XXVI. TRÁNSITO

El Starlifter, un avión nuevo, era decepcionantemente lento. Su velocidad de crucero sólo alcanzaba los 770 kilómetros por hora y, tras ocho horas y 3.600 kilómetros, hizo la primera escala en la base aérea de Elmendorf, Alaska. A Kelly nunca dejaba de asombrarle que la distancia más corta entre dos lugares de la Tierra fue-se una curva, lo que se debía a que estaba más acostumbrado a los mapas planos. En realidad, la larga ruta circular de Washington a Danang les habría obligado a sobrevolar Siberia, lo que, según el navegante, no podía ser. Cuando llegaron a Elmendorf, los hombres ya habían descansado y estaban levantados. Hacía poco que habían salido de un lugar con una temperatura y una humedad bochornosas y bajaron del avión para ver la nieve y las montañas cercanas. No obstante, en Alaska encontraron mosquitos tan grandes como para causar bajas en la compañía. El personal de la base estaba muy alborotado, ya que por allí no solían dejarse caer marines. Muchos de los chicos aprovecharon para correr unos kilómetros. La revisión del C-141 concluyó en el tiempo programado: dos horas y cuarto. Después de repostar combustible y cambiar una pequeña pieza del aparato de navegación, los hombres se alegraron de volver a subir al avión para la etapa del viaje a Yakoda, Japón. Después de tres horas de vuelo, harto del ruido y del encierro, Kelly fue a la cabina del piloto.

–¿Qué es aquello? – preguntó. A través de la neblina, pudo distinguir una línea marrón y verde, que correspondía a la costa de algún país.

–Es Rusia. En este momento nos tienen en las pantallas de sus radares.

–Magnífico -observó Kelly.

–El mundo es pequeño, señor, y ellos poseen una buena tajada.

–¿Usted habla con ellos… con el controlador del tráfico aéreo, por ejemplo?

–No. – El piloto rió-. No son muy amables. En esta etapa hablamos con Tokyo utilizando la banda de alta frecuencia y, más allá de Yakoda, nos controlarán desde Manila. ¿Les resulta agradable el viaje?

–No he tenido quejas hasta ahora. Aunque empieza a ser un poco largo:

–Sí -reconoció el piloto, volviendo a concentrarse en los instrumentos de navegación.

Kelly regresó a la zona de carga. El C-141 era ruidoso, un zumbido agudo y constante surgía de los motores, unido al ruido de la turbulencia de aire que estaban atravesando. A diferencia de las aerolíneas comerciales, la Fuerza Aérea no despilfarraba dinero en insonorización. Todos los soldados llevaban tapones en los oídos, aunque al cabo de unas horas dejaban de notar su efecto. Lo peor de los viajes en avión era el aburrimiento, pensó Kelly, sobre todo por el aislamiento que producía el ruido. Sólo se podía dormir, pero había un límite. Algunos hombres afilaban cuchillos que, con toda seguridad, no llegarían a utilizar, pero al menos esa actividad les entretenía, y un soldado siempre tenía que llevar un cuchillo. Otros hacían flexiones en el suelo metálico de la zona de carga del avión. La tripulación les observaba con impasibilidad, pues aunque tenían curiosidad por saber qué iba a hacer esa unidad de marines de élite, no podían preguntarlo. Era un misterio más para ellos, mientras el avión sobrevolaba la costa de Siberia. Estaban acostumbrados, pero todos los miembros de la tripulación les deseaba suerte allá donde se dirigiesen.

Al abrir los ojos pensó en el problema que tenía ante él. «¿Qué hacer?», se preguntó Henderson con disgusto.

La solución no le agradaba, pero se sentía capaz de hacerlo. Ya había pasado información alguna vez que otra. Al principio lo había hecho sin darse cuenta, a través de contactos con movimientos pacifistas, y en realidad no había entregado información sino que había tomado parte en largas discusiones que, con el tiempo, habían llegado a ser cada vez más intencionadas, hasta que un día una de sus amigas le preguntó algo de forma demasiado directa para ser fortuita. Ella le había hecho una pregunta amistosa en un momento especialmente íntimo, pero por el brillo de sus ojos parecía estar más interesada en su respuesta que en él, situación que cambió radicalmente una vez contestada su pregunta. Después reconoció su error, un tanto enfadado consigo mismo por haber sido víctima de un subterfugio tan obvio y conocido, pero prefería pensar que realmente no había sido un error. Ella le gustaba y él creía también que el mundo debía ser diferente. Pero lo que más le molestaba era que ella hubiese pensado que necesitaba utilizar su cuerpo para obtener una información que, probablemente, hubiese conseguido exponiendo sus razones con convicción.

Ella estaba ahora en otro lugar. Henderson no sabía dónde, aunque estaba seguro de que nunca volvería a verla. Era una pena. Había estado magnífica en la cama. Un paso había conducido a otro de forma aparentemente progresiva y natural, finalizando con su breve conversación con George en la Torre de Londres. Ahora tenía algo que el otro bando realmente necesitaba saber, pero no tenía a quién contárselo. George le había comentado lo mismo. ¿Sabían los rusos lo que había en ese condenado campo al suroeste de Haifong? Era una información que, utilizada debida-mente, podría hacer que se sintieran más cómodos con la idea de distensión, que les permitiría reducir un poco la carrera de armamentos, lo que a su vez permitiría a los americanos hacer otro tanto. Era una lástima que no hubiese manera de convencer a Wally de que era preferible hacer las cosas poco a poco, que no se podía cambiar el mundo de la noche a la mañana. Tenía que hacerle cambiar de opinión. No podía permitir que Wally dejase ahora su trabajo en el gobierno, para convertirse en otro ejecutivo desgraciado, como si no hubiese ya suficientes en el mundo. Le era valioso en el puesto que ocupaba. El único inconveniente era que a Wally le gustaba demasiado hablar, debido a su inestabilidad emocional. Y a la droga que consumía, pensó Henderson, mirándose en el espejo mientras se afeitaba.

Leyó el periódico mientras desayunaba. Los titulares eran similares a los de otros días. Se había librado una batalla de mediana envergadura para conseguir una colina que ya había cambiado de manos en más de una docena de ocasiones, con bajas en ambos bandos. Le seguía un aburrido y previsible editorial sobre las repercusiones que podía tener otro bombardeo en las conversaciones de paz, y un artículo sobre la convocatoria de una manifestación. Gritarían: «¡Fuera, fuera, no queremos vuestra jodida guerra!», como si una demostración tan pueril pudiera cambiar las cosas. En cierto sentido sí podía cambiar algo. Los manifestantes, a través de sus eslóganes, ejercían presión sobre los políticos v captaban la atención de los medios de comunicación. Al igual que Henderson, muchos políticos querían poner fin a la guerra, pero aún no eran mayoría. Hasta su propio senador, Robert Donaldson, seguía nadando entre dos aguas. Conocido como hombre razonable y serio, Henderson le encontraba indeciso, porque siempre estudiaba todas las facetas de un asunto y luego solía dejarse llevar por la opinión pública, como si careciese de opinión propia. Tenía que haber un camino mejor y, con el fin de conseguirlo, Henderson aconsejaba al senador con prudencia, matizando un poco sus opiniones, en espera del momento en que consiguiera su plena confianza; para poder enterarse de cosas que se suponía que Donaldson debía mantener en secreto. Ése era el problema de los secretos, que tienes que dejar que los demás los sepan, pensó al salir a la calle.

Henderson cogió el autobús para ir al trabajo. Era un martirio encontrar aparcamiento en el Capitolio, y el autobús le dejaba en la puerta. Se sentó en la parte trasera, donde podía terminar de leer su periódico en paz. A las dos manzanas el autobús se detuvo, y al poco Henderson se dio cuenta de que alguien se había sentado junto a él.

–¿Cómo ha ido en Londres? – preguntó el hombre con un tono familiar, que apenas se podía oír por encima del ruido del motor del autobús. Henderson le observó. No le había visto nunca. ¿Tan eficientes eran?

–Conocí a cierta persona -dijo Peter con cautela.

–Tengo un amigo en Londres. Se llama George. – Aquel hombre no tenía ningún acento y, tras, establecer contacto, se dedicó a leer la página de deportes del Washington Post-. No creo que ganen los Senators este año. ¿A usted qué le parece?

–George me dijo que tenía un… amigo en la ciudad. El individuo sonrió mientras leía los resultados deportivos.

–Me llamo Marvin.

–¿Cómo vamos a… cómo voy a…?

–¿Dónde piensa cenar esta noche? – preguntó Marvin.

–Pues no sé. ¿Quiere venir a casa…?

–No, Peter, sería poco inteligente. ¿Conoce el restaurante Alberto's?

–Sí, en Wisconsin Avenue.

–A las siete y media -dijo Marvin. Se levantó y se apeó en la parada siguiente.

La última etapa partió de la base aérea de Yakoda. Después de otra espera de dos horas y cuarto para la revisión del avión, el Starlifter despegó y volvió a elevarse lentamente en el aire. A partir de ese momento, todos empezaron a ser conscientes de la realidad. Los marines hicieron un esfuerzo por dormir. Era la única manera de paliar la tensión, que aumentaba a medida que se acercaban a su destino. Ahora las cosas eran diferentes, ya no estaban haciendo instrucción, y su comportamiento empezaba a adaptarse a la realidad cruda y dura. En un vuelo de otra clase habrían entablado conversación, contando chistes e historias sobre aventuras amorosas, charlando de sus casas, sus familias y sus planes para el futuro, pero el estruendo del C-141 lo impedía. Así que intercambiaban sonrisas, encerrados en sus propios pensamientos y temores, que no podían compartir. Por eso muchos de ellos preferían hacer ejercicio, intentando disminuir la tensión y cansarse lo suficiente para dormir y olvidar. Kelly, que había hecho lo mismo que ellos en misiones similares, les observaba mientras en su soledad se perdía en pensamientos aún más complejos.

La vida de ciertas personas dependía de él, se dijo Kelly. La aventura había comenzado al intentar salvar a Pam, y su muerte había sido culpa suya. Después había matado para vengarla, pero ¿era engañarse a sí mismo pensar que lo había hecho por su amor y su memoria? ¿Podía sacar algo positivo de la muerte? Había torturado a un hombre, y había de admitir que el dolor de Billy le había regocijado. Si Sandy llegara a saberlo, ¿cómo reaccionaría? ¿Qué pensaría de él? De repente le pareció imprescindible saber cómo le veía ella. Sandy se había esforzado en salvar a aquella muchacha, la había alimentado y protegido, prosiguiendo lo que él había iniciado con un simple rescate. ¿Qué pensaría de alguien que había machacado lentamente el cuerpo de Billy? Al fin y al cabo, Kelly no tenía poder para acabar con todo el mal del mundo. Ni tampoco para ganar la guerra. Ni él ni aquellos marines, aunque fuesen los mejores del mundo. Su misión no era ésa. Su objetivo era rescatar a ciertas personas -no se obtenía demasiada satisfacción al matar a alguien, pero salvar una vida era algo que se podía recordar con orgullo-. Esa era su nueva misión. Los traficantes aún tenían cuatro chicas en su poder. Encontraría la forma de rescatarlas, y tal vez pudiera informar a la policía sobre Henry y conseguir que recibiera su merecido. Kelly se daría la oportunidad de hacer algo con su vida sin que los recuerdos lo estropearan todo.

Sólo tenía que sobrevivir a la misión, pensó, y de hecho había logrado salir con vida de peores situaciones. «Soy un tipo duro», se dijo, pero no se lo creía del todo. «Lo hice antes, y lo haré ahora.» Era curioso que la mente no recordase los detalles escalofriantes hasta que ya no había escapatoria. Quizá era la inminencia del peligro, o que es más fácil asumir un riesgo cuando estás al otro lado del mundo, pero a medida que se acercaba el momento, empezabas a ver las cosas de otro modo…

–Esta es la parte más dura, señor Clark -dijo Irvin al sentarse junto a él después de haber hecho un centenar de flexiones.

–Sin duda -dijo Kelly casi gritando.

–Hay algo que debes recordar, pulpo; lograste entrar y sacarme fuera, ¿cierto? – Irvin sonrió-. Y eso que soy un buen profesional.

–Debieron confiarse demasiado, al fin y al cabo estaban en su país -observó Kelly tras una pausa.

–Probablemente aquella noche no estaban tan alerta como nosotros. Sabíamos que ibas a intentar entrar. Los soldados que trabajan en su propio país están esperando volver a casa cada noche, pensando en acostarse con su mujer después de la cena. Nosotros somos diferentes.

–Hay pocos como nosotros -reconoció Kelly, y luego sonrió-: Y pocos que tengan menos cerebro.

Irvin le palmeó en el hombro.

–Tienes razón, Clark. – El sargento de artillería se dirigió a dar ánimos a otro, la mejor manera de vencer sus propios temores. Kelly se lo agradeció. Luego, se echó e intentó dormir.

Alberto's era un restaurante italiano que aún no había sido descubierto por las masas. Un lugar pequeño y típicamente familiar, donde se preparaba una exquisita ternera. De hecho, todos los platos eran deliciosos, y el matrimonio que lo llevaba esperaba pacientemente recibir un buen día la visita del crítico gastronómico del Post, y la subsiguiente prosperidad. De momento iban tirando con los estudiantes de la cercana Universidad de Georgetown y los numerosos comensales del barrio, sin los cuales ningún restaurante podría sobrevivir. La única nota discordante era la música, una colección de grabaciones sentimentaloides de ópera italiana, que salía de unos altavoces baratos. Deberían mejorarlo, pensó Henderson.

Encontró una mesa en la parte trasera. El camarero, probablemente un mexicano indocumentado que intentaba disimular su acento, sin mucho éxito, encendió la vela que había sobre la mesa y fue a buscar el gin-tonic pedido por el cliente recién llegado.

Marvin llegó unos minutos después, vestido informalmente y llevando el periódico de la tarde, que dejó sobre la mesa. Tendría la misma edad que Henderson y era difícil describirle: ni alto ni bajo, ni corpulento ni flaco, de pelo castaño ni largo ni corto, y con gafas que era imposible saber si tenían los cristales graduados. Vestía una camisa de manga corta, sin corbata, y parecía otro vecino que no tenía ganas de prepararse la cena esa noche.

–Los Senators han vuelto a perder -dijo cuando el camarero llevó la copa de Henderson-. Tinto de la casa para mí -pidió Marvin al mexicano.

–Sí -respondió el camarero y se retiró.

Marvin tenía que ser un «ilegal», pensó Peter, estudiándole. Como ayudante de un miembro del Comité de Información, Henderson había sido adiestrado por miembros del Servicio de Información del FBI. Todos los oficiales «legales» del KGB ocupaban puestos diplomáticos, y si los descubrían eran declarados persona non grata y deportados en el primer avión. De esta manera, estaban protegidos de posibles condenas por parte del gobierno americano, lo que para ellos era una ventaja; la desventaja era que se les podía localizar con facilidad, puesto que se conocía su residencia y los coches que utilizaban. Los «ilegales» eran simplemente oficiales del servicio soviético de inteligencia; entraban en el país con documentación falsa y en caso de ser descubiertos acababan en una prisión federal hasta el siguiente intercambio, que podía tardar años en llegar. Eso explicaba por qué Marvin hablaba un perfecto inglés. Cualquier desliz podía tener serias consecuencias. Por tanto, su porte relajado era aún más curioso.

–¿Le gusta el béisbol?

–Aprendí a jugar hace mucho tiempo. Jugaba bien, pero nunca conseguí lanzar con efecto. – El hombre sonrió, y Henderson le correspondió. Había visto las imágenes de satélite del lugar donde Marvin había aprendido su oficio, esa interesante ciudad muy al noroeste de Moscú.

–¿Cómo llevaremos esto?

–Está bien. Vayamos al grano. Ya imagina que no nos veremos muy a menudo.

Henderson volvió a sonreír.

–Sí, dicen que los inviernos en la prisión de Leavenworth son muy duros.

–No es cosa de broma, Peter -dijo el oficial del KGB-. Éste es un asunto muy serio. «¡Por favor, otro irresponsable no!», pensó Marvin.

–Lo sé. Perdone -se disculpó Henderson-. Esto es nuevo para mí.

–En primer lugar, concretaremos la manera de ponernos en contacto. Las ventanas de su piso tienen cortinas. Si no tiene nada para mí, déjelas cerradas o abiertas. Si tiene algo, déjelas cerradas a medias. Comprobaré sus ventanas los martes y los viernes, alrededor de las nueve de la mañana. ¿De acuerdo?

–Sí, Marvin.

–Para empezar, Peter, utilizaremos un método de entrega sencillo. Aparcaré mi coche en una calle cerca de su casa. Es un Plymouth Satellite azul oscuro, matrícula HVR-309. Repítala. No la anote nunca.

–HVR-309.

–Meta sus mensajes aquí dentro. – Le pasó algo por debajo de la mesa, un objeto de metal-. No lo acerque a su reloj, contiene un potente imán. Cuando pase junto a mi coche, puede simular agacharse para recoger un trozo de papel, o apoyar un pie en el parachoques para atarse los cordones de los zapatos. Simplemente tiene que sujetarlo al interior del parachoques. El imán lo mantendrá en su sitio.

Aunque lo que acababa de oír era la primera lección para espías noveles, a Henderson le pareció muy sofisticada. Ese método servía para el verano, pero con la llegada del mal tiempo tendrían que idear otro. El camarero les entregó la carta y ambos pidieron ternera.

–Ya tengo algo para usted, si le interesa -dijo Henderson al oficial del KGB. «Ha llegado el momento de hacerle saber quién soy.»

Marvin, cuyo nombre verdadero era Iván Alexéievich Yegorov, tenía un verdadero trabajo con todo lo que eso conllevaba. Empleado por la compañía de seguros Aetna como inspector de seguridad, había recibido su formación en el centro de Farmington Avenue que la compañía tenía en Hartford, Connecticut, antes de regresar a la oficina regional de Washington, y su trabajo consistía en identificar los casos de alto riesgo desde los clientes de la compañía, conocidos en el negocio como «riesgos». Eligió el trabajo porque le permitía viajar -el puesto incluía un coche de la compañía- y añadía la ventaja de introducirle en las oficinas de varios contratistas gubernamentales, cuyos empleados no siempre tomaban la precaución de cubrir ciertos documentos que dejaban encima de las mesas. Su superior estaba encantado con él. El nuevo subordinado era muy cumplidor y sus informes, inmejorables. Había rechazado un ascenso y un traslado a Detroit («Lo siento, jefe, pero me gusta demasiado Washington»), cosa que a su supervisor no molestó en absoluto. Tener un hombre de su talento en ese puesto con un sueldo irrisorio, hacía que su sección destacara más en la compañía. Para Marvin significaba pasar cuatro de cada cinco días fuera de la oficina, lo que le permitía reunirse con gente cuándo y dónde quería, además de disponer de coche gratis; incluido mantenimiento y gasolina. Era una vida tan cómoda que, de haber creído en Dios, pensaría que estaba muerto y en el cielo. Su afición por el béisbol le llevaba a elegir el estadio Roben F. Kennedy para hacer las entregas y otros contactos personalmente, arropado por el anonimato de la muchedumbre, lo que en otras circunstancias no era permitido por la Normativa para Operaciones Clandestinas del KGB. En resumen, el capitán Yegorov se sentía muy cómodo en su falsa identidad y en su medio, al tiempo que cumplía con su deber para con su país. Incluso había llegado a América a tiempo de no perderse la revolución sexual. Sólo echaba de menos el vodka, pues los americanos no sabían destilar bien.

«¡Muy interesante!», se dijo Marvin de regreso a su apartamento en Chevy Chase. Era curiosísimo enterarse de una operación de espionaje rusa de alto nivel gracias a un americano, y ahora se le presentaba la oportunidad de hacer daño al enemigo principal de su país a través de terceras personas; si lograba hacer las gestiones a tiempo. También podría poner a sus superiores al corriente sobre una operación que los cretinos de la Fuerza Aérea soviética pensaban realizar y que podía comprometer seriamente la seguridad de la Unión Soviética. Probablemente intentarían tomar el mando de la operación. Con algo tan importante como la defensa nacional, uno no podía fiarse de los capullos de la fuerza aérea -tendría que ser un oficial de Seguridad Interna quien hiciera las preguntas-. Escribió su informe, lo fotografió, y rebobinó la película del minúsculo carrete. Tenía una cita con un contratista local al día siguiente por la mañana, a primera hora. Después de la primera visita pasaría a desayunar por Howard Johnson's, el lugar elegido para hacer la entrega. Dentro de dos días, o quizá tres, la película estaría en Moscú,: la valija diplomática.

El capitán Yégorov terminó su trabaje justo a tiempo para ver el final del partido de los Senators; el home run de Frank Howard en la novena entrada no fue suficiente para evitar la derrota ante Cleveland por 5 a 3. Qué casualidad, pensó, mientras bebía un sorbo de cerveza. Henderson era una auténtica joya, y nadie se había molestado en decirle a Yégorov -probablemente lo ignoraban- que tenía su propia fuente de información dentro de la Oficina de Asuntos de la Seguridad Nacional de la Casa Blanca.

A pesar del nerviosismo ante la proximidad de la operación, todos se sintieron aliviados cuando el C-141 aterrizó en Danang. Habían tenido que soportar aquel espantoso ruido durante las veintitrés lloras del viaje, demasiado tiempo, en su opinión, hasta que de repente volvieron a la dura realidad. Al abrirse la puerta de carga les asaltó un olor pestilente, que los veteranos del lugar llamaban «Olor de Vietnam». El contenido de varias letrinas había sido depositado en unos barriles y quemados con gasóleo.

–¡Olor de hogar! bromeó un marine, un chiste de dudoso gusto que provocó algunas nerviosas carcajadas.

–¡Preparados para desembarcar! – gritó Irvin mientras disminuía el ruido de los motores. Los hombres se movieron despacio, entorpecidos por el cansancio y el entumecimiento. La mayoría sacudía la cabeza para recuperarse del aturdimiento causado por los tapones. Bostezaban y estiraban los músculos con movimientos que un psicólogo habría catalogado como típicas expresiones no verbales de intranquilidad.

La tripulación del avión llegó justo cuando bajaban los últimos soldados. El capitán le dio las gracias por el viaje que, aunque largo, había transcurrido sin incidentes. Después de un servicio maratoniano, la tripulación iba a poder disfrutar de varios días de descanso obligatorio, aunque desconocían si permanecerían en la zona, realizando algún que otro vuelo de abastecimiento a la base Clark, hasta que el equipo estuviese listo para emprender el viaje de regreso. Albie ordenó a los hombres que subieran a los dos camiones que aguardaban en la pista, que les trasladaron a una zona de la base aérea donde esperaban dos aviones. Eran dos C-2A Greybound de la Armada. Se oyeron algunas quejas mientras los soldados buscaban asiento antes de emprender el viaje de una hora que les llevaría al portaaviones Constellation. Una vez ahí, subieron a dos helicópteros CH-46 Sea Knight que les trasladaron al Ogden, donde, agotados y desorientados, fueron conducidos a un espacioso alojamiento con literas. Kelly les observó romper filas. ¿Qué pasaría ahora?

–¿Cómo ha ido el viaje? – se dio la vuelta y vio al vicealmirante Podulski, con su arrugado uniforme caqui y una expresión excesivamente jovial, dadas las circunstancias.

–Los del aire tienen que estar locos -se quejó Kelly.

–Les gusta poner a prueba la paciencia. Sígame -ordenó el almirante, conduciéndole a la superestructura. Kelly echó un vistazo a su alrededor. Al este, en el horizonte, se divisaba el Constellation, y pudo ver un avión despegar de un extremo, mientras en el otro extremo varios aparatos sobrevolaban en círculos, esperando turno para aterrizar. Dos cruceros navegaban no muy lejos, y un número indeterminado de destructores rodeaban la formación. Era algo que Kelly había tenido pocas ocasiones de presenciar: el Blue Team de la Armada en acción, dominando los océanos.

–¿Qué es eso? – preguntó señalando un barco con el dedo.

–Un pesquero ruso. – Podulski hizo una señal para que Kelly entrara por una puerta hermética.

–¡Fantástico!

–No se preocupe. Nos encargaremos de él -aseguró el vicealmirante.

Dentro de la superestructura, subieron por una serie de escaleras hasta llegar a un centro de operaciones provisional. Podulski ocuparía el camarote del capitán, situado a babor, durante la misión, desterrando al comandante del Ogden a un camarote más pequeño, cerca del puente. Contaba con un salón muy cómodo, y en él se encontraba el capitán del buque.

–¡Bienvenido a bordo! – dijo el capitán Ted Franks-. ¿Es usted Clark?

–Sí, señor.

Franks tenía cincuenta y seis años, y había servido en buques anfibios desde 1944. El Ogden era el quinto buque a sus órdenes y sería también el último. A pesar de su corta estatura, su complexión rechoncha, y su calvicie, mantenía un porte aguerrido y una expresión que oscilaba de la bondad a la seriedad. En ese momento, predominaba la primera. Indicó a Kelly que se sentara junto a una mesa en el centro del salón, sobre la que había una botella de Jack Daniels.

–Esto no está permitido -dijo Kelly.

–Para mí, sí -repuso el capitán Franks-. Son raciones de aviador.

–Yo lo pedí -explicó Casimir Franks-. Me lo enviaron desde el Constellation. Necesitamos algo que nos calme los nervios tras pasar tanto tiempo con los chicos del aire.

–Nunca discuto con almirantes, señor. – Kelly echó dos cubitos de hielo en un vaso y los cubrió de whisky.

–El segundo comandante está hablando con el capitán Albie y sus hombres. Están recibiendo el mismo trato que usted -añadió Franks, lo que quería decir que cada hombre encontraría un par de botellas, como las que se sirven en los aviones, encima de su litera-. Señor Clark, nuestra nave está a su disposición. Sólo tiene que pedir lo que quiera, y haremos lo posible por ofrecérselo.

–Desde luego, capitán, usted sabe agasajar a sus invitados. – Kelly bebió un sorbo de whisky. El sabor del alcohol le hizo consciente de su agotamiento-. Entonces, ¿cuándo?

–Dentro de cuatro días. Tendrán dos días para recuperarse del viaje -dijo el almirante-. El submarino llegará dos días después. Los marines entrarán en acción el viernes por la mañana, según las condiciones meteorológicas.

–De acuerdo. – No podía decir otra cosa.

–Sólo el segundo comandante y yo estamos al corriente. Intente que no se difunda entre lo demás. Tenemos una tripulación bastante buena. El equipo de inteligencia está a bordo y ya ha empezado a trabajar. El equipo médico llegará mañana.

–¿Disponemos de fotografías de reconocimiento?

Podulski se encargó de responder:

–Tendremos fotografías del campo de prisioneros dentro de un rato, nos las enviarán desde el Constellation. Otra serie llegará doce horas antes del comienzo de la misión. Además, están las tomas captadas hace cinco días por el Buffalo Hunter. El campo sigue estando ahí, y los guardias también, todo sigue igual.

–Y ¿qué hay del «género»? – dijo Kelly, utilizando la palabra en clave para referirse a los prisioneros.

–Sólo tenemos tres fotografías de americanos en el campo. Podulski se encogió de hombros.

–Todavía no han inventado una cámara que pueda fotografiar lo que hay bajo techo.

–Entiendo. – Frunció el ceño.

–Yo también estoy preocupado por eso -admitió Gas. – Capitán -preguntó Kelly-, ¿hay algún lugar donde podamos entrenar?

–Hay una sala de pesas detrás del comedor de la tripulación. Como le he dicho, está a su disposición.

Kelly terminó su copa, y dijo:

–Bien, creo que necesito dormir un poco.

–Comerá con los marines. Le gustará la comida -prometió el capitán Franks.

–De acuerdo.

–He visto a dos hombres sin casco -dijo Marvin Gooding al jefe.

–Hablaré con ellos.

–Bien, gracias por su cooperación.

Había sugerido once recomendaciones sobre la seguridad, y el propietario de la empresa de cemento las había adoptado todas, con la esperanza de reducir los costes de la póliza. Marvin se quitó el casco blanco y se limpió el sudor de la frente. Iba a ser un día caluroso. Los veranos eran muy diferentes a los de Moscú, aquí había más humedad. Pero los inviernos eran más suaves.

–Si fabricaran estos chismes con pequeños agujeros de ventilación, serían más cómodos.

–Yo también he pensado lo mismo -dijo el capitán Yegorov, de regreso a su coche.

Al cabo de quince minutos, entró en el aparcamiento de Howard Johnson's. Aparcó el Plymouth azul en un espacio junto al lateral oeste del edificio. Al mismo tiempo que él salía del coche, un cliente terminó su café dentro del establecimiento y dejó un hueco libre en el mostrador, junto con una propina de un cuarto de dólar para la camarera. El restaurante disponía de una doble puerta para ahorrar en aire acondicionado, y cuando los dos hombres se cruzaron a solas, protegidos de miradas indiscretas por las puertas de cristal, la película pasó de una mano a otra sin necesidad de aminorar el paso. Después, Yegorov/Gooding pasó al interior del establecimiento, y un mayor «legal» del KGB, llamado Ishchenko, continuó su camino. Sintiéndose más ligero, Marvin Gooding se sentó en el mostrador y pidió un zumo de naranja para empezar. Había tantas cosas buenas para comer en Estados Unidos.

–Estoy comiendo demasiado. – Doris probablemente decía la verdad, pero de todas maneras atacó el plato de pasteles.

Sarah no comprendía la manía de los americanos por adelgazar.

–Has perdido mucho peso en las dos últimas semanas. Te conviene recuperar un poco -dijo Sarah Rosen a la convaleciente Doris.

El Buick de Sarah estaba aparcado fuera, y aquella tarde irían a Pittsburgh. Sandy había vuelto a cortarle el pelo a Doris, y le había comprado ropa un poco más apropiada para la ocasión, una blusa de seda beige y una falda granate hasta la rodilla. El hijo pródigo podía volver a casa con la ropa hecha jirones, pero la hija tenía que regresar con un poco de orgullo.

–No sé qué decir -murmuró Doris Brown, al levantarse para recoger la mesa.

–Tú sigue recuperándote -contestó Sarah. Se dirigieron al coche, y Sarah se subió detrás. Si Kelly les había enseñado algo era prudencia. La doctora Rosen aceleró y enfiló por la calle Loch Rayen en dirección norte, luego cogió la carretera de circunvalación de Baltimore en dirección oeste hasta la Interestatal 70. El límite de velocidad era de ciento diez kilómetros por hora, pero Sarah lo sobrepasó y puso su pesado Buick rumbo a las montañas de Catoctin. Cuantos más kilómetros las separaran de la ciudad, más seguras estarían. Pasado Hagerstown, se relajó y empezó a disfrutar del viaje. Después de todo, ¿qué probabilidad había de que reconocieran a Doris en un coche en marcha?

Fue un viaje sorprendentemente silencioso. Habían agotado todos los temas de conversación en los últimos días, mientras Doris se recuperaba. Aún necesitaba asesoramiento sobre su dependencia, y ayuda psicológica urgente, pero Sarah ya había hablado al respecto con una colega que trabajaba en la prestigiosa Facultad de Medicina de la Universidad de Pittsburgh. Era una mujer de unos sesenta años, que no acostumbraba informar a la policía local, así que por ese lado no había problema. En el silencio que reinaba en el coche, Sandy y Sarah podían sentir cómo aumentaba la tensión. Ya habían hablado acerca de su regreso. Doris iba a reencontrarse con una casa y un padre, que había dejado para llevar una vida que estuvo a punto de conducirla a la muerte. Durante meses el principal ingrediente de su nueva vida sería la culpabilidad, en parte merecida y en parte imaginada. A fin de cuentas, era una joven con mucha suerte, aunque aún no lo comprendiera. Para empezar, estaba viva. Con la recuperación de su confianza y amor propio, quizá dentro de dos o tres años podría vivir con tanta normalidad que nadie sospecharía de su pasado o notaría las secuelas, que irían desapareciendo gradualmente. La muchacha cambiaría al recuperar la salud, y volvería no sólo con su padre sino al mundo de la gente real.

Si la psicóloga la trataba con tacto y solicitud, quizá incluso se convirtiese en una persona más fuerte que antes, deseó Sarah. La doctora Michelle Bryant tenía muy buena reputación, y seguramente era el profesional más adecuado. Para la doctora Rosen, que seguía conduciendo hacia el oeste, a una velocidad ligeramente superior a la permitida, dejar a un paciente sin haber terminado su labor era una de las facetas más difíciles de la medicina. En su experiencia con toxicómanos le había sucedido con frecuencia, pero seguía dejándole un mal sabor de boca. Llegaba el momento en que tenía que dejarles marchar, con la esperanza y la confianza de que el paciente pudiese hacer lo demás. Algo parecido se debía sentir cuando se casaba una hija, pensó Sarah. Por teléfono, el padre de Doris parecía un hombre decente, y a Sarah Rosen no le hacía falta ser psicóloga para saber que, más que otra cosa, Doris necesitaba vivir una relación con un padre cariñoso y honrado para que, un día, pudiera desarrollar otra semejante en su propia vida. Ese trabajo debía dejárselo a otros, pero no mitigaba la preocupación que Sarah seguía sintiendo por su paciente. Todos los médicos tenían algo de madre judía, y en este caso era particular-mente difícil evitarlo.

Llegaron a las empinadas colinas de Pittsburgh. Doris indicó a Sarah que siguiera el curso del río Monangahela hasta enfilar la calle donde vivía su padre y, cuando Sandy empezó a comprobar los números de las casas, su tensión se incrementó. Habían llegado. Sarah aparcó el Buick rojo, y las tres respiraron hondo.

–¿Estás bien? – preguntó a Doris, que se limitó a asentir con la cabeza.

–Es tu padre, cariño. Te quiere.

Raymond Brown era una persona bastante corriente, observó Sarah un momento después. Debía llevar horas esperando al lado de la puerta, y bajó los escalones de hormigón agarrándose de la barandilla con una mano temblorosa, nervioso. Con torpe galantería, abrió la puerta trasera del coche para que bajara Sandy. Luego se asomó al interior del vehículo y a pesar de sus esfuerzos para disimular su emoción, cuando su mano tocó la de su hija, sus ojos se llenaron de lágrimas. Al apearse del coche, Doris dio un traspié y su padre la sujetó, estrechándola contra su pecho.

–¡Oh, papá!

Sandy O'Toole volvió el rostro, para que padre e hija compartieran a solas aquel momento, y su mirada se cruzó con la de la doctora Rosen, también empañada por la emoción. Ambas mujeres se mordieron los labios.

–Entra, nena -dijo Ray Brown.

Acompañado por su hija, volvió a subir los escalones, deseoso de tenerla bajo su techo y su protección. Las dos mujeres les siguieron.

El salón estaba casi a oscuras. Debido a que el señor Brown dormía durante el día, había colocado persianas en las ventanas, y había olvidado subirlas. La habitación estaba atestada de alfombras trenzadas, recargados muebles de los años cuarenta y mesitas de caoba cubiertas con tapetes de encaje. Todo decorado con numerosas fotografías. De la esposa difunta. Del hijo muerto. Y de una hija perdida; había cuatro de Doris. En la oscura seguridad de la casa, el padre volvió a abrazar a la hija.

–¡Cariño! – dijo, y repitió las palabras que había estado ensayando durante días-: No debí decirte aquello, me equivoqué.

–Está bien, papá. Gracias por… por decírmelo.

–Doris, tú eres mi hija.

No era necesario añadir más. Se abrazaron por más de un minuto, y luego ella se libró suavemente de sus brazos, riéndose. – Tengo que ir al cuarto de baño.

–Está en el mismo sitio de siempre -dijo su padre, secándose las lágrimas.

Doris subió escaleras arriba. Raymond Brown se volvió hacia sus invitadas.

–Yo he almorzado ya. – Siguió un silencio embarazoso. No era el momento de cuidados modales o de decir frases de cumplido-. No sé qué decir.

–No se preocupe. – Sarah sonrió con benevolencia-. Pero necesitamos hablar. Por cierto, ésta es Sandy O'Toole. Sandy es enfermera y, más que a mí, es a ella a quien hay que agradecer la recuperación de su hija.

–Encantada -dijo Sandy, tendiéndole la mano.

–Doris va a necesitar mucha ayuda, señor Brown -dijo la doctora Rosen-. Lo ha pasado francamente mal. ¿Podemos hablar de ello?

–Sí, doctora. Por favor, siéntense. ¿Quieren tomar algo? – preguntó con apuro.

–He concertado una entrevista para su hija con una doctora de Pittsburgh. Se llama Michelle Bryant. Es psicóloga.

–¿Quiere decir que Doris está… enferma?

Sarah negó con la cabeza.

–No, no es eso. Pero lo ha pasado muy mal, y un buen tratamiento médico la ayudará a recuperarse con más rapidez. ¿Me entiende?

–Doctora, haré todo lo que me diga, ¿de acuerdo? Tengo un seguro médico de la empresa donde trabajo.

–No se preocupe por eso. Michelle lo hará como un favor profesional. Usted tendrá que acompañar a Doris a las sesiones. Es muy importante que se muestre comprensivo. Ella ha sufrido una experiencia espantosa. Le han pasado cosas terribles. Pero su recuperación será completa, si usted la ayuda. Michelle se lo explicará mejor que yo. Lo que quiero decir, señor Brown, es que, por espantosas que sean las cosas que escuche, por favor…

–Doctora -interrumpió él suavemente-, estamos hablando de mi hija. Es todo lo que tengo, y no pienso… estropearlo y perderla de nuevo. Antes preferiría morir.

–Señor Brown, eso es exactamente lo que necesitábamos saber.

Kelly se despertó a la una de la madrugada, hora local. El whisky no le había dado resaca. De hecho, se sentía extraordinariamente descansado. Tumbado en la oscuridad del camarote, distendió los músculos, arrullado por los sonidos de las máquinas y mecido por la suave oscilación del Ogden que viraba a babor. Se dirigió hacia las duchas y se lavó con agua fría para acabar de despertarse. Al cabo de diez minutos estaba vestido y presentable. Era hora de explorar el barco.

Los buques de guerra nunca dormían. Aunque la mayoría de las tareas se realizaban durante las horas de luz, los inflexibles turnos de guardia significaban que siempre había movimiento. Al menos cien hombres de la tripulación permanecían siempre en sus pues-tos, y otros muchos circulaban por los estrechos pasillos camino de sus tareas cotidianas y de mantenimiento. Un buen número descansaban en los comedores, leyendo o escribiendo cartas.

Kelly vestía traje de faena, y llevaba una placa con su nombre, pero no insignia. Para la tripulación era simplemente «el señor Clark», un civil, y corría el rumor de que pertenecía a la CIA; acompañado por los habituales chistes sobre James Bond, que cesaban en cuanto él aparecía. Los marineros se apartaban a su paso mientras exploraba los pasillos, y le saludaban con una respetuosa inclinación de cabeza que él devolvía, asombrado por recibir trato de oficial. Aunque sólo el capitán y el segundo de a bordo conocían la naturaleza de la misión, los marineros no eran tontos. No se enviaba un buque de guerra desde San Diego hasta ese lugar sólo para prestar apoyo a una pequeña unidad de marines, salvo que hubiese una buena razón, y aquel grupo de hombres haría sombra al mismísimo John Wayne.

Kelly dio con la cubierta de aterrizaje, en la que había tres marineros. El Connie seguía visible en el horizonte. Las luces de los aviones que despegaban de su cubierta centelleaban contra un cielo de estrellas. Unos minutos después, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y distinguió la silueta de varios destructores a unas millas de distancia. Coronando el Ogden, las antenas del radar giraban con un zumbido, pero el sonido dominante era el continuo susurro del casco de acero abriendo las aguas.

–¡Dios mío, qué belleza! – exclamó para sí mismo.

Kelly regresó a la superestructura, y la recorrió de extremo a extremo hasta que encontró el centro de información de combate. El capitán Franks se hallaba allí, sin dormir como la mayoría de los comandantes.

–¿Se encuentra mejor? – preguntó Franks.

–Sí, señor. – Kelly observó el trazado del itinerario, denominado TF-77.t, y contó los buques de guerra que integraban la formación. Había varios radares en funcionamiento, porque Vietnam del Norte contaba con aviación y cualquier día podía ocurrírsele intentar alguna tontería.

–¿Cuál es nuestro amigo ruso?

–Éste. – Franks lo señaló en la pantalla-. Un pequeño pesquero repleto de radares y sistemas de escucha camuflados. Nos están siguiendo. Los hombres del equipo de servicio de inteligencia que se hallan a bordo se están divirtiendo mucho -prosiguió el capitán-. Están acostumbrados a trabajar en barcos pequeños. Aquí se sienten como en el Queen Mary).

–Es un barco bastante grande -dijo Kelly-. También parece prácticamente desierto.

–Sí. Bueno, no ha habido ningún problema entre mis hombres y los marines. ¿Necesita consultar algunas cartas? Están en mi camarote, bajo llave.

–Me parece una buena idea, capitán. ¿Un poco de café?

El camarote de Franks era bastante cómodo. El asistente les sirvió café y el desayuno. Kelly desplegó la carta y volvió a estudiar el cauce del río que iba a remontar.

–El agua es muy profunda -observó Franks.

–Lo suficiente -dijo Kelly, y cogió una tostada-. El objetivo está justo aquí.

Franks sacó un compás de su bolsillo y midió la distancia.

–¿Cuánto tiempo lleva en este tipo de trabajo? – preguntó Kelly.

–¿Anfibios? – Franks rió-. Estuve en Annapolis durante dos años y al licenciarme pedí destino en destructores, así que me asignaron en una lancha de desembarco como segundo de a bordo, ¿qué le parece? Hice mi primer desembarco en Pelileu. En Okinawa estuve al mando de mi propia lancha. Luego Inchon, Wonsan, el Líbano… He pintarrajeado muchas playas. ¿Cree que…? – preguntó levantando los ojos.

–No estamos aquí para fallar, capitán. – Aunque Kelly había memorizado cada recodo del río, siguió examinando la carta, una copia exacta de la que habían estudiado en Quantico, por si se había dejado algo. No encontró nada nuevo, pero seguía mirándola fijamente.

–¿Va a entrar solo? Es una larga travesía a nado, señor Clark -dijo Franks,

–Contaré con algo de apoyo, y no tendré que volver nadando, ¿verdad?

–Supongo que no. Será maravilloso sacar a esos hombres de allí.

–Sí, señor.

XXVII. INFILTRACIÓN

La primera fase de la operación BOXWOOOD CREEN empezó poco antes del amanecer. Cuando recibió la orden, un mensaje en clave de una sola palabra, el portaaviones Constellation, que seguía rumbo al sur, viró en redondo. Dos cruceros y seis destructores siguieron su ejemplo y viraron a babor, y desde los nueve puentes partió la misma orden: «¡A toda máquina!» Las calderas estaban a punto, y cuando los buques voltearon a estribor, empezaron a acelerar. La maniobra cogió por sorpresa a la tripulación del pesquero ruso. Habían esperado que el Connie virara hacia el otro lado, navegando contra el viento para iniciar las operaciones aéreas, pero, sin que se dieran cuenta, el portaaviones puso proa en la dirección del viento y navegaba hacia el noroeste a gran velocidad. El pesquero del servicio de inteligencia ruso cambió su rumbo también, acelerando con la vana esperanza de alcanzar la formación del portaaviones. El Ogden se quedó con dos destructores de misiles de la clase «Adams» de escolta, una sensata precaución después de lo ocurrido no hacía mucho al Pueblo cerca de la costa coreana. El capitán Franks observó el barco ruso desaparecer una hora después. Dejaron pasar otras dos horas para estar más seguros. A las ocho de la mañana, dos helicópteros Cobra AH-1, volaron en solitario, a ras del agua, desde la base aérea de Danang hasta la pista de aterrizaje de la espaciosa cubierta del Ogden. La presencia de dos helicópteros de ataque en la cubierta del buque, que según las partes de inteligencia soviéticos llevaba a cabo una misión de espionaje electrónico no muy diferente de la suya, podía haber despertado las sospechas de los rusos. Los mecánicos de mantenimiento empujaron los dos Snakes hacia un hangar y empezaron con la puesta a punto y la revisión de los equipos. Algunos miembros de la tripulación del Ogden encendieron las luces del hangar, y los ayudantes del jefe de máquinas se pusieron a disposición de los recién llegados. Aún no estaban informados de la misión, pero era evidente que algo excepcional estaba sucediendo. Ya no había tiempo para preguntas. Fuera lo que fuera, todos los recursos del buque fueron puestos a su servicio, antes incluso de que los oficiales transmitieran la orden a sus hombres. Los helicópteros Cobra significaban acción, y todos sabían que estaban más cerca de Vietnam del Norte que de Vietnam del Sur. Los rumores empezaron a circular. En primer lugar, había llegado un grupo de agentes del servicio de inteligencia, luego los marines, y ahora dos helicópteros de combate, y para esa tarde esperaban el aterrizaje de nuevos helicópteros. El personal médico recibió la orden de preparar la enfermería para alojar a los futuros visitantes.

–Vamos a pillar a esos cabrones por sorpresa -comentó un tercer ayudante de contramaestre a su superior.

–No vaya diciéndolo por ahí -gruñó el veterano con veintiocho años de servicio a sus espaldas.

–¿A quién coño se lo voy a decir, señor? Escuche, yo estoy a favor de todo esto.

¿Adónde irá a parar la Armada?», se preguntó el veterano del golfo de Leyte para sus adentros.

–Usted, usted y usted. – Un suboficial señaló a varios reclutas-. Revisen la cubierta de aterrizaje.

Palmo a palmo, registraron la cubierta, en busca de cualquier objeto que pudiera ser aspirado por la succión de un motor. El suboficial se volvió hacia el contramaestre.

–Con su permiso, señor.

–Adelante. – Eran estudiantes universitarios que deseaban evitar el reclutamiento para el ejército de tierra, pensó el veterano.

–¡Y como vea a alguien fumando por aquí, le arrancaré la cabeza! – gritó el tercer ayudante a los reclutas.

Pero los asuntos importantes se despachaban en el terreno de los oficiales.

–Puramente rutina -dijo el oficial del servicio de inteligencia a sus visitantes.

–Últimamente hemos estado interfiriendo sus sistemas telefónicos -explicó Podulski-. Esto les obliga a comunicarse por radio más a menudo.

–Muy ingenioso -dijo Kelly-. ¿Han captado transmisiones del objetivo?

–Algunas, y anoche interceptamos una en ruso.

–¡Eso es la prueba que necesitábamos! – exclamó el vicealmirante. Sólo existía una razón para que un ruso se encontrase en SENDER GREEN-. Espero echar el guante a ese bastardo.

–Señor -prometió Albie con una sonrisa-, si se encuentra allí, considérelo hecho.

Su comportamiento había experimentado un nuevo cambio. Después del descanso y con el objetivo tan cerca, sus pensamientos abandonaron los temores abstractos, y se concentraron en los puntos concretos de mayor dificultad. Habían recuperado la confianza, pero sin que mermara su cautela y su preocupación, algo que habían aprendido durante el entrenamiento. Ahora estaban convencidos de que todo saldría según lo planeado.

Acababan de llegar las últimas fotografías tomadas por un avión de reconocimiento RA-5 Vigilante, que se había visto obligado a sobrevolar a ras de suelo tres emplazamientos de misiles SAM, para ocultar su verdadero objetivo en otro lugar secreto. Kelly cogió las ampliaciones.

–Sigue habiendo gente en las torres.

–Vigilan algo -dijo Albie.

–Veo que no hay cambios -prosiguió Kelly-. Sólo un coche. No se ve ningún camión… y nada en las inmediaciones. Caballeros, todo parece bastante normal.

–El Constellation mantendrá su posición cuarenta millas mar adentro. El personal sanitario llegará hoy. El equipo de mando de las operaciones llegará mañana, y pasado mañana…

–Tendré que remojarme un poco -dijo Kelly.

El carrete sin revelar permanecía en la caja fuerte del despacho de un jefe de sección de la sede del KGB, en Washington, situada en la embajada soviética, en la Calle 16, a escasas manzanas de la Casa Blanca. Antigua residencia palaciega de George Mortimer Pullman -fue comprada por el gobierno de Nicolás II-, contenía el segundo ascensor más antiguo del mundo y la mayor base de operaciones de espionaje de la ciudad. Debido al volumen de datos generados por más de cien agentes especializados, no toda la información que entraba por aquella puerta era examinada en el mismo lugar; además, el rango inferior del capitán Yegorov hacía que su jefe de sección no considerase su información digna de atención. Finalmente, el carrete fue puesto dentro de un pequeño sobre de papel manila y fue a parar a la voluminosa saca de un emisario del correo diplomático, que embarcó hacia París en primera clase, por cortesía de Air France. Al llegar a Orly, ocho horas después, el emisario hizo traslado a un vuelo de Aeroflot a Moscú, y pasó las siguientes tres horas y media en agradable conversación con un oficial de seguridad del KGB, su escolta oficial durante esta parte del viaje. Además de sus obligaciones oficiales, el correo tenía montado un lucrativo negocio que consistía en comprar artículos de consumo en sus regulares viajes a Occidente. Esta vez había comprado varias cajas de medias, de las cuales regaló dos pares a su escolta.

Tras llegar a Moscú y pasar la aduana, el coche que le aguardaba le llevó a la ciudad e hizo la primera parada, no en el Ministerio de Asuntos Exteriores, sino en el número 2 de la plaza de Dzerzhinski, sede del KGB. Allí descargó más de la mitad del contenido de la valija diplomática, incluidas las cajas de medias. Dos horas más tarde, el correo estaba en su casa, con su familia, disfrutando de un merecido sueño después de beberse una botella de vodka.

El carrete acabó en la mesa de un mayor del KGB. En la etiqueta de identificación ponía su procedencia, y el oficial administrativo rellenó un formulario y luego llamó a un subordinado para que llevara el carrete a revelar. Aunque el laboratorio era grande, ese día había bastante trabajo y, al regresar, el cabo le comunicó que tendría que esperar un día, o quizá dos, para ver los resultados. El mayor asintió con la cabeza. Yegorov era un nuevo pero prometedor agente que había tomado contacto con una persona con interesantes conexiones a nivel legislativo, pero se suponía que tendría que pasar algún tiempo antes de que CASSIUS les proporcionara algo de verdadera importancia.

Después de su primera visita a la doctora Bryant, Raymond Brown abandonó la Facultad de Medicina de la Universidad de Pittsburgh tratando de dominar su cólera hacia sí mismo. En realidad, todo había ido bastante bien. Mientras Doris relataba, en voz queda pero sin rodeos, las cosas que le habían sucedido en los tres años anteriores, él había guardado silencio, cogiendo la mano de su hija entre las suyas hasta el final, para expresarle su apoyo. En realidad, Raymond Brown se sentía culpable de todo lo que le había ocurrido a su hija. Si no hubiera perdido el control aquel viernes por la noche… pero lo había hecho. Lo hecho, hecho estaba, ya no se podía cambiar. Entonces era una persona diferente. Ahora era más viejo y más sabio, así que contuvo su ira mientras caminaba hacia su coche. Había que mirar hacia el futuro, no hacia el pasado. La psicóloga había sido muy clara en este punto y él estaba decidido a seguir su consejo.

Padre e hija cenaron en un restaurante tranquilo y acogedor y hablaron de los asuntos del barrio, y de la suerte que habían corrido sus amigos de la niñez. Raymond intervenía de vez en cuando, en voz baja, pero la mayor parte del tiempo escuchaba y sonreía, dejando que Doris condujera la conversación. De vez en cuando, el tono de la joven se hacía más lento y profundo y el dolor reaparecía en su rostro. Era la señal para que él cambiara de tema, para que le hiciera un cumplido o le contara una anécdota divertida. Por encima de todo, tenía que mostrarse fuerte y equilibrado ante ella. Durante los noventa minutos de la sesión con la doctora, él había confirmado que todas las cosas terribles que había temido le pasaran a su hija durante esos tres años, habían ocurrido, y sospechaba que todavía no había oído lo peor. Tendría que sacar fuerzas de flaqueza para contener su furia, pero su hija le necesitaba; tenía que mostrarse inquebrantable como una roca, una roca que sostuviese a Doris. Así iba a ser Ray Brown, sería una roca tan sólida como las colinas en que se alzaba la ciudad. Y también necesitaba otras cosas. Tenía que volver a encontrarse con Dios. La doctora estaba de acuerdo y Ray Brown, con ayuda de su pastor, se encargaría de ello, se prometió mirando los ojos de su hija.

Era bueno volver al trabajo, se dijo Sandy, de regreso en la planta que dirigía. Sam Rosen había explicado que su ausencia de dos semanas se debía a un trabajo especial y, como supervisora de enfermeras, nadie iba a cuestionarla. En la planta de postoperatorio había pacientes de diversa gravedad, de cuyo cuidado se ocupaba el equipo de Sandy. Dos enfermeras se interesaron por su ausencia y les contó simplemente que había participado en un proyecto especial de investigación para el doctor Rosen, y que ya estaba bien de preguntas, porque tenían muchos pacientes a los que atender. Las demás enfermeras advirtieron que estaba un tanto distraída. De vez en cuando su mirada se perdía en la lejanía, como si algo la preocupara. No sabían de qué se trataba. Quizá un hombre, pensaban, contentas de tener de vuelta a su jefa. Nadie del servicio sabía tratar a los cirujanos como Sandy, y puesto que contaba con el abierto apoyo del profesor Rosen, con ella allí las cosas eran más fáciles.

–Entonces, ¿tenéis ya sustitutos para Billy y Rick? – preguntó Morello.

–Me temo que no será tan fácil, Eddie -contestó Henry-. Esto va a complicar nuestras entregas.

–¡No me jodas! Creo que te complicas la vida demasiado.

–¡Basta, Eddie! – cortó Tony Piaggi-. Henry ha montado un buen sistema. Es seguro, y funciona…

–Y es demasiado complicado. ¿Quién va a hacerse cargo ahora de Filadelfia? – exigió Morello.

–En eso estamos -contestó Tony.

–¡Por el amor de Dios! Sólo hay que entregar la mercancía y cobrarla. No van a intentar pegárnosla, estamos tratando con hombres de negocios, ¿no? – Tuvo la suficiente sensatez para no añadir: «Y no con cochinos negros.» De todas formas, parte de su mensaje había sido captado: «Nada contra ti, Henry».

Piaggi volvió a llenar las copas de vino, un detalle que a Morello le parecía condescendiente y ofensivo.

–Veamos -dijo Morello, inclinándose-. Yo tuve mucho que ver en este montaje, ¿cierto? Si no fuera por mí, no tendríais nada que hacer en Filadelfia.

–¿Qué quieres decir, Eddie?

–Os haré esa puñetera entrega para que Henry acabe de poner en orden sus asuntos. ¿Tan difícil es? ¡Hasta hay tías que lo hacen! – Había que ponerse un poco chulo, pensó Morello, mostrarles que era un tío duro. Eso impresionaría a los de Filadelfia y quizá se mostrasen dispuestos a hacer por él lo que no hacía Tony.

–¿Estás seguro de que quieres correr ese riesgo, Eddie? – preguntó Henry, sonriendo por dentro. Ese maldito italiano era manejable fácilmente.

–Claro que sí.

–De acuerdo -dijo Tony, fingiendo estar impresionado-. Llámalos y arréglalo todo. – Henry tenía razón, pensó Piaggi. Había sido cosa de Eddie, que iba a la suya. ¡Qué insensato! ¡Y qué fácil era de manejar!

¡Nada! – exclamó Emmet Ryan, tras resumir el caso del «hombre invisible»-. Todas estas pruebas, y seguimos sin tener nada.

–La única explicación es que alguien esté tramando una jugada.

Los asesinos no empiezan y luego lo dejan porque sí. Tenía que haber alguna razón. Tal vez fuera difícil encontrarla, incluso imposible en muchos casos, pero una serie de asesinatos cuidadosamente planeados y ejecutados es otra historia. Había dos posibilidades. La primera, que alguien hubiese cometido una serie de asesinatos para ocultar el verdadero blanco. Y ese blanco tenía que ser William Grayson, desaparecido de la faz de la tierra, probablemente para nunca reaparecer vivo, y cuyo cuerpo quizá llegara a ser descubierto algún día. El asesino tenía que estar terriblemente enfadado por algo, y ser extremadamente cuidadoso y diestro, y ese alguien («el hombre invisible») había llegado a ese punto y se había quedado ahí.

¿Era una explicación verosímil?, se preguntó Ryan. Era imposible dar una respuesta pero, desde luego, una serie predeterminada de asesinatos parecía bastante improbable. Demasiado montaje para un solo objetivo. Fuera quien fuera Grayson, no había dirigido ninguna organización, y si los asesinatos formaban parte de una serie planeada, no era lógico que cesaran con su muerte. Ryan frunció el ceño. Como todos los policías, había aprendido a confiar en ese tipo de corazonadas. Pero las muertes habían cesado. En las últimas semanas, él y Douglas habían visitado el lugar de la muerte de tres camellos para encontrar que dos se debían a robos frustrados, y la tercera a una disputa entre dos miembros de diferentes bandas. El hombre invisible había desaparecido, o al menos estaba inactivo, y eso daba al traste con su hipótesis, dejando como alternativas otras menos plausibles.

La segunda posibilidad tenía más sentido. Alguien había intentado invadir el territorio de una banda de narcotraficantes que la brigada de Mark Chanson aún no había descubierto, y eliminado a unos cuantos camellos, sin duda para animar a los demás a cambiar de proveedor. Según esta suposición, la presencia de William Grayson pasaba a ocupar una posición importante en el esquema. Quizá habían eliminado a los jefes de esta banda desconocida y los asesinatos siguieran por descubrir. Con un poco más de imaginación Ryan llegó a la conclusión de que la banda aniquilada por el hombre invisible podía ser la misma que él y Douglas llevaban meses persiguiendo. En esta hipótesis, todo encajaba.

Pero los asesinos raramente se comportaban así. Un asesinato real no tenía nada que ver con las series de televisión. Aunque llegaras a saber quién lo había hecho, muchas veces no llegabas a saber por qué, al menos de forma satisfactoria, y, cuando aplicabas tus refinadas teorías a la dura realidad de la muerte, encontrabas que la gente no solía encajar en las teorías. Además, si esta explicación de los hechos acaecidos el mes anterior fuese correcta, significaba que existía un individuo metódico, despiadado y mortalmente eficaz al mando de una organización criminal en la ciudad de Ryan, lo cual no era precisamente una buena noticia.

–Tom, no me acaba de cuadrar.

–Bueno, si resulta ser el cabecilla que buscas, ¿por qué ha dejado de actuar? – preguntó Douglas.

–Si no me equivoco, fue a ti a quien se le ocurrió la idea.

–Sí, ¿y qué?

–Pues no me estás ayudando mucho, sargento.

–Tenemos el fin de semana para pensarlo. Yo me dedicaré a cortar el césped, a ver los deportes en la televisión, y a fingir que soy un ciudadano normal y corriente. Nuestro hombre se ha largado, Em. No sé adónde, pero podría estar en el otro extremo del mundo. Da la impresión de que alguien de otra ciudad vino aquí para hacer un trabajo, lo hizo y se marchó.

–¡Un momento! – Eso daba pie a una nueva hipótesis: un asesino a sueldo, como los que salen en las películas, y en la realidad no existen. Pero Douglas se limitó a encaminarse hacia la puerta, zanjando una discusión que podía haber demostrado que ambos detectives estaban, en parte, en lo cierto.

Las prácticas de tiro empezaron bajo las atentas miradas de los mandos y de los marineros que encontraron una excusa válida para acudir a popa.

Arrojaron unos desechos al mar y redujeron la velocidad a cinco nudos. Los soldados perforaron varios bloques de madera y sacos de papel durante el ejercicio, más un entretenimiento para la tripulación que un auténtico entrenamiento. Llegado el turno de Kelly, éste vació su Car-15 en dos o tres ráfagas y acertó en el blanco. Terminado el ejercicio, los soldados volvieron a su alojamiento. Un oficial mecánico detuvo a Kelly cuando éste iba a entrar en la superestructura.

–¿Es usted el que va a ir solo?

–Usted no debería saberlo.

El oficial sonrió.

–Sígame, señor -le pidió.

Se dirigieron a popa, rodearon el grupo de marines y entraron en el inmenso taller del Ogden, diseñado tanto para el mantenimiento del buque como para la reparación de cualquier equipo móvil que pudiera ser izado a bordo. Encima de uno de los bancos de trabajo, Kelly vio el trineo acuático que iba a utilizar para remontar el río.

–Lo hemos tenido a bordo desde que zarpamos de San Diego, señor. Nuestro electricista jefe y yo lo hemos revisado. Lo hemos desmontado, limpiado, y comprobado las baterías, que por cierto son muy buenas. Tiene juntas nuevas, así que no debería entrarle agua. Incluso lo hemos probado en el pozo. Según el fabricante tiene autonomía para cinco horas, pero Deacon y yo hemos hecho algunas modificaciones, y la hemos ampliado a siete -dijo con disimulado orgullo-. Supuse que le podría ser útil.

–Por supuesto, gracias.

–Ahora echaré un vistazo a su arma. – Después de unos momentos de indecisión, Kelly se la entregó. El mecánico empezó a desmontarla y, al cabo de quince segundos, las piezas yacían encima del banco. Pero el hombre no paró ahí.

–¡Un momento! – espetó Kelly cuando retiró la mira delantera.

–Es demasiado ruidoso, señor. Va a entrar solo, ¿no?

–Sí.

–Bien. ¿Quiere que amortigüe el ruido de este chisme, o prefiere anunciar su llegada?

–No se puede hacer eso con un Car-15.

–¿Quién lo dice? ¿A qué distancia se imagina que tendrá que disparar?

–No más de ciento cincuenta metros, probablemente menos. La verdad, preferiría no tener que disparar…

–Por el ruido, ¿no? – El oficial sonrió-. Observe bien, le voy a enseñar algo.

El mecánico se acercó a una taladradora y, bajo las miradas atentas de Kelly y dos suboficiales, taladró una serie de agujeros en los primeros quince centímetros del cañón.

–Bueno, no se puede amortiguar totalmente una bala supersónica, pero sí retener gran parte de los gases, y eso lo cambia bastante.

–¿Incluso con balas de gran potencia?

–Gonzo, ¿estás listo?

–Sí, jefe -contestó el marinero de segunda clase González. Éste introdujo el cañón en el torno de una fresadora y recortó unas láminas largas y finas.

–La pieza está lista. – El mecánico sostenía un silenciador cilíndrico, con un diámetro de nueve centímetros y treinta y cinco de largo, que enroscó en el extremo del cañón. Una abertura en el silenciador permitía volver a colocar la mira y también servía para fijar el dispositivo.

–¿Cuánto tiempo lleva trabajando en esto?

–Tres días, señor. Cuando eché un vistazo a las armas que trajeron a bordo, no era difícil imaginar lo que usted iba a necesitar, y yo tenía tiempo libre. Así que me puse a experimentar un poco.

–¿Cómo sabía que yo iba a ir solo?

–Estamos cruzando transmisiones con un submarino. No es difícil adivinar lo que está pasando.

–Pero, ¿cómo se ha enterado? – preguntó Kelly, aunque ya sabía la respuesta.

–¿Ha conocido algún barco con secretos? El capitán tiene un voluntario como asistente, y los asistentes se van de la lengua -explicó el mecánico, mientras acababa de montar el arma de nuevo-. Añade quince centímetros de longitud, espero que no le importe.

Kelly apuntó con el fusil ametrallador. El equilibrio había mejorado bastante. Prefería un arma de boca pesada, era más fácil de controlar.

–Muy bien.

Kelly y el oficial mecánico se encaminaron a popa. De camino, el mecánico recogió una caja de madera vacía. Una vez ahí, Kelly metió un cargador en el fusil, el oficial arrojó la caja al agua y se apartó. Kelly apuntó y disparó un solo tiro.

¡Pop! El sonido del impacto de la bala en la madera resultó más ruidoso que la detonación del cartucho. Oyó claramente el ruido del mecanismo del cerrojo. El mecánico había logrado con un fusil de alta potencia lo que él había conseguido con una pistola del 45. El maquinista sonrió benévolamente.

–El único problema es asegurar que haya gas suficiente para hacer funcionar el cerrojo. Pruébelo con el automático, señor.

Kelly obedeció y disparó seis ráfagas. Aunque todavía sonaba a fuego automático, el ruido quedaba reducido casi por completo, y nadie podría oírlo más allá de unos cien metros (un fusil normal podía oírse a más de mil metros).

–¡Buen trabajo!

–Haga lo que haga, señor, tenga cuidado, ¿de acuerdo? – aconsejó el mecánico, y se alejó sin más palabras.

–Cuente con ello -respondió Kelly, mirando al agua. Volvió a apuntar y vació el cargador contra la madera. Las balas convirtieron la caja en astillas mientras alrededor se levantaban espumosos chorros de agua de mar.

«Ahora estás preparado, John.»

El tiempo también acompañaba, como pudo saber unos minutos más tarde. Quizá el servicio de meteorología más sofisticado del mundo, que apoyaba las incursiones aéreas sobre Vietnam, no era algo que los pilotos estimasen en todo su valor. El jefe del equipo meteorológico se había trasladado, junto con los almirantes, desde el Constellation. Examinaba una carta isobárica y las últimas fotografías del satélite.

–Los chubascos empezarán mañana, y seguirá lloviendo en los próximos cuatro días. Algunos serán bastante intensos y continuarán hasta que esta borrasca, que se mueve muy lentamente, se desplace al norte hacia China -informó el jefe de los suboficiales.

Todos los oficiales se encontraban allí. Las tripulaciones de los cuatro helicópteros que tomarían parte en la misión evaluaron con calma esa noticia. Volar en helicóptero con mal tiempo no era precisamente divertido, y a ningún piloto le agradaba la visibilidad escasa. Pero la lluvia amortiguaría el ruido de los aparatos, y la mala visibilidad también tenía sus ventajas. Su mayor preocupación eran las baterías antiaéreas ligeras. Pero puesto que se orientaban ópticamente, cualquier cosa que dificultase la habilidad de los artilleros para ver y oír los helicópteros incrementaba su seguridad.

–¿Velocidad máxima del viento? – preguntó un piloto Cobra.

–Rachas de entre treinta y cinco o cuarenta nudos. Tendréis un viaje zarandeado, señor.

–Nuestro radar principal sirve, hasta cierto punto, para predecir el tiempo. Podremos guiarles por entre los peores núcleos de tormenta -ofreció al capitán Franks. Los pilotos asintieron.

–¿Señor Clark? – preguntó el contraalmirante Greer.

–Prefiero la lluvia. Durante la infiltración sólo podrán detectarme si ven las burbujas en la superficie del río. La lluvia las ocultará. Eso significa que podré moverme a la luz del día, si es necesario. – Kelly hizo una pausa. Lo que iba a decir a continuación implicaba el compromiso final-. ¿Está preparado el Skate para recibirme a bordo?

–En cuanto demos la orden -contestó Maxwell.

–Pues, por mi parte, ¡adelante! – Kelly sintió que se le erizaba la piel. Pero ya había dado su palabra.

Todos dirigieron la mirada al capitán Albie de los marines. Un vicealmirante, dos contraalmirantes y un prometedor agente de la CIA depositaban en ese joven oficial la decisión definitiva. El estaba al mando, y todo tenía que salir a la perfección, porque no habría una segunda oportunidad. Albie miró a Kelly y sonrió.

–Señor Clark, cuídese. Creo que ha llegado el momento de que nade un poco. La misión ha comenzado.

No se oyó ninguna exclamación. De hecho, todos los hombres situados alrededor de la mesa miraban fijamente los mapas, intentando convertir la imagen bidimensional en una realidad de tres dimensiones. Luego levantaron los ojos casi simultáneamente y se miraron unos a otros. El primero en romper el silencio fue Maxwell, que se dirigió a la tripulación de uno de los helicópteros:

–Creo que es hora de calentar los motores. – Volvió la cabeza-: Capitán Franks, ¿quiere enviar la señal al Skate?

Franks y el piloto contestaron al unísono.

–A sus órdenes, almirante.

Los hombres se enderezaron y se apartaron de la mesa de cartas.

Ya era un poco tarde para reflexionar, se dijo Kelly. Hizo un esfuerzo para desterrar el miedo, y concentró sus pensamientos en los veinte hombres del equipo. Era un tanto extraño arriesgar tu vida por personas que no conocías. Su padre lo había hecho durante toda su vida, y la había perdido en el rescate de dos niños. «Si estoy orgulloso de mi padre -se dijo-, ahora tengo la oportunidad de hacer honor a su memoria.»

«Puedes hacerlo. Sabes que puedes», le dijo una voz interior. Sintió crecer en su interior una férrea determinación. La decisión estaba tomada. Ahora tenía que cumplir su palabra. El rostro de Kelly se endureció. Ahora ya no había peligros que temer, sino que enfrentar, y estaba dispuesto a vencer.

Maxwell lo leyó en su rostro. Había visto la misma expresión en las sesiones de información de los portaaviones, cuando sus compañeros pilotos se preparaban psicológicamente antes de jugarse la vida. El vicealmirante recordó sus propias sensaciones, cómo se tensaban los músculos y agudizaba la visión. El primero en entrar y el último en salir, como le había sucedido con frecuencia en sus misiones pilotando su F6F Hellcat para abatir cazas y escoltar posteriormente los bombarderos a casa. «Me recuerda a mi segundo hijo -pensó Dutch repentinamente-. Tan valiente como Sonny e igual de inteligente.» Pero nunca había enviado a Sonny a un lugar tan peligroso. De alguna manera, era más terrible enviar a otros a enfrentar el peligro que asumirlo personalmente. Pero tenía que ser así, y Maxwell sabía que Kelly confiaba en él, como él a su vez había confiado en Pete Mitscher. La responsabilidad le pesaba, más aún cuando tenía que mirar a la cara al hombre que iba a mandar a territorio enemigo, solo. Kelly advirtió la mirada de Maxwell, y sonrió sagazmente.

–No se preocupe, señor -dijo, y salió de la sala para ir a preparar su equipo.

–De veras, Dutch… -El vicealmirante Podulski encendió un cigarrillo-, hace unos años ese muchacho nos podría haber sido muy útil. Creo que habría encajado perfectamente. – Habían transcurrido algo más de «unos años», pero Maxwell comprendió lo que quería decir. Ellos habían sido jóvenes guerreros, y ahora le tocaba el turno a la nueva generación.

–Cas, espero que sea prudente.

–Lo será, como lo fuimos nosotros.

El trineo acuático fue llevado a cubierta por los hombres que se ocuparon de su preparación. El helicóptero estaba listo para despegar y las cinco aspas de su rotor giraban contra el crepúsculo cuando Kelly salió a cubierta. Respiró hondo. Nunca había tenido tanto público: allí estaba Irvin, junto con tres suboficiales de los marines, Albie, los almirantes, y Ritter, para despedirlo como si fuera Miss América. Pero fueron los dos oficiales mecánicos quienes se acercaron a él.

–Las baterías están cargadas y su equipo en el contenedor. Es hermético, así que no se preocupe, señor. El fusil está cargado y también la recámara por si tiene que utilizarlo con urgencia, pero el seguro está puesto. Hay baterías nuevas en todas las radios, y dos juegos de recambio. ¡Creo que no hemos olvidado nada! – gritó el maquinista por encima del ruido del motor del helicóptero.

–¡Perfecto! – gritó Kelly a su vez.

–¡Buena suerte, señor Clark!

–¡Hasta pronto… y gracias! – Kelly estrechó la mano de los dos hombres y luego se acercó al capitán Franks. Con el fin de añadir una nota de humor, se cuadró y saludó-: ¡Permiso para abandonar el barco, capitán!

–¡Permiso concedido! – contestó Franks.

Entonces Kelly miró a los demás. «El primero en entrar y el último en salir.» Una media sonrisa y una breve inclinación de la cabeza fueron suficientes para infundir valor a todos los presentes.

El helicóptero de rescate Sikorski ascendió unos metros en el aire, un marinero sujetó el trineo acuático al helicóptero y éste despegó en dirección a popa sorteando la turbulencia alrededor de la superestructura y se internó en la oscuridad, sin luces de navegación, desapareciendo al cabo de unos segundos.

El Skate era un anticuado submarino modificado y desarrollado a partir del primer buque atómico, el Nautilus. El casco en forma de ballena era casi igual al de un barco, por lo que era relativamente lento bajo el agua, pero sus dos hélices le brindaban más facilidad de maniobra, especialmente en aguas poco profundas. Por esta razón, el Skate llevaba muchos años como buque de inteligencia cerca de las costas, acercándose sigilosamente a la costa vietnamita y levantando sus antenas para captar las señales de radar y otras transmisiones electrónicas. Además, había desembarcado a más de un hombre en la playa, entre ellos a Kelly, unos años antes, aunque ya no quedaba ningún miembro de aquella tripulación. Kelly lo divisó en la superficie del mar, una forma negra más oscura que el agua, que relucía a la luz de la luna menguante, a punto de ocultarse tras las nubes. El helicóptero bajó hasta que el trineo acuático quedó encima de la cubierta, donde algunos miembros de la tripulación del submarino lo aseguraron. Luego Kelly descendió con su equipo mediante una grúa. Al cabo de un minuto estaba en el puente de mando del submarino.

–¡Bienvenido a bordo! – dijo el comandante Silvio Esteves, entusiasmado ante su primera misión de esa naturaleza.

–Gracias, señor. ¿Cuándo llegaremos a la playa?

–Dentro de seis horas, o algo más porque primero tenemos que discutir los detalles. ¿Le apetece un café? ¿Algo de comer?

–¿Podría descansar un poco, señor?

–Hay una litera libre en el camarote del segundo de a bordo. Nos aseguraremos de que no se le moleste. – El trato que recibía era bastante mejor que el dispensado a los técnicos de la Agencia de Seguridad Nacional que se encontraban a bordo.

Kelly se dirigió a popa para disfrutar del último descanso verdadero en los siguientes tres días. Ya dormía cuando el submarino volvió a sumergirse bajo las aguas del mar de la China Meridional.

–Siga leyendo, Yuri Petrovich -sugirió su subalterno.

–¡Vaya! – levantó los ojos-. ¿Quién es exactamente este CASIUSS? – Yuri había visto ese nombre anteriormente, vinculado a cierta información de poco valor, procedente de diversas fuentes del movimiento de izquierdas en Estados Unidos.

–Glazov se encargó de su reclutamiento hace muy poco -explicó el mayor, resumiendo los detalles más trascendentes.

–Bien, lo dejaré en sus manos. Me sorprende que Giorgi Borissovich no quiera llevarlo personalmente.

–Tengo la impresión de que ahora lo hará, Yuri.

Algo malo estaba a punto de ocurrir. Había miles de radares de rastreo a lo largo de la costa de Vietnam del Norte. Servían principalmente para avisar de las incursiones aéreas lanzadas desde los portaaviones americanos que navegaban en una zona apodada Yankee Station, que los nordvietnamitas conocían por otro nombre. Los radares estaban a menudo fuera de servicio debido a las interferencias provocadas por los técnicos americanos, pero nunca hasta ese punto. Esta vez la señal de interferencia era tan potente como para convertir la pantalla, de fabricación soviética, en una masa borrosa de puntos blancos. Los operadores se inclinaron sobre la pantalla, intentando distinguir los puntos más brillahtes, que diferenciaban los blancos reales de los provocados por la interferencia.

–¡Barco a la vista! – gritó una voz en el exterior del centro de operaciones-. ¡Barco en el horizonte! – Una vez más, el ojo humano superaba al radar.

–Esto es interesante -dijo el mayor. Dejó caer la traducción encima de la mesa de su superior, de la misma graduación pero serio aspirante a ser ascendido a teniente coronel dentro de poco.

–He oído hablar de este sitio. El GRU está dirigiendo la operación; intentando dirigirla, quiero decir. Nuestros fraternales aliados socialistas no se muestran muy dispuestos a colaborar. Así que los americanos han acabado por enterarse, ¿cierto?

Si eran tan estúpidos como para emplazar sus antenas de radar y su artillería en la cima de las colinas, no era problema suyo. El artillero jefe estaba en el puesto I, la torreta delantera que daba al perfil del barco un toque grácil. Miraba por los oculares de los telémetros, diseñados a finales de los años treinta pero aún uno de los mejores aparatos ópticos fabricados en América. Accionó una pequeña manivela, que funcionaba casi coo el objetivo de una cámara, juntando una imagen dividida. Enfocaba a la antena de radar, cuyo armazón de metal, sin la protección de la malla de camuflaje, proporcionaba una referencia casi perfecta para apuntar.

–¡Anote!

Junto a él, el segundo artillero cogió el micrófono, y empezó a leer en voz alta los números indicados en el cuadrante:

–Distancia uno-cinco-dos-cinco-cero.

En la dirección de tiro, unos treinta metros por debajo del puesto 1, unos ordenadores mecánicos recibieron los datos, indicando a los ocho cañones del crucero el grado de elevación. Es fácil adivinar lo que sucedió a continuación: los cañones, ya cargados, gira-ron en sus torretas hasta llegar al ángulo correcto de elevación, estimado una generación antes por una veintena de mujeres -ahora abuelas- con la ayuda de calculadoras mecánicas. Los datos de la velocidad y del rumbo del crucero habían sido introducidos en el ordenador y, puesto que iban a disparar contra un blanco inmóvil, se le asignó un vector de velocidad inverso, pero idéntico. De ese modo, los cañones mantendrían su orientación hacia el blanco.

–¡Fuego! – ordenó el oficial de artillería. Un joven marinero apretó los botones, y el Neuport News tembló bajo la primera salva del día.

–Bien, se han quedado cortos en… cien metros… -dijo el artillero jefe, observando los impactos a través de los potentes telémetros.

–¡Arriba cien! – gritó el ayudante. Quince segundos más tarde, tronó la segunda salva.

Ignoraban que la primera salva había destruido el búnker de mando del emplazamiento de radar.

–Esta vez sí va buena -susurró el artillero jefe.

No se equivocó. Tres de los ocho obuses hicieron blanco a menos de cincuenta metros de la antena de radar, destrozándola por completo.

–¡Blanco! – dijo por su micrófono, esperando a que se despejara el polvo-. Objetivo destruido.

–Un día de éstos derribaremos un aeroplano -dijo el capitán del crucero, que observaba desde el puente. Veinticinco años atrás, él había sido un joven oficial de artillería del Mississippi y, al igual que su estimado artillero jefe del puesto I, había tenido la oportunidad de aprender a bombardear blancos vivientes en la costa del Pacífico Occidental. Esta iba a ser seguramente su última misión en un auténtico buque de guerra, y el capitán estaba decidido a que fuese un éxito.

Un momento después, se observaron unos remolinos en la superficie del agua, a unos novecientos metros del buque, producidos por el impacto de los obuses procedentes de la artillería ligera que los vietnamitas utilizaban para hostigar a la Armada norteamericana. Se ocuparía de ellos antes de concentrarse en los emplazamientos antiaéreos.

–¡Dadles una lección! – gritó el capitán a la sala de control.

–A sus órdenes, capitán. ¡Preparados!

Al cabo de un minuto el Newport News cambió de objetivo, sus cañones ligeros buscaron y encontraron la artillería vietnamita.

Era como un divertimiento. El capitán sabía que estaba sucediendo algo en otro lugar. No sabía qué, pero tenía que ser algo importante para que le permitieran bombardear objetivos al norte de la zona de demarcación. No es que le importara hacerlo, pensó el comandante sintiendo cómo su buque volvía a temblar. Treinta segundos más tarde, la aparición de una bola de fuego naranja anunció la destrucción del emplazamiento.

–¡Misión cumplida! – anunció el comandante. La tripulación del puente lanzó unos breves vítores y enseguida volvieron a su trabajo.

–Hemos llegado. – El capitán Esteves se apartó del periscopio.

–Estamos bastante cerca.

–A Kelly le había bastado una sola mirada para saber que Esteves era un hombre con agallas. El Steate rozaba los percebes con su casco. El periscopio apenas sobresalía de la superficie, y el agua chocaba suavemente contra la lente-. Supongo que lo suficiente.

–Hay una buena tormenta fuera -dijo Esteves.

–Bien. – Kelly terminó su café salado, al estilo de la Armada-. Se dan las condiciones propicias, voy a entrar.

–¿Ahora?

–Sí, señor -asintió Kelly-. Salvo que piense acercarse más -añadió con una sonrisa retadora.

–Por desgracia, este submarino no tiene ruedas; de lo contrario lo intentaría. – Esteves indicó a Kelly que le siguiera a popa-. ¿De qué se trata esta vez? Normalmente, estoy informado.

–No puedo decirlo, señor. Pero si todo sale como está previsto, se lo diré.

Esteves comprendió que sería inútil hacerle más preguntas. – Entonces será mejor que se prepare.

Aunque las aguas de esas latitudes eran templadas, una de las mayores preocupaciones de Kelly era el frío. Permanecer ocho horas en el agua con sólo una pequeña diferencia entre la temperatura corporal y la del agua podía agotar sus energías, como un cortocircuito en una batería. Se enfundó en un traje de submarinista, verde y negro. A solas en el camarote del oficial, tuvo una última ocasión de meditar y rogó a Dios que le ayudara a él, y a los hombres que intentaba rescatar. A Kelly le pareció una petición un tanto extraña, especialmente después de sus últimas acciones, y pidió perdón por sus errores, aunque no estaba seguro de haber cometido pecado. Era el momento para ese tipo de reflexión, pero no podía demorarse mucho. Necesitaba concentrarse en su misión. Quizá Dios le ayudara a rescatar al coronel Zacharias, pero él tendría que hacer su parte, pensó. Su último pensamiento, antes de salir del camarote, fue para la imagen de Zacharias en la foto, a punto de recibir el culatazo por la espalda a manos de un cabrón vietnamita. Había llegado la hora de acabar con eso, se dijo al abrir la puerta.

–El conducto de escape está por aquí -dijo Esteves.

Bajo las miradas de Esteves y media docena de hombres del Skate, Kelly trepó por la escalera.

–Asegúrese de poder contárnoslo -dijo el capitán, cerrando la escotilla personalmente.

–Descuide -respondió Kelly, al cerrarse la escotilla. Dentro había una botella de oxígeno. Miró el indicador y comprobó que estaba llena. Descolgó el teléfono sumergible.

–Aquí Clark. Estoy en el conducto y listo para salir.

–El sonar indica que no hay nada en la superficie, sólo lluvia. Tampoco se ve nada con el periscopio. Vaya con Dios, señor Clark.

–Gracias -respondió Kelly con una sonrisa. Colgó el teléfono y abrió la válvula del agua, que comenzó a inundar el compartimiento. La presión del aire cambió repentinamente dentro del pequeño espacio.

Kelly miró su reloj. Eran las 8.16 cuando abrió la escotilla y salió por la compuerta sumergida del Skate. Iluminó el trinco acuático con una linterna. Estaba sujeto por los cuatro lados, y antes de soltarlo enganchó el cable de seguridad a su cinturón. No podía correr el riesgo de que el chisme arrancara sin él. La sonda indicaba quince metros. El submarino estaba en aguas peligrosas debido a su escasa profundidad, y cuanto antes partiera antes podría ponerse a salvo la tripulación. Liberó el trineo acuático, pulsó el arranque, y las dos hélices empezaron a girar lentamente. Kelly sacó el cuchillo de su cinturón, y lo golpeó dos veces contra la cubierta, luego ajustó las aletas del trineo y partió, en la dirección 3-0-8 de su brújula.

Ahora no había vuelta atrás, pensó Kelly. Pero rara vez la había.

XXVIII. EL PRIMERO EN ENTRAR

Hay pocas cosas más desconcertantes y desorientadoras que nadar bajo el agua durante la noche. Por suerte, los que habían diseñado el trineo acuático eran también buceadores y, por lo tanto, comprendían el problema. El artefacto era un poco más largo que el propio Kelly. En realidad, era un torpedo modificado con dispositivos que permitían dirigirlo v controlar su velocidad, convirtiéndolo en un minisubmarino; su aspecto era parecido a un avión dibujado por un niño. Las «alas», aletas en realidad, se dirigían manualmente. Estaba dotado de una sonda y un indicador del ángulo de ascenso y descenso, además de otro indicador de la potencia de la batería, y la vital brújula magnética, El motor eléctrico y las baterías habían sido diseñados para impulsar el aparato bajo el agua, a alta velocidad, con una autonomía de casi diez mil metros. A velocidades menores podía alcanzar distancias más grandes. En ese caso, tenía autonomía para cinco o seis horas, a cinco nudos; más, si los mecánicos del Ogden estaban en lo cierto.

En cierto modo, era como pilotar un C-4I, Resultaba imposible oír el zumbido de las dos hélices a gran distancia, pero Kelly estaba a sólo dos metros de ellas y el irritante y agudo zumbido taladraba sus oídos. Aunque quizá la irritación se debía en parte a todo el café que había bebido. Necesitaba estar muy alerta, y tenía suficiente cafeína en el cuerpo como para permanecer despierto tres días. Había muchas cosas de que preocuparse. Algunos barcos atravesaban el río (transporte de municiones de orilla a orilla, e incluso chicos vietnamitas que iban a ver a su novia), y colisionar con una de aquellas pequeñas embarcaciones podría ser mortal. Apenas había visibilidad, así que Kelly calculó que sólo disponía de un margen de dos o tres segundos para esquivar una embarcación que se le cruzase por delante. Se esforzó en mantenerse en medio del cauce. Cada treinta minutos disminuía su velocidad y sacaba la cabeza del agua para comprobar su posición. A ese país apenas si le quedaban recursos eléctricos, y sin luz para leer o corriente para las radios, la vida de la gente normal era tan primitiva como brutal para sus enemigos. Resultaba un poco triste. Kelly no creía que el pueblo vietnamita fuera más belicoso que cualquier otro, pero estaban en guerra, y su comportamiento, le constaba, dejaba mucho que desear. Volvió a sumergirse, teniendo cuidado de no bajar a más de tres metros. Había oído que un submarinista había muerto después de una rápida ascensión, tras pasar unas horas a cinco metros de profundidad, y no sentía ningún deseo de experimentarlo personalmente.

El tiempo transcurría lentamente. De vez en cuando las nubes se disipaban, y la luz de la luna hacía resaltar la lluvia que caía en la superficie del río, formando frágiles círculos concéntricos en la fantasmagórica pantalla azul, tres metros por encima de su cabeza. Luego las nubes se volvieron más densas, y todo lo que podía ver era un oscuro lecho gris, y el sonido de la lluvia que competía con el infernal zumbido de las hélices. Otro peligro eran las alucinaciones. Kelly tenía mucha imaginación, y ahora se encontraba aislado en un ambiente carente de estímulos exteriores. Pero lo peor era el entumecimiento de su cuerpo. Estaba en un estado de semiingravidez, parecido al que debió sentir en la matriz de su madre, y la confortable placidez que experimentaba era peligrosa. Su mente podía perderse en ensoñaciones, algo que no se podía permitir. Kelly realizaba ejercicios, echaba vistazos a la instrumentación e inventaba pequeños juegos, como intentar mantener la trayectoria horizontal del trineo acuático sin la ayuda del indicador de ángulo -lo que resultó imposible-. El vértigo de los pilotos sobrevenía con más rapidez bajo el agua que en el aire, y Kelly no podía evitar que, cada quince o veinte segundos, el trineo tendiese a descender hacia aguas más profundas. De vez en cuando daba una vuelta completa, sólo para variar un poco, pero la mayor parte del tiempo se limitaba a mirar la instrumentación y la masa de agua que tenía delante, repitiendo el ejercicio una y otra vez, hasta que esto también se volvió peligrosamente monótono. Llevaba sólo dos horas en el agua, y ya se veía obligado a luchar para concentrarse. Necesitaba pensar en algo más. Aunque Kelly se encontraba a gusto en su misión, todas las personas que pudiese encontrar en un radio de diez kilómetros le matarían sin miramientos. Y todas eran naturales del lugar, conocían el río y sus alrededores, y los sonidos y los accidentes del terreno. Y el país estaba en guerra, lo que significaba que un desconocido era sinónimo de peligro, y de enemigo. Kelly no sabía si el gobierno ofrecía recompensa por capturar americanos vivos o muertos, pero era muy probable. La gente se esforzaba más si había una recompensa en juego, especialmente si iba unida al patriotismo. ¿Cómo había empezado todo?, se preguntó. En realidad no le importaba demasiado. Eran sus enemigos y eso no se podía cambiar, y menos en los tres días siguientes, que para él eran su único futuro. Si existía algo más allá, ya se vería.

Había programado su siguiente parada en la curva de un meandro. Kelly disminuyó la velocidad, emergió a la superficie y sacó la cabeza del agua sigilosamente. Escuchó unos ruidos en la orilla norte, a unos doscientos cincuenta metros. Eran voces masculinas que hablaban un idioma cuya cadencia melódica se transformaba en desagradable cuando expresaba ira. Se sumergió de nuevo, mirando cómo cambiaba el rumbo marcado por la brújula al doblar la amplia curva. Aunque breve, aquella conversación le pareció de una extraña intimidad. ¿De qué estaban hablando? ¿De política? Un tema aburrido en un país comunista. ¿De agricultura? ¿De la guerra? Quizá, porque hablaban en voz baja. Los americanos estaban matando a tantos jóvenes del país que no era de extrañar que los odiasen, pensó Kelly, y perder un hijo tenía que ser igual de doloroso en todos los países. Tal vez hablaran con orgullo del muchacho que marchó de casa para ha-

cerse soldado y acabó achicharrado por el napalm, acribillado por una metralleta, o volatilizado por una bomba; fuese verdad o no, tenían que explicar la historia de alguna manera y en todos los casos el hijo seguiría siendo aquel niño al que habían visto dar su primer paso y había balbuceado «papá» en su lengua nativa. Pero algunos de aquellos niños habían crecido y se habían hecho seguidores de PLASTIC FLOWER, Kelly no se arrepentía de matarles. La conversación que había oído tenía calidez humana y, aunque Kelly no podía entenderla, levantaba un interrogante: ¿En qué aspecto eran diferentes…?

«¡Son diferentes y punto, imbécil! ¡Que los políticos se ocupen de eso!» Esa clase de preguntas le hacía olvidar que, rio arriba, había veinte compatriotas. Se maldijo a sí mismo y volvió a concentrarse en conducir el trineo acuático.

Pocas cosas solían distraer al pastor Charles Meyer de la preparación de sus sermones semanales. Esa era probablemente la parte más importante de su ministerio, explicar de manera concisa y clara lo que necesitaban sus feligreses, porque, salvo que surgiera un problema, sólo le veían una vez por semana; y cuando e1 problema surgía era preciso que contaran con una sólida fe para que su ayuda y sus consejos surtiesen efecto. Meyer llevaba treinta años de sacerdocio, toda su vida adulta, y su elocuencia natural -uno de sus principales dones- se había ido puliendo tras años de práctica, hasta el punto de que podía transformar cualquier pasaje de la Biblia en una lección práctica de moralidad. El reverendo Meyer no era un hombre severo, su mensaje se basaba en la piedad y el amor. Era alegre y le gustaba bromear y, aunque sus sermones eran muy serios -puesto que la salvación era la principal meta del hombre-, su labor consistía, desde su punto de vista, en revelar la verdadera naturaleza de Dios. Amor. Compasión. Caridad. Redención. Había dedicado toda su vida a ayudar a los descarriados a volver a la Iglesia, a volver al seno de la religión a pesar de la caída. Una labor tan importante como para ordenar su vida en función de ella.

–Bienvenida a casa, Doris -saludó Meyer al entrar en la casa de Ray Brown. Era un hombre de mediana estatura, y su espeso cabello gris le daba aspecto severo y reposado. Tomó las manos de la joven y sonrió afectuosamente-. Dios ha escuchado nuestras oraciones.

A pesar de su amabilidad y su comprensión, este encuentro iba a ser difícil para los tres. Doris había escogido el camino equivocado, pensó, Meyer no podía olvidarlo, pero intentó no adoptar una actitud punitiva. Lo importante era que la hija pródiga había regresado -la razón por la que Jesús había venido a la tierra se podía encontrar en unos pocos versículos de esa parábola-. Todo el cristianismo en una sola historia. Por muy graves que fuesen los pecados de un individuo, aquéllos que tenían el valor de volver siempre serían bien recibidos. Padre e hija estaban sentados en el viejo sofá azul, y Meyer a su izquierda, en un sillón. Había tres tazas de té encima de una mesa baja. El té era la bebida más apropiada para una ocasión así.

–Tienes buen aspecto, Doris.

–Gracias, reverendo.

–Ha sido muy duro, ¿verdad?

–Sí -dijo ella en voz queda.

–Doris, todos cometemos errores. Yo los cometo, y también tu padre, y tú también. Dios nos hizo imperfectos. Tienes que aceptarlo, y tienes que seguir intentando ser cada día mejor. No todo el mundo lo consigue, pero tú sí. Has regresado. Has dejado la maldad detrás de ti y, con un poco de esfuerzo, conseguirás dejarla atrás para siempre.

–Lo haré -dijo ella con determinación-. Juro que lo haré. He visto… y hecho cosas terribles.

Meyer no era fácil de impresionar. El trabajo de los clérigos consistía en escuchar historias sobre la realidad del infierno, ya que los pecadores no podían recibir el perdón hasta que estuviesen realmente arrepentidos. Esa labor requería un oído amigo y una voz llena de amor y sentido común. Pero lo que estaba escuchando ahora le impresionaba. Intentó disimularlo. Sobre todo, se repitió que su feligresa había salido de todo aquello, porque durante los veinte minutos siguientes escuchó cosas que nunca hubiera imaginado, cosas que le recordaban el pasado, cuando sirvió de capellán castrense en Europa. El diablo existía y su fe le había preparado para afrontarlo, pero la cara de Lucifer no estaba hecha para los ojos indefensos de los hombres; y aún menos para los ojos de una muchacha a quien su padre había rechazado, en un desafortunado arrebato de cólera, en una edad tan vulnerable.

El relato recrudeció. La prostitución era algo aterrador. El daño podía afectar a las jóvenes por el resto de su vida, y se alegró de saber que Doris estaba siendo tratada por la doctora Bryant, una extraordinaria terapeuta a la que había enviado dos de sus feligreses. Durante varios minutos compartió el dolor y la vergüenza de Doris, mientras su padre sostenía valerosamente la mano de su hija y contenía sus propias lágrimas. Luego tocó el tema de la droga, primero el consumo y después el negocio de aquellos malvados sin escrúpulos. Ella contó la historia con tal sinceridad y valor que el reverendo no pudo menos que admirarla al observarla, temblar y con lágrimas en los ojos. Después Doris mencionó los abusos sexuales y, finalmente, relató la parte más terrible.

Ante los ojos del pastor Meyer la realidad se revelaba en toda su crudeza… Doris parecía recordarlo muy bien. La doctora Bryant tendría que emplearse a fondo para ayudarla a desterrar aquellos horrores. Contaba la historia al dedillo, sin olvidar el menor detalle. Para Doris era saludable sacar todo al exterior; y también para su padre. Y Charles Meyer se convirtió inevitablemente en el receptor de aquellos horrores de los que ellos intentaban deshacerse. Había habido muertes, gente inocente, víctimas, dos muchachas no muy diferentes de la que tenía delante habían sido asesinadas de una forma que merecía la… condenación eterna, se dijo el pastor con una mezcla de tristeza y cólera.

–La bondad que demostraste hacia Pam, querida, es uno de los actos más valerosos que he visto -dijo el pastor en voz baja, casi a punto de llorar-. Ése era Dios, Doris. Ése era Dios actuando a través de tus manos, mostrándote la bondad que hay en tu corazón.

–¿De verdad cree eso? – preguntó ella, y rompió a llorar. Meyer tenía que aprovechar el momento, y se puso de rodillas delante de padre e hija, cogiendo sus manos.

–Dios te visitó y te salvó, Doris. Tu padre y yo rezamos por este momento. Has vuelto con nosotros, y ya nunca tendrás que volver a hacer esas cosas terribles. – El pastor Meyer desconocía, por supuesto, los detalles que Doris había obviado. Él sabía que una doctora y una enfermera de Baltimore la habían ayudado a recuperar la salud. No sabía cómo Doris había llegado hasta allí, y Meyer supuso que había decidido escaparse y que, a diferencia de la otra muchacha, Pam, lo había conseguido. Tampoco sabía que la doctora Bryant le había advertido que no debía revelar esa información. En todo caso, otras muchachas seguían sojuzgadas por el tal Billy y su amigo Rick. Al igual que había dedicado su vida a rescatar almas de las garras de Lucifer, Meyer también debía salvar sus cuerpos. Tenía que tener cuidado. Aquella conversación era como una confesión. Podía aconsejar a Doris que hablara con la policía, pero no podía obligarla. Sin embargo, dado que era un ciudadano y un hombre de Dios, tenía que hacer algo para ayudar a esas otras muchachas. Todavía no sabía qué. Le pediría consejo a su hijo, un joven sargento de la policía de Pittsburgh.

Kelly sacó la cabeza del agua hasta los ojos. Con ambas manos se quitó la capucha de goma para oír mejor. Había toda clase de sonidos. Insectos, aleteo de murciélagos y, por encima de todo, la lluvia, que caía ahora con menos intensidad. Hacia el norte estaba muy oscuro, pero cuando sus ojos se acostumbraron distinguió algunas formas. Allí estaba «su» colina, detrás de otra más pequeña a una distancia de un kilómetro y medio. Por las fotografías aéreas se sabía que no había ninguna casa habitada entre él y su objetivo. A unos cien metros distinguió una carretera que parecía desierta. No oyó ningún ruido mecánico. Era hora de avanzar.

Kelly dirigió el trineo acuático hacia la orilla, y lo ocultó entre unas ramas que colgaban sobre el agua. Su primer contacto físico con la tierra de Vietnam del Norte le produjo un escalofrío, pero reaccionó inmediatamente. Se quitó el traje de buceador y lo metió en el compartimiento hermético del trineo. Se puso rápidamente el traje de camuflaje y unas botas de suelas estilo vietnamita para disimular sus huellas. Luego se aplicó la pintura de camuflaje: verde oscuro en la frente, los pómulos y la mandíbula, y más claro bajo los ojos y en las mejillas. Tras descargar su equipo, pulsó el arranque del trineo, que se alejó hacia el centro del río con las cámaras de flotación abiertas y se hundió. Kelly tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarlo desaparecer. Mirar despegar un helicóptero de la zona de aterrizaje daba mala suerte, recordó. Demostraba falta de resolución. Kelly centró su atención en la carretera, y aguzó el oído en busca del ruido de algún motor. No oyó ninguno y trepó al talud de la ribera. Cruzó el camino de grava y desapareció entre la maleza en dirección a la primera colina.

Los nativos iban por ahí a recoger leña para sus fogones. Eso le preocupaba -¿estarían por aquí mañana?-, pero también le permitía moverse más rápida y sigilosamente. Avanzaba encorvado y pisaba con mucho cuidado, con los ojos y oídos en constante alerta ante cualquier movimiento o ruido. Empuñaba el fusil y con el pulgar comprobó el seguro. También comprobó si la recámara estaba cargada. El oficial mecánico había preparado el arma a conciencia, pero si había algo que Kelly no deseaba, era verse obligado a disparar con su Car-15.

Tardó media hora en llegar a la cima de la primera colina. Se detuvo y buscó en vano un lugar despejado desde el que pudiese observar y escuchar. Eran casi las tres de la madrugada. Las únicas personas despiertas a esas horas lo estarían por obligación, lo que no les debía gustar mucho. El cuerpo humano funcionaba conforme al ciclo del día y la noche, y durante la madrugada las funciones corporales decaían.

Kelly se dirigió colina abajo. Al pie había un riachuelo que alimentaba el río. Llenó una de sus cantimploras, añadiéndole una pastilla purificadora. Escuchó en el silencio de la noche. No oyó ningún ruido sospechoso. Miró hacia «su» colina, una masa gris que se alzaba bajo el cielo nuboso. Cuando emprendió la subida, la lluvia se intensificó. Allí no había tantos árboles cortados, ya que estaba más lejos de la carretera. La zona era demasiado empinada para los cultivos y, con las tierras llanas tan cerca, era poco probable encontrarse con alguien. Seguramente por eso habían construido SENDER GREEN allí, pensó. Era un lugar que atraería muy poco la atención. Pero eso tenía también sus desventajas.

A mitad de la cuesta, vio el campo de internamiento por primera vez, enclavado en un espacio abierto en medio del bosque. No sabía si antes había sido un prado, o si habían talado los árboles por alguna razón. Al otro lado de la colina había un camino que unía el lugar con la carretera del río. Kelly vislumbró un destello en una de las torres de vigilancia; sin duda alguien que encendía un cigarrillo. La gente nunca aprendía. Llevaba mucho tiempo que los ojos se acostumbrasen a la oscuridad, y lo que acababa de hacer el guardia podía estropearlo. Kelly apartó la mirada y se centró en lo que le quedaba de la subida, sorteando los arbustos y buscando pasos por donde su uniforme no rozase contra las ramas y hojas, porque el más mínimo ruido podría traicionarle. Le sorprendió la facilidad con que llegó a la cima.

Se sentó y permaneció totalmente inmóvil durante unos minutos, alerta a sonidos y movimientos. Luego realizó una inspección detallada del campo. Encontró un lugar idóneo, unos siete metros debajo de la cumbre. El lado extremo de la colina era muy empinado, y cualquier persona que intentase escalarlo haría ruido. Desde ese lugar, un observador casual no podía ver su silueta desde abajo. Como otra medida de protección, se situó detrás de una hilera de arbustos. Este era su lugar y su colina. Del traje de camuflaje sacó una radio.

–Serpiente llamando a Jardín, ¿me recibe?

Serpiente, aquí Jardín, le oigo perfectamente -contestó uno de los operadores desde la furgoneta de comunicaciones, aparcada en la cubierta del Ogden.

–He alcanzado el puesto y voy a empezar la vigilancia. Corto Y cambio.

–Recibido. Corto y fuera. – Miró al almirante Maxwell.

La segunda fase de BOXWOOD GREEN ya estaba concluida.

La tercera fase empezó en seguida. Kelly sacó unos potentes prismáticos de su estuche y empezó a escudriñar el campo. Había guardias en las cuatro torres, y dos de ellos estaban fumando, lo que significaba que su superior estaba durmiendo. El ejército de Vietnam del Norte observaba una rigurosa disciplina y castigaba duramente cualquier transgresión; la pena máxima era un castigo bastante corriente incluso para delitos menores. Sólo había un coche y estaba aparcado cerca de un edificio que tenía que ser el alojamiento de los oficiales del campo. No se oían ruidos ni se veían luces. En cierto modo era como estar de regreso en la base de Quantico, durante los ejercicios de simulación. La similitud del ángulo y la perspectiva era muy extraña. Parecía haber algunas diferencias en los edificios, pero podía achacarlas a la oscuridad, o quizá a una sutil diferencia de color. No, era el patio, o la plaza de armas, o como se llamase. Allí no había césped. La superficie era plana y yerma, cubierta sólo por la arcilla roja de la región. El color y la diferencia de textura cambiaban sutilmente el fondo de los edificios, y por lo tanto su aspecto. Los tejados también eran distintos, pero sus vertientes eran iguales. Era como Quantico y, con suerte, la batalla tendría el mismo éxito que los entrenamientos. Kelly se acomodó y bebió un sorbo de agua. Tenía el gusto insípido del agua destilada del submarino, tan extraño como el lugar en que se encontraba.

A las 3.45 vio encenderse las luces del cuartel, amarillentas y vacilantes como las de una vela. Quizá estuvieran relevando la guardia. Los dos soldados que se encontraban en la torre de vigilancia más cercana se desperezaban y charlaban confiadamente. Kelly apenas pudo percibir el murmullo de la conversación, y menos aún las palabras y la cadencia. Estaban aburridos. Normal en esa clase de servicio. Tal vez se quejaran de ello, pero no demasiado, porque la alternativa era un paseo por el sendero de Ho Chi Minh a través de Laos y, aunque fuesen patriotas, no era una perspectiva muy halagüeña. Aquí sólo tenían que vigilar a unos veinte hombres encerrados en celdas individuales, quizá encadenados a la pared, con menos posibilidades de escapar que las que Kelly tenía de andar por encima del agua; e incluso si lograran esa hazaña imposible, ¿qué harían después? ¿Qué podrían hacer unos hombres blancos y altos en un país de gente pequeña y amarilla, además de hostil? La prisión de Alcatraz no era más segura que ese campo de internamiento. Así que había tres relevos diarios de la guardia, y era un servicio lo suficientemente aburrido como para entumecer los sentidos.

«¡Perfecto! – se dijo Kelly-. Seguid así, amigos.»

La puerta del cuartel se abrió y salieron ocho hombres. No distinguió a ningún suboficial al mando del destacamento. Esto era sorprendentemente irregular por parte del ejército de Vietnam del Norte. Rompieron filas en parejas, y cada una se dirigió a una de las torres. Los guardias de relevo subieron antes de que bajaran los sustituidos. Intercambiaron algunas palabras, y los soldados relevados bajaron. Dos de ellos encendieron cigarrillos antes de encaminarse hacia el cuartel, charlando al pie de una de las torres. En conjunto, era una maniobra cómoda y rutinaria, realizada por hombres que llevaban meses haciendo lo mismo.

«¡Un momento! Dos de ellos cojean», se dijo Kelly. Eran veteranos. Eso era a la vez malo y bueno. La gente que tenía experiencia de combate era simplemente diferente. A la hora de la acción, reaccionaban rápido. Aunque llevaban tiempo sin entrenarse, su instinto les ayudaría e intentarían luchar con eficacia, incluso sin mando… pero, como veteranos, también serían más blandos, más remolones, y sin la impaciencia temeraria de los jóvenes reclutas. Como siempre, era un cuchillo de dos filos. En ambos casos Kelly lo tendría en cuenta. Había que eliminarlos por sorpresa. Eso sería lo más seguro, pero era una suposición equivocada. Las tropas que vigilaban los campos de prisioneros de guerra solían ser de segunda categoría. Pero esos hombres eran tropas de combate, aunque estuviesen heridos y los hubiesen relegado a desempeñar labores de apoyo. ¿Algún otro error?, se preguntó Kelly. No descubrió ninguno. Transmitió un largo mensaje en código por su radio.

Los técnicos de comunicaciones transmitieron que habían recibido el mensaje.

–EASY SPOT, señor.

–¿Buenas noticias? – preguntó el capitán Franks.

–Todo va según el plan, sin novedades -contestó el vicealmirante Podulski. Maxwell estaba durmiendo. Cas no dormiría hasta que la misión concluyera-. El mensaje de nuestro amigo Clark incluso ha llegado en el tiempo exacto.

Al coronel Glazov, como a sus colegas occidentales, no le gustaba trabajar los fines de semana, y aún menos cuando era por culpa de su auxiliar administrativo, que se equivocó de montón al colocar el informe. Pero el muchacho había telefoneado a su jefe para informarle de su error, así que no pudo más que regañarle un poco por su descuido y, al mismo tiempo, elogiar su honradez y su sentido del deber. Volvió a Moscú desde su dacha, encontró aparcamiento detrás del edificio y, después de someterse a los pesados trámites de seguridad -firmar el libro y explicar la razón de su presencia en el edificio-, subió al ascensor. Luego tuvo que abrir su despacho y telefonear al archivo central para que le enviaran los documentos pertinentes, lo que también tardaba más de la cuenta los fines de semana. Desde el momento en que recibió la inoportuna llamada que desencadenó todo el proceso, transcurrieron dos horas hasta empezar a estudiar los in-formes en cuestión. El coronel firmó por los documentos y esperó a que se hubiera marchado el empleado del archivo.

–¡Maldita sea! – juró el coronel en inglés, por fin a solas en su despacho del cuarto piso.

¿Así que CASSIUS tenía un amigo en la Oficina de Seguridad Nacional de la Casa Blanca? ¡No era de extrañar que cierta información enviada por él hubiese sido considerada suficientemente importante para que Georgi Borissovich volara a Londres para concretar su reclutamiento! El oficial superior del KGB ahora se regañó a sí mismo. CAS S I U S se había guardado esa información en la manga, quizá con la idea de poner nervioso al oficial superior encargado de su control. El oficial que llevaba el caso, el capitán Yegorov, se tomaba las cosas con calma -¿por qué no?– y describía, con todo detalle, su primer contacto con el individuo.

–Boxwood Green -dijo Glazov.

Era el nombre en código de la operación, elegido al azar, como solían hacer los americanos. La siguiente cuestión era si debía remitir la información a los vietnamitas. Ésa era una decisión política que debía ser tomada inmediatamente. El coronel cogió el teléfono y marcó el número de su superior, que se encontraba en casa. Este se puso de un humor de perros.

El alba era un momento equívoco. El color de las nubes cambiaba de un color pizarra a un tono gris, mientras el sol se adivinaba detrás de ellas, ya que no se haría visible hasta que la borrasca se hubiese desplazado hacia el norte de China, según preveían los pronósticos. Kelly echó un vistazo a su reloj, haciendo cálculos mentalmente. El cuerpo de guardia se componía de cuarenta y cuatro hombres, más cuatro oficiales, y quizá un cocinero o dos. Todos ellos, salvo los ocho de las torres de vigilancia, formaron justo después del alba para hacer los ejercicios matutinos. Algunos tenían verdadera dificultad para realizarlos y uno de los oficiales, un teniente, daba vueltas, cojeando con un bastón; probablemente tenía lesionado un hombro, a juzgar por la forma en que lo utilizaba. «¿Qué mosca te ha picado?», le preguntó Kelly. Un suboficial tullido y malhumorado inspeccionaba los hombres, maldiciéndoles de una manera que demostraba muchos meses de práctica. A través de los prismáticos, Kelly observó las muecas que hacían los hombres a espaldas del cabrón, pero eso concedía a los guardias una calidad humana que no le agradó demasiado.

Los ejercicios matutinos duraron una hora. Al terminar, los soldados rompieron filas de una manera muy poco militar y fueron a desayunar. Como era de esperar, los guardias de la torre pasaban la mayoría del tiempo observando el campo, apoyados sobre sus codos. Era probable que ni siquiera quitaran los seguros de sus armas, una sensata precaución que les perjudicaría esta noche o la siguiente, según el tiempo. Kelly volvió a comprobar los alrededores. No era prudente concentrarse demasiado en el objetivo. Ahora no volvería a moverse de su sitio, ni siquiera a la luz gris del día que aumentaba a medida que pasaba la mañana, pero podía permitirse volver la cabeza para mirar y escuchar. Aprendió a reconocer el canto de los pájaros, para poder advertir cualquier anomalía. Había colocado un trapo verde encima del cañón de su fusil y, aunque protegido por los arbustos, llevaba un sombrero de ala ancha para romper su silueta que, junto con la pintura de camuflaje, le hacían invisible en el entorno caluroso y húmedo. «¿Por qué la gente se pelea por este maldito lugar?», se preguntó. Sentía picaduras de insectos en la piel. El producto que se había aplicado, conseguía ahuyentar los más fieros, pero no a todos, y los sentía corretear por su cuerpo. En lugares como ése todos los riesgos contaban. Kelly había olvidado muchas cosas. El entrenamiento era válido y necesario, pero nunca como la realidad. Los peligros que le acechaban no se podían disimular. Un pequeño aumento de las pulsaciones podría agotarte, incluso aunque guardaras absoluto reposo.

Comida, alimentación, fuerza. Moviéndose con cuidado sacó de su bolsillo dos tabletas de subsistencia. Su comida «preferida», pero ahora era vital. Con los dientes quitó las envolturas de plástico y las masticó lentamente. La fuerza que le daban era probablemente tan psicológica como real, pero ambos factores eran de utilidad, ya que tenía que afrontar tanto la fatiga como la tensión.

A las ocho se produjo un nuevo relevo de la guardia. Los soldados que acababan de terminar su servicio fueron a tomar su rancho. Dos soldados se apostaron a cada lado de la portilla, mirando aburridos hacia la carretera con la esperanza improbable de ver acercarse algún vehículo a ese campo perdido. Se formaron los destacamentos de trabajo encargados de tareas tan inútiles para Kelly como para quienes las ejecutaban sin protestas ni interés.

El coronel Grishanov se levantó pasadas las ocho. La noche anterior se había acostado tarde y, aunque esperaba levantarse más temprano, descubrió que su despertador había dejado de funcionar, corroído por ese clima del demonio. Echó un vistazo a su reloj de aviador, y vio que eran las 8.10. «¡Maldita sea!» Ya no tendría tiempo de ir a correr. Haría demasiado calor y amenazaba con seguir lloviendo durante todo el día. Preparó una taza de té en un pequeño hornillo de gas. El periódico tampoco había llegado esa mañana. No podría leer los resultados del fútbol, ni el artículo sobre el nuevo ballet, ni tendría con qué distraerse en ese detestable lugar. Por importante que fuera su deber, necesitaba distracción como cualquier persona. Ni las cañerías estaban en condiciones. Se había acostumbrado a todo, pero eso no era un consuelo. ¡Dios!, daría cualquier cosa por volver a casa y oír hablar su lengua materna, por estar en un lugar civilizado donde se pudiese hablar de cosas mundanas. Grishanov frunció el ceño ante el espejo que usaba para afeitarse. Le quedaban meses, y estaba quejándose como un soldado raso, un puñetero recluta. Se suponía que estaba preparado para superar estas cosas.

Su uniforme necesitaba un buen planchado. La humedad había atacado las fibras de algodón, su almidonada camisa parecía un pijama, y ya iba por el tercer par de zapatos, pensó Grishanov mientras bebía té y repasaba las notas de los interrogatorios de la noche anterior. Tanto trabajo y ninguna distracción, y encima iba a llegar tarde. Intentó encender un cigarrillo, pero la humedad había inutilizado sus cerillas. Bueno, lo encendería en el hornillo. Pero ¿dónde coño había dejado su mechero…?

Su trabajo le daba satisfacciones, si se las podía llamar así. Los soldados vietnamitas le trataban con un respeto casi reverencial, salvo el bastardo inepto que estaba al mando del campo, el mayor Vinh. La cortesía hacia un aliado socialista exigía que Grishanov tuviese un asistente, un joven campesino menudo, ignorante y tuerto que era capaz de hacer la cama y vaciar el orinal todas las mañanas. El coronel pudo marcharse con la seguridad de que su habitación estaría algo más limpia cuando volviese. Además, su trabajo era importante e incluso estimulante, en el sentido profesional de la palabra. Pero esa mañana hubiera matado por conseguir su periódico, el Sovietski Sport.

–Buenos días, Iván -susurró Kelly.

No necesitaba los prismáticos para verle. Su estatura destacaba -más de un metro ochenta- y su uniforme era muy diferente, mucho más pulcro que el de los norvietnamitas. Kelly utilizó los prismáticos para observar su cara, pálida y colorada, los ojos entrecerrados a causa de la luz del día. Hizo un ademán a un menudo soldado raso que le esperaba junto a la puerta del alojamiento de los oficiales. «Su asistente», pensó Kelly. Un coronel ruso de visita tendría derecho a ciertas comodidades. Sin duda era piloto, por las alas que lucía en la camisa, sobre los galones. «¿Sólo uno? – se preguntó Kelly-. ¿Un único oficial ruso para ayudar a torturar a los prisioneros?» A Kelly le pareció un poco extraño. Pero también significaba que sólo tendría que matar a un ruso. A pesar de su desconocimiento de la política, Kelly sabía que matar rusos no beneficiaba a nadie, por más satisfactorio que fuese. Le observó cruzar la plaza de armas. Se le acercó un mayor, el único oficial vietnamita visible en ese momento. Otro cojo, anotó Kelly. El diminuto mayor saludó al alto coronel.

–Buenas días, camarada coronel.

–Buenas días, mayor Vinh. – «Enano bastardo, ni siquiera sabes saludar. Quizá tampoco sepas comportarte ante tus superiores»-. ¿Los prisioneros han recibido sus raciones?

–Tendrán que conformarse con lo que hay -dijo el mayor.

–Mayor, es importante que me escuche -repuso Grishanov-. Necesito obtener información de los prisioneros. Pero no la obtendré si usted los mata de hambre.

–Camarada coronel, tenemos problemas para alimentar a nuestra propia gente. Supongo que no desea que los combatientes de nuestro heroico pueblo den su alimento a los perros yanquis -replicó el vietnamita con serenidad. A fin de cuentas, los rusos eran sus aliados-. Lo siento, pero tengo órdenes que cumplir. Si encuentra dificultades para interrogar a los americanos prisioneros, intentaremos ayudarle en la medida de lo posible. Pero mis hombres tienen prioridad en lo referido al alimento.

–Bien, mayor, se lo agradezco, pero intentaré arreglármelas sin su ayuda -dijo el soviético. Hizo el saludo militar y se alejó de aquel pequeño y arrogante bastardo amarillo.

Mientras se dirigía al encuentro del piloto americano, pensó que le gustaría estrangular con sus propias manos al vietnamita.

Kelly observó el encuentro del soviético y el vietnamita desde su posición en la colina. Luego se relajó un momento. Por un instante había temido que se realizaran patrullajes en los alrededores del campo, pero ese territorio era teóricamente seguro y aquellos hombres no parecían soldados de primera fila que tuviesen en cuenta todos los detalles. Así pues, su siguiente transmisión al Ogden confirmó que la situación entraba dentro de los límites de riesgo aceptable.

El sargento Peter Meyer fumaba. Su padre no lo aprobaba nunca, pero aceptaba el vicio de su hijo siempre que se limitase a hacerlo en el exterior de la vicaría, como lo hacía ahora, ambos sentados en el porche trasero después de la cena de domingo.

–Se trata de Doris Brown, ¿verdad? – preguntó Peter. A sus veintiséis años era uno de los sargentos más jóvenes del departamento y, como muchos oficiales de policía, era un veterano de Vietnam. Le faltaba muy poco para graduarse en la escuela nocturna, y estaba pensando en solicitar su ingreso en la Academia del FBI. La noticia de que la rebelde muchacha estaba de vuelta circulaba por la vecindad-. La recuerdo. Tenía una reputación un tanto dudosa hace unos años.

–Peter, sabes que no puedo hablar de eso. Es un asunto pastoral. Cuando llegue el momento, aconsejaré a esa persona que hable contigo, pero…

–Papá, sé lo que establece la ley al respecto. Pero tienes que comprender que estamos hablando de dos homicidios. Dos muertos y un negocio de drogas. – Arrojó la colilla al césped-. Es un asunto muy serio, papá.

–Incluso peor que eso -dijo su padre en voz baja-. No sólo matan a las muchachas, también las torturan y las someten a abusos sexuales. Es espantoso. Esa joven está en tratamiento psicológico. Sé que tengo que hacer algo, pero no puedo…

–Sí, sé que no puedes, de acuerdo. Llamaré a mis colegas de Baltimore para informarles sobre lo que me has dicho. Debería esperar hasta poder ofrecerles una información más concreta, pero como acabas de decir, tenemos que hacer algo. Les llamaré mañana a primera hora.

–¿Podría correr ella… esa persona algún peligro? – preguntó el reverendo Meyer, reprochándose el descuido.

–No lo creo -juzgó Peter-. Si logró escapar, seguro que no saben dónde se encuentra; de lo contrario, quizá ya la hubiesen matado.

–¿Cómo pueden hacer cosas así?

Peter encendió otro cigarrillo. Su padre era un hombre demasiado bueno para comprender aquello. Ni siquiera él lograba explicárselo.

–Papá, yo veo cosas así todos los días, y me cuesta creerlas. Lo importante es coger a esos bastardos.

–Sí, supongo que sí.

El rezident del KGB en Hanoi tenía el rango de general de división y su labor consistía, sobre todo, en espiar a los supuestos aliados de su país. ¿Cuáles eran sus objetivos reales? ¿Era real o fingida su supuesta desavenencia con China? ¿Cooperarían con la Unión Soviética cuando ganaran la guerra? ¿Dejarían a la Armada soviética usar la base cuando se marcharan los americanos? Aunque creía tener las respuestas, las órdenes de Moscú y su propio escepticismo le obligaban a hacerse las mismas preguntas una y otra vez. Tenía informadores dentro del Partido Comunista de Vietnam del Norte, en el Ministerio de Asuntos Exteriores del país, y en otros puntos clave. La buena voluntad de esos vietnamitas a la hora de pasar información a un aliado podía significar la muerte para ellos, aunque el parte oficial lo camuflara de «suicidios» o «accidentes», porque ninguno de los dos países estaba interesado en una ruptura formal. Simular entendimiento era mucho más importante en un país comunista que en un país capitalista, pues era más fácil aceptar los símbolos que la realidad.

El informe cifrado que descansaba sobre su mesa era interesante, ya que no incluía ninguna orden sobre qué hacer con él. ¡Típico de los burócratas de Moscú! Siempre dispuestos a entrometerse en asuntos que él era capaz de solucionar solo, pero ahora no sabían qué hacer… y tenían miedo de no hacer nada. Así que le habían pasado el muerto.

El conocía la existencia del campo, desde luego. Aunque era una operación dirigida por el servicio de información militar, tenía gente colocada en la oficina del agregado, con el deber de informarle directamente de cualquier novedad. Quizá el coronel Grishanov utilizara métodos irregulares, pero conseguía mejores resultados que los obtenidos por su propia oficina a través de esos pequeños salvajes. Ahora el coronel había propuesto una idea bastante atrevida. En vez de dejar que los vietnamitas mataran a los prisioneros a su debido tiempo, ¿por qué no llevarlos a Rusia? Sin duda era una idea brillante, pensó el general del KGB mientras intentaba decidir si debía presentarla ante sus superiores en Moscú, donde seguramente la elevarían a nivel ministerial o quizá hasta el Politburó. Realmente, la idea tenía su mérito -y eso le ayudó a tomar la decisión definitiva.

¿Cuánto tiempo podría esperar?, pensó. Los americanos solían ser rápidos, pero no tanto. La misión había sido aprobada por la Casa Blanca hacía una o dos semanas. Todos los burócratas eran iguales, después de todo. Si se trataba de Moscú, tardaban una eternidad. De no haber sido por las demoras burocráticas, la operación americana KINGPIN habría sido un éxito, incluso a pesar de que un agente de pacotilla del sur de Estados Unidos había permitido a los rusos avisar a Hanoi, aunque demasiado tarde. Pero ahora estaban prevenidos de verdad…

La política. Era inevitable que se mezclara en las operaciones de inteligencia. Anteriormente todos le habían acusado de demorar los planes…, pero ahora no estaba dispuesto a dejar que lo volvieran a hacer. Incluso los Estados satélites necesitaban ser tratados como camaradas. El general cogió el teléfono para concertar una cita. Invitaría a su contacto a comer en la embajada. Así estaría seguro de que la comida sería decente.