CAPÍTULO V

 

 

Para ser un hombre de tan pocas palabras era increíble lo mucho que Javier podía comunicarle. Cada vez que se topaba con él en el elevador, o en el jardín del edificio... Cada vez que Nico le tiraba sus bracitos para incorporarla a algún juego, su vecino aprovechaba para crear un clima íntimo e inquietante entre ellos. Era difícil para Marina liberarse de tal influjo. Por algún motivo a él le bastaba mirarla con sus ojos castaños, tan dulces y tristes, para lograr conmoverla.

¿Estaría desplegando Javier las armas de un seductor? ¿O sería sincera toda esa soledad que sus gestos parcos delataban?

Pero lo más terrible de todo: ¿por qué lograba conmocionarla así, con su sola presencia?

Marina intentó apartarse de la ventana, pero no pudo. Muy a su pesar, dibujó con la mirada el torso desnudo de aquel gigante que jugueteaba con una pelota roja. Se perdió en la belleza de sus pestañas densas y de su rostro cuadrado. Pero sobre todo, en la inocencia del movimiento despreocupado que le permitía correr y reír en libertad. Era encantador verlo. Era subyugante. Era...

Era el marido de su vecina.

Marina observó el reloj de la pared y se espantó. Ya era muy tarde. Tendría que apurarse si quería ver a Lucero antes de ir a la clínica.

Sí tendría que apurarse... Pero se negaba a pasar por allí, entre medio de Javier y el niño. Temía...

Le temía.

Resopló, tomó su bolso, y se puso en marcha. Mal que le pesara no había otra manera de salir del edificio. Pero “pasar” no significaba más que eso. Después de todo, nada iba a ocurrirle si ella no lo buscaba. Era cuestión de saludar con cortesía y seguir de largo...

Bajó por el elevador hacia el pequeño jardín que llevaba a la calle. Pero apenas había cruzado la entrada, cuando ya la pelota le pegó de lleno en el rostro.

—¡Nicolás! –reconvino su padre al niño.

—Ma... Ma... –repetía este, divertido, agitando sus manitas.

—No puedo jugar ahora. Tengo que ir a trabajar.

—Deja tranquila a Marina, Nicolás –llegó a gritar Javier.

Demasiado tarde. El niño corría ahora hacia ella con sus manos sucias, así que también su padre tuvo que ponerse en carrera para interceptarlo.

Horrorizada, la muchacha sólo atinó a arrojar la pelota al aire, con tanta mala suerte, que esta impactó de lleno en su vecino. Javier se detuvo en seco, y la observó, sorprendido.

Fue un segundo. Luego tomó la pelota, y amenazó con arrojársela, para fascinación de su hijo, que lo miraba encantado. Marina, instintivamente, echó a correr.

Entusiasmado, Nicolás se cruzó en su camino, haciéndola trastabillar en el momento justo en que el mismo Javier estaba a punto de alcanzarlos. Fue cuestión de un segundo para que los tres cayeran al suelo, riendo. Pero fue cuestión de otro segundo para que el único que continuara feliz fuera el niño. Una turbación intensa cubrió a los otros dos por tan inquietante cercanía. Marina se sobresaltó: ¿cómo había acabado en esos brazos, capturada por tanta fuerza?

Desde lejos, la voz de su vecina Lita los regresó a la realidad.

—¿Se lastimaron?

Como si estuvieran en falta, ambos se pusieron de pie, de un salto.

—Ay, chicos, tengan cuidado –se preocupó la anciana— El césped es una fuente de infección terrible. ¡Vaya a saber cuántos bichos anduvieron por allí! –insistió. Y es que Lita creía entrever en todo la amenaza de enfermedades y pestes.

—Nicolás y yo nos hemos caído sobre Marina... Pero creo que ella sobrevivirá.

—Apenas me manché un poco –declaró la joven, y mirando su reloj pulsera añadió—. Pero... ¡es tardísimo!

A pesar de las protestas del pequeño, su compañera de juegos corrió hasta la salida, alterada.

¡Dios!

¿Qué había sido todo eso?

* * *

 

Para ser un hombre de tantas palabras era increíble lo poco que Mr. Harrison podía decirle. Cada vez que Irene se topaba con él en los salones, o en los jardines del castillo, a pesar de hablar de tonterías, su jefe aprovechaba para crear un clima íntimo e inquietante entre los dos. Era difícil para ella liberarse de tal influjo. A él le bastaba mirarla con sus ojos marrones, tan dulces y tristes, para conmoverla.

¿Estaría desplegando Mr. Harrison las armas de un seductor inveterado? ¿O sería sincera toda aquella soledad que sus gestos ampulosos parecían querer ocultar?

Pero lo más terrible de todo: ¿por qué lograba conmocionarla así, con su sola presencia?

—¡Mrs. Campos!... ¿Acaso me está evitando?

—Por supuesto que no, señor.

—La estuve buscando toda la mañana... ¿Dónde se había metido?

—Con Mrs. Smith. La pobre estaba empeñada en entrar a la caverna.

—¡¿A la caverna?!

—La del arroyo subterráneo.

—Pero la dama pesa más de cien kilos.

—Dijo que había servido en el ejército israelí siendo soltera, y que era capaz de entrar en cualquier parte.

—¿Y pudo hacerlo?

—Fue increíble... Primero deslizó las piernas, y luego el resto del tronco. Creo que yo tardé más que ella en bajar... ¿Y usted para qué me estaba buscando?

—Quería avisarle que a partir de hoy cenará en el comedor del ala norte a las ocho de la noche.

—¡¿Quién va a cenar a las ocho de la noche?! –preguntó horrorizada Lady Di, que acababa de llegar.

—Irene.

—¿Who the fuck is Irene?

—Mrs. Campos se llama Irene... Y no son necesarias las malas palabras.

—Querido Mr. Harrison: que yo sepa, el turno de la cena para el servicio es a las cinco de la tarde. Luego cenan nuestros huéspedes a las seis, y nosotros dos a las ocho. No creo que sea prudente...

Irene intentó calmar los ánimos.

—A mí me da lo mismo, y preferiría...

—Pues yo prefiero verla sentada a mi mesa esta noche a las ocho –insistió Harrison—. Y no pienso discutir más.

El digno caballero se retiró de la sala sin molestarse en ocultar su enojo.

Lady Di, en cambio, hizo todo lo posible para evidenciar su furia. De sus ojos, comúnmente gélidos, comenzaron a brotar llamaradas. Y con su voz aguda, capaz de crispar aún al más cuerdo, se limitó a decir:

—¡Rubbish!

—¿Cómo ha dicho? –preguntó la otra, que la había entendido perfectamente.

—Que no eres más que una sudaca de mierda. Al estúpido de Harrison puedes engañarlo, pero yo conozco a las de tu clase.

—Si se refiere al tipo de mujer aprovechadora e interesada, me imagino que lo conoce bien. Basta verse al espejo cada mañana. Pero yo no soy así. He venido a esta casa sólo por diez meses, y lo único que pretendo llevarme de aquí es el dinero que me gane trabajando.

—No te preocupes: yo misma cuidaré de que no te lleves nada más... Pero, ¿acaso te has visto? ¡Tienes edad suficiente como para ser mi madre!

Irene le iba a contestar, pero se quedó muda. Después de todo esa idiota tenía razón. Así de vieja era.

Y por cierto, sus mejores días habían pasado junto con su juventud.

Entonces, ¿qué le atraía de ella al mister?

—Te has quedado callada.

—Pensaba que es curioso que me reproche a mí el tener edad como para ser su madre, cuando usted se interesa sexualmente por un hombre como Mr. Harrison, que bien podría ser su padre. ¿Qué clase de complejo no ha resuelto, Mrs. Diana?

Esta vez le tocó el turno de quedarse muda a esa dama presuntuosa.

Por unos segundos Diana contempló a su rival tratando de imaginar qué cosa podía ver en ella el dueño de casa. Se hundió en sus ojos negros y ladinos, contoneó con la mirada su busto exagerado y un vientre que caía, observó con detenimiento las arrugas de su cuello. ¿Qué podía ver Harrison en ella?

Irene también permanecía callaba, intentando encontrar respuesta al mismo enigma.

Después de todo ya tenía cincuenta y siete.

* * *

 

—¡Hermanita!... ¿Qué estás haciendo aquí, sentada en la entrada de mi casa? ¿Quieres subir?

—No, gracias Lucero. Tardaste un millón de años y ahora temo llegar tarde a mi primer día en la clínica.

—No esperaba tu visita.

—He venido para...

La muchacha se detuvo para contemplar a su hermana, y luego bajó la cabeza, avergonzada.

—Vine para saber cómo resultó ayer lo de Melina.

—Ah... Tengo que agradecerte lo que has hecho. Se quedó tan impresionada, que le contó al padre.

—¿Lo de la marihuana?

—Tampoco podíamos esperar tanto. Sólo le dijo lo del piercing, y fue él mismo el que se lo removió y efectuó los análisis correspondientes.

—Eso ya lo sé. Yo estaba allí, ¿lo olvidas?

—Con Rocío, en cambio, no he sido tan afortunada...

—¿Rocío? ¿Qué tiene que ver ella?

—La niñita tenía hecho su propio piercing, y se negó terminantemente a que nadie lo tocara.

—Pues esto le dará una lección a tu jefe. Los niños crecen, y es muy difícil llevarles la contraria. Si las muchachas confiaran en él, le hubieran pedido autorización, y se hubieran podido perforar sin correr riesgos.

—Lo mismo le dije yo anoche.

—¿Anoche?

—Anoche el doctor Iriarte llegó temprano por primera vez desde que estoy trabajando ahí. Nos quedamos charlando casi dos horas. Gracias a Dios que hoy es sábado, porque de lo contrario...

—¿Y de qué charlaron tanto tiempo? –preguntó Marina con suspicacia.

—De lo mismo de siempre: los hijos. Primero fue el mío, y ahora las de él. Creo que está tan perdido con las niñas como yo lo estaba con Emilito. ¡Pobre! Al igual que lo que me ocurría a mí, él también les tiene miedo: miedo a lastimarlas, a perderlas, a no ser un buen padre...

—¿Y qué dijeron las monstruitas de una charla tan larga?

—Nada. ¿Por qué tendrían que decir algo?

—No sé... A nosotros nunca nos gustó que los hombres se acercaran a mamá.

—Pero yo no soy...

—¿Qué? ¿Una mujer?

Lucero suspiró. Mal que le pesara admitirlo, sólo se consideraba a sí misma como una madre fallida y una viuda amargada.

—Las niñas no se molestaron. Es más, hoy Rocío estuvo toda la mañana pegada a mí. ¡Hasta me ayudó a aspirar abajo de la cama! Pocas veces la he visto tan cariñosa.

—Me alegro... Tú eres lo mejor que le podía pasar a esa familia.

Lucero observó a su hermana con curiosidad.

—¿Y a ti?... ¿Qué es lo mejor que te puede pasar?

—¿A qué te refieres?

—¡Vamos, hermanita! ¡Te conozco!... Algo te está ocurriendo. Y estás muy asustada...

—No. No me ocurre nada –se apuró a decir Marina, dejando en claro por su tono todo lo contrario.

—No me digas que se trata del vecino, por favor...

Marina se molestó.

—Tú lo preguntaste.

—¡Te dije que trataras de evitarlo!

—¡No puedo! Está en todas partes... Sus horarios son como los míos, irregulares. Repara ordenadores, o algo así, y entra y sale todo el tiempo. Además, siempre que puede está afuera, jugando con Nico. Creo que lo hace porque prefiere alejarlo de la madre.

—¿Nico es el bebé de dos años?

—Sí.

—¿Sabes lo que creo, hermanita? Que tu vecino te brinda un pantallazo de la vida que hubieras tenido, de haberte casado con Darío. Que por algún extraño motivo confundes el pasado con el futuro... Pero esa no es tu vida, ni ese tu marido o tu hijo. Mira el presente, Marina... El hombre tiene esposa, y el hijo, una madre. Quizás no la mejor de las madres, pero una madre que es la suya...

—Tú no entiendes... Por más que trato de borrarlo de mi corazón, hay algo en Javier que me conmueve. Nunca antes...

—¿Nunca antes? Que yo sepa Darío fue tu primer y único novio. Lo que a ti te falta es experiencia...

—¡Miren quién habla! También Horacio fue tu único novio.

—Pero un matrimonio de diez años te enseña muchas cosas. Aprendes a distinguir lo que en verdad vale la pena de un hombre. Porque al fin del día, y cuando te echas cansada a la cama, lo único que quieres es un poco de calor y alguien que te entienda.

—Él me hace estremecer.

—Y a mí, mi Horacio. Pero vivir estremeciéndose durante diez años es muy aburrido. Hace falta mucho más que eso para que valga la pena. ¡Vamos! ¿Acaso no decías que había tantos hombres en Buenos Aires? Sal al menos con uno, prueba a ver qué te pasa con él, y déjame conforme. No hagas como yo, empezando todo de la manera más difícil. Todavía puedes elegir...

—¿Tú crees?

—¿Por qué no subimos a casa?

—¡No! ¡Tengo que irme!

—Deja al menos que me saque el abrigo. Me estoy muriendo de calor.

En efecto, Lucero se quitó la gruesa capota que la cubría, pero ahora su hermana la observaba con espanto.

—¿Qué?... ¿Qué ocurre?

—A ti, qué te ocurre... ¿Te has visto en un espejo?

—¿Qué tengo?

La muchacha se dirigió hacia una pared acerada que reflejaba su imagen.

Lucero trastabilló. Alguien había cortado con saña buena parte de su cabellera oscura.

¡Ahora entendía tanto cariño!

* * *

 

Marina no pudo evitar una sonrisa al recordar la media melena de su hermana.

¡Esa Rocío! Era aún más peligrosa que Melina.

Por algún motivo la niña se resistía al afecto. Era horrible pensar todo el trabajo que se había tomado para poder aprovecharse de ella. Y Lucero había caído en el engaño sólo porque era incapaz de imaginar tanta maldad en una niña. Mal que le pesara, su hermana siempre estaba dispuesta a mirar a todos con buenos ojos.

Sí, Lucero era muy inocente...

Aunque no tanto como ella misma.

Javier, como Rocío, también buscaba aproximarse. ¿Pero con qué intenciones? Porque él no ignoraba que algo entre los dos era imposible... ¿Entonces?

Marina contempló el reloj de la pared: apenas faltaban diez minutos para que comenzara su turno. Estaba demorando demasiado en cambiarse, así que decidió apurar el trámite. Desplazó la falda ajustada que llevaba puesta por sus piernas largas, y ni se tomó la molestia de sacarse primero el sweater, para comenzar a tironear de la camiseta de abrigo. Por supuesto la tarea no resultó tan fácil ni rápida como había previsto: más bien estaba atascada, luchando contra tanta tela y lana que le cubrían la cabeza, cuando sintió un aire suave proveniente de la puerta. Un ruido inconfundible la convenció de que alguien la había abierto, por lo que, pegando un último y salvaje tirón, logró arrancarse las dos prendas a un tiempo.

¡Para qué!

Hubiera preferido permanecer cubierta, antes que enfrentarse a la mirada complacida de aquel buen mozo, enfundado en un guardapolvo de doctor.

—Disculpa... No sabía que estaba ocupado.

Como pudo, la muchacha logró cubrirse.

—Ya termino, pero por favor váyase y cierre la puerta –suplicó.

El joven doctor la obedeció sin perder la sonrisa, dejándola sola.

¡Se quería morir! No era la mejor presentación en un trabajo nuevo el andar paseándose por allí en braga y sostén. Pero ese empleo era demasiado bueno como para sentirse desgraciada por tan poco. Además el tipo apenas había visto lo que en una playa.

Y, por cierto, ¡qué hermoso era el tipo! Alto, moreno y de ojos verdes... O quizás eran marrones, con una pizca de verdes. Pero igual eran magníficos.

Sí... Quizás Lucero tenía razón: Buenos Aires estaba repleta de chicos lindos y solteros. ¿Por qué mirar justo el que le pertenecía a alguien más?

* * *

 

¡Guau! ¡Qué tetas!

—Iris... ¿Cómo se llama la enfermera nueva?

—¿Esa a la que le acabas de verle el culo? –se burló la otra.

—No fue mi intención.

—Sí... Todos sabemos que esas cosas a ti no te gustan. ¡Los doctores aquí son tan inocentes!

—Vamos, Iris, ¿quién es?

—Una recomendada del doctor Iriarte. Y lamento decirte que ya hay fila para llevarla al cuartito.

—¿Iriarte la recomendó? ¿Francisco está interesado en ella?

—Sería el único con derecho a hacerlo. Después de todo, que yo sepa, ahora es un hombre libre.

—¿Entonces es la amante de Francisco?

—Creo que no. Parece una niña seria.

—¡Qué aburrido! ¡Con lo que a mí me gustan las niñas que no lo son!

Y diciendo esto se fue sin esperar más datos.

Iris contempló la huida de aquel semental. ¡Ese doctor Núñez era todo un caso! Lindo e inteligente, tejía su vida amorosa en torno a ese sitio. Quizás porque, siendo tan buen médico, pasaba la mayor parte de sus horas encerrado entre las paredes de la clínica.

¡Qué afortunada la enfermera nueva! De seguro no iba a tardar mucho en seducirla. Y por lo que todas comentaban, el sexo con un galán así era memorable.

Ahora, en cuanto a atraparlo...

¡Esa era toda otra historia!

* * *

 

Inglaterra estaba repleta de hombres dignos y solteros. ¿Por qué mirar a ese, que parecía pertenecerle a alguien más?

¿Por qué, simplemente, mirar a un hombre?

Lo malo de la vejez era que, tarde o temprano, le ocurría a todos los afortunados que lograban sobrevivir. Y lo más terrible era que uno no percibía gradualmente los cambios. Por el contrario, llegaban por sorpresa y todos juntos, con el horror de lo inevitable.

Desde los veinte años, cada día de su vida Irene se había despertado sintiéndose igual. Pero ahora el espejo se obstinaba en opinar lo contrario... Y no sólo eso: también estaba el cansancio insoportable que la acompañaba durante el día, y la forma torpe que tenía últimamente de bajar de una buena potranca, como si fuera una abuela.

Y es que... lo era. Una abuelita que ya no calificaba ni de joven...

Durante esos cortos años lo había atravesado todo: dos esposos, dos hijas, una hijastra, la menopausia. Ya no quedaba mucho por perder, y sin embargo... cada vez que el mister la andaba rondando se sentía como cuando era una niña y se atrevía a soñar.

¡Qué ridículo!

Irene se asomó a su propia imagen y se horrorizó. La celulitis de las piernas le colgaba, al igual que su vientre y sus pechos. La imagen se le hacía borrosa sin sus lentes de media distancia. Sí, porque todavía no se había habituado a la presbicia, y a llevar un par, cuando ya tenía que agregarle otros dos. No se quejaba. Haber perdido la visión tenía una ventaja: ahora se maquillaba de memoria. Sólo percibía contornos difusos. Las arrugas se disimulaban, al igual que esa expresión de cansada que era su tormento.

Volvió a mirarse.

Aún con su ceguera incipiente la cosa era terrible.

¿De esa forma iba a presentarse al comedor? No sólo su rostro reflejaba el agotamiento de la jornada... Incluso sus huesos le reclamaban un poco de paz, y el poder bajarse de los tacones que su nuevo puesto exigía, y que a ella, totalmente desacostumbrada, la estaban matando.

Volvió a mirarse, esta vez con anteojos. Así era todavía peor.

Por cierto, de haber podido regresar a la edad de Lady Di hubiera sido mucho más hermosa que la otra. Pero por desgracia llegaba doce años tarde a esa carrera. Ahora era sólo esto: una mujer de cincuenta y siete, que todavía se veía bastante bien.

¿Estaría Mr. Harrison interesado en ella?

¿Sería también él corto de vista?

* * *

 

Buenos Aires carecía completamente de hombres dignos y solteros. ¿Por qué iba ella a mirar justo a ese, tan ocupado en sus recuerdos y en su familia?

¿Por qué, simplemente, iba a mirar a un hombre?

Lo malo de crecer era que no se percibían los cambios. Una se sentía igual, hasta que el espejo decía lo contrario.

Lucero observó su reflejo con detenimiento, mientras el peluquero hacía su trabajo. ¿Cuándo había sido su último corte? Diez años atrás. Luego de eso, todo se había resumido a algún tijeretazo dado al descuido. ¿Cuándo se había maquillado por última vez? Por cierto, todos sus polvos y menjunjes estaban expirados.

Ya lo había atravesado todo: la viudez, la enfermedad de un hijo, su pérdida. Ya no le quedaba mucho por qué luchar, y sin embargo...

Lucero se asomó a su propia imagen y se horrorizó. Sus pechos estaban un poco más abajo que lo usual. Su rostro parecía cansado y opaco. Deslucido. Su cabello..., o lo que quedaba de él... Bueno, su cabello ahora se veía extraño. Pero su mirada triste seguía siendo la misma de antes de sentarse allí.

Por cierto, siempre se había considerado una mujer hermosa. Todavía podía sentir las miradas de deseo de los hombres. Pero hacía rato que habían dejado de importarle. Bueno, excepto... La admiración del Dr. Iriarte había sido agradable. Muy agradable. Pero mejor no insistir con eso, o terminaría como Marina con su vecino. No había nada peor que fijar la mirada en el hombre equivocado. Y el jefe era siempre el más equivocado de todos los hombres. Además, no estaba lista para continuar con su vida.

Pero cuando lo estuviera...

¿Se interesaría en ella algún hombre? ¿Uno que valiera la pena?

* * *

 

Buenos Aires estaba repleta de hombres lindos y solteros. ¿Por qué iba ella a mirar justo a Javier, tan ocupado en su hijo y en su esposa?

¿Por qué, simplemente, iba a mirar a un hombre?

Lo malo de crecer era que no se podía detener el tiempo. Una se sentía igual, hasta que el reloj decía lo contrario. Y ya no eran veintidós, sino veintitrés y hora de casarse. Porque de algo estaba segura: quería ser madre joven. Ella no iba a esperar diez años, como había hecho Lucero. Igual que su madre, en cambio, tendría un hijo ni bien llegara a los... ¡Qué horror!: a su edad, su madre ya acunaba a una niña crecida, mientras que ella... Ella todavía tenía que esperar a su príncipe montado en un caballo blanco.

Marina observó su imagen en el espejo de la sala del personal.

Sí... Era una mujer hermosa, lo sabía. Quizás no se arreglaba tanto como Gloria, ni era tan espectacular como Luciana, pero tenía lo suyo. Los hombres solían mirarla dos veces. Como aquel doctor que la había sorprendido mientras se cambiaba. Luego de eso no había tardado ni dos minutos en contactarla. ¿Cómo se llamaba? ¡Dr. Núñez! Jorge Núñez. Lindo nombre... Marina Campos de Núñez... Sí, quedaba bien.

Ya lo había atravesado todo en la vida: la pérdida de un padre, el amor, la traición. Ahora necesitaba seguir adelante, crear su propia historia.

Observó su imagen con satisfacción. Sus pechos estaban firmes y su rostro, a pesar de no llevar ni una gota de maquillaje, no se veía tan mal. El cabello largo había sido siempre su gran orgullo. Lo único que no le gustaba de su reflejo era esa mirada triste que arrastraba desde lo ocurrido con Darío.

Claro que estaba lista para continuar con su vida.

Pero...

¿Algún hombre que valiera la pena y estuviera soltero se interesaría en ella?

* * *

 

Melina abrió los ojos, y de inmediato los volvió a cerrar. Rocío, en cambio, pegó un salto en la cama para observarla mejor.

—¡¿Qué te hiciste?!

Lucero sonrió.

Las hermanas esperaron a que esa extraña se fuera antes de estallar de enojo.

—¡Es tu culpa Rocío!... ¿Por qué tenías que cortarle el cabello?

—Pensé que eso la enfurecería.

—¡Pues pensaste mal! Con ese nuevo corte, y así maquillada se ve..., se ve... Se ve como no tiene que verse. ¿Crees que papá no lo va a notar? ¡Hasta yo misma la miré dos veces!

—Pero nunca se encuentran con papá. ¿Cuándo están juntos? Además, no es como que va a enamorarse de la primera que pase sólo porque se ha maquillado un poco.

—¡¿Un poco?! ¿Le viste la boca? Y ni mencionar las tetas que tiene.

—¿De verdad crees que se vistió así para él?

—Pienso que lo hizo para vengarse de tus tijeras. El problema ahora es saber hasta dónde está dispuesta a llegar en su venganza.

—¡Por favor! Esa Lucero es una santurrona. Va a Misa todos los domingos.

—También Al Capone.

—¿Quién es ese?

—¡Qué burra! El actor de “Los intocables”

—¿Entonces qué propones?

—Sólo una persona puede salvarnos –replicó Rocío con aire trágico.

—La tia Romi –corearon al unísono.

Sí, la tía era su último recurso.

Un recurso desesperado.

* * *

 

Ahora sí, por fin lo había logrado.

A diferencia de lo que ocurría con el hospital o las casas en que trabajara, la clínica estaba repleta de solteros hermosos. Casi ninguno de los doctores jóvenes llevaba anillo, (quizás por ocuparse de una profesión tan demandante), y todos parecían muy simpáticos, (incluso demasiado simpáticos)

Pero de todos, el que más le gustaba era el doctor Núñez. Desde un principio, (¡qué vergüenza!), él la había buscado, tratándola con familiaridad. Y no sólo por...

La voz aguda de su hermanastra interrumpió el soliloquio de Marina.

—¡Al fin llegaste!

—¡Gloria! ¿Qué haces levantada a esta hora de la madrugada? Es decir: apenas es el mediodía.

—¡Qué cara traes! Pareces a punto de desfallecer, Marinita. ¡Me das miedo!... ¿Por qué no vas a la cocina antes de acostarte y picas algo?

—¡Qué atenta! ¿Desde cuándo te interesas tanto en mí?

—Te lo digo sólo porque tienes muy mala cara. ¿De verdad no quieres comer algo?

—Estoy bien, gracias... Aunque parezca increíble en la clínica me han dado de desayunar.

—¡Con eso no alcanza! Tienes que alimentarte más... ¿Te vas a ir a la cama así, sin haber almorzado?

—Estuve despierta toda la noche. Tengo más sueño que hambre.

—Eso está muy mal. No se puede dormir con el estómago vacío.

—¿Por qué eres tan amable hoy?

—¡Se te ve tan demacrada!

—Yo me veo igual que siempre.

—¿No vas a ir a la cocina entonces?

—No por ahora. ¿Qué ocurre? ¡Tienes una obsesión con la cocina!

—Es que... te dejé un mensaje allí.

—¿Un mensaje?

—Telefónico... Te llamaron, anoté un número, y lo dejé allí.

—¿En la cocina?

—Sí.

—¿No era más lógico ponerlo al lado del teléfono?

—Pues lo dejé en la cocina.

En vez de dirigirse hacia adonde su hermanastra le indicaba, Marina alzó la correspondencia que el encargado acababa de pasar por debajo de la puerta. La gran mayoría eran facturas, pero entre ellas se destacaba el sobre inequívoco de un telegrama.

—¿Qué es esto?

—Antes de leer esa tontería, Marinita, ¿por qué no vas a la cocina y te fijas en tu mensaje?

—Esto es para ti, Gloria.

—¡¿Para mí?!

La muchacha le arrebató el papel, pero una vez en sus manos, en vez de abrirlo, se limitó a contemplarlo, enmudecida.

—¿Y? ¿De quién es?

Al escuchar a su hermana, y como si hiciera falta la curiosidad de la otra para ponerla en movimiento, Gloria abrió la carta con violencia, leyendo una y otra vez su texto, con avidez.

—¿Buenas noticias?

—¡Me han admitido!

—¿Adónde? –se sorprendió Marina.

—En la Gran Casa.

—¿Cómo? ¿Piensas mudarte?

—¡Sí!

—¿Adónde?

—¡A la Gran Casa!

—¿A la cárcel?

—¡A la tele!

—¿Cómo se hace para mudarse a la tele?

—¡Ay, Marina! Eres una dormida... Sólo tú no has escuchado hablar de ese programa... “La Gran Casa” es algo así como “Gran Hermano”, pero en el canal rival.

—¿Y tú vas a participar en un show televisivo?

—¡Dentro de una semana!

—¡¿Estás loca?! Te escapaste del pueblo porque no tolerabas que todos cuchichearan a tus espaldas, ¿y ahora te vas a meter allí, para que todo el país hable de ti?

—Al menos en la tele me van a pagar.

—¿Te sientes bien, Gloria? Ahora eres tú la que parece a punto de desmayarse.

—¡Ay! Es que el corazón me late a mil y el cuarto me da vueltas.

—¿Quieres que te traiga un poco de agua?

—¡¿Agua?! Lo que necesito es un trago de vodka.

—¿Dónde lo guardas?

—En la cocina. ¡Y ponlo en el vaso grande!

Marina se puso en movimiento, pero su hermanastra le gano de mano.

—¡Mejor me lo sirvo yo! Tengo que hacer algo, porque si no voy a desmayarme –exclamó sin enojo, todavía transida por la emoción.

Pero no acababa de abrir la puerta de la cocina, cuando un balde lleno de una substancia oscura y maloliente se derramó sobre ella

—¿Qué es eso? –preguntó Marina, confundida.

—Mierda –explicó la otra sin por eso perder la sonrisa—. Era para ti. El principio de mi venganza, por haberme hecho creer que podías desalojarme. Pero ahora me da igual. ¡Me aceptaron en la Gran Casa! –chilló, antes de comenzar a saltar.

Marina se parapetó detrás de un mueble, porque no quería que la salpicara. Después de todo lo mejor era dejarla retozar en paz.

Al fin de cuentas Gloria estaba en su elemento.

* * *

 

Irene contempló su figura en el espejo. Era la tercera vez en aquel día. Y es que tenía la clara sensación de estar fuera de su elemento.

Acostumbrada a vivir en la rutina de un pueblo, dónde los cambios transcurrían a lo largo de los años, la vida en el castillo le producía vértigo. Y no sólo por tener que adaptarse a la permanente atención de extraños, o a sus inusuales subordinados, sino por la presencia inquietante del mister, que siempre la andaba rondando. ¿Querría sexo? La sola idea la espantaba. ¿Desnudarse frente a un hombre? ¡Ni por todo el oro del mundo estaba dispuesta a mostrar sus piernas fláccidas y sus pechos caídos! Además..., ¿para qué? La experiencia le había demostrado que era incapaz de gozar si no sentía algo por el otro. Y ella no sentía nada por...

Bueno, en realidad...

El mister le producía cierto escozor. Pero con eso no alcanzaba. Necesitaba algo como lo que había sentido por Emilio, el único hombre que había amado, y el único capaz de adentrarla en los complicados vericuetos del placer.

¡Pero empezar a aprender cosas a los cincuenta y siete años!

¡Por favor!

Subió un poco más las tiras de su sostén, ajustó su faja, y emprendió el camino hacia el comedor.

Pero una vez allí se sorprendió. Lady Di parecía decidida a exhibir toda su mercadería. El vestido que llevaba era escotado, y a juzgar por el movimiento de la seda, no había rastros de un sostén. Sus piernas largas, blancas e inmaculadas, quedaban expuestas por un tajo sorprendente. Ni una pequeña venita ensuciaba tanta perfección.

Por unos segundos la pobre Irene se sintió desdichada. Claro que no le interesaba el mister, y mucho menos deseaba ser como su rival, pero la vejez era algo a lo que no podía resignarse. Y ser más vieja que una de cuarenta y cinco, ya era serlo demasiado.

—Nunca me comentó nada acerca de la serie de “Orgullo y Prejuicio”, Irene –le reprochó Mr. Harrison, como al pasar—. ¿Le gustó?

Ambas damas se sorprendieron de que la llamara por el nombre.

—¿Qué miniserie es esa? –se entrometió Lady Di.

—Nada... A ti no te interesan esas cosas –se atajó el dueño de casa.

—Depende.

—Es sólo una miniserie basada en una novela romántica.

—¡¿Romántica?! –se espantó la dama— ¿Qué toca luego?... ¿Una película pornográfica?

Irene sonrió. El mister no necesitaba encender el televisor para ver una de esas. Bastaba contemplar el pezón izquierdo que ahora asomaba irreverente del escote de su empleada más fiel.

—¿Y de qué se trata esa basura? –insistió Diana en inglés, acentuando la palabra “rubbish”, que por algún motivo parecía ser una de sus preferidas.

—Bueno, es una novela tan rica que sería triste encerrarla sólo en un tema. Pero básicamente habla sobre los prejuicios y el amor –acotó Mr. Harrison, mirando intensamente a Irene mientras lo hacía, para horror de la otra.

La argentina se limitó a efectuar un comentario sin levantar la cabeza del plato.

—En realidad creo que toda buena obra literaria trata del amor.

El dueño de casa la observó complacido, avergonzándola tanto, que se apuró a agregar:

—Al menos eso es lo que siempre dice Miss. Anne... Es más, un día tuvieron una terrible discusión al respecto con un primo.

—Uno discusión que estoy seguro que Anne ganó.

—Le demostró que incluso en el libro que él estaba leyendo no se escapaba a esa regla.

—A mí lo romántico me parece cursi –se quejó Diana.

—A mí lo cursi me parece cursi –le replicó Irene—. Pero el amor es muy serio.

Mr. Harrison la observó, confundido.

—¿Serio?... ¿Por qué a las mujeres les gusta unir la seriedad al amor? Yo diría que el amor es divertido, gozoso, placentero. Pero, ¿serio?

—Serio, divertido, gozoso y placentero. En ese orden, y sin saltear pasos –lo enfrentó Irene.

Y su jefe no volvió a sonreír por el resto de la velada.

* * *

 

Romina, (la tía Romi, como la llamaban las chicas), cerró su celular, consternada.

¿De nuevo le iba a ocurrir lo mismo?

¡Eso era injusto!

Desvió su camino para dirigirse con paso rápido a la clínica adonde trabajaba su cuñado.

—¿El doctor Iriarte? –preguntó a una de las enfermeras.

Acabó sentada, esperando pacientemente su turno, como lo venía haciendo desde que tenía veintitrés y todas las ilusiones.

¡Eso no era justo! ¡Ella lo había visto primero! Se habían acostado, borrachos como cubas, en Málaga, luego de veinte días de recorrer Europa en grupo. Era cierto que a partir de entonces él la había evitado con tenacidad. Pero sólo por su timidez, porque Francisco siempre había sido tímido y quedado. Y apenas estaba dándole tiempo para que la extrañara, cuando un día llegó su hermanita menor a la casa, jurando que acababa de conocer a un buen muchacho. ¡Un buen muchacho! ¡Como si la vida fuera un concurso de bondades! Lili era así: una tonta. Una simplona, que había pasado buena parte de los veintiún años que tenía por entonces, encerrada estudiando. ¿Acaso ella merecía semejante macho? ¡Por supuesto que no!

A partir de descubrirse, aquellos dos nunca se habían vuelto a separar. Sí, Lili se había prendido a él como garrapata, sin dejar ni un mínimo resquicio para que Francisco volviera a pensar en Málaga y en esa noche increíble. Quizás otra hubiera sido la historia de haberle relatado de inmediato a su hermana lo ocurrido entre ellos. Pero no, estúpidamente Romina había callado... hasta el compromiso. Porque esa noche de fiesta, cuando su hermana se preparaba para salir al salón, antes de intercambiar los anillos, ella la había detenido para contarle con pelos y señales toda la historia de Málaga, sin omitir ningún detalle, por más escabroso que fuera.

Y entonces lo supo: Lili no era tan santita como ella pensaba, sino una perra envidiosa. ¡Claro que no se había sorprendido! Francisco mismo le había confesado aquel encuentro. ¡Pobrecito! ¿Pero acaso ella lo había dejado por eso? ¿Acaso le había importado que antes fuera de otra? ¡¿De su propia hermana?! ¡No! Claro que no... ¡Perra! Y no sólo se habían casado, sino que a partir de entonces Lili había comenzado a vivir sin culpa la vida que le pertenecía a Romina. Esposa de un médico de familia acomodada, transcurría sus días atendiendo a sus hermosas hijas rodeada de abundancia, mientras que ella... Ella todavía languidecía en soledad.

Que Dios la perdonara, pero su hermana se merecía un poco ese cáncer. Claro que a nadie le deseaba tanto sufrimiento, pero no era justo que Lili hubiera acaparado tantos años de felicidad. Y ahora que por fin las cosas estaban parejas, ahora que Francisco comenzaba a notar su presencia, (¿acaso no la llamaba todo el tiempo, con la excusa de que cuidara a las niñas cuando tenía guardia?), ahora, aparecía esa estúpida intrusa toda pintarrajeada, para conquistarlo.

¡Sobre su cadáver!

Después de todo esa perra no era su hermana.

Y a ella la vida se le estaba agotando de tanto esperar.

—¿Qué haces aquí, Romina? ¿Le ocurrió algo a las niñas? –se preocupó el doctor Iriarte al verla.

—Claro que les ha ocurrido... Han perdido a su madre, ¿lo olvidas?

—¿No tienes nada mejor que hacer, que venir a mi trabajo para asustarme?

—La mujer que contrataste...

—¿Ocurrió algo con Lucero? ¿Las niñas le han hecho algo?

—¿Crees que las muchachas no se dan cuenta de lo que está pasando entre ustedes?

—¿Entre quienes?

—Esa perra y tú.

—¿A qué te refieres? Desde que contraté a Lucero apenas la he visto un par de veces.

—¡No mientas! Hasta las niñas notaron el cambio. Hoy se presentó a trabajar arreglada como si fuera la dueña de casa. ¿Quién le ha dado esa prerrogativa, sino tú?

Por unos minutos el doctor Iriarte sólo fue capaz de ver el movimiento de los labios de su cuñada, sin entender sus palabras.

¿Lucero había comenzado a arreglarse?

De seguro algún tipo la andaba rondando, y no era él.

Francisco suspiró.

¡Esa sí que era una mala noticia! Aunque siendo ella tan hermosa, bien era de suponer. Ahora temía perderla.

Y si la perdía...

Desde que llegara a la casa, Lucero se había convertido en su ángel guardián. Con inteligencia y bondad había ido ordenando desde los cajones, hasta la rutina de las muchachas. Y de seguro, si se había tomado todo ese trabajo, era sólo para retribuirle por un favor más imaginario que real: esa noche en que la había acompañado, luego de la muerte de su niño. Pero sabía que su buena fortuna no podía durarle demasiado: no teniendo ella ya cargas, era fácil imaginar que no tardaría mucho en retomar su vida.

Sólo rezaba para que lo hiciera luego de que él lograra encaminar la propia. Cuando por fin tuviera una mujer a su lado, que lo ayudara a dormir sin sobresaltos, y que lo escuchara sin necesidad de decir ni una palabra.

Tiempo.

Lo que Francisco precisaba era un poco más de tiempo.

Por cierto, retornar a la vida de soltero había sido mucho más fácil de lo que imaginara. Le había bastado enviudar, para que un ejército de damas se hiciera presente, dispuestas a rendirse ante la menor insinuación. Pero necesitaba unos meses más de poder despreocuparse de las niñas, (por primera vez en tantos años), para elegir una compañera. Y ahora, si Lucero abandonaba el timón en mitad del viaje, era hombre al agua.

No podía confiarle a sus hijas a nadie más que a esa madre modelo, pero... ¿cómo retenerla?

Sí, su cuñada tenía razón. Por primera vez en la vida le daba un buen consejo: no era cosa de ignorar un cambio semejante en su ama de llaves. Después de todo, Lucero podía enamorarse en cualquier momento. En cambio él...

Él necesitaba tiempo.

* * *

 

—¡A qué no sabes lo que me contó Julius!

Irene parpadeó.

—¿Quién es Julius?

—Bueno, en realidad, nadie. Llamo así al hindú que me atiende por las noches, porque su verdadero nombre es impronunciable. ¿No suena bien bonito “Julius”? Y él, mientras yo le dé lo suyo, no tiene quejas... Claro que con el tamaño que tiene su cosa, lo suyo lo tiene asegurado. Porque los negros tienen la fama, pero estos hindúes, queridita, ahí como los ves, tan morochitos, tan poca cosa, la tienen bien, pero bien larga. ¡Por eso que su país está que explota!

Pocas veces Irene había tenido el desagrado de escuchar algo tan estúpido y racista. Además odiaba el desparpajo con que algunas mujeres se referían al sexo de un varón. Le resultaba tan ofensivo como cuando a ella le gritaban groserías en la calle por el tamaño de sus pechos.

Pese a su rostro de desagrado, la otra ya había comenzado a describir con lujo de detalles algunas habilidades un tanto curiosas de su pareja, así que Irene se vio obligada a interrumpirla de forma poco cortés.

—¿Cómo pudo Julius decirte algo, si ustedes apenas se entienden?

—Oh... Mi Julius no es tan tonto como parece... Ya ha aprendido un poco de inglés.

—Tú tampoco entiendes mucho, así que dudo que con un poco y otro poco, se pueda entender algo.

—Pues él lo escuchó bien clarito... El mister hablaba con la lady Henrieta esa... Y le decía que estaba enamorado de ti.

Irene se ruborizó.

—¡No digas tonterías mujer!

—¡De verdad!

—De seguro tu Julius entendió mal.

—Ya te dije que el pobrecito parece tonto, pero sólo eso. ¡Y no es para que te enojes! Después de todo resulta una verdadera distinción. El mister no se acuesta con cualquiera.

—¡Pues para mí no es ningún halago!

—¿Dices eso luego de lo de anoche?

—¿Qué, de anoche?

—¡No te hagas la tonta!... ¿Y? Vamos, chica, no seas cerrada... ¡Cuenta!, ¿cómo la tiene el mister?

—¿Qué cosa?

—¡Su miembro, chica! ¡Su miembro!

Irene dio un respingo. Hacía años que no pensaba en el sexo de un hombre.

—¡¿Y cómo quieres que lo sepa?! ¡Jamás me acosté con él!

—¡Vamos, niña! Estamos entre amigas... No mientas. Anoche, luego de la cena...

—¡Me fui a dormir!

—Antes que eso... ¡Vamos! Ni te molestes en negarlo. En la cocina no se hablaba de otra cosa...

La pobre dama volvió a experimentar uno de los sofocones de la menopausia. Sus orejas ardían, sentía el sudor que comenzaba a empaparla, y su corazón estaba a punto de estallar.

¿Eso pensaban los demás de ella?

Esa noche, por las dudas, bajó a cenar junto con el resto del personal. Luego de servirle a los turistas, se dirigió rumbo a la caballeriza para ensillar uno de los potros más veloces. Sin dar explicaciones cabalgó hasta el río, al amparo de la luna llena.

Necesitaba calmarse. Estaba furiosa, y a la vez...

Por alguna extraña razón su mente y su corazón se negaban a envejecer a la par de sus años. Básicamente se sentía la misma que a los veinte. Quizás más amargada que entonces, gracias al tiempo transcurrido junto a Isidoro. Pero igual de soñadora y entusiasta.

¡Claro que le gustaba que el mister la mirara como a una mujer! Eso, como el viento que golpeaba su rostro al galopar, la hacía sentir viva y poderosa. Pero tenía cincuenta y siete años, y bien sabía que al bajarse de tan hermosa monta, todo su cuerpo le iba a reclamar.

Sí, sin importar qué tan igual se sintiera ahora era muy distinta.

Se apeó con dificultad, y se tiró sobre el pasto húmedo para contemplar aquel cielo tan diferente al suyo. ¿Adónde quedaba la Cruz del Sur que la había guiado toda la vida? ¿Y Las Tres Marías?

Claro que había sido feliz junto a un hombre. Que se había entregado a sus urgencias en una noche como esa, con el mismo olor a pasto recién cortado, sólo iluminados por la Cruz del Sur. Pero entonces era una niña tonta e inexperta. Ahora, en cambio, era una mujer. Casi una anciana..., (o al menos así se sentía) Por supuesto que no corría riesgo de quedar embarazada del mister, (la única ventaja de la menopausia), pero el sólo pensarse cabalgada otra vez por un hombre la llenaba de horror. Porque no era el abrazo dulce de su Emilio el que volvía a su memoria, sino el aliento ácido de Isidoro. Su torpeza. Su egoísmo...

Irene se puso de pie de un salto dispuesta a regresar.

Pero, para su sorpresa, algo la retuvo.

—Mrs. Campos...

En medio de la noche su jefe la estaba observando.

Sí... Quizás tenía un leve parecido con Darcy...

—No lo escuché llegar.

—Me pareció que dormía.

Irene no le contestó.

—¿Por qué no bajó a la hora de la cena?

—Lo hice... En el primer turno, con el resto del personal.

—Pero yo le había pedido expresamente que...

—Y se lo agradezco. Pero es una deferencia que trae demasiados malentendidos.

—¿Deferencia? ¿Qué significa “deferencia”?

—No quiero que los demás piensen mal.

—Ah... Entiendo. Pero...

Irene no le dio tiempo a continuar. Aquel “pero” no podía anteceder nada bueno, así que, con determinación, sin esperar a que el otro acabara la frase, la dama se dirigió a su caballo.

Mr. Harrison la siguió para ayudarla a ensillar. Pero cuando ya estaba montada, él retuvo su mano.

Irene pudo percibir un ligero temblor en ese hombre, habitualmente tan seguro.

—Mrs. Campos... Si entre usted y yo ocurriera algo, tampoco sería tan reprobable. Después de todo los dos somos libres...

—Pero no ocurre nada –replicó ella con algo de rudeza—, así que no hay motivo para que los demás piensen lo contrario. Aún a mi edad una mujer tiene una reputación que cuidar.

La dama espoleó su caballo antes que el otro pudiera responder.

Mr. Harrison la observó partir, confundido.

¿Reputación? ¿Qué término era ese?

Creía conocer todas las palabras de uso corriente, pero esa no la había escuchado jamás.

Muy curioso.

* * *

 

Desde la visita de su cuñada al mediodía que Francisco no lograba concentrarse en el trabajo. ¿Tan cambiada estaría Lucero, como para provocar un revuelo semejante? ¿O sólo serían exageraciones de esa loca?

Aunque apenas la había visto algunas veces, y en las peores condiciones, su ama de llaves lo había impactado siempre como una mujer espléndida. Pero de sensualidad, ¡ni hablar! A pesar de su cuerpo voluptuoso... Sí, porque ahora que pensaba mejor el asunto, caía en la cuenta que Lucero poseía un físico tanto o más delicioso que el de su hermana. Como Marina tenía pechos grandes y formas generosas. Pero, aún a pesar de eso, su continente sereno y su gesto maternal la ponía fuera de toda competencia en la loca carrera del sexo. O quizás era por su forma discreta de vestirse, algo descuidada, y que gritaba a las claras que la dama no estaba buscando guerra. Muy distinto a lo que ocurría con su cuñada, o con Rosarito... o con la mismísima enfermera Frías. Había algo en las demás mujeres de lo que Irene carecía. Una cierta actitud aventurera que invitaba a la intimidad y facilitaba las cosas.

No... Él nunca se le insinuaría a una mujer como su ama de llaves.

Bueno, en realidad él ya era incapaz de avanzar sobre nadie que llevara faldas. Aún las más lanzadas le resultaban difíciles. Y es que estaba totalmente fuera de práctica, (si es que alguna vez había tenido alguna) Además, en su época las muchachas solían atacar con un poco más de recato. Aún las más libres con su cuerpo no querían pasar por putas. Ahora, en cambio, serlo era un halago. ¿Acaso la enfermera Frías no le había contado con lujo de detalles acerca del caño que habían instalado en el salón al que concurría para peinarse, ufanándose de ser una experta en danzar trepada a él? ¿No le había mostrado Tita Palma la lencería que acababa de comprar, con bragas que apenas eran un hilo? ¿Y él? ¿Qué había hecho él ante insinuaciones tan descaradas? ¡Nada! Se había quedado congelado allí, con todas las ansias de cuatro años de castidad forzada saliéndole por los ojos, y ¡nada!

Jamás pudo calificarse de experto en la cama. Su esposa había sido su tercera mujer, (por desgracia su cuñada la segunda) Pero ahora, con cuarenta y dos años cumplidos, ya no era un niño, y no podía alegar a su favor el encanto de la inexperiencia.

Volver a tener sexo iba a ser difícil. Y no era que le faltaran ganas, sino que...

Sí... Hacerle el amor a su esposa había sido grato desde la primera vez. Puro placer y cariño. Sin exámenes ni pruebas. Sin tener que aprender nada...

En cambio hacer el amor con Lucero debía ser muy difícil. Siempre estaba tan seria, tan amargada...

No como las otras que lo perseguían...

¡Lástima!

* * *

 

¡Reputation!

Reputación. ¡Esa era la palabra!

Con razón que no la conocía. ¿Qué mujer se ocupaba ahora de su reputación? Ninguna quería quedar como anticuada o frígida. Quizás por eso a la mayoría de sus amigas, (¡y eso que tenía muchas!), les encantaba contarle con lujo de detalles sus escapadas románticas.

¡Extraña dama, Mrs. Campos! Lejos de aprovechar la situación ante los demás criados para obtener alguna “deferencia”, le importaba “su reputación”.

Curioso, porque de alguna manera también él tenía una reputación que cuidar. Y sólo por hacerlo no había avanzado con esa argentina, tan hermosa como díscola. Temía que la dama lo rechazara. A él. Al gran seductor que había sido en su juventud. Al hombre inseguro en que se había transformado ahora.

¿Por qué no la atraía?

¿Por qué ella estaba más preocupada por su reputación, que por conquistarlo?

Claro que no era el padrillo de antes. Pero Irene tampoco era una potranca. ¿Entonces?

—Dime, Diana... Si yo no tuviera dinero... Si viviera en un departamento del gobierno, gracias a la asistencia pública..., ¿igual estarías interesada en mí?

—No seas tonto, darling... Eso no ocurrirá jamás. Sé que tu fortuna ha disminuido, pero aún te falta mucho para estar quebrado. Todavía eres rico y poderoso, y yo...

Harrison sonrió.

“Tú eres una mujer interesada”, pensó de inmediato.

Y ya no tuvo más ganas de sonreír.

* * *

 

—Dr. Iriarte... ¡Dr. Iriarte! Usted me mandó llamar.

Francisco se obligó a volver a la realidad, ya que por un instante había quedado mudo.

¡Guau! ¡Sí que ese salón de belleza había sabido hacer las cosas!

No sólo ahora el cabello de Lucero le contoneaba el rostro, dejando a la vista sus hermosas facciones, sino que los ojos parecían más brillantes, sus mejillas sonrosadas, y sus labios...

¡Guau!

Sus labios se veían muy bien.

Tendría que concentrarse. Tendría que decir algo rápido, porque un silencio tan prolongado ya calificaba de papelón, pero...

¿Era esa la mujer que horas antes no le resultaba sensual?

—¿Ocurre algo, Dr. Iriarte?

—No... Es que... Estaba pensando, Lucero...

—¿Sí?

—Espero que este cambio en su apariencia no signifique que planea abandonarnos.

La dama lo observó extrañada, sin entender la relación entre una cosa y la otra.

—Sólo lo hice para que las muchachas me vean menos como una criada que está de paso, y más como una persona que deben respetar.

—¿Y lo consiguió?

—Al menos me han mirado dos veces, y eso ya es todo un logro.

Francisco tragó saliva antes de continuar: ahora que Lucero se había convertido en una mujer deseable, también ella lo intimidaba.

—Bueno, Dr. Iriarte... Usted me llamó aquí por algo.

—Yo... Yo... Yo quisiera reiniciar mi vida. Sé que en este momento suena egoísta de mi parte, pero creo que a la larga las muchachas me lo van a agradecer. Ellas también necesitan una madre.

Lucero se espantó.

—¡Por favor, doctor! No diga eso ni en broma. Por desgracia su madre ha muerto, y, créame, será mejor que nadie intente ocupar su lugar. Usted necesita una compañera y es más que entendible, pero sería un error convencerse de que lo hace por las niñas.

—¿Censura entonces mi apresuramiento?

—Creo que es muy inteligente como para dejarse llevar por opiniones ajenas. Sólo usted puede determinar si está listo o no para retomar su vida. Y si lo está, ¿para qué seguir esperando?

—¿Pero piensa que las muchachas puedan tomarlo a mal?

—Créame, lo sé por experiencia propia: van a tomar a mal que le hable de reemplazar a su madre. Las cosas por su nombre... Pero tenga en cuenta que en poco tiempo ellas no lo van a necesitar más. Usted es su padre, no su esclavo. No hay derecho a que deje de vivir por ellas.

Aquel hombre bien plantado paseó su mirada por la dama, y sonrió.

—¿Justo usted me dice eso a mí?

—Nunca mencioné que yo fuera un buen ejemplo.

—Sí... Lo es. Por eso me importa tanto su opinión. Incluso con mis muchachas ha hecho un trabajo maravilloso. Por eso, Lucero, yo... quisiera..., necesito...

—¿Qué?

—¿Podría usted quedarse a dormir aquí durante la semana? La habitación de servicio está disponible, y...

—No sé, doctor... Yo tengo mi casa.

—Pero si usted se quedara aquí, yo podría comenzar a salir sin culpas... Por supuesto que le incrementaría el sueldo...

—No es por el dinero. Es que...

—¡Por favor!

Lucero resopló.

Adoptar esa familia ajena... ¿No era mucho pedir?

* * *

 

¡No podía pedir más!

Marina cerró la puerta y tuvo una deliciosa sensación de libertad.

La arpía que solía convivir con ella se había ido para siempre, (bueno, o al menos hasta que la echaran también de la televisión), dejándola huérfana de locuras y venganzas.

Ya no tendría que echar llave a todo, medir cada paso, desconfiar de su sombra. ¡Por fin era libre! Y ni siquiera había tenido que matarla, (aunque bien se lo hubiera merecido)

Una canción furiosa se adueñó de su garganta. Por primera vez desde que había llegado a la ciudad iba a hacer eso que tanto la apasionaba: iba a cantar. Cantar hasta que le doliera. Cantar hasta que alguien se quejara. Bailar enloquecida, disfrutando de su cuerpo joven y liviano, (porque ahora se había quitado de encima veinticinco años y cincuenta kilos de pura maldad)

¡Sí! Libre al fin.

* * *

 

Gloria,

you're always on the run now

Running after somebody, you gotta get him somehow

I think you've got to slow down before you start to blow it

I think you're headed for a breakdown, so be careful not to show it

 

—¿Quién canta?

—¡¿Has visto qué locura?! Es la ridícula de Marina, que no ha parado desde la mañana. Para mí que está borracha.

Indiferente a los comentarios de su esposa, Javier recorrió la casa en busca de un lugar desde donde pudiera escuchar mejor. Por fin se detuvo en la cocina, embriagado por esa voz melodiosa y burbujeante.

—¡Aquí es sencillamente insufrible! –se espantó Luciana, pegada a su espalda.

—¿Dónde está Nicolás?

—En casa de mi madre. Estaba insoportable. ¡Cómo la vecina! ¿Cuándo se va a callar esta ridícula?

—Tiene una voz fabulosa.

—Creí que ya se te habían pasado esas veleidades de músico. Me alegro de haberte disuadido a tiempo de tu tonta banda, porque de lo contrario estoy segura de que ya la hubieras contratado.

—Ojalá hubiera tenido una vocalista así.

Contrariando a su pareja, Luciana se tapó los oídos y comenzó a tararear las estrofas del himno nacional con voz chillona.

—Si te molesta tanto vete al dormitorio. Allí no la vas a oír –le gritó su marido, mientras la empujaba de mala manera.

Una vez solo, se concentró en la música. En esa voz deliciosa que teñía de colores su alma.

¡Qué burla del destino!

Además de todo, tenía que cantar así. No bastaba que fuera dulce, considerada, sensual... Además amaba la música.

Como él.

Javier se entristeció.

Hasta la llegada de Nicolás, la música había ocupado toda su vida, y sólo por darle el gusto a su familia había estudiado la Licenciatura en Sistemas. Pero con la llegada del niño se habían ido acumulando obligaciones y cuentas, y su futuro de compositor había quedado archivado en algún lugar oscuro de su alma, junto con el de hombre feliz.

Abrió la ventana para escuchar mejor. Pero al hacerlo, se encandiló con la imagen fresca de su vecina, que, por un delicado juego de espejos, se reflejaba en el vidrio al poner la hoja en cuarenta y cinco grados.

Sí, allí estaba ella, bailando en soledad. Simulando ser Laura Branigan entonando “Gloria”, una de sus canciones más famosas. ¿Qué decía la letra?

 

Gloria, siempre estás a la carrera

Corriendo detrás de alguien

Debes obtenerlo de cualquier manera

Yo creo que tienes que reducir la velocidad

Antes de que te golpees

Yo creo que te diriges hacia un fracaso

Pues ten cuidado de no demostrarlo

 

Javier no pudo menos que reírse, encantado por esa farsa. La forma que ella tenía de pegar saltos, con una cuchara a modo de micrófono, era en verdad hilarante. Pero a la vez...

Dejó de sonreír. Ya le resultaba imposible no perderse en el vaivén de sus pechos. Acariciar con la mirada la suavidad de sus piernas largas, descubiertas por una falda mínima.

—¿Qué estás haciendo todavía allí?

Como si fuera un niño pescado por su madre en medio de una travesura, Javier se apuró a cerrar la ventana.

—Te molestaba tanto la música que me pareció mejor...

—¿Trajiste de comer? Estoy famélica.

—Vengo de trabajar. ¿No pudiste comprar algo?

—¿Yo? ¿Cuándo?... Primero tuve que llevar a Bebé a lo de mi madre, y luego esperé por más de dos horas mi turno en la depiladora. ¡Estoy muerta!

—¿Cuándo fue eso?

—Hace un rato.

—¿Y a la mañana que hiciste? Son más de las nueve de la noche.

—No seas tonto, cariño... Sabes que antes del mediodía soy una inútil. ¿Está bien cerrada esa ventana?, porque se escucha igual.

—Si quieres voy a quejarme –se esperanzó él.

—No. Mejor ve a comprar comida, que yo me encargaré de la niña cantora.

Javier hizo una mueca de disgusto. Aunque, pensándolo bien, era mejor así.

Tal y como estaban las cosas, no era prudente seguir acercándose a su vecina.

¡Lástima!

* * *

 

En medio del silencio Lucero pudo sentir el repiqueteo de sus propios pasos. La mirada curiosa de los presentes acompañaba cada uno de sus movimientos por el largo pasillo.

Por fin tomó asiento en la última fila, y bastó que lo hubiera hecho para que los demás volvieran a sus charlas.

Tras ella entró al aula un hombre alto y cincuentón, pavoneándose entre las damas, sin dejar de saludar ampulosamente a cada una de ellas. Pero fue la presencia de esa bella extraña en el final del salón lo que lo persuadió, a pesar de las quejas de sus admiradoras, de sentarse a su lado.

—¿Y tú eres la madre de...? –preguntó con descaro al hacerlo.

—Vengo por Melina Iriarte.

—¿Eres novia de Francisco, o algo así?

—No. Cuido a las niñas.

—Ah... Eso fue una verdadera tragedia. Aquí todos queríamos mucho a Lili. Era una buena mujer... Así que me alegro de que ahora tú ocupes su lugar.

—Sólo cuido a las niñas.

—¿Y tus hijos no se ponen celosos?

—Tenía uno, pero murió.

—¿Y tu marido...?

Lucero esbozó una sonrisa. Hacía tanto tiempo que no le coqueteaban, que ya casi había perdido sus reflejos.

—Soy viuda.

—¿Y tu...?

Ella se le adelantó.

—No, tampoco tengo novio... Disculpa, ¿cómo dijiste que te llamabas?

—Soy Ignacio, el padre de Rodrigo... Mi hijo es el galán del curso. Alto, morocho..., de seguro lo conoces.

Lucero sonrió. No, no lo conocía personalmente, pero había visto su nombre escrito junto con el de Melina en varios corazones.

—Ah –se limitó a decir.

—Y aunque no me lo preguntes, te diré que yo tampoco estoy comprometido, porque soy...

—Divorciado.

—¿Cómo supiste?

—Me lo imaginé. Y también sospecho que ya saliste con alguna de las madres del curso, ¿o me equivoco? ¿Que tal la morena de la primera fila, y la de reflejos, de ahí atrás?

El otro la observó, sorprendido.

—¿Quién te fue con el cuento?

—Nadie. Me gusta observar a la gente. Y esas dos no te han quitado los ojos de encima desde que te sentaste a mi lado.

—¡Vaya! Tal parece que tendré que cuidarme de ti... ¿Cómo dijiste que era tu nombre?

—No lo dije. Soy Lucero, y, por cierto, conmigo no corres peligro. Soy inofensiva. En cambio tú...

—Lo reconozco: soy un tipo peligroso. ¿Pero acaso no vale la pena arriesgarse cuando la recompensa es buena?

La llegada del profesor de Geografía interrumpió la charla. La situación de Melina en su asignatura, tal como Lucero pudo enterarse con lujo de detalles, era desastrosa. No sólo charlaba en clase, sino que era tanto su empecinamiento por no tocar un libro, que ni siquiera era capaz de deletrear adecuadamente el nombre “Brasil”, que se empeñaba en escribir con “c”. El profesor Acosta era muy sensible a esos detalles, y tan afecto a pontificar, que la misma Lucero tuvo que escuchar su reto con estoicismo.

Por supuesto, no era la única materia que Melina descuidaba. Pero los demás maestros solían apiadarse de la pobre huerfanita, cosa que ella sabía aprovechar de maravillas. Aquel tipo, en cambio, era difícil de conmover, y ni matando otro familiar su alumna iba a lograr que la aprobara por lástima, (y, por cierto, la niña más parecía dispuesta a un asesinato que a tocar un libro)

—¿Y? ¿Cómo te ha ido? –preguntó Ignacio, al verla de regreso de su charla con el docente.

Lucero se limitó a bajar su pulgar, por lo que el otro le sonrió divertido.

—No te sientas mal: el pobre Acosta es gay, y, por eso inmune a tus encantos... A mi Rodrigo, en cambio, le basta con ser lindo para aprobar la materia. ¡Nunca estudia! –se ufanó ese hombre extraño—. ¿Te quedas para la siguiente?

—No... Creo que por hoy ya me han retado bastante.

—¿Puedo invitarte a tomar un café, entonces?

—Creí que habías venido para hablar con la profesora de Lengua.

—Igual no va a aprobarlo. Además...

—Ya sé: es lesbiana.

—No. Es fea y no vale el esfuerzo. No soy del tipo de padre que está dispuesto a darlo todo por su hijo. Dejemos que el niño haga su parte... O mi ex. Quizás entre feas se entiendan... ¿Me acompañas?

Lucero observó atentamente a aquel descarado.

Por cierto, era hermoso, pero... ¿acaso valía el esfuerzo?

* * *

 

Esa tarde habían estado probando la calefacción en el castillo, anticipándose al gélido invierno que se aproximaba.

A la hora de la cena el personal a cargo del trabajo ya se había retirado. Pero para la medianoche el calor en el cuarto de Irene era sofocante. Aún a pesar de haber abierto la ventana, el viejo radiador seguía escupiendo su aire húmedo.

A la una de la madrugada, cuando ya ese infierno era insoportable, Irene decidió salir a los pasillos para inspeccionar, en busca de alguna llave que hubiera quedado abierta.

Se había puesto un viejo mantón sobre su camisa de dormir, sólo para cubrirse, porque en verdad estaba sudando. Tanto, que con cada paso podía sentir como la tela mojada se adhería a su cuerpo desnudo.

Tratando de no despertar a nadie, bajó las escaleras, y recorrió el largo pasillo que llevaba a la cocina. Una vez allí, se topó con Julius, el amante de Dorinda, que aprovechó para observarla en forma lasciva, mientras ella trataba de hacerse entender. Luego de un rato de disfrutar de sus esfuerzos, aquel tipo despreciable le anunció, en un inglés más que correcto, que la llave del radiador debía estar en su cuarto, ofreciéndose a acompañarla hasta allí.

“Sí”, pensó ella de inmediato, “seguro que te mueres por hacerme compañía”

Irene declinó gentilmente la invitación, y decidió arreglarse sola. Por lo que el otro le había explicado lo único que necesitaba era una pinza, o algo que le facilitara apretar la llave.

Desviando su camino para que nadie más la viera, bajó al cuartito de las herramientas y prendió la luz. Y no había comenzado a rebuscar cuando escuchó unos pasos. Su corazón se puso en guardia. ¿La habrían seguido Julius y sus malas intenciones? ¿O sería el mister?

A pesar del calor intenso que todavía sentía, se envolvió un poco más en el pesado chal de lana que llevaba sobre los hombros.

—¿Qué haces aquí, chica?

Irene respiró aliviada. Tan sólo era Dorinda.

—Acabo de ver a tu Julius en la cocina. Tenías razón: el tipo habla un inglés más que fluido.

—¡Te lo dije, chica! Estos hindúes se hacen los tontos, pero creo que lo entienden todo. ¡Hasta el español!

—Puede ser...

—¿No tienes calor?

—Me estoy muriendo –replicó la otra, mientras desabrochaba varios botones de su camisa de noche.

Su colega la observó con una sonrisa en los labios.

—¡Qué tetas, niña! Eres impresionante. ¿Pero por qué estabas tan cubierta? ¿Y qué haces aquí?

—Mi cuarto es un infierno.

—¿El tuyo también? Ya eres la segunda que se queja de lo mismo. Esos tipos han hecho cualquier cosa.

—Al parecer se necesita una pinza especial para cerrar el radiador.

—Sí, una como esta –le dijo, enseñándole una herramienta que acababa de levantar del suelo.

—¿Me la das?

—No, la necesito. Pero allí atrás hay otras... Agáchate y busca, tú que eres joven.

Irene se desembarazó del chal y se arremangó, dispuesta a revolver en medio de aquel desorden, mientras rogaba para que no le saltara nada raro.

—¿Dónde se supone que esté?

—Por ahí, chica... Y cuidado, porque aquí hay más ratones que en Disneylandia –le advirtió la otra, confirmando sus peores sospechas.

—¡Qué consuelo!... ¿Podrías ayudarme? –suplicó, mientras se hundía un poco más en la negrura de ese lugar sucio.

Un chillido agudo lastimó sus oídos, mientras una rata del tamaño de un gato saltaba hasta la pared vecina.

Asustada, Irene corrió en dirección al pasillo.

—¡Dorinda!..., ¡ayúdame! –gritó con horror.

Pero todavía no había logrado salir, cuando de repente se apagó la luz y se cerró la puerta de un golpe.

Ahora algo la atrapaba, sí, pero no era una rata, sino los brazos de un hombre.

Su corazón comenzó a latir, enfurecido. Supuso que era Julius, (una alimaña también, aunque más grande)

Trató de zafar, pero esa fuerza la retenía aún con más violencia.

Y entonces, así como se había apagado, volvió la luz.

Irene pudo observar los ojos de su atacante.

No, no era Julius.

Era Mr. Harrison.