor. No entendía por qué Dios, que tanto nos había dado, que nos había llevado a la victoria sobre Portugal, nos negaba a Fernando y a mí la bendición que más anhelábamos: un príncipe que heredara nuestras Coronas a nuestra muerte y que uniera Castilla y Aragón para siempre.
Finalmente, Fernando se dio cuenta de mi preocupación. Por la noche, en nuestros aposentos, después de que todas las audiencias hubieran terminado y nos hubiéramos quitado nuestros ropajes enjoyados, me susurraba al oído palabras tranquilizadoras para intentar calmar mi angustia.
—Ocurrirá cuando tenga que ocurrir —me dijo al oído mientras yo yacía entre sus brazos inerte como una piedra—. Mi amor, tendremos un hijo cuando Dios lo vea oportuno.
Quería gritar, llorar y romper cosas. Cualquier cosa con la que pudiera dar rienda suelta a mi dolor y mi frustración. No resultó de ayuda descubrir que su amante de Aragón había tenido otro niño, que incluso cuando Fernando apretó los labios y despidió al mensajero con un regalo para el niño haciendo como que no tenía importancia alguna, aquello confirmó su virilidad y mi fallo en no poder darle lo que la otra mujer sí.
Para el verano del año 1477 apenas podía mirarlo a los ojos; ni a él ni a nadie. Me sentía tan miserable que casi me alegré cuando llegó la noticia urgente de que otra enemistad entre los nobles más poderosos de Andalucía —el duque de Medina Sidonia y el marqués de Cádiz— había surgido.
Fernando se quedó anonadado cuando le informé que deseaba dirigir personalmente la reconciliación duradera entre los dos señores del sur. Ya habíamos decidido erradicar la última resistencia noble de Extremadura, con lo que no entraba en los planes ausentarnos de Castilla en aquel momento especialmente crucial. Pero si Fernando no podía ir, yo estaba decidida a hacerlo. Intentó disuadirme poniéndome al corriente de los peligros que acechaban en un viaje a las tierras sin ley y plagadas de moros de Andalucía, pero no hubo forma de convencerme. Lo besé, y también a mi querida hija Isabel; reuní a mis sirvientes, ensillé a Canela y partí hacia el sur.
Hacia el sur, adentrándome en el calor abrasador, en los disolutos jardines de Andalucía donde las granadas, los higos, dátiles y limones refulgían en los arboles como piedras preciosas en el cuello de una sultana. Hacia el sur, donde las ciudades de paredes blancas sostenían bahías aguamarinas y donde podría estar a solas con mi pena.
Había oído las historias de Sevilla, por supuesto, ¿quién no? Era una de nuestras ciudades más grandes y antiguas, la capital ancestral de los invasores moros antes de que el rey Fernando III los expulsara en el siglo XIII. Construida en los bancos del río color esmeralda, el Guadalquivir, donde el comercio entre África y Levante, desde la lejana Inglaterra hasta los Países Bajos, llegaba hasta su puerto cada día, Sevilla era una confección blanca de torres de filigrana y balcones enrejados que colgaban de estrechas calles. A la sombra de las magníficas palmeras y los naranjos amargos cuyos gruesos frutos eran incomestibles pero que, al destilarlos, desprendían una fragancia embriagadora, allí, la violencia y las deudas de sangre, las dos monedas de Andalucía, se cocían lentamente sobre las brasas que habitaban bajo la superficie dorada de la ciudad. Allí, en el corazón de un mundo en el que tiempo atrás los moros, judíos y cristianos habían gozado de un breve periodo de comunicación, todo era posible.
Esperaba que me sobrecogiera la famosa ciudad de los reflejos, respirar aquel arrebatador perfume a naranja en el aire y verme transportada a un tiempo en que las divisiones entre las distintas formas de fe y tonos de piel no existían. Y así fue. Sin embargo, no le dije a nadie que al desembarcar de mi gabarra en el puente de Magdalena —donde se había congregado el populacho para recibirme con una lluvia de pétalos de rosas y el sonido de las guitarras— la belleza de Sevilla hizo algo más que afectarme. Allí de pie ante las espléndidas puertas abiertas de la ciudad, sentí al fin dentro de mí lo que había temido haber perdido para siempre: un espasmo en mi interior que me revolvió la sangre.
Me volví a sentir viva de nuevo.
Me instalé en el opulento alcázar situado en el centro de la ciudad, cerca de la catedral de piedra inacabada que se elevaba sobre las ruinas arrasadas de la gran mezquita. En el palacio, el sonido y el movimiento del agua al caer inundaba todos mis sentidos, goteando sobre las fuentes de mosaicos, brotando de hermosos arcos sobre apacibles piscinas en los jardines y llenando estanques cubiertos de lilas; el agua y el calor componían un brebaje seductor que me hizo querer deshacerme de las prendas que me confinaban y caminar desnuda como una gata salvaje por mis aposentos, que se ampliaban habitación tras habitación como un laberinto de sándalo, teselas pintadas y mármol.
Establecí mis dependencias públicas oficiales en la sala principal. Allí, sentada en el trono bajo el baldaquino, sofocada por el calor incluso vistiendo mi traje más fino, recibí al duque de Medina Sidonia, que controlaba Sevilla y la mayor parte de la región que la rodeaba.
Alto, enjuto hasta llegar a la delgadez extrema, de pelo oscuro con algunas canas incipientes, el cabello echado hacia atrás sobre la amplia frente y una cicatriz arrugada en la sien, era la personificación del orgullo del sur. Me observaba con una cierta condescendencia enfrentada con sus impecables maneras, lo cual indicaba que no estaba acostumbrado a someterse ante nadie, y mucho menos ante una mujer.
Se inclinó con una elegancia estudiada y dijo:
—Os rindo homenaje, Alteza, y entrego a vuestra real persona las llaves de esta mi ciudad, en la que debéis reinar con supremacía.
Las palabras era simbólicas, claro; no había ninguna llave que entregar. De hecho, me quedé allí con las manos vacías como si las palabras fueran prueba suficiente de su lealtad, como si hubiera pasado los diez últimos años convirtiendo el sur en su erario privado gracias a las batallas libradas contra Cádiz, en las que confiscó tierras y castillos que pertenecían por ley a la Corona, llevando a la región a un estado de caos sin ley mientras él acumulaba un inmenso poder y rehusaba pagar los impuestos.
No dejé ver mi asombro ante su rigidez. Si hubiera tenido el más mínimo ápice de vergüenza, habría palidecido. Pero no lo hizo; en lugar de eso declaró:
—No se puede esperar de mí que me rinda mientras el marqués de Cádiz ande suelto sin más, Majestad. No muestra más placer que el de asaltar mis tierras y llevarse mis cereales, mis caballos, mis rebaños e incluso a mis siervos.
—Entonces él también deberá expiar sus acciones y rendirme homenaje. —Mi respuesta fue seca.
El duque rio ruidosamente para mi asombro y mi desagrado.
—¿El marqués de Cádiz? ¿Expiar? Nunca lo hará. Desdeña toda autoridad, incluso la de su soberano. ¡No es más que un criminal cualquiera! Deberíais ordenar que lo arrestaran y destriparan por su acto de rebeldía.
—¿Debería? —No me gustaba el tono del duque de Medina Sidonia ni que me aconsejara nada delante de mi corte. Era obvio que no era consciente de que ni él ni el marqués de Cádiz habían tenido nunca ningún derecho sobre los millares de territorios que habían usurpado. En realidad, el orgulloso duque no era menos villano que su enemigo y estuve a punto de revelarle tal idea. En vez de eso, mantuve la compostura y dije—: Os aseguro que estoy aquí para hacer que se cumpla la justicia y que esta guerra entre vos y el marqués concluya. Para ello, mi señor de Cádiz será llamado para que comparezca ante mí inmediatamente.
El duque de Medina Sidonia resopló.
—Veremos lo que tarda en responder, si es que lo hace.
No consiguió disuadirme de mi intento. Mientras esperaba la respuesta del marqués de Cádiz a mi llamada, decidí enseñar al duque dando ejemplo. Ordené que se instalara un estrado en la sala para poder pasar las mañanas recibiendo al pueblo. Cuando se extendió la voz de que la reina los recibiría para atender sus quejas, la gente pasaba horas aguardando delante del alcázar para tener la oportunidad de presentarse ante mí.
Requerí que el duque de Medina Sidonia asistiera a esas sesiones a modo de advertencia ya que, como bien sospechaba, no se me había contado ni la mitad de la realidad de la situación de la ciudad. Bajo el aparente lujo de Sevilla latía un corazón oscuro y retorcido. Todos buscaban estar aventajados y eso, normalmente, conllevaba la muerte o destitución de otros, como en el caso de un hombre que se había presentado ante mí para declarar que unos ladrones habían robado su rebaño de cabras atemorizando a todo el vecindario. Había emitido una queja a los magistrados locales, pero en lugar de recibir ayuda le hicieron pagar una multa. Cuando se negó a pagarla, unos hombres enmascarados entraron en su casa y le dieron una paliza; su hija menor sufrió, para mi horror, una violación ante los ojos de su propio padre.
—Nadie me cree —me dijo retorciéndose la capa entre las manos nudosas y con la mirada tensa hacia el duque de Medina Sidonia, que estaba junto a mi trono como un bloque de granito—. Dicen que todos mentimos, aunque después encontré a mi rebaño al completo en venta en el mercado. Majestad, os imploro justicia. Mis cabras son mi medio de subsistir: necesito la leche para hacer queso y alimentar a mi familia. Y mi hija… —se le rompió la voz—. Ha sido deshonrada; ningún hombre honroso la querrá ya.
—¿Qué es otra judía más deshonrada? —interrumpió el duque de Medina Sidonia antes de siquiera poder hablar. Cuando me volví hacia él añadió—. Este hombre blasfema, como lo hace toda su raza. Ha rechazado atenerse a la ley y quedarse en su aljama. Si insiste en vender su queso en el mercado, ¿cómo pueden nuestros magistrados hacerse responsables de lo que le ocurra?
La crueldad del duque de Medina Sidonia no me cogió desprevenida. Había aparecido en la corte cada día envuelto en lujosas sedas y en terciopelo acompañado por un séquito digno de un potentado. Su espada era una labor de lo más perfecta y los guantes y mangas que portaba estaban adornados con joyas y oro. Para vivir de aquel modo, necesitaba unos ingresos sustanciosos. Y, como había hecho la mayoría de los nobles durante siglos, no me cabía duda de que prestaba su apoyo a los magistrados quienes, como respuesta, le pagaban un porcentaje de lo que conseguían sus bandas de ladrones. Era un método que se venía usando desde mucho tiempo atrás para sostener aquel despilfarrador estilo de vida y conseguir dominar grandes zonas; precisamente el tipo de corrupción desdeñable que yo estaba decidida a erradicar de mi reino.
Sin apartar la mirada del duque, pregunté:
—¿Está prohibido que los judíos se mezclen con los cristianos en el mercado?
Sabía que no. A diferencia de Castilla, donde la tolerancia nunca había sido fácil, Andalucía había disfrutado de un historia más cordial. Hacía siglos que la segregación de la población cristiana no era necesaria, aunque muchos de los judíos de la región preferían permanecer en sus antiguas zonas de residencia.
El duque de Medina Sidonia me miró desconcertado.
—No —dijo—, pero el sentido común dicta que…
—¿El sentido común? Mi señor, incluso aunque se les prohibiera a los judíos entrar en el mercado, lo cual no es así, este hombre fue asaltado y extorsionado en su propia casa, sus propiedades robadas y su hija gravemente deshonrada. ¿Qué sentido podría tener que los ciudadanos de esta ciudad sintieran temor en sus propias casas y por sus propias vidas? —Me volví hacia el hombre, que estaba encogido con actitud servil, como si quisiera desaparecer de allí—. ¿Conocéis a los hombres que entraron en vuestro hogar?
El hombre asintió y, con poco más que un leve susurro, dijo:
—Son los mismos que roban. Les… les han hecho el mismo tipo de cosas a otros y los magistrados lo saben. Nos roban porque somos judíos y no podemos usar armas para defendernos ante los cristianos.
Señalé a Cárdenas —que actuaba como mi secretario en aquellos procedimientos judiciales—, el cual se encontraba supervisando a un comité de expertos legales traído de la universidad.
—Informad a mi secretario de quiénes son esos criminales y dónde podemos encontrarlos —le dije al hombre—. Me encargaré personalmente de que sean arrestados y —miré a Medina Sidonia con dureza— juzgados. Si son declarados culpables, y estoy segura de que así será, se les destripará y las partes de su cuerpo colgarán de las puertas de la ciudad para advertir a los demás de que Isabel de Castilla extiende su protección a todos y cada uno de sus súbditos, sin importar su fe o su rango.
El hombre inclinó la cabeza y las lágrimas le resbalaron por las mejillas. Susurró:
—Que Dios os bendiga, Majestad.
Y Cárdenas lo condujo hacia la mesa para registrar su queja.
—Majestad, no deberíais consentir a la muchedumbre. —Oí al duque de Medina decir con un tono de voz más contenido—. Eso no hace más que alentar su rebeldía.
—Me da la impresión de que sois vos, mi señor, quien alienta a la muchedumbre —contesté con tono cortante y mirándolo fijamente.
El duque se inclinó y murmuró una disculpa.
Saboreando el hierro en la boca, volví mi atención a la línea de los peticionarios. El duque de Medina Sidonia sabía lo que yo esperaba y, cuando varios días más tarde me contaron que las puertas de Sevilla habían sido adornadas con los trozos sangrientos y descuartizados de los condenados, fui yo la alentada. Si los vecinos de aquel caldero de anarquía pensaban que cedería ante la piedad o eludiría los aspectos más toscos de mi labor por ser una mujer, estaban equivocados. Pasara lo que pasara, no titubearía ni un solo instante hasta haber restaurado por completo la obediencia. Procedí a ejercer justicia sin preocuparme por el rango o género y sin permitir que nadie que hubiera cometido un crimen escapara sin castigo. Para inculcar el miedo a mí y a las leyes que habían desobedecido de manera flagrante, remarqué deliberadamente una tarde en mi sala de recepciones que no había cosa que me provocara más placer que ver a un ladrón subir los escalones que lo llevaban a la horca, lo cual provocó que muchos de los que esperaban una audiencia conmigo agacharan la cabeza y se encogieran, y que otros tantos abandonaran la fila disimuladamente y salieran de allí.
Finalmente, el obispo de Sevilla solicitó una audiencia privada conmigo.
Indiqué al duque de Medina Sidonia que nos dejara a solas y, una vez escuché lo que el obispo tenía que contarme, me alegré de haberlo hecho. Aquel hombre religioso tenía la reputación de ser un hombre amable, entregado al estudio y a la compasión, pero no esperaba que aquellas palabras salieran de su boca.
—Su Majestad ha demostrado ser un dechado de virtudes —comenzó diciendo—, pero el pueblo de Sevilla… se muestra cada día más atemorizado. Muchos están abandonando la ciudad sintiéndose temerosos de que vuestra llegada haya cerrado la puerta a cualquier esperanza de clemencia.
Fruncí el ceño y miré a Cárdenas.
—¿Es eso verdad?
Cárdenas consultó una carpeta que tenía en la mano antes de asentir y decir con sus serenos ojos verdosos:
—Lo es, Majestad. Más de cien casos se han registrado hasta ahora que están sin resolver debido a que bien el reptador bien el acusado no han vuelto para oír la sentencia.
Volví a mirar al obispo desconcertada.
—No tenía ni idea. Lamento haber inculcado el miedo en mis súbditos, no era esa mi intención.
—Nunca pensé que lo fuera —dijo presto—. Es solo que… digamos que los hombres son más dados a hacer el mal aquí en el sur, donde nos hemos ido consumiendo año tras año bajo el dominio de señores inútiles y la amenaza constante de los moros. La aparición de Vuestra Majestad ha sido una bendición, un gran honor pero, si me permite el atrevimiento, esos males que plagan Sevilla no se pueden solucionar de la noche a la mañana.
Sus palabras me impactaron. Con una repentina claridad me di cuenta de que mi fervor entusiasta por mi labor como reina para restaurar el orden en Sevilla era, en parte, un intento en vano para redimirme ante los ojos de Dios y demostrar que aún era digna de su favor. Había dejado a mi hija, a mi esposo y mis obligaciones en Castilla para llevar a cabo una búsqueda efímera de redención. Una vez más, había permitido que la vanidad se sobrepusiera a la razón, igual que había hecho aquel día horroroso en el campo a las afueras de Tordesillas cuando había reprendido a Fernando ante su ejército.
—No —dije suavemente—. Supongo que no. Sois sabio al aconsejarme sobre esto, mi señor.
Me puse de pie con mi vestido con incrustaciones de piedras preciosas cayendo como oro líquido hasta mis pies. La corona ornamental se me resbalaba por la frente. Estaba deseando retirarme a mis aposentos y librarme de aquellos enredos de poder que de repente me parecían tan insignificantes.
—Le ruego haga saber al pueblo que no deseo negar piedad —dije—. A todos aquellos que hayan transgredido la ley se les proporcionará amnistía por sus crímenes, siempre y cuando no vuelvan a provocar ninguna ofensa o a romper la ley de nuevo. Todos menos los herejes y los asesinos, por supuesto.
El obispo asintió.
—Gracias, Majestad —dijo y, entonces, cuando estaba dándome la vuelta para marcharme, añadió—: En cuanto a los herejes, hay algo que me gustaría que tuvierais en cuenta.
Miré por encima del hombro.
—¿Sí?
—Se trata de los judíos —respondió, y al pronunciar esa sola frase fue como si toda la estancia se hubiera oscurecido—. Aquí en Sevilla el odio que se les profesa ha aumentado. No son técnicamente herejes, claro, ya que no se han convertido, pero desde vuestra llegada han ocurrido varios incidentes en su aljama y creo que deberíais estar al tanto de ellos.
Asentí indicándole que prosiguiera aunque me temía lo que estaba por venir. Recordé a aquel pobre hombre cuyo rebaño de cabras habían robado. No podía hacer más que imaginarme cuántos más hechos terribles se habían cometido y no se me había informado de ellos.
—Una familia entera de la misma judería del cabrero cuyo caso habéis oído fue sacada recientemente de su casa y lapidada —dijo el obispo—. Varias sinagogas también han sufrido la barbarie y una de ellas ha sido completamente quemada. A muchos judíos se les está negando el derecho a comprar o comerciar en el mercado o se les están imponiendo unos impuestos altísimos por disfrutar de ese privilegio. —Suspiró—. Nada de lo que os cuento es nuevo, me temo. Viene y va, este odio, como la pestilencia. Pero ahora algunos de los agresores citan la presencia de Su Majestad en la ciudad como excusa; proclaman que la reina de Castilla no tolerará en su presencia a los asesinos de Cristo y se toman la ley por su propia mano, aunque vos impusisteis justicia favoreciendo a un judío.
Me puse tensa.
—Cualquiera que ose ejercer la ley en mi nombre se expone a un grave castigo por ello. Los judíos de este reino son también súbditos míos y, como tales, están bajo mi protección.
—Sí. Desafortunadamente, no hace mucho que los judíos sufrieron situaciones extremas al obligarlos a convertirse o condenarlos a muerte en Castilla. No me gustaría volver a ver tal sufrimiento de nuevo. Se dice que se lo buscan ellos mismos, ya que acumulan riquezas mientras los cristianos mueren de hambre, y que conspiran con los conversos para socavar nuestra Iglesia. Sin embargo, yo no he visto ninguna prueba de ello.
Me sorprendió. No esperaba que un religioso citara los horrores del pasado —que habían sido permitidos por nuestras autoridades eclesiásticas— ni que pidiera que los judíos no sufrieran.
—Tendré este asunto en consideración —dije mirando de nuevo a Cárdenas—. Mientras tanto, que se emita un decreto inmediatamente estableciendo que cualquier daño que se le haga a la propiedad judía o a ellos mismos será reprendido al instante. Que lo expongan en todas las plazas de la ciudad.
Cuando volví a mirar al obispo, vi la admiración impertérrita en su expresión.
—Debo admitir que al principio no estaba seguro de cómo lo haríais —dijo—. Hemos tenido gobernantes que han prometido el cambio, pero vos, mi reina, superáis todas mis expectativas. Vuestro decreto hará mucho bien en ayudar a restituir los males perpetrados al pueblo sefardí. Sin embargo —hizo una pausa como pensándose la siguiente frase—, habrá consecuencias. Muy pocos comparten vuestra idea de justicia.
Yo sonreí.
—No temo las consecuencias. Dejad que los que no estén de acuerdo vengan a mí y aprenderán rápidamente quién es la reina de Castilla.
El obispo hizo una reverencia y se marchó. Cuando terminé de oír al resto de peticionarios del día y me senté para almorzar, ya no estaba preocupada por mi asunto personal.
Había tenido una breve visión de un futuro que estaba decidida a evitar a toda costa. Aquella discordia que fermentaba entre los judíos y los cristianos podía expandirse y prender una conflagración que afectaría al resto del reino. No podía permitirme que nuestra frágil y renovada unidad se viera amenazada después de tanta lucha.
—Tenemos que hacer más en defensa de los judíos —declaré en la reunión de la mañana al día siguiente—. Aunque no compartan nuestras creencias, no consentiré que se los maltrate o acuse de instigar a los conversos quien, a todos los efectos, son cristianos fieles.
Me detuve observando a mi confesor, fray Talavera, intercambiar una mirada con don Chacón. El cabello de mi secretario se había vuelto canoso y empezaba a escasear. Su gran figura musculosa parecía debilitarse con la edad, pero su carácter no había cambiado en absoluto, seguía teniendo el mismo criterio apropiado de siempre y yo había llegado a apreciar esas raras ocasiones en las que daba su opinión.
—Quizás Su Majestad debería acompañarnos al sermón mañana —dijo.
—¿Un sermón? —contesté extrañada—. ¿Quién lo ofrece y sobre qué trata?
—Es mejor si simplemente venís —explicó Talavera con su inquebrantable mirada solemne—. Nadie tiene por qué saber que estáis allí. Puedo conseguir que os sienten tras unos tapices sobre el púlpito.
—¿Y se puede saber por qué debería ocultarme?
—Porque si el orador sabe que estáis allí, puede que no sea tan franco —contestó mi confesor—. Confiad en mí, Majestad, os interesará mucho lo que tiene que decir.
Al día siguiente me senté detrás de un enrejado con Inés a mi lado mientras una voz tempestuosa que pertenecía a un cura dominico, un tal padre De Hojeda, instauraba en mí el horror.
—Se comportan como unos falsos deliberadamente para poder practicar sus viles ritos en privado —decía Hojeda entre exclamaciones—. Detestan nuestros sagrados sacramentos, la santidad de nuestros santos y, además, rechazan la castidad de nuestra bendita Virgen. Van a misa todos los días, esos cerdos de dos caras, pero por la noche niegan esos ritos por los que los hemos recibido en nuestra Santa Madre Iglesia para comulgar con sus viles hermanos, que los instigan a la rebeldía. ¡Debemos encontrarlos, descubrirlos y eliminarlos de la faz de la Tierra antes de que su infección nos carcoma a todos!
Sus palabras me provocaron gran inquietud. En cuanto regresé al alcázar, le indagué a fray Talavera sobre lo que había oído y él me relató que había tenido noticias de casos similares de judíos que incitaban a los conversos a abrazar de nuevo la fe que habían rechazado, aunque fingieran conformidad a la nuestra. De hecho, muchos afirmaban que aquello llevaba siglos ocurriendo en Castilla, solo que los curas indolentes miraban para otro lado envueltos en su propia ignorancia y venalidad.
—Claro que puede ser una exageración —dijo—, pero también creo que deberíais conocer todos los hechos antes de continuar con esta vuestra causa. —Hizo una pausa para dar más énfasis—. Es una operación muy peligrosa —continuó pareciéndose sorprendentemente a la advertencia del obispo de Sevilla—. Muy pocos apoyarán la defensa de aquellos que han sido condenados desde siempre por ser responsables de la crucifixión de nuestro Salvador. Aunque hemos llevado a cabo una política de convivencia con los judíos durante muchos años, eso no significa que todos estén de acuerdo con ella. De hecho, me atrevería a decir que a pocos cristianos les gustaría tenerlos entre ellos si se diera el caso.
—Entiendo —dije—. Gracias, como siempre, por vuestra franqueza. Voy a escribir inmediatamente al cardenal Mendoza para solicitarle su estimado consejo sobre este asunto.
Aquella tarde, después de enviar la carta, contemplé por las ventanas acanaladas la bochornosa noche. Aunque condenaba cualquier daño infligido sobre los judíos, quienes me servían lealmente y de los cuales muchos de mis nobles, incluida mi querida Beatriz, descendían, no podía permitirme el lujo de ignorar el peligro potencial en que estaba nuestra ya severamente degradada Iglesia. Los reinados de mis antepasados no habían sido precisamente ejemplares en cuanto a conformidad religiosa se refería. Los años de guerra civil y lucha contra la nobleza habían corroído los cimientos de la Iglesia. Por todos era sabido que muchos de nuestros clérigos tenían concubinas, mientras el libertinaje y la más básica falta de adherencia a las escrituras circulaban libres por los conventos y monasterios de Castilla. Yo estaba decidida a devolver a nuestra Iglesia su anterior gloria, pero con toda la agitación que había sufrido el reino desde mi ascensión, aún no había sacado tiempo para dedicarme a una tarea de tal magnitud.
«Con blandura» había sido mi lema, con suavidad. No quería repetir el pasado. El mero pensamiento de las persecuciones, del derramamiento de sangre y el sufrimiento, después de todo lo que ya había soportado Castilla, no hacía más que afianzar mi determinación, aun reconociendo que no podía eludir para siempre la amenaza potencial hacia la unidad de mi reino. Para poder competir internacionalmente, para crear alianzas con poderes extranjeros que pudieran mantener a Francia alejada y establecernos como soberanos competentes dignos de respeto, España tenía que dar la sensación de unidad: unidad entre los católicos, una unidad en la que ninguna discrepancia podría socavar nuestra fortaleza.
Tendría que autorizar una investigación para verificar las acusaciones problemáticas que rodeaban a los conversos y, si se descubría que era cierto, establecer un remedio. Como reina cristiana, no podía hacer menos. El bienestar espiritual de mi pueblo era tan vital para mí como su bienestar físico, quizás incluso más ya que mientras que el cuerpo era un recipiente temporal destinado a convertirse en polvo, el alma era eterna.
Echaba de menos a Fernando. Había recibido cartas de él detallando sus proezas en Extremadura, hasta donde había seguido la pista de los rebeldes portugueses y sus simpatizantes. Quería acurrucarme junto a él en nuestra cama y revelarle mis preocupaciones para oír su consejo sabio y saber que no estaba sola, que ocurriera lo que ocurriera, él siempre estaría a mi lado.
Cerré los ojos; casi podía recrearlo, su mano en mi cintura, su voz, ronca por el vino que tomaba cada noche, susurrándome al oído…
Llamaron a mi puerta. Me sobresalté y me cerré más el camisón mientras Inés corría a abrir con su pelo rojizo enmarañado, pues ella ya estaba durmiendo.
Vi a Chacón a contraluz ante las teas titilantes de las paredes del pasillo.
—Disculpad la intrusión, Majestad, pero el marqués de Cádiz ha llegado. Solicita una audiencia con vos.
—¿A esta hora? —Fui a negarme, pero me lo pensé mejor. Si el marqués de Cádiz realmente estaba allí, más me valía recibirlo. Dado su odio mutuo, no quería que fuera a ver impetuosamente al duque de Medina Sidonia antes de que yo tuviera la oportunidad de juzgar su naturaleza por mí misma—. Muy bien —dije—, lo recibiré en mi patio privado.
Al salir por las puertas de mis dependencias al patio de alabastro, donde el aire de la noche me embriagaba con su fragancia a jazmín, me quedé completamente desconcertada ante el hombre que me esperaba. Las quejas de Medina Sidonia sobre Cádiz se habían establecido en mi mente como la imagen de un predador imposible de controlar. En lugar de eso, el noble que se inclinó ante mí me parecía increíblemente joven, contaría con pocos más de mis veintiséis años de edad. Era de estatura media y complexión débil y tenía una mata de pelo abundante, la piel pecosa y unos ojos verdosos rematados por largas pestañas rojizas; eran unos ojos preciosos que parecían albergar hilos de oro en su profundidad y que solo la mezcolanza de sangre de la región podía haber producido.
Iba vestido con satén violeta bordado con hilos plateados; al inclinarse con su elegante obediencia, la seda que recubría su capa susurró ante el roce. Fue un gesto estudiado, elaborado, y tuve que contener la sonrisa. Si el duque de Medina Sidonia personificaba el rigor del privilegio aristocrático andaluz, el marqués de Cádiz era un claro ejemplo de su gusto por la artificiosidad.
Pero tensé la espalda y la voz ya que ningún hombre, sin importar lo bien ataviado que fuera, debía pensar que podía abrirse camino entre mi desagrado con sus gestos.
—Se os convocó hace un mes, mi señor marqués. Confío en que tengáis una explicación para tal retraso.
—Majestad —contestó con un tono de voz dulce que bien habría podido ser la envidia de los trovadores—. No tengo más excusa que vuestro mensajero tardó bastantes días en llegar a mi castillo de Jerez ya que tuvo que cruzar tierras hostiles hacia mi persona por mi enemistad con Medina Sidonia, cuyas patrullas se infiltraron ilegalmente en mis fronteras. Asimismo, yo también tuve que cruzar las mismas tierras disfrazado para poder llegar hasta vos con el cuerpo y el alma aún siendo uno.
Yo, mientras, daba golpecitos en el suelo con el pie lo suficientemente alto como para que pudiera oírme.
—Sinceramente, espero que no hayáis hecho todo ese camino para contarme esto. Por si no lo recordáis, soy vuestra reina. No recibo favorablemente a aquellos que desobedecen mi autoridad. Ya sea noble o plebeyo, cuando convoco a alguien lo que espero es que se me obedezca.
El marqués de Cádiz clavó la rodilla en el suelo y levantó la mirada con unos ojos tan llamativos y con tal humildad que oí a Inés dejar escapar un pequeño suspiro involuntario. Aunque no dejé ver en ningún momento que me afectaran sus poses, tuve que admitirme a mí misma que aquel hombre era imponente.
—Majestad, estoy en vuestras manos —dijo desplegando los brazos— sin más salvaguarda que la declaración de mi inocencia contra la ira que mi enemigo, con sus mentiras, ha instalado en vos. No he venido —prosiguió con voz melodiosa y una pasión resonante— para hablar, sino para actuar. Recibid, mi reina, de mis manos vuestras fortalezas de Jerez y Alcalá, y cualquier cosa de mi patrimonio que os sirva, os la daré, como os doy a mi propia persona en completa obediencia.
El silencio hizo eco tras su espléndido discurso. Miré a Chacón. Estaba de pie con los brazos cruzados sobre el pecho fornido con la ceja arqueada con escepticismo; castellano hasta la médula, no le impresionaban la pomposidad y las buenas apariencias. Pero al volver a mirar al marqués —que seguía arrodilladlo ante mí—, concluí repentinamente aceptar su defensa y fiarme de él. Sí, claro que había oportunismo en sus palabras, sin duda alguna; sabía cuándo aprovechar las circunstancias. Pero si estaba al tanto de mi intento de restaurar el orden en su zona, donde no regía la ley, como ya estaba haciendo en Sevilla, y había decidido que sería más sabio obedecer que continuar con las traicioneras manifestaciones de su poder, aquello me venía perfecto. Con su capitulación, la mitad occidental de Andalucía, la mayor parte de la cual había sido tomada como propiedad de manera ilegal durante los reinados de mi padre y de mi hermano, volvería a estar bajo mi control soberano junto con sus numerosos castillos, ciudades y vasallos.
—Mi señor marqués —dije—, aunque es verdad que no he oído lo mejor de vos, vuestro ofrecimiento me demuestra que tenéis buena fe. Entregadme esas fortalezas y os prometo que mediaré en vuestra disputa con el duque de Medina Sidonia y salvaguardaré el honor de ambos.
El marqués de Cádiz sonrió y dejó ver unos dientes perfectamente blancos y exuberantes.
—Majestad, soy vuestro más humilde sirviente. Todo lo que tengo es vuestro a petición.
Me permití sonreírle en respuesta. Aquel hombre podía ser un bellaco, pero uno irresistible.
—Mi secretario Cárdenas redactará las escrituras. Una vez tenga las llaves de esos castillos en mi poder, podremos discutir los términos de esta humilde servitud.
Extendí la mano y se atrevió a posar los labios en mis dedos. Fue una actitud seductora, sin duda alguna, casi escandalosa incluso, y no pudo haberme agradado más. El marqués de Cádiz podía haberse apuntado una victoria sobre el duque de Medina Sidonia quien, una vez fuera informado de aquel encuentro nocturno, no tendría más opción que rendirse igualmente. Sin embargo, en realidad era yo la verdadera ganadora.
Había domado a los señores más poderosos de Andalucía sin derramar ni una sola gota de sangre.
Como bien me imaginaba, el duque de Medina Sidonia se apresuró a superar al marqués de Cádiz ofreciéndome seis de sus quince castillos. El marqués de Cádiz después me ofreció diez más de los suyos. La mediación entre ambos fue bastante fácil, teniendo en cuenta que las propiedades de ambos se habían visto severamente diezmadas. Dividí el resto de los territorios que se disputaban a partes iguales, quedándome para Castilla la parte más amplia. En respuesta, el marqués de Cádiz juró luchar contra los moros por mí, una afirmación demasiado desenvuelta que me hizo reírme entre dientes, y el duque de Medina Sidonia me ofreció presentarme a un navegador genovés cliente suyo que decía que tenía un modo de atravesar las rutas que habitualmente estaban plagadas de turcos y descubrir las riquezas de Catay, una propuesta que rechacé educadamente para tomarla en otro momento más oportuno, conteniendo la risa que me había provocado su supuesta generosidad. Podía haber domado al duque de Medina Sidonia, pero no estaría dispuesto a compartir con nadie más su riqueza o arriesgar su persona si podía evitarlo, así que prefirió en lugar de eso, entregar a un cliente sobre el que ya había decidido que no le era de más utilidad.
Con las regiones del sur bajo mi dominio y pacificadas, comencé a prepararme para mi reencuentro con Fernando embarcándome en renovar concienzudamente las anticuadas dependencias del alcázar de Sevilla. Sus triunfos en Castilla no eran menos importantes que los míos. Había conseguido subyugar hasta al último de los nobles más contumaces de Extremadura y había pacificado la zona, reforzando nuestras fronteras que, hasta el momento, habían sido vulnerables ante los posibles futuros ataques de Portugal. Merecía una recepción digna de sus logros y yo estaba completamente determinada a ofrecérsela. Me consumía el hastío provocado por tantas discordias; lo único que quería era volver a estar con mi familia.
Septiembre consumía Sevilla en un calor asfixiante. Al mediodía, se podía freír un huevo en la calle y todo el mundo se retiraba a sus casas para pasar de la mejor manera posible las sudorosas tardes tras las ventanas cerradas. No sé si fue la mala suerte lo que hizo que Fernando realizara su entrada justo a aquella hora del día o un capricho del destino, pero mientras navegaba por el Guadalquivir en una barca engalanada con banderitas de terciopelo y guirnaldas, entronado bajo el baldaquino con la corona sobre la cabeza y una nueva barba que enmarcaba sus rasgos definidos, acompañado por el sonido agudo de las trompetas que lo anunciaban, el espectáculo de su llegada compensó de sobra la falta de personas.
Me sentía casi incapaz de contenerme mientras Isabel y Beatriz desembarcaban de la gabarra. Aunque era de la opinión de mantener la postura correcta siempre en público —ya que, ¿cómo si no íbamos a inculcar en nuestros súbditos el debido respeto a nuestra autoridad?— me adelanté ansiosa y con impaciencia obligando a mi séquito, que iba como yo con ropajes de más y estaba igual de sofocado, a seguirme por el puente.
La mirada de Fernando resplandecía.
—Mi luna —murmuró al tomarme de las manos—, tenéis buen aspecto. Incluso poseéis color en vuestras mejillas.
Estaba burlándose de mí, ya que siempre decía que el sol se reflejaba en mi piel como si esta fuera un escudo. Ni siquiera lo había notado dado el estado de agitación que había sufrido los días anteriores; el espejo había sido una de mis más escasas vanidades. Pero claro que mis idas y venidas debían de haber tostado mi piel. Él también tenía buen aspecto. Los meses de campaña le habían llevado a conservar una musculatura esbelta y su cuerpo fornido estaba exuberante de energía, como el de un joven buey incansable.
Cuando aparté la mirada de su sonrisa traviesa, vi a mi hija inclinarse en una reverencia.
—Majestad —dijo con un tono solemne que dejaba ver claramente el insufrible ensayo que había conllevado el aprendizaje—. Me honra estar aquí con vos y poder felicitaros por vuestras victoriosas tareas.
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Gracias, hija mía. Por favor, levantaos para que pueda veros.
Era tan hermosa que me parecía casi imposible que hubiera podido salir de mi vientre. Con apenas siete años de edad ya había crecido hasta una altura considerable, rasgo que había heredado de mi parte de la familia. Tenía el pelo rojizo como yo, pero algo más oscuro, y los ojos moteados de ámbar como si fueran turquesas hiladas de oro. Al contemplar aquellos ojos aún limpios por la inocencia de la edad me asaltó el sentimiento de culpa. Isabel era en apariencia como habría sido mi madre a su edad, antes de que la crueldad de la soledad y la viudedad hubieran causado estragos en ella. Llevaba ya casi dos años sin ir a visitar a mi madre a Arévalo.
—Pero qué hermosa sois —dije.
Isabel sonrió abiertamente desvelando que hacía poco que había perdido uno de sus dientes. Como si de repente lo hubiera recordado, se llevó rápidamente la mano a la boca para tapársela y enrojeció. La cogí de la mano para atraerla junto a mí mientras le sonreía a Beatriz, que se había ocupado de Isabel en Segovia mientras Fernando y yo habíamos estado ausentes.
—Estáis bien, ¿amiga mía? —le pregunté en voz baja y ella asintió orgullosa y hermosa como nunca, vestida con sedas de color azul celeste.
Su tono de piel color oliva brillaba con el calor de Sevilla y le caían pequeñas gotas de sudor por el pecho voluptuoso mientras sus ojos oscuros refulgían. Tuve la necesidad repentina de agarrarla de la mano y correr escaleras arriba a compartir secretos como habíamos hecho de niñas.
Aquella tarde me senté en un estrado en el exterior, en el patio del alcázar, con mi esposo y mi hija junto a mí, para cenar y reír compartiendo anécdotas con Beatriz mientras la ciudad se deshacía en esfuerzos por recibir al rey y a la princesa en Sevilla. Fernando bebió más de lo habitual y no paraba de deslizar la mano por debajo del mantel para acariciarme el muslo.
Aquella misma noche, concebí.
Varias semanas después, navegamos por el Guadalquivir para disfrutar de nuestro muy merecido descanso en el castillo costero de Medina Sidonia.
Allí, por primera vez en mi vida, pude contemplar el mar.
Desde el momento en que lo vi, me cautivó el modo en que el sol proyectaba chispas de fuego sobre los colores de su superficie cambiante que las olas agitaban, como si estuviera hecha de muchos trozos de telas distintas de todos los colores desde el índigo hasta el esmeralda intenso, pasando por el amatista del crepúsculo. Y el sonido, aquel sonido potente al romper contra las rocas, que se convertía en un susurro al deslizarse hacia atrás, cálido y apetecible, entre mis dedos de los pies descalzos sobre la arena. Me levanté las faldas mientras la brisa teñida de sal —que después creía saborear en todos lados como si hubiera impregnado mi piel— me mecía el velo hacia atrás; quería introducirme en aquel brillo ondulante del Mediterráneo, pero nunca me habían enseñado a nadar.
Sentí su llamada en lo más profundo de mi ser, como un anhelo pagano, fuerte como el pecado.
En aquel mismo instante supe que estaba encinta, en aquel preciso momento en que la amplitud del agua que se expandía ante mí despertó las aguas que se movían en mi interior. Me volví llena de regocijo para llamar a Fernando. Estaba en la orilla con el duque de Medina Sidonia inspeccionando el contenido de una misiva que el duque acababa de entregarle. Antes de poder decir una sola palabra, se volvió y vino hacia mí con determinación y una expresión de desasosiego reveladora.
—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Qué ha ocurrido?
Me dio el papel.
—Del cardenal Mendoza ha revisado vuestra petición de la investigación eclesiástica sobre el estado de los conversos del reino. Escribe que los informes que oísteis en Sevilla apenas rozan la superficie. Según sus oficiales, se dan numerosos incidentes de conversos que mantienen sus prácticas judías a las que habían renunciado mientras fingen adherirse a nuestra fe.
Se me secó la boca al instante. Ni siquiera quería mirar la carta.
—Mendoza os pide que olvidéis vuestra petición de un edicto de Roma y establezcáis el Tribunal de la Santa Inquisición en Castilla —prosiguió Fernando—. Esto es serio, Isabel. Cuenta con el apoyo de Torquemada, quien parece haber sido informado de vuestra tolerancia hacia los judíos en Sevilla y no se muestra muy complacido por ello. Se queja de que no llegamos a ser diligentes en nuestra tarea soberana. Tanto él como Mendoza creen que revivir la Inquisición podría ayudar a descubrir a los falsos cristianos y allanar el camino para vuestro deseo de reformar la Iglesia.
Allí de pie con él en aquella playa interminable bañada por el anochecer, con la risa de nuestra hija flotando en la espuma de mar que inundaba el aire y el conocimiento de que otra criatura crecía en mi interior, en aquel mismo instante, sentí un gran escalofrió.
Doblé el papel y lo empujé con el sello y todo lo demás dentro de mi bolsita de seda que llevaba en la cintura.
—Su petición es prematura —dije—. El Tribunal de la Santa Inquisición lleva muchos años sin actuar en Castilla y necesita una reforma igual o mayor que la de la Iglesia. Además, todavía tenemos que considerar muchos detalles de este asunto. Aún tenemos que convocar a nuestras Cortes para revisar los códigos legales y constreñir los privilegios de los nobles, por no hablar, claro está, de que, al igual que de todo rey anterior, se espera de nosotros una reconquista contra los moros. No creo que sea el momento de asumir otra carga y menos una de tal magnitud.
Fernando observaba el romper de las olas y el reflujo de la marea con su perfil aguileño suavizado por el persistente crepúsculo. Finalmente dijo pensativo:
—Sin duda tenéis razón, pero sería un error ignorar la petición del cardenal. Desde que asumimos el cargo todo el mundo ha estado observándonos, esperando a que fallemos como lo hicieron nuestros predecesores. No querría que nuestros propios eclesiásticos pudieran decir a Roma que no somos devotos ya que si esperamos retomar la reconquista contra los moros como bien decís, necesitaremos que Roma autorice la cruzada. Su Santidad podría negarnos la bendición si no mostramos interés por que desaparezca la herejía en España. Además —añadió—, ¿cómo de problemático creéis que puede ser ocuparse de unos cuantos conversos corrompidos?
Le toqué el brazo.
—Fernando, puede que no sean solo unos cuantos. ¿No lo entendéis? Si lo que Mendoza y Torquemada afirman es cierto, podría significar tener que someter a cientos, quizás miles, de nuestros conversos a arresto e investigación por parte de nuestras autoridades. Eso sembraría el miedo entre nuestro pueblo en un momento en el que lo que buscamos es su confianza.
—Pero así es como funciona esto. La Inquisición fue diseñada por san Dominico para separar a los que se han salido del camino de los fieles, para salvar y purificar a aquellos cuyas almas corren el peligro de la maldición eterna. Personalmente, no creo que sean miles, pero si tal fuera el caso, ¿no sería mejor contender con ellos cuanto antes?
Hablaba como si fuera una conclusión obvia a la que había que llegar en algún momento, como si no le cupiera la menor duda de que revivir el Tribunal de la Santa Inquisición fuera la única solución sensata. En aquel momento, no supe qué responder. Sabía que compartía la misma devoción que yo; ambos asistíamos a misa con constancia y realizábamos nuestras muestras privadas de devoción. Para nosotros solo había una Iglesia, una fe. Por eso no sabía por qué temía tanto dar aquel paso.
—¿Es eso realmente lo que queremos? —dije finalmente—. ¿Autorizar una institución que responda ante Roma y cuya jurisdicción sobre nosotros será absoluta? Si solicitamos ese edicto a Su Santidad, también tendremos que aceptar su autoridad sobre este asunto. Por lo menos por mi parte no me agrada la idea de que Roma dicte cuándo y cómo debemos actuar.
Su gesto de desagrado me alivió. Como yo, él también era reticente a dejar que Roma interfiriera en nuestros asuntos. Aunque no buscábamos un enfrentamiento con la Santa Sede, tampoco queríamos que el fruto de nuestros esfuerzos fuera usurpado por los infinitos requerimientos del Vaticano, no precisamente cuando nuestras arcas estaban casi vacías. Para que nuestro país prosperara, debíamos dictar nuestras políticas interiores incluso en temas tan delicados como la unidad religiosa.
—¿Y si pedimos que la Inquisición actúe bajo nuestro control? —sugirió—. Como gobernantes de Castilla, podemos supervisar sus actividades y elegir nosotros mismos a sus tribunales y supervisores; podríamos diseñar un nuevo Tribunal del Santo Oficio según nuestros requerimientos.
—Podríamos, sí —contesté sorprendida por su pronta solución. A veces Fernando tenía una forma asombrosa de encontrar la solución a los problemas—. ¿Pero estará de acuerdo Su Santidad? No conozco a ningún monarca que haya contado con tal licencia.
—Quizás ningún monarca la ha solicitado.
Me giré para el otro lado. La brisa era más fuerte ya y agitaba el agua, que se convertía en espuma dorada. En el interior de mi bolsa, la carta me pesaba como una roca. ¿Era eso lo que requería Dios? ¿Nos había enviado a Fernando y a mí como sus navíos de fuego para que purificáramos la fe? No lo sabía; mi propia convicción, que habitualmente era muy firme, me había abandonado en aquel instante.
—Si lo consigo —dije finalmente sin apartar la vista del agua revuelta—, tendremos que actuar con cautela, con la debida diligencia. El cardenal Mendoza debe prometer que se asegurará de que todos los esfuerzos que se realicen irán destinados a devolver a aquellos que han errado a la Iglesia con medios pacíficos. No autorizaré otras medidas más duras a menos que no quede más opción. Y no quiero que los judíos sufran, solo aquellos cuya adherencia a nuestra fe esté bajo duda deberán ser investigados.
Levanté la vista hacia Fernando, que me miraba con seriedad.
—Será como ordenéis —dijo—. Me encargaré de supervisarlo personalmente.
—Entonces hacedlo —dije con calma—. Escribid a Mendoza y decidle que aprobamos su petición, pero únicamente para obtener el edicto. Me reservo el derecho de implementarla cuando me parezca conveniente.
Él asintió y me cogió de las manos.
—Dios mío, estáis helada. —Miró con gravedad a Inés, que estaba cerca de nosotros con las demás damas—. ¡Su Majestad tiene frío! Traed su capa.
En unos minutos estábamos subiendo de nuevo por el sendero que recorría el lateral del acantilado hacia el castillo de Medina Sidonia, con mis damas charlando y las mejillas de mi Isabel enrojecidas por el sol. Estaba eufórica; había olvidado por completo todo el decoro en pos de la novedad de una tarde de juegos.
—Qué bonito, ¿verdad, madre? —respiró hondo deslizando su mano entre la mía cuando nos detuvimos en la cima para divisar cómo el mar se desplegaba hacia el horizonte como una seda infinita—. Pero es muy grande. Beatriz dice que se podría navegar por él y no llegar nunca al final. Debe de ser muy solitario.
—Sí —dije con nostalgia—. Supongo que lo será.