CAPÍTULO I

 

 

Observó la curva en el escote de la muchacha y se estremeció. Otra vez su cuñadita no llevaba puesto sostén. O quizás lo había dejado olvidado en alguna de sus andanzas.

Para colmo el algodón liviano de la tela se le pegaba al cuerpo, dibujando el contorno de un pezón perfecto e invitante.

Por un segundo sus miradas chocaron. Gloria le sonrió con picardía, y casi como si lo hiciera para él, soltó otro botón de su vestido.

—¿Por qué no entramos?–exclamó Marina dejando a un lado la guitarra, y poniéndose de pie—. ¡Ya es hora de repartir los regalos!

Darío trató de sacudirse los malos pensamientos y compartir la emoción de los niños presentes. Siguiendo el ejemplo de su novia comenzó a saltar.

—¡Los regalos!... ¡Los regalos!

Uno a uno los chicos se alinearon atrás de la bella Marina, artífice de esa y de las demás fiestas que tenían al pueblo por protagonista. Su novio se ubicó cerrando la fila. Y ya había comenzado a marchar rumbo a la casa, cuando el ardor de unas uñas afiladas clavándose en su brazo desnudo lo obligó a detenerse.

—Tengo malas noticias para ti, querido –le susurró su cuñada en tono invitante—. Papá Noel no existe. Santa Claus son los padres...

El pobre muchacho, encandilado por la mirada clara de Gloria, tardó en responder.

—Van a repartir los regalos...

—Veo que esperas el tuyo con ansias.

—Bueno, en realidad..., con Marinita hemos decidido no comprarnos nada. Queremos casarnos en mayo, y...

—¡Mayo! ¿No es demasiado apresurado?

—¡Gloria!... ¿Qué dices? Con tu hermana somos novios desde los catorce. Ya hace más de seis años que espero.

La muchacha contempló los hermosos ojos negros de aquel galán y se burló.

—Pues más que esperar, me parece que a esta altura estás bastante desesperado.

—¡Ni que lo digas! ¡Son seis años!

—¡Y mi hermanita que no afloja!

—¡Ella sí! ¡Es tu madre la que no nos deja ni a sol ni a sombra!

—Irene no es mi madre.

—Da lo mismo. Conoces a tu madrastra. Y aquí en el pueblo todos nos vigilan.

—Sí... Es muy difícil portarse mal en este puto pueblo. Es como estar encerrado en el juego de “Gran hermano”: todos miran cada cosa que haces. Pero, a diferencia de lo que ocurre en la tele, aquí nadie te paga por servirle de diversión. ¡Odio este maldito lugar!

—No sé de qué te quejas. Tú eres la única en el pueblo que hace todo lo que se le da la gana.

—No creas... No todo...

Gloria se aproximó aún más al bello moreno que tenía capturado y comenzó a acariciarlo con pasión, mientras lo arrastraba hacia la arboleda.

—No empieces con eso... –protestó él, sin tomar distancia— Sabes que estoy enamorado de tu hermana.

—No es mi hermana, y no me parece decente la forma en que te trata... –y luego, susurrándole al oído, agregó—: ¿O acaso tú también eres virgen?

—¡No!–respondió Darío con vehemencia—. ¡Por supuesto que no!

Pero al notar el gesto malévolo que se había dibujado en el semblante de Gloria al escucharlo no pudo menos que inquietarse.

—¡Que no se te escape!–suplicó consternado, para luego amenazar— Si Marina se entera, ¡estás muerta!

La muchacha no se amilanó.

—¿Así que mi hermanita todavía te piensa inocente? ¡Vaya!... ¿Y con quién has perdido el invicto?

—¿Me crees idiota? ¡Con nadie del pueblo!.. Aunque lo dudes, yo la amo de verdad a Marina y lo último que quiero es lastimarla. De no ser tu madre tan estricta...

—Lo entiendo, pobrecito... –musitó su cuñada redoblabando sus caricias.

—Déjame, Gloria... Marinita puede salir en cualquier momento... Ya te dije que no quiero nada contigo –replicó él, soltándose con tanta violencia como esfuerzo.

—Está bien... No pienso violarte, querido. Yo también tengo mi orgullo...

Pero en vez de alejarse esa castaña espectacular se sentó sobre un tronco elevado, ubicado justo frente a los ojos de su adversario. Un lugar desde donde él pudiera contemplarla aún mejor.

—¡Qué calor infernal hace en este sitio!–murmuró mientras abría un poco más su escote y comenzaba a recorrer con las manos la firmeza de un pecho turgente. —¡Estoy toda sudada!

Darío observó ese devenir moroso con ojos desorbitados.

Gloria, en cambio, jugueteaba con su deseo, halagada por sus ansias.

—Sí, de verdad estoy sudando –repitió a la par que agitaba su cabellera, dejando caer el bretel de su vestido de forma tal que pudiera verse parte de su pezón izquierdo.

Consciente de la excitación de su presa, Gloria lo observaba sin verlo.

Poco le importaba semejante galán. Su mirada, en cambio, permanecía fija en la casa adonde estaban los otros.

Y no tardó mucho para que tanta vigilancia fuera recompensada: a los pocos minutos por la puerta asomó Marina, su odiada hermanastra. La muchacha parecía confundida. Era como si la pobrecita estuviera buscando algo...

Como si algo muy valioso se le hubiera perdido entre los árboles.

Gloria sonrió.

—¿Sabes que vamos a hacer ahora Darío?

—Yo contigo no pienso hacer nada.

—No soporto la idea de que te quedes sin regalo de navidad. A fin de cuentas te has portado bien durante todo el año, así que...

—¿Piensas darme algo?

Sin responder la muchacha se puso de pie, fija la mirada en el deseo de él. Alzó su falda y, todavía muda, comenzó a deslizar la pequeña braga que llevaba puesta. Lo hizo con lentitud, acariciando con ella toda la extensión de sus piernas largas.

Una vez finalizada la tarea jugueteó con la seda que antes la cubría. Luego sonrió, y en silencio, colocó la prenda en uno de los bolsillos de su futuro cuñado.

—No voy a hacer eso contigo, Gloria –respondió él, como en un trance, fija la atención en el sexo de la muchacha— Yo la amo a..., a...

—A Marina... Tú amas a Marina. Y esto no tiene nada que ver con ella –repitió la otra, mientras controlaba con la mirada el deambular de su hermanastra –Digamos que es mi regalo de navidad para los dos –dijo en un susurro. Y soltando uno a uno los botones de su vestido, concluyó–: Para que puedan seguir esperando..., sin estar tan desesperados.

Un último vistazo al gesto crispado de su acompañante la convenció de que la batalla era suya.

—Está bien, Gloria... Pero sólo será esta vez. Y prométeme que nunca se lo dirás a Marina.

—Sí, querido... Te juro que mis labios estarán sellados para siempre.

Divertida, la joven observó a su presa desabrocharse el pantalón. Sin siquiera terminar de bajarlo, como si se tratara de una bestia en celo, Darío se arrojó sobre ella desesperado, buscando su sexo.

Gloria lo dejó hacer, más entretenida por su torpeza, que excitada con su hombría. Y sólo una vez que lo sintió adentro suyo continuó con su vigilancia.

Tibio... Tibio... Caliente...

Sí, ahí estaba ella. Su hermanita... Y se estaba acercando.

—¡No! Todavía no acabes, querido cuñado... Todavía tenemos tiempo.

Caliente... Caliente...

Aquel semental que llevaba mucho reprimiendo sus ansias estalló en un grito de placer, anunciando el final del juego. Pero, por desgracia, lo hizo en el momento menos oportuno: como en las “Escondidas”, la dulce Marina acababa de descubrirlos.

Demasiado tarde.

Gloria ya había ganado el juego.

* * *

 

En un pueblo como aquel era necesario ser rápido si se quería dar una primicia.

Durante un par de calles el viento había empujado a la señora de Ordóñez, imponiéndose incluso a su voluntad. Pero le bastó divisar el almacén de los Rubio, para que fuera ella la que, tomando inusitado impulso, comenzara a arrastrar todo lo que se interponía a su paso. Incluso al viento.

Al contemplar el apuro de su vecina, Dorita Yáñez se estremeció. Algo debía estar ocurriendo, y de seguro era algo muy gordo como para que la vieja corriera así, como llevada por el diablo.

—¡Olga!... ¡Olga! –gritó, asomándose por la ventana de su cocina.

Pero tan ensimismada estaba la señora de Ordóñez, que no la escuchó.

No tuvo más remedio, entonces, que lavarse las manos con apuro y dejar la masa a medio terminar, aún a riesgo de que siguiera levando hasta el infinito.

Sin saber por qué, también ella comenzó a correr rumbo al almacén de Inés, que al observar semejante malón que llegaba hasta su puerta sólo atinó a levantar un poco más la persiana metálica.

—¿Qué te ocurre Olga? –se extrañó la dueña del local, saliéndole al encuentro junto con Doña Rosa, la costurera, que llevaba allí más de dos horas completas comprando sólo un poco de azúcar.

La recién llegada tomó aire antes de hablar, lo cual posibilitó que Dorita Yáñez, que por fin la había alcanzado, no se perdiera ni una sola de sus palabras.

—¡Ha vuelto al pueblo!

—¡Chocolate por la noticia! –se burló la patrona—. Ya lo sabemos.

—¡Increíble! ¡¿Qué puede querer volviendo aquí?! ¿Qué se le habrá perdido en este pueblo miserable?

—¡¿Qué se le va a perder?!... ¡La pobre Marinita!

—¡¿Y qué tiene que ver ella con todo esto?! –se exaltó la señora Yáñez sacudiéndose la harina que aún llevaba en las manos.

—¿Cómo “qué” tiene que ver? El muchacho siempre estuvo enamorado, eso está claro.

— Desde que eran niños –replicó doña Rosa, poniendo a su desinformada vecina al corriente.

Pero la otra se impuso, ofendida.

—¡Eso es una tontería!... ¡Cómo se les ocurre!... ¿Qué podría ver un galán semejante en una muchacha como esa?

—Lo mismo que ven todos: ¡una buena estantería! –aclaró doña Rosa, haciendo un gesto que dejaba a las claras la ubicación exacta de las dos mayores virtudes físicas de la pobre Marinita.

La señora Inés Rubio, en cambio, se incomodó. Odiaba la forma vulgar que tenía su vecina de expresarse, así que simuló no oírla, (ni verla)

—Vamos, Dorita... –intentó conciliar—. Todas tenemos hijas de la edad, pero hay que ser francas: la pobre Marinita es la muchacha más bella del pueblo. Al igual que en su momento lo fue su hermana, y, por mucho que nos moleste admitirlo, su madre.

—Pues Ramiro Ramos estuvo siempre enamorado de mi hija –replicó la otra, sin ocultar su fastidio.

—¡¿Tu hija?! –chilló Inés.

—¡Tu hija! –exclamó doña Rosa, sin poder evitar un gesto de burla.

—¿Pero quién está hablando de Ramiro Ramos? – preguntó Olga, confundida.

—Todo el pueblo... –filosofó la blonda Inés—. Hablar de los Ramos es nuestro deporte favorito, para qué vamos a engañarnos... Uno siempre se ocupa de los ricos. Y su vuelta nos tiene a todos conmocionados. Al parecer el muchacho ya no es ese bravucón insolente que nadie toleraba. Según me han dicho, ahora que ha recorrido el mundo, se le han calmado las ansias.

Al escuchar a su anfitriona Doña Olga sonrió satisfecha. Por fortuna no se había tomado el trabajo de correr en vano.

—¡Por favor, señoras! –se apuró a decir—. Están atrasadas de noticias. Lo de Ramiro Ramos es historia antigua. El que ha regresado al pueblo es Darío López.

Un rumor de sorpresa y reprobación inundó el negocio.

—¡Pobre Marinita! –se condolieron las presentes.

—¿Y sabes si también ha traído con él a esa perra?

—¡No!... Al parecer luego de dos años de exilio en Buenos Aires se han separado.

—¡Claro! Ahora que se la ha...

La costurera dejó volar sus manos de manera más que explícita. Nadie se sorprendió, ya que la dama no se caracterizaba tanto por la precisión de sus palabras como por la multiplicidad de sus gestos obscenos.

—¡Ay! ¡Rosa! Alguien podría verte.

—¿Y qué? Yo sólo hago el gesto. Otros, en cambio, lo hacen de verdad. ¡Porque si yo abriera esta boca...!

—Entonces es mejor que la tengas cerrada, mujer. Y las manos quietas... No es necesario agregar más vergüenza al escándalo ocurrido en este pueblo hace dos años.

—¡En este pueblo ocurre de todo!

—¡Y en Navidad!

—Seamos claras, señoras... El muchacho no tiene vergüenza. ¡Después de lo que le hizo! La novia cantando villancicos, mientras él...

—Fue esa Gloria... Ella los tenía enloquecidos a todos. Cuando Darío se la llevó a la Capital le ofrecí dos docenas de rosas a la Virgen, en agradecimiento. Esa chica siempre tuvo el diablo en el cuerpo.

—Lo mismo que su madre.

—No digas eso, Rosa... Jamás conocimos toda la historia.

—Pues nadie decente abandona una hija cuando apenas tiene tres años. Si Irene no se hubiera tomado el trabajo de criarla como si fuera suya...

—¿Y crees que el haber sido abandonada le da derecho a acostarse con todos? ¡No me parece!

—¡Con el novio de la hermana!

—Con mi marido –murmuró la señora Rubio.

Las demás se quedaron mudas, contemplándola. Pero no por eso la dama se intimidó.

—¿Qué? ¿Ahora se van a hacer las sorprendidas?... ¿Creen que ignoro todo lo que se decía por entonces a mis espaldas?...

—Nosotras nunca...

—Ni se gasten. La verdad es que cuando Darío se fugó con Gloria, todas respiramos aliviadas.

—Menos la madre de Darío. Dicen que le robó un dineral.

—¡Una fortuna! Por eso al viejo le dio un ataque... ¡No sé con qué cara piensa volver ahora ese muchachito estúpido!

—De seguro se quedó sin dinero.

—¡Con tal que Gloria no venga con él!

—¡Ojalá lo hiciera!

Las demás observaron a la dueña del almacén, incrédulas.

—¡Vamos, muchachas! Además de que nos caiga mal a nosotras y demasiado bien a nuestros maridos, lo menos que podría hacer esa niña sería venir a cuidar al padre ahora que se está muriendo. No hay derecho a que Irene y la pobre Marinita tengan que lidiar con...

La señora Rubio se interrumpió en medio de la frase. Olga intentó continuar con la charla, pero un codazo oportuno la disuadió.

Un silencio solemne se adueñó del local, acompañando el paso de Marina Campos. “La pobre Marinita”, como la llamaban todos desde el trágico acontecimiento ocurrido dos años atrás.

—Hola... ¿Pasa algo, que están todas reunidas? –se sorprendió la joven.

—Nada... Sólo charlábamos.

—Dorita, acabo de encontrarme con su marido. La andaba buscando.

—¡Mi marido! –se espantó la otra, sin moverse.

—Sí... Mencionó algo de la comida, ¿puede ser?

—¡La comida! –volvió a reaccionar, sin dar un paso.

—¿De verdad no ha ocurrido nada? –insistió la muchacha.

De inmediato pudo sentir las miradas de aquellas damas taladrando su intimidad.

—Nada –mintió la almacenera— ¿Necesitabas algo, queridita?

—Un kilo de azúcar, por favor.

—¿Y tu padre? –preguntó doña Rosa, por hacerse la simpática.

—Muerto.

—¡Ay! ¡No te hagas la tonta!... Me refiero a tu padrastro. A don Isidoro.

—Ayer se escapó y fue a hacer la denuncia a la comisaría. Exige que lo saquemos del asilo de ancianos cuanto antes.

—¿Lo han internado? –se espantó la costurera.

—En verdad, no. Pero él asegura que hemos fraguado una réplica de la finca para tenerlo encerrado y robarle toda su fortuna.

—¡Pobre viejo!

—¡Pobre mi madre, que lo tolera! –replicó la muchacha, y calló, sólo por no agregar: “Pobre de mí, que debo cuidar al padre de la mujer que más odio en este mundo”

—Hablando de su fortuna... ¿Te ha llegado el dinero que les mandé?

—Gracias, Inés... Justamente acabo de ir a la municipalidad para saldar la deuda. En cuanto podamos...

—No te aflijas, muchacha. Todos conocemos la situación por la que están pasando.

—Con mamá ya hemos decidido que, ni bien Isidoro muera, comenzaremos a trabajar turnos extras en lo que sea, con tal de reunir algo de dinero. No vamos a dormir hasta pagar el último centavo.

—O puedes pedirle un préstamo a Ramiro Ramos... Ahora que ha vuelto... –mencionó con un disimulo estentóreo doña Rosa, incapaz de decir dos palabras sin hacer un gesto.

—Nunca fui amiga de los Ramos, gracias –se apuró a replicar la joven—. Y prefiero mantenerme alejada de los ricos.

Dorita se sacudió el último resto de harina, y sonrió con satisfacción.

—Y lo bien que haces, muchacha... Además él siempre tuvo su mirada puesta en otra parte. Darío, en cambio...

Marina se ruborizó. Desde... desde aquello que nadie mencionaba a su... a... aquel nombre en su presencia.

—Disculpa a Dorita, por favor –le rogó la almacenera, mientras le alargaba el pedido— Es que estamos todas un poco conmocionadas por la noticia.

—¿Qué noticia? –preguntó la muchacha.

Y otra vez un silencio de muerte cubrió el lugar.

* * *

 

Cerró los ojos y se dejó acariciar por el viento. Amaba sentir su cabello enredándose en el aire, y que la ropa se le pegara a la piel. La fuerza de la brisa le brindaba una extraña sensación de libertad.

Pero en seguida los gritos destemplados del matrimonio García, tratando de resolver una disputa que ya llevaba más de veinte años, la obligaron a incorporarse. Marina abrió sus bellos ojos negros, se acomodó la falda, y esperó a que ambos contendientes se acercaran, antes de saludarlos. Pero la pareja, al verla, tomó distancia y se hundió en el más sospechoso silencio.

Sabían... Sí. Ellos también lo sabían.

La muchacha inclinó la cabeza y la señora García le sonrió, cuidando de dejar en claro con aquel gesto breve su solidaridad.

Marinita suspiró.

Esperó a que se perdieran de vista y recién entonces se sentó en el banco de la plaza. Levantó la cabeza y disfrutó de las hojas secas que danzaban ante sus ojos mecidas por el viento.

Amaba aquel lugar. Amaba ese pueblo esquivo del que todos querían escapar.

Siempre se había sentido parte de su historia, de su geografía. Y sólo por no irse había abandonado su idea de ser médica. ¡Total!, allí nadie le pedía título a la hora de curar.

Unos chillidos inundaron el aire.

Los hijos de “Los húngaros” doblaron la esquina, enfrascados en una loca carrera. Los cinco chiquillos eran tan ruidosos, como sus padres habían sido siempre callados. Fue la mayor de las niñas la que primero reparó en ella, observándola con su mirada clara. Luego susurró algo al oído de su hermana menor. De inmediato hubo una carcajada, y sendos codazos.

Ellas sabían... Sí. También ellas sabían.

Marina suspiró

Antes de convertirse en “la pobre Marinita” su vida en el pueblo había sido mucho más agradable. Épocas maravillosas en que nadie rehuía su mirada para cuchichear por detrás.

Por entonces había imaginado el resto de su existencia como una sucesión de hechos felices: convertirse en la enfermera del lugar, ayudar a los otros, casarse, tener hijos... Ser amada. ¿Acaso era mucho pedir?

Salvo raras excepciones, esos con los que había crecido ya no vivían allí. La ciudad los había atrapado con su torbellino. Pero ella no. Ella resistía. Esa, y no otra, era su tierra. Su lugar en el mundo. Por eso no se quería ir.

—¡Mar! ¡Estabas aquí!... ¡Hace mil años que te estoy buscando!

—Con razón me siento tan cansada: ¡ya han pasado mil años!

Marina tuvo que atrapar su cabello que por efecto del viento le azotaba el rostro para poder ver a su amiga y cuantificar el desastre.

Sí... También ella sabía.

—Ay, queridita... ¿Cómo estás?

—Confundida.

—Entonces te enteraste...

—Sí... Pero, como siempre, fui la última.

—¿Qué piensas hacer?

—¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Qué crees que los demás esperan de mí?

—¿Lo vas a perdonar? Es evidente que si tuvo la desfachatez de volver fue sólo para buscarte...

—¿Para buscarme? ¿Para qué?

—Quizás quiera llevarte con él a la Capital.

—¡¿Yo?! ¡¿Qué tengo que hacer yo en Buenos Aires?!... No, no nos engañemos. Jamás me iría del pueblo... –y agachando la cabeza agregó—: Así que si me quiere tendrá que quedarse.

—Entonces..., piensas perdonarlo.

—¿Acaso puedo hacer otra cosa? Me guste o no, Darío es mi última oportunidad de formar una familia. Aquí apenas quedan hombres, y mucho menos uno soltero.

—Está Ramiro Ramos... ¿Te contaron que él también regresó? ¡Y sigue solo!

—No me sorprende... Es más, me cuesta imaginar una mujer que quiera estar más de dos minutos a su lado.

—Dicen que ha cambiado...

—¡No cuentes conmigo!... Puede que todavía sea virgen, querida amiga, pero no estoy tan desesperada...

Anita Torres acomodó su vientre, que en los últimos meses ya le pesaba demasiado, y se sentó junto a su amiga con esfuerzo.

—Ay, Mar... No sé cómo puedes pensar en... Digo, yo sería incapaz de perdonarlo. ¿Todavía lo amas?

Marina sonrió.

Sí. Incluso a pesar de todo lo que la había lastimado, todavía amaba a su pueblo.

* * *

 

—¡Ramiro Ramos!... ¡Un gusto verte, muchacho!... ¿Qué viniste a hacer por aquí?

—Tengo algunos asuntos pendientes...

—¡Estás muy cambiado! Ya no eres el mismo “gordito” con el que luchaba para que aprendiera las tablas de multiplicar.

—Sí... Crecí un poco desde que tenía diez años.

—¡¿Un poco?! ¡Eres un gigante!... ¿Cuánto mides?

—Un metro noventa.

—¡Y cómo te has estilizado! Todavía me parece verte trepando por allí, con tu pancita, tus anteojos, y tu cara repleta de granos.

Aquel hombre importante se incomodó.

—En este país no es recomendable tener tan buena memoria, señorita Luisa –dijo, cuidando que su tono se ubicara en el lugar justo entre la amabilidad y la advertencia.

—Mi memoria siempre ha sido excelente, muchacho... ¡Y no tienes de qué avergonzarte! ¡Mírate ahora!... ¡Qué músculos! ¡Pareces salido de la televisión, con esos ojos azules y tus rizos rubios!

Ramiro Ramos carraspeó.

Sí, no había sido nada fácil torcer sus genes y esculpir su cuerpo. Como todo lo demás en la vida, lo había obtenido con mucha perseverancia, gran esfuerzo... y toneladas de dinero.

—¡Te ves tan distinto!... ¡Hasta juraría que entonces tu nariz era más larga!

Una mueca escapó de la boca de aquel galán. ¿Cuánto más tenía que aguantar? De haber sido el mismo chiquillo que se había ido de ese pueblo miserable, tantos años atrás, de seguro la vieja hubiera recibido una merecida puteada por toda respuesta. Pero como ahora era él, el dueño de la mitad de todo lo que podía alcanzar con la mirada, y no necesitaba rendir cuentas a nadie, podía darse el lujo de ser magnánimo y condescendiente.

Sí..., tolerar las estupideces de la vieja maestra era una forma fácil de ganarse el respeto de todos. No era que lo necesitara, (él podía hacer de ese pueblo lo que se le diera en gana), pero no estaba de más el tenerlo. Sobre todo si...

—Aquí, en cambio, todo parece estar igual que cuando tenía veinte años y partí para Buenos Aires.

—No creas, querido... Han cambiado muchas cosas... ¡En este pueblo, lo creas o no, ocurre de todo! Hoy mismo el perro dálmata de los del Cerro acaba de parir quince cachorritos. ¡Quince! ¡Qué me dices!

La dama buscó en los ojos de su antiguo alumno una reacción ante tamaña maravilla, pero era obvio que aquel gigante ya no la escuchaba.

—¿Qué es de la vida del turco Hadad?

—Se fue a Córdoba Capital... Bueno, él, y todos los demás de su grupo. Alguien me dijo que ya se había recibido de abogado.

—¿Y Pedro Soria?

—Está trabajando en Gualeguaychú, en una empresa multinacional.

—¿Y Marina Campos? –preguntó Ramiro desviando la mirada. Intentando que no se notara ni un dejo de ansiedad en su voz.

—¡La pobre Marinita!... ¡Pobre niña!

—¿Le ocurrió algo?

—¡Cómo!... ¿Acaso tú no conoces la historia?

* * *

 

La señora de Ordóñez sonrió satisfecha. No sólo fue la primera en informar acerca del regreso de Darío, sino que también se había adelantado a los demás al brindar un merecido recibimiento a Ramiro Ramos. Con el padre muerto, el joven heredero llegaba hasta allí para hacerse cargo de su reino.

Pero no sólo a eso. ¡A ella nadie la engañaba!

Por mucho que Dorita Yáñez se empeñara en decir lo contrario, era evidente que, además, el muchacho había regresado en busca de su princesa. El pobrecito, a qué negarlo, había estado siempre enamorado de la linda del pueblo. ¿Lucía Yáñez?... ¡Por favor! La muchacha, un tanto regordeta y casquivana, como la madre, nunca había tenido ni la menor oportunidad con él... Ramiro, en cambio, siempre estuvo loco por Marinita. Y eso que todavía resonaban los ecos de esa fiesta en que el muchacho había sido desairado tan horriblemente. Raro, porque la pobre Marinita solía ser amable con todos. Pero quizás por complacer al novio, o vaya uno a saber, el cachetazo feroz dado en medio de la pista de baile todavía era tópico de alguna reunión familiar, a pesar de haber transcurrido más de cinco años desde entonces. Muchos habían sentido una cierta desazón por semejante impertinencia. Pero no Marinita. Ella, quizás por la inconsciencia propia de la juventud, no había dudado ni un minuto en enfrentarse a los poderosos. ¡Y total para qué! Darío no sólo la había engañado a la primera oportunidad, sino, lo que era peor, había defraudado la confianza de todo el pueblo.

Pero ahora que la pobre Marinita estaba sola y acuciada por las necesidades propias de mantener un enfermo en casa durante tanto tiempo, de seguro iba a mostrarse más entusiasta con las atenciones de tan buen candidato. Después de todo ya no era una niña. Ya tenía veintidós.

Un pequeño estruendo atrajo la atención de la señora de Ordóñez.

Elba, la mujer del tambero, corría emocionada en dirección a ella.

La dama sonrió. De seguro su vecina se había enterado de la noticia y quería sorprenderla. ¡Tarde! Y es que nada ocurría en ese pueblo sin que ella, la señora de Ordóñez, lo supiera de antemano, pensó con orgullo.

—¡Vecina! –resolló la dama, con su último aliento— ¿Se enteró de las novedades?

—¡Ay, Elbita!... Desde ayer sé que Darío está viviendo con su madre, y ahora mismo vengo de dar mis respetos a Ramiro Ramos.

—¡No, vecina! ¡No!... Eso es historia antigua. ¡Usted no sabe!... Acabo de pasar por la finca de las Campos... ¡Qué desastre!

—¡No me diga que Darío tuvo el descaro de ir allí, en busca de la pobre Marinita!

—¡No, vecina! ¡No!... Aunque me imagino que la vida de esa pobre muchacha no va a volver a ser la misma después de lo que acaba de ocurrir en su casa.

—¡No haga misterios, entonces!

—¡Ay, vecina!... El esposo de Irene, el padrastro de Marinita..., don Isidoro, ¡ha muerto!

Elba y la señora de Ordóñez se santiguaron a la par, como si con eso pudieran conjurar la desgracia.

Desde su negocio, Inés Rubio contempló la escena, y se estremeció.

¿Qué estarían diciendo aquellas dos? ¿Qué noticia las tenía tan convulsionadas?

¡Sería posible que en ese pueblo siempre estuviera ocurriendo algo!

* * *

 

El viento persistente de las últimas semanas había arrastrado gruesos nubarrones. Ahora el cielo se vestía de luto para acompañar al cortejo, a pesar de que todavía no eran las once de la mañana.

Por supuesto no había lágrimas. Don Isidoro, hombre rudo e ignorante, había llegado al pueblo con su pequeña hijita de la mano, veinte años atrás. Y durante todo ese tiempo se las había ingeniado para evitar cualquier amistad, incapaz como era de ganarse el respeto de nadie. Ni siquiera el de su nueva esposa o el de sus dos hijastras..., y mucho menos el de su propia hija, que ahora se ocultaba en algún sitio de la Capital, ignorante de su muerte.

El funeral había sido modesto. No era un misterio para nadie la difícil situación financiera por la que atravesaba la familia luego de tan extensa enfermedad. Una verdadera burla del destino, ya que su viuda se había casado con don Isidoro sólo para salvar la finca de los Campos, única herencia de su primer esposo. Sí, ese había sido un matrimonio por conveniencia, signado por la infelicidad y el descontento, que llegaba ahora a su fin con la primera palada de tierra echado sobre el féretro.

Fue recién después de la segunda que Marina Campos, que no podía recordar otro padre más que su difunto padrastro, perdió la mirada entre el grupo compacto de asistentes y lo vio.

Por supuesto, la dirección de sus ojos no pasó inadvertida para los que la rodeaban, que no habían ido allí para otra cosa, más que para atestiguar ese encuentro.

Cuando la faena en el cementerio estuvo concluida todos comenzaron a caminar acompañando a los deudos. En realidad, a los únicos deudos presentes: Irene y la pobre Marinita. Las dos caminaban erguidas, seguidas de cerca por una legión compacta de curiosos, expectantes.

Por fin se acercó a ellas la señora de Ordóñez, la única de los presentes que vestía luto riguroso. Tratando que los demás no escucharan, (aunque varios hicieron un gran esfuerzo), les susurró:

—¿Notaron que Ramiro Ramos no vino? Y eso que yo misma le avisé... ¡Ni siquiera envió una flor!...

Y clavando sus ojos en Darío, que caminaba junto con su madre unos pasos más allá, agregó: —Él no vino, mientras que otros tendrían que haberse quedado en casa...

Las Campos no se molestaron en responder, acelerando el paso. Pero esta vez fue la señora Rubio la que las interceptó.

—Cerré la tienda por duelo... No lo hice por él, por supuesto, que era un viejo perro y maldito, sino por ustedes...

—Gracias –atinó a decir Irene, mientras empujaba a su hija para alejarse.

—La madre lo perdonó y piensa quedarse aquí con ella –susurró doña Rosa, ni bien logró alcanzarlas.

Luego tomó a Marina del brazo, para continuar: —Se peleó con Gloria para siempre, así que ahora ya sabes lo que debes hacer para reconquistarlo —le aconsejó tratando de hablar quedamente, pero acompañando sus palabras de gestos tales, que no dejaron dudas en los presentes acerca del tenor de la charla.

Nunca antes el trayecto a la finca de las Campos pareció tan largo. Madre e hija caminaban apuradas, tratando de evitar contactarse con la multitud que las seguía. Y no era que a nadie le importara un bledo el difunto, pero todos en el pueblo querían estar allí.

—Señores... –se apuró a decir Marina, ni bien llegaron a la casa— Mi madre y yo vamos a intentar descansar un poco... Y, por cierto, será la primera vez en los últimos tres años. Les ruego encarecidamente que acepten nuestras disculpas, pero no estamos en condiciones de atenderlos como se merecen. El domingo, en cambio, va a haber una Misa, así que...

Desilusionada, la turba comenzó a disolverse entre murmullos y quejas. Sólo unas pocas damas permanecieron charlando en la calle, en atenta vigilancia, (¡por si las moscas!)

—¡Chismosas! –protestó la muchacha luego de cerrar la puerta.

—Son nuestros vecinos, y este pueblo es demasiado aburrido.

—¿Lograste comunicarte con Gloria?

—¡Hasta me ocupé de confirmar el número telefónico! Dejé más de tres mensajes en su contestador..., ¡y nada!

Marina observó a su madre, con horror.

—“¿Te ocupaste de confirmar?”... ¿Qué significa eso, mamá?

La señora Irene, viuda de Campos, viuda de Castillo, desvió la mirada antes de responder.

—Es un buen muchacho, Mar... Y no se lo puede juzgar por un solo error.

—¡Un solo error!

—La madre ya lo perdonó...

—¡Pues yo no soy la madre!

—Se nota a la legua que el pobre chico está sufriendo. Tu hermana Gloria...

—Gloria no es mi hermana.

—Gloria no ha hecho más que lastimarlo.

Marina resopló. Luego se dirigió al ventanal para contemplar la tormenta que se avecinaba, imparable.

—¿Él te mencionó que quería volver conmigo?

—Hijita... No se trata de que él quiera volver contigo. Eso nadie lo duda. La cuestión es si tú estás dispuesta a perdonarlo.

* * *

 

¿Iba a poder perdonarlo algún día?

Marina dio otra vuelta en la cama, enfrentando la lluvia feroz que ahora azotaba sin piedad los vidrios de su ventana.

Se cubrió con las sábanas, y por un momento se permitió hundirse en esa sensación dulce de estar otra vez abrazada a él esa noche en que habían quedado aislados por el diluvio luego de ayudar a Isidoro con la cosecha. Todavía tenía grabadas en la piel sus caricias, tan urgentes como torpes. Esos besos dados en catarata, que aún quemaban su boca. De no haber llegado su padrastro con tanta oportunidad, ahí mismo se hubiera entregado a Darío, sin dudarlo. Hubiera aceptado ser suya sólo porque siempre lo había sentido a él como de su propiedad. Desde el jardín de niños cuando le robaba el moño de sus trenzas, hasta el Liceo en que la protegía de las mañas de Ramiro, lentamente Darío se había ido transformando en su destino.

Su único destino.

¿Eso era amor?

Deseo ardiente, admiración callada, amistad contagiosa...

¡Eso era amor! Pero ese amor se había desvanecido al verlo allí, echado sobre Gloria, como uno de esos perros alzados que su padrastro espantaba del jardín a fuerza de puros baldazos.

Marina suspiró.

Tenía que reconocer que su madre siempre había estado obsesionada por el “qué dirán”, cuidando de educarla para que jamás se convirtiera en la comidilla del pueblo. La había controlado hasta el delirio, quizás para limpiar la ofensa de haberse casado ella misma embarazada. O para remediar de algún modo el que Lucero, su hija mayor, hubiera huido con su novio a la Capital, (aunque se hubieran casado al llegar, el pecado ya había sido cometido)

No era raro, entonces, que algunos atribuyeran el “traspié” de Darío a la desesperación por tan conspicua vigilancia.

Pero aquello no había sido sólo un “traspié”, sino una “metida de pata” horrible que terminó destruyendo para siempre la confianza de Marina en los hombres.

¿Sería posible que, de no haberlos interrumpido Isidoro aquella noche, fuera otra su suerte?

¿Era el engaño sólo una cruel consecuencia de la castidad a la que había sometido a su novio?

¡Qué estaba pensando! Un hombre no necesitaba ser virgen para traicionar a su mujer.

Marina volvió a girar. El frío de la noche se colaba en su cama a través de las cobijas sin que ella pudiera asirse de nada para entrar en calor.

Sí... Era muy capaz de volver con Darío. De dejarse convencer por sus caricias, mezcla de urgencia y torpeza. Hasta de darle permiso para meterse en su intimidad. Pero de perdonarlo..., ¡jamás!

Y no había terminado de llegar a esa dolorosa conclusión cuando tres golpecitos secos atrajeron de nuevo su atención hacia la ventana cerrada.

Era él.

Mojado. Con la misma expresión inocente que solía poner cuando, de pequeños, le robaba el moño. Con la misma actitud culpable con que intentaba acariciarle el pecho, ya grandes.

Era él.

¿Podría perdonarlo?

Saltó de la cama para abrir la ventana y dejarlo pasar.

Una vez que lo tuvo al lado un pensamiento extraño ocupó su mente.

Luego de haber estado alejados por más de dos años, al verlo allí, delante suyo, con su metro setenta y su hombría, con la camisa empapada dibujando su pecho musculoso, lo único que Marina podía sentir era el golpeteo de las gotas manchando el parqué que había encerado con tanto esmero la mañana anterior. Nada más. Sólo unos golpecitos rítmicos...

Por unos instantes ambos se quedaron callados, sin mirarse. Por fin fue Darío el que, murmurando un “Gracias”, buscó los labios de la muchacha.

Ella no lo esquivó.

Por el contrario, se quedó allí, quieta, esperando, sintiendo..., mientras un charco helado comenzaba a formarse bajo sus pies.

¿Podría luego secar la madera?

¿Podría ahora perdonarlo?

—Ya me había olvidado del horror de vivir en este pueblo miserable –se quejó él—. Esas viejas curiosas no se iban más... ¡Se la iban a perder!

—Esto no es Buenos Aires. Tendrás que resignarte. Aquí no hay cines... –comentó ella con sarcasmo.

¿Podría perdonarlo?

—¡Hace tanto tiempo que no estábamos solos! –exclamó Darío, tratando de abrazarla.

Pero ella se apuró a tomar distancia.

—¿Y Gloria?... ¿Cómo está Gloria? –replicó con dureza.

—Gloria está loca –resopló él, abatido.

Y, a pesar de estar empapado, tomó asiento en la cama deshecha de la muchacha.

Marina lo observó con horror, tratando de cuantificar el daño.

¿Sería capaz de perdonarlo?

Por cierto, el tiempo no lo había vuelto más atento ni sensible. Se veía, en cambio, impotente y terriblemente lastimado. Necesitado de ayuda... Y es que él era así, como todos los demás hombres: incapaz de sufrir si no tenía al lado a alguien para que lo consolara.

—¿Necesitaste dos años junto a Gloria para darte cuenta de su locura?

—¡Ay, Marinita!... No me reproches también tú... No podría soportarlo... ¡No sabes lo infeliz que fui!... ¡No sabes cuánto te he extrañado!... ¿Recuerdas los días en que éramos felices tú y yo? ¿Cuando planeábamos la boda? ¡Hasta teníamos elegidos los nombres de nuestros hijos! ¿Cómo eran?... ¡Ah!, Laura para la niña, y...

—Nicolás para el varón –concluyó la muchacha, sonriendo.

—¡Sí! Nicolás... No sé por qué estabas tan empeñada con eso... ¿Recuerdas cómo peleamos cuando me negué?

—Siempre quise tener un hijo que se llamara Nicolás. Y, por cierto, tu idea no era mucho mejor: ¿a quién se le ocurre ponerle Tadeo a un bebé?

—¡Mi abuelito se llamaba así!

La joven observó sus bellos ojos y suspiró.

¿Podría perdonarlo?

Tomó asiento a su lado y sintió la humedad en las sábanas.

—¿Por qué regresaste?

—Mi mamá me lo suplicó... Ahora que mi padre murió necesita de alguien que la ayude con todo.

—¿Y Gloria no se opuso?

—Mi vida junto a Gloria fue un verdadero martirio. A veces sospecho que sólo me usó para salir de este maldito pueblo.

—Nadie te obligó a ir con ella.

—¿Qué pretendías que hiciera, luego de semejante escándalo?

—De seguro robar el dinero de tu familia no ayudó a callar las malas lenguas.

Por primera vez desde que estaba allí Darío abandonó su postura de víctima para responderle con altivez:

—¡Yo no robé nada! –exclamó airado. Pero al observar la reacción de la muchacha hizo un esfuerzo para explicarse con más calma— Fue sólo un préstamo, para poder afincarnos en la ciudad.

La humedad de las sábanas había comenzado a enfriarla, por lo que Marina prefirió ponerse de pie.

—Y ahora de seguro regresas para devolver el dinero.

Otra vez aquel galán apeló al encanto de un niño desvalido.

—No es fácil conseguir trabajo en Buenos Aires...

—¿Pero lo conseguiste, verdad?

—No.

—¿Trabajaba Gloria, entonces?

—Tampoco.

—Pero..., si ninguno de los dos ganaba dinero, ¿cómo hicieron para sobrevivir estos dos años?

—Bueno... No teníamos que pagar renta y...

—¿Vivían con amigos?

—No... Ni bien llegamos Isidoro nos compró un departamento... ¿Cómo? ¿No sabías?

—¡¿Qué?! ¿Mi padrastro? ¡Eso es imposible! ¿Con qué dinero hubiera podido hacerlo? ¡Hace más de cuatro años que estamos quebrados!

Darío la observó confundido. Se tomó un tiempo para reflexionar, y luego se enojó.

—¡Qué estúpido! ¡Por supuesto que no fue él!... Ya me parecía raro que... ¡Dios! ¡Otra mentira! ¡Claro! ¡Y así ha sido siempre! Ella aparecía con dinero, y yo... ¡Ni el derecho de preguntar tenía!

—¿Qué quieres decir con eso?

—¡Ay, Mar! Fui tan infeliz al lado de Gloria. Todo era poco para ella. Siempre exigía más: más dinero, más sexo...

Marina se incomodó. ¿Podría perdonarlo?

Su ex novio continuó su relato, conmocionado por el daño que había sufrido pero indiferente al que sus palabras podían provocar.

—Fue una verdadera desgracia ir a vivir a ese edificio. Desde el primer día la perra de la vecina comenzó a llenarle la cabeza a Gloria. Esa mujer no tiene ningún empacho en gastar a manos llenas el dinero del marido. ¡Y ese marido! Más de una vez lo vi con los ojos sobre tu hermana. No tienes ni idea lo que significa llegar a casa y encontrarte con la cama deshecha, y a tu vecino saliendo del cuarto. ¡Qué angustia!... ¡Qué vergüenza!...

Marina hundió su mirada en lo profundo de la noche.

Sí..., quizás tenía una ligera idea de lo que una traición podía significar.

—Vivir de humillación en humillación sin poder refugiarse en nadie. ¡No sabes cómo te extrañaba Marinita! ¡Cuántas noches me dormía soñando con mi Mar! ¡Mi dulce Mar!... La única en todo este mundo capaz de entenderme...

La joven se estremeció. ¿Sería capaz de retomar su vida allí adónde la había dejado?

¿Sería capaz de perdonarlo?

—Marina, mi dulce Marinita... No tengo derecho, después de haberte lastimado tanto, de volver aquí...

No, no tenía derecho.

—Pero vengo humildemente a suplicarte...

¿Podría perdonarlo? Aunque..., ¿acaso tenía otra opción?

—¡A rogarte, Marina!... ¿Serías capaz de...?

—Sí –respondió ella con voz ahogada.

—¿... ayudarme para reconquistar a Gloria? –concluyó él, sin escucharla.

Marina contempló a aquel dulce recuerdo con el que había transcurrido parte de su vida como por primera vez, y se sintió aliviada.

No... Ahora se daba cuenta que nunca lo había amado.

Y es que se ama a un hombre, y Darío todavía era un chiquillo.

—Gloria te odia, Mar. Siempre compitió contigo de forma despiadada. Así que, estoy seguro, le bastará saberme en tus brazos para recapacitar. Ni bien se entere que hemos vuelto, no dudará en pedirme..., ¡no!, ¡en rogarme! que regrese junto a ella, aunque todavía no haya podido reunir ni un centavo del dinero que me exigió. Porque, estoy seguro, esa y sólo esa fue la única razón para echarme de su lado: el dinero. Está obsesionada con el dinero, pero estoy convencido de que todavía me ama. Sé que me ama... Necesito que me ame... ¿Vas a ayudarme, por favor?... ¿O aún me guardas ese tonto rencor por lo que ocurrió entre nosotros?

Marina observó su cama empapada, el gran charco en el piso encerado, y sonrió.

—No –se apuró a decirle con dulzura—. No te preocupes Darío. Al fin te he perdonado.

* * *

 

—¡¿Lo has perdonado?!... Ay, querida Mar... No sé cómo pudiste. Yo sería incapaz de hacer algo así... Pero, bueno, hay gustos para todo. ¿Para cuándo los confites?

—Cálmate amiga, no pienso casarme con nadie. ¿Te da lo mismo un caramelo?

—¿Van a comenzar a vivir juntos entonces?

—No. Oye, hay mucha gente afuera esperando su turno. ¿Por qué mejor no te bajas la braga, abres las piernas, y cierras la boca?

—Tengo la sensación de que ya me han dicho eso antes...

Marina sonrió, mientras ayudaba a su amiga a subirse a la camilla.

—Entonces piensas mantenerlo a la distancia.

—Quédate quieta, Ana.

—Pues te advierto algo, amiga. Este pueblo es muy pequeño. No te va a ser nada fácil encontrarlo todos los días de tu vida paseándose por allí. Compartiendo reuniones, actos, trabajo... ¿Crees que vas a poder resistir tanta tensión?

—Lo que creo, querida amiga, es que ya llegó la hora de que vayas al hospital más cercano y contactes un buen obstetra. Esto no tardará mucho más. Ya has comenzado a dilatar.

—¡No, queridita!... No pienso ir a ningún sitio. Quiero que seas tú la única que atienda mi parto. Sólo por eso regresé al pueblo.

—¿Te has vuelto loca? Habiendo un médico cerca no se justifica que...

—Ya atendiste a otras.

—Cuando hubo una urgencia, pero no por eso... ¡Vístete, por favor! Todavía tienes que buscar obstetra.

—Tú no entiendes, Mar. Te necesito ahí... Estoy muerta de miedo y necesito la presencia de alguien amigo a mi lado.

—¿Un amigo? ¡No!, lo que necesitas es a tu esposo. Por mucho trabajo que tenga, creo que puede hacerse un tiempo para ver nacer a su hijo, ¿no?

La muchacha hizo un silencio solemne. Con dificultad se sentó en la silla que tenía enfrente, y recién entonces suplicó:

—Cierra la puerta, por favor.

—Está bien cerrada.

—Con llave.

Marina obedeció a la futura madre sin ocultar su extrañeza.

—¿Qué es eso que tienes que decirme, y que guardas más celosamente que tu pudor?

—Oye, amiga... Mi marido...

—¿Qué hay con él?

—Mi marido no existe.

—¿Te has vuelto loca, Ana? Yo misma me albergué con ustedes cuando fui a la ciudad, ¿lo recuerdas?

—Sí... Te albergaste en casa de Néstor.

—¿Y?

—Néstor nunca fue mi marido. Nunca nos casamos.

—Pero... ¿Y el vestido con una cola de dos metros? ¿El Ford T con un moño blanco que los llevó a la Iglesia? ¿Las palomas?...

—Siempre había soñado con tener una gran boda, así que soñé con la mejor.

—¡Ahora entiendo! ¡Por eso el fotógrafo nunca te entregaba el álbum!

—No se lo digas a mamá, te lo suplico.

—Mira... Después de todo lo único importante es que estén juntos, y...

La congoja de su amiga disuadió a Marina de seguir hablando.

—Me dejó cuando le anuncié que estaba embarazada.

—¡¿Te dejó?! ¡Ese tipo es un canalla!

—Bueno... En realidad... –comenzó a decir Ana.

Pero su amiga, indignada como estaba, no la escuchó.

—¡Ah!, pero no podrá librarse tan fácilmente... Hay exámenes de ADN que pueden...

—Tú no comprendes... Su reacción es bastante entendible.

Marina observó a su amiga con la misma incredulidad con que lo había hecho la noche anterior con su ex novio.

—¡¿Entendible?! –bramó— ¿Qué justificativo puede tener para rechazar a su propio hijo?

—Néstor es estéril. Hace algunos años lo hicieron manipular una substancia que le produjo un daño permanente. Luego de un juicio civil logró obtener una buena indemnización. Con eso compró su departamento. Por desgracia yo ignoraba todo el asunto, así que cuando le di la feliz noticia de mi embarazo los sorprendidos fuimos dos.

—¿Quién es el padre entonces?

—No estoy muy segura.

Marina observó a su mejor amiga con horror. ¿Se podía cambiar tanto?

—No me juzgues, Mar. No todas podemos ser santas como tú... Néstor viajaba mucho, y las noches en la ciudad suelen ser demasiado solitarias.

—No para ti, al parecer... Pero ya es tarde para arrepentirse. ¿Qué piensas hacer ahora?

—Criarlo sola. Regresar a la ciudad ni bien el niño tenga algunos meses... Volveré al trabajo, y luego de un tiempo le diré a mamá que me divorcié.

—¿Por qué inventar todo esto, Ana?

—¿Justo tú me lo preguntas?... Este puto pueblo no perdona, amiga. Yo no soy como tú, capaz de aguantarlo todo con tal de quedarse aquí. A mí en este sitio me falta el aire, y sólo regresé para tener a mi niño y que tú lo trajeras al mundo... ¡Vamos, Marinita! No puedes decirme que no.

La muchacha observó a su amiga como si se tratara de una extraña. Lo curioso era que su ex novio había dicho exactamente lo mismo la noche anterior: “No puedes negarte”

Sí... Muy curioso. Porque si había llegado a ese punto, virgen, solitaria y traicionada, era justamente porque sabía muy bien cómo hacerlo.

Gracias a Dios.

* * *

 

—¡Cuándo crees conocer a alguien!

—¿Qué ocurre, mamá?

—Ay, Marcita... Muy pocas cosas esperaba de Isidoro, pero la sinceridad era una de ellas.

—¿Para qué estás revisando su cuarto, entonces? Dudo que encuentres allí algo más que una profunda desilusión.

—Quería rescatar los documentos de la finca. Él siempre se encargó de todo.

—¿Llamas “encargarse” a ordenar e imponer? ¡Era insoportable!

—Pues ahora descubro que ese insoportable era también viudo. Su esposa murió antes que nos casáramos.

—¿Y toda esa historia de que lo había abandonado, dejándole a la niña?

—No sé... Pero aquí está la partida de defunción. ¡Mira!

La joven entró en aquel cuarto, (el único de la casa que sólo había pisado un par de veces, y nunca por voluntad propia), con un dejo de fastidio.

Esas paredes encerraban demasiados malos recuerdos, que se resumían en uno: la presencia de un extraño en la casa, con derecho de regir sus vidas y sus destinos.

En efecto, y tal como Irene lo anticipara, allí estaba ese documento amarilleado por los años.

—¿Cuál crees que haya sido su propósito al inventar la historia del abandono, hija?

—Si no lo sabes tú, mamá... Yo creo que...

Marina se interrumpió en medio de la frase.

¿Qué era ese montón de cartas con grandes sellos rojos en los sobres?

“Último aviso”... “Aviso de remate”

—¡¿Qué diablos es esto, mamá?!

Las Campos, madre e hija, se abalanzaron sobre ese paquete maldito que no podía presagiar nada bueno.

—¿Qué significa esto, hija? Yo no lo entiendo.

—Significa que la hipoteca de la finca no se pagó, y que dentro de unos meses nos la van a rematar... ¡No! ¡Qué ya la han rematado!

—¡Eso es imposible! Hace dos años liquidamos la deuda con lo que Miss Anne nos pagó por los terrenos del río. ¡Yo misma le entregué el dinero a Isidoro para que...!

Irene se espantó. La enfermedad mental de su marido, si bien tenía muchos años de iniciada, no se había manifestado hasta después del escándalo que tuviera a Gloria como protagonista, dos años atrás.

—Pero..., ¿qué pudo hacer él con todo ese dinero? ¡Eran más de cuarenta mil dólares!

Ahora fue su hija la que se estremeció.

—Creo que sé exactamente lo que hizo con esa suma.

La bella Marina entrecerró sus grandes ojos negros. Decididamente no era la buena niña que todos creían. Porque ahora, al saber que la herencia de su padre verdadero había quedado en manos de la hija de aquel impostor, la mujer que más odiaba en el mundo, una sola palabra comenzó a latir en su intimidad.

¡Venganza!

Y cuanto más dolorosa, mejor.

* * *

 

¿Aquel era Ramiro Ramos?

¿Qué se había hecho?

Lo que fuera, lo había convertido en un hombre hermoso y deseable. O al menos así parecía pensarlo esa mujer que prácticamente estaba trepada a él. ¿Quién era? ¡Ah! La hija de Antonina, la casera de los Sánchez. ¡Vaya niña!... ¿Cuántos años tendría? ¿Dieciséis? ¿Diecisiete?... Pues, a juzgar por las circunstancias, no era ninguna virgen inocente. ¡Había que ver la forma descarada que tenía de recorrerlo con las manos! ¡Y él!

Oculta tras un cortinado, Marina se apretó un poco más contra la pared.

¿Qué iban a hacer esos dos ahora?... ¡¿Por qué la niña se estaba agachando?!

Con horror, la espía improvisada buscó un lugar por donde salir de allí sin ser vista, antes de que fuera demasiado tarde. Pero fue inútil. Estaba literalmente encerrada: la ventana por la que había entrado quedaba del otro lado del cuarto, y la puerta más cercana estaba cerrada con llave.

Cuando la niña comenzó a bajar el cierre del pantalón de su amante, la pobre Marinita, resignada a su suerte, se limitó a cerrar los ojos, volviéndose hacia la pared, como si por no verlo pudiera evitar que ocurriera.

Pero para su sorpresa, y más rápido de lo que ella hubiera esperado, Ramiro despidió a la jovencita. Inexplicablemente parecía haber cambiado de humor. Defraudada, su amante se negaba a irse de allí con las manos vacías, (o en su caso, la boca), así que comenzó a gritar, golpeándolo de la forma más violenta y salvaje. ¡Mala táctica! Alguien debiera haberle advertido que no era con orgullo y exigencias que se convencía a un Ramos. Ellos, tanto el hijo, como lo había hecho el padre, preferían los ruegos y el temor, y solían ser bastante inmisericordes a la hora de imponer su voluntad.

A pesar de tanta queja, fue cuestión de unos pocos segundos para que Ramiro volviera a quedarse solo. Claro que ahora Marina ya no deseaba enfrentarlo. No después de lo que había presenciado. Por el contrario, quería huir cuanto antes. Pero como si pudiera adivinar su inquietud, lejos de salir de allí, el dueño de casa comenzó a deambular por la sala con una extraña sonrisa en los labios. Cada uno de sus movimientos aceleraba el corazón de la muchacha: primero se aproximaba a su escondite al servirse una copa, luego volvía a hacerlo para mirar la noche por el ventanal. Y así, una y otra vez...

Por un buen rato la mantuvo en vilo. Pero al fin Marina se asomó por una hendija de la cortina que la ocultaba, y la vio.

Sí ahí estaba: esa sonrisa que por desgracia conocía tanto.

—Dejemos de jugar, Ramiro. Sabes perfectamente que estoy aquí.

Aquel galán astuto se tomó un tiempo para observarla. Lo hizo con esa mirada cargada de ansias y odio a la vez que lo caracterizaba. Un brillo en los ojos, que parecía ser lo único de él que no había cambiado desde su partida.

—Te preguntarás por qué vine.

Otra vez esa mirada, pero ahora acompañada de una sonrisa cruel.

Marina continuó.

—No... Claro que no. Tú nunca te preguntas nada. Tú sabes. Me estabas esperando. Como los demás en el pueblo sabías que tarde o temprano iba a tener que venir.

—Hablando de los demás... Me contaron que hace dos años les diste un gran espectáculo... Ahora que lo pienso, ¿no es curioso? A pesar de todas mis advertencias jamás desconfiaste de Darío. De mí, en cambio...

—¿Por qué compraste nuestra finca?

—Ah... Ya veo. Por eso hiciste lo posible para que nadie te viera entrar aquí. Querías evitar que otros supieran la triste forma en que ibas a humillarte.

Esta vez fue ella la que calló.

—Tu finca salió a remate. Está ubicada en medio de mis tierras, ¿por qué no comprarla?... Por cierto, voy a necesitar que la desocupen –y recorriéndola con una mirada indecente, añadió— A menos que quieras que te la arriende.

—¡No pienso arrendar mi propia casa!

—¡Esta Marinita!... ¡Siempre la misma!... Ni aunque estés caída eres capaz de suplicar, ¿no?

La muchacha clavó en él sus enormes ojos negros.

—A ti te consta que no. ¿O ya lo olvidaste?

Aquel gigante se le enfrentó.

—Jamás olvido una ofensa.

Por unos segundos Marina temió que le pegara, pero, en vez de eso, Ramiro se apartó, para así continuar con un tono más calmado.

—Yo, querida amiga, soy un hombre sensato. Tú, en cambio...

—¿Qué ocurre conmigo?

Lentamente él comenzó a rodearla, desnudándola con su mirada salvaje. Midiendo el efecto exacto del paso del tiempo en aquel cuerpo joven y deseable.

—Mi querida Marina... No pareces haberte comportado con inteligencia al venir hasta mi casa sin que nadie lo supiera. Puede decirse que estás a mi merced... Podría atrapar tu fino cuello entre mis manos, apretándolo sin piedad... O podría arrancarte la braga, para terminar lo que alguna vez comencé.

Ahora ese gigante la cubría con su sombra imponente, observándola desde su metro noventa de puro desdén.

Pero Marina no se intimidó.

—Sólo cambiaste en el exterior. Por dentro sigues siendo la misma basura.

Ramiro tomó distancia, y luego, dándole la espalda, se apoltronó en el sillón frente al escritorio.

—Tú, en cambio, estás muy distinta. Es evidente que el campo no le sienta a la belleza de una mujer... Demasiado viento, quizás. O será sólo que ya no me conformo con esa rusticidad que antes me parecía tan atractiva. Solía recordarte como una jovencita hermosa. Ahora te convertiste en una mujer mediocre. ¿Será por la amargura de saberte despreciada?

Se puso de pie y le alargó un papel.

—¿Qué es esto?

—Una opción de compra, con vencimiento en diez meses... Como tú dices, te estaba aguardando. Sabía que tarde o temprano ibas a venir.

—No entiendo...

—Este documento es un compromiso firmado por mí para que puedas recomprar tu casa en el plazo estipulado. El precio, como podrás ver, es de lo más razonable: ni un centavo más de lo que pagué por ella.

La muchacha revisó el papel. Parecía en regla.

—No entiendo, Ramiro. ¿Por qué?

Otra vez él se acercó de forma inquietante.

—Porque nunca fui el ogro que creías, y si alguna vez intenté herirte no fue más que por una mala mezcla de alcohol y juventud. Por fortuna, ambos males tienen cura. Sólo hace falta cerrar la boca y dejar que pasen los años.

—Entonces de verdad has cambiado.

—Querida Marina... No guardo ningún interés romántico hacia ti. Como acabas de ver, mujeres no me faltan... Pero tengo que confesarte que descubrir este fantasma en que te has convertido me duele. Lo creas o no, alguna vez te amé sinceramente. Claro, tú sólo tenías ojos para Darío... De haber actuado de otra forma, de seguro ahora ya llevaríamos varios años de casados, tendríamos hijos, y tú reinarías en esta casa. Sin mencionar la humillación que te hubieras evitado... Sí, de seguro hubiera sido mucho mejor para ti... Para mí, en cambio... Yo me hubiera perdido del mundo. Confinado en este pueblo y atado a ti, no hubiera llegado a ser ni la mitad del que soy ahora. Por eso permíteme agradecerte tu soberbia, retribuirte tu orgullo desmedido, y de alguna forma compensarte por tu falta de habilidad para conocer la naturaleza de las personas, ofreciéndote que permanezcas en tu casa hasta cumplido el plazo, sin abonar renta alguna. Esa es mi sincera recompensa por tu estupidez.

Marina volvió a apretar el papel.

Sí, ciertamente había demostrado una gran torpeza al juzgar a las personas.

Pero de seguro no tanta.

* * *

 

—¡De ninguna manera pienso aceptar la caridad de un Ramos!

Marina observó a su madre con asombro.

Por un momento había temido que al relatarle lo ocurrido la noche anterior Irene la forzara a aceptar la oferta de Ramiro. Así que su reacción tan vehemente no podía menos que sorprenderla.

—Si pudiéramos pagar una renta y dentro de diez meses comprar la finca, te aseguro que me comería el orgullo y aceptaría su propuesta con gusto. Pero estamos quebradas, y...

—¡No, Mar! Lo que tú no pareces entender es que tan generosa propuesta encierra una trampa. Un Ramos jamás regala nada.

Otra vez una extraña crispación se adueñó del rostro habitualmente sereno de su madre.

Marina se estremeció.

Desde pequeña había aprendido que no era buena idea mencionar el apellido de la familia más poderosa del pueblo en la casa. Claro que había atribuido ese silencio al mismo escozor que compartían muchos de sus vecinos: los Ramos eran pirañas despiadadas que lentamente destruían todo lo que se interponía en su camino. Eran siempre recibidos con alegría, y despedidos con alivio. Todos buscaban su compañía, aunque nadie la deseaba en verdad.

Pero la actitud desmedida de su madre parecía esconder mucho más que un simple escozor...

Como si pudiera leer las dudas que atenazaban a su hija, Irene le respondió:

—El padre de Ramiro fue un hombre cruel. Cuando yo era una muchacha las diferencias entre ambos estaban muy claras: él pertenecía a la única familia rica del lugar, casi la realeza de este pueblo. Yo, en cambio, era la última hija de los más pobres. Mis modales eran buenos, porque mi madre había servido en casas distinguidas, pero mi ropa siempre lucía miserable. ¡Y Julián Ramos no era capaz de dejar pasar semejante detalle! Él y los otros millonarios que lo visitaban, siempre estaban allí para burlarse. De noche, en ronda de amigos, era el más despiadado de todos. ¡Pero de día!... Ah... Ahí no le importaba la ropa que llevaba puesta, sino cómo hacer para quitármela. Terminé negándome a salir de casa sin compañía. ¡Estaba aterrada!

—¿Tan tremendo era?

—Me acorralaba a la primera oportunidad. Me seguía, me espiaba...

—¡¿A ti también te ocurrió lo mismo?!

Ahora fue su madre la que la observó con extrañeza.

—Tal parece que padre e hijo compartieron la misma obsesión por nosotras –se explicó Marina.

—¿De verdad? Nunca me preocupé por el hijo: creí que Ramiro te odiaba.

—De la misma forma que todos pensaron que el padre te odiaba a ti.

—Ya veo... Por eso la famosa cachetada... Creí, en cambio, que era por...

—¿Por Darío? No... ¿Y tú? ¿Cómo te liberaste de Julián?

—Estaba desesperada y a punto de sucumbir cuando un buen día llegó tu padre al pueblo. ¡Qué hermoso se lo veía! El hombre más lindo que haya visto en mi vida. ¡Y no te burles!, de verdad Emilio llegó montado en un caballo blanco... Era el potrillo más...

Mientras su madre se entusiasmaba con el relato, la mirada exaltada, y el gesto feliz, Marina no dejaba de sonreír. Conocía a la perfección esa parte de la historia, (o de la fantasía): de cómo Emilio Campos había salvado a su madre de la pobreza, haciéndola su mujer. Cómo la había amado, enfrentándose a todos. Cómo habían logrado comprar la finca, amparados por su buena estrella. Cómo vivieron enamorados y felices, comiendo perdices, hasta que un nuevo giro del destino y una trilladora le arrebató a su padre primero un brazo, luego el dinero, y finalmente la vida.

—¡Fuimos tan felices! –concluyó su madre.

—Pero mamá... Hay algo que no entiendo: todos dicen que de joven eras la más hermosa del pueblo...

—¡Todavía lo soy!... Me refiero a joven..., ¡y hermosa!

Marina sonrió.

—Bueno, más joven, y más hermosa, mamá... ¡Vamos! Ramos no debía ser el único hombre que te acosaba. Pero tú sólo lo odias a él, y ahora a su hijo.

—Luego del casamiento con tu padre la persecución de Julián no disminuyó. Por el contrario, incluso estando embarazada de Lucero, tu hermana, él intentó atraparme. Yo no le podía contar nada a tu padre, como te imaginarás, porque de haberlo sabido no hubiera parado hasta matarlo. Así que debía resistir en silencio. Y así lo hice, hasta que un día llegó al pueblo Lidia, la mamá de Ramiro. Recién entonces Julián se calmó. Y fue sólo gracias a la estrecha vigilancia de su esposa.

—Bueno... Pudiste descansar muchos años.

—Hasta que tu padre se enfermó. La finca peligraba y yo, con una hija de quince cumplidos, había vuelto a quedar embarazada. Faltaba poco para que nacieras y no podía trabajar. Así que Julián empezó a presionarme para que fuera su amante, a cambio del dinero que necesitábamos para no perder la finca... ¡Fue terrible!... ¡¿Qué clase de degenerado se le insinúa a una mujer con nueve meses de embarazo?! Y no sabes las asquerosidades que me decía... Ay, querida... Si no hubiera sido tan feliz en la cama con tu padre...

—¡Mamá!

—Si no hubiera sido por él, pensaría que el sexo es una porquería.

—¡Por favor, mamá! ¿Podemos cambiar de tema?

—No creas que con Isidoro tuve mejor suerte. La verdad es que cuando se apareció en el pueblo con su hijita un poco mayor que tú, ofreciendo hacerse cargo de nosotras, me pareció un enviado del cielo... ¡Qué equivocada estaba!... Más me hubiera valido dejarte con alguien y salir a trabajar. Pero fui débil. Tuve miedo... Y me condené al infierno... No, mi dulce Mar, no pienso permitir que a ti te ocurra lo mismo.

—Ramiro jura que cambió y que no quiere nada conmigo.

—¡No le creas!

—No... Claro que no. Pero no se me ocurre cómo podríamos hacer para pagar la renta, cuando ni siquiera tenemos para el pan... Para tener orgullo hace falta dinero, mamá. Y el nuestro se lo quedó tu querida Gloria.

—Es cierto, para tener orgullo hace falta dinero. Pero la dignidad es gratis, y yo ya aprendí mi lección. Nadie va a obligarme a hacer lo que no quiero.

—No hay salida mamá.

—Yo tengo una.

* * *

 

—¡Un castillo!

—Así como lo oyes.

—No... Es evidente que a fuerza de leer novelas románticas a tu madre se le quemó el seso. Disculpa que te lo diga con tanta, ¡ay!.. franqueza, Mar.

—No, si yo pienso exactamente lo mismo. Esas novelitas baratas que le traía Inés Rubio siempre me parecieron una excelente vía de escape para la vida miserable que le hacía pasar Isidoro, pero se ve que tanta fantasía le terminó desdibujando la realidad.

—¿Y al menos ganaría bien?

—Miss Anne le prometió que le iban a pagar ochocientas libras al mes, que vendría a ser como mil seiscientos dólares, o seis mil cuatrocientos pesos. ¡Una fortuna!

—¡¿Por limpiar un... ¡ay!... castillo?!

—Por limpiar.

—El dinero es mucho, pero... ¡ay!... ¡no sé!..., trabajar de sirvienta...

—¿Y qué otra cosa fue durante todo este tiempo para Gloria e Isidoro, sino una sirvienta? ¡Peor aún!: una esclava. No, no me opongo a la tarea en si... ¡Pero ir hasta Inglaterra!.. ¡¿Qué tiene ella que hacer en Europa?! Estaría alejada de todos...

—Bueno, tu madre siempre... ¡ay!... estuvo obsesionada por conocer el mar... Entonces nada mejor que vivir en una gran, ¡ay!... isla...

—¡Ni siquiera sabe el idioma! Sólo lo que charlaba con Miss Anne cuando eran niñas... ¡Es una locura! ¡No sé qué piensa!... Es como si creyera que con sólo pisar un castillo va a aparecer un príncipe montado en un caballo blanco para rescatarla. Pero, por desgracia, Inglaterra está llena de... de... ¡ingleses!, no de príncipes. Allí va a ser sólo otra extranjera a quien todos miran con desconfianza.

—¿Acaso no es... ¡aayy!... lo mismo para todos? ¿Acaso no es cada etapa de la vida como un empezar de cero, en un país extraño, adónde nadie, ¡ay!..., (esta fue fuerte), nadie te entiende, ni puedes comprender a los demás? Mírame a mí, ahora. No estoy preparada para, ¡ayyy!..., para ser madre.

—Pues más vale que te apures, porque tienes ocho de dilatación, y ya no hay tiempo para nada. Tal parece que voy a darte el gusto. De aquí no te mueves.

—¡Qué dices!... Si yo, ¡ay!..., no tengo contracciones.

—¿No?

—¡No!... Sólo estos cólicos, ¡ay!..., horribles que vienen y van... Si me dejas levantarme para, ¡ay!..., ir al baño, yo...

—La cabeza del bebé ya asoma.

Entre espasmo y espasmo Ana empalideció, aterrada.

—¡No!... No puede, ¡ay!..., nacer ahora... ¡No estoy lista!... Todav... ¡ay!, todavía faltan unos malditos quince, ¡ay! días...

El bello rostro de la muchacha se convulsionó por una mueca de dolor intenso, y luego afloraron las lágrimas.

—Haz algo, ¡ay!..., por favor... Duele mucho... ¡No quiero!... No dejes que me pase...

—Lo lamento, amiga. Pero hay cosas en la vida que, aunque dolorosas, no se pueden evitar.

* * *

 

—Hay cosas en la vida que no se pueden evitar, Mar.

—Pero, mamá...

—No insistas, hijita... La vida es un continuo renacer, modificarse. Cada día es una nueva oportunidad que se abre, o una puerta que se cierra para siempre. Tú eliges...

—¿De dónde sacaste esa cursilería? ¿De alguno de tus famosos libros?

—¿A qué le temes, Marina? Apenas tienes veintidós, eres hermosa e inteligente. Yo, en cambio, con cincuenta y siete cumplidos, no tengo demasiado que esperar. Creía mi vida hecha, y ahora me enfrento ante este nuevo desafío... No me quejo. Fue mi culpa, por confiarle mi sustento a alguien en quien no confiaba.

—Pero, mamá... Tu caso es muy distinto al mío. Tú siempre soñaste con irte de aquí. Yo, en cambio... Estas calles me pertenecen.

—No seas tonta, Marinita. Sólo son tuyos los recuerdos y los afectos. Todo lo demás cambia.... Mira, mi niña, eres muy joven como para saberlo, pero cuando volvamos a encontrarnos, dentro de diez meses, vas a descubrir que la vida en el pueblo continuó su curso sin necesidad de esperarte o pedir permiso, y entonces me entenderás.

Marina acarició el lustre de la baranda de la escalera que llevaba a los dormitorios. ¿Cuántas veces se había trepado en ella, a hurtadillas de la vigilancia materna? ¿Cuántas, había contemplado la casa desde esa altura, soñando con ser grande? Y ahora que ya lo era, ¿podría prescindir de su apoyo?

—¿En qué piensas, Marinita?

—En que hay cosas que no se pueden evitar.

* * *

 

El tren se puso en movimiento mientras Marina Campos intentaba grabar en su alma las imágenes huidizas del pueblo que la había visto nacer.

Sí, ahora su memoria quedaba sepultada en el tiempo. Su madre tenía razón: nunca se regresaba a los lugares que se dejaba atrás.

—¿En qué piensas, hijita?

—¿Estás segura de lo que vas a hacer, mamá? Podríamos quedarnos juntas en Buenos Aires. No hay castillos en nuestra Capital, y ciertamente la gente es menos elegante que en Gran Bretaña, pero es nuestra gente. Tiene nuestro color de piel, nuestras costumbres. Los ingleses, en cambio, son tan... tan...

—Ingleses.

—Sí, eso... Y además se robaron nuestras Islas Malvinas. Sólo por ser ingleses, y aunque vivan a miles de kilómetros de ellas, se creyeron con derecho para pelear una guerra contra...

—¡Hija! Eres más inteligente que eso, por favor. Dudo que alguien me esté esperando en el aeropuerto con una pancarta que diga: “Argentinos, go home”

—¡No te burles!

—Hijita... Para limpiar da lo mismo un castillo que un rancho. Y mi piel no se vuelve más clara por estar en Buenos Aires. Allí también sería una provinciana mendigando trabajo. No nos engañemos. Lo mío no viene fácil: soy demasiado vieja, muy oscura, y pobre. El trabajo va a ser duro adonde quiera que esté. Pero al menos en el castillo me van a pagar en libras.

—¿Y si cuando llegamos al consulado todavía no está listo el pasaporte de la Comunidad Económica Europea?

—Miss Anne ya averiguó todo y gestionó la documentación. Lo único bueno que hizo Isidoro en la vida fue pedir la doble ciudadanía española, y creo que llegó la hora de aprovecharla.

—¿Por qué Miss Anne tiene tanto interés en que vayas allí? ¿Qué gana ella en todo este asunto?

—¡Hijita!... Con cincuenta y siete años cumplidos ya estoy muy vieja como para ser víctima de la trata de blancas... En realidad, con cincuenta y siete años cumplidos ya estoy vieja para todo: demasiado sabia para el amor, y demasiado acabada para el sexo... Pero basta de hablar de mí, cariño. Eres tú quién me preocupa. ¿Cómo puedo disuadirte de la locura que piensas cometer?

—¡Ni lo intentes, mamá!... Sólo por eso voy a Buenos Aires... Esta vez no le va a ser tan fácil a Gloria apoderarse de lo mío. Esta vez quiero venganza.