CAPÍTULO X
Mr. Harrison tenía la desesperación pintada en el rostro.
Ya no quedaba nadie en el hospital que lo había albergado apenas un mes atrás. Sólo él y sus culpas.
Al ver a un médico joven que asomaba por el pasillo se apuró a interceptarlo.
—¿Cómo está, doctor?
—Su estado es reservado. El agua ha impactado de lleno sobre su rostro. Probablemente pierda el ojo izquierdo. Su piel tampoco será fácil de recuperar. Tendrá que someterse a múltiples injertos. Pero eso será sólo en el futuro. Ahora lo único que nos preocupan son las infecciones.
—¿Infecciones?
—El cincuenta por ciento de su rostro ya no tiene piel que lo proteja.
—Ella no es de aquí... ¿Cree que sería mejor mandarla a su patria para que complete el tratamiento junto a su familia?
—Está consciente, pero dudo que pudiera soportar un viaje. Al menos hasta dentro de unos meses. Luego, usted decidirá. ¿Es su empleada, no?
—Sí... Ya alcancé los papeles del seguro... Pero dadas las circunstancias me pareció que lo mejor sería enviarla de regreso. Aquí no tiene a nadie.
—Vuelva a preguntármelo en un mes. Entonces le podré dar una respuesta más definitiva.
El médico se alejó por el pasillo y Harrison volvió a quedarse solo.
—¡Qué lío todo esto!
—¡James!
—Vengo del destacamento policial.
—¿Lo han demorado?
—No por mucho tiempo... El hindú dice que sólo se trató de un accidente. Es posible que lo liberen antes de la tarde.
—¡Maldito! Estoy seguro que ha sido intencional... Diana me contó que ellos tenían relaciones. Eran amantes... Y esto lo confirma. No hay nada peor que la ira de un amante despechado.
—¿Despechado? ¿Crees que la dama le ha dado motivos para actuar así?
—Ningún motivo es suficiente como para hacer semejante barbaridad. Lo que digo es que, considerando la mente enferma de ese hombre, bien es posible que haya bastado una pequeña indiscreción para encenderlo.
—Creí que tu empleada era una mujer seria.
—Ahora que ha ocurrido este accidente todos tienen algo que decir de ella. Yo también la creía decente, pero, ya ves... Vivir para aprender.
—Como sea, esto va a costarte una fortuna. Es cierto que tienes seguro, pero esa gente ya se las ingeniará para que te hagas cargo de algo. No olvides que el accidente ocurrió en tu castillo.
—Lo sé, y estoy dispuesto a pagar lo que sea con tal de sacarme el problema de encima. Cuanto más pronto me libere de la dama, será mejor. Ese Julius, o Kabir, o como se llame, me produce escozor, y ya ha demostrado ser capaz de cualquier cosa. Creo que fue ella la que lo trajo a casa, así que los prefiero a los dos lejos de mi vida cuanto antes.
—Me parece muy sabio... Por cierto, ¿dónde está Irene?
—Allí, cuidando de Dorinda... Desde que ocurrió el accidente que no se ha separado de ella, aún a pesar de las quemaduras en su espalda. Creo que se siente un poco culpable porque, de no haberse agachado a tiempo, el agua la hubiera impactado de lleno.
—Por fortuna no fue así.
—Por fortuna, o por una suerte de justicia superior. Como sea, le agradezco a Dios por eso.
Irene asomó por el pasillo.
—Mr. Harrison... Dorinda quiere hablar con usted.
—¿Es conveniente que lo haga?
—Está tan inquieta, que el doctor se lo permitió.
Al entrar a la sala el mister tuvo que contener sus ganas de vomitar. La imagen de su empleada era estremecedora.
—¿Qué ocurre, Dorinda?
—Se lo suplico, Mr. Harrison..., ¡no lo deje escapar! Sé que ha sido a propósito... Sé que Mrs. Diana le pagó para que lo hiciera.
—¡Eso es una tontería, Dorinda! ¿Por qué querría Diana que Julius la deformara?
—No a mí. A Irene...
La pareja se estremeció.
—¡Revise su cuenta bancaria si no me cree! –insistió Dorinda—. Sé que cobró el dinero un par de días atrás.
—Pero... si usted estaba al tanto de esta locura, ¿por qué no hizo nada para evitarla?
—Julius me confesó que con Lady Di tenían un plan para destruir a la argentina, pero nunca me dijo cuál. Por eso lo seguí esta mañana... Para proteger a Irene.
—Pues si nos hubiera alertado a tiempo...
—¿Cómo? Recién ayer me enteré de lo del depósito bancario que habían fraguado con Diana. Sólo por mi insistencia me contó las mentiras que le había dicho a usted acerca de Mrs. Campos.
—¿Qué mentiras? –preguntó la argentina con inocencia.
—Unas que nadie creyó –se apuró a decir Mr. Harrison, ansioso por desviar la charla—. En cuanto a usted, Dorinda, será mejor que descanse. Pondré todo en manos de mi abogado y haré lo imposible para que el hindú no salga bien librado de esto. Y sepa que toda mi fortuna estará a su disposición para que vuelva a ser la misma... Ahora que sé que puedo confiar en usted, tiene mi apoyo asegurado.
Sí, Mr. Harrison era un hombre práctico. Siempre había necesitado de pruebas para confiar en los demás. Sólo con Irene, incluso a pesar de la evidencia que apuntaba en su contra, le había bastaba esa conexión absurda entre los dos para entregarse a ella en cuerpo y alma.
¡Qué extraño!
O, mejor dicho, que predecible.
¿Acaso no era la confianza un signo de verdadero amor?
* * *
—¿Prefieres que llame a otra instrumentista?
—¿Por qué?
—Después de lo de la otra noche...
—No sé a qué te refieres.
Marina observó al doctor Núñez, confundida. Era increíble la frialdad con que Jorge podía dirigirse a ella luego del traspié del sábado.
La muchacha, en cambio, se sentía en falta. Como si hubiera fallado. Como si “le” hubiera fallado.
La llegada de otros doctores los obligó a callar.
—Jorge –susurró Marina al terminar la operación, en un aparte—, de verdad quería disculparme contigo. Fuiste más que decente al dejarme ir.
—No... Fui más que estúpido. No se juega así con las expectativas de un hombre. Yo... Yo sentía cosas por ti. Es más, todavía las siento. Y me pone furioso que no te pase lo mismo. Lo lamento de verdad, porque no vas a encontrar a nadie más sincero, ni a ninguno más cuidadoso que yo.
—Lo sé, pero...
—¡Calla!... Viene gente.
Otra vez aquel hombre huidizo tomó una actitud distante. Y bastó ese gesto para que Marina trocara toda la culpa que sentía en desconfianza. ¿A qué iba tanta discreción? ¿No era acaso eso lo que los había separado desde un principio? Nunca había podido entregarse del todo a una relación que él insistía en mantener en la oscuridad, como si hubiera algo reprobable en ella.
Y de repente fue como si un velo cayera de sus ojos. Miró a su alrededor y chocó con la figura deseable de la enfermera nueva, una morenita como ella, con la que apenas había cruzado palabra.
Por un segundo dudó en hablarle. Pero luego tomó valor, quizás buscando limpiar su consciencia y justificar sus miedos.
—¿Qué opinas del doctor Núñez? –la encaró sin ninguna introducción.
La muchacha no ocultó su sorpresa.
—¿Por qué me preguntas eso a mí?
Marina se arrepintió de inmediato. ¿Qué derecho tenía a desconfiar de él y a ponerlo así en evidencia?
—No... Sólo lo decía porque me parece lindo –se justificó.
—Tiene otros valores además de la belleza. Está muy comprometido con su profesión, y es un cirujano excelente.
Ahora se sentía avergonzada. ¡Eran ideas suyas! Todos tenían la mejor opinión de Jorge. Todos, menos ella, que era una tonta incapaz de confiar en nadie.
—Sí... –reflexionó como para sí misma, en medio de un suspiro—. Cualquier mujer estaría feliz de que la eligiera
—Tendría que tratarse de alguien muy especial... ¡Si permaneció soltero hasta ahora, con tantos buitres rondando!
La enfermera Guerra, que acababa de llegar, se entrometió en la conversación.
—¿Quién permaneció soltero?
—El doctor Núñez –respondió Marina.
—¿Sí?... ¿Y con la esposa que hizo?
—No, Guerra..., te equivocas. Hablamos de Jorge Núñez, el cirujano.
—Sí, ya sé. El mismo que acaba de extirpar un pólipo endometrial en el quirófano cinco. A él le encanta hacer un misterio de todo, pero yo les aseguro que tiene una mujer. Un día vino a buscarlo, ¡y con dos niños!
Marina no acababa de reponerse de la noticia, cuando la reacción de la enfermera nueva la descolocó.
—¡Eso es imposible! –saltó la joven—. Yo sé que es soltero. Él mismo me lo dijo –concluyó con desesperación.
Demasiada desesperación.
Las otras la observaron sin ocultar su lástima. Después de todo, ¿quién no había estado allí?
—Déjame adivinar, querida... –se adelantó Guerra, interrumpiéndola—. Tú y él están saliendo juntos, pero sólo por protegerte de las habladurías te pidió que fueras discreta.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque ese es el verso que todos hacen aquí –explicó la vieja enfermera.
—¡No! Jorge no. Él no es como los demás... ¡Son ustedes, que están celosas!... Sólo por envidia dicen tantas mentiras –intentó defenderse la nueva.
Marina la observó, atónita. ¡De verdad esa muchacha estaba enamorada! Lo suficiente como para no dudar de su amante aunque todo indicara lo contrario.
¿Entonces era la desconfianza un síntoma de desamor?
Y quizás por esa indiferencia crónica hacia el doctor Núñez que Marina padecía, ahora, al saber la verdad, la muchacha, más que burlada, se sentía libre.
—No. Nadie te miente... –insistió al fin—. Es más, apuesto a que el último sábado Jorge te sorprendió a eso de las diez de la noche, y de seguro permaneció contigo hasta la mañana siguiente.
La otra la observó, atónita.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque esa iba a ser yo –confesó Marina, sin una pizca de orgullo o desdén.
Al escuchar sus palabras la enfermera Guerra la observó con suspicacia.
¡Vaya que escondía sorpresas la virgen de la clínica!
* * *
Lucero dejó caer la bandeja que llevaba en las manos.
—¡Me asustaste!... –se quejó—. ¿Qué haces aquí, a esta hora? ¿Te sientes bien?
Francisco, sonriente, la observó agacharse. Desde esa perspectiva su empleada se veía aún más sensual y atrayente que de costumbre.
Pero por mucho placer que le causara esa visión, se obligó a ayudarla.
—Avisé que esta mañana no iba a ir al hospital.
—¿Por qué?
—Porque quería estar a solas contigo.
Algo en el interior de Lucero la sacudió, y urgido por esas palabras su sexo comenzó a palpitar.
—Pues lamento informarte que no estoy usando ningún método anticonceptivo, si a eso te refieres. No estoy lista.
Lucero escupió esas palabras con el tono justo como para iniciar una pelea, porque necesitaba algo que la alejara de sus propias ansias. Pero la respuesta de ese hombre dulce la desarmó:
—Hay muchas formas de estar juntos, y hoy pienso disfrutarte todo lo que se pueda... ¿Cuándo vas a convencerte? No sólo quiero tu cuerpo, Lucero. Te quiero a ti.
Y quizás por esa extraña complejidad de la psiquis femenina que tanto confunde a hombres y a mujeres, el que Francisco no deseara nada de ella, la hizo desearlo con intensidad.
Por un buen rato lo dejó hacer, conmovida. Escuchó sus confidencias, sus dudas y sus miedos, mientras intentaba vanamente retomar el ritmo de sus tareas.
Pero nada era igual. Él estaba ahí. Tan cerca, que quemaba.
Y bastó que Francisco se acercara para susurrarle algo al oído, para que ella se echara entre sus brazos y comenzara a besarlo con pasión.
Sí, ahora todo su ser la traicionaba, urgido por esa necesidad de él que, de tan fuerte, le hacía daño.
Ya no podía escuchar a su sentido común. Ya era incapaz de hacer cálculos sobre el futuro. Sólo podía percibir la excitación de él, su hombría avasallante. Su calor.
—¡Lucero!... ¡Ya estamos de regreso! ¿Falta mucho para el almuerzo?
La voz de las niñas los despertó.
“De haber llegado veinte minutos después”, se dijo Francisco, frustrado, con el tiempo justo como para huir al cuarto de baño.
“De haber entrado media hora antes”, suspiró Lucero, mientras se apuraba a acomodar su ropa.
—¿Hay alguien más en la casa? –se extrañó Melina al entrar a la cocina.
—Tu padre.
—¿Qué hace él aquí a esta hora? –preguntó Rocío con suspicacia.
Lucero se ruborizó.
¡Parecía mentira! Durante más de diez años había sabido dominar su cuerpo, obligándolo a callar, y ahora la sola presencia de Francisco le impedía doblegar su deseo.
Era ridículo negarlo: estaba caliente hasta el delirio.
Y no iba a aguantar mucho más.
* * *
A pesar de sentirse libre de culpa por el episodio con el idiota de Núñez, Marina no pudo evitar que una extraña congoja se apoderara de ella en cada paso de su regreso a casa. Para colmo, al tratar de comunicarse con Lucero, ella apenas le había dedicado unos minutos... Y ahora esa angustia creciente la atenazaba. Como si algún peligro se abatiera sobre ella. Como si su vida estuviera a punto de cambiar para siempre.
Caminó por las calles oscuras hasta llegar a su edificio. Se sentía sola y triste. Vacía. Decepcionada de un mundo que albergaba estúpidos aprovechadores como Jorge Núñez, egoístas vengativas como Gloria, o simplemente malvados, así, a secas, como Ramiro Ramos. ¿Por qué la gente empleaba tiempo precioso de su vida en lastimar a otro, en vengarse, o en robar su inocencia?
Por un instante, y al revés de lo que le ocurría siempre, Marina rogó por encontrarse con otro ser humano en el elevador. Alguien que le permitiera tener una charla casual, simple, pero que la hiciera sentir acompañada.
Pero no, por primera vez la casa estaba extrañamente silenciosa.
Marcó el tercer piso, pero al llegar allí un ligero gemido llamó su atención. Caminó por el pasillo buscando la fuente de ese sonido que había roto el silencio profundo y reverente que inundaba el lugar.
Nada.
Llegó hasta su propia puerta, sólo para notar que la de su vecino estaba entreabierta.
Se quedó quieta, contemplándola como si con eso pudiera obtener una respuesta a esa imagen tan extraña en un mundo dominado por la inseguridad, que obligaba a todos a vivir encerrados bajo una montaña de candados y rejas. Pero nada ocurrió. Nadie parecía preocuparse por una puerta abierta en un hogar con un niño travieso y andariego.
Extendió la mano dispuesta a cerrarla sin más, remediando el descuido, pero entonces volvió a escuchar ese sollozo quedo, tímido, y no tuvo dudas que provenía del interior.
En silencio recorrió la sala y la cocina. El lugar estaba vacío y con el aspecto de haber sido asaltado por una banda de rufianes, un aspecto no muy distinto al que tenía habitualmente bajo la esmerada atención de Luciana, que no se distinguía por sus dotes de ama de casa. Y quizás porque todo era raro, no había nada raro allí.
De nuevo ese quejido lastimero le arañó el alma.
Abrió la puerta del dormitorio, (una libertad que nunca se hubiera tomado de ser otra la situación), y se quedó petrificada.
Allí estaba él. Sentado en el piso. Apoyado en el dintel de la puerta que llevaba al cuarto de baño, con la cabeza gacha y el gesto abatido. Llorando.
Por un instante la muchacha pensó en retroceder, en volver a casa como si nunca hubiera visto nada. Pero la misma fuerza que la había alejado tan tenazmente de Jorge Núñez el sábado anterior, la empujaba ahora en la dirección contraria, hacia ese hombre ajeno que sin embargo percibía tan adentro suyo.
—¿Qué ha ocurrido, Javier?
Él levantó la cabeza, sorprendido de verla.
—Se fue... Simplemente se fue y se lo llevó.
—¿Luciana se fue? ¡No te amargues!... De seguro ha sido sólo una locura del momento. La conoces. Tu mujer siempre está gritando. Ella es así. Ya regresará.
—No... Esta vez se fue para siempre. Lo sé. Roli está de por medio. Ha vuelto.
—¿Roli?
—Uno de los novios que tenía cuando la conocí –explicó con fingida compostura, antes de romper en llanto—. Ay, Marina... Va a quitármelo... Va a quitármelo para siempre.
La muchacha se aproximó, arrodillándose a su lado, incapaz de tolerar tanto dolor.
—No seas tonto, Javier... Eso es imposible. Aun cuando Luciana se fuera con otro, hay regímenes de visita. Nadie puede arrebatarte un hijo.
Otra vez las lágrimas enturbiaron la bella mirada castaña de ese hombre destruido.
—Hoy me dijo... –intentó explicar. Pero necesitó reponerse para terminar la frase—. Hoy me confesó que Nico no es mío... ¡Va a quedárselo, ¿entiendes?! ¡Va a separarnos para siempre!
La muchacha no podía salir de su asombro.
—Pero... Eso es imposible... Tiene que ser un invento de Luciana. Algo que te dijo por despecho.
—No, Marina..., no. Siempre lo supe... Cuando Luciana quedó embarazada yo tenía veinticuatro años. Me acababa de recibir, pero en verdad me dedicaba tiempo completo a la música. Había vendido mi primera canción y me sentía en las nubes... ¡Todo era una locura! Puro placer. Hasta que una noche, no me preguntes cómo, desperté junto a Luciana. Ella era la novia de Roli, uno de los chicos de la banda, pero en ese momento estaban peleados. Por un tiempo no volví a saber de ella. Hasta que un buen día apareció por casa para decirme que estaba embarazada y que yo era el padre. Esa misma noche se mudó conmigo. Como te imaginarás, yo era inocente pero no estúpido. ¡Claro que tenía dudas! Sólo dejé que se quedara porque me daba lástima. Entonces se hizo la primera ecografía y las fechas tampoco coincidieron. Ella, sin embargo, insistía con eso de que el bebé era mío. La madre la había echado y estaba desesperada, así que me limité a esperar a que el niño naciera para poder hacerle un ADN y salir de dudas. Pensé que luego de eso simplemente la despediría de mi casa y de mi vida... Pero cuando Nico nació... Cuando él nació fue tan fuerte... Tan increíble... No eres nadie, y de repente tienes a esa cosa pequeña entre las manos. Tan frágil, tan necesitado de todo. Tan indefenso... Y algo se quebró adentro mío. Y ya no me importó el ADN, porque Nicolás era mi hijo. ¡Mi hijo! Y esa misma noche juré que, al menos a él, nunca le iba a faltar un padre...
Ahora las lágrimas lo ahogaban, por lo que agachó la cabeza buscando ocultar su rostro.
Marina lo acarició con dulzura.
—Cuando se dio cuenta de mi compromiso con el niño –continuó Javier—, Luciana se aprovechó. Cada pelea que teníamos dejaba entrever que yo no era el padre, y que podía quitármelo cuando quisiera. Lo dejaba entrever... Pero sólo hoy lo dijo. Y eso únicamente puede significar una cosa: al fin consiguió otro idiota que la mantenga, y de verdad quiere llevárselo de mi lado.
—¿Crees que tiene un amante?
—Siempre supe que se acostaba con otros... Y desde hace unos meses... yo..., yo no he vuelto a tocarla.
Javier acarició con la mirada el rostro suave de Marina, deteniéndose en sus labios carnosos como si estuviera hipnotizado.
—Tú no sabes las cosas a las que renuncié por Nico –continuó con esfuerzo.
—Eres el mejor de los padres...
—No... Tú no sabes a lo que renuncié por él.
La muchacha se incomodó.
—Será mejor que me vaya.
—¡No, por favor! Te necesito tanto... Es decir... No, no sé lo que quiero decir. ¡No sé lo que siento! Sí sé lo que siento. Es que no puedo..., no debo... No quiero lastimarte, Marina. Tú... Tú te mereces a alguien como ese tipo. Como el doctor ese con el que sales... De verdad no quise entrometerme. Es..., es que no lo pude evitar.
—No hablemos de eso ahora. Creo que lo mejor será que llames a la madre de Luciana y trates de que interceda entre ustedes.
La muchacha se puso de pie.
—¡Vamos, Javier! No ganas nada lamentándote. ¡No puedes entregarte! Tienes que salvar a tu hijo de las garras de su propia madre.
Aquel gigantón se puso de pie, cubriéndola con su sombra.
—¿Entonces me entiendes, Marina? Yo soy lo único que Nico tiene. No puedo dejarlo solo... No tienes ni idea de lo que significa ser un niño y estar solo. Sin nadie que de verdad te quiera. Sin ninguno que te proteja...
No... Marina nunca se había sentido sola de niña.
Pero ahora...
Y bastó que la muchacha pensara eso para que Javier se quedara contemplándola, como si pudiera leer su alma. Su tristeza. Su desasosiego.
Y fue demasiado para los dos.
—Marina, si yo pudiera...
—Lo sé.
—Marina, si yo fuera libre...
—Lo sé.
—Marina, yo...
—Calla. Será mejor que llames a tu suegra antes de que sea tarde.
—Sí... Será mejor que lo haga.
—Me voy.
—Sí... Será mejor que te vayas. Que te alejes de mí.
—No quise decir eso.
—Yo sí. Quise decir exactamente eso. Aléjate de mí, Marina, porque estoy a punto de volverme loco.
La joven tomó distancia. Y ya iba a salir del cuarto cuando le echó un último vistazo. Se lo veía tan solo, tan destruido..., tan vulnerable, que simplemente no lo pudo tolerar más.
Corrió hasta él y lo acarició con dulzura, buscando con avidez su mirada.
—Vete, Marina, vete... ¿Acaso no entiendes lo que me pasa contigo? –preguntó él con desesperación.
Y entonces ya no pudo más y comenzó a besarla. A recorrerla con todo ese deseo que llevaba meses guardando. Con toda esa necesidad que había callado desde el primer día.
El ruido de la puerta de calle al cerrarse los separó. Era Luciana que estaba de regreso.
—Marina, yo... –intentó balbucear él.
Pero la muchacha cruzó una mano sobre su boca y lo detuvo.
—Shhh... Ahí está tu hijo. Ve a buscarlo... Eso es lo único que importa.
—¡No! No es lo único.
—Pero él te necesita más.
Se soltaron en el momento exacto en que Luciana se asomaba.
—¡¿Qué hacen ustedes ahí?! ¡¿No pudieron esperar cinco minutos para meterme los cuernos?!
—¡¿Dónde está Nicolás?! –gritó Javier, tratando de reponerse.
—Si alguien tiene derecho a hacer un escándalo en esta casa soy yo. ¡No me grites!... Tu hijo está allí, en su cama, durmiendo. ¡Menos mal! De lo contrario hubiera tenido que explicarle qué mierda estaba haciendo su padre en la mía, con otra.
—¡Marina no es otra...! –intentó aclarar Javier, desafiante.
Pero su vecina lo detuvo.
—¡Míranos, Luciana! No estábamos en la cama. Estamos aquí, hablando de lo que hiciste.
—¡¿Aquí?! ¡¿En mi cuarto?!
—Fue aquí donde lo encontré a Javier, llorando, luego de que te fuiste...
—Pues, para la próxima, aprende a no meterte adonde no te llaman –se quejó de mal modo, mientras empujaba a su joven rival fuera del dormitorio.
—¿Qué ocurrió con Roli, Luciana? –preguntó Javier con un dejo de desprecio—. ¿Acaso él no fue tan idiota como yo?
—¡Claro que no! Él amasó una inmensa fortuna componiendo... ¿Por qué no compones tú también, en tus ratos libres?... ¡Si vieras cómo vive la esposa!
—¿Tiene esposa?... ¿Por eso regresaste?
—¡Ah! ¡Momentito! Todavía no regresé. Tengo algunas condiciones para hacerlo. ¡Mis condiciones!... Porque...
Marina se salió del cuarto antes que Luciana continuara. Ya no tenía nada que hacer allí.
Cruzó la sala hasta la cuna de Nicolás, y se agachó para besarlo.
Dormía tan plácido... Se lo veía tan hermoso... Tan vulnerable...
Como el padre.
¡Lástima!
* * *
Lucero aceleró el paso. Había estado deambulando confundida por horas. Cansada de tanto dudar.
Visto desde afuera la situación era muy romántica: Francisco no sólo era un hombre con todas las letras, sino que además pertenecía a la clase acomodada, y era el padre de las mismas niñas que ella amaba con locura. Pero la vida real sabía poco de romanticismos. En la vida real los dos eran muy distintos, y ella llevaba las de perder. ¿Qué iba a ocurrir si se entregaba a él sin condiciones? ¿Y si el doctor Iriarte terminaba exigiéndole todo, sin ofrecer nada a cambio?
No podía librarse de tanta inseguridad.
¿Qué ocurriría si lo defraudaba en la cama? No tenía demasiados parámetros como para jactarse de ser una buena amante. Y para colmo hacía como mil años que no se acostaba con nadie. Claro que siempre se había enorgullecido de su físico, pero ahora ni siquiera estaba segura de eso: no todo permanecía tan en su sitio como antes. Vestida resultaba pasable, pero desnuda...
No... Definitivamente no había nacido para padecer las inseguridades de una amante. Y su jefe ni se soñaba mencionar la palabra “matrimonio”
Por supuesto, tanto era su deseo, que de haber tenido diecisiete años otra vez nada de esto la hubiera detenido. Pero ahora se acercaba peligrosamente a los cuarenta y tenía miedo del futuro.
¿Acaso amaba tanto a Francisco como para arriesgarse?
Pero, peor aún: ¿la amaba él lo suficiente como para no salir lastimada al hacerlo?
—¿Siempre andas tan apurada, o me estás evitando?
Lucero se detuvo, sorprendida por esa voz familiar que no parecía salir de ninguna parte.
Y entonces Inesita la enfrentó.
—Estoy segura de que te sientes orgullosa.
—¿De qué?
—De habernos separado... Apuesto a que te burlas de mí cada vez que Francisco se mete en tu cama. ¡Conozco a las de tu clase!
—Mi clase no es muy distinta a la suya: las dos somos mujeres. Lamento que nos interese el mismo hombre.
—¡Cuánto orgullo!... Pero te va a durar poco... ¡Vaya sorpresa que te espera pronto!
—¿A qué se refiere?
—Los hombres son crueles, querida, y Francisco no es la excepción. Ignoro lo que te dijo, pero lamento informarte que no me dejó por ti.
—¿No?
—¡Claro que no! Tras la muerte de Lili está prácticamente en la calle. Le debe hasta al almacenero. Y con lo miserable que son los sueldos de los médicos en la Argentina, dudo que pueda recomponer su situación algún día.
—No entiendo qué tienen que ver los apuros económicos de Francisco con...
—¡¿No lo sabes?!... Yo, querida, no soy mujer para pasar miserias. Mis tres maridos han sido ricos, y no pienso hacer una excepción con el cuarto.
Lucero sonrió con descaro.
—Entonces fue usted la que lo dejó a él.
—¡No seas cínica! Sabes que fue al revés... Pero no importa, porque a ti sólo te usó de aperitivo.
—¿A qué se refiere?
—A Amanda Peterson. ¿Te suena? Abogada, treinta y cinco años, una figura escultural. Socia en uno de los estudios más importantes de Buenos Aires... Conoce a Francisco desde hace muchos años, y siempre le tuvo ganas.
Lucero empalideció, lo cual hizo que la otra se envalentonara.
—Ella estaba viviendo en España, pero ahora ha regresado. La semana pasada Francisco le pidió dinero y terminaron en la cama. Él mismo me lo confesó. Pero una mujer así no es sólo una aventura pasajera. Estoy segura que, ahora que ella es libre, pronto se casarán... ¡Son el uno para el otro!
Tan turbada estaba que, sin siquiera despedirse, Lucero continuó su camino.
Desde el otro lado de la calle la otra la observó partir, triunfante.
* * *
—Así que ni bien me doy vuelta aprovechas para ir a buscar a mi marido.
—Yo no estaba buscando a nadie. Sólo lo encontré tirado en el piso, llorando, como tú lo dejaste. Y por cierto no tenías ningún derecho a decirle semejante barbaridad.
—Ah... Veo que hablaron.
—Sabes que Nicolás es hijo suyo.
—¡Por supuesto que lo sé!... Sólo esperaba que Roli albergara alguna duda. Verás, con lo que Javi gana apenas si nos alcanza. Intenté que su padre nos pasara algo a cuenta de la herencia, pero...
—Alberto no es el padre de Javier.
Luciana la observó con suspicacia.
—Veo que lo sabes todo... Entonces debes estar enterada también que mi Javi es su único heredero. Y el viejo se está muriendo... Por eso peleamos. Por eso me fui... Si mi marido fuera más ambicioso... Si Elvira supiera jugar mejor sus cartas...
—¿Ignoras lo que ese hombre les hizo?
—¡Lo pasado, pisado!... Y, por cierto, sólo por eso voy a perdonar tu indiscreción de ayer... Después de todo, no dudo de tus buenas intenciones: sé que eres una chica seria. Así que, en muestra de buena voluntad, te dejaré al bebé para que lo cuides.
Marina se sobresaltó.
—¡No!... No puedo quedarme con Nico.
—¿Por qué no, si te encanta?... ¿O es por lo de mi marido? Si es por eso, no te preocupes... No va a volver a ocurrir. Ya aclaré las cosas con Javier.
—¿A qué te refieres, Luciana?
—Al beso que se dieron anoche... ¿Cómo? ¿Pensaste que lo ignoraba?
* * *
No hay peor cosa para la mente retorcida de una mujer insegura que ser azuzada por una rival. De inmediato toda lógica se evapora, y esas dudas que antes apenas se insinuaban, logran apoderarse de ella hasta ahogarla sin piedad.
Así se sentía Lucero mientras caminaba por la calle desierta. Y es que las palabras de Inesita no carecían de fundamento.
No, no era un simple chisme dicho al azar. Por el contrario, ahora podía verlo todo claro.
Una semana atrás la tal Amanda había llamado a la casa, y luego de eso nada fue lo mismo. La actitud de Francisco y su relación con ella habían dado un giro de ciento ochenta grados. Ya no la apuraba para tener sexo. Ya no la perseguía, tentándola. Por el contrario, se lo veía alegre y despreocupado.
Lucero se estremeció.
¿Acaso iba a perder al único hombre que le había interesado, además de Horacio?
¿Acaso estaba condenada a ser infeliz para siempre?
* * *
—¡Javier!... ¿Por qué le contaste a tu mujer que nos besamos?
—Porque lo hicimos. Y a pesar de que sé ocultar muy bien mis sentimientos, soy incapaz de mentir... Soy un hombre, Marina. Un hombre demasiado escrupuloso como para ser feliz. Pero lo último que quiero es arrastrarte a mi infierno... Ayer... Ayer me equivoqué contigo –declaró en tono solemne.
—¿No fue sincero ese beso entonces?
Javier se deshizo ante sus ojos.
—¡No!... ¡Dios!... Fue lo único sincero que hice en meses –confesó con turbación—. Yo... –comenzó a decir con vehemencia, pero se detuvo en seco, arrepentido.
—¿Tú?
—No puedo abandonar a Nicolás... Millones de veces le reproché a mi madre por no atender mis necesidades de niño aún a costa de sus propios sentimientos, como para terminar ahora haciendo lo mismo.
—Lo entiendo... Y sé que Nico es lo primero en tu vida. Pero eso no significa...
—Eso significa que no puedo ofrecerte nada. Luciana ya me lo advirtió: el niño viene junto con la madre, en un paquete... Y yo..., yo no puedo fallarle a mi hijo.
—Entonces...
Antes de responder Javier la tomó entre sus brazos.
—Te amo, Marina... Te amo más que a nada. Te amo tanto..., como para no retenerte.
La soltó abatido, y continuó.
—No puedo atarte a una promesa que quizás nunca pueda cumplir. No puedo pedirte...
Ahora fue ella la que lo interrumpió.
—¿Y si yo quisiera...?
Los bellos ojos castaños de él se llenaron de lágrimas. Por un minuto Marina pudo descifrar la lucha que se abatía en su interior.
—Si fueras tan tonta como para enamorarte de un hombre comprometido –dijo al fin—, te protegería de ti misma... Te dejo libre, Marina. Yo, por desgracia, no lo soy, y no puedo darte nada de lo que te mereces. Lo único que puedo ofrecerte es compartir mi infierno.
—¿Y si yo quisiera...?
—¡No! Tienes veintidós años, eres buena, sensible, hermosa, inteligente. Te mereces mucho más que alguien como yo.
Agachó la cabeza entristecido, antes de continuar.
—Será mejor que me vaya. Luciana llegará en cualquier momento... Además, ya tomé una decisión, y te consta que soy muy terco. Nada me hará cambiar.
—Pero yo te amo. A ti y a tu infierno.
Javier se detuvo, electrizado.
Nada lo haría cambiar de opinión.
Excepto eso.
Por un minuto toda su estructura de hombre arrogante se tambaleó.
—No lo repitas, por favor, porque me lastimas. Créeme, nadie ama vivir en un infierno. Y tú vales demasiado como para ser sólo una amante oculta en las sombras, sujeta a las tonterías de Luciana. Sufriendo, como yo, bajo su dominio... No, por mucho que te desee no tengo el valor de hacerte tanto daño.
—Entonces...
—Esto es el adiós. Desde hoy volveremos a ser sólo buenos vecinos.
—¿Y ese beso?
La contempló con dulzura. Dibujó con su mirada el contorno perfecto de su rostro. Acarició, sin tocar, la exuberancia de su boca carnosa. Y se detuvo en ella, hipnotizado.
—Ese beso... –llegó a decir.
Y entonces, incapaz de dominarse, de nuevo recorrió esos labios con los suyos. Buscó la lengua de ella, embriagado en su frescura, y se dejó arrastrar por el deseo compartido.
Fue sólo un segundo. Luego recobró la calma, y alejándose, dijo con solemnidad:
—Ese beso nunca existió.
* * *
Lucero entró en la casa a hurtadillas. Lo último que quería era encontrarse con alguien. No estaba lista para enfrentarse a su jefe, y no tenía humor para tolerar las exigencias de las niñas.
Sin embargo una extraña agitación proveniente de la sala la hizo acercarse hasta allí. ¿Qué estaba ocurriendo a esa hora de la noche?
Pegó su oreja a la puerta, pero con tanta mala suerte que enseguida Francisco la abrió, haciéndola caer entre sus brazos.
—¿Qué estabas haciendo, Lucero?
—Iba a despedirme cuando usted abrió.
—Pues llegas en el momento justo. Quería presentarte a una amiga.
Lucero echó un vistazo rápido al interior de la sala. Allí estaba ella, su rival. Una criatura armoniosa y sexy, capaz de hacer perder la cabeza hasta al más puro de los hombres.
Y Francisco no era el más puro de los hombres.
—Esta es nuestra Lucero, Amanda.
El dueño de casa acudió al llamado de una de sus hijas, dejando a solas a las dos mujeres.
—¡Al fin nos conocemos!–se alegró esa dama escultural— Todos en esta casa no hacen otra cosa más que hablar de ti.
—¿Todos?
—Francisco, las niñas... y por supuesto Romina –concluyó, mientras la observaba con suficiencia— Y hablando del diablo, allí llega nuestra amiga...
En efecto, “la tía Romi” no tardó en reunirse con ellas, encantada.
—Lucero es más que una criada en esta casa –se apuró a decir al acercarse— Es... Es casi como un ama de llaves. No creerás, querida Amanda, las atribuciones que se toma.
—Será que Francisco se lo permite –reflexionó la dama sin perder su tono amistoso ni su sonrisa. Y dirigiéndose a Lucero, agregó— No te culpo por seguirle el juego, queridita. Tu patrón le hace perder la braga a cualquier mujer.
—Pues la mía sigue bien puesta –se enojó la aludida. Aunque esa era una verdad a medias.
—¿De qué hablaban? –preguntó Francisco, incorporándose a la charla.
—Del lugar que le das a Lucero en esta casa... –aclaró Romina, y dirigiéndose a ella, ordenó— Por cierto, y ya que estás en tu horario, prepara el cuarto principal. Amanda y yo nos quedaremos a pasar la noche aquí. Las niñas nos prestarán algo de ropa.
Lucero miró al dueño de casa horrorizada, buscando una confirmación.
Él sólo atinó a disculparse.
—Yo las invité... Con Amanda hace un siglo que no nos veíamos, y tenemos mucho que hablar.
Al escuchar la noticia Lucero no pudo evitar ruborizarse de furia. ¡Enloquecía de celos! Y sólo para que ese hombre insensible no lo notara, obedeció la orden de esa desubicada sin chistar.
En la sala continuaban las risas, mientras ella masticaba su amargura en silencio, tendiendo con esmero la cama de su oponente.
Una vez terminada la tarea se dirigió sin saludar hasta su cuarto en el extremo opuesto de la casa. Pero no acababa de desvestirse cuando escuchó un par de golpes en la puerta.
—¿Quién es?
—Soy yo, Francisco... ¿Te acostaste?
—Sí.
—Ábreme.
—Equivocaste el rumbo. Y además el dormitorio de tu amiga te queda más cerca.
—¿Estás celosa de Amanda? –preguntó el otro encantado.
—¿Por qué la invitaste a la casa?
—Para que pudiera conocerte... Le hablé de ti con tanto entusiasmo, que...
—¿Sólo para conocerme?
—Es una amiga.
—Pues vi cómo te miraba. Las amigas no miran así.
—¡Estás celosa!... ¡Al fin! Creí que yo era el único que sufría en esta relación.
—¿Qué relación?
—¡Ábreme!
—¿Por qué va a quedarse aquí para pasar la noche?
—Me siento ridículo hablándole a una puerta. ¡Ábreme!
El ruido seco de una cerradura al desbloquearse lo interrumpió.
Sí, allí estaba Lucero... Enfurecida, y más hermosa que nunca.
Loca de rabia, su empleada le dio la espalada y fue a sentarse a la cama. Él la siguió maravillado, y se ubicó junto a ella sin atreverse a tocarla.
—Sabes que lo que siento por ti es verdadero. Amanda sólo vino a...
Y como si hubiera conjurado su espíritu tan sólo con nombrarla, aquel diablillo apareció por el vano de la puerta.
—Sólo vine a controlar a mi amiguito del alma —exclamó divertida—. Con Fran nos conocemos desde hace años –Y ubicándose sobre las rodillas de él para abrazarlo como si fuera una niña pequeña con su padre, continuó—. Y mi amiguito del alma es incapaz de dar un paso sin mi aprobación, ¿no es cierto Franchu?
Desde el otro lado de la cama Lucero los observaba, atónita.
Su gesto no pasó inadvertido para su oponente.
—¡¿No estarás celosa de mí, verdad?!–exclamó de inmediato— Yo no estoy en concurso para el corazón de este hombre. Mi marido está un poco lejos, en Madrid, pero está. Soy una mujer casada, y mis intenciones para con Franchu son por demás honorables.
Contrariando sus palabras, Amanda comenzó a abrazar aún en forma más descarada a su “amiguito del alma”
Luego de semejante espectáculo todavía le dio un beso breve en la boca antes de volver a dejarlos a solas.
Lucero no se veía feliz, por lo que Francisco intentó calmarla.
—No tienes que ponerte celosa. Amanda, como te dijo, es casada. Hace algún tiempo que no la veía porque ahora vive en Madrid. Vino sólo de visita, y fui yo el que insistió para que se quedara a pasar la noche. Pero si eso te produce tanta desconfianza me quedo aquí contigo hasta la mañana, y asunto terminado. Y es que en realidad me encantaría quedarme... Para ser sincero, estoy más caliente que...
—¡Ni lo sueñes!
—¿Sabes? Tu actitud me enoja. A veces pienso que no me deseas tanto como yo a ti.
—Claro que lo hago, pero quisiera...
“Quisiera que al fin me pidieras matrimonio”, pensó. Pero en cambio se limitó a suspirar.
Extraño destino el de las mujeres de su generación: eran tan libres como para separar sexo y compromiso, pero no lo suficiente como para unirlos.
Estaba bien elegir la libertad, pero... si quería cadenas, ¿por qué no encontraba el valor para confesarlo?
* * *
No podía dormir. Aún la enfurecían las confianzas de Amanda con su hombre, así que a las tres de la mañana Lucero decidió aceptar lo inevitable y levantarse.
Fue hasta la cocina en busca de un té, pero una vez allí tuvo que confesarse que no era eso lo que quería. Estaba nerviosa, intranquila, celosa..., pero más que nada estaba excitada.
Su sexo reclamaba enfurecido lo que la prudencia le retaceaba.
Sí, quería encaramarse a la virilidad de su compañero hasta saciar sus ansias. Necesitaba enloquecer por una noche; sentirse amada hasta el delirio.
Olvidó el té y abrió el refrigerador en busca de agua helada.
No, no quería dormir. Quería estar bien despierta entre sus brazos. Y era tanta su turbación, que accidentalmente terminó derramando en el piso parte del contenido de la botella.
El frío que mojaba ahora sus pies desnudos la volvió a la realidad.
Sí, quería acostarse con Francisco, pero...
¿Allí? ¿En su propia casa? ¿Con las niñas y esas arpías vigilando?
¿Sería capaz de algo así?
* * *
—¡Marina!
La muchacha trató de escabullirse por el pasillo, pero ya era demasiado tarde. La enfermera Guerra la estaba arrastrando, inmisericorde.
—Ven... Ven a la habitación cuanto antes. ¡Tienes que saber lo que ocurrió con tu pobre hermana!
Marina suspiró. ¡Lo último que necesitaba! ¡Noticias de Gloria! ¡De la “pobre” Gloria!
Pese a su firme oposición, no tardó mucho hasta que la ubicaran frente a la pantalla. De inmediato los destellos iluminaron su rostro pero dejaron a oscuras su razón.
—¿Quiénes son esos? –preguntó sólo por hacerlo, porque era evidente que las otras se morían por contar.
—Esa es la monja.
—¡¿Es una religiosa?!
—No, en verdad no. ¡Pero quería serlo!
—¡Ahora entiendo! Y veo que todavía le encanta ponerse de rodillas –replicó Marina con sarcasmo, a pesar de estar espantada—. ¡¿Esto emiten por la tele?! ¡Es una barbaridad!
—Chillas por poco, muchacha. Estas son escenas grabadas la madrugada pasada. ¡No sabes lo que fue al amanecer!
—Pero... allí no está Gloria. ¿Qué tuvo que ver ella con esta orgía?
—¡¿No te das cuenta?! Ese, el muchacho, es Bimbi, su prometido.
—¿Su prometido? Que yo sepa Gloria no tiene novio.
—Pues entonces eres la única en este país que lo ignora. ¡Si hasta intercambiaron anillos!
—¡Mírale el dedo! Todavía lo tiene puesto el muy desgraciado –se ofuscó la enferma de la 306, como si la ofensa fuera propia.
Marina parpadeó. ¿Se habría quitado Darío el anillo esa tarde, en el parque de la Iglesia?
—¡Pobrecita! ¡Pobre Gloria!... Esa muchacha está meada por los perros. Primero tiene que soportar que tú la acuses de robarle el novio...
—¡¿Que yo la acuse?!
—Y ahora, ¡esto! Porque a todas nos toca ser cornudas alguna vez, pero no en televisión nacional, y para todo el país.
—¡Pobre muchacha!–se condolió la de la 307— ¡Con todo lo que lo quería!
—Lo dudo. De seguro ya se encontró otro.
—¿Cómo puedes ser tan dura con ella?... ¿No tienes corazón, Marina?
—Lo tengo. Pero conozco a Gloria.
—¿Ah, sí?... Espera, voy a mostrarte algo...
La enfermera Guerra comenzó a cambiar de estación en forma frenética. Y por muy ridículo que pudiera resultar en un país acuciado por graves problemas sociales y políticos, las tonterías monopolizaban la transmisión. Los canales que no se ocupaban de La Gran Casa, lo hacían de Gran Hermano, o del Gran Baile, así que no tardó mucho en encontrar lo que buscaba.
Allí, dominando la pantalla, se veía a Gloria llorar con desconsuelo. Por desgracia esa era una imagen familiar para Marina. No importaba qué tan ridículo fuera el problema, su hermanastra solía valerse del llanto para inclinar la balanza a su favor. Su actitud era igual de trágica, ya fuera por un chocolate o por el amor de su vida.
La enfermera Guerra se condolió.
—¡Pobre niña! ¡Nadie actúa tanto sentimiento!
—Una sola cosa puedo asegurarte –sentenció la enferma de la cama 307, que, próxima al alta, ya se veía como una adolescente—, ahora que esa perra al fin logró que la sentenciaran, los teléfonos van a estallar a favor de la pobre Gloria.
Marina carraspeó. “La pobre Gloria”... Sí, eso le sonaba.
¿Estaría su hermanastra sufriendo de verdad?
De ser así parecía una buena venganza. Pero no. No lo era. Porque la gracia de la venganza era ver sufrir al otro mientras uno se complacía de felicidad...
Y Marina era muy desgraciada.
* * *
Francisco dormía con placidez en su lado de la cama.
Era curioso, pero a pesar de su prolongada viudez todavía insistía en acurrucarse a un costado, como si esperara a alguien, acentuando así el vacío de su soledad.
Vuelto hacia la pared soñaba estar de nuevo en el cuarto de Lucero, vuelto hacia la pared, los dos tendidos en la cama, mientras ella, a su espalda, comenzaba a recorrer su cuerpo desnudo. El calor de sus pechos generosos lo sofocaba mientras el frenesí se adueñaba de su miembro erecto. Y entonces los dedos suaves de ella comenzaban a recorrerlo, a desafiarlo, y ya no quería estar vuelto hacia la pared, sino que quería verla, acariciarla. Poseerla.
Francisco abrió los ojos sólo para darse cuenta que ya no estaba soñando.
Una mano suave atrapaba su sexo, apoderándose de sus sensaciones y deseos.
Por unos segundos se dejó cautivar por esa dulce fricción. Pero de inmediato quiso más. Darse vuelta, estar bien despierto. Complacerla.
—Ahora es mi turno –llegó a murmurar.
Y entonces lo supo.
—¡Qué mierda haces tú aquí! –estalló.
—No grites, querido... Las niñas podrían escucharte.
—Pero...
—Lili era una buena amiga, y yo jamás la hubiera traicionado. Pero ahora está muerta. Tú y yo, en cambio...
—Pedro está vivo.
—Pedro está en Madrid. Muy lejos...
—Lucero está en el otro cuarto.
—No tiene que enterarse. Nadie tiene que hacerlo... Sólo tú y yo sabríamos el secreto.
—Pero yo la amo a ella.
—Querido... tú eres mi asignatura pendiente. Será sólo por esta noche... ¿lo vas a arruinar?
Por toda respuesta, Francisco, todavía excitado, se puso de pie.
—Mira, Amanda... Eres la madrina de una de mis hijas y voy a tener que seguir viéndote por el resto de nuestras vidas, me guste o no. En lo que a mí respecta, esto nunca ha ocurrido. Espero que para cuando regrese del cuarto de baño ya no estés aquí... En cuanto al dinero que me ofreciste...
—No seas idiota. ¡Lo necesitas!
—Ya me arreglaré de otra forma.
—¿Todo por ella? ¿Por esa negrita insípida?
—Todo por ella.
Y diciendo esto se retiró.
Amanda, en cambio, se quedó allí, con el cuerpo anhelante y su orgullo herido.
—¡Esa perra de Lucero! –exclamó al vacío.
Pero luego sonrió con malicia.
No, no iba a rendirse con tanta facilidad. Había notado la excitación de él. ¡Claro que su compadre quería sexo! Se notaba a la legua que no estaba bien atendido. Y ella sabía perfectamente cómo hacerlo enloquecer.
Después de todo el pobre Francisco apenas era un hombre.
* * *
—¿Qué haces despierta, Lucero?
—No podía dormir.
—Ya que estás, aprovecha y hazme un té –le ordenó Romi.
—Lamento informarle que tendrá que hacérselo usted. A esta hora no estoy trabajando.
—Entonces mejor voy a tomar agua. Lo mío no es la cocina.
Antes de partir, la “tía Romi” le echó un nuevo vistazo con desconfianza.
—De verdad, ¿qué hacías aquí? ¿De dónde saliste?
—¿A qué se refiere?
—¡Vamos! No te hagas la inocente. Desperté cuando Amanda se levantó para ir al baño, y escuché voces en el cuarto de Francisco. ¿Estás segura que no vienes de allí?
Lucero se puso pálida.
—¡Mira la hora!–se limitó a chillar Romina, sin notar el efecto de sus palabras— Mejor me voy. Amanda ya debe estar de regreso, y a mí también me entró el sueño.
En un segundo Lucero volvió a quedarse sola en la cocina.
Lástima, porque ahora estaba más despierta que nunca.
* * *
—¡Felicitaciones!
Sí, también el almacenero.
—¡Felicitaciones! –gritó el muchacho del periódico, cruzando la calle.
Raro, porque Marina ni siquiera compraba el diario.
—Falta que eliminen a cuatro, y tu hermana gana La Gran Casa... ¡Felicitaciones! ¡Su victoria de ayer fue aplastante!
¡Qué casualidad! Gloria había salido bien librada de la traición, haciendo aquello que le salía mejor en la vida: traicionando. Ese juego tonto se había creado para gente como ella. Personas malas y ociosas, que sólo servían para lastimar a los demás.
—Dígame, doña Lita... Usted que sabe de esas cosas..., ¿cuánto calcula que tarde Gloria en regresar a casa?
¿Cuándo iba a tener que preocuparse Marina, además, de su venganza pendiente?
—Eso depende... Puede ser la semana que viene, o dentro de tres. Claro que cuanto más se tarde, más posibilidades tiene de quedarse con el dinero.
—¿Y es mucho?
—Lo suficiente como para comprar un departamento pequeño, o dos autos.
—De seguro Gloria elegirá los autos, aunque tenga que dormir en ellos.
—¡Qué poco quieres a tu hermana, querida! Si no te conociera pensaría que estás celosa...
Un ruido fuerte distrajo la atención de las damas.
—¡Mira, Marina! Es Javiercito jugando con su niño.
—Tengo que irme, doña Lita.
—¿Es impresión mía, o lo estás evitando? Ayer, cuando viajamos juntos en el elevador, me sentía en medio de un velorio.
—Impresiones suyas.
—Pues a mí me parece...
—A mí me parece que ya nos criticaron bastante a Javier y a mí por nuestras charlas, como para que ahora lo hagan también por nuestros silencios.
—Pero es que todo es muy extraño... Y no creas que no lo noté: también con Luciana estás distante. De hecho ella ya no te visita más por las noches.
Marina se sorprendió.
—¡¿Y usted cómo sabe que lo hacía?!
—Ah... Yo, querida, lo sé todo. Y, si me permites decirlo, creo que hiciste bien... En el edificio se corrían demasiados rumores por esas visitas. Ahora, en cambio, nadie te critica.
¡Sí! ¡Al fin Marina lo había logrado!
Era absolutamente desgraciada, pero al menos nadie hablaba mal de ella.
* * *
Esa mañana Francisco decidió tender su cama. Las sábanas eran un revoltijo y prefería evitar las sospechas de Lucero. No tan infundadas, como había quedado claro la noche anterior.
Pero eso no fue más que un desliz.
Todavía no podía reponerse de lo sucedido. ¡Una verdadera locura! Aunque tenía que confesar que Amanda siempre le había gustado, y su interés lo halagaba.
Pero no iba a arriesgar lo que tenía con Lucero por tan poco.
Ella no tenía que enterarse jamás de lo ocurrido en esa cama la noche anterior.
* * *
Lucero llegó al cuarto de Francisco y se sorprendió. Era la primera vez desde que estaba en la casa que él tendía su cama. Por un instante tuvo un mal presentimiento, pero de inmediato lo dejó a un lado. Quizás sólo lo había hecho como un gesto, luego de la pelea de la noche.
Comenzó a aspirar la alfombra, pero notó que algo se había atorado en la boquilla. Lo levantó con curiosidad: era una pieza de ropa olvidada bajo la cama. Una tela de un rojo brillante y textura asedada.
Era la braga de una mujer.
* * *
—¡Marina!
La muchacha ideó una rápida maniobra de evasión. Simuló escuchar otra voz, hizo un gesto de asentimiento, y corrió en dirección opuesta a la enfermera Guerra. Pero todo fue inútil: desde el otro extremo del pasillo Lidia Ramos no tardó en interceptarla.
—¡Marinita! ¿No escuchaste que te llamábamos?
—No. Iba para...
—¿Adónde?
—Allá. Es que... Me...
—¿Qué?
—Quizás fueron sólo ideas mías –se rindió al fin—. ¿Me buscaban?
—Sí, querida. Tienes que enterarte. Tú primera que nadie. Después de todo es tu hermana.
—Hermanastra. Ya les he dicho que no compartimos ni una gota de sangre.
—Está bien, querida. Y no creas que yo la crucifico como todos los demás. Entiendo que ustedes se criaron en un hogar repleto de violencia y abuso.
—¡¿Qué dice, Lidia?! Mi mamá jamás nos puso un dedo encima, y el padre de ella...
—Sí, querida –la interrumpió la otra—. No aclares, que oscurece...
Sin que pudiera oponerse, la dama la obligó a entrar en la sala de enfermeras.
—¡Qué joyita tu hermanita! –la reprendió Guerra, una vez adentro.
—¡Linda muchacha! –repitió otra en tono no menos severo.
—¿Qué ocurrió ahora con Gloria? –se resignó Marina.
—Tu hermanita sedujo al pobre de Bimbi...
—¡Se lo robó a la monja!
—Y le hizo creer que estaba enamorada. ¡Si hasta lo obligó a comprar los anillos!
—Bueno... –reflexionó una tercera—, esos se los habrán dado en el canal, porque ellos están encerrados...
—¡Pero hicieron una gran fiesta!
—Bueno..., más que fiesta, una orgía.
—¡Pobre Bimbi! –corearon las tres enfermeras como epílogo a su apretada síntesis.
—No entiendo nada –se excusó Marina—. ¿No era Gloria la cornuda?
—Pues ahora resulta que el pobre muchacho sólo hizo lo que hizo por complacer a tu hermana.
—¿Gloria le ordenó que le metiera los cuernos?
—¡Claro! Esa semana estaba nominada, y necesitaba con desesperación ganarse el favor de la gente. Por eso, junto con Bimbi, emborracharon a la monja para hacerla quedar como la mala de la película.
—¿La obligaron a que tuviera sexo oral?
—Bueno..., la pobre chica perdió la cabeza. ¡Pero fue sólo por el alcohol!
—¿Y eso quién lo dijo?
—¡Bimbi!
—No entiendo... ¿Bimbi traicionó a Gloria haciendo público su plan?
—¡Pobre Bimbi! –volvieron a corear las enfermeras.
—El pobre chico esperaba que Gloria le devolviera el favor. Ella posee un salvoconducto. Algo que puede liberar a cualquiera, menos a ella, de una nominación. Se suponía que con eso iba a salvarlo. ¡Pero no! No sólo no lo hizo, ¡sino que le votó en contra! Y ahora Bimbi está afuera de la casa.
—Pero quizás ese muchacho miente por despecho –comentó Marina, devenida ahora en defensora de su hermanastra.
—Hay grabaciones de ellos dos hablando bajo las sábanas. Al principio no se entendía nada, pero luego en el programa de la tarde mandaron las cintas a un especialista, y ahora se escucha clarito la confabulación.
Marina se sorprendió. ¿Acaso el mundo había enloquecido?
—¿Todo ese trabajo se tomaron por un juego?
—Tu hermana nos estafó a todos, querida.
La muchacha enrojeció. Sí, sin duda mucha gente había sido estafada. Pero era fundamentalmente la que esperaba justicia por delitos reales, clamando por unos medios semejantes a los que en la televisión se dilapidaban por un punto de rating.
—¿Y ahora qué va a ocurrir con Gloria? ¿Va a perder?
—¡Eso quisiéramos! Pero ahora se está acostando con Francho... Él chico seguramente va a votar a su favor, dándole acceso a la final. ¡Pobrecito! ¡Si supiera lo de Bimbi!
En una cosa Marina tenía que concordar con esas arpías: todo el que se cruzaba en la vida de Gloria terminaba convirtiéndose en un “pobrecito”.
—¿Y cuánto tiempo calculan ustedes que van a tardar en echarla de la casa?
—Todavía quedan dos semanas.
—¡¿Sólo dos semanas?!
Marina se condolió de sí misma.
¡Pobrecita!
* * ** * *
—¿No gastamos demasiado?
—¡No seas tonta!–le reprochó Romi a su sobrina—. Es lo mínimo que una muchacha de tu edad necesita.
—Pero papá dijo que la situación económica...
—Es un regalo mío –informó Amanda.
—Pero papá dijo... –insistió Rocío.
—Deja en paz a tu padre. El muy cerdo despilfarra el dinero de la familia con su amante, ¿y pretende que ustedes hagan economías?
—¿Su amante? ¿A quién te refieres, tía Romi?
—A Lucero, por supuesto.
—¡¿A Lucero?! Ella no es la amante de papá... Y no gana tanto dinero.
—Pobre niña ilusa... No es lo que ella gana ahora, sino lo que él gastó en mantenerla todos estos años.
—¡Pero si se conocieron apenas hace unos meses! El día que murió su niño se encontraron de casualidad. Lucero siempre cuenta la historia.
—¡Por supuesto! ¿Qué quieres que te diga? ¿Que hace más de seis años que le está haciendo gastar fortunas a Francisco?
—¡¿Seis años?! ¡Es imposible! Para esa época mamá estaba con vida, y muy sana. ¿Quién te dijo eso?
—Me lo contó la misma Marina Campos, la “hermanita” de Lucero –se apuró a decir Romi—. ¡Y eso que también ella se las ingenió para sacarle una buena tajada a tu padre!
—¡Esas son pavadas!–exclamó Meli—. Papá y Marina tampoco se conocían. Es más, ella acababa de llegar de su pueblo cuando comenzó a trabajar con nosotros.
—Lo sé. Pero le bastó poner un pie en la ciudad para que de inmediato intentara robarle el “negocio” a la hermana. ¿Cómo crees que fue a parar a tu casa? ¿De casualidad?... No... La muy arpía también quería conquistar a Francisco. Sólo para evitarlo fue que, luego de la muerte de Lili, Lucero se apuró a tomar su lugar. ¡Quería tener a tu padre controlado de cerca!
—¡Eso no es así!... Lucero es... Lucero es... Ella nunca mira a nadie.
—Bueno –dudó Rocío—, excepto a papá.
Su hermana la observó confundida.
—¿De verdad crees que se conocían de antes?
—Piensa un poco, Melina –se apuró a ordenar Romi—. Tu padre era rico, y ahora está en apuros. ¿Dónde se fue todo su dinero? Ustedes apenas gastan... Lucero, en cambio, ¿de qué vivió todos estos años? ¿Con qué mantuvo la costosa enfermedad de su hijo?
—Lucero nos quiere –la defendió Melina, sin resignarse.
—Lucero quiere ocupar el lugar de tu madre. Y para conservar a su hombre sabe que primero tiene que conquistarlas a ustedes a cualquier precio.
—¡Nadie va a ocupar el lugar de mamá! –exclamó Rocío.
—¡Ja! No la subestimes. Ya se deshizo de Inesita Rosas..., ¿cuánto le llevará hacer lo mismo con ustedes? Una vez que se case con Francisco la verán cambiar de inmediato. Poco a poco va a imponer sus reglas, y para cuando quieran acordarse...
—No necesita casarse para eso. Ella ya impone sus reglas –acordó Rocío.
—Y a pesar de eso sigue siendo de lejos mucho mejor que las otras que rodean a papá... ¡La prefiero a ella antes que a una desconocida!
—¿A la mujer que traicionó a tu madre?–la interrumpió Amanda— ¡Vamos, pequeña! Sólo por eso yo nunca la perdonaría.
Melina tragó saliva.
¿Por qué le estaba ocurriendo algo así?
¡Justo ahora que comenzaba a confiar en la gente otra vez!
* * *
Lucero cerró el sobre y lo apoyó sobre la mesa.
Su suerte estaba echada. Aquella dulce ilusión de felicidad moría junto a ese papel miserable.
Tomó los bolsos que había preparado, y ya estaba dispuesta a dirigirse a la salida, cuando el ruido de la cerradura la puso en alerta.
—¡Lucero! ¿Adónde vas?
—¿Qué haces tú aquí?
—Como Amanda se iba a llevar a las niñas de compras cambié turno con Ignacio para que pudiéramos estar juntos –se justificó Francisco, mientras caminaba hacia ella.
Una vez a su lado intentó acariciarla con deseo, pero la muchacha se soltó.
—Lo lamento. Ya me iba.
—¿Adónde?
—No te importa.
—¿Qué es esto?
Francisco tomó el sobre que Lucero había dejado arriba de la mesa y lo examinó. Iba dirigido a él, así que se apuró a abrirlo, mientras con el resto del cuerpo impedía la huida de su ama de llaves.
Su contenido lo dejó atónito: era una braga roja.
—¿Qué es esto? –preguntó otra vez, temiendo lo peor.
—Dime tú. Ciertamente no es mía, aunque estaba en tu cuarto.
—¿Por esto quieres irte?
—No. No quiero irme. Pero igual me iré.
—Escucha, Lucero... Puedo explicarte...
—Lástima, porque a mí no me interesa oír.
—Escucha, Lucero...
—No. Tú escúchame a mí: me enamoré del hombre que había conocido en el peor momento de mi vida. Del que se jugaba entero por su vocación. Del que era capaz de criar a dos hijas dulces y buenas. Por conocer tu casa y a las niñas creí que te conocía; pero ahora me doy cuenta que nunca fue así. Quizás por eso, porque en el fondo lo sospechaba, no quise acostarme contigo. Me dolía que jamás hablaras de compromiso o matrimonio. Pensé que quizás era demasiado pronto para ti, o que no estabas muy seguro de lo nuestro. Pero nunca creí que era sólo porque me considerabas una mujer más en tu vida.
—¡¿Una mujer más?! ¡La única!... Claro que no hablé de matrimonio: lo daba por supuesto. ¡Tengo dos hijas adolescentes! ¿Qué clase de ejemplo hubiera sido para ellas convivir contigo sin estar casados?... ¡No, Lucero! Si no insistí más con el tema fue por tu culpa. Tus dudas me obligaban a callar. No quería apurarte.
—¡¿No?! Pues a mí me ha parecido todo lo contrario.
—Bueno, pensé que si hacíamos el amor, nuestro vínculo se iba a fortalecer.
—¿Sólo por eso querías llevarme a la cama? –preguntó la otra con sarcasmo.
—Y porque estoy tan caliente contigo que voy a explotar.
—Y así fue como Amanda llegó a tu cuarto.
—No. Amanda vino porque se le dio la gana. Se metió allí sin permiso, y yo...
—¡Tú caíste en su trampa, pobrecito!
—¡No! Te fui fiel, aún a pesar de mis ganas.
—¿Y entonces cómo diablos llegó la braga a tu cama?
—Lo ignoro. Cuando me fui al baño Amanda estaba vestida. Y cuando volví, ella ya había desaparecido.
—¿Entonces tengo que creerte?
—¿No estabas tan segura de querer casarte conmigo? Un matrimonio se basa en la confianza. ¿Sabes cuántas Amandas van a cruzarse en nuestro camino? ¿Cuántas noches voy a pasar de guardia, rodeado de mujeres?... ¿En quién vas a confiar entonces? ¿En ellas, o en lo que yo te diga?
Por un instante quedaron enredados en un silencio tenso.
Lucero permanecía inmóvil, sin reaccionar.
Y en su quietud Francisco creyó entrever una respuesta.
De inmediato un furor salvaje se apoderó de él. Estaba decepcionado.
Enloquecido, le dio la espalda, y comenzó a deambular por el cuarto, mascullando para sí. Sus palabras eran ininteligibles, pero su gesto delataba el enojo y la frustración que encerraban.
Sin detenerse se arrancó el sweater del cuerpo, la camisa, y luego se quedó quieto, parado frente a la ventana.
Todavía en silencio Lucero observó su espalda desnuda, hermosamente torneada. Se perdió en toda la fuerza contenida en ella. La deliciosa tensión de cada uno de sus músculos. Su cuello robusto, su cabellera, que en forma incipiente comenzaba a ralear en la coronilla.
—¿Acaso sólo merezco censura por haber rechazado a Amanda anoche? –se decía él, sin esperar respuesta— ¿Así es como se premia mi fidelidad?
Enfrentó a Lucero, loco de rabia.
Ella, en cambio, se limitó a dibujar con la mirada la curva ligera de los hombros de él.
No necesitó mucho más.
Empujada por el deseo, corrió los pocos pasos que los separaban.
Francisco la recibió con satisfacción.
Lucero comenzó a besarlo, a buscar en su boca las certezas que las palabras no le podían dar. Colgada de su cuello se trepó a él, que la sostuvo con fuerza, apretándola contra su virilidad anhelante.
Empezaron a girar en un loco ballet de deseo y turbación, perdidos en un mar de caricias. No tardaron mucho en llegar a la cocina. Él la apoyó sobre el mármol, que por alguna indescifrable razón a ella le quemaba. Comenzó a soltar los botones de su blusa mientras buscaba los ojos de su amante, implorando por su aceptación. Pero Lucero apenas podía reaccionar, perdida como estaba en ese frenesí dulce. Cada movimiento de él desataba su lujuria, dormida por tantos años. Ya no existía más que la piel de los dos y aquel contacto embriagador.
Cuando él desnudó su torso, la muchacha olvidó todas sus inseguridades. Sí, sus pechos podían no ser ahora tan perfectos, pero la forma que él tenía de perderse en ellos, succionando el contorno de sus pezones, hundiendo su rostro en su suavidad, sin lugar a dudas, sí lo era.
Le levantó la falda, paseando su mano golosa por esa intimidad prohibida. Disfrutando sus secretos. Conquistando su orgullo. Ella colaboró con él, deslizando la braga por sus piernas firmes al compás de sus ansias. Era tan violenta esa sensación de entrega, que ya no podía recordar por qué se había negado antes.
En la urgencia, Francisco se desató como pudo los pantalones sueltos que formaban parte de su uniforme de cirujano, para así prenderse de su culo firme. Luego ella se dejó arrastrar hacia su virilidad desnuda, que la esperaba, anhelante. Y entonces esa deliciosa fricción la obligó a sacar fuerzas de donde no las tenía. Apoyó sus manos sobre el mármol y lo dejó hacer, enloquecida de placer. Entregada mansamente a su necesidad.
Para cuando todo acabó Lucero sentía una deliciosa vergüenza, y un delicado rubor se adueñaba de su rostro.
“Tendré que desinfectar bien esta mesada antes de que vuelvan las niñas”, llegó a pensar.
Pero enseguida él la tomó en sus brazos y la llevó hasta el cuarto contiguo, el de servicio, para volver a poseerla allí, en esa cama en que tantas veces la había soñado.
Otra vez Lucero se dejó arrastrar por ese frenesí increíble, y que ahora se daba cuenta, había extrañado tanto durante sus años de viudez y soledad.
Cuando todo terminó, lejos de correr al baño, y a pesar del estropicio, disfrutó de la proximidad de él, de su calor, de su hermosa desnudez.
Lo acarició no como esposa, ni como amante, sino como propietaria.
Y dando gracias a Dios se durmió entre sus brazos.
* * *
—¿Y esos bolsos? ¿Quién se va?
Amanda observó los bártulos olvidados en la sala y sonrió.
Pero lo hizo el tiempo justo como para que, al ver entrar a Lucero y a Francisco desde la cocina, su sonrisa se convirtiera en una mueca cruel.
—¿Qué hacían ustedes allí? –preguntó Romi con suspicacia, mientras las niñas los observaban de reojo.
Francisco no se inmutó.
—Ya que estamos todos reunidos –dijo enseguida—, quiero darles una noticia importante.
—¿Van a casarse? –lo interrumpió Melina.
Su padre no pudo evitar un gesto de sorpresa.
—Sí.
—¡Te odio, papá!–se apuró a gritar Rocío— No tenías derecho a hacernos esto. No tenías derecho a hacérselo a mamá.
—¿A qué te refieres? ¿Qué le hice yo a tu madre?
—¡Traicionarla! Tú y Lucero...
—Lili está muerta, y...
—¡Pues Lucero nunca va a ocupar su lugar!
—Yo no intento ocupar el lugar de nadie, Rocío.
—¡Cállate!... ¡A ti es a la que más odio, perra traicionera!
—¿Qué les ocurre?–se espantó Francisco—. Creí que querían a Lucero, tanto como yo.
—Hasta que nos enteramos de la verdad. ¡No tenían derecho a salir mientras ella estaba viva!
—¡¿Quién mierda les dijo que...?! –comenzó a gruñir su padre.
Lucero, en cambio, se limitó a observar la sonrisa de las dos arpías que, olvidadas por los demás, contemplaban la escena, satisfechas.
—Querido cuñado –se apuró a decir Romi—. Creo que las niñas tienen razón. Todavía no hace un año desde que enviudaste, y...
—Hace más de cuatro que estoy solo. A ti te consta. Solo para enfrentar la vida, para lidiar con ustedes, con la casa, con la enfermedad de Lili... ¿Tan difícil les es entender que quiero mi vida de regreso?
—¿Y acaso vas a encontrarla traicionando la memoria de tu esposa? –se apuró a reprocharle Amanda.
—¡Miren quién habla de traición! –respondió él en forma enigmática.
Romina tomó distancia al escucharlo y observó a su cómplice con desconfianza.
—Estás en la ruina, Francisco, y todos sabemos por qué –se apuró a cambiar de tema la otra— ¿No crees que primero, antes de hipotecar el futuro de tus hijas, es mejor garantizar su seguridad económica?
Melina se hizo eco de las palabras de su tía.
—Sí, no tenías derecho a hacerle gastar todo ese dinero a papá, Lucero.
—No te entiendo, Meli...
—Gastó todo en ti, y ahora nosotras tenemos que...
—¡¿Qué disparate es ese?!
—¿De qué viviste los últimos diez años?–la enfrentó Rocío—. ¿Con qué pagaste los gastos de la enfermedad de tu hijo?
Francisco rumoreó su indignación, pero fue Lucero la primera en responderle.
—Del seguro de vida de mi marido, y luego, de su pensión. En cuanto a Emilito... Por desgracia no había cura posible para su enfermedad. Lo único que pude hacer por él fue alimentarlo y permanecer a su lado hasta que murió... ¡Nada más!... No sé por qué pensaron otra cosa. ¡Apenas hace unos pocos meses que conozco a su padre!
—Ay, querida Lucero –se quejó Amanda—, en ausencia de toda otra prueba tendremos que aceptar tu palabra. Pero si como tú dices hace apenas unos pocos meses que conoces a Francisco, ¿cuál es el apuro por vivir juntos, entonces? ¿Tan poco les importa el bienestar de las niñas?
—Porque me importa es que quiero casarme cuanto antes –explicó Francisco—. Ellas necesitan una madre tanto como yo una mujer.
—¡Lucero no es mi madre! –se exaltó Rocío.
Y le bastó decirlo, para que comenzara a llorar la muerte de Lili con todas esas lágrimas que tan cuidadosamente había guardado en su funeral.
Era tan real su desesperación, que, por extraño que fuera, la única que tuvo el valor para consolarla fue Lucero, que se apuró a contenerla entre sus brazos.
—Yo lamento que no compartan lo que decidí –la enfrentó Francisco, sintiéndose inadecuado—, pero ya nada va a hacer que me eche atrás. Le disguste a quien le disguste, voy a casarme, y esa es mi última palabra.
Trató de buscar confirmación en esos ojos que amaba tanto, pero fue inútil.
Lucero, ignorándolo, se puso de pie y enfrentó a todos.
—No, Francisco..., no insistas. Amanda y Romina saben a la perfección lo que siento por las niñas y que sería incapaz de lastimarlas.
—Pero ya habíamos decidido que...
—Que íbamos a formar una familia. Y no se inicia una si alguno de sus miembros no quiere pertenecer a ella.
—Pero, Lucero...
—Conoces mi determinación, Francisco... El matrimonio queda olvidado por ahora... Estas dos arpías han triunfado.
Rocío logró calmarse, mientras Melina observaba la escena, confundida.
Dignamente Lucero se puso de pie y comenzó a caminar hacia la cocina, sin atender a la desesperación de Francisco. Y ya casi había salido del cuarto, cuando de repente se dio la vuelta para tomar el sobre olvidado sobre la mesa.
—Esto es tuyo –le dijo a Amanda, entregándoselo.
—¿Qué es? –se sorprendió la otra.
—Tu braga. Está lavada y planchada... Es la braga que dejaste anoche debajo de la cama de Francisco, cuando fuiste a insinuártele.
—¡No digas tonterías! –replicó su adversaria, temblorosa, consciente de que ahora estaban todas las miradas sobre ella.
—¿Por qué dice eso, tía Amanda?
—Es una tontería de Lucero para que ustedes no confíen en mí.
Pero Romina, sin escuchar sus excusas, se apuró a abrir el sobre, observando su contenido con atención.
—¡Eres una perra! Esta es la puta braga que tenías puesta ayer.
—Debió sacarla de...
—¿De dónde? ¿Me quieres hacer creer que se te perdió la braga y no lo notaste?–replicó la tía Romi con saña, para sorpresa de las niñas—. ¡Y yo que creí que habías venido hasta aquí para ayudarme con Francisco! ¡No!... ¡Querías quitármelo!
Al verse perdida, la otra estalló con furia.
—¡Sí!... ¡Lo quería para mí!... ¿Y qué?... –y mirando a Lucero con saña, agregó— ¡Y lo tuve! ¡Sí que lo tuve! ¡El pobrecito no esperaba otra cosa! ¡Y, mal que te pese, anoche hemos hecho el amor hasta hartarnos!
Lucero observó la furia en los ojos de Francisco, la sorpresa en el gesto de sus hijas, y el rencor de esas arpías.
—Lo lamento –se apuró a decir—. Me bajo de esta locura. Yo no soy tan fácil de engañar como las niñas, querida Amanda –replicó con una sonrisa confiada en los labios—. Francisco es mi hombre, y sus hijas, mi familia. Nada de lo que hagas de ahora en más podrá dañarnos, porque, ¿sabes?, ya sufrimos suficiente, y llegó nuestro momento de ser felices.
Y diciendo esto tomó su bolso de mano para dirigirse a la puerta principal.
—Voy a merendar a la plaza, adonde el aire no esté contaminado, ¿alguien viene conmigo?
Francisco fue el primero en correr hasta ella, pero de inmediato se les unió Melina. Rocío, en cambio, desvió la mirada con enojo.
Amanda se apuró a abrazarla, y recién entonces la niña reaccionó.
—¡Eh!, no se vayan sin mí –les gritó a los otros tres, que la observaban expectantes.
Abrazados, salieron hacia el corredor. Pero una vez allí, Francisco se volvió para una última advertencia:
—Cuando se vayan pasen la llave por debajo de la puerta. ¡Ah! Y no se molesten en regresar. Nuestra familia ya está completa.
* * *
—¡Luciana!... Te lo advierto: voy a apagar la luz. Mañana tengo que ir a trabajar muy temprano.
—Como prefieras... –contestó ella con voz invitante.
Y recién entonces asomó por la puerta del cuarto. Primero una pierna, luego su culo perfecto y desnudo.
Javier volvió a mirarla. Su mujer parecía salida de un ejemplar de Playboy. Llevaba unos tacones altísimos, medias negras, un sostén mínimo, un liguero..., y nada más. Ni trazas de una braga. Su cabello rubio caía en cataratas por la espalda, (¿de dónde había salido tanto cabello?)
La muchacha comenzó a danzar en forma sensual. Se agachaba para dejar a la vista su culo. Se inclinaba sobre él, abriendo las piernas de forma sugerente.
Javier la observó enmudecido, hasta que por fin, con mucho esfuerzo, logró reaccionar.
—¿Qué pretendes con todo esto, Luciana?
—Dime lo que pretendes tú... ¡Vamos! No ocultes a tu amiguito de mí. Sé que estás excitado.
Intentó tocarlo, pero su marido le apartó la mano.
—Si quisiera un bailecito de estos pagaría por una prostituta. Y, por cierto, me saldría más barato.
La muchacha se encrespó.
—¡¿Vas a rechazarme?! ¿Vas a rechazar todo este cuerpazo, por el que otros pagarían fortunas...?
—¿Pagarían..., o pagan? Tu “atuendo” se ve un tanto gastado.
—Es de Wilma... Te imaginas que con lo que me das para la casa es imposible que, además, compre lencería erótica.
—¡¿De Wilma?!... ¡Qué asco!
—¿Prefieres que me lo quite? –susurró, mientras lo acariciaba con codicia.
Pero él la apartó sin ocultar su desprecio.
—Prefiero que te acuestes y apagues la luz. Necesito dormir.
—¡¿No piensas hacerme el amor?
—Jamás te lo hice. ¿Por qué empezar ahora? Sólo hemos tenido sexo, y ya no estoy interesado... Y, por cierto, creí que tú tampoco... ¿Qué buscas con todo esto?
—¿Qué voy a buscar? Fuiste siempre, querido, el más rendidor de mis amantes. Puede decirse que la cama es en el único sitio en que eres un hombre de verdad. Por eso sé lo que debe costarte tanta abstinencia... ¿Y todo para qué? ¡Vamos!... Te juro que ella no se va a enterar nunca.
—No insistas, Luciana.
—¿Y sabes qué? Por esta vez podríamos olvidar los condones. Sólo tú y yo, piel con piel, ¿qué te parece?
—¿Tener sexo contigo y sin protección? Ni que estuviera loco. Es más, acabo de hacerme el test del SIDA.
—¿Para qué?
—Por las dudas.
—¿Por ella?
Javier hizo silencio, así que Luciana insistió.
—¿Y si la convenciera de formar parte de un trío con nosotros? –arriesgó en su desesperación.
Por un instante ese hombre enamorado imaginó la presencia diáfana de Marina entre sus sábanas. Casi podía sentirla, allí, tendida a su lado, boca abajo, dormida. Desnuda... Casi podía recorrer con las manos la curva de su cintura, acariciar su culo y perderse en su sexo hasta despertarla, ardiente de deseo.
—¿Aceptarías un trío? –insistió su mujer.
—No me preguntes algo cuya respuesta prefieres ignorar.
—¡No!... De verdad, Javier... Yo... Yo estaría dispuesta a hacer ese sacrificio por retenerte. ¿Quieres un trío con ella? Una morena, otra rubia. Sus tetas y mi culo, todos para ti. ¿Lo quieres?
—Sobrarías tú... ¿Qué buscas con todo esto, Luciana?
—Sexo.
—Sé que no me eres fiel. Sé que te acostaste con Roli...
—Eso fue hace mucho.
—Ayer. Él mismo me lo contó. ¿Nico es hijo suyo?
—Nico es tuyo, Javier. Tú hijo.
—¿Qué quieres de mí, Luciana? ¿Para qué quedarte a mi lado si sabes que amo a otra?
—¿Qué tiene ella?... ¡Yo soy mucho más hermosa!
—Tú eres la mujer más bella que he conocido.
—¿Entonces?
—No hay cosa a la que uno se acostumbre más rápido que a la belleza. Luego de verla todos los días deja de causar curiosidad. Y sin curiosidad no queda nada.
—¿Qué tiene ella?
Otra vez Javier se perdió en esa imagen imposible: Marina desnuda, tendida en su propia cama. Observó su rostro quieto y bondadoso. Su gesto diáfano y juguetón.
—Vamos, Javier. ¿Qué tiene ella?
—Marina...
—Reconozco que sus tetas...
—Marina es perfecta. Y no sólo porque conoce la forma justa de calmarme. De escucharme, sin necesidad de decir tonterías. De meterse adentro mío...
—¡¿Adentro tuyo?! ¿Tuvieron sexo, entonces?
—... aún a la distancia... Ella me entiende, Luciana. Es como si fuéramos parte de una misma melodía.
—¡Y ahí apareció tu puta música otra vez! Pues te digo algo, queridito: soy muy tolerante, pero no pienso ser una cornuda. Si me llego a enterar que te acostaste con ella, me llevo a bebé para siempre y no vuelves a vernos nunca más.
—¿Por qué me haces esto, Luciana? ¿Qué pretendes de mí?
—Quiero ser tu mujer.
—Ya lo eres. Vivimos juntos.
—Quiero más que eso... Quiero que nos casemos. Por civil y por Iglesia. Con todo y vestido blanco.
Verla allí, casi desnuda, con la pintura de su rostro corrida, hacía sonar aún más patéticas sus palabras.
—¡¿Te has vuelto loca?!
—Quiero convertirme en una mujer casada.
—¿Lo haces por el dinero? ¿Por lo que te correspondería luego de un divorcio?... ¿Es eso lo que buscas? ¿Una pensión alimenticia? ¿Este departamento?
—¿Y si te dijera que sí?
—Te doy todo eso y mucho más a cambio de ser libre. Vamos ante un notario y te cedo...
—Al bebé. Si no nos casamos yo me quedo con el bebé.
—¿Por qué me haces esto, Luciana?
—Porque quiero ser tu esposa. Tu única mujer.
* * *
—¡Feliz cumpleaños, Marina!
—¡Mamá!... ¡Qué placer oírte!
—Pero debo ser breve. Aquí en Inglaterra no me resulta nada fácil comunicarme. Llegué hasta el pueblo en busca de un teléfono público, pero este más parece una máquina tragamonedas... ¿Cómo estás, querida?
—¡Te extraño!... Me siento muy sola, mamá. Y no veo las horas de que regresemos al pueblo.
Un inexplicable silencio sonó del otro lado.
—¿Mamá?... ¿Me escuchas?
—Ah... Sí, sí..., claro, querida. Por supuesto. Yo también te extraño.
—¿Y tú? ¿Cómo estás tú, mamá?
—Soy muy feliz, hijita.
La respuesta de su madre la descolocó. ¿Muy feliz?
—¡Feliz cumpleaños, Marina? –fue el siguiente llamado.
—¡Lucero! Me tenías olvidada...
—Siempre pienso en ti, hermanita. Pero si no me comuniqué antes fue porque las cosas aquí están un poco extrañas. En realidad tengo algunas novedades que te van a sorprender. Pero luego te contaré, porque es muy tarde y tú ya tienes que ir a trabajar.
Sí, ese día Marina cumplía veintitrés años. Y su vida, lejos de encontrar resolución, parecía complicarse minuto a minuto.
En la Capital cada sentimiento se agigantaba. Era como estar en carne viva. Sumar a cada traspié el temor de la inseguridad y la soledad del anonimato. Ese día en particular se sentía abatida. Tenía, más que nunca, la necesidad de ser amada. De importarle a alguien. De...
De él.
Tenía necesidad de Javier.
Desde que su vecino le había confesado lo que sentía por ella, prácticamente no habían vuelto a hablar. Luciana, en cambio, solía asediarla con confesiones de su vida marital, tan íntimas como escabrosas. Conocía las palabras exactas para herirla, y su lengua no se aquietaba hasta inferir el daño.
Sí, ese día Marina cumplía apenas veintitrés, pero luego de una larga jornada de trabajo se sentía más agotada que nunca..., y muy vieja.
En la calle, un automovilista chocó a otro, dando inicio a una andanada de improperios que terminó de despertarla.
La muchacha apretó el paso.
¿Qué estaba haciendo allí, tan lejos de su casa, en una ciudad vacía de alma y piedad?
—Feliz cumpleaños, Marina.
Una sombra imponente la encerró contra la pared, inmovilizándola.
Esa presencia inesperada, (aunque no imprevista), la sacudió. Y quizás por su desconcierto, él aprovechó para besarla en la boca.
La muchacha lo apartó de inmediato, asqueada.
—¡¿Qué haces aquí, Ramiro?!
Ramiro Ramos la contempló sonriente desde sus casi dos metros de altura.
—Hoy es tu cumpleaños. Como ves, no lo he olvidado.
—¿Me estabas siguiendo?
—Sólo aproveché la oportunidad para saludarte.
—Ya lo has hecho.
—¿Sabes qué día es hoy, Marina?
—Mi cumpleaños.
—Hoy se cumplen nueve, de los diez meses que tienen de plazo para recuperar la finca.
La muchacha suspiró. ¡La finca! Su herencia, su futuro... ¡Qué lejos estaban ahora!
—Olvídalo... No hay forma de que reunamos ese dinero.
Ramiro Ramos hizo esfuerzos para disimular una sonrisa de satisfacción.
—¿Sabes, Marina? Hoy es tu cumpleaños, y nadie se presenta a una fiesta sin un regalo.
La muchacha se sorprendió. ¿Un regalo? Con un poco de paz le alcanzaba.
—¿Qué tramas, Ramiro?
—Nada... ¿Me invitas a tu casa?
—¡Ni loca! Vivo sola y no confío en ti.
—¿Puedo llevarte a tomar algo, o a comer?
—¡Por supuesto que no!
—Entonces toma.
—¿Qué es esto?
—¿No lo ves? Una bolsa con una caja: un regalo.
—No quiero nada tuyo.
—Me porté en forma más que decente con eso de la finca. No merezco tu desprecio.
La muchacha se dejó conmover por el tono dolido de aquel galán, así que tomó el paquete de sus manos y lo examinó. No tenía rótulo alguno.
—¿Qué es?
—Ábrelo, por favor.
Lo obedeció, pero sin demasiado entusiasmo.
—Son papeles... –dijo extrañada— Papeles judiciales.
—Es el título de la finca. Y está a tu nombre.
—¡¿Qué?! ¡¿Te has vuelto loco?!
—Te extraño como vecina... Además no sabría qué hacer con otra propiedad más.
—¡No mientas! Esas tierras tienen la salida al río que tanto buscabas.
—Lo único que yo estaba buscando era a ti, Marina. Desde que te volví a ver que no puedo sacarte de mi cabeza.
—¿Cuántas veces tengo que rechazarte para que me tomes en serio? No pienso acostarme contigo, Ramiro –afirmó la muchacha simulando temeridad, mientras de reojo observaba asustada la calle desierta.
—Quiero más que eso, Marina... Te quiero a ti. Quiero que nos casemos. Que volvamos al pueblo. Que olvidemos toda esta locura. Una vez allí podrás hacer regresar a tu madre. Invitar a tu hermana a vivir con nosotros. Ocuparte de la salita, o convertirla en un hospital, si eso te place. Ser la dueña de todo lo que poseo... Tú me desprecias, y sé que algunas veces no me porté del todo bien contigo. Pero soy el único hombre que, aún a la distancia, te es fiel, y de verdad piensa en ti... Cambié, Marina. ¿No vas a darme una oportunidad, aunque sea pequeña, de ser feliz?
—No me pidas algo que es imposible. Estoy enamorada de otro.
—De un hombre casado.
—¡¿Cómo diablos...?!
Se interrumpió en seco. Ya lo había olvidado: los Ramos siempre sabían todo. Nunca les faltaba dinero para un buen espía.
—Lo lamento, Ramiro. No puedo aceptar tu regalo ni tu propuesta. No me gusta lastimar a nadie, y te felicito si cambiaste, pero...
Su figura amenazante se agrandó.
—¡No seas tonta, Marina! No soy hombre acostumbrado a pedir permiso para tomar lo que quiero... Entiendo tu orgullo, porque tú y yo somos del mismo palo: ninguno de los dos tolera que lo pisoteen. Pero mi paciencia tiene un límite.
—La mía también, Ramiro, así que mejor me voy.
Él la retuvo de mal modo.
—Tu vida en esta ciudad es una mierda, ¡reconócelo! Mal que te pese me necesitas.
—Yo no necesito a nadie –repitió ella, intentando soltarse.
—¡No!... Esta vez no te va a ser tan fácil, niña estúpida –gritó él mientras la sacudía con violencia.
—¡¿Qué ocurre aquí?!
Marina se conmocionó. ¿De dónde había salido Javier?
—No te metas, idiota –protestó Ramiro sin soltar a su presa, pero lanzando un manotazo al recién llegado.
Javier no se preocupó. El otro lo superaba en fuerza y estatura, pero él... Él era capaz de todo por Marina.
—¡Suéltala! –gritó con autoridad.
Ramiro lo obedeció, pero sólo para observarlo mejor. No estaba acostumbrado a que lo enfrentaran.
—Parece que tenemos un héroe.
Marina aprovechó para esconderse atrás de Javier.
—Ella está conmigo –insistió su defensor.
—También tu esposa.
Ramiro disfrutó la confusión de su contendiente.
—Está bien, Marina –dijo al fin—. Veo que no has aprendido nada. Otra vez me cambias por un don nadie. ¡Está bien! Al menos logré lo que me proponía: te di tu regalo.
—Que no pienso aceptar.
—¿Esperas que este tipo te mantenga? ¡No me hagas reír!... Te guste o no la finca es tuya. Jamás puse la propiedad a mi nombre.
—¡No la quiero!
—Regálala. Ya no es mi problema. “Tú” ya no eres mi problema –le gritó, mientras se acercaba peligrosamente a Javier—. En cuanto a ti, como que me llamo Ramiro Ramos que volveremos a encontrarnos... Ah, mis respetos a Luciana..., y a tu hijo.
Javier quedó tan sorprendido que no pudo responder, aun cuando el otro le pegó un violento empellón antes de retirarse.
—¡¿Quién es ese tipo, y cómo me conoce?! –se enojó una vez que se quedaron solos con Marina.
—¿Cómo llegaste hasta aquí, Javier?! –preguntó ella, conmovida.
Aquel hombre enamorado desvió la mirada.
—En realidad iba al almacén, y... –intentó explicar, pero no tardó en rendirse—. No hagas que te mienta, Marina. Ni tú ni yo lo merecemos.
—¿Todos los días me sigues?
—Estas calles son muy peligrosas a la hora que vuelves del trabajo y yo prefiero... ¿Quién es ese tipo?
—El hombre más poderoso de mi pueblo.
—Que está enamorado de ti.
—Que quiere poseerme, porque está acostumbrado a obtener todo lo que se le ocurre.
—¿Qué es eso que te regaló?
—¿Esto?... Es el título original de la finca de mis padres. Ramiro la compró, pero, al parecer, la operación no ha sido registrada.
—¿Entonces piensas regresar a tu pueblo? –preguntó él con una ansiedad mal disimulada.
—No voy a aceptar el regalo de Ramiro. Le guste o no, pienso pagarle. Con mamá ya reunimos el diez por ciento de la deuda.
—Entonces vas a regresar a tu pueblo.
—Ya nada me retiene aquí.
Eso le sonó a Javier como una sentencia a muerte. Era tan obvio su dolor, que Marina no pudo menos que conmoverse.
—¿Te parece mal? –le preguntó entonces.
—No... Me parece lo más sensato que puedes hacer.
—¿Quieres que me vaya?
—No me obligues a mentirte, Marina. Es lo más sensato, y con eso basta.
La muchacha se entristeció.
Javier la tomó entre sus brazos para consolarla.
—¿Algún día podrás perdonarme por anteponer mi hijo a nuestros sentimientos?
—Yo también quiero a Nico, y sé que Luciana es incapaz de cuidarlo como él lo necesita.
—¿Entonces me perdonas?
—No sólo te perdono, sino que te amo más por eso.
Por un instante Marina pudo ver la lucha en el interior de los ojos castaños de él. Pero de inmediato la acarició con una mirada profunda, cálida.
Y entonces la besó.
No fue un beso como otros. Este estaba teñido de una pasión desesperada.
Se separó con esfuerzo.
—¡Basta!... No quiero lastimarte –le susurró con dolor.
Tomó distancia, agachando la cabeza en silencio.
—Sí, Marina –dijo al fin—. Será mejor que regreses a casa... antes que sea demasiado tarde.
* * *
—Puede besar a la novia.
El sacerdote observó a la extraña pareja que tenía enfrente. Esa no se parecía en nada a las bodas que solía oficiar. Generalmente tenía que abrirse paso entre los fotógrafos y tratar de capturar la atención de los novios, (más ocupados en su vestuario o en la concurrencia, que en lo trascendente de la ceremonia). Estos dos, en cambio, se habían presentado vestidos con sencillez, acompañados de un pequeñísimo séquito. Y, sin embargo, toda la Iglesia resplandecía: pocas veces había visto tanto amor en las miradas, y escuchado tanto compromiso en las palabras. Hasta él, acostumbrado por su oficio a conocer las facetas más oscuras de la gente, había quedado conmovido ante una unión tan diáfana.
Luego del beso llegaron los saludos y parabienes de los presentes. Y también allí fue todo muy distinto: la alegría era sincera. No parecía haber envidias ni resquemores, sólo felicidad por la nueva pareja.
—Tendré lista la libreta para mañana. Bueno, de seguro ustedes estarán de luna de miel, pero pueden mandar a alguien para buscarla, si así lo desean.
—No –se apuró a decir Francisco— Todavía no habrá “luna de miel”. Soy cirujano y no puedo dejar mi trabajo. Además, acabo de vender una propiedad, y tengo algunas deudas que saldar. No, sólo nos tomaremos esta noche, mientras estos amigos cuidan a mis hijas.
—Pero nos vamos a ir de luna de miel, ¿no? –se apuró a reclamar Rocío.
—Sí, tonta, nos lo prometieron –se entrometió Melina.
El sacerdote observó a las niñas sin entender.
Fue Lucero la encargada de explicarle.
—Hemos decidido ir a Disneylandia como viaje de bodas, con dos pequeños polizones.
—¡Y cuatro más!–se apuró a decir la mamá de José Ignacio, el novio de Melina— Nuestra familia también va a acompañarlos.
—Va a ser una luna de miel muy concurrida –se burló el viejo sacerdote.
—¡Y divertida!, ¿no es cierto, papi? ¡Disney! ¡Me muero por ir a Disney! –se entusiasmó la menor de sus hijas.
Francisco, en cambio, parecía morirse por otras cosas.
—Yo no necesito del ratón Mickey para divertirme –dijo, mientras miraba a su esposa, arrobado—. Me basta con Lucero.
—¡Puaj! –se burlaron las niñas al unísono.
Y todos se echaron a reír.
Sí, esa fue una boda muy extraña.
* * *
El matrimonio de su hermana le había brindado a Marina una pequeña pausa en medio de su desdicha. Pocas veces había atestiguado tanta felicidad. ¿Cómo sería estar unido al otro de una forma tan definitiva? Poder amar así, sin ocultamientos, en total libertad.
El timbre sacó a la muchacha de su ensueño. ¿Quién podría ser a esa hora?
Observó por la mirilla y se sorprendió, apurándose a abrir la puerta.
—¡¿Está contigo?!
—¿Quién? –preguntó, confundida.
—Nicolás. ¿Lo dejó Luciana contigo?
—No... Me llamó la atención, porque ella siempre me pide que lo cuide los miércoles, pero pensé que estaría con la abuela.
—¡Puta!
—¿Qué ocurre, Javier?
—Se lo llevó... Se fue y se lo llevó.
—¿Estás seguro? ¿No se lo habrá dejado a alguna de sus amigas?
—Ya llamé a todas.
—Pero..., ¿se fue así como así?
—Peleamos... Me advirtió que iba a irse. Pero no pensé que de verdad se llevaría a Nico. No tiene dinero, ni adónde ir... ¡Estoy desesperado!
—¿Buscaste entre sus cosas? Con lo desordenada que es, quizás dejó alguna pista de su paradero.
Sin decir palabra Javier desanduvo el camino a su propia casa, seguido de cerca por Marina.
Durante una hora estuvieron revolviendo en medio de aquel caos, hasta que por fin Javier cayó víctima de la desesperación.
—Tú no entiendes... A ella no le interesa en lo más mínimo Nicolás. Se lo llevó sólo como rehén... Para persuadirme que me case con ella.
—¿Cómo “que te cases”?
—Sí... Está empeñada con eso del matrimonio.
—Pero entonces...
—Soy soltero.
De repente los cubrió un silencio más que significativo.
—Lo último que quiero es atarme aún más a Luciana –le dijo él en tono íntimo. Pero de inmediato volvió a desesperarse—. ¡Nicolás corre peligro a su lado!
—¡Exageras! Puede que tu mujer no sea la madre del año, pero, ¡es su hijo! No va a permitir que le ocurra nada.
—Hasta mi suegra piensa como yo. ¡Escúchala!
Javier accionó el botón del contestador y pudo escucharse la voz atemorizada de una dama.
—Javi... Oí tu mensaje. ¡No!, no está conmigo... No sé el motivo de su pelea, pero tienes que recuperar al bebé cuanto antes. ¡Sabes cómo es mi hija! Y si llega a ocurrirle algo al niño, ¡no voy a perdonártelo jamás!
Javier se abatió.
—Sí... Nicolás corre peligro... ¡Y es por mi culpa!
Marina intentó consolarlo, pero por fin desistió. También se sentía culpable. De seguro, de no haber existido esa proximidad tan inquietante con su vecino, Luciana nunca hubiera pensado en afianzar el vínculo. Y por más que lo intentaba no podía culparla. De haber estado ella en sus zapatos, ¿acaso no hubiera defendido con uñas y dientes su relación?
—¿Piensas hacer la denuncia? –preguntó en cambio.
—¿Denuncia?... ¿Por qué? Ni siquiera hizo abandono del hogar, porque no es mi esposa. No sé..., si tuviera dinero haría una consulta legal, pero por más que gano muy bien estoy siempre sobregirado. Luciana es muy cara de mantener.
—¿Quieres que te preste? Tengo lo de la finca, y...
—Quiero que te vayas, Marina, porque a cada minuto te amo un poco más. El saber que existe alguien como tú me reconcilia con la vida. Pero ahora, más que nunca, debemos estar separados... ¿Cuándo vas a volver a tu pueblo?
—Le mandé una carta larga a mi madre, a Inglaterra. Dentro de un mes vence su contrato y estoy segura que va a querer cumplirlo hasta el final. Pero no sé si voy a soportar estar aquí para cuando regrese Gloria, así que es posible que me adelante, para preparar la finca y arreglar cuentas con Ramiro Ramos.
Javier se perdió en la espesura de la mirada negra de ella, contoneando con la imaginación el resto de su figura, como si se tratara de un fantasma. Una presencia sutil que entraba y salía de su mente y de su cuerpo como se le daba la gana. Un dulce espectro que no iba a desaparecer a pesar de la distancia o la muerte.
—¿Qué piensas hacer, Javier?
—Esperar... y rezar. Temo... Temo que Nico pueda sufrir aunque sea un décimo de lo que yo he pasado. El día que me separaron de la única persona en el mundo que me quería de verdad, mi vida se partió al medio... No se puede imaginar lo que significa el miedo, el dolor, o la soledad, si no se lo observa a través de la mirada de un niño. ¡Es horrible!
—No te tortures... Hiciste todo lo que estuvo a tu alcance.
Javier clavó en ella una mirada dolida, como si le hubiera reprochado algo.
—¿Todo? –preguntó.
Y ya no tuvo valor para mirarla más.
* * *
—¡Mi hija mayor se casó!
Mister Harrison escuchó la noticia con gravedad.
—Pero la menor está muerta de pena... ¡Pobrecita! Creo que se enamoró del hombre incorrecto... Por lo que dice, tengo la impresión de que él tiene un compromiso previo... Sí, aquí está: ¡es casado y tiene un niño!... ¡Qué horror! ¿Resignarse a vivir en las sombras, como una amante? Esa no es vida para una muchacha de su edad.
—¿Y para ti?
La pregunta sobresaltó a Irene.
—¿A qué te refieres?
—A nuestros encuentros furtivos por las tardes... ¿Te basta con eso?
—No se trata de lo que yo quiera, sino de lo que es prudente. Tú tienes una vida, yo otra, y...
—¿Y eso te basta? ¿Te encuentras cómoda durmiendo sola cada noche? ¿No te enoja que yo salga sin ti?
¡Claro que no le bastaba! El sexo era sólo una parte pequeña de esa relación tan profunda que se había formado entre los dos. ¡Y ni hablar de las salidas! Enloquecía de celos cada vez que él se alejaba de su lado... Pero Irene no podía hablar. No podía comprometerse a nada. Tenía que conformarse con ese pequeño recreo que la vida le había regalado, sin tener derecho a hacer planes para el futuro. El mister y ella pertenecían a dos mundos muy distintos, imposibles de conciliar.
Inmóvil, desde el otro lado de la sala, Harrison observó su silencio.
Un silencio que le dolía en lo profundo del alma.
* * *
Como todas las noches desde que se había ido Luciana, seis días atrás, Javier buscó la frescura de la mesada de la cocina para sentarse allí, apenas cubierto por sus pantalones de dormir, acomodando la ventana de forma tal que entrara el viento suave de la noche, y el aire dulce de la presencia de Marina, tan cerca y tan lejana a la vez.
Cada día la observaba deambular por la casa, o la escuchaba cantar sólo para él, en medio de la oscuridad. Y esa presencia mágica era lo único que le permitía conciliar el sueño.
Pero desde la otra tarde una maleta se había incorporado al panorama, apabullando un poco más el corazón ya inquieto de Javier. Un indicio cierto de que la iba a perder. Que ya no gozaría ni siquiera del remanso de contemplarla a la distancia. De imaginarla entre sus brazos, mientras recorría el contorno de su cintura desnuda, acariciando su culo firme hasta perderse en los placeres de su sexo palpitante.
¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Era justo que dejara de lado ese sentimiento arrebatador, para así evitar la pena de un niño?
Hasta entonces le había bastado con poner a Nico sobre su pecho, como solía hacerlo cuando apenas era un bebé recién nacido, para saber que sí. Pero ahora, con el niño tan lejos y Marina tan cerca, nada se veía igual.
Ella lo amaba...
Marina lo amaba.
A él.
Y esa sola certeza lo llenaba de alegría. Pero el renunciamiento a que la obligaba, también lo hacía sufrir. Su dolor era obvio.
¡De haber podido consolarla!...
De haber podido, la hubiera colmado con su hombría, hasta verla sacudirse entre sus brazos, dominada por el placer. Porque, de haber podido, no hubiera dudado en transformarse en su esclavo, amándola cada vez que ella se lo ordenara. Saciándola a su antojo, sin esperar más recompensa que el privilegio de recorrer su cuerpo desnudo, acariciando sus pechos, conquistando su culo firme, para perderse en su sexo hasta hacerlo estallar.
Pero no. Por mucho que la deseara debía dejarla partir. No tenía derecho a retenerla a su lado. A embarcarla en esa locura.
De repente un mal presentimiento se adueñó de su ánimo. Una angustia fuerte. La certeza de que algo muy malo estaba a punto de suceder.
¿Estaba haciendo lo correcto?
Sólo pedía a Dios un signo. Algo que le indicara sin lugar a dudas el camino.
Y como si allí estuviera su respuesta, las luces de la casa parpadearon un par de veces, hasta que todo se sumió en la oscuridad.
De nuevo lo atenazó esa certeza de que algo malo iba a ocurrir. Una certeza ahora iluminada por el resplandor de lo inevitable.
* * *
Marina se dejó acariciar por la tibieza del agua de la ducha. Como venía transcurriendo su vida quizás ese era el único calor al que tendría derecho jamás.
Lo malo no había sido enamorarse de un marido ajeno, sino que ese sentimiento fuera irremediable.
Por muchos hombres que conociera en su vida, Javier iba a ser el único. Había algo en su interior, una melodía secreta que complementaba a la perfección su propia música. Con él compartía códigos y valores. A los dos le repugnaba lo mismo. ¡Y cuando la tocaba!...
¡Ay! Cuando la tocaba... Todo su cuerpo se estremecía.
Sin esfuerzo él lograba arrancarle el tono más profundo, el más sincero.
Jamás Darío la había acariciado así. Nunca lo había hecho Jorge. Sólo Javier podía adueñarse de su ritmo como si ella fuera el más fino instrumento.
Observó su cuerpo desnudo en el pequeño espejo del baño, mientras se secaba el cabello.
¿Acaso se iba a morir virgen? Cada noche estallaba de deseo. Se imaginaba acostada junto a él, velando su sueño. Protegida por su fuerza. Convulsionada por su hombría.
¿Iba a tener que resignarse a que su primera vez fuera con cualquier otro? ¿Alguno que sólo quisiera usarla, olvidando sus necesidades?
Una tristeza profunda se apoderó de ella.
Volver al pueblo... ¿y qué? Vivir a la sombra de su recuerdo para siempre, preguntándose “¿qué hubiera ocurrido si...?”
De repente un mal presentimiento se apoderó de la muchacha. Era la certeza de un peligro inevitable. Como si algo pudiera ocurrirle a Javier, que cambiara sus vidas para siempre.
Y entonces las luces de la casa parpadearon un par de veces, hasta que todo se sumió en la oscuridad.
Trató de tranquilizarse: sólo se trataba de un corte de luz. ¿Estaría el secador de cabello en corto? Nada funcionaba del todo bien en esa casa: también el televisor y la cafetera eléctrica habían dado un par de chispazos.
Tironeó del cable hasta desenchufarlo, justo en el momento en que unos golpes desesperados en la puerta de entrada la hicieron estremecer. ¿Se estaría incendiando el edificio? Desde allí podía percibir un extraño destello, junto con un olor acre y penetrante a plástico quemado.
A tientas buscó la toalla para envolverse en ella y se dirigió a la sala.
¡No! No era el edificio lo que estaba ardiendo, sino su propia cocina. Aterrorizada, apenas atinó a abrir la puerta para escapar. Y entonces la voz de Javier, salida de entre las sombras, la apaciguó.
—¡Es tu cocina! ¡Se está incendiando!
La muchacha sintió el empuje de ese hombre grande, y de algo metálico que la golpeaba. Sin saber a qué, siguió esa presencia turbadora a través de la oscuridad.
Una vez frente a las llamas, entendió: Javier había tomado el extintor del pasillo y, gracias a Dios, sabía cómo usarlo. El resplandor le permitió ver la espuma blanca que salía del artefacto, y luego todo se apagó.
Otra vez estaban a oscuras.
Otra vez estaban juntos.
—¿Estás bien? –preguntó él, con preocupación.
Marina intentó responder, pero al abrir la boca sus pulmones se llenaron de un polvillo de sabor acre.
Tosió un par de veces, y él, en medio de la oscuridad, la tomó por los hombros.
—¿Estás bien? –insistió.
—Sólo necesito agua.
A tientas, Javier alcanzó un vaso, lo llenó con el grifo, y luego se lo alargó.
—¿Estás bien? –repitió una vez más.
—Ahora sí. Es que pensé que...
Se detuvo en medio de la frase. Sin querer, al intentar apoyar el vaso, había rozado el pecho desnudo de él.
Quiso tomar distancia, pero sólo trastabilló.
Javier la sostuvo, con tanta mala suerte, que su mano se asió de lo que tenía más cerca: la curva de la cintura de ella que la toalla no llegaba a cubrir.
Por un instante se perdió en el frenesí de acariciarla.
—¿Estás desnuda? –pudo preguntarle, transido de emoción.
Uno de los dos debiera haberse alejado. Pero ya era imposible. El fuego en el interior de Javier quemaba más que el que había apagado. Todo su ser se resumía ahora en esa porción de piel desnuda. Esa deliciosa curva que tantas veces había recorrido en sus sueños.
Y como si estuviera dormido, se apropió de ese culo firme que tan intensamente había deseado. Y recién entonces comenzó a besarla. Con ansias, con desesperación. Pero a la vez con delicadeza. Demorándose en el deseo de ella. Despertando sus sentidos.
Palpó la tela rugosa de la toalla que se escurría del cuerpo de la muchacha como si se negara a ocultar esa belleza. Acarició sus pechos turgentes, enloquecido de tanta perfección.
Se sentía dueño de ese cuerpo ardoroso, así que comenzó a tomarlo así, como quien se apropia de lo que le pertenece por derecho. Y un gemido suave de ella al hacerlo lo convenció de que estaba en el camino correcto.
Las luces de la casa se encendieron, volviéndolos a la realidad.
Javier tomó distancia. Marina estaba parada allí, perdida en medio del deseo, con los ojos cerrados, y un gesto de entrega dócil en el rostro. Más desnuda que cubierta por ese trozo de tela que se empeñaba en sostener con fuerza.
Todo volvió a apagarse, pero en las retinas de Javier persistía esa visión estremecedora de su ángel, entregada al fuego de la pasión.
La electricidad volvió definitivamente, iluminándolo todo. Y esta vez Marina lo observó, confundida.
—¿Qué ocurre? –preguntó con timidez.
—No puedo hacerte esto –respondió él—. No puedo arruinarte la vida así.
—¿Acaso éramos otros en la oscuridad? ¿Es más fácil si no me ves?
—¿Qué dices? Desde que te conocí que no hago otra cosa que verte. De desearte. De sentirte... De lastimarte. ¡Y no tengo derecho!
—Lo tienes..., porque soy tuya. Hazme el amor, aunque sea sólo esta noche. Después nos diremos que nunca ocurrió. Que fue apenas un dulce sueño... Pero quiero que mi primera vez sea contigo. Aunque también sea la última. Regálame eso... ¿O vas a dejarme así?