CAPÍTULO IX
Miró el reloj. Era ridículamente temprano para llegar a casa de los Iriarte, pero por desgracia ya era demasiado tarde para arrepentirse, porque estaba allí.
Aún faltaba media hora para que se levantara el doctor, y una hora completa antes de que lo hicieran las niñas, pero como Lucero no había podido dormir en toda la noche, al menos quería aprovechar la mañana. ¡Tenía mil cosas para hacer! Por supuesto que iba a tener que guardar silencio, pero aun así podía planificar la clase de geografía para Melina.
Las persianas estaban cerradas, y la sala, a oscuras. Caminó a tientas, sólo iluminada por la poca luz que se filtraba por la ventana de la cocina.
Con cuidado Lucero se agachó para recoger primero las zapatillas olvidadas por Rocío, y luego algunas carpetas de Meli, tratando de no hacer ruido.
Pero una voz salida de las sombras la sobresaltó.
—Todavía falta una hora para su horario de entrada.
Era el doctor Iriarte, que la contemplaba con enojo.
—Disculpe... ¿Prefiere que me vaya? Puedo esperar en algún bar si mi presencia aquí lo inoportuna.
—¡Siéntese! –le ordenó él, indiferente a sus palabras.
—Ordeno primero estas cosas, y luego...
—¡Siéntese! –repitió con furia, mientras la obligaba a soltar lo que tenía en las manos.
—¿Ocurre algo?
—Dígamelo usted, Lucero. ¿Ha ocurrido algo?
—¿A qué se refiere?
—Anoche salió con Claudio, ¿no? Y hoy regresa a estas horas de la madrugada, ¿le parece un buen ejemplo para las niñas?
—¡¿A qué diablos se refiere?! –se enfureció ella.
—Creo que si va a cuidar de mis hijas debe guardar ciertas apariencias.
—¿Apariencias? ¿De qué está hablando?
Aquel hombre desesperado se deshizo ante sus ojos. Como por arte de magia pasó de la actitud de un jefe severo a la de un amante despechado.
—Sé que pasaron la noche juntos. Sé que fue él quien la trajo a casa. Vamos, confiéselo Lucero...
—¡Yo no tengo nada que confesar, y menos a usted!
—¿Entonces no lo niega? ¿Por qué juega así conmigo?
—¡Doctor! He llegado adelantada a mi trabajo, pero de dónde venga a usted no tiene que importarle.
Lucero intentó darle la espalda, pero él la retuvo, enloquecido.
—No pude dormir en toda la noche sabiendo que estabas con él. Imaginándote en sus brazos. Pensando...
—¿Pasa algo?
La voz trasnochada de Rocío los volvió a la realidad.
De inmediato se separaron.
—¿Qué hacen despiertos tan temprano? –insistió la niña.
—¿Y tú? –preguntó Lucero, intentando reponerse—. Tienes mala cara.
—Me dolió el lado derecho de la panza toda la noche. Creo que tengo fiebre.
—¿Por qué caminas así? –se extrañó su padre.
—Me duele.
—Levanta la pierna derecha, Rocío.
—Me duele mucho, papá, no puedo.
El doctor Iriarte y su empleada cruzaron miradas.
Y esta vez no hubo ni una pizca de pasión en ellas.
* * *
La medicina en el Reino Unido no conocía de diferencias o rangos. Pobres y ricos estaban obligados a pasear sus males por el hospital municipal más cercano. Y, para horror de Irene, Mr. Harrison no fue la excepción. Claro que ese sitio amplio y bien equipado poco tenía que ver con las miserias sanitarias de su país, pero igual le daba escozor. Y, contrariamente a lo que podía suponerse de un lugar donde reinaba la nobleza, en la urgencia los rangos cedían a la necesidad. Sólo por eso Mr. Harrison fue el primero en ser atendido. De su cabeza manaba sangre en abundancia, y desde el accidente no había vuelto a recobrar la consciencia.
—¡Buena la has hecho, idiota!–se enfureció Diana al encontrar a Irene en un pasillo— Ahora no te sirve ni a ti, ni a mí. Si se muere, toda su fortuna queda en manos del estado.
Por toda respuesta la otra se limitó a llorar un poco más, como lo había hecho durante todo el viaje en ambulancia. Estaba desesperada: por su culpa la vida de Mr. Harrison corría peligro.
Luego de una hora interminable los médicos salieron al pasillo para dar su veredicto. Allí se había congregado una pequeña multitud de amigos y enemigos del enfermo, convocados por Diana.
Irene trató de prestar la mayor atención posible, pero apenas podía desentrañar las palabras de los profesionales. Su inglés no alcanzaba para eso términos que ni en español conocía. Pero el gesto adusto de los hombres al hablar sirvió para convencerla de la gravedad del caso.
—¿Qué dijeron? –le preguntó a Diana.
La otra se limitó a contemplarla con desdén.
Por un tiempo eterno Irene se dedicó a deambular por allí, tratando de no morir ahogada por sus propias lágrimas, hasta que por fin logró divisar la figura oscura de uno de los médicos.
—Disculpe, doctor... Su apellido es Rodríguez, ¿habla usted español?
—¿En qué puedo ayudarla?
—No pude entender nada..., ¿cómo está Mr. Harrison?
—Su estado es grave y nos encontramos en una disyuntiva. Como le expliqué a sus amigos, en este momento tiene alojado un coágulo en el cerebro. Se ha frenado la hemorragia, pero el edema ya existente está presionando, y de no actuar rápido puede producirle una parálisis.
El impacto de estas palabras en Irene obligó al joven doctor a sostenerla.
—¿Qué tipo de parálisis? –insistió ella al reponerse.
—Si no se opera con rapidez puede que nunca vuelva a caminar.
—¡No! –exclamó, aterrada—. ¡Opérelo, por favor!
—También nosotros somos de esa idea. Pero existen un veinte por ciento de posibilidades de que el enfermo no supere el procedimiento.
—¿No lo supere?
—No sobreviva.
Otra vez Irene desfalleció.
—Usted no entiende, doctor... Él... Su vida son los caballos. Su campo... No soportaría perderlos. ¡Dele una oportunidad, por favor! Sé que él querría operarse.
—Estoy seguro de ello. Pero lamentablemente no despertó del trauma, y puede que para cuando lo haga ya sea demasiado tarde. Necesito que alguien responsable autorice la operación. Y sin esa firma, mis manos están atadas.
—Él no tiene parientes... ¿Cómo se hace en esos casos?
—Su abogado me dijeron que la única persona con poder para autorizarnos es Mrs. Diana Hamilton. Por desgracia, ella, desoyendo nuestros consejos, se ha negado. A pesar de que las posibilidades están a favor de Mr. Harrison, prefiere no poner en riesgo su vida.
Irene levantó la cabeza.
Desde el otro lado del pasillo Lady Di la contemplaba con una mirada fría... y victoriosa.
* * *
Lucero caminó el endiablado pasillo de la clínica por décima vez. En su corazón todo era un lío. Apenas había podido dormir la noche anterior por culpa de ese Claudio y sus besos.
Sí, ¿para qué negarlo?, además de dinero y trabajo, necesitaba un poco de sexo en su vida. Sentir la respiración de un hombre a su lado, su calor. Pero a sus treinta y siete años lo último que quería era empezar otra vez. No tenía fuerzas para doblegar a un inmaduro, aguantar sus desplantes, ajustarse a sus manías y, como si fuera poco, correr el riesgo de un embarazo.
Sí, como decía su hermana, la ciudad estaba repleta de hombres. ¡Lástima que ninguno valiera la pena!
Bueno, excepto...
¿Y si cedía a las presiones del buen doctor? Era evidente que él sentía cosas por ella. La deseaba. Y de no haberse presentado Rocío esa mañana...
El sólo pensar en la niña la regresó a la realidad, y Lucero volvió a sollozar.
¿Cómo estaría su pobrecita? Una apendicitis era cosa sencilla, y de seguro su padre no iba a permitir que le ocurriera nada, pero...
—Ya terminamos –anunció el doctor Iriarte.
—¡Al fin! Estaba enloqueciendo.
—Hubo una pequeñísima complicación, pero actuamos a tiempo.
—¿Puedo verla?
—Todavía no la bajaron. Quise avisarle antes que...
—Gracias.
—Escuche, esta mañana...
Lucero lo interrumpió.
—Ahí viene Melina... Será mejor que vaya a buscarla. También ella debe estar muy asustada.
El doctor corrió a encontrarse con su hija, y Lucero los observó a la distancia.
Ese hombre la conmovía.
¡De no haber estado las niñas de por medio!
* * *
¡De no haber estado Nico de por medio...!
Sí, porque Luciana no se merecía un hombre como Javier. Y aunque iba en contra de todos sus principios, de no haber habido un hijo de por medio Marina no hubiera dudado ni un minuto en robárselo.
La muchacha se estremeció. ¡¿Qué estaba pensando?!
Pero era por culpa de esa mujer, que la sacaba de sus casillas... O quizás...
Quizás era por esa sensación tan dulce que había experimentado entre juegos, la tarde anterior. Por la sonrisa de él, que le alegraba el alma. O por esa forma tan viril que tenía Javier de moverse, un poco torpe y salvaje, pero siempre impetuosa.
Sí, claro que se moría de amor cuando él estaba cerca. Y esta vez ni Lucero se había atrevido a juzgarla. Sólo la había escuchado, atenta a sus palabras.
¿Se estaría humanizando su hermana? ¿O se habría enamorado también ella?... Pero, ¿de quién? Por cierto no del estúpido que la había abandonado en el restaurante, luego de que lo rechazara... ¿Del doctor Iriarte? ¡Ojalá!... Al menos él, a diferencia de Javier, era un hombre libre.
—Deberías buscarte uno sin compromisos.
La voz de doña Lita, su vecina, volvió a Marina a la realidad.
—¿A qué se refiere?
—Ya todos estamos enterados de lo de tu huida de ayer con el pobre Javi. Por supuesto que te entiendo: el muchacho es lindo, a qué negarlo. ¡Y muy bueno! Siempre me está haciendo arreglitos en casa. “Doña Lita”, me dice, “usted es como mi madre”... Sí, un buen muchacho... Pero un buen muchacho casado. ¡Y con un niño!
—¿Quién le contó que nos fuimos?
—¿Quién va a ser? La única que estaba allí para contarlo: Luciana. Porque, pese a que había un millón de personas en la fiesta, no tuvo la gentileza de invitar a ningún vecino. ¡Ni a uno! Bueno, excepto a ti. ¡Y mira cómo le pagaste!
—¿Cómo le pagué?
—Te escapaste con el marido. ¡Y eso que se supone que eres virgen!
—¿Eso anda diciendo por ahí? Yo no me escapé con el marido. En tal caso, fuimos con Javier y su madre a un sitio para que jugara Nicolás.
—¡Qué extraño! Mariucha, la del primero, dice que los vio llegar solos.
—Porque antes de regresar llevamos a la madre a la casa. Pero no por eso llegamos solos. Estábamos con Nico.
—Como sea, pequeña... Sé que eres una buena muchacha. Siempre corres cuando estoy enferma... Por eso voy a darte un consejo: nunca es poco el cuidado que debe tener una mujer. Yo misma, cada vez que Javiercito viene a casa, dejo la puerta abierta. No quiero que después la gente ande por ahí comentando. Ni quiero que el muchacho se tiente, que una es vieja, pero todavía... Bueno, tú ya sabes... Lo importante es que tienes que cuidarte. ¡No! No “cuidarte” como dicen en la televisión, ¡Dios me libre y me guarde!, sino “cuidarte” como antes se cuidaban las muchachas decentes, sin dar que hablar... ¡Tú sabes!
Sí, Marina sabía.
Lo había aprendido con sangre.
* * *
—¿Quién es Lucero?
—Yo.
El doctor Peña observó a esa morena espectacular con picardía.
—Rocío la anda buscando. Quiere no sé qué cosa, que guardó en no sé dónde.
La dama corrió de inmediato hacia la habitación, y el joven doctor acompañó su partida con una mirada de deseo.
—¿Cómo te parece que está? –lo distrajo Francisco.
—¡Buenísima!
—¡No seas idiota! No me refiero a Lucero, sino a mi hija.
—Tu hija está maravillosamente, aunque un poco mimosa... En cuanto a tu ama de llaves..., ¿qué tan mimosa es ella?
—¿Lucero? Lucero es la hermana de Marina Campos.
—¡Ahora encuentro el parecido!... Aunque es bastante mayor que la otra.
—Sí.
—Y por tu cara imagino que igual de estrecha. Nuestra Marina no sólo es virgen, sino inalcanzable... ¿Y ésta? ¿Es inalcanzable también?
Francisco suspiró. Con él, seguro. ¡Pero con el otro!
* * *
—¡Tiene que hacer algo!
—No insista Mrs. Campos. Ya se lo he dicho. Yo, además de amigo, soy el abogado de Harrison. Pero la única con un poder de él para cuestiones médicas es Diana. Ella podría decidir la operación en un minuto, pero está empeñada en no hacerlo. Creo que tiene miedo... Y es entendible: si Harrison muere, la dama termina sin un centavo. Inválido, en cambio, el pobre quedaría justo como ella siempre lo soñó: indefenso y en sus manos.
Otra vez los ojos de Irene chocaron con la mirada gélida de su rival.
¡Sí!... Mal que le pesara, si no despertaba pronto, la suerte de Mr. Harrison estaba echada.
* * *
—¡Marina!... ¿Qué haces por aquí? Creí que estabas de franco.
—Y lo estoy. Pero acaban de operar a la hija del doctor Iriarte y vine de visita. Ya estuve esta mañana.
Jorge Núñez se acercó a ella peligrosamente.
—¿Sólo a eso viniste? –le susurró—. Por un momento pensé que me extraña...
La imprevista llegada de la enfermera Guerra lo hizo alejarse de inmediato.
—Es por allí, Marina –dijo en voz alta, en cambio, para despistar—. Allí está la hija del doctor Iriarte.
Esperó a que la enfermera se fuera para continuar con el tono íntimo.
—Pensé que me extrañabas, Marina... Yo te he extrañado a ti.
—Mejor me voy.
—¿Por qué me evitas?
—Aquí pueden vernos. Y lo último que necesito es más gente hablando mal de mí a mis espaldas.
—Entonces podemos salir esta noche. Yo acabo a eso de las diez. ¿Nos encontramos?
Marina dudó un instante, pero luego accedió. Sí, lo mejor era sacarse a Javier de la cabeza.
—¿En el bar de enfrente?
—¡No! Allí pueden vernos... Será mejor que te pase a buscar a tu casa... ¿Ahora sí me invitarás a tomar un café, o todavía no lo merezco?
—Prefiero que no. En mi casa también pueden vernos. Será mejor...
La llegada de la enfermera nueva los obligó a separarse.
Tanto ocultamiento ya estaba molestando a Marina. Tenía la sensación de estar haciendo algo reprobable, pero... quizás su vecina Lita tenía razón. Quizás una mujer nunca era demasiado prudente a la hora de guardarse del “qué dirán”
* * *
Se había quedado dormida. Ese había sido un día difícil, y el cansancio pudo más. Lucero trató de despabilarse. Se acomodó en el sillón, pero fue inútil. Luego de la noche en vela, y con los nervios de la mañana, estaba exhausta.
Observó a Rocío, que por fin dormía tranquila.
Cerró los ojos y perdió la conciencia del tiempo: un minuto, una hora, una vida.
Y entonces pudo sentir el calor húmedo de una mano acariciando su cuello. Quiso despertar, pero el sueño era pesado. Sin embargo supo de inmediato que se trataba de Francisco, (¿quién más?) Lo supo por la forma suave de recorrer su piel, paseando sus dedos largos y varoniles por su escote. Adueñándose de la intimidad de las curvas de su pecho. Reconociéndola con lentitud, y a la vez con pasión.
¿Quería abrir los ojos? No, tan sólo abandonarse a esas caricias que estaba necesitando tanto. A esas...
—¿Lucero? ¿Está despierta?... Creo que ya es hora de que vuelva a casa.
Abrió sus ojos y se encontró con la bella mirada clara del doctor Iriarte, que acababa de entrar al cuarto.
—Voy a quedarme toda la noche.
—No. Lo haré yo.
—Va a ser más cómodo para ella que lo haga una mujer.
—Pero usted tiene que descansar.
—Es inútil discutir, doctor. No va a convencerme de lo contrario.
—Sí, ya me di cuenta lo poco que le importa mi opinión sobre las cosas.
—No es eso. Es que...
Por un minuto sus miradas se cruzaron, y ella pudo percibir la ansiedad que lo embargaba.
—¿Qué?... ¿Qué es Lucero?
La dama suspiró.
—Tiene razón. Estoy muy cansada. Así que ya que usted está aquí, iré a cenar algo... Vuelvo en media hora.
Lucero intentó salir antes que su jefe pudiera reaccionar. Pero, por desgracia, no fue tan rápida: la voz de Francisco la alcanzó.
—¿También va a aprovechar para avisarle a su novio?
Ella dio un fuerte suspiro.
—Mire, doctor Iriarte... –comenzó a decir con decisión.
Pero el gesto desesperado de aquel hombre desesperado logró enternecerla.
—¿Sí?
—No es mi novio..., y no he pasado la noche con él.
Sin decir más Lucero salió del cuarto.
Y Francisco sonrió conmovido.
* * *
—Usted no entiende, doctor... Mi vida son los caballos. Mi campo... No soportaría perderlos. ¡Por supuesto que quiero operarme!
—Entonces firme aquí ya mismo y para la tarde entra en quirófano... ¿Sabe? Al charlar con su novia sobre esto, ella dijo exactamente lo mismo que usted ahora. Creo que hasta usó las mismas palabras. ¡Es sorprendente lo bien que lo conoce!
—¿Mi novia?
—La morena que habla español, ¿no es su novia?
—Sí –mintió Harrison.
—Estaba deshecha, pobre dama, pero le expliqué que necesitábamos una autorización para proceder. Y esa sólo podía firmarla usted o su representante.
—Pero Diana...
—Mrs. Hamilton privilegió no poner en riesgo su vida. Creo que temía perderlo. Son diferentes formas de pensar... Bueno, y ahora voy a alistar todo para esta tarde.
Harrison perdió la mirada en el horizonte.
Sí, diferentes formas de pensar.
Y una sola vida.
* * *
Su primer error fue permitir que Jorge Núñez la besara esa noche.
El segundo, llegar demasiado temprano a su casa.
El tercero, mirarse al espejo.
Y ahora Marina no podía dejar de pensar en sexo.
Durante sus años de noviazgo con Darío había sido demasiado fácil posponer sus necesidades. Por esos días solía alcanzarle con un poco de amistad y algo de compañerismo, ocupada como estaba en sobrevivir complaciendo el rigor de su madre. Esperando sin prisa el matrimonio.
Pero parada allí, frente a su imagen desnuda, por primera vez se daba cuenta de que estaba sola.
Justo ahora que las cosas en su trabajo eran insoportables; que la “amistad” de Luciana se había vuelto procaz; ahora, como si fuera poco, su cuerpo comenzaba a reclamar con desesperación.
¡De no haber estado el pequeño Nicolás de por medio!
De no haber sido por él, quizás se hubiera dejado arrastrar por el deseo de su vecino aunque fuera una vez. Descubriendo a su lado el placer de sentirse contenida por unos brazos fuertes.
¡Lástima!
Porque ahora cada noche ardía en su cama, y cada mañana se levantaba necesitando una caricia.
¡Lástima!
O por fortuna, porque por mucho que le costara admitirlo, bien podía llegar a enamorarse locamente de alguien como Javier.
* * *
Su primer error fue permitir que Claudio la besara esa noche.
El segundo, llegar demasiado temprano a su trabajo esa mañana.
El tercero, mirarse al espejo.
Y ahora Lucero no podía dejar de pensar en sexo.
Durante todos esos años en que cuidara de su Emilito había sido demasiado fácil olvidarse de que era una mujer. Sin tiempo para sentimientos o sensaciones. Sólo ocupada en sobrevivir cada día.
Pero parada allí, frente a su imagen, se daba cuenta de que estaba sola.
Justo ahora que las cosas en su trabajo comenzaban a aquietarse, que la vida con las niñas la transportaba a una encantadora rutina, ahora, comenzaba a necesitar con desesperación de un hombre.
Y de nuevo volvían a su memoria esas adorables tardes de domingo pasadas con su marido en la locura de la pasión. En la dulzura de su desnudez, correteando por la casa, paseando su deseo por todas partes. Cuántas locuras había llevado a cabo entonces, al compás de la lujuria que le despertaba el cuerpo joven de Horacio. Cuántas cosas que nunca se hubiera pensado capaz de realizar, y que ahora le costaba creer que alguna vez hubiera hecho. No existían tabúes ni lugares prohibidos para ellos. No conocían la vergüenza o el apuro. Sólo ese ritmo delicioso y enloquecedor que los atrapaba hasta el alba.
¿Cuántos años había sepultado todo aquello en su memoria?
¿Cuántos años había ocultado sus ansias?
Y ahora, de la nada, aparecía él. Un varón increíble. Un hombre capaz de contenerla y escucharla. Suave, discreto. Ni siquiera parecido al salvaje indómito que había sido Horacio. Sin sus músculos ni su cuerpo bien delineado, era cierto, pero un hombre real. ¡Tan deseable!
Cada vez más su cercanía la hacía estremecer.
¡De no haber estado las niñas de por medio!
De no haber sido por ellas quizás se hubiera dejado arrastrar por el deseo del buen doctor, aunque fuera una vez. Probar de nuevo el placer de sentirse contenida por unos brazos fuertes. Pero con las niñas allí el riesgo resultaba demasiado.
Era evidente que alguien como Francisco sólo buscaba un poco de diversión. Nadie la engañaba. Los dos pertenecían a mundos muy diversos, y Lucero conocía bien los problemas ocasionados por las diferencias de clases: los había sufrido toda su vida.
¡Lástima!
Porque ahora cada noche ardía en su cama y cada mañana se levantaba necesitando una caricia.
¡Lástima!
O por fortuna, porque, por mucho que le costara admitirlo, bien podía llegar a enamorarse locamente de alguien como el doctor Iriarte.
* * *
James miró a la pelirroja a través de sus anteojos espejados. ¿Qué le ocurría a esa mujer? Su sonrisa era impropia para un momento tan serio.
—¿Ha entendido mis palabras, Mrs. Diana?
—¡Por supuesto! Y me parece muy prudente que, dada la situación, Harrison piense en hacer un testamento... Pero, ¿por qué me dice esto a mí? ¿Acaso él ha mencionado mi nombre?
—Sí, lo hizo.
El viejo notario se ruborizó ante el escandaloso gesto de satisfacción de la dama.
—¡Pobrecito! ¡Siempre tan considerado!... Cuente conmigo para complacerlo en todo lo que él mande. Aunque... De seguro usted necesita mis documentos... Los tengo en el castillo pero puedo ir a buscarlos de inmediato. ¡Mejor que eso!, puedo hacer que me los traigan, para no perder tiempo.
—Sería muy oportuno que...
No pudo terminar la frase. Ya Diana se abalanzaba hacia la salida con su teléfono celular en la mano.
Sin ocultar su disgusto, el viejo tomó distancia y se dirigió hacia la morena que esperaba sentada en un banco.
—¿Y Mr. Harrison?–preguntó Irene con ansiedad, antes de que James pudiera decir una sola palabra—. ¿Pudo verlo? ¿Cómo lo encontró? ¿Estaba tranquilo?
El caballero parpadeó. ¿Esa era la famosa Irene? Ahora podía entender a su amigo: en verdad parecía una hermosa mujer. Entrada en años, pero hermosa, a pesar del dolor que reflejaba su rostro.
—Mr. Harrison está consciente. Y ahora quiere labrar su testamento.
—¡¿Para qué?! No va a morir... No puede morir... Y si eso es lo que teme, al que hay que llamar es a un cura y no al notario.
—Pues él prefiere redactar su última voluntad. Por cierto, necesitaría su pasaporte.
—¿El de Mr. Harrison?
—No. El suyo.
—¿Para qué?
—Creo que quiere incluirla en su testamento.
Los ojos de Irene se llenaron de lágrimas.
—¿Lo tiene aquí? –insistió el otro ante su silencio.
—¿Qué cosa?
—El pasaporte.
—No, en el castillo.
—Pues mande a buscarlo cuanto antes.
—¿Yo? No... ¿Puedo hablar con él?
—Pero si usted no me acerca algún documento que acredite su identidad...
—¿Puedo hablar con él?
—El testamento...
—¡Olvídese del testamento! Mr. Harrison no se va a morir... Pero sería bueno que lo viera un sacerdote. ¡Sí!, una bendición es justo lo que necesita antes de operarse... ¿Dónde puedo encontrar uno?
—¿Un religioso? No tengo ni idea.
—¿Puedo pasar a verlo?
—No me parece que Mrs. Diana encuentre justo el que usted charle con Harrison antes de la redacción del testamento. Podría influenciarlo.
—¿Puedo pasar a verlo? ¡Por favor!
El abogado tuvo que ceder ante esa latina impetuosa. Se hizo a un lado, señalándole la puerta.
Irene entró al cuarto en puntillas. Harrison dormía, quizás por los calmantes. Por unos segundos contempló su cabello ondeado, su gesto bondadoso, y ese aire plácido propio del que está en paz con su consciencia.
Sí, mal que le pesara se había enamorado de su jefe. De su fuerza, su vitalidad, pero también de esa simpleza inesperada en un hombre de su jerarquía.
Rozó su frente con un beso para no despertarlo.
—No, no te pareces a Mr. Darcy –le susurró—. Eres más lindo que él.
Con dulzura le acomodó la sábana y se quedó allí, dispuesta a velar su sueño. Pero no pudo hacerlo por mucho tiempo. Una enfermera entrada en kilos y en años asomó a la puerta para echarla con enojo. Irene intentó oponer resistencia, pero en interés del paciente decidió marcharse.
—¡Mrs. Campos! –le gritó James al verla—. A usted la estaba buscando... Necesito al menos el número de su documento para poder redactar el escrito.
—¿Qué escrito?
—El testamento.
—Ah... El testamento... ¿Y el sacerdote? ¿Pudo conseguirlo?
—Soy el abogado de Harrison. Me ocupo de sus mejores intereses.
—También yo. ¿A quién puedo preguntarle por un sacerdote?
—Mrs. Campos, le advierto. ¡No estoy jugando! Si no me da ese dato, no va a aparecer en las disposiciones testamentarias de su jefe. Después puede buscar a quién quiera, pero primero ocúpese de lo importante.
—Tiene razón –respondió Irene. Y de inmediato se dio media vuelta para encarar a una de las enfermeras del lugar—. ¿Sabe adónde puedo conseguir un sacerdote? –preguntó desesperada.
Mr. James no pudo evitar una sonrisa. ¡La dama era un caso perdido!
* * *
—¿Estás tomando los anticonceptivos que te di?
Marina dudó en responder, así que Jorge se le adelantó.
—No es que piense esperar un mes para hacerte el amor, por supuesto. Primero usaremos preservativos, como se debe. ¡No lo olvides!: siempre que tengas sexo debes usarlos. Es más, voy a enseñarte cómo se colocan, así, si estás con otro, el tipo no va a tener excusas. ¡Es por tu salud!
La muchacha lo observó, confundida.
—No recuerdo haber aceptado acostarme contigo.
—¡Por favor, Marina! Ya no somos niños. Yo, personalmente, soy un hombre con necesidades. Y tú no vas a ser tan egoísta como para hacerme esperar.
—A mí me gustaría...
“Hacer el amor por amor”, era el final de la frase, pero el buen doctor no dejó que concluyera.
—El problema no es lo que te gusta, sino lo que temes. Temes que si dejas de ser virgen los hombres ya no te querrán. Pero, créeme, el tipo que piensa así no vale la pena.
—No se trata de lo que piensen los hombres..., ni siquiera de lo que piensen los demás. Se trata de mí. De estar lista. De sentirme segura...
—¿Y acaso no te sientes segura conmigo? ¿No me ocupé de ti desde el principio? ¿Crees que no voy a esperarte, para que también disfrutes?
—No es eso..., es que...
El doctor Núñez se alejó con violencia.
—¡Esto es increíble!... En vez de estar más convencida, cada día temes un poco más. ¿Y sabes por qué ocurre eso? Por llevar todo a la larga. Por dejar que el tiempo pase... El sexo tiene que ser más natural, sin tanta ceremonia ni preparación. Podría ser esta misma noche...
—¡No! Esta noche no.
—O mañana.
—Mañana trabajo.
—O el sábado.
—Creo que no estoy lista todav...
No pudo acabar la frase. Aquel galán fuerte había dominado su silencio con un beso profundo y húmedo, que la dejó sin fuerzas. Pero luego de ese, para su sorpresa, vino otro aún más osado.
Por una fracción de segundo Marina se dejó arrastrar por las ansias del otro. Pero un ruido de la calle la distrajo, obligándola a mirar. Más allá, una sombra los observaba a la distancia.
¿Sería Javier?
* * *
—¡Sí!
—No.
—¡Sí!
—No.
—Por favor, Lucero... Ya estoy cansada de estar descansando.
—Tu padre se pidió el día libre exclusivamente para cuidarte, y tú...
—¡Vamos, Lucero! El centro comercial está casi vacío...
—Lo imagino. ¡Un viernes a la tarde! De seguro la gente no fue, sólo con el propósito de que Rocío Iriarte pueda hacer su convalecencia allí.
—¡Eres horrenda Lucero!
—Mastico niñas como tú en el almuerzo, Rocío.
—Muy graciosa.
La dama salió de la cocina dando por finalizada la discusión. La niña, en cambio, sonrió con malicia, abrió la puerta del refrigerador, y sacudió con violencia una de las latas que estaban en él.
—¿Qué está pasando aquí, Rocío? –se enojó su padre al entrar y verla—. Se supone que debes hacer reposo.
La niña se apuró a dejar todo en su sitio.
—Es Lucero la que no me deja hacerlo. Está empeñada en que ordene mi cuarto. Por fortuna las chicas me invitaron a ir al centro comercial con ellas. Eso es mucho más descansado, ¿no te parece? Nos lleva la madre de Lucrecia, y Lucero está de acuerdo.
—A ti no te lleva nadie, porque no vas a ir a ningún sitio.
—¡Pero papá!
—Lo lamento.
La niña dejó la cocina mascullando algo, y su padre, que la observaba sonriente, se asomó a la puerta para gritarle:
—Y más vale que se vaya directo a la cama, señorita.
Lucero entró por la otra puerta con una pila de ropa sucia entre los brazos.
—Rocío está terrible –se quejó su jefe.
—Queda claro que no es necesario que también se quede por la tarde. A su hija le sobra salud.
—Y ahora vino con no sé qué historia del centro comercial.
—Ya me ocupé.
—Dijo que usted la había autorizado.
—¡Cómo se le ocurre! Por supuesto que me negué. Es más, si conozco a su hija, estoy segura que ya estará tramando una venganza en mi contra.
Lucero continuó con sus tareas como si nada ocurriera.
Pero ocurría.
Él estaba allí. Muy cerca. Demasiado cerca. Podía sentir su mirada recorriéndola.
¿O eran ideas suyas?
¿O se trataba sólo de sus ganas?
Se agachó para cerrar el lavarropas y desvió la mirada hacia él.
No, no lo estaba imaginando. Era evidente que la deseaba.
¡Y era tan placentero sentir su interés..., su desesperación!
—¡Lucero!... Lu... ce... roooo...
Los gritos de Rocío los volvieron a la realidad.
—¿Qué quieres? –respondió la dama, asomándose a la puerta.
—Una gaseosa –se escuchó del otro lado.
—¿Puede tomar una gaseosa? –preguntó Lucero a Francisco con solicitud.
—Sí... No es lo ideal, pero podemos hacer una excepción.
Lucero preparó una bandeja pequeña, con un vaso y unas galletas.
Su jefe la observaba fijamente, sin decir palabra, mientras ella trataba de disimular su turbación.
Abrió el refrigerador y tomó una pequeña lata del fondo. Pero bastó ese gesto mínimo para que de inmediato se produjera el desastre: fue cuestión de tocar el aluminio, para que todo su contenido explotara entre sus manos, empapándola, bañando su pecho palpitante de un líquido pegajoso, que hacía que su camisa se le pegara a la piel.
Fue tal la sorpresa, que tanto ella como su jefe demoraron en reaccionar. Pero al hacerlo, fue a un tiempo. Torpemente Lucero comenzó a limpiarse con las manos, mientras que Francisco intentaba hacerlo con una servilleta.
Fue un error.
Un terrible error.
Porque le bastó recorrer con el paño las formas de su empleada para que el buen doctor perdiera la cabeza por completo. Eran tan deliciosos sus pechos firmes, tensos por el frío del líquido, turgentes por la excitación del momento, que simplemente perdió la cabeza.
Y comenzó a acariciarla con deseo.
Ella se dejó acariciar, inundada de sensaciones que había sepultado en el fondo de su memoria y que ahora la tomaban por asalto.
¿Cuándo empezó a besarla?
En el momento justo, en medio de semejante locura. En el instante en que ella ya no deseaba otra cosa.
Pudo sentir su fuerza apretándola contra la puerta del refrigerador. Su hombría excitada, encerrándola en el deseo de los dos.
—¡Lu... ce... roooo...!
La vocecita de Rocío se aproximaba peligrosamente.
No tardaron en separarse, confundidos.
—¿Qué te ocurrió, Lucerito? –preguntó con picardía la niña, al entrar.
—Dímelo tú –respondió la otra, haciendo esfuerzos por sobreponerse, sacudiéndose todo el deseo que ahora la atenazaba.
La niña observó a su padre con curiosidad.
—¿Por qué estás mojado también tú? –preguntó con desconfianza.
Los dos se ruborizaron.
La niña, que tampoco lo era tanto, parpadeó.
¿Qué había ocurrido allí?
* * *
—¿Acaso fuiste tan tonta como para ofenderte porque te dije que te quería en mi cama?
Marina se ruborizó.
—No, Luciana... Aunque tampoco me causó gracia.
—Te tomas todo muy a pecho... ¡Bueno! ¡Con semejante par de tetas!
—Pareces un varón... ¿Qué te ocurre?
—Ay, vecinita... Tampoco soy lesbiana ni nada por el estilo. Sólo me gusta jugar. Pero no es para que te ofendas así... ¡El bebé te extraña! ¿No podrías cuidarlo por la noche, mientras vienen las chicas?
—Lo lamento Luciana. Pero voy a salir con alguien.
—¿El tipo con el que te estabas matando ayer en la puerta?
—¿Me viste?
—Yo no... Javi. ¿Quién es?
—Alguien.
—¿Quién? ¡Vamos! Soy lo más próximo que tienes a una amiga. ¡Dime!
—Es un médico de la clínica.
—¿Soltero?
—¡Por supuesto!
—Ay, no sé, no sé, querida... Después de tu huida con mi marido, a mí ya me está pareciendo que te da igual.
—No digas barbaridades, Luciana. Eso ya lo hemos aclarado.
—¿Y qué edad tiene?
—Treinta y dos.
—¡Vaya! Un hombre hecho y derecho. A ese no lo vas a distraer tan fácil... ¿Ya se acostaron?
—No.
—¿Estás segura?
—¡No!... Es decir: sí, estoy segura.
—¡Quién te entiende! Pero parece que allí hay algo... ¿Me cuidas al bebé, entonces?
—Ya te dije que...
—Sólo por un ratito.
—Sólo hasta las ocho.
—Y media.
—¡No! Las ocho. Tengo que arreglarme.
—¿No puedes arreglarte si está bebé contigo?
—¡No!
—Vaya, niña... Sí que estuviste practicando tu no. Pero, ¡te lo advierto!, un médico de treinta y dos y soltero, no va a aceptar muchos de esos. Será mejor que comiences a decir “sí”.
Marina tomó al niño y cerró la puerta con enojo.
¿Por qué tenía que decir siempre “sí” a las necesidades de los demás?
¿Y las suyas?
* * *
—Papá y Lucero se besaron.
Melina observó a su hermana con indiferencia.
—No sé que droga te dieron en la clínica, Rocío, pero estás alucinando.
—Sé que lo hicieron.
—¿Los viste?
—No.
—¡Entonces alucinas!
—Pues por las dudas no los dejé solos ni un minuto.
—¡¿Por qué hiciste eso?!
—¿Acaso quieres tener una madrastra?
—¿Eres tonta, hermana? Inesita es una madrastra. Lucero es... Lucero.
—Pero si ella se casara con papá...
—¿Qué? ¿Nos retaría todo el tiempo? Ya lo hace, así que nos daría lo mismo.
—Eso sólo lo dices porque ya olvidaste a mamá... Desde que esa tonta de Lucero te salvó...
—¡No seas estúpida, Rocío! Nunca voy a olvidar a mamá. Pero papá no se va a aguantar sin sexo, y...
—¡Qué asco! ¡Es demasiado viejo para eso!
—¿Y qué crees que hace con Inesita? Tú no lo sabes porque eres una niña, pero todos los hombres son iguales... Y al menos a Lucero la podemos manejar a nuestro antojo.
—En eso tienes razón... Al menos ya estamos habituadas a ella.
—A mí no me preocupa que Lucero se bese con papá, sino que no lo haga. Ya hace mucho tiempo que está en la casa, y... ¡nada! Será porque son viejos, pero los dos son bastante torpes para esas cosas.
—¿Y si la aconsejas?
—¿Un consejo? No, voy a hacer algo mejor.
* * *
Eso había sido una trampa.
Las nueve de la noche y todavía Luciana no daba señales de vida.
Ese era el problema de decirle “sí” a cualquiera: después no se podían fijar límites.
Como era de esperar, Marina ya estaba lista y cambiada. Se había puesto un vestidito rojo, muy corto, que no usaba desde hacía más de tres años. Su cara estaba maquillada, y su cabello peinado con esmero.
Desde su última salida con Darío que no se arreglaba así.
Una vez dado el último toque contempló su imagen con satisfacción.
Y entonces lo vio.
Para su horror, las manos de Nicolás estaban llenas de lápiz labial. Había tenido que dejarlo solo por unos segundos, pero al parecer ese había sido tiempo suficiente como para que hurgara entre sus cosas e hiciera un estropicio.
Corrió al baño a lavarlo, cuidando de no mancharse. Una vez lograda semejante hazaña lo apoyó de nuevo en la cama, mientras comenzaba a guardar las cosas que su travieso amigo había sacado del cajón. Y justo cuando estaba terminando de hacerlo, sonó el timbre.
Marina observó por la mirilla, temiendo, (sí, temiendo, porque toda la tarde había estado inquieta), que fuera Jorge.
Pero no. No era Jorge.
Era Javier.
Abrió la puerta y se quedó muda, conmovida por esa presencia inesperada. Tampoco él habló. Sólo se limitó a recorrerla con una mirada de deseo.
Una deliciosa mirada de deseo que la hizo sonrojar.
—¿Vas a salir? –murmuró, al fin.
—Sí.
Por un segundo el pobre muchacho se vio forzado a desviar la mirada para ocultar su turbación.
Por un segundo Marina deseó que le dijera algo. Que la disuadiera de alguna forma.
Pero no.
—Nicolás está allí. Si quieres puedes pasar a buscarlo.
Javier se dirigió hacia el sofá que hacía las veces de cama y tomó al niño. Divertido, el bebé se empeñaba en llevarse algunos trofeos, así que su padre tuvo que arrancárselos de las manos. Pero en el forcejeo, uno de ellos, un pequeño estuche metalizado, se abrió, regando las pastillas que contenía por doquier.
Javier clavó sus ojos castaños en los de la muchacha, y desde el fondo de su desdicha no pudo evitar preguntarle.
—¿Estás tomando anticonceptivos?
Marina se puso roja.
—Estaban en mi cajón...
La muchacha tomó el envase y contó el remanente.
—Gracias a Dios no falta ninguna.
—Faltan cinco.
—Por eso...
Como una tromba ese hombre lastimado se puso de pie, sosteniendo al niño como si fuera un paquete.
—Me voy a casa –replicó con una furia mal disimulada—. Ya es muy tarde.
—Escucha... Yo... –intentó detenerlo Marina.
Pero Javier se limitó a contemplarla con la mirada más dolida que ella hubiera visto alguna vez.
—No soy nadie en tu vida como para que me des explicaciones.
—Eres mi amigo, y...
Esta vez, sus ojos se encendieron.
—No. No soy tu amigo. Que te quede claro, Marina: nunca voy a poder ser tu amigo.
—Pero me interesa que sepas...
—No, no quiero saber.
—Pero yo quiero decirte: con Jorge todavía no hemos hecho el amor... Voy a hacerlo, sí. Posiblemente el sábado. Pero todavía no.
La mirada de Javier volvió a encenderse.
—Marina, yo... –comenzó a decir con frenesí.
Pero un nuevo timbrazo lo interrumpió. Esta vez provenía de la puerta de calle. Mecánicamente él se separó para que la muchacha pudiera accionar el botón de apertura.
—Me voy –dijo su vecino, dirigiéndose a la entrada con el niño todavía en los brazos.
—Escucha, yo...
—Ya es muy tarde.
Resignada, la muchacha lo dejó partir.
Una vez afuera, Javier agachó la cabeza. Y como si ese gesto le hubiera dado el tiempo suficiente como para reflexionar, al levantarla ya parecía más calmado.
—Marina... –comenzó a decir con dulzura—. Si me quieres, aunque sea un poco, te pido una sola cosa: no permitas que la necesidad de otro te apure. Haz lo que quieras, pero sólo porque quieras hacerlo. No te dejes presionar... No es lo mismo tener sexo que hacer el amor. Te lo digo por experiencia: a la larga la cama sin sentimientos hace mucho daño.
Y como si hubiera estado esperando a que terminara de hablar, en ese preciso momento asomó por el elevador la figura imponente del doctor Núñez. A la distancia se veía hermoso, pero a medida que se iba acercando a Javier su prestancia se achicaba. Y es que había algo de humildad en la figura del castaño que lo enaltecía, dejando al descubierto el orgullo y la vanidad del recién llegado.
—Buenas noches... Soy el doctor Jorge Núñez.
—Buenas noches –respondió Javier por fórmula, antes de encerrarse en su casa.
—¿Este es tu famoso vecino? No está nada mal, si te gustan los hombres corrientes. ¿A qué se dedica?
—Es licenciado en sistemas. ¿Podemos irnos?
—¿Dónde regalan ese título? Apuesto a que es la sorpresa de un chocolatín.
—¿Podemos irnos?
—No. Prefiero pasar.
—Y yo prefiero irme.
—Está bien... Lo entiendo... Aquí hay demasiada gente merodeando... Pero el sábado... El sábado será en mi casa. ¡Y como que me llamo Jorge Núñez que no va a haber nada que lo impida!
* * *
—¿Dónde está Irene?
—¿Te burlas de mí, Harrison? Tu maldita Mrs. Campos está en todas partes. Por cierto, desde que enfermaste no ha hecho otra cosa más que desobedecerme. Con la excusa de ocuparse de tu recuperación ha descuidado sus obligaciones con nuestros huéspedes... ¡La muy desgraciada! Por fortuna el hindú ya me ha advertido de sus planes: quiere ganar tu confianza mientras te recuperas de la operación para lograr que te cases con ella cuanto antes. Quiere quedarse con todo: el castillo, la heredad, ¡todo! Ya lo tenía planeado, incluso antes de venir... Tu ex, Anne, la ha instruido. Es ella la que mueve sus hilos porque, como entenderás, Irene no es tan inteligente.
Harrison desvió la mirada.
Desde la operación que no había hecho otra cosa más que pensar. Confinado por primera vez en su vida a su cuarto, los días se le hacían interminables, y sólo la presencia diáfana de Irene servía para confortarlo. Pero por las noches, en la soledad de su cama, comenzaban las dudas. Su empleada era demasiado perfecta para ser real. Y toda esa historia del hindú seguía sin cerrarle... Entonces llegaba Diana, siempre dispuesta a acicatear sus dudas. Y luego le tocaba el turno a sus propias inseguridades: ¿y si la terapia física no funcionaba?; ¿y si no lograba salir nunca de esas silla de ruedas?; ¿y si jamás recuperaba su hombría? Ciertamente la argentina era demasiado mujer para él. Aun cuando sólo la moviera el interés y el cálculo, era demasiado mujer. Le bastaba verla a la distancia para desearla. Para enloquecer de celos por un pasado que desconocía, y por el que no se atrevía a preguntar. De día, las horas entre los dos pasaban en medio de charlas distendidas sobre los animales de la cuadra, o las carreras del derby, o los chismes de la realeza. Todo era motivo suficiente como para que la sonrisa encantadora de Irene iluminara el cuarto.
Pero por las noches...
* * *
Noche de sábado.
Ya no había más excusas.
El turno de Marina había acabado unas horas antes, pero sólo por discreción Jorge le había pedido que lo esperara en el barcito de la calle Córdoba, muy alejado de la clínica y las miradas curiosas de los demás.
¿Estaba haciendo lo correcto?
¿Era lógico acostarse con un hombre cuando se estaba enamorada de otro?
Marina suspiró.
Ese otro era un imposible. Y no sólo ella lo sentía así. Javier también pensaba igual... Sí, por eso lo amaba tanto: porque era un hombre de compromisos, de familia. Porque ponía a su hijo por encima de todo lo demás. Y ahora, luego de lo que le había relatado Elvira, entendía el motivo de una devoción tan profunda: probablemente buscaba resarcir en Nicolás parte de su infancia perdida.
Lo cierto era que Javier nunca iba a ser para ella. Algo entre ambos era imposible. Ninguno de los dos lo ignoraba.
¿Iba a esperarlo toda la vida entonces?
Por otro lado, quizás el sexo podría volver interesante a Jorge. Desde el principio había sido muy injusta con el doctor Núñez. Él, en cambio, se mostraba sincero y preocupado por su bienestar. ¡Si hasta había confesado estar enamorado! ¿Qué mejor compañero que ese?: una excelente persona, dueño de una vocación febril que lo hacía dedicar buena parte de su vida a la atención de los más necesitados.
Sí, quizás el deseo de ambos serviría para afianzar la relación.
Pero..., ¿y si no era así?
—Ya llegamos, pequeña... Esta es mi casa.
—Está muy ordenada.
—Lo hice sólo por ti.
—¿Este barrio es Caballito? Creí que era Villa Crespo.
—¿De nuevo con el cuestionario? No soy bueno para geografía.
Jorge se apuró a abrazarla, besándola con ansias. Recorriendo sus formas sin dar tregua.
Marina lo dejaba hacer, un poco confundida por tanto ardor que salía de ninguna parte. Pero en su mente no podía olvidar la mirada de Javier al descubrir los anticonceptivos.
Su cara de decepción...
Sólo cuando Jorge la arrojó a la cama, tironeando de su braga, su mente volvió a ese cuarto desconocido. ¿No estaba yendo todo demasiado rápido?
—Espera... Vas a romperla...
—Te compro otra. Estoy que reviento.
La muchacha comenzó a impacientarse.
—¿Cómo era eso de que me ibas a cuidar? ¿Que te importaba lo que yo sintiera?
—Claro que me importa... Pero es que me enloqueces... Aunque tienes razón... Mejor me calmo un poco. ¿Quieres tomar algo?
—Un poco de agua, por favor.
—¡Marina! No se toma agua en una circunstancia como esta... Será mejor que tu trago lo dejes por mi cuenta. Voy a ver qué hay.
—¿Cómo? ¿Es tu casa y no sabes qué hay?
—Todo el mundo mete mano.
—¿Quién es “todo el mundo”? ¿No dijiste que vivías solo?
—¿Otra vez el cuestionario?... Espera, las botellas deben estar por aquí...
—¿Es tu casa y...?
Jorge perdió la paciencia.
—¡Está bien!... No es mi casa. Mi casa es un desastre, así que me prestaron este lugar, ¿contenta?
—¿Y por qué no me lo dijiste desde un principio?
—Porque pensé que... ¡Bah!, porque eres muy remilgada.
—¿Remilgada?... ¿Eso es lo que piensas de mí?
Él retomó su tono seductor.
—Si intentas armar una pelea para liberarte, estás perdida... Te guste o no, esta noche me perteneces.
La tomó de nuevo entre sus brazos con deseo.
¿Le pertenecía?... ¿En verdad le pertenecía?
—¿Cómo se desabrocha este botón? Así no rompo nada.
De mala gana Marina desabrochó el primero de su blusa.
—¿No me ibas a servir algo?
—Sí... Claro... ¡Pero después continuamos con los otros! No veo las horas de tocar esas tetitas tan encantadoras...
Ese comentario, lejos de encender a la muchacha, apagó la poquísima pasión que podía haber en ella. ¿Cómo salirse de allí? Ahora se daba cuenta de que no estaba lista. ¡Quería irse a su casa cuanto antes!
—¿Qué ocurre, Marina? No me vas a decir que te arrepentiste...
—Bueno, yo... –comenzó a balbucear.
Pero por fortuna el ringtone de su celular la interrumpió.
Se estiró para atenderlo. Sin embargo eso no la libró de las caricias de su amante, que ahora, sentado en la cama, se agarraba a su culo como si fuera una tabla de salvación.
—¿Sí? ¿Quién es?
Pregunta inútil, porque cualquiera le hubiera venido bien.
—¡¿Doña Lita?!... –se sorprendió honestamente— ¿Quién le dio mi número?
—Córtale –le susurró Jorge al oído, mientras pasaba su mano por el escote de la camisa abierta para tocarle el pecho.
Marina lo rechazó.
—¿Y entonces? –dijo al aparato.
El doctor Núñez, lejos de amilanarse, redobló la apuesta, acariciando con deseo su entrepierna.
—¡Ya voy para allí! –concluyó la muchacha, cerrando el teléfono y alejándolo con violencia.
—¡¿Adónde crees que vas?!
—Es mi vecina. Acaban de internarla en el hospital. ¡Me necesita!
—¡Tonterías! Nadie necesita a una miserable enfermera. ¡Las hay por miles! Cualquier idiota puede hacer tu labor... Deja que la vieja se arregle sola.
—Pues ella me necesita a mí...
El doctor Núñez enloqueció ante su rechazo, tomándola con fuerza.
—Escucha, niña tonta. No me importa qué tan virgen seas, nadie te forzó a venir aquí. Soy un hombre y no estoy para juegos. Me calentaste hasta el infinito, y ahora no me vas a dejar con las manos vacías.
—Pues ahora no quiero.
—Pues ahora perdiste el derecho a no querer.
Se abalanzó sobre ella, tratando de derribarla, pero no lo logró. Por un segundo sus miradas se encontraron. La de él, repleta de deseo, la de ella, de temor.
—Está bien... No soy un violador. Aunque te merecerías que te violara. Con un hombre no se juega. Pero está bien... Si no quieres, vete a la mierda. Tú te lo pierdes.
Marina no esperó más para salir de allí.
Esta vez se había salvado...
¿Se había salvado?
* * *
—Vengo a buscar a Melina Iriarte. Soy el papá.
El guardia de la puerta lo observó contrariado.
—¡Francisco!
—Emilia... Vengo a buscar a mi hija.
—Pero el cumpleaños no terminó. Recién vamos por la ceremonia de las velas...
—Melina dijo que acababa a las tres de la mañana.
—Debiste haberla entendido mal. En las tarjetas decía a las seis. ¿Quieres pasar?
—No, gracias. Vuelvo a las seis entonces.
Francisco se dio la vuelta, justo en el preciso momento en que Lucero, que acababa de llegar, se aprestaba a huir entre las sombras.
—¿Qué hace usted aquí? –le preguntó, reteniéndola.
—Melina me pidió que viniera por ella.
—¡Qué raro! Esta tarde me llamó a la clínica.
—Quizás fue otra de sus “venganzas”. De todas formas no vale la pena que los dos nos quedemos esperando, así que me vuelvo a casa.
—Estoy con el auto.
—Y yo con un taxi. Mejor me vuelvo, mientras usted...
No pudo terminar la frase. Francisco no estaba dispuesto a que volviera a escapársele, así que, antes de que su empleada pudiera reaccionar, ya había despachado al chofer.
Ahora estaban solos.
La noche era helada y la calle estaba desierta.
Por un segundo permanecieron parados, en silencio.
—Podemos ir a tomar algo –sugirió él—. Aún a esta hora debe haber algún sitio abierto.
—Si no le molesta, doctor, prefiero regresar a la casa.
Caminaron hasta el auto en silencio, aturdidos por el estruendo de sus propios sentimientos. Pero fue cuestión de cerrar las puertas para que, como esa maldita lata, también las palabras estallaran.
—Lucero, esto me está matando. Tenemos que hablar tú y...
—No. A veces es preferible no decir nada. Hay cosas que...
—No me hagas esto –le suplicó—. Pude haber sido yo el que empezó ese beso, pero fuiste tú la que lo continuó.
—Y fue un error.
—Fue una necesidad. Tan fuerte como la mía. A pesar de que te empeñas en negarlo, a ti también te pasan cosas cuando estamos juntos. ¡No tienes derecho a...!
—A lo que tengo derecho es a confundirme. Llevo más de once años sola, y...
—No te confundiste con ese Claudio.
—También él me besó.
Esas breves palabras fueron suficientes como para aquietar la furia del buen doctor, y, en cambio, encender su tristeza.
—Creí que... –atinó a decir.
—Escuche... Usted y yo estamos demasiado tiempo juntos, y es fácil confundirse. En mi caso ya son once años desde que...
—Pues no en el mío. Yo me acuesto cada noche con Inesita, y me levanto extrañándote cada mañana.
Lucero, conmovida, trató de justificarse.
—Tendría que entenderme... Yo... Yo tuve un sólo hombre. Para usted, en cambio, puede ser fácil pasar de amante en amante.
—Sólo me acosté con cuatro mujeres en toda mi vida. Y de haberte dejado amar, jamás lo hubiera hecho con Inesita.
—Usted no entiende doctor Iriarte...
—No. No entiendo.
Y diciendo esto la tomó entre sus brazos y comenzó a besarla con dulzura. No como un amante ansioso, sino como el hombre enamorado que era. Acariciando con lentitud su rostro, mirándola a los ojos, demorándose en las palabras que susurraba a su oído.
Con ternura y humildad.
—No me haga esto, por favor –le suplicó ella.
—Pues es tarde para pedirme que no te ame, porque ya no lo puedo evitar.
Lentamente Lucero fue enredándose en ese deseo dulce que tanto necesitaba. Volvieron a besarse, pero esta vez también ella participó de sus ansias.
Y así estuvieron, ausentes del tiempo, reconociéndose en la oscuridad del auto. Sólo besos y alguna caricia furtiva, como si fueran dos adolescentes en su primera cita.
Y no fue hasta que los faros potentes de un auto estacionando tras ellos los despertó, que volvieron a la realidad.
Poco a poco el lugar se fue poblando de otros vehículos con luces intermitentes esperando por la finalización de la fiesta.
Como en el cuento, su tiempo había expirado, y cenicienta tenía que regresar a casa.
—Esto es una locura –reflexionó Lucero.
—Esto es una realidad. Nos pasa, y nos pasa a los dos.
—Pero además de nosotros están las niñas... E Inesita.
—No siento nada por Inesita.
—¿Ella lo sabe?
—Claro que sí. Hay cosas que no se necesitan decir para saberlas.
—Pero no es sólo su novia. También está el resto del mundo.
—¿A qué te refieres?
—Al color de mi piel, a que jamás acabé el bachillerato, y a que provengo de una larga dinastías de empleadas domésticas.
Francisco la observó, confundido.
—¿Y con eso?
Era sincero.
Sí, quizás él no percibía esas pequeñas diferencias. ¿Pero el resto de la gente? Por desgracia Lucero era demasiado orgullosa como para tolerar el desprecio.
—No quiero separarme de las niñas –dijo en cambio.
—Ellas te aman.
—Al ama de llaves, no a la amante del padre.
—¡A la mujer de su padre!
El ruido de un golpeteo en el vidrio de la ventana los volvió a la realidad.
Melina ya estaba allí.
El reloj había sonado. El cuento de hadas llegaba a su final.
* * *
—Recuéstese, doña Lita.
—Ay, querida... ¿De verdad crees que sean sólo gases?
—No había motivo para ir al hospital, doña Lita.
—Pero me sentía más segura yendo. Y como Javiercito se ofreció.
Marina observó a su vecino con furia, y él se limitó a bajar la cabeza.
—La dejamos dormir, doña Lita... Cualquier cosa, me llama.
—Gracias, querida... Eres muy dulce... Y tú también, Javiercito... Pasen la llave por debajo de la puerta al salir... Y, ¡gracias!
La obedecieron en silencio, pero una vez afuera la furia de la muchacha estalló.
—¡Fuiste tú quien le dio mi celular!
—Me lo pidió... Decía sentirse mal... ¡No tuve valor para negárselo!
—¡Ella siempre se siente mal! ¿Por qué se lo diste justo hoy?
De nuevo él se limitó a agachar la cabeza, rehuyendo su mirada, como si estuviera en falta.
—¡Lo hiciste a propósito! Sabías que esta noche...
Las palabras de la muchacha lograron despertarlo.
—Esta noche, ¿qué?... ¿Qué ocurrió esta noche, Marina?
—¿Tanto te importa saber si todavía soy virgen?
—¡No! Claro que no. No es eso, es que...
—¿Qué es, entonces? ¿Qué es lo que te importa?
—Me importas tú –le dijo con una mirada que le acarició el alma—. No soporto la idea de que te lastimen. Que te ocurra algo... No sólo debes cuidarte con pastillas. Cuando te entregas así, hay mucho más que está expuesto además del propio cuerpo. Partes de ti, de tu corazón, de tu alma, que algún idiota puede destrozar para siempre... Y no soporto pensar que algo malo pueda ocurrirte...
Fue tan sentida su declaración final, que esos bellos ojos cafés se llenaron de lágrimas.
Demasiado para los dos.
Sin esperarla Javier la dejó allí, parada en medio del pasillo, a un piso de distancia, para refugiarse de inmediato en su casa, adonde otra lo esperaba.
Su mujer.
* * *
—¡Me duele demasiado!
—¡No se comporte como niño! Está lleno de gente que camina con muletas.
—Pero de seguro a ellos no les duele.
—Está bien, Mr. Harrison... Apóyese en mí...
—Por fin has dicho algo interesante.
El inglés se inclinó sobre esa latina exuberante, embriagado por su cercanía. Atento a cada movimiento de su cuerpo agraciado, que lo había vuelto loco a la distancia, y que ahora que lo tenía tan cerca estaba a punto de provocarle un colapso.
Y se lo produjo.
—¡Mr. Harrison! –lo reprendió su ayudante con severidad.
—¿Quién la entiende Irene? Me reprocha el que me porte como un niño, y ahora se enoja cuando lo hago como un hombre.
—Si recobró tanto las fuerzas será mejor que intente caminar solo...
Desde la sala Lady Di observaba atentamente lo que ocurría en el jardín. La concupiscencia de esos dos era patética. Dos abuelitos correteándose como adolescentes. Y lo que era aún más vergonzoso, no se trataba sólo de una simple “cana al aire”. Era mucho más... Era... amor, o algo semejante.
—Tal parece que en este castillo sus días y los míos están contados –murmuró el hindú a sus espaldas.
Diana se sobresaltó por su presencia inesperada.
—¿Qué hace usted aquí? –le reprochó.
—Lo mismo que usted: lamentarme. Tal parece que he apostado al caballo perdedor.
—Si lo dice por mí...
—Me pregunto cuánto está dispuesta a ofrecerme para que no le cuente al mister toda la verdad acerca de mi relación con la argentina.
—No sea estúpido, hombre... Al mister ya no le importo. Sus palabras sólo confirmarían lo que sospecha, y eso no vale nada –respondió Diana con indiferencia.
—Me pregunto cuánto pagaría usted para que la liberara de su rival.
Ahora sí el hindú logró captar la atención de la dama.
—¿Cómo lograría eso?... Harrison está tan enamorado, que ninguna mentira podría convencerlo.
—No hablo de mentiras, sino de algo más radical...
—¿Matarla?
—Mi religión me lo impide. Además, las cárceles inglesas no son ninguna maravilla.
—¿Y entonces?
—En mi patria los hombres solemos ser bastante poco pacientes con las veleidades femeninas... Sabemos que el poder de una mujer radica en su belleza, entonces...
—¿Entonces?
—Le arrebatamos esa belleza.
—¡¿Cómo?!
—Ya verá. Si arreglamos un buen precio, ya lo verá...
* * *
Lucero dio una nueva vuelta en la cama.
¿Qué había querido decir Francisco con eso de “la mujer de su padre”?
¿Qué papel esperaba él que ocupara ella en su vida?
¿El de simple amante de paso, o el de esposa fiel?
¡Qué tontería!
¡Ella casada con un doctor!
Ya podía imaginar la cara de la “tía Romina” en una boda semejante. Y las sonrisas hirientes de los demás doctores.
¿Cuánto tardaría Francisco en aburrirse de una mujer simple y sin modales como ella?
¿Y las chicas? ¿Podrían perdonar las niñas algún día el que les robara al padre, o la odiarían para siempre, como ella lo había hecho con Isidoro?
Lo malo de enamorarse a su edad era que ya no tenía la inconsciencia de Marina, pero todavía era demasiado joven como para que el sexo no le importara, como ocurría con su madre.
Más allá de sus pruritos morales, (que los tenía, y muchos), lo más sensato hubiera sido convertirse en la amante de Francisco, a espalda de todos. Entregarse a él en secreto, y satisfacer su necesidad de un hombre sin importunar a nadie. Las niñas no la odiarían, y su enamorado tendría el tiempo suficiente como para definir la importancia de ese sentimiento en su vida. Pero..., ¿y si quedaba embarazada? Tenía treinta y siete años, y esas cosas solían pasar por más cuidadosa que se fuera. Y ella era incapaz de realizarse un aborto...
¿Qué estaba pensando? No necesitaba ir tan lejos: bastaba sólo con que las niñas descubrieran el engaño para que, sintiéndose traicionadas, la odiaran para siempre. Y ella amaba demasiado a esas chicas como para soportar perderlas.
¿Y si el buen doctor, saciadas sus ansias, se aburría de ella? ¿Podría soportar perderlo a él?
Lucero dio otra vuelta en la cama.
Estaba tan alterada que ya casi no podía reconocerse. Ella no era así. Al nacer Emilito había aprendido a vivir día por día, sin preguntarse por el mañana. A disfrutar cada pequeña oportunidad que Dios le daba... ¿Por qué tenía entonces tantas dudas?
¿O es que ya se había desacostumbrado a ser feliz?
* * *
—Tienes mala cara, Marina.
—Apenas pude dormir... Pero tú, hermanita, no estás mucho mejor.
—Pues a mí la que me preocupa es mamá. Ayer me llamó y estaba muy evasiva. Te confieso que no me gusta nada que esté tan lejos.
—Yo, en cambio, estoy feliz de que se haya ido. Allí en Inglaterra está a salvo de esta carnicería pública a la que nos ha expuesto Gloria.
—Gracias a Dios eso ya se calmó.
—Sí, la maldita periodista no regresó.
—Pero eso es sólo porque nuestra querida hermanastra monta cada día un show distinto. Como te imaginarás, yo no miro el programa, y por suerte las muchachas prefieren el Gran Hermano en el canal de la competencia. Pero tengo una vecina que conoce a Gloria, y cada vez que regreso a casa para mi franco me pone al corriente de sus locuras.
—¡Y vaya que las tiene! ¿Te contaron que se comprometió con el tal Bimbi?
—Parece que fue toda una escena. Se disfrazaron de novios y hasta hubo anillos.
—Cualquier cosa por un punto de rating.
—De todas formas nadie se lo toma muy en serio.
—¿Tampoco Gloria? ¿O piensas que de verdad ella pueda estar enamorada del chico?
—¿Gloria? ¿Enamorada? ¿De alguien distinto de sí misma? ¡No lo creo!... Lo que sí creo es que, si no se cuida, puede llegar a salir muy lastimada. Sobre todo si las cosas no resultan como ella lo espera.
—¿Y tú, Lucero? ¿Qué esperas tú de la vida?
—¿Por qué me preguntas eso justo hoy?
—Porque últimamente estás muy extraña. Es como cuando hablo con mamá. Siento que las dos me ocultan algo.
—¿Y tú? ¿Acaso tú no ocultas nada?
—¿Yo? No soy buena para eso... El sábado, por ejemplo... El sábado había decidido irme a la cama con el doctor Núñez.
—¡Marina!
—Ya no soy una niña, Lucero. Tengo veintidós.
—Pero dicho así suena tan... calculado.
—Y lo fue. Y hubiera sido horrible, de no haberle contado primero mis planes a Javier.
—¿Tu vecino? ¿Qué tiene que ver él en todo esto?
—Todo.
—Sigues enamorada.
—Cada vez más.
—Así que se lo contaste y él hizo algún pase mágico para que no ocurriera.
—Lo hizo.
—Pero tu vecino está casado. Y tiene un hijo. ¿Lo recuerdas?
—Todo el tiempo. Y él también.
—¿Alguna vez te dijo que te ama?
—Nunca... Pero lo sé.
—¡¿Nunca?!... ¿No serán ideas tuyas, Marinita? Mira que es fácil confundirse. Tú eres una mujer deseable, y un hombre tendría que ser ciego para no darse cuenta. Pero entre el deseo y el amor hay un abismo. A las mujeres como nosotras el deseo no nos alcanza. Necesitamos más. Queremos entrega, futuro, compromiso. Sólo nos conformamos con amor.
—¿Compromiso? Pareces mamá hablando... Ahora falta que me reproches por “el qué diran”
—No me refiero a apariencias, sino a algo más profundo. A amor verdadero.
—¿Y cómo te das cuenta que es amor verdadero?
Lucero empalideció.
—Si yo pudiera saberlo, hermana... Si tuviera esa certeza...
—¿Entonces tú también...?
—Del doctor Iriarte. Pero por favor no vuelvas a repetirlo. Sé que es algo imposible.
—¿Por qué? Los dos son viudos.
—Hay muchas otras cosas que pueden alejarte de un hombre además de su estado civil. Y yo no tengo margen para el error. Sería incapaz de hacer algo que pudiera dañar a las niñas.
—¿Las quieres como si fueran tuyas, no?
—Tienen apenas unos años más que Emilito. Y me necesitan tanto... Ellas están por encima de todo. Incluso de mis sentimientos.
—Pues lo mismo le ocurre a Javier con su hijo.
—Somos un desastre, hermanita...
—Sí... Mamá se espantaría de nosotras... Menos mal que está muy lejos. Y a salvo.
* * *
Esa mañana Mr. Harrison se había levantado con las fuerzas suficientes como para abandonar sus muletas. Otra vez se sentía un hombre completo, capaz de disfrutar de la vida y de encantar a una mujer. ¡Y vaya si había una a la que deseaba tener bajo su poder!
Y no era que aún no lo asaltaran dudas acerca de Irene, pero la necesitaba tanto, que ya tenía decidido hacerla su amante permanente. Algo como el matrimonio, pero que le diera el tiempo necesario como para entender las verdaderas intenciones de su pareja, y aclarar el papel de Anne en todo el asunto.
—¿Dónde se ha metido Mrs. Campos? ¿Alguien la ha visto?
—No lo sé, señor... ¡Bobby!... ¿Has visto a Mrs. Campos?
—La vi alejarse con ese tipo al que Dorinda llama Julius... Iban hacia la cocina.
Harrison se sobresaltó.
¿Tendría razón Diana?
¿Qué tenía que hacer ella con el hindú, a solas?
¿Acaso la belleza de esa argentina lo había enceguecido tanto como para no ver lo que ocurría entre esos dos?
Amaba a Irene, eso era cierto, pero...
¿Estaba realmente a salvo a su lado?
* * *
—¿Y quién es ese? –preguntó Francisco con enojo.
—El nuevo profesor de geografía de Melina –respondió Lucero.
—¿Profesor de geografía? Dudo que el muchacho haya aprobado el jardín de niños. ¿Qué edad tiene?
—Dieciocho, es una buena persona, y sabe deletrear “Brasil”
—¿Y además?
—Es el chico que le gusta a Melina.
—¡Me lo imaginaba! ¡Eres tan terrible como ellas!
—Pues gracias a José Ignacio tu hija se sacó un diez en el último examen. Lo escucha tan arrobada, que...
—Feliz de ese José Ignacio. Tiene mejor suerte que yo. Él cobra, y además lo escuchan. Yo, en cambio, pago para que me ignores.
—Sólo te pedí un poco más de tiempo. No puedo darme el lujo de cometer un error.
El doctor Iriarte se aproximó peligrosamente.
—Pues a mí el tiempo me falta. No veo las horas de besarte, de recorrerte con mis manos, de...
No había terminado la frase, cuando ya la voz de Rocío, desde la otra habitación, lo obligó a tomar distancia.
—¿De verdad estás listo para decírselo a ellas? –le reprochó Lucero.
—No... Pero con las cosas así estoy enloqueciendo... ¿Cuándo vamos a estar solos para poder hablar sin sobresaltos?
—No estoy lista para... “hablar”
—Me conformo con lo que me des. Pero esto de verte de lejos me está volviendo...
Otra vez estaba a punto de tomarla entre sus brazos cuando los pasos de Rocío hicieron que se alejara.
Sí, se estaba volviendo loco. Y no iba a aguantar mucho más.
* * *
Se estaba volviendo loca y no iba a aguantar mucho más.
Cada vez que Francisco se acercaba...
Y de haber estado más segura de las verdaderas intenciones de su jefe no hubiera dudado ni un segundo en saltarle encima para que le hiciera el amor.
Pero él jamás hablaba de “lazos”. Sólo de encuentros pasajeros. Y por desgracia Lucero necesitaba más que eso. Se conocía bien, y por mucho que jugara el papel de la mujer liberada e independiente, a la hora del amor no era muy distinta a su madre y sus novelas románticas. Ella también buscaba un hombre para toda la vida. Un marido en quien descansar. Alguien que le diera la estabilidad que necesitaba para desarrollarse y crecer.
¿De verdad estaba tan enamorada de Francisco?
¿O sólo se aferraba a su última oportunidad de ser feliz?
* * *
—¿Y por qué la cocinera le encargó a usted el desayuno de Mr. Harrison? –preguntó Irene con desconfianza.
El hindú se limitó a mirarla de esa forma arrogante que a ella la sacaba de quicio.
—¿Le ocurrió algo a la cocinera? –insistió la dama.
—De seguro se ha indigestado. Estaba preparando un potaje y no se sintió bien...
—¿Llamaron al médico?
—No lo sé.
La argentina paseó su mirada por la cocina.
—¿Qué está preparando en esa olla? Todavía es muy temprano para el almuerzo.
El hindú sonrió.
—Sólo es agua hirviendo... Creo que al Mr. le vendrían bien unos vahos.
Irene lo observó, sorprendida.
—¿Unos vahos? El médico no indicó nada de eso... Y, además, hacerlos con agua hirviendo es muy peligroso. Alguien podría quemarse.
—Los accidentes siempre ocurren, y nadie es culpable por eso pero... ¿por qué iba a pasar uno justo ahora? Venga, acérquese Mrs. Campos. Huela el agua. Dorinda le ha echado una de sus pociones mágicas.
—Mr. Harrison no necesita de brujerías. Sólo deme su desayuno, y después...
No pudo terminar la frase. El hindú estaba tomando la olla por las asas con sus dos manos desnudas, a pesar del calor hirviente del agua.
Fue apenas un segundo.
En el pasillo contiguo Mr. Harrison se espantó al oír el grito desgarrador de una mujer.
Un grito agudo y desesperado que no presagiaba nada bueno.