CAPÍTULO VII

 

 

En efecto, y tal como Harrison lo había anunciado, el lugar era encantador. La posada se veía añosa, pero el interior había sido remozado, recreando las particularidades de la época de su construcción. El cuarto contaba con cuatro pequeñísimas ventanas, dispuestas en forma estratégica como para capturar la luz y el calor del mediodía, pero con un máximo de privacidad.

Irene se dejó conducir mansamente, embriagada por el empuje de aquel Darcy entrado en años. ¿Sería capaz de entregarse a él?

Muchas cosas pasaban por su cabeza. Otra vez venía a su memoria esa primera relación sexual con Emilio, espontánea y fugaz. En esa oportunidad el amor la había sorprendido en medio del bosque, tan fuerte, que fue imposible resistirse. Sin consultarle, su propio cuerpo se había trenzado con el deseo de su amante, dejándola exhausta y, por cierto, embarazada.

Desde entonces, cada encuentro con su marido había sido así: tumultuoso e intenso. No había charla íntima que no se iniciara en la cama, ni disputa que no acabara en ella. Ese fue su paraíso. Pero luego le había llegado el más cruel infierno. Porque nunca sintió nada por Isidoro. Por el contrario, siempre le había dado asco. Y desde la primera vez la intimidad con él se había resumido en un eterno negarse a sus caprichos, tolerar sus caricias, y aborrecer sus besos.

Sí, creía haber enterrado la pasión junto con su primer marido. Estaba segura de que ya nunca iba a volver a sentir nada. Excepto cuando alguna novela le permitía soñar con un presente tan perfecto como imaginario, su corazón permanecía en calma.

Y ahora, luego de tantos años, se encontraba allí, siendo de nuevo la protagonista de esa primera vez tan soñada. Premeditada, y a la par, sorprendente. Dulce, aunque un poco amarga.

Mr. Harrison cerró la puerta y la contempló a la distancia. Irene no pudo menos que estremecerse. Ya no era esa muchachita delgada y elástica. Ahora todo permanecía en su sitio gracias a un delicado artilugio que ella ponía en marcha cada mañana. ¿Lo notaría él?

—Todavía estamos a tiempo de arrepentirnos –susurró, casi como una súplica.

—Pues lamento decirte que yo he perdido esa oportunidad el mismo día que te vi por primera vez en mi castillo.

Harrison se acercó a ella y comenzó a besarla.

Por un instante Irene perdió la cabeza. Otra vez tenía veinte años y su cuerpo no sabía de prudencias. Era delicioso tener de nuevo esa sensación excitante de ser tomada por asalto. Dejarse penetrar por esos besos impetuosos. Sentir una mano fuerte recorriendo con calma lugares prohibidos de su anatomía. Mal que le pesara, allí no era más que otra heroína de las novelas que solía devorar cuando nadie la observaba. Y es que, a pesar de los años, el deseo y la pasión permanecían intactos, y hasta su intimidad, quizás ayudada por esa maldita pomada que la había hecho enloquecer, estaba ahora suave y lubricada. Palpitando por eso que tanto tiempo le había faltado.

Con dulzura Harrison la llevó hasta la cama.

Se tendieron, reposando en una deliciosa intimidad. Estando juntos, sin necesidad de tocarse.

¿Cuántas veces releyendo Orgullo y Prejuicio se había preguntado cómo sería la primera vez de Elizabeth y Darcy? Dos extraños, atrapados por los resquemores de la época. Pues así se sentía ella. Con esa deliciosa vergüenza, a la vez que con una embriagadora expectativa. Confiada, dejándose conducir hacia el placer por las caricias certeras de su amante.

Y todavía no la había penetrado, cuando el frenesí la embargó, haciéndola estremecer. Luego fue él quien se sació en ella.

Irene lo dejó hacer, encantada por su fuerza y sus movimientos justos. Agotada por ese terremoto que la había sacudido hasta el fondo de sus entrañas.

Y es que, después de todo, ya no tenía veinte años.

* * *

 

—Vamos, Melina... Ven aquí... Dame placer...

Horrorizada, la muchachita observó cómo su novio comenzaba a desatarse el cinto.

—¿Qué quieres? Ya te dije que no.

—Hay muchas formas de darme placer, niña tonta... Si quieres morirte virgen es cosa tuya, pero mientras tanto...

—¡No seas asqueroso! ¡No pienso hacerlo!

—Sabri no opina lo mismo.

—Llámala a ella, entonces.

—No me tientes, niña estúpida... ¡No me tientes! Porque soy capaz de ordenarle que me lo haga, y delante tuyo.

—Lucero dice...

—Me importa una mierda lo que dice tu Lucero. ¿Qué te ocurre, mujer? Esa ni siquiera es tu madre.

—Pero no se deja engañar fácilmente por los idiotas como tú... Pregúntale a tu padre, si lo dudas.

—Pues a mí tu Lucero ya me está jodiendo. Sigue así, niña tonta, sin darme placer, y vas a acabar vieja y solterona como ella.

—¡Basta, Rodrigo!... ¿Podemos ir con los demás?

—No.

—¿Podemos hablar de otra cosa?

—Esta noche te paso a buscar para ir a la maratón. Y espero que para entonces hayas pensado mejor lo que me debes.

—¿Maratón? No creo que en casa me dejen ir.

—¡Ay! ¡Disculpa! Me olvidé que estaba hablando con la nenita que tiene que pedir permiso hasta para hacerle a su novio una buena mamada.

—Rodrigo, por favor...

—Mira Melina... Tú y tu Lucero me tienen harto. Nos encontraremos esta noche en Cabildo y Juramento para ir a la maratón. De lo contrario...

Melina suspiró.

Sí..., la maratón.

* * *

 

—¿Qué diablos es una maratón?

—En una maratón se baila toda la noche. Es lo mismo que siempre, pero hasta las seis de la mañana.

—¡¿Toda la noche?!

—Por eso se llama “maratón”

—¿Con chicos menores de edad?

—Por eso le dicen maratón.

—¿En un día de semana?

—¡Eso es una maratón! La única oportunidad que tiene un chico de mi edad de pasarse la noche bailando. Cuando es día de semana y no hay clases a la mañana siguiente, aprovechan que el lugar está libre de adultos y la hacen. Pasa muy de vez en cuando... ¡Como esta noche, por ejemplo!

—Pues a mí no me parece una buena idea. Lo lamento... Además, tampoco tu padre te lo va a permitir.

—Papá hace todo lo que tú le dices, y si me dejas...

—¡Ni lo sueñes!

—¡¿Por qué?! Sólo vamos a estar bailando...

—¿En Olivos? ¿En la provincia? ¿Una menor de edad? ¿Toda la noche? ¿Un día de semana? ¡Estás loca!

—Sólo voy a bailar. Como los sábados, pero más tiempo.

—Querida, para tu desgracia viví a pocas cuadras de ese lugar durante varios años. ¡Es un verdadero horror! Como en las inmediaciones se vende alcohol a menores la policía liberó la zona. Es tierra de nadie. Ellos miran para otro lado mientras los niños ricos se divierten, y los pobres los asaltan o los matan. ¡Ni yo me animaba a pasar por ahí! Mucho menos voy a permitir que vayas tú sola.

—No voy sola. Voy con Rodrigo.

—¡Rodrigo!... Sabes muy bien lo que opino de él.

—Lo lamento, Lucero.... Pero tú no eres mi madre.

—Ja, ja... No me hagas reír. ¿Acaso si lo fuera me escucharías?... La verdad es que, después de todas las que te ha hecho ese tipo, si sigues con él es porque estás loca. Y sé a la perfección que ni yo ni nadie puede impedir que te equivoques si se te da la gana... Vete con tu Rodrigo si tanto te gusta. Pero a la maratón... ¡ni lo sueñes!

* * *

 

La vida de Marina era ahora un pequeño infierno. Si en el pueblo se había sentido observada, en la ciudad le era imposible dar un paso sin que alguien la atrapara con sus preguntas. Todos querían conocer de primera mano la triste historia. Y por más que ella negara una y otra vez el abuso, los demás le devolvían una suerte de compasión burlona al acercarse. ¡Nadie le creía! Bueno, excepto el doctor Núñez y...

Javier.

Sí, porque desoyendo los consejos de Lucero con su vecino se estaban viendo todos los días. ¡No era su culpa! Era Luciana la que insistía en instalarse en su casa. Todas las noches le tocaba el timbre con la excusa de “ver juntas” el programa en que aparecía su hermanastra. Luego Javier llegaba del trabajo, encontraba su casa vacía, y...

Mientras su vecina se quedaba eclipsada frente al televisor, Nicolás corría a los brazos de Marina para jugar. Y tras él, mal que le pesara, llegaba el padre.

Y así permanecían por horas: Luciana apoltronada en el sillón, comiendo galletas, atenta a las imágenes, y los otros tres, unos pasos más allá, en el piso, o sentados a la mesa, jugando. O hablando de música...

O...

Sintiendo.

* * *

 

—¡Ah, viejo zorro! Me contaron que este mediodía te alojaste en mi posada y muy bien acompañado por cierto.

—Estuve con un ángel.

—Que de seguro conocía bien una que otra diablura.

—Mi compañera era una dama.

—Son las peores... ¿Alguien que yo conozca?

—No.

—¿La primera vez?

—Y posiblemente la última.

—Ya veremos... Me dijeron que no era ninguna potranca.

—Tiene algunos años menos que yo.

—Son las mejores. No corres riesgo de que te endilguen un hijo, y suelen ser muy agradecidas, porque saben que a sus años las oportunidades son pocas.

—¡Siempre el mismo, William! Lo haces ver sucio, y en realidad fue encantador.

—¡Siempre el mismo, Harrison! Eres un verdadero romántico. Es curioso que todavía estés soltero.

—Precisamente lo estoy porque soy un romántico. Hasta ahora nunca me había enamorado de nadie.

—Entonces...

—Por esta desempolvaría los anillos de mi tatarabuela.

—¡Vaya!

—Cierra la boca. De todas formas mi amor es imposible. Ella no es de aquí, y quiere volver a su tierra y a su vida cuanto antes.

—¡No será hindú, ¿verdad?!

—¿Y qué si lo fuera?

—No confío en esa gente.

—Pues es argentina.

—¡Menos confío en ellos! De seguro esconde algo bajo la manga. Y además los latinos son muy promiscuos. Te habrás cuidado, me imagino.

—¿Cuidarme? ¿A qué te refieres?

—¿Usaste condón?

—No hizo falta... Somos gente sana.

—¡Eres un cabeza hueca, hombre! Si la dama no te reclamó que lo uses, quiere decir que es bastante descuidada con sus parejas.

—Ella no ignora que soy un hombre sano.

—¿Sí?... ¿Cómo? ¿Acaso hasta ayer no te acostabas con esa Diana, que tiene más historias que las “Mil y una noches”? De la misma forma, ¿cómo sabes que tu dama no se acostó con cualquiera?

—Es una mujer muy seria: sólo sus dos esposos, y yo.

—¿Divorciada?

—Viuda.

—¡¿Dos difuntos esposos?! ¿Nunca te dijeron que “no hay dos, sin tres”? Aunque más no fuera por superstición nunca me acostaría con una mujer así.

—Pues yo lo hice, y pongo las manos en el fuego por ella.

—¿Cómo la conociste? ¡Dime que no trabaja en el castillo, por favor!

Harrison agachó la cabeza.

—¡Pues sí que estás desesperado! –aulló el otro.

—Es una recomendada de Anne.

—¿Anne? ¿Cuál? ¿La de Ascot?

—Sí... Anne.

—¿La misma a la que le destrozaste el corazón luego de cuatro años de noviazgo?

—Bueno...

—¿No te das cuenta? ¡Es una trampa! Te envió desde Argentina a una que parece la mujer de tus sueños... ¿De verdad crees que lo hizo por generosa? ¡No! De seguro es una venganza. Apuesto a que la dama vino hasta aquí con el encargo de romperte el corazón.

—¡Cómo puedes...! –comenzó a defenderla Harrison, pero se detuvo.

Mal que le pesara, si luego de lo que había ocurrido la tarde anterior entre ellos Irene insistía en rechazarlo, su bella empleada estaba en buen camino de alcanzar semejante meta.

Sí, el corazón de Mr. Harrison estaba a punto de estallar.

* * *

 

Su corazón estaba a punto de estallar.

Toda la tarde Lucero tuvo un mal presentimiento.

Melina había cedido con demasiada rapidez con eso de la maratón. Y ella no era de ceder rápidamente en nada...

Además, esa misma noche le había pedido permiso al padre para quedarse en casa de Ana Julia: una muchacha irreprochable y de buena familia.

Por supuesto no estaba entre sus funciones como ama de llaves el desconfiar de la niña, pero...

Por las dudas la había acompañado hasta la puerta de la casa de la amiga y la había visto entrar allí, pero...

Trató de serenarse.

Eso era lo malo de haber sido tan terrible en la adolescencia. Ella misma la había engañado tanto a su madre, que ahora Lucero desconfiaba hasta de su sombra.

¡Qué mal!

* * *

 

Marina salió del departamento en el momento justo en que, del otro lado, una luz potente se encendía, encandilándola.

—¿Marina Castillo?

—No. Marina Campos –respondió, sólo por la presión del gran micrófono que la periodista ponía ante su boca.

—¿Qué tienes para decir acerca de los abusos de los cuales fuiste víctima en tu niñez, y que acaba de denunciar tu hermana en La Gran Casa?

—Por empezar Gloria no es mi hermana. Y lo de la violación no es más que una mentira ridícula...

—Pero ella dice otra cosa. Dice que su padre...

Marina la interrumpió, furibunda.

—Eso es una infamia. Isidoro tenía muchos defectos y no me caía bien, pero nunca fue un violador. ¡Y deje de filmar, se lo suplico! No quiero más escándalos.

La periodista ordenó al camarógrafo apagar las luces, pero no por eso cejó en su intento.

—Escucha, muchas niñas que están siendo abusadas pueden encontrar en ti un ejemplo a seguir. Estas cosas hay que denunciarlas.

—Y lo haría de mil amores... si fuera cierto. Pero le aseguro que nunca me atacaron.

—Entiendo el trauma que una situación así conlleva, pero...

—¡No! ¡No entiende!... De verdad... Isidoro nunca me hizo nada. Y, además, aunque lo hubiera intentado, mi madre estaba allí. Él mandaba en muchas cosas en la casa, pero ella jamás le permitió que se metiera con nosotras.

—Pero quizás alguna vez, estando borracho.

—¡Por favor! Una sola noche volvió un poco achispado, y por poco mi madre no lo mata a golpes.

—Quizás lo borraste de tu memoria. Eso es muy frecuente entre las víctimas… ¿Estás segura que...?

—¡Segurísima!

—¿Cómo puede ser que no albergues ni la menor duda?

—Escuche, todavía soy virgen. De haber sido violada, ¿le parece que no lo notaría?

Semejante confesión hizo que por fin la periodista desistiera de su interrogatorio.

Por un instante observó a la muchacha que tenía enfrente.

No se parecía en nada a su hermanastra pero, como ella, era hermosa.

¿Virgen?

¿Sería posible? ¿O también esta era una fabuladora?

—¿Vas a firmar la autorización para que emitamos tu imagen?

—¡No! ¡De ninguna manera! No quiero más escándalos. Y mucho menos quiero aparecer en la tele.

—Pero si no lo desmientes,todos creerán que Gloria dice la verdad.

—Pero si lo hago aún más gente me parará por la calle cada mañana. Gloria es la que quiere ser famosa, no yo.

—Bueno... Hay un último recurso. Podemos pixelar tu rostro. ¿Nos dejarías emitir la entrevista de esa manera?

—¿Pixelar mi rostro?... ¿Se refiere a poner la imagen borrosa?... ¿Nadie me reconocería?

La dama le alargó un papel. Marina incluyó la palabra “pixelado” en una autorización amplia, y firmó.

Todo parecía estar en regla, pero... ¿por qué con cada trazo tenía la sensación de estar vendiéndole su alma al diablo?

* * *

 

Se echó en el césped para sentir las últimas caricias del sol del mediodía. Más allá, gruesos nubarrones cubrían el cielo, anunciando una tormenta.

Irene trató de aquietar el corazón a fuerza de esa tibieza que se le metía en el alma.

Hacer el amor con Harrison había sido delicioso. Él, encantándola con oficio, la había hecho estallar de placer. De seguro no gracias a las pocas dotes que ella tenía como amante. No, el mérito había sido todo de él. Pero ahora, alejada de aquel encanto, comenzaba a pesarle el velado reproche de Dorinda, o el gesto mordaz del hindú.

¿Por qué a la gente le gustaba tanto meterse en vidas ajenas?

Y no para compartir su felicidad, como hubiera sido lógico, sino para censurar al otro con dureza.

Así se había sentido siempre: juzgada. Primero por quedar embarazada siendo soltera. Luego por casarse con un hombre demasiado mayor. Nunca le habían perdonado nada. Y no sólo tuvo que pagar por sus pecados, sino también por el de los demás: la imprudencia de una hija, o las del novio de la otra. Había sido condenada tanto por ser poco severa con Lucero, como por serlo demasiado con Marina. ¡Nada los dejaba contentos!

Y ahora, aún a tantos kilómetros de casa, seguía sin poder huir de la suspicacia ajena.

De seguro alguien se había enterado de su aventura de la tarde anterior. Luego, en apenas un segundo, los demás.

Y ahora estaba en boca de todos.

Oficialmente era la “querida” del jefe.

Lástima, porque sólo le hubiera gustado ser su amada.

* * *

 

—¿Cómo lograste que te dejaran venir a la maratón?

—Les dije que iba a dormir a lo de Ana Julia.

—¡Yo también! –se sorprendió Melina.

Y es que esa era la única muchacha del curso de la que ningún padre desconfiaba.

—¡No me lo hubiera perdido por nada! –exclamó la otra, sin ocultar su emoción.

—Yo vine por Rodrigo.

—Y lo bien que haces en vigilarlo. Esa perra de Sabri...

—No se trata sólo ella. Creo que el problema no son las pibas del curso, sino Rodrigo... ¿Lo ves ahora? Ni me mira, tan entusiasmado está con esa tonta. Y, por cierto, ¿qué tiene que hacer con esa?

—¿No sabes?... Se la chupa a todos.

Melina sintió ganas de vomitar.

—¿Estás mal, Meli?

—Creo que tomé ese vodka muy rápido. Además, estaba con el estómago vacío.

—Yo tampoco comí nada. Quiero bajar tres kilos antes del verano.

—Yo no lo hice por eso, sino porque estaba nerviosa... Tengo terror de que Lucero me descubra. Es muy difícil engañarla.

—¿Crees que le iría con el cuento a tu padre?

—¿Por qué no? Después de todo, ese es su trabajo.

Unos muchachos de aspecto desalineado, y bastante mayores, se acercaron hasta ellas.

—Ven... –le ordenó a Melina el que parecía el líder de los demás, mientras la empujaba—. Vamos a bailar.

—No quiero bailar contigo, idiota... Quítame tus garras de encima.

—¿Qué pasa? ¿No te gusto?

La niña intentó tomar distancia, pero varios grandulones se agruparon tras ella.

Melina era sin duda la atracción del lugar para tipos como esos. No resultaba, ni por mucho, la más linda, pero tenía ese tipo de “rubiecita de clase acomodada” que podía llamar la atención de fulanos así.

—¡Déjame! –gritó la muchacha, mientras intentaba apartar al más grande.

Con esfuerzo logró soltarse, y entre medio de las sombras del lugar corrió hasta Rodrigo, que charlaba animadamente con la otra.

—¿Qué quieres mujer? –se enojó él al notar su presencia.

—Esos tipos...

—¿Qué hay con ellos? Será mejor que no te metas. Son peligrosos.

—Yo no me metí. Fueron ellos los que me...

—No quiero líos, Melina... Será mejor que por el resto de la noche te quedes aquí.

Rodrigo convocó con la mirada a varios compañeros, (como él, niños de clase alta y colegio privado), que cerraron filas contra la amenaza cierta de los “villeros” que se habían infiltrado al lugar.

—Avisa al de seguridad, Pepo. Estos tipos de la calle ya no se contentan con robarnos a la salida. Ahora también los dejan entrar... Vamos a tener que empezar a ir a algún sitio mejor...

—¿Por qué no nos vamos? –suplicó Melina.

Pero Rodrigo no se inmutó.

—¿Y perdernos toda la diversión? No seas ridícula, mujer. Apenas estoy comenzando a pasarla bien, y de eso se trata esta noche, ¿no?... Olvídate de ellos, y concéntrate en darle placer a tu hombre.

Los demás rieron complacidos al escucharlo.

A Melina, en cambio, no le causó nada de gracia.

* * *

 

—¿Qué estabas haciendo con el hindú?

Al escuchar la pregunta de su jefe, lady Di sonrió complacida, como si no hubiera estado esperando otra cosa.

—Charlábamos –respondió enigmática.

—Pues no confío en ese hombre. Ayer a la tarde siguió a Irene hasta el río.

—No es lo que él dice –replicó la otra con suspicacia.

—¿A qué te refieres?

—Nada... Le juré que no te contaría.

—¿Qué cosa?

—Algo que estuve investigando.

—¿Investigando?

—Sí...

Mr. Harrison se dio la vuelta, ofuscado.

—No sé si me interesan tus investigaciones.

Pero la otra lo enfrentó de nuevo.

—A ti más que a nadie. Deberías hablar con Kabir, sobretodo ahora, que está tan enojado con ella.

—¿Quién es Kabir?

—El que Dorinda llama Julius.

—¿Y con quién está enojado?

—Tal parece que ayer al mediodía el hindú tenía una cita con la argentina... Claro, hasta que apareciste tú, y te alzaste con ella.

—¡¿Qué podrían tener que hablar Irene y el hindú?!

—¿Acaso eres tú el único de la casa que no lo sabe?... Son amantes.

—¡No digas tonterías!

—Pues al hindú no le parece ninguna tontería el que le quieras robar la novia.

—Yo no...

—Pues entonces tienes un don para molestar. Primero te chocaste con él cuando el pobre se dirigía al cuarto de Mrs. Campos, para una de sus “visitas higiénicas”.

Mr. Harrison la observó confundido.

—¿Cuándo dices que ocurrió eso?

—Unas noches atrás, el día que los operarios desbarajustaron la caldera.

—Ah...

—Pero lo que de verdad le dolió al pobre Kabir fue lo de ayer. Literalmente te la llevaste a un cuarto en sus narices.

—Yo no... –comenzó a defenderse el mister sin mucho convencimiento, pero se detuvo—. El hindú es un mentiroso –concluyó al fin.

—El hindú es un hombre astuto, que sabe cómo explotar a las mujeres. Primero estuvo con la cocinera, luego con Dorinda, y ahora...

—No voy a creer en las palabras de un infame.

—¿Quieres pruebas de la relación que los une? Puedo dártelas.

—¡No necesito ninguna prue...!

La dama no le permitió terminar.

—Ayer tu dulce Irene le giró a Kabir un dinero para comprar su silencio.

—¡Mientes!

—¿Olvidas que tengo las claves de sus cuentas? Soy yo la que les deposita los sueldos.

—Pues no te creo.

—¡Idiota! Como un corderito te has puesto entre las fauces de esa argentina. ¡Claro que eran amantes! Pero luego apareciste tú, y el hindú pasó a ser un estorbo para ella. ¿Por qué otra cosa, sino para comprar su discreción, crees que le ha entregado semejante suma?

—Quizás el hindú le pidió un préstamo.

—Ni tú crees eso. Y la verdad es que el dinero está allí... Chequéalo tú mismo.

La dama tomó su pequeña laptop para conducir a su jefe a través de las intrincadas aguas de los extractos bancarios.

Sí... Allí estaba. Un pago inexplicable, autorizado por la misma Irene, se burlaba de él, como antes lo había hecho su beneficiario.

Sí, alguien estaba ocultando algo. Y era algo muy sucio.

* * *

 

A pesar de no tener nada que ocultar, Marina no se sentía una mujer libre.

Desde que su hermanastra había inventado toda esa serie de barbaridades, sólo trataba de desplazarse por la vida en silencio, rogando no ser vista por nadie. Pero cuando le llegaba el turno de caminar por las habitaciones del sanatorio dedicadas a la cirugía estética, eso era sencillamente imposible.

Las pacientes que estaban allí toleraban el dolor sin quejarse, en aras de su propia vanidad, pero a la vez no dudaban en infligirlo sin piedad a todos los que las rodeaban. Siempre eran exigentes, demandantes, e invariablemente estaban aburridas, aún a pesar de que solían venir en conjunto: madre e hija, amigas, o simples compañeras de trabajo. La estética era, a no dudarlo, una enfermedad contagiosa.

Pero de todas las habitaciones allí, la que Marina más odiaba era esa. En las demás, al menos, la estadía era breve. Ese sector, en cambio, estaba destinado a las convalecencias más largas. Y era en él adonde se refugiaban las enfermeras a la hora de pedir prestada una revista de chismes, o detenerse frente al televisor. Y, para desgracia de Marina, el maldito aparato siempre estaba en el mismo canal. Cada mañana debía soportar el “parte” de las locuras de su hermanastra. Y lo curioso era que las mismas acciones que provocaban tanta censura y desagrado en la vida diaria, (como la compulsión de Gloria por abrir braguetas masculinas, o la desfachatez con la que manipulaba a la gente), allí, por el mero efecto de las cámaras y las luces, provocaban cierta empatía en muchos de los espectadores.

Gloria era linda, y sus locuras, divertidas. No hacía mal a nadie.

¡¿A nadie?!

Esa tarde, y luego del maldito reportaje del que había sido víctima, Marina no estaba para tonterías.

—Esta vez lo digo en serio: ¿pueden cambiar de canal, por favor?

—¿No quieres ver a tu hermana? –preguntó con desdén la enferma de la cama 307.

—Después de las mentiras que dijo sobre mí prefiero evitarla –explicó la muchacha.

Y debió ser muy convincente, porque la arpía de la otra cama obedeció de inmediato.

Pero, para horror de Marina, ahora era su propia imagen la que aparecía por la tele, con un pixelado mínimo que apenas llegaba a cubrir su ojo izquierdo.

—¿Qué tienes para decir acerca de los abusos de los cuales fuiste víctima en tu niñez, y que acaba de denunciar tu hermana en La Gran Casa? –preguntó la periodista.

—Por empezar, no es mi hermana –se oyó decir—. Y todo lo que dijo Gloria no es más que una mentira ridícula...

—Pero ella dice otra cosa. Dice que su padre...

—Eso es una infamia. Isidoro tenía muchos defectos y no me caía bien, pero nunca fue un violador.

De repente la imagen se volvió oscura y poco definida.

—Escucha, muchas niñas que están siendo abusadas pueden encontrar en ti un ejemplo a seguir. Estas cosas hay que denunciarlas.

—Y lo haría de mil amores... si fuera cierto. Pero en verdad jamás me atacaron.

—Entiendo el trauma que una situación así conlleva, pero...

—¡No! ¡No entiende!... De verdad... Isidoro nunca me hizo nada.

De nuevo en estudios, una de las panelistas se indignó.

—¿Por qué tengo que creerle a esta hermana? Me cuesta pensar que Gloria invente algo así. Después de todo, era su padre.

—Un mal padre –acotó el conductor.

—¡Eso es lo que dice Gloria!–replicó otra de las damas— Y después de lo que esa muchacha hizo con Bimbi, yo ya no le creo nada.

—Escuchemos entonces la opinión de nuestra entrevistada.

Otra vez la imagen se volvió oscura.

—¿Era fácil la vida en tu hogar? –le preguntó la periodista a Marina.

—Él mandaba en muchas cosas en la casa..., y mi madre por poco y no lo mata a golpes –respondió la muchacha.

La acción retornó al vivo, enfocando a dos panelistas que parecían discutir entre sí.

—No hay dudas... Gloria no exagera. Su padre era un personaje funesto.

—Yo sigo sin creerle nada. Para mí que miente, como con lo de Bimbi.

El conductor retomó la palabra.

—Pues nuestra movilera, en un maravilloso trabajo periodístico, logró una confesión de la hermana de Gloria, que nos va a conmover a todos.

—¿A qué te refieres?

En la sala de la clínica, Marina, que observaba toda la escena sin entender, no pudo evitar igual exclamación.

—¡¿A qué se refiere?!

—Me refiero a esta confesión sorprendente –le contestó, sin saberlo, el conductor.

Otra vez la imagen se oscureció, mostrando el corredor en casa de Marina.

—¿Cómo puede ser que no albergues ni la menor duda de haber sido violada? –preguntó la periodista, con impertinencia.

—Escuche –respondió la muchacha—, todavía soy virgen, ¿le parece que no lo notaría?

Un susurro fuerte cruzó por la sala y se hizo eco de lo que ocurría en las habitaciones contiguas. Toda la clínica observaba ahora a Marina con sorpresa.

La muchacha dejó caer la jeringa que traía, atónita.

—¡¿Eres virgen?! –preguntaron todas las presentes al unísono.

Pero una voz sobresalió del resto.

—¿Eso es cierto? –preguntó Jorge Núñez, sonriente.

Y la muchacha comenzó a temblar.

* * *

 

Irene comenzó a temblar.

Mr. Harrison se dirigía ahora hacia ella con paso rápido. ¿Qué iba a hacer? De seguro pretendía insistir para que volvieran a encontrarse a solas. Pero ella estaba firmemente decidida a...

—Irene, tengo entendido que le ha prestado un dinero al hindú.

Esa extraña afirmación sorprendió a la dama, que se ruborizó por la sola presencia del hombre que la hacía estremecer.

—¿Dinero al hindú? ¿Yo?... ¿Por qué habría de hacerlo?

—Me preguntaba lo mismo –respondió él con un tono que delataba su enojo.

—¿De dónde sacó eso?

—Me lo ha dicho él.

—Pues le mintió. Y en verdad no me extraña, porque ese hombre es capaz de cualquier cosa.

Inexplicablemente el mister se entristeció.

—Sí... Hay gente que es capaz de cualquier cosa por un poco de dinero –replicó con amargura, mientras la miraba a los ojos.

Su empleada agachó la cabeza. Ya había olvidado todo lo relativo al hindú, pero, en cambio, estaba firmemente decidida a...

—Irene, si hubiera algo que necesitara decirme... –insistió el mister.

Y esta vez fue ella la que lo observó con una mirada entristecida. ¿Acaso no iba a insistir? Por supuesto que estaba firmemente decidida a negarse a un segundo encuentro, porque ella era una dama, y se suponía que eso era lo que las damas hacían, pero... ¿acaso él no iba a insistir? ¿Tan poco estimulante había sido su escapada furtiva como para que Mr. Harrison no quisiera repetirla?

Irene suspiró.

Por supuesto.

¿Por qué iba a perder el tiempo con ella, si podía obtener a la que quisiera?

La dama languidecía ante sus inseguridades, pero su jefe, lejos de entender sus angustias, creyó entrever en tanta modestia la confirmación de sus peores temores. Esa extraña lo había embaucado de la manera más vil. Lo había estafado con lo único que ese hombre rico no tenía en abundancia: el afecto.

Harrison la contempló con dolor, le dio la espalda, y sin decir más, se alejó antes de que fuera demasiado tarde.

Irene lo observó partir con amargura.

Por desgracia para ella ya lo era.

* * *

 

—¿Qué haces despierta a las cuatro de la mañana, Rocío?

—¿Qué haces tú despierta, Lucero?

—No me puedo dormir. Jamás me quedo tranquila cuando una de ustedes está fuera de casa.

—No seas dramática.

—¿Qué estás haciendo, Rocío?

—Hablando con las chicas por MSN.

—¿Están todas conectadas?

—Mañana no hay clase.

—¿Y las del curso de Melina?

—Sólo Ana Julia y Caro.

—Pregúntale a Ana Julia si está sola.

Rocío la observó con picardía.

—Muy astuta –se burló.

—Tengo un mal presentim... ¡Lo que me temía! Mira..., ahí lo dice... Melina, Sabrina y Dolores fueron a la maratón.

—Tal parece que mi hermanita está en problemas –replicó la otra, complacida.

—¡Y que lo digas! ¡Voy a matarla!

—Pues será mañana, porque hoy...

Lucero sintió que toda su furia comenzaba a deshacerse.

Sí, era cierto. Ya no se podía hacer nada.

Excepto rezar.

* * *

 

—¿Cuántos hombres tuviste, Dorinda?

La dama observó a Irene y sonrió. Por la cara que traía su compañera era evidente que las cosas con el patrón no habían salido a su gusto. ¡Bien merecida la tenía el mister por emprenderla con una improvisada!

—Es decir, si puede saberse... ¿cuántos han sido?

—¿Maridos o amantes?

—Amantes supongo.

—Dos.

Irene se sorprendió por la respuesta.

—¿Y maridos?

—A los diez perdí la cuenta.

—¡¿Diez!... ¿Y con todos ellos te casaste?

—Casado, lo que se dice casado... ¿Por qué lo preguntas?

—¿Alguna vez no pudiste complacer a un hombre?

—No he tenido quejas. En la cama, modestamente, soy un hembrón. Claro que ahora me ocupo menos de ellos y me concentro más en mí.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Toda mujer quiere ser la mejor amante que un hombre ha tenido. Que la recuerde con añoranzas y que la busque con avidez en cada oportunidad en que se reencuentren.

—¿Toda mujer quiere eso?

—¡Por supuesto!... Y en mi juventud era capaz de cualquier cosa por lograrlo. Aunque el tipo no me gustara ni un poquito. Aunque tuviera gusto a espárragos.

—¿A espárragos? ¿Te refieres a cuando lo besabas?

La otra rio con descaro, mostrando una boca parcialmente desdentada.

— No, querida... No me refiero al gusto de su lengua... En la vida hay que acostumbrarse a tragar muchas cosas si quieres satisfacer a un hombre.

—¿Te refieres a...?

Irene no disimuló su asco. Sí, definitivamente ya estaba muy vieja para el sexo.

Lástima, porque “aquello” seguía siendo tan placentero como cuando tenía veinte.

—¿Y a ti te gusta tragar eso? –insistió.

—Gustar, lo que se dice gustar... No me gusta tragarla, ni estar tanto tiempo en el piso... Bueno, más allá de mis gustos, ya no puedo ni pensar en hacerlo. ¡Mis pobres rodillas no están para esos trotes!

—Pero si no te gustaba...

—A ellos los vuelve locos.

—También otras cosas más dignas –replicó Irene con sinceridad. Pero como su compañera la observaba como si fuera un extraterrestre, prefirió no insistir.

—No pongas esa cara, niña. Arrodillarse de vez en cuando no es, ni con mucho, lo peor.

—¡¿Hay peor?!

—Personalmente nunca me ha gustado que me confundan con un retrete, pero si en una noche de pasión te lo piden...

—¡Dorinda! ¡Te lo suplico!

—Chica, si vas a poner esa cara de asco por todo, entonces no te quejes.

—¿Acaso hay que humillarse para conservar a un hombre?

—Digamos que ayuda.

—Pues yo nunca necesité hacer esas cosas con mi primer marido. A él le bastaba con lo normal.

—¿Y con el segundo?

—Ya bastante difícil era tener sexo con él, como para además preocuparme de complacer sus gustos.

—¡Sí que tienes toda la pinta, chica!

—¿A qué te refieres?

—¡Vamos! Eres de esas niñas difíciles que siempre dicen que no. Escucha como hablas: “lo normal”, acabas de decir. ¿Qué es lo normal? ¿Quién lo dictamina?

—Me imagino que es algo que se pacta entre dos. Es decir: tiene que gustarle a ambos. De lo contrario no sirve.

—No me extraña que hayas desilusionada al jefe. Un tipo como el mister está acostumbrado a ser complacido. A que lo halaguen... Por ejemplo, imagino que no habrás olvidado sorprenderte por el tamaño de su amigo.

—¿Qué amigo?

—¡Ay, chica! Eres un caso perdido... Los hombres son como niños. Tienes que aplaudirlos cada vez que hacen lo correcto, ya sea que hagan popó por primera vez, o que por primera vez te toquen en el sitio adecuado. Así saben que deben seguir haciéndolo. Que están en el camino correcto.

—No sé si quiero un niño en mi cama. Ya tuve suficiente con mis dos hijas. En cambio busco un hombre que me complazca y que me permita complacerlo sin necesidad de que me den arcadas.

—Te diría que eres una egoísta, chica, pero más me pareces una idiota. Yo hubiera matado por una sola noche con el mister, y tú la has desperdiciado... ¿Cuándo vas a aprender? Si quieres manejar a un hombre en la vida, tienes que humillarte en la cama. Si quieres dominarlo, finge que estás sometida a él. Que mantenga la ilusión de ser el que manda.

—Quizás esa sea la diferencia entre tú y yo, Dorinda. Yo no busco dominar ni manejar a nadie.

—No, querida... La diferencia es que esta noche yo voy a dormir acompañada, mientras que tú lo harás sola... Y, por lo que parece, será mejor que te vayas acostumbrando.

Irene miró su reloj: casi era medianoche y ni noticias del mister.

Sí..., como decía Dorinda, iba a tener que volver a acostumbrarse a la soledad.

Lástima, porque luego de la otra tarde se le iba a hacer muy difícil.

* * *

 

—¡Cuidado, ahí está el “patova”!

El grupo se apuró a correr por la calle lateral del lugar bailable. Aquellos “patovas”, guardias de seguridad de músculos súper desarrollados, eran famosos por su intolerancia, y no era raro que algún adolescente terminara en el hospital luego de su “intervención”. Por eso los chicos les temían aún más que a los de la banda rival.

—¡Miren quién está aquí! La rubia del culo grande y su novio culo roto.

Al reconocer al tipo que la había estado molestando adentro, Melina, asustada, se asió un poco más a su novio.

Rodrigo, en cambio, se envalentonó, mientras buscaba el apoyo de los suyos.

—Basta, estúpido... Déjanos en paz.

—¿Por este pelotudo me despreciaste? –gruñó el morocho, mientras tiraba un puñetazo al aire que su contrincante supo evitar con maña.

Y ese fue el principio de todo.

Los del grupo de los villeros se agacharon en busca de munición pesada. Nada que pudiera arrastrarlos mucho tiempo al correccional, en caso de un “accidente”: sólo baldosas rotas y piedras, que comenzaron a arrojar con sorprendente puntería.

La banda de los “chetos”, muchachos de “buena familia”, (aunque no lo fueran tanto), se dispersaron de inmediato, contando los heridos.

Rodrigo fue el primero que intentó ponerse a salvo, pero, al verlo, el más alto sacó un pequeño cuchillo que logró disuadirlo.

Los “chetos” habían desaparecido. Sólo estaban los “villeros” y su líder, sosteniendo a aquel muchachito temeroso.

—Déjalo ir –suplicó Melina, que había perdido la oportunidad de escapar junto con los demás.

—¿Ah, sí?... A ver... ¿Qué estarías dispuesta a hacer para que no lastime a tu novio?

La atención de todos se desplazó hacia la figura escuálida pero sensual de la niña.

El líder comenzó a acariciarla con el filo del cuchillo que sostenía en su mano libre, y fue precisamente ese el momento que Rodrigo aprovechó para soltarse y correr fuera del grupo.

—¡Rodrigo! –llegó a gritar Melina.

Pero su novio ya era historia. La había abandonado allí, junto a esos desgraciados.

—Parece que te dejaron sola, culito grande... Ahora sí... Ahora somos tú y yo... ¿No es cierto, muchachos?

Los demás rieron complacidos.

Y el destino se cerró sobre la niña.

* * *

 

Kabir se deslizó por la oscuridad de la noche hasta la escalera que llevaba a la planta alta, muy lejos de su cuarto o el de Dorinda.

Con sigilo comenzó a subir uno a uno los escalones, pero cuando iba por el tercero, una voz quebrada lo obligó a retroceder.

—¿Adónde se supone que vas? –le preguntó Mr. Harrison sin ocultar su enojo.

El hindú dio un respingo. ¿De dónde habría salido ese perro blanco? ¿Acaso lo había estado esperando hasta esa hora de la madrugada? ¿O se dirigiría él también al dormitorio de la argentina?

—Responde, ¿adónde ibas?

Como siempre que se veía en una situación difícil, Kabir, a quien su novia apodaba Julius, comenzó a balbucear disculpas en un inglés ininteligible. Pero el mister no se amilanó. No era la primera vez que se enfrentaba a las argucias de su empleado.

—Acompáñame a la sala norte. Tenemos que hablar.

El otro, servil, lo siguió a lo largo de pasillos intrincados y estrechos como una sombra. Pero una vez en el amplio salón iluminado su actitud se volvió altanera. ¿El mister quería pelea? Él iba a dársela.

—Contesta sin mentirme... ¿Cuál es tu relación con la señora Campos? ¿Por qué te ha dado dinero?

—La conocí en la Argentina –respondió su empleado en un español perfecto.

El mister trastabilló al escucharlo.

Kabir sonrió por dentro al notar su desazón. ¡Al fin los cinco años vividos en el Perú rendían sus frutos!

—¿La conocías?

—Fuimos amantes.

Con placer observó la turbación del otro ante su respuesta.

—¿Y cuándo fue eso? –insistió el mister tratando de sobreponerse— ¿Después de que enviudara?

—Se puede decir... En verdad el marido murió al año de estar juntos.

—Entonces has sido su amante... –concluyó Harrison con decepción.

—Y no el único... Irene es una mujer hermosa y seductora.

—¿Y sólo para reunirse contigo vino al castillo?

Kabir sonrió. De seguro su jefe buscaba atraparlo con las fechas.

—No. Su presencia en el castillo fue una sorpresa para ambos. La verdad es que llevábamos años sin vernos. Sólo sé que me dejó para casarse con otro, que podía mantenerla. Pero tengo entendido que luego estuvo con alguien más. Un tipo con mucho dinero al que no tardó en arruinar... Al parecer tiene debilidad por los millonarios.

—¿Por qué me cuentas todo esto?

—¿Acaso usted no preguntó?

—¿Por qué me lo dices? ¿Por qué la delatas?

—Porque soy un hombre, y tengo mi orgullo... Al descubrir mi presencia en el castillo Irene intentó seducirme otra vez. Me avergüenza decir que lo logró. Pero de inmediato me di cuenta que sólo quería mantenerme callado. Es evidente que puso su mirada en alguien más...

—¿Y fue entonces que te transfirió ese dinero a tu cuenta?

—Para comprar mi silencio. Pero a mí no me interesan las monedas.

Mr. Harrison observó a su empleado con desconfianza. Siempre que habían hablado hasta entonces, se había dirigido a él simulando ser un pobre hombre, con grandes dificultades para comunicarse. Ahora, en cambio, su gesto altanero y su diálogo fluido delataban cierta cultura y preparación. Sí, ese hombre tenía mucho que ocultar. No se podía fiar de él.

¿Pero acaso podía hacerlo de Irene?

* * *

 

Esa noche había sido una completa locura.

Como nunca, su vida estaba ahora expuesta, no sólo a todo un pueblo, sino a un país completo.

Jorge Núñez la sorprendió en el momento justo en que Marina se disponía a regresar a casa, dispuesta a refugiarse de tanta maldad.

—¿Es cierto, pequeña?

—En tal caso, es algo que no tengo por qué discutir con nadie. Forma parte de mi intimidad.

—Yo también quiero formar parte de ella, pero tú no lo permites.

Marina abrió un poco más sus grandes ojos negros.

Sí, quizás había puesto un poco de distancia con el doctor Núñez. ¡Si hasta llamarlo Jorge le resultaba extraño! Había algo entre ellos que...

Mejor dicho, no era lo que había, sino lo que faltaba: química.

Por el contrario, cuando Javier estaba cerca, le bastaba sonreír para meterse adentro suyo. Él no pedía permiso para formar parte de su intimidad. Simplemente le abría su propia alma, dejándola indefensa. Con Jorge, en cambio, las cosas eran muy distintas. Solía mirarla como si estuviera situado en un escalón superior. Como si también en la vida ella fuera su subalterna, y debiera satisfacerlo con premura para no estar en falta.

—Te quedaste callada.

—Disculpa, fue una noche horrible. Desde que apareció ese maldito programa en pantalla siento que todos me juzgan. Y mientras que cuando me creían una niña abusada lo hacían con lástima, ahora, en cambio, se burlan. Como si fuera un hecho censurable el tener veintidós y ser virgen. Como si tuviera que dar explicaciones de mis actos.

—No es censurable..., es extraño. No sé cómo es en tu pueblo, pero aquí las muchachas se inician sexualmente a los quince. El que todavía seas virgen sólo puede significar que, o eres muy fea, o tienes un problema. Y tú eres la muchacha más bella que conozco.

—¡No tengo ningún problema! Sólo es que... todavía no encontré el hombre perfecto.

—¿Para qué?... ¡Vamos, Marina! Es sólo sexo. No necesitas hacer una licitación para acostarte con alguien.

—No soy mujer de una noche.

—¿Por qué no? ¿Acaso crees que hay algo de malo en disfrutar de tu sexualidad?

—El sexo es...

Jorge la interrumpió.

—Sólo sexo. Nada más. El amor corre por otro lado. Mira, si no, el caso que me tocó la semana pasada. Un muchacho que decidió casarse luego de convivir cinco años con su novia. Querían tener hijos y formar una familia. ¿No crees que eso es una buena prueba de amor para cualquier mujer?

—¡Por supuesto!

—Llegó a la clínica con molestias para orinar. Pero Ricardo me lo mandó de inmediato para una cirugía exploratoria. Lo abro y, ¿qué me encuentro?: un terrible tumor en la próstata. Resultado: el tipo quedó impotente por el resto de su vida. Y los rayos que debe aplicarse lo dejarán infértil.

—¡Pobre! ¡Qué horrible!

—¿Consideras justo que su mujer también deba olvidarse del sexo?

—Imagino que no –respondió la joven, dubitativa.

—¿Crees que tiene que abandonarlo a pesar de que lo ama?

—¡Por supuesto que no!

—Allí tienes la respuesta. Como ves sexo y amor no siempre deben ir juntos. Y no lo digo yo, ¡sino el de arriba!

—Pero...

—Unir el sexo al matrimonio fue sólo una trampa de los hombres para lograr acallar a las mujeres. Una esposa sin experiencia no compara. Se vuelve sumisa y obediente, ¿no te parece?

—Lo único que me parece es que ya amaneció y me quiero ir a casa.

Marina le dio la espalda para retirarse, pero el doctor Núñez la detuvo.

—¿Estás tomando anticonceptivos?

La pregunta la descolocó.

—¿Para qué? No escuchaste que...

—¿Acaso nunca piensas tener sexo? Los anticonceptivos orales necesitan de al menos un mes para ser efectivos.

—No suelo tomar remedios.

—Pues estos son fabulosos –le anunció, mientras le entregaba una caja que había sacado de la nada—. No sólo te sirven para evitar un embarazo, sino que además regulan tu ciclo y mejoran los síntomas premenstruales.

—¿Quieres que tome anticonceptivos?

—Quiero que, si eliges ser virgen, no lo hagas por miedo, sino porque así lo quieres.

—Oye, yo no tengo miedo a nada. No sé por qué saqué el tema con esa estúpida periodista, pero...

Jorge la interrumpió.

—¿De verdad no lo sabes?... Lo sacaste porque estaba allí, en tu mente. Porque es algo que te preocupa. Porque es un asunto pendiente que tienes que resolver.

Marina apretó la caja, confundida.

¿El sexo un asunto pendiente?

Quizás.

* * *

 

Federica le echó un nuevo vistazo al semental que había ligado esa noche. ¡Sí que estaba bueno! Sus ojos claros, el pelo enrulado... ¡Vaya castaño!... ¡Y esa habitación! La mejor suite en el mejor hotel de Buenos Aires. ¡Sí que el tipo estaba forrado!

¿Cómo le había dicho que se llamaba?

Aquel gigante cerró la puerta y, sin mirarla, le ordenó:

—Desnúdate y ponte en cuatro.

¡Vaya! Por supuesto que a Federica le gustaba ser humillada. Era uno de sus juegos favoritos. Los insultos la excitaban, y no era raro que acabara la noche del sábado atada a una cama y con marcas que invariablemente tenía que tapar el lunes por la mañana.

Pero ese tipo... ya la estaba asustando un poco.

¿Cuál era su nombre?

Ella sólo quería jugar. Ser una puta por algunas horas, pero sin salir (muy) lastimada.

¿Qué había en él que la inquietaba así? Quizás su imponente metro noventa, o el tamaño de sus espaldas, o el odio contenido que escondía su mirada.

¿Cómo se llamaba?

—¿Y? ¿Qué esperas? –le dijo él de mala manera.

La muchacha comenzó a desnudarse con gracia, consciente de la belleza de sus formas, que tanto dinero le habían costado. Él, en cambio, se desvestía como si estuviera solo en el cuarto, atento al televisor que había encendido al llegar.

—Yo también miro ese programa... –dijo ella, tratando de capturar su atención—. Esa Gloria se las trae...

—Claro que se las trae. Siempre fue así.

—¿La conoces?

—Somos del mismo pueblo.

—Entonces tú debes saber si esas historias que cuenta son ciertas.

—¿Historias?

—Eso de que a la hermana la violaba el padrastro. Y ahora la otra dice que es virgen, ¡pero nadie se lo cree! No con esas tetas...

Aquel monstruo se puso de pie con violencia y Federica trastabilló.

—¡¿De dónde sacaste eso?! –gritó él, exaltado.

—Lo dijo esa Gloria por la tele.

—¡No! Me refiero a... lo de la hermana.

—Lo dicen en el otro canal... Lo repiten todo el tiempo... ¿Qué hora es?

—Las cinco y media de la mañana.

—Quizás lo estén dando en el canal de cable.

Desnuda como estaba, la muchacha se cruzó delante del televisor para cambiar la emisora.

Y por un raro cruce del destino, en efecto, allí estaban las imágenes que había anticipado.

—¿Cómo puede ser que no albergues ni la menor duda de haber sido violada? –preguntó la periodista con impertinencia, desde la pantalla.

—Escuche –respondió la muchacha—, todavía soy virgen, ¿le parece que no lo notaría?

Federica observó la cara de su galán iluminada por los destellos del aparato. Ahora se veía aún más amenazador. Era como si una horrible frustración se apoderara de él, tensando su cuerpo desnudo.

La muchacha no pudo pensar más. Él la empujó con fuerza obligándola a arrodillarse.

¿Y si la mataba luego de aquello?

¡Su pobre madre no iba a soportar el disgusto! No, no podía morir en el cuarto de un hotel cinco estrellas. ¡No era justo!

¿Cómo se llamaba el tipo?

Sí, ahora podía recordarlo: Ramiro Ramos.

* * *

 

Como si no le hubiera alcanzado su encuentro con el doctor Núñez, a Marina le tocó viajar de vuelta a casa con la enfermera Guerra.

“La mentira tiene patas cortas”, la reconvino su compañera ni bien se sentaron en el autobús. “Esa gente de la televisión no va a creer semejante tontería. Si dices que eres virgen van a querer que lo pruebes. Como hicieron con esa muchacha, la bailarina. ¡Hasta llevaron un médico al programa! ¿Qué vas a hacer tú si llevan a un médico? ¿Un papelón, como esa niña? ¿Cómo crees que se sintió la gente cuando aparecieron esas imágenes por Internet? ¡Vaya! Te aseguro que esa “señorita” no tenía virgen ni un sólo orificio de su cuerpo. ¿Quieres que te ocurra a ti lo mismo?... Claro que al final las cosas salieron bien para ella. Se casó con un futbolista, tuvo una boda de princesa, y nadie se acordó que ya no era virgen... ¿Quieres que a ti te ocurra lo mismo?”

No, por supuesto que Marina no quería eso. En realidad, no quería nada... Sólo llegar a casa y llorar.

Pero luego de separarse de esa vieja molesta y parlanchina, vino lo peor.

Del otro lado de la acera, su carnicero, que estaba descargando la carne del día, la reconoció de inmediato y, a pesar de que hasta entonces apenas habían cruzado algunas palabras, el buen hombre no tuvo empacho en gritarle: “Si quieres, te hago un hijo”. Y bastó que lo hiciera para que el camionero que lo asistía, al notar de quién se trataba, (la virgen más ilustre del país), se ofreciera a resolver su “problema”, en los términos más soeces. Los demás, como en el pueblo, sólo la observaban de lejos, comentando a sus espaldas.

Llegar al departamento fue una verdadera ordalía. Pero una vez allí no se sintió ni un poco más aliviada.

Quizás el doctor Núñez tenía razón. Quizás el sexo y el amor eran asignaturas pendientes para ella. Y es que en la soledad de ese departamento que no le pertenecía, que otra había elegido y decorado, en una ciudad que no era la suya, en una vida que no había soñado, se sentía más sola que nunca. Su madre estaba demasiado lejos para consolarla, y su hermana..., ¿dónde estaría su hermana? ¿Por qué no le había respondido sus llamadas, ni sus mensajes? ¿Habría visto también ella el reportaje?

Tenía un mal presentimiento respecto a Lucero.

¿O es que toda su vida no era más que un mal presentimiento que inexorablemente se hacía realidad?

Sonó el timbre. ¿Quién podía ser a esa hora? Apenas eran las cinco y media de la mañana.

Observó a través de la mirilla y se estremeció.

Era él. ¿Le abría?

Un nuevo timbrazo.

Y ya no pudo pensar más.

Esa había sido una noche demasiado larga.

* * *

 

Eran las cinco y media de la mañana, y todavía estaba oscuro. Lucero corría por la calle desierta, escuchando retumbar sus pasos en medio de la soledad.

Tenía un mal presentimiento...

Era ridículo... Pero no lo podía evitar.

Ella no era de las que se quedaban en casa rezando. ¡Al Señor también había que darle alguna ayuda!

La figura de un muchacho que corría en sentido opuesto y como si se lo llevara el diablo interrumpió sus pensamientos.

—¡Rodrigo!... ¡¿Y Melina?!

El gesto desfigurado del chico la alarmó. Se lo veía asustado y tembloroso.

—Allá... La tienen esos tipos... ¡Allá!

El corazón de Lucero comenzó a latir con fuerza.

¡No a Melina!... No a su Melina.

—¡Llama a la policía!

—¡¿Yo?!

—¿Qué ocurre? –preguntó otro muchacho que se acercaba a ellos.

Lucero lo reconoció de inmediato. Era José Ignacio, el hermano mayor de Ana Julia.

—¡Tienen a Melina!

—¡Te acompaño! –exclamó él sin dudar.

Juntos corrieron hasta chocar con un grupo compacto que estaba arremolinado, contemplando algo.

—¡¿Qué pasa aquí?! –gritó José Ignacio.

El grupo se abrió, dejando a la vista al líder y a Melina, que no cesaba de llorar.

—No se metan adónde no los llaman –gruñó ese fulano nefasto, encandilado por su presa.

—Esa es mi hija, suéltala –exigió Lucero.

—Te hubieras acordado antes –se burló el tipo, mientras sostenía a la niña por el cabello.

José Ignacio trató de hacerlo entrar en razón

—Vamos... No queremos líos... Deja a la chica y desapareceremos de aquí...

—Ven a buscarla si quieres...

José Ignacio, un joven sencillo de unos dieciocho años, pero con un cuerpo musculoso y bien delineado, se acercó con humildad.

—Sólo quiero a la pendeja...

Su contendiente no se amilanó. Sacó a relucir un cuchillo y lo paseó frente al recién llegado. Los demás, encantados por el espectáculo, volvieron a cerrarse en torno a ellos.

—Sólo quiero a Melina –repitió José Ignacio.

—Entonces vamos a pelear para ver quién se la queda, ¿no te parece?

Lucero observó la escena, horrorizada.

Por desgracia conocía muy bien el final de la historia. Miles de veces su marido se la había relatado al terminar sus rondas: un muchachito acuchillado al amparo de las sombras y la multitud. Un crimen con millones de testigos, y ningún victimario.

Pues ella no lo iba a permitir.

En su desesperación, y sin saber demasiado bien lo que hacía, tomó una botella del suelo y se arrastró hacia el centro de la pelea. Allí, con un golpe seco, la partió, (demasiado cerca de su mano, como averiguó al sentir las astillas perforando la piel, mientras comenzaba a sangrar en abundancia), y así pertrechada no dudó en amenazar al tipo del cuchillo.

—¿Vas a dejarnos ir, o te llevas un recuerdito mío?

—No te metas, mujer.

Lucero no se amilanó.

—Mi marido es policía de la treinta y siete. Aquí todos te conocen... Será mejor que seas tú el que no se meta conmigo, estúpido...

—Pues trae a tu marido, entonces... ¿Quieres pelear, vieja idiota? ¡Vamos a pelear!

El muchacho agitó el cuchillo mientras que Lucero hizo lo propio con la botella.

Por un segundo pudo imaginar el frío del acero hundiéndose en su piel.

Tenía tanto miedo que ya ni se atrevía a temblar.

Y entonces ocurrió lo peor.