–¡Aquí, Kelly!
Kelly se dio la vuelta. Aquella voz le era familiar, y después de frotarse los ojos vio el uniforme blanco de un alto oficial de la Armada -las charreteras doradas, relucientes, no dejaban lugar a dudas.
–¡Vicealmirante Maxwell! – Kelly se alegró de tener compañía, y especialmente la de aquel hombre, pero al salir del agua se había manchado las piernas de barro-. ¿Por qué no me avisó de su llegada?
–Lo intenté, Kelly. – Maxwell se acercó y le estrechó la mano-. Llevo un par de días llamándote. ¿Dónde demonios estabas? ¿En una misión? – Al vicealmirante le sorprendió que la expresión de Kelly se demudara al oír aquella broma.
–No exactamente.
–Bien. Ve y toma una ducha mientras yo veo si encuentro un refresco. – Entonces Maxwell reparó en las cicatrices que Kelly tenía en la espalda y en el cuello-. ¡Por Dios!
Se habían conocido hacía tres años a bordo del Kitty Ha wk; él era entonces jefe de las Fuerzas Aéreas de la flota del Pacífico, y Kelly segundo oficial de primera clase, siempre muy mareado. Maxwell no lo olvidaría nunca. Kelly rescató a la tripulación del Nova One One, cuyo piloto era el teniente Winslow Holland Maxwell III. Pasó dos días recorriendo a nado una zona demasiado peligrosa para enviar helicópteros, y volvió con el piloto, herido pero con vida; pero Kelly cogió una infección en aquellas aguas putrefactas. ¿Y cómo podías recompensar a un hombre que ha salvado a tu único hijo?, se preguntaba Maxwell. Cuando lo vio en la cama del hospital, le pareció muy joven, muy parecido a su hijo, con el mismo orgullo desafiante y la misma inteligencia. Si hubiera justicia, Kelly habría recibido la Medalla del Honor por su misión, pero Maxwell ni siquiera lo intentó. Lo siento. Dutch, le hubieran dicho, me encantaría echarte una mano pero no puedo, resultaría un poco sospechoso. Así que hizo lo que estaba en su mano, y lo ascendió.
Maxwell se quedó en el Kitty Hawk otros tres días, con el pretexto de dirigir una inspección personal de las operaciones aéreas, cuando en realidad lo que quería era estar con su hijo herido y con el joven de las Fuerzas Armadas que lo había rescatado. Estuvo con Kelly cuando éste recibió el telegrama en que le anunciaban la muerte de su padre, un bombero que había sufrido un infarto mientras trabajaba. Y ahora también llegaba justo después de una desgracia.
Kelly salió del cuarto de baño con una camiseta y unos pantalones cortos, un poco fatigado, pero con mirada firme. – `Qué distancia has nadado, John?
–Unos ocho kilómetros, señor.
–No está mal -comentó Maxwell. Le ofreció una coca-cola a su anfitrión y añadió-: Será mejor que descanses un poco.
–Gracias, señor.
–¿Qué te ha pasado? Esa cicatriz del hombro es nueva. – Kelly le contó la historia brevemente, de guerrero a guerrero, pues pese a la diferencia de edad y de rango, tenían mucho en común, y por segunda vez Dutch Maxwell se sentó y escuchó como el padre adoptivo en que se había convertido.
–Una experiencia muy dura, John -comentó el vicealmirante.
–Sí, señor. – Kelly no sabía qué otra cosa decir, y bajó la cabeza-. Nunca llegué a darle las gracias por la tarjeta que me envió cuando murió Tish. Fue usted muy amable, señor. ¿Cómo le va a su hijo?
–Ahora pilota un 727 de la compañía Delta. Dentro de muy poco voy a ser abuelo -dijo el almirante con satisfacción, pero inmediatamente se dio cuenta de lo cruel que ese comentario podría resultarle a Kelly.
–¡Me alegro mucho! – dijo Kelly con una sonrisa. Y se alegraba sinceramente de oír una buena noticia, de saber que algo que él había hecho había tenido un resultado feliz-. Dígame, ¿qué lo ha traído aquí?
–Quiero comentar una cosa contigo. – Maxwell abrió su maletín y extendió un mapa sobre la mesa.
Kelly emitió un gruñido:
–Vaya, este sitio me suena. – Se fijó en unos símbolos escritos a mano-. Esta es información secreta, señor.
–Sí, el tema del que vamos a hablar es bastante delicado.
Kelly miró a su alrededor. Los vicealmirantes siempre viajaban con ayudantes, normalmente un joven teniente que se encargaba de llevar el maletín oficial, de abrirle la puerta a su superior, de quejarse por el aparcamiento del coche y otras tareas poco dignas de su rango. Entonces reparó en que la tripulación del helicóptero se había quedado fuera y que el vicealmirante Maxwell estaba solo, y aquello no era algo corriente.
–¿Por qué yo, señor?
–Porque eres el único que ha estado en esta zona.
–Sí, y ojalá siga siéndolo. – Los recuerdos que tenía Kelly de aquel lugar no eran precisamente agradables. Al mirar el mapa bidimensional las desagradables imágenes tridimensionales volvieron a su mente.
–¿Hasta qué punto del río llegaste, John?
–Hasta aquí -contestó Kelly, buscando el lugar en el mapa-. La primera vez no encontré a su hijo, así que volví atrás y lo encontré más o menos aquí.
«No está mal -pensó Maxwell-. Bastante cerca del objetivo.»
–Este puente ha desaparecido -explicó el vicealmirante-. Nos costó dieciséis misiones, pero finalmente lo conseguimos.
–¿Sabe lo que eso significa? Seguramente han construido un vado, o un par de puentes flotantes. ¿Quiere un consejo para eliminarlos?
–No, no hace falta. El objetivo está aquí. – Maxwell señaló con el dedo un punto marcado con bolígrafo rojo.
–Es un tramo muy largo para recorrerlo nadando, señor. ¿De qué se trata?
–Cuando te retiraste, pediste que te pusieran en la reserva -dijo Maxwell con benignidad.
–iUn momento, señor!
–Tranquilízate, hijo. No voy a llamarte a filas. – «Todavía», pensó Maxwell-. Te dieron una autorización para acceder a documentos secretos.
–Sí, a todos nosotros, porque…
–Este asunto es más que secreto, John. – Y Maxwell le explicó por qué, mostrándole otros documentos que llevaba en el maletín.
–Esos bastardos cabrones… -dijo Kelly después de examinar las fotografías de reconocimiento. ¿Quiere entrar y sacarlos, como en Song Tay?
–¿Qué sabes tú de Song Tay?
–Sólo lo que salió a la luz -aclaró Kelly-. Los del grupo solíamos comentarlo. Nos parecía un plan muy astuto. Cuando se lo proponen, los chicos de las Fuerzas Especiales son muy listos. Pero…
–Sí, pero no encontraron a nadie. Este tipo -dijo Maxwell señalando la fotografía- ha sido identificado como un coronel de la Fuerza Aérea. Te recuerdo que esta conversación no ha tenido lugar, Kelly.
–Lo comprendo, señor. ¿Cómo piensan hacerlo?
–Todavía no estamos seguros. Tú conoces la zona, y necesitamos tu información para sopesar las diferentes opciones.
Kelly pensó en las cincuenta horas que había pasado sin dormir en aquel lugar.
–Es demasiado frondoso para los helicópteros. Y hay muchas baterías antiaéreas. Lo bueno de Song Tay es que no estaba cerca de nada, pero este sitio está demasiado cerca de Haifong, y hay todas estas carreteras… No será fácil, señor.
–Nadie ha dicho que tuviera que ser fácil.
–Podrían utilizar estas colinas para enmascarar su aproximación, pero tendrían que atravesar el río tarde o temprano… por aquí, y entonces se encontrarían con la artillería antiaérea… y según estas notas, eso es todavía peor.
–¿Las Fuerzas Especiales planearon alguna misión aérea en esta zona? – preguntó Maxwell, risueño; pero la respuesta que obtuvo lo sorprendió.
–En mi grupo siempre escaseaban los oficiales, señor. Caían como moscas. Durante dos meses yo fui el oficial de operaciones, y todos sabíamos planear incursiones. Teníamos que hacerlo, porque era la parte más peligrosa de nuestras misiones. No me interprete mal, señor, pero hasta los soldados de tropa piensan.
–Nunca he dicho Io contrario -se defendió Maxwell.
Kelly se sonrió:
–No todos los oficiales son tan despiertos como usted, señor. – Volvió a estudiar el mapa y prosiguió-: Estas cosas hay que planearlas al revés. Empiezas con lo que necesitas para el objetivo, y luego retrocedes para encontrar la forma de llevarlo hasta allí.
–Dejemos eso para después. Háblame del valle -sugirió Maxwell.
«Cincuenta horas», recordó Kelly Lo recogieron en helicóptero en Danang y lo depositaron a bordo del submarino Sakete, que llevó a Kelly hasta el profundo estuario de aquel maldito y pestilente río; nadó contra corriente detrás de un bote de motor eléctrico, que seguramente seguiría allí, a no ser que algún pescador lo hubiera rescatado. Recordó el miedo que sentía cuando no podía ocultarse bajo la ondulante superficie. Cuando no podía esconderse, cuando avanzar era demasiado peligroso, se escondía bajo las algas de la orilla, y observaba el tráfico de la carretera, oyendo el estruendo de la artillería antiaérea situada en las colinas, preguntándose lo que sería de él si un niño norvietnamita lo descubría y se lo decía a su padre y ahora aquel oficial le pedía que arriesgara las vidas de otros hombres en aquel lugar, y confiaba en él, como había hecho Pam, y creía que él sabía lo que tenía que hacer. Esa idea le produjo escalofríos.
–No es un lugar muy agradable, señor. Su hijo también lo conoce.
–Pero no desde la misma perspectiva que tú -objetó Maxwell.
Tenía razón. El hijo del vicealmirante se ocultó en un paraje frondoso. Tenía una pierna rota y utilizaba la radio sólo en horas alternas. Permaneció allí, esperando a que Serpiente lo rescatara. Oía las mismas baterías antiaéreas que habían derribado su A-6 martilleando el cielo, disparando contra otros pilotos americanos que intentaban derribar el mismo puente que sus propias bombas no habían conseguido destruir. «Cincuenta horas», recordó Kelly. Sin descansar, sin dormir, con el miedo como único compañero.
–¿De cuánto tiempo disponen, señor?
–No estamos seguros. La verdad es que no estoy seguro de que den luz verde a esta misión. Cuando tengamos un plan podremos presentarlo. Cuando lo aprueben, podremos reunir los elementos necesarios, entrenarnos y actuar.
–¿Y los aspectos meteorológicos? – preguntó Kelly.
–La misión tiene que llevarse a cabo en otoño, este otoño. – Y usted cree que si nosotros no vamos a rescatarlos esos chicos no saldrán nunca de ahí, ¿no es así?
–Por eso han organizado ese campamento de ese modo -replicó Maxwell.
–Yo soy bastante bueno, vicealmirante, pero no olvide que no soy más que un soldado.
–Tú eres el único que se ha acercado a ese lugar. – El vicealmirante recogió las fotografías y los mapas. Le entregó a Kelly un mapa y añadió-: Rechazaste tres veces el ingreso en la Academia de Oficiales. Me gustaría saber por qué, John.
–¿Quiere saber la verdad? Eso habría significado volver. Pensé que ya había tentado bastante mi suerte.
Maxwell lo creyó sin ningún reparo, y deseó que su mejor fuente de información sobre aquel terreno tuviese un rango acorde con su experiencia, pero Maxwell también recordaba las misiones de combate en el Enterprise con pilotos sin graduación; por lo menos uno de ellos había demostrado suficiente destreza para ser comandante de un grupo aéreo, y sabía que los mejores pilotos de helicóptero eran probablemente los suboficiales que el Ejército despilfarraba en Fort Rucker. Pero aquél no era momento para malgastar talentos.
–En Song Tay cometieron un error -comentó Kelly.
–¿De qué se trata?
–Creo que se entrenaron demasiado. Al cabo de cierto período de tiempo, acabas debilitándote. Hay que escoger a la gente adecuada, y bastará con un par de semanas como máximo. Si lo alargas no consigues nada.
–No eres el único que opina así -aseguró Maxwell.
–¿Va a ser un trabajo de un grupo de Fuerzas Especiales?
–Todavía no estamos seguros, Kelly, puedo darte dos semanas mientras estudiamos otros aspectos de la misión.
–¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?
Maxwell dejó un pase del Pentágono sobre la mesa:
–Ni llamadas ni cartas. Todos los contactos han de ser cara a cara.
Kelly se levantó y acompañó al vicealmirante hasta el helicóptero. Cuando vieron a su superior, los miembros de la tripulación pusieron en marcha los motores del SH-2 SeaSprite y el rotor empezó a girar y Kelly cogió al vicealmirante por el brazo:
–En Song Tay… ¿hubo un traidor?
–¿Por qué lo preguntas?
Kelly asintió con la cabeza.
–Con eso ha contestado a mi pregunta, vicealmirante.
–No estamos seguros. – Maxwell agachó la cabeza y subió a la parte trasera del helicóptero.
Mientras despegaban, se lamentó de que Kelly hubiera declinado la invitación a ingresar en la Academia de Oficiales. Aquel chico era más listo de lo que había imaginado, y el vicealmirante decidió consultar a su antiguo comandante. Se preguntó también cómo reaccionaría Kelly cuando recibiera el llamamiento para incorporarse al servicio activo. No parecía justo traicionar la confianza de aquel chico -era posible que Kelly lo viera así, pensó Maxwell mientras el SeaSprite viraba para dirigirse al noreste-, pero su mente y su corazón estaban con los veinte hombres retenidos en SENDER GREEN, y les debía lealtad. Además, quizá Kelly necesitara distraerse de sus problemas personales. El vicealmirante se consoló con aquella idea.
Kelly permaneció en la playa mientras el helicóptero desaparecía en la bruma. Luego se dirigió hacia su taller. Había imaginado que a aquella hora tendría el cuerpo dolorido y la mente relajada, pero sorprendentemente le ocurría lo contrario. Los ejercicios que había hecho en el hospital habían dado mejores resultados de lo que esperaba. Todavía tenía un problema de resistencia física, pero su hombro, después de los primeros e inevitables do-lores, lo había soportado muy bien, y ahora era el momento del período de euforia. Kelly confió en encontrarse bien el resto del día, aunque se propuso acostarse temprano para prepararse para otro día de ejercicios; mañana se llevaría un reloj y empezaría a cronometrarse. El vicealmirante le había dado dos semanas, más o menos el mismo tiempo que él se había dado para su preparación física. Ahora había llegado el momento de otro tipo de preparación.
Todos los puertos militares eran parecidos, independientemente de su tamaño y de su función. Había cosas que todos debían tener, por ejemplo, un taller de construcción y reparación de maquinaria. En la isla Battery, que había dado cobijo a embar-
caciones de rescate hasta hacía seis años, había herramientas para reparar y fabricar piezas estropeadas. La colección de herramientas que Kelly había reunido era similar a la que podía encontrarse en un destructor. Posiblemente la Fuerza Aérea tuviera las mismas. Puso en marcha un fresadora South Bend y empezó a examinar sus piezas y sus depósitos de aceite para asegurarse de que podría hacer lo que quería con la máquina.
Junto a la máquina había varias herramientas, calibres y cajones llenos de piezas de acero con diferentes formas para la posterior fabricación de cualquier artefacto que necesitara el técnico. Kelly se sentó en un taburete y caviló qué necesitaba exactamente; decidió que primero necesitaba otra cosa. Cogió la 45 automática, la descargó y la desmontó, y a continuación examinó cuidadosamente el cañón y el cargador.
«Vas a necesitar dos de cada», se dijo Kelly. Pero lo primero era lo primero. Colocó el cargador en un calibre y utilizó la fresadora para hacer dos pequeños agujeros en la parte superior del mismo. La fresadora hizo dos agujeros perfectos, a una distancia de tres centímetros. Aterrajar los agujeros fue igual de fácil, y un destornillador acabó el trabajo. Con aquello finalizaba la parte sencilla de la faena del día. Kelly se acostumbraba a utilizar la máquina, cosa que no había hecho desde hacía un año. Kelly examinó el cargador de la pistola para asegurarse de que no había estropeado nada. Ahora venía lo complicado.
No tenía ni tiempo ni material para hacerlo como era debido. Sabía cómo funcionaba un soldador, pero le faltaban las herramientas para fabricar las piezas necesarias para el tipo de instrumento que le habría gustado tener. Para hacerlo habría tenido que ir a una pequeña fundición cuyos artesanos se habrían preguntado qué se proponía hacer, y no podía arriesgarse. Se consoló pensando que no hacía falta que fuera perfecto; al fin y al cabo, lo perfecto siempre era una lata y muy a menudo no valía la pena tanto esfuerzo.
Primero cogió una pieza de acero, una especie de cilindro estrecho y de paredes gruesas. Volvió a taladrarla y a aterrajar el agujero, esta vez en el centro de la superficie inferior, axial al cuerpo de la lata. El agujero era de un centímetro y medio. Las piezas que escogió parecían pequeñas tazas con agujeros en el fondo. Cada una de las piezas era un deflector. Intentó meterlos dentro de la pieza cilíndrica, pero eran demasiado anchos. Kelly refunfuñó. Los deflectores tenían que pasar por su torno. Lo hizo, recortando el exterior hasta alcanzar un diámetro de un milímetro menos que el del interior del cilindro; fue una operación larga y trabajosa. Cuando terminó, se recompensó con una coca-cola fría. A continuación metió los deflectores dentro del cilindro. Se ajustaban perfectamente; no se movían, pero quedaban lo suficientemente sueltos y se los podía retirar con un par de sacudidas. Bien. Los extrajo y a continuación fabricó una tapa para el cilindro, que también tuvo que aterrajar. Finalizada esta tarea, la enroscó primero sin los deflectores y luego con ellos dentro. Se felicitó por cómo encajaban todas las piezas, pero luego se dio cuenta de que no había hecho un agujero en la tapa, y tuvo que hacerlo, utilizando de nuevo la fresadora. Practicó un agujero de medio centímetro de diámetro. Cuando terminó montó las piezas y pudo ver a través de ellas; por lo menos había conseguido taladrar en línea recta.
Ahora venía lo importante. Kelly preparó la máquina sin prisas, comprobándola por lo menos cinco veces antes de practicar la rosca con un movimiento de la palanca. Primero respiró hondo. Lo había visto hacer varias veces, pero nunca lo había hecho él mismo, y pese a que era bastante mañoso, era un oficial retirado, no un segundo maquinista. Una vez terminada la operación, desmontó el cañón y volvió a montar la pistola. Cogió una caja de municiones del 22 y salió del taller.
La voluminosa y pesada Colt automática nunca le había intimidado, pero las municiones del 45 eran mucho más caras que las del 22, y por eso el año anterior había comprado un equipo de conversión que permitía disparar las balas del 22 con la pistola. Arrojó la lata de coca-cola a unos cinco metros de distancia y puso tres balas en la recámara. No se tomó la molestia de protegerse los oídos. Se colocó como siempre hacía: de pie, relajado, con las manos a los costados. Entonces levantó la pistola rápidamente, la cogió con las dos manos y se puso en cuclillas. Se dio cuenta que el cilindro que había enroscado en el cañón le limitaba la visión. Eso supondría un problema. Bajó la pistola y volvió a levantarla, y efectuó el primer disparo sin ver el blanco. El resultado era previsible: no tocó la lata. Pero el silenciador había funcionado bien. Los técnicos de sonido de la televisión y el cine suelen representarlo mal, como un zing musical, pero el ruido producido por un buen silenciador se parece más al de un cepillo metálico golpeando un trozo de madera. Cuando la bala pasó por los agujeros, el gas despedido quedó atrapado en los deflectores, que lo obligaron a expandirse por el espacio interior del cilindro. Con cinco deflectores internos -seis contando la tapa-, el ruido del disparo quedó reducido a un susurro.
Todo aquello estaba muy bien, pero si no daba en el blanco, éste oiría el sonido del cargador de la pistola, y los sonidos mecánicos de un arma de fuego eran inconfundibles. Había fallado disparando a una lata de coca-cola a cinco metros de distancia. Su puntería necesitaba mucha práctica, Una cabeza humana era mucho mayor, desde luego, pero la zona de la cabeza a la que quería disparar no lo era. Kelly se relajó y volvió a intentarlo, dibujando un suave y rápido arco al levantar la pistola. Esta vez empezó a apretar el gatillo justo en el momento en que el silenciador empezaba a ocultar el blanco. Funcionó, más o menos. La lata recibió un impacto en la base. Pero fallaba la coordinación. El siguiente disparo dio prácticamente en el centro de la lata, y Kelly sonrió. Retiró la recámara y cargó el arma con cinco balas; esta vez la lata quedó destrozada, con siete agujeros, seis de ellos agrupados en el centro.
«Todavía te queda algo de puntería, Johnnie», se dijo Kelly mientras ponía el seguro de la pistola. Pero estaba practicando a la luz del día, disparando contra un elemento inmóvil de metal rojo, y Kelly era consciente de eso. Volvió al taller y desmontó de nuevo la pistola. El silenciador había tolerado los disparos sin sufrir menoscabo, pero de todos modos lo limpió y engrasó el interior. Otra cosa, pensó. Cogió un pequeño pincel y esmalte blanco y pintó una línea recta desde la parte superior del cargador. Eran las dos de la tarde.
Kelly almorzó un poco y se dispuso a iniciar sus ejercicios de la tarde.
–¡Uf! ¿Todo eso?
–¿Vas a quejarte? – dijo Tucker-. ¿Qué te pasa? ¿Es demasiado para ti?
–Yo puedo encargarme de cualquier cantidad que me entregues, Henry -repuso Piaggi, un poco molesto por la arrogancia de aquel hombre; pero luego pensó en lo que vendría después.
–¡Vamos a estarnos tres días aquí! – se quejó Eddie Morello.
–¿Es que no confías en tu esposa? – dijo Tucker, sonriendo. El próximo sería Eddie; ya lo había decidido. Al fin y al cabo, Morello no tenía demasiado sentido del humor.
–Mira, Henry… -dijo Eddie, enrojeciendo.
–Tranquilos, por favor -intervino Piaggi. Miró los ocho kilos de droga que había sobre la mesa y luego se volvió hacia Tucker-. Me encantaría saber de dónde sacas el género.
–No me extraña, Tony, pero de eso ya hemos hablado. ¿Puedes encargarte o no?
–No olvides que una vez que empiezas con estas cosas es un poco difícil parar. La gente depende de ti, no sé si me entiendes. ¿Qué le dices al oso cuando te quedas sin galletas? – Piaggi estaba pensando. Tenía contactos en Filadelfia y en Nueva York, gente joven como él, cansados de trabajar para un carcamal. Se trataba de mucho dinero. Se preguntaba en qué se había metido Henry. Habían empezado hacía sólo dos meses, con dos kilos de una pureza sólo comparable a la mejor mercancía siciliana, pero a mitad de precio. Y Henry era el único responsable de solucionar los problemas de las entregas, lo cual hacía que el trato fuera doblemente atractivo. Y los mecanismos de seguridad eran impresionantes. Henry no era idiota, no era como esos negros con grandes ideas y un cerebro enano. Era un hombre de negocios, sereno y profesional, un buen aliado y socio en potencia.
–Tengo un proveedor muy sólido. Deja que yo me encargue de eso, amigo.
–Está bien -asintió Piaggi-. Sólo hay un problema, Henry. Tardaré un poco en reunir tanto dinero. Tendrías que haberme avisado.
Tucker sonrió:
–No quería asustarte, Anthony.
–¿Confías en mí?
Tucker asintió con la cabeza y le miró a los ojos:
–Sé que eres un tío serio.
Todo estaba controlado. Piaggi no dejaría escapar la oportunidad de establecer un suministro regular a sus socios. No le importaba que le pagara a largo plazo. Angelo Vorano no lo había entendido, pero había servido para conocer a Piaggi. Además, Angelo ya no existía.
–¿Es igual de pura que la otra? – preguntó Morello con poco tacto.
–Eddie, ¿cómo quieres que se fíe de nosotros respecto al dinero y nos engañe a la vez? – le dijo Piaggi.
–Dejadme que os explique lo que está pasando. Tengo un buen suministro de buen género. De dónde lo obtengo y cómo lo obtengo es asunto mío. También tengo un territorio donde no quiero que os metáis, pero todavía no hemos tropezado en la calle, y seguiremos así. – Los dos italianos asintieron; Eddie por inercia, pero Tony y Piaggi con compresión y respeto le habló en el mismo tono:
–Tú necesitas distribución. Nosotros podemos encargarnos de eso. Tú tienes tu propio territorio, y nosotros estamos dispuestos a respetarlo.
Había llegado el momento de la siguiente jugada.
–No he llegado hasta aquí cometiendo estupideces -dijo Tucker. Y añadió-: A partir de hoy, vosotros quedaréis al margen de esta parte del negocio.
–¿Qué quieres decir?
–Lo que quiero decir es que se acabaron los paseos en barco. Quiero decir que ya no manipularéis el género.
A Piaggi no le importó. Había hecho aquel trabajo cuatro veces, y la novedad ya había pasado.
–Me parece correcto -dijo-. Si quieres, puedo decirle a mi gente que recoja las entregas donde tú indiques.
–Separaremos el género del dinero. Como en cualquier negocio -dijo Tucker-. Una especie de línea de crédito.
–Primero el material.
–Me parece bien, Tony. Elige bien a la gente, ¿de acuerdo? La idea es que tú y yo nos separemos todo lo posible de la droga.
–Si cogen a alguien, cantará -intervino Morello. Se sentía excluido de la conversación, y no era lo bastante inteligente para captar su significado.
–Los míos no -repuso Tucker sin alterarse-. No son tan tontos.
–Lo hiciste tú, ¿no? – dijo Piaggi, que había relacionado el incidente. Tucker asintió-. Me gusta tu estilo, Henry. La próxima vez intenta ser un poco más prudente.
–He tardado dos años en organizar todo esto, y me ha costado mucho dinero. Quiero que mi negocio dure mucho tiempo, y no volveré a arriesgarme más de lo necesario. Dime, ¿cuándo puedes pagarme esta partida?
–He traído cien mil. – Piaggi señaló la bolsa de lona que había dejado en la cubierta. Aquella pequeña operación había crecido con sorprendente rapidez, pero las tres primeras partidas las había vendido a buen precio, y Tucker, pensó Piaggi, era un hombre de confianza, dentro de lo que cabía en aquel negocio. Supuso que si Tucker hubiera querido engañarlos ya lo habría hecho, y aquella cantidad de droga era demasiado para esas cosas-. Puedes quedártelos, Henry. Y me parece que te deberemos otros… ¿quinientos? Voy a necesitar un poco de tiempo, quizá una semana. Lo siento, amigo, pero me has cogido desprevenido.
–Dejémoslo en cuatrocientos. Tony. No nos conviene apretar a nuestros amigos al principio. Vamos a crear un poco de buen ambiente, ¿de acuerdo?
–¿Una oferta especial de lanzamiento? – Piaggi rió y le pasó una cerveza a Henry-. Debes de tener sangre italiana, tío. ¡Muy bien! Lo haremos a tu manera.
Piaggi se preguntó hasta dónde podría llegar el proveedor de Tucker.
–Y ahora, a trabajar. – Tucker abrió la primera bolsa de plástico y la vació en un cuenco de acero inoxidable. Se alegró de que en adelante no tendría que preocuparse más de aquel jaleo. La séptima fase de su plan de marketing se había cumplido. A partir de ahora, otros se encargarían del trabajo de cocina, en principio bajo su supervisión, por supuesto, pero a partir de hoy Henry Tucker actuaría como un ejecutivo. Mientras mezclaba la droga, se felicitó por su inteligencia. Había iniciado el negocio de la forma correcta, arriesgándose pero sopesando bien los riesgos, construyendo su organización desde la base, haciendo las cosas personalmente, ensuciándose las manos. Seguramente Piaggi había empezado igual, pensó Tucker. Seguramente Tony lo había olvidado ya, y también había olvidado las consecuencias. Pero eso no le incumbía a Tucker.
–Mire, coronel, yo no era más que un ayudante de campo. ¿Cuántas veces quiere que se lo repita? Yo hacía lo mismo que los ayudantes de campo de sus generales, las tonterías más insignificantes.
–Y entonces, ¿por qué aceptó ese trabajo? – Al coronel Nikolái Yevguenievich Grishanov le parecía lamentable que aquel hombre tuviera que pasar por aquello, pero el coronel Zacharias no era un hombre. Era un enemigo, se recordó el ruso con cierto disgusto, y quería que volviera a hablar.
–¿No ocurre lo mismo en sus fuerzas aéreas? Si un general se fija en ti, te ascienden más deprisa. – El americano hizo una breve pausa y añadió-: También redactaba discursos. – Eso no le acarrearía problemas.
–En nuestras fuerzas aéreas, ésa es tarea de los oficiales políticos -replicó Grishanov desdeñando aquella frivolidad.
Era su sexta sesión. Grishanov era el único oficial soviético con autorización para entrevistar a los americanos; los vietnamitas estaban actuando con mucha precaución. Veinte americanos, todos de distinta condición. Según el archivo, Zacharias era piloto de caza, pero también oficial de inteligencia. Había dedicado los veinte años de su carrera al estudio de los sistemas de defensa aérea. Tenía un doctorado por la Universidad de California, Berkeley, en ingeniería eléctrica. El archivo incluía una copia recientemente obtenida de su tesis doctoral, «Aspectos de la propagación y difusión de microondas sobre terreno angular», que uno de los tres infiltrados que habían colaborado para reunir in-formación sobre el coronel había fotocopiado en los archivos de la universidad. La tesis debió haber sido clasificada como secreta inmediatamente después de su finalización -como habría ocurrido en la Unión Soviética-. Era un examen muy inteligente de lo que le ocurría a la energía de los radares de baja frecuencia, y de cómo podía un avión utilizar montañas y colinas para ocultarse de los radares. Tres años después de la redacción de aquella tesis, mientras formaba parte de un escuadrón de cazas, le habían asignado un turno de servicio en la base aérea de Offutt, en las afueras de Omaha, Nebraska. Como miembro del personal del Mando Aéreo Estratégico, había trabajado en perfiles de vuelo que permitirían a los bombarderos B-52 penetrar las defensas aéreas soviéticas, aplicando sus conocimientos teóricos de física al mundo práctico de la guerra estratégico-nuclear.
Grisnahov no podía odiar a aquel hombre. En cierto modo, el coronel ruso, que también era piloto de caza -acababa de terminar un mando de regimiento en el mando de defensa aérea soviético, y ya había sido elegido para otro- era la contrapartida exacta de Zacharias. En tiempo de guerra, su trabajo consistía en evitar que aquellos bombarderos arrasaran su país, y en tiempo de paz planear métodos para dificultar lo más posible su penetración en el espacio aéreo soviético. Aquella identidad hacía que su trabajo actual fuera a la vez difícil y necesario. No pertenecía al KGB; no era uno de esos brutos. Herir a la gente no le producía ningún placer -matarla era diferente-, ni siquiera tratándose de americanos que planeaban la destrucción de su país. Pero los que sabían cómo obtener información no sabían analizar aquello que él estaba buscando, ni siquiera sabían qué preguntas hacer; y no servía de nada escribir las preguntas, porque tenías que mirar al hombre a los ojos cuando hablaba. Un hombre lo suficientemente inteligente como para formular planes como aquéllos también lo era para mentir con la convicción y la autoridad capaces de engañar a cualquiera.
A Grishanov no le gustaba lo que estaba viendo. Aquél era un hombre habilidoso y valiente, que había luchado para instalar especialistas en la detección de aviones que los americanos llamaban Wild Veasels. Los rusos también habrían podido utilizar aquel término, refiriéndose a los malvados y pequeños depredadores que perseguían a sus presas hasta el interior de sus madrigueras.
Aquel prisionero había volado en ochenta y nueve misiones como aquélla, suponiendo que los vietnamitas hubieran recuperado las piezas correctas del avión correcto -como los rusos, los americanos llevaban la cuenta de sus éxitos en el avión-, y por lo tanto era exactamente la persona con que necesitaba hablar. Quizá algún día llegaría a escribir algo sobre aquella lección, pensó Grishanov. El orgullo del americano demostraba a quién habían capturado, y cuánto sabía. Pero los pilotos de caza eran así, y Grishanov también se habría negado a revelar sus hazañas contra los enemigos de su país. El ruso intentó convencerse también de que él suponía una mínima amenaza para aquel prisionero. Seguramente Zacharias había matado a muchos vietnamitas -y no simples campesinos, sino técnicos en misiles muy cualificados, entrenados por los rusos- y el gobierno de ese país querría castigarlo por eso. Pero aquello no era asunto suyo, y no quería que los sentimientos políticos se interpusieran en sus obligaciones profesionales. El suyo era un aspecto de la defensa nacional rigurosamente científico y complejo. Su deber era trazar planes para prevenir un ataque de cientos de aviones, cada uno de los cuales llevaba una tripulación de especialistas bien entrenados. La forma de pensar y la doctrina táctica de esos especialistas era tan importante como sus proyectos. Aquellos asquerosos fascistas tenían tanto en común con la filosofía política de su país como los caníbales con la alta cocina francesa.
–Estoy mejor informado de lo que usted se imagina, coronel -dijo Grishanov con paciecia. Depositó sobre la mesa los últimos documentos que había recibido-. Anoche leí esto. Es un trabajo excelente.
El ruso no apartaba los ojos del coronel Zacharias. La sorpresa del americano fue considerable. Aunque él también era en cierto modo un oficial de inteligencia, nunca había soñado que en Vietnam alguien pudiera llevar la noticia a Moscú. En su cara se leía lo que estaba pensando: ¿Cómo pueden saber tantas cosas de mí? ¿Cómo habían podido indagar tanto en su pasado? ¿Quién había podido hacerlo? ¿Había alguien tan bueno, tan profesional? ¡Pero si los vietnamitas eran idiotas! Grishanov, como muchos oficiales rusos, era un estudiante concienzudo de historia militar. Había leído toda clase de documentos antiguos en las salas de descanso de su regimiento. En uno de los que nunca olvidaría se enteró de cómo la Luftwaffe alemana interrogaba a los aviadores capturados, y ahora pensaba aplicar aquella lección. La tortura física sólo había servido para endurecer a aquel hombre, pero una simple hoja de papel había conseguido estremecerlo. Todo el mundo tenía algún punto débil. Para encontrarlo hacía falta inteligencia.
–¿Por qué no llegaron a declararlo confidencial? – preguntó Grishanov mientras encendía un cigarrillo.
–No es más que física teórica -contestó Zacharias encogiéndose de hombros. Se había recuperado un poco y ahora intentaba ocultar su desesperación-. Los que más interés mostraron fueron los de la compañía telefónica.
Grishanov señaló la tesis y dijo:
–Yo he aprendido un par de cosas. ¡Predecir falsos ecos a partir de mapas topográficos, identificar los puntos ciegos matemáticamente! De esa forma se puede proyectar una ruta de aproximación, idear maniobras de un punto a otro. ¡Excelente! Dígame, ¿cómo es Berkeley?
–Una universidad como otra cualquiera, al estilo de California -explicó Zacharias. Pero inmediatamente advirtió que estaba hablando demasiado. No tenía que hablar. Le habían entrenado para no hablar, para saber qué podía esperar, qué era prudente hacer, cómo esquivar y disimular. Pero para aquello no estaba preparado. Y además estaba cansado, y asustado, y harto de cumplir un código de conducta que a nadie le importaba un comino.
–No sé gran cosa de su país (salvo cuestiones profesionales, por supuesto). ¿Son muy grandes las diferencias regionales? Usted es de Utah. Cuénteme, ¿cómo es?
–Zacharias, Robin G., coronel…
Grishanov levantó las manos:
–Por favor, coronel. Todo eso ya lo sé. También sé el lugar y la fecha de su nacimiento. Cerca de Salt Lake City no hay ninguna base aérea. Lo único que sé es lo que dicen los mapas. Seguramente nunca visitaré esa zona, mejor dicho ninguna zona de su país. Cuénteme, ¿es muy verde Berkeley? Una vez me dijeron que en California cultivan viñas. Pero de Utah no sé nada. Hay un lago muy grande, pero lo llaman «Salt Lake», ¿no? ¿Es salado?
–Sí, por eso…
–¿Cómo puede ser salado? El mar está a mil kilómetros y en medio hay montañas, ¿no es así? Yo conozco bien el mar Caspio. Estuve destinado en una base en aquella región. Y no es salado. ¿Y Salt Lake sí? Qué raro. – Apagó el cigarrillo.
Zacharias movió ligeramente la cabeza.
–No estoy seguro. Yo no soy geólogo. Supongo que son restos de otras épocas.
–Quizá. Allí también hay montañas, ¿no?
–Las montañas Wasatch -confirmó Zacharias con apatía.
Los vietnamitas sabían cómo alimentar a sus prisioneros, pensó Grishanov. Les daban una bazofia que los perros sólo aceptarían en caso de extrema necesidad. Se preguntó si sería una dieta deliberada y meditada, o el resultado fortuito de la barbarie. Los prisioneros políticos del Gulag comían mejor, pero la dieta de aquellos americanos disminuía su resistencia a las enfermedades, los debilitaba tanto que la huida se hacía imposible por falta de energía. Era parecido a lo que hacían los fascistas con los prisioneros soviéticos y, aunque desagradable, a Grishanov le resultaba útil. La resistencia física y mental requería energía, y aquellos hombres perdían progresivamente sus fuerzas tras horas de interrogatorio; su valentía y su entereza se iban desvaneciendo. Grishanov estaba aprendiendo a dominar el cerebro de aquellos hombres tan parecidos a él. Era un proceso largo pero distraído.
–¿Y hay estaciones de esquí?
Zacharias parpadeó, como si aquella pregunta lo hubiera transportado a otro lugar y a otro tiempo.
–Sí, muy buenas.
–Aquí hoy se puede esquiar, coronel. A mí me gusta mucho el esquí de fondo. Es un buen ejercicio, muy relajante. Yo tenía esquís de madera, pero en mi último regimiento un oficial de intendencia me fabricó unos esquís de acero con piezas de avión.
–¿Acero?
–Acero inoxidable. Pesa más que el aluminio, pero es más flexible. Yo lo prefiero. Del panel de un ala de nuestro nuevo interceptor, el proyecto E-266.
–¿Qué es eso? – Zacharias no sabía nada del nuevo MiG-25. – Ahora ustedes lo llaman Foxhat. Es muy rápido; fue diseñado para cazar a sus bombarderos B-70.
–Pero ese proyecto lo cancelamos -objetó Zacharias.
–Sí, lo sé. Pero gracias a su proyecto yo conseguí un caza maravillosamente rápido. Cuando vuelva a mi país, dirigiré el primer regimiento.
–¿Cazas hechos de acero? ¿Por qué?
–Resiste el calentamiento aerodinámico mucho mejor que el aluminio -explicó Grishanov-. Y con las piezas sobrantes pueden hacerse esquís. – Zacharias estaba muy desconcertado-. ¿Qué le parece la combinación de mis cazas de acero y sus bombarderos de aluminio?
–Supongo que eso depende de… -Zacharias se interrumpió. Miró al ruso, primero desconcertado por lo que había estado a punto de decir, y luego con resolución.
«Todavía es demasiado pronto», se dijo Grishanov, decepcionado. Se había precipitado un poco. Aquel americano era muy valiente. Capaz de dirigir su Wild Veasel ochenta veces. Capaz de resistir mucho tiempo. Pero Grishanov tenía todo el tiempo del mundo.
Kelly introdujo una moneda y marcó el número. Era un sábado extremadamente húmedo y caluroso, y Kelly estaba furioso por su estupidez. A veces pasabas por alto las cosas más evidentes.
–Buenos días. Llamo por el anuncio del coche… -dijo Kelly-. Si quiere puedo venir ahora mismo…
–De acuerdo. ¿Quince minutos?
–Muy bien.
Colgó el auricular. Por lo menos algo salía bien. En el interior de la cabina, Kelly hizo una mueca. El Springer estaba amarrado en uno de los puertos deportivos del Potomac. Tenía que comprarse un coche nuevo, pero ¿cómo ir a recogerlo? Si cogía el Scout, podía volver con el nuevo, pero ¿qué hacía con el otro? Se rió de sí mismo. Tuvo suerte, y vio un taxi que salía del puerto: podría cumplir la promesa que acababa de hacer a la anciana.
–A1,4500 de Essex Avenue -dijo al conductor.
–¿Dónde está eso?
–En Bethesda.
–Te va a salir caro, tío -advirtió el taxista.
Kelly le alargó un billete de diez dólares y dijo:
–Si llegas en un cuarto de hora te doy otro.
–Ningún problema.
El taxista se puso en marcha y evitó Wisconsin Avenue la mayor parte del tiempo. Aprovechando un semáforo, el taxista buscó Essex Avenue en el mapa, y llegó con veinte segundos de antelación, con lo que se ganó los otros diez dólares.
Era un barrio residencial, y no le costó encontrar la casa. Allí estaba el coche, un Volkswagen color crema de cacahuete y con manchas de herrumbre. Perfecto. Kelly subió los cuatro escalones de la entrada y llamó a la puerta.
–Hola -dijo la anciana. Su rostro encajaba perfectamente con la voz. Debía de tener unos ochenta años; era menuda y frágil, pero tenía una mirada lúcida. Su cabello blanco conservaba aún algún mechón rubio.
–¿Señora Boyd? He llamado hace un rato por lo del coche.
–¿Cómo se llama?
–Bill Murphy. – Kelly sonrió con amabilidad-. Qué calor, ¿verdad?
–Espantoso -reconoció la anciana-. Espere un momento.
–Gloria Boyd desapareció y al cabo de un momento volvió con las llaves. Lo acompañó al coche. Kelly la cogió del brazo para ayudarla a bajar los escalones.
–Muchas gracias, joven.
–Es un placer, señora -replicó Kelly con galantería.
–Mi nieta nos dejó el coche cuando se fue a la universidad, y luego lo utilizó Ken -dijo, como si Kelly tuviera que saber quién era Ken.
–¿Ken?
–Mi marido -dijo Gloria sin mirarlo-. Murió el mes pasado.
–Lo siento.
–Estaba muy enfermo -dijo la mujer, que todavía no se había recuperado de aquella pérdida, aunque afrontaba la realidad. Le dio las llaves y dijo-: Tenga, échele un vistazo.
Kelly abrió la puerta. Verdaderamente, se notaba que lo había utilizado una universitaria, y luego un anciano. Los asientos estaban bien conservados; en uno había un largo arañazo, que seguramente habían hecho al cargar una caja de ropa o de libros. Hizo girar la llave y el motor se encendió a la primera. El depósito de gasolina estaba lleno. El anuncio no mentía respecto al kilometraje: el cuentakilómetros marcaba sólo 83.000 km. Pidió permiso para dar una vuelta a la manzana. Mientras lo hacía, llegó a la conclusión de que el coche estaba en buen estado, y volvió a donde la dueña lo esperaba.
–¿Cómo es que está tan oxidado?
–Mi nieta se fue a un colegio de Chicago, el Northwestern, y como allí nieva mucho…
–Es un buen colegio. Volvamos dentro. – Kelly ofreció el brazo a la anciana y la acompañó hasta la casa. Olía a casa de ancianos: al polvo que ella ya no quitaba porque estaba demasiado cansada, y a comida estropeada, porque seguía cocinando para dos.
–¿Quiere beber algo?
–Sí, por favor. Un poco de agua. – Mientras ella iba a la cocina, Kelly echó un vistazo al salón. En la pared había una fotografía de un hombre con uniforme de cuello alto y cinturón Sam Browne y una joven con un vestido de novia blanco, muy ajustado. La foto de la boda, sin duda. Había otros testimonios de la vida de Kenneth y Gloria Boyd: dos hijas y un hijo, un viaje a la costa, un viejo coche, nietos.
–Aquí tiene -dijo la señora Boyd ofreciéndole el vaso.
–Gracias. ¿Qué hacía su marido?
–Trabajó para el Departamento de Comercio durante cuarenta y dos años, íbamos a mudarnos a Florida, pero entonces se puso enfermo, así que iré yo sola. Mi hermana vive en Fort Pierce; también es viuda, su marido era policía… -El gato entró a examinar al visitante, y la anciana recuperó un poco de energía-. Me voy la semana que viene. La casa ya está vendida, tengo que marcharme el jueves. Se la he vendido a un médico joven.
–Espero que le guste vivir en Florida. ¿Cuánto quiere por el coche?
–Yo ya no puedo conducir, porque tengo cataratas. Tienen que acompañarme a todas partes. Mi nieto dice que vale mil quinientos dólares.
Su nieto debe de ser abogado, pensó Kelly.
–¿Qué le parecen mil doscientos? Puedo pagarle en efectivo.
–¿En efectivo? – Su mirada se iluminó.
–Sí, señora.
–Entonces puede quedarse con el coche. – Le tendió la mano.
Kelly la cogió cortésmente.
–¿Tiene usted los papeles? – Kelly sentía que la señora Boyd tuviera que levantarse otra vez.
La anciana subió la escalera lentamente, sujetándose a la barandilla, mientras él sacaba la cartera y contaba los doce billetes.
Habrían bastado diez minutos para liquidar la compraventa, pero se convirtieron en casi una hora. Kelly ya se había enterado de cómo hacer el cambio de nombre, y además no tenía intención de hacerlo todo. La póliza del seguro estaba dentro del sobre de cartón, junto con el resto de papeles, todo a nombre de Kenneth W. Boyd. Kelly prometió encargarse del seguro, y también del impuesto de circulación, por supuesto. Pero resultó que el dinero en metálico puso nerviosa a la señora Boyd, así que Kelly la ayudó a cumplimentar un recibo, y luego la acompañó al banco, donde ingresó el dinero en el cajero automático. Luego la llevó al supermercado para comprar leche y comida para gatos y finalmente la devolvió a su casa.
–Gracias por el coche, señora Boyd -le dijo al despedirse.
–¿En qué lo va a utilizar?
–Negocios -contestó Kelly.
Aquella noche, a las nueve y cuarto, dos coches entraron en el área de servicio de la Interestatal 95. Delante iba un Dodge Dart y detrás un Plymouth Roadrunner rojo, a quince metros escasos uno de otro. Se dirigieron a un área de servicios donde había restaurante y gasolinera -servían café, pero naturalmente no tenían bebidas alcohólicas-. El Dart dio unas cuantas vueltas por el aparcamiento y finalmente se detuvo junto a un Oldsmobile blanco con matrícula de Pennsylvania y capota marrón de vinilo. El Roadrunner aparcó en la hilera siguiente, y una mujer se apeó del coche y caminó hacia el restaurante, para lo que tuvo que pasar por delante del Olds.
–Hola, guapa -dijo el conductor. La mujer se detuvo y se acercó al Oldsmobile. Era un hombre moreno, de cabello largo pero bien peinado, y llevaba camisa blanca.
–Me envía Henry -dijo la chica.
–Ya lo sé. – Alargó el brazo y le acarició la cara; ella no se resistió. El hombre echó un vistazo alrededor antes de bajar la mano-. ¿Lo tienes, pequeña?
–Sí. – La chica esbozó una sonrisa forzada; estaba un poco asustada, pero no molesta. Doris había dejado de sentirse molesta hacía mucho tiempo.
–Bonitas tetas -dijo el hombre, sin ninguna emoción-. Ve a buscarlo.
Doris volvió a su Dodge como si hubiera olvidado algo. Regresó con un bolso grande, casi como una bolsa de viaje. Al pasar junto al Olds, el hombre alargó el brazo y la cogió. Doris entró en el edificio, y al cabo de un rato salió con un refresco, mirando al Roadrunner y esperando haberlo hecho bien. El Olds tenía el motor en marcha, y el conductor le dedicó un beso; ella respondió con una débil sonrisa.
–Ha sido muy fácil -dijo Henry Tucker, a cincuenta metros, en la zona de picnic del otro lado del edificio.
–¿Es buena? – preguntó otro hombre a Tony Piaggi. Los tres estaban sentados a la misma mesa, «disfrutando» de la sofocante noche mientras la mayoría de clientes estaba dentro, al amparo del aire condicionado.
–De la mejor. Es la misma que la de hace dos semanas. El mismo envío y todo -le aseguró Piaggi.
–¿Y si cogen a la chica? – preguntó el hombre de Filadelfia. – No hablará -le aseguró Tucker-. Todos saben lo que les pasa a las chicas malas.
Un hombre salió del Roadrunner y se metió en el asiento del conductor del Dart.
–Muy bien -dijo Rick a Doris.
–¿Podemos irnos ya? – preguntó la chica; ahora que el trabajo estaba hecho, temblaba, y bebía su refresco con nerviosismo.
–Claro, pequeña. Tengo lo que necesitas. – Rick sonrió-. Ahora pórtate bien y enséñame algo.
–Hay gente -objetó Doris.
–¿Y qué?
Sin decir nada más, Doris se desabrochó la camisa -una camisa de hombre-. Rick metió la mano y sonrió. Podía haber sido peor, pensó Doris cerrando los ojos e imaginando ser otra y estar en otro sitio, y preguntándose hasta cuándo tendría que so-portar aquello.
–¿Y el dinero? – preguntó Piaggi en la mesa de la zona de picnic.
–Necesito una taza de café. – El interpelado se levantó y se dirigió al restaurante, dejando su maletín, que Piaggi cogió.
Tucker y él regresaron a su coche, un Cadillac azul, sin esperar a que el otro hombre regresara.
–¿No piensas contarlo? – preguntó Tucker en el apartamento. – Sabe muy bien lo que le pasaría si intentara burlarnos. Esto va en serio, Henry.
–Tienes razón -concedió Tucker.
–Soy Bill Murphy -dijo Kelly-. Tengo entendido que disponen de apartamentos para alquilar. – Levantó el periódico que llevaba en la mano.
–¿Qué clase de apartamento le interesa?
–Me basta con un dormitorio. En realidad sólo necesito un sitio donde colgar la ropa -explicó Kelly-. Viajo mucho.
–¿Es representante?
–Sí. Vendo herramientas mecánicas. Soy nuevo aquí; es decir, nunca había hecho esta ruta.
Era un viejo complejo de apartamentos con jardín, construido poco después de la Segunda Guerra Mundial para los veteranos, compuesto exclusivamente de edificios de ladrillo de tres pisos. Los árboles no estaban mal; los habían plantado entonces y habían crecido bien; ahora eran bastante altos como para dar refugio a una importante población de ardillas y bastante anchos para dar sombra a los aparcamientos. Kelly miró alrededor, satisfecho, mientras el encargado lo acompañaba a un apartamento amueblado del primer piso.
–Este está bien -declaró Kelly. Examinó el fregadero de la cocina y otras instalaciones. Los muebles estaban bien conservados. Incluso había aire acondicionado en todas las habitaciones.
–Tengo otros que…
–Éste es perfecto. ¿Cuánto me costará?
–Ciento setenta y cinco al mes, más un mes de depósito.
–¿Y los servicios?
–Puede pagarlos directamente, pero si quiere podemos enviarle la factura. Algunos inquilinos lo prefieren. Ascienden aproximadamente a cuarenta y cinco dólares mensuales.
–Es más fácil pagar una factura que dos o tres. Veamos. Ciento setenta y cinco más cuarenta y cinco…
–Doscientos veinte -dijo el encargado.
–Cuatrocientos cuarenta -le corrigió Kelly-. Dos meses. Puedo pagarle con un talón, pero el banco no es de la ciudad. Todavía no tengo una cuenta aquí. ¿Le parece bien en efectivo?
–El dinero en efectivo siempre me parece bien -le aseguró el encargado.
–Estupendo. – Kelly sacó su cartera y le entregó los billetes. Pero rectificó-: No; seiscientos sesenta. Le pago tres meses. Y necesito un recibo. – El encargado sacó una libreta de su bolsillo y rellenó el recibo-. ¿Qué me dice del teléfono? – añadió Kelly.
–Si quiere lo puede tener el martes. Para eso se requiere otro depósito.
–Encárguese de eso, por favor -dijo Kelly, y le entregó más dinero-. No traeré mis cosas hasta dentro de unos días. ¿Dónde puedo comprar sábanas y esas cosas?
–Hoy está todo cerrado. Pero mañana no tendrá ningún problema.
Kelly se asomó al dormitorio y vio el colchón desnudo. No le hizo falta acercarse para ver los lamparones. Se encogió de hombros:
–Bueno, en peores camas he dormido.
–¿Es usted veterano?
–Sí. Marine.
–Yo también lo fui -replicó el encargado, para sorpresa de Kelly-. No se dedica a nada raro, ¿verdad? – Se imaginaba que no, pero el dueño siempre insistía en que lo preguntara, incluso a los ex marines. Kelly respondió con una sonrisa benévola:
–Dicen que ronco bastante.
Veinte minutos más tarde Kelly se dirigía al centro en un taxi. Se bajó en Penn Station, y cogió el primer tren a Washington D. C., donde otro taxi lo dejó en su barco. Al anochecer, el Springer navegaba por el Potomac. Kelly se dijo que habría sido más fácil si alguien le hubiera ayudado. Estaba perdiendo mucho tiempo desplazándose, pero en realidad los desplazamientos no eran inútiles. Pensaba mucho, y eso era tan importante como su preparación física. Kelly llegó a su búnker justo antes de medianoche, después de seis horas ininterrumpidas de pensar y planear.
Durante todo el fin de semana no había tenido ni un solo momento para descansar, pero no había tiempo de holgazanear. Kelly recogió su ropa, casi toda comprada en Washington. Las sábanas las compraría en Baltimore. Igual que la comida. Envolvió en ropas viejas la pistola automática y el convertidor del 22 al 45, junto con dos cajas de municiones. Era todo lo que necesitaba, y las miniciones pesaban mucho. Repasó los preparativos mientras fabricaba otro silenciador, éste para el Woodsman. Su condición física era excelente, casi tan buena como lo era cuando estaba en la unidad de Fuerzas Especiales y disparaba cada día. Su puntería era mejor que nunca, se dijo mientras repasaba las herramientas. Hacia las tres de la mañana había colocado el nuevo silenciador en el Woodsman y lo había comprobado. Media hora después estaba de nuevo a bordo del Springer y se dirigía hacia el norte.
Era una noche tranquila, con algunas nubes desperdigadas; antes de concentrarse, Kelly permitió que su mente divagara un poco. Ya no era un civil perezoso, pero se permitió la primera cerveza desde hacia varias semanas mientras rumiaba sus pensamientos. ¿Qué había olvidado? Nada, se dijo. Pero seguía inquietándolo el hecho de que todavía sabía muy poco. Billy y su Plymouth rojo. Un hombre de color llamado Henry. Conocía su área de operaciones. Y nada más.
Pero él se había enfrentado a enemigos armados y entrenados sabiendo todavía menos, y pensaba ser tan prudente como lo había sido en aquel entonces. En el fondo sabía que cumpliría esta misión. En parte porque él era mucho más terrible que ellos, y porque estaba bastante más motivado. Por otra parte, Kelly se dio cuenta, con cierta sorpresa, de que no le importaban las consecuencias, sino sólo los resultados. Recordaba una cosa de su escuela preparatoria católica, un pasaje de la Eneida de Virgilio, escrita hacía más de dos mil años, que definía su misión: Una salus victus nullam sperare salutem. La inflexibilidad de aquel pensamiento le hizo sonreír bajo las estrellas que lo observaban entre las nubes, una luz procedente de distancias tan inimaginables que había iniciado su viaje mucho antes de que naciera Kelly, o incluso Virgilio.
Las pastillas ayudaban a evadirse de la realidad, pero no del todo. Doris no pensaba aquella idea, sino que la escuchaba, o la notaba, como si reconociera algo a lo que no quería enfrentarse pero de lo que tampoco podía escapar. Ahora dependía demasiado de los barbitúricos. Le costaba conciliar el sueño y, sola en la habitación, no conseguía huir de sí misma. De haber podido, habría tomado más pastillas, pero no le daban la dosis que ella necesitaba. Y no pedía mucho. Sólo un poco de descanso, una breve liberación de su temor, nada más. Pero ellos no tenían ningún interés en garantizárselo. Ella veía más allá de lo que ellos imaginaban; veía el futuro, pero eso no era un gran consuelo. Tarde o temprano la policía daría con ella. Ya la habían arrestado antes, pero no por algo tan grave, y esta vez la encerrarían por una larga temporada. La policía intentaría hacerla hablar, le prometería protección. Pero Doris no era tonta. Ya había visto morir a dos amigas suyas. ¿Amigas? Más o menos; alguien con quien hablar, alguien con quien compartir la vida; e incluso en esta cautividad había pocas bromas, pequeñas victorias contra las fuerzas que gobernaban su existencia, como luces lejanas en un cielo encapotado. Alguien con quien llorar. Pero dos habían muerto, y ella las había visto morir, allí sentada, drogada pero incapaz de dormir y acabar de una vez, sintiendo un horror tan grande que la paralizaba, mirándolas, viendo y sintiendo su dolor, sabiendo que no podía hacer nada, sabiendo que ellas también lo sabían. Las pesadillas eran desagradables, pero no te atrapaban. Podías despertar y huir de ellas. En cambio, de esto no podías huir. Se veía a sí misma como un robot dirigido por otros. Su cuerpo no se movía si no se lo ordenaban, y tenía que ocultar sus pensamientos, temía incluso pensarlos por si ellos los oían o los adivinaban en su cara. Pero ahora, por mucho que lo intentara, no conseguía alejarlos.
Rick vacía a su lado, respirando acompasadamente en la oscuridad, agotado por las emociones del día y por servirse de ella para satisfacer sus instintos. En cierto modo, Rick le gustaba. Era el más amable, y a veces Doris se permitía pensar que ella le gustaba, quizá un poco, porque no la pegaba. Tenía que comportarse, desde luego, tenía que ser buena, porque cuando hacía algo mal él se ponía tan furioso como Billy, así que cuando estaba con Rick procuraba portarse bien. Doris sabía que aquello era una tontería y un error, pero ahora su realidad la definían otros, unos hombres que la necesitaban a ella y a las otras para sus nefastos propósitos. Y Doris había visto las consecuencias de intentar resistirse o escapar. Sabía a dónde conducían la esperanza y el valor, pues lo había visto en dos ocasiones. Cierta noche particularmente mala, Doris se había echado a llorar en la oscuridad, incapaz de hacer nada, y Pam la había consolado, la había abrazado y la había susurrado sus deseos de escapar, animándola a tener esperanza y a soñar con una escapatoria. Y luego Doris la había visto morir, había presenciado, inmóvil, cómo ellos la sometían a las peores vejaciones. Doris vio cómo se le iba la vida a Pam, cómo las convulsiones por asfixia se apoderaban de su cuerpo, mientras su verdugo la miraba y se reía de ella. El único gesto de solidaridad de Doris (por lo demás, simbólico), que afortunadamente no advirtió el hombre, fue peinar a su amiga, sin dejar de llorar, rezando en silencio para que no la oyeran, esperando que Pam supiera que aunque estuviera muerta alguien se preocupaba por ella, que pese a todo la bondad existía. Pero su gesto había sido inútil, y eso la hizo llorar aún más amargamente.
Rick se dio la vuelta y le cogió la mano, como un niño dormido que abraza a su oso de peluche, un juguete con el que distraerse. Ella sintió sus manos, que la exploraban en sueños como si fuera una cosa. «Eso es precisamente lo que soy -pensó amargamente Doris-: un objeto de usar y tirar.»
¿Qué había hecho? ¿En qué había ofendido a Dios para que la castigara de aquel modo? ¿Cómo podía alguien merecer una existencia tan desesperada y terrible?
–Estoy impresionado, John -dijo Rosen mirando a su paciente. Kelly se sentó en la mesa de reconocimiento, con el torso desnudo-. ¿Qué has hecho?
–Nadar ocho kilómetros. Para los hombres, es mejor que las pesas. También he hecho un ejercicio por la noche. Correr un poco. Más o menos lo mismo que hacía en los viejos tiempos.
–Ya me gustaría tener tu presión arterial -comentó el médico. Aquella mañana había hecho una intervención importante, pero disponía de tiempo para su amigo.
–Ejercicio, Sam -le aconsejó Kelly.
–No tengo tiempo, John -contestó el médico con cierta apatía.
–Los médicos lo sabéis mejor que nadie.
–Tienes razón -concedió Rosen-. Y por lo demás, ¿cómo estás? La respuesta fue una mirada inexpresiva que Sam Rosen supo interpretar. Lo intentó una vez más:
–Un viejo refrán dice: «Antes de vengarte, cava dos tumbas.»
–¿Sólo dos? – dijo Kelly.
Rosen asintió con la cabeza y añadió:
–Yo también he leído el informe. ¿No puedo disuadirte?
–¿Cómo está Sarah?
Rosen aceptó de buen grado el cambio de tema:
–Metida de lleno en el proyecto. Está tan emocionada que hasta habla conmigo de ello. Es bastante interesante.
En ese momento Sandy O'Toole entró en la habitación. Kelly cogió su camisa y se cubrió.
–¡Un momento! – exclamó.
La enfermera se rió y Sam la imitó. El cirujano comprendió que Kelly estaba realmente preparado para llevar a cabo sus planes. La condición física, la soltura, la mirada firme y seria que se volvía alegre cuando él quería. Como un cirujano, pensó Rosen; cuanto más miraba a aquel hombre, más inteligencia veía en él.
–Te has recuperado muy deprisa -dijo Sandy.
–Gracias a la vida sana. Sólo he bebido una cerveza en un mes -explicó Kelly, sonriente.
–La señora Lott ya está consciente, doctor Rosen -informó la enfermera-. No hay nada destacable; por lo visto se encuentra bien. Su marido ha venido a verla. Creo que él también está bien. Tenía mis dudas.
–Gracias, Sandy.
–Tú también estás bien, John. Ponte la camisa antes que que Sandy se ruborice -añadió Rosen.
–¿Dónde se puede comer por aquí? – preguntó Kelly.
–Si pudiera te acompañaría, pero en diez minutos tengo una reunión. ¿Sandy?
La enfermera consultó su reloj:
–Yo tengo tiempo. ¿Quieres arriesgarte a comer en la cafetería del hospital, o prefieres salir?
–Lo que tú digas. Eres la guía turística.
Sandy lo acompañó a la cafetería, donde servían la típica comida insípida de hospital, pero si querías podías ponerte sal y otras especias. Kelly eligió un plato rebosante, para compensar la falta de sabor.
–¿Has tenido mucho trabajo? – preguntó después de elegir una mesa.
–Sí, como siempre -contestó Sandy.
–¿Dónde vives?
–Al final de Loch Raven Boulevard.
Kelly advirtió que no había cambiado. Sandy O'Toole funcionaba bastante bien, pero el vacío que había en su vida no era muy diferente del suyo propio. Pero había algo que los diferenciaba: él podía hacer algo, y ella no. Ella podía superarse, conservaba su buen humor, pero la pena la traicionaba a cada momento. La pena es una fuerza poderosa, pensó Kelly. Era preferible tener enemigos a los que podías identificar, perseguir y eliminar. Luchar contra una sombra era mucho más difícil.
–En una casa adosada?
–No, es un viejo chalé de dos pisos. Doscientos metros cuadrados de jardín. Por cierto -añadió-, este fín de semana tengo que cortar el césped. – Entonces recordó que a Tim le gustaba cortar el césped, que había decidido dejar el ejército después de su segunda misión en Vietnam para terminar sus estudios de derecho y llevar una vida normal; y todo aquello se lo habían quitado en un lugar lejano, por razones que ella nunca comprendería.
Kelly no sabía exactamente qué estaba pensando Sandy, pero no le hacía falta saberlo. El cambio de expresión de su rostro y su tono de voz lo decían todo. ¿Qué podía hacer para animarla? Era una pregunta extraña, teniendo en cuenta sus planes para las próximas semanas.
–Fuiste muy amable conmigo mientras estuve aquí. Te lo agradezco mucho.
–Procuramos atender bien a nuestros pacientes -dijo Sandy con una expresión particularmente amistosa.
–Tendrías que hacerlo más a menudo -le dijo Kelly. – ¿Hacer qué?
–Sonreír.
–No es tan sencillo -contestó ella.
–Lo sé. Pero hace un momento te he visto reír.
–Porque me sorprendiste.
–Es por Tim, ¿verdad? – preguntó Kelly.
Sandy se sorprendió; aquél era un tema del que nadie quería hablar. Miró fijamente a Kelly:
–Es que no lo entiendo -dijo.
–En cierto modo es fácil, y en cierto modo no lo es. Lo difícil -explicó Kelly- es entender por qué la gente hace cosas así. Allí hay gente mala, y alguien tiene que encargarse de ella; de lo contrario, algún día ellos se encargarán de ti. Puedes intentar ignorarlos, pero no sirve de nada. Y a veces ves cosas que sencillamente no puedes ignorar. – Kelly se reclinó contra el respaldo de la silla, buscando las palabras adecuadas-. Aquí ves muchas cosas horribles, Sandy. Yo las he visto peores. He visto hacer ciertas cosas…
–¿Tu pesadilla?
Kelly asintió con la cabeza.
–Exacto. Aquella noche estuvieron a punto de matarme. – ¿Qué fue lo que…?
–Es mejor que no lo sepas, de verdad. Mira, yo tampoco lo entiendo; no entiendo cómo hay gente que puede hacer cosas así. Quizá creen tanto en algo que olvidan que son seres humanos Quizá desean tanto algo que no les importa nada más. Quizá padecen una enfermedad del alma… No lo sé. Pero lo que hacen es real. Alguien tiene que intentar detenerlos. – «Incluso cuando sabes que no va a servir de nada», pensó Kelly. ¿Cómo iba a decirle a Sandy que su marido había muerto por un error?
–¿Me estás diciendo que mi marido era un caballero con brillante armadura montado en un corcel blanco?
–Tú eres la que va de blanco, Sandy. Tú sólo luchas contra un enemigo. Hay otros enemigos. Y alguien tiene que luchar contra ellos.
–Nunca entenderé por qué Tim tuvo que morir.
Sí, a eso se reducía todo, pensó Kelly. En realidad no se trataba de grandes temas políticos ni sociales. Todo el mundo tenía una vida, y a cada vida, como a la de Kenneth W. Boyd. 1e correspondía un fin natural tras un período de tiempo determinado por Dios o por el destino, o por algo que los hombres no podían controlar. El había visto morir a hombres jóvenes, y también había matado en varias ocasiones, poniendo fin a vidas que tenían valor para sus poseedores y para otros. ¿Y cómo explicabas eso a los otros? ¿Cómo te lo explicabas a ti mismo? Pero eso era desde fuera. Desde dentro era diferente. Quizá ésa era la respuesta.
–Tú también tienes un trabajo bastante duro, ¿verdad?
–Sí -respondió Sandy.
–¿Por qué no te dedicas a algo más agradecido? ¿Por qué no trabajas en otro departamento, no sé, en maternidad, por ejemplo? Debe de ser más fácil, ¿no?
–Sí, bastante -admitió la enfermera.
–Y supongo que también es importante. Cuidar a recién nacidos puede parecer rutinario, pero supongo que también habrá que hacerlo bien, ¿no?
–Sí, claro.
–Y sin embargo tú trabajas en neurología. Lo más duro,
–Alguien tiene que…
«Exacto!», pensó Kelly, y repuso:
–Es duro, y muchas veces te hace daño, ¿no es así?
–Sí, a veces.
–Pero de todos modos lo haces -señaló Kelly.
–Sí -reconoció Sandy con firmeza.
–Por eso Tim hizo lo que hizo.
A Kelly le pareció que Sandy empezaba a comprender, pero vio que su pena desechaba aquel argumento.
–Aun así, no tiene sentido -objetó.
–Puede que el hecho no tenga sentido, pero la gente sí -sugirió Kelly. Ya no se le ocurría nada más-. Lo siento, no soy un sacerdote, sino un soldado demolido.
–No tan demolido -dijo O'Toole.
–No, no tanto. Y gracias a ti.
Sandy sonrió y añadió:
–No todos nuestros pacientes se recuperan. Nos sentimos orgullosos de quienes lo consiguen.
–Puede que entre todos estemos salvando el mundo. Sandy. Poco a poco -dijo Kelly.
Se levantó e insistió en acompañarla a su planta. Tardó cinco minutos en decir lo que quería decir:
–Me gustaría invitarte a cenar. No hoy, sino… bueno…
–Me lo pensaré -contestó Sandy, en parte descartando la idea, y en parte sabiendo, igual que Kelly, que era demasiado pronto para ambos, aunque seguramente menos para ella. ¿Quién era aquel hombre?, se preguntó. ¿A qué peligros se exponía trabando relación con él?
–¿En qué puedo ayudarle? – 1e preguntó un oficial.
–Me llamo John Kelly. Tengo una cita con el vicealmirante Maxwell.
Le pidieron que esperara un momento. Kelly se sentó. En la mesa había un ejemplar del Navy Times, al que no leía desde que había abandonado el servicio activo. Pero Kelly pudo controlar su nostalgia. La revista no había cambiado mucho.
–¿Señor Kelly? – llamo una voz.
Se levantó y entró por la puerta.
En el exterior se encendió una luz roja de «no pasar», por lo que la entrevista sería confidencial.
–¿Cómo estas, John? – Saludo Maxwcll.
–Muy bien, señor, gracias. – Civil o no, Kelly no podía evitar sentirse incomodo por la presencia de un alto oficial de la Armada. Y se puso aun más nervioso cuando se abrió otra puerta y entraron dos hombres, uno vestido de paisano y un contraalmirante -otro aviador con la Medalla de Honor, lo cual era aún más intimidante. Maxwell los presentó.
–Me han hablado mucho de usted -dijo Podulski.
–Gracias, señor. – Kelly no supo qué otra cosa decir.
–Cas es de los míos -comentó Maxwell mientras leía las instrucciones-. Yo derribé quince -añadió señalando el panel de avión que colgaba de la pared-, y Cas dieciocho.
–Y está todo filmado -le aseguró Podulski.
–Yo ninguno -dijo Greer-, pero tampoco dejé que el oxígeno me estropeara el cerebro. – Este oficial era el que llevaba el maletín de los mapas. Extrajo uno, el mismo del cual Kelly tenía una copia en su casa, pero bastante más señalado. Luego extrajo las fotografías, y Kelly volvió a estudiar el rostro del coronel Zacharias.
–Estuve a unos cinco kilómetros de ese lugar -observó Kelly-. Nadie me dijo nunca…
–Todavía no existía. Es nuevo; lo construyeron hace menos de dos años -explicó Greer.
–¿Tienes más fotografías, James? – preguntó Maxwell.
–Sólo unas cuantas SR-71, pero no hay nada nuevo. Tengo a un chico examinando el terreno con lupa. Sólo me informa a mí.
–Acabarás por convertirte en un buen espía -señaló Podulski,
–Me necesitan -contestó Greer con despreocupación, pero conservando la seriedad. Kelly los miró a los tres. Toda aquella guasa le resultaba familiar, aunque el lenguaje no era soez. Greer volvió a mirar a Kelly y añadió-: Hábleme de ese valle.
–Es un lugar estupendo para estar lejos de él…
–Primero cuénteme cómo rescató a Dutch Jr. Todo, paso a paso -ordenó Greer.
El relato duró quince minutos, desde el momento en que salió del Skate hasta que el helicóptero los sacó a él y al teniente Maxwell del estuario del río para conducirlos hasta el Kitty Hawk. Era una historia fácil de contar. Los almirantes intercambiaban miradas, lo que sorprendió a Kelly.
¿Qué significaban aquellas miradas?, se preguntó Kelly. No consideraba a los viejos almirantes, porque ni siquiera los consideraba verdaderamente humanos. Eran almirantes, seres sin edad que tomaban decisiones importantes y tenían el aspecto adecuado, incluso el que iba de paisano. Kelly no se consideraba a sí mismo joven (había estado en el frente, y después de eso ningún hombre vuelve a ser el mismo), pero ellos tenían una perspectiva diferente. Para Maxwell, Podulski y Greer, él era un joven bastante parecido a ellos mismos treinta años atrás. Los tres comprendían que Kelly era un guerrero como ellos, y Kelly les recordaba su juventud. Las miradas furtivas que intercambiaban se parecían a las del abuelo que ve a su nieto dar el primer paso vacilante sobre la alfombra del salón. Pero aquellos pasos eran más grandes y más serios.
–Un buen trabajo -dijo Greer cuando Kelly concluyó su relato-. Así que es una zona densamente poblada.
–Sí y no, señor. Es decir, no hay ninguna ciudad, pero hay muchas granjas. Vi y oí mucho tráfico en esta carretera. Pasaban pocos camiones, pero muchas bicicletas, carros de bueyes y esas cosas.
–Pero no muchos vehículos militares -intervino Podulski,
–Vicealmirante, el objetivo debe de estar en esta carretera -dijo Kelly señalando el lugar en el mapa. Vio las señales de las unidades norvietnamitas-. ¿Cómo piensan meterse ahí?
–No es nada fácil, John. Hemos considerado una incursión con helicópteros, quizá incluso un asalto anfibio y subir por esa carretera.
Kelly negó con la cabeza:
–Demasiado lejos. La carretera es fácil de defender. No olviden, caballeros, que Vietnam es una nación en guerra. Prácticamente todos sus habitantes han vestido un uniforme, y proporcionando armas a la población hacen que se sientan partícipes. Hay suficiente gente armada para darles un susto si suben por aquí. Nunca lo conseguirían.
–¿Cree que la gente apoya al gobierno comunista? – preguntó Podulski. Le costaba creerlo. Pero a Kelly no.
–Por el amor de Dios, vicealmirante. ¿Por qué cree que llevamos tanto tiempo luchando? ¿Por qué cree que nadie ayuda a nuestros pilotos derribados? No son como nosotros. Puede que algún día lo sean; puede que la religión o la cultura los haga cambiar. No lo sé, pero sí sé que son diferentes. Eso es algo que nunca hemos entendido, algo que todo el mundo tiene que aprender cuando te metes ahí. En fin. Si ponen marines en la playa, nadie les dará la bienvenida, ¿de acuerdo? Y olvídense de subir por esa carretera. Yo he estado allí. Es una carretera muy mala, peor de lo que parece en las fotografías. Con que derriben un par de árboles, quedará intransitable. Hay que hacerlo con helicópteros.
Se dio cuenta de que aquella noticia no era bien acogida, y no era difícil entender por qué. Aquella zona del país estaba dotada de baterías antiaéreas. No sería fácil realizar un ataque. Por lo menos dos de aquellos hombres eran pilotos, y si confiaban en la posibilidad de realizar un ataque terrestre, el problema de las defensas antiaéreas debía de ser peor de lo que Kelly imaginaba.
–Podemos suprimir el fuego antiaéreo -sugirió Maxwell.
–No te referirás otra vez a los B-52, ¿verdad? – preguntó Greer.
–El Newport News suelve a la línea de fuego dentro de unas semanas. Tendría que ver como dispara, John.
Kelly asintió con la cabeza.
–Sí, lo sé. Nos apoyó en dos ocasiones, cuando trabajábamos cerca de la costa. Es impresionante lo que pueden hacer esos barcos. El problema, señor, es que necesitan muchas cosas para asegurarse de que la misión tendrá éxito. Cuanto más se complican las cosas, más fácil es que salgan mal, y hasta una sola cosa puede ser complicada_ -Kelly se recostó en el asiento y se recordó que él también debía considerar lo que acababa de decir, y no sólo los almirantes.
–Tenernos una reunión dentro de cinco minutos, Dutch -dijo Podulski con desgana. La entrevista con Kelly no había tenido mucho éxito, pensó. Greer y Maxwell, sin embargo, no estaban tan seguros de eso. Se habían enterado de un par de cosas. Y aquello ya era algo.
–¿Puedo preguntar por qué mantienen esta operación en secreto? – inquirió Kelly.
–Creo que ya lo sabes -contestó Maxwell, mirándolo y asintiendo con la cabeza.
–En lo de SongTay hubo una filtración -explicó Greer-. No sabemos cómo, pero más adelante una de nuestras fuentes nos informó que el enemigo sabia (o por lo menos sospechaba) que iba a pasar algo. Previeron que ocurriría más tarde, y acabamos llegando justo después de que evacuaran a los prisioneros, pero antes de que hubieran organizado su emboscada. Buena y mala suerte. No esperaban la operación KINGPIN hasta un mes más tarde.
–Dios mío -suspiró Kelly-. ¿Alguien de aquí, deliberadamente? ¿Los traicionaron?
–Bienvenido al mundo de las operaciones de inteligencia -dijo Greer con una amarga sonrisa.
–Pero, ¿por qué?
–Si algún día conozco al caballero en cuestión, ten por seguro que se lo preguntaré -dijo Greer mirando a los demás-. Es un buen anzuelo para nosotros. Comprobar los archivos de la operación, disimuladamente.
–¿Dónde están?
–En la base aérea de Eglin, donde se entrenaban los miembros de KINGPIN.
–¿Y a quién enviamos? – preguntó Podulski.
Kelly advirtió que todas las miradas se volvían hacia él y dijo: -Caballeros, no olviden que yo sólo era un oficial.
–¿Dónde ha aparcado su coche, señor Kelly?
–En la ciudad. He venido en autobús.
–Venga conmigo. Luego puede volver en autobús.
Salieron del edificio en silencio. El coche de Greer, un Mercury, estaba aparcado en una plaza de visitantes, junto a la entrada del río. Le indicó a Kelly que subiera y se dirigió hacia la avenida George Washington.
–Dutch ha traído tu historial, y lo he leído. Estoy impresionado, hijo. – Greer no mencionó que en las pruebas de alistamiento Kelly había obtenido una puntuación media de 147 en tres tests diferentes de cociente intelectual-. Todos tus mandos han hecho grandes alabanzas de ti.
–Tuve algunos buenos comandantes, señor.
–Eso parece, y tres de ellos intentaron meterte en la Academia de Oficiales, pero eso ya te lo ha preguntado Dutch. Yo también quería saber por qué rechazaste la beca universitaria.
–Estaba harto de escuelas. Y la beca era para nadar, almirante. – Sí, ya sé que en Indiana eso es una proeza, pero con tus calificaciones podías conseguir una beca académica. Estudiaste en una escuela preparatoria muy buena.
–También era una beca. – Kelly se encogió de hombros-. En mi familia nadie estudió en la universidad. Mi padre sirvió en la Armada durante la guerra. Supongo que pensó que era su deber. – Kelly se abstuvo de mencionar que para su padre había supuesto un gran disgusto.
Greer reflexionó. Pero aquello seguía sin explicar las cosas.
–La última nave que comandé fue un submarino -continuó el almirante-. El Daniel Webster. El técnico de sonar tenía un doctorado en física. Era buena persona, y conocía su trabajo mejor que yo el mío, pero no era un líder, huía un poco de su trabajo. Tú no, Kelly. Tú lo intentaste, pero no lo hiciste.
–Mire, señor, cuando uno está allí en medio y pasa lo que pasa, alguien tiene que actuar, ¿comprende?
–No toda la gente lo ve así. En el mundo hay dos clases de personas, Kelly: las que necesitan que les digan las cosas y las que lo averiguan por sí solos -declaró Greer, describiendo la esencia del carácter de Kelly-. Por cierto, ¿mantuviste algún contacto con la CIA mientras estabas allí?
Kelly advirtió que estaban llegando al cuartel general de la Agencia.
–Sí, alguno. Formábamos parte de… bueno, usted está al corriente; formábamos parte del proyecto PHOENIX.
–¿Qué sabías de ellos?
–Había dos o tres muy buenos. Los demás…, ¿quiere que se lo diga con franqueza?
–Eso es exactamente lo que me interesa -aseguró Greer.
–Los demás debían de ser muy buenos preparando martinis – sentenció Kelly.
Greer soltó una carcajada.
–Si, a esta gente le gustan las películas, desde luego. – Greer encontró su plaza de aparcamiento y bajó del coche-. Ven conmigo.
–El almirante guió a Kelly hasta la puerta principal y pidió para él un pase de visitante especial, de los que requerían escolta.
Kelly se sentía como un turista en tierra extraña. La normalidad reinante en el edificio le confería un aire siniestro. El cuartel general de la CIA, pese a ser un edificio de oficinas nuevo y bastante vulgar, tenía una especie de aura. No parecía pertenecer al mundo real. Greer se fijó en la mirada de Kelly y emitió un chasquido; condujo a Kelly hasta el ascensor, y luego a su despacho de la sexta planta. Una vez dentro, y con la puerta cerrada, Greer habló:
–¿Qué planes tienes para la próxima semana?
–No gran cosa. No tengo nada que me ate -contestó Kelly con cautela.
James Greer asintió con sobriedad y continuó:
–Dutch también me ha hablado de eso. Lo siento, John, pero ahora mi trabajo tiene relación con veinte hombres que seguramente no volverán a reunirse con sus familias si no hacemos algo. – Abrió el cajón de su escritorio.
–Estoy bastante desconcertado, señor.
–Mira, podemos hacerlo fácil o difícil. El camino difícil consiste en que Dutch haga una llamada telefónica y recibas un llamamiento al servicio activo -dijo Greer sin vacilar-. El fácil es que accedas a trabajar para mí como asesor civil. Recibirás una paga diaria, que es mucho más que la paga de oficial.
–¿Y qué tengo que hacer?
–Volar a la base aérea de Eglin, vía Nueva Orleáns y Avis, supongo. Con esto -le entregó un carnet- tendrás acceso a sus archivos. Quiero que repases sus planes operativos como modelo para lo que nosotros queremos hacer. – Kelly miró la fotografía del carnet. Era la misma de su carnet de la Armada.
–Un momento, señor. Yo no estoy cualificado para…
–La verdad, creo que sí lo estás, pero nos conviene que parezca que no. Serás un joven asesor que busca datos para un informe sin importancia que nadie llegará a leer. A fin de cuentas, la mitad del dinero que gastamos en esta maldita agencia se escurre por ahí -dijo Greer exagerando un poco-. Queremos que todo parezca rutinario e intrascendente.
–¿Me está hablando en serio?
–Mira, Dutch Maxvvell está dispuesto a sacrificar su carrera por esos hombres. Yo también. Si hay algún modo de sacarlos de allí…
–¿Y las conversaciones de paz?
«(Cómo se lo explico a este chico?», se preguntó Greer.
–El coronel Zacharias está oficialmente muerto -añadió el contraalmirante-. El enemigo publicó incluso una fotografía del cadáver. Alguien tuvo que visitar a su esposa, junto con el capellán de la base y la esposa de otro militar para hacer las cosas más fáciles. Le dieron una semana para abandonar las instalaciones, para hacerlo oficial. Está oficialmente muerto. Me he encargado de hablar con ciertas personas, y… nuestro país no va a echar al traste las conversaciones de paz por una cosa así. La fotografía que tenemos no es lo suficientemente buena para un tribunal, según el criterio que se está aplicando, un criterio que nos exige pruebas que no podemos alcanzar. Nadie quiere que las conversaciones de paz fracasen, aunque haya que sacrificar la vida de otros veinte hombres para acabar esta maldita guerra. Esos hombres están dados por perdidos.
A Kelly le costaba creerlo. ¿A cuántos hombres daba por perdidos América cada año? Y no todos llevaban uniforme. Algunos estaban en sus casas, en ciudades americanas.
–¿Tan grave es?
Greer no podía ocultar su fatiga, y no era fatiga física.
–¿Sabes por qué acepté este trabajo? – agregó el contraalmirante-. Estaba a punto de retirarme. Ya me he dedicado bastantes años de mi vida a mi país. Me había llegado el momento de vivir en una casa bonita y de jugar al golf dos veces por semana, sin hacer otra cosa que un poco de asesoramiento ocasional. Para mucha gente que trabaja aquí la realidad no es más que un vago recuerdo. Se centran en el «procedimiento» y olvidan que al otro extremo de la línea hay un ser humano. Por eso me he reincorporado. _Alguien tiene que devolver un poco de realidad al procedimiento. Hemos calificado este provecto de «negro». ¿Sabes lo que eso significa?
–No, señor.
–Es un término nuevo. Significa que no existe. Por eso lo estamos tratando de este modo Es una locura. No debería de ser así, pero es la única forma. ¿Quieres formar parte del equipo o no?
Kelly entrecerró los ojos un momento y finalmente asintió lentamente con la cabeza.
–Si usted cree que puedo ser útil, señor -dijo-, acepto. ¿Cuánto tiempo tengo?
Greer sonrió y entregó a Kelly un billete:
–En el carnet de identidad figuras como John Clark: te resultará fácil recordarlo. Tu vuelo sale mañana por la tarde. La vuelta está abierta, pero espero verte el próximo viernes. Confío que hagas un buen trabajo. Ahí tienes también mi tarjeta y mi línea directa. Ya puedes hacer las maletas, hijo.
–Sí, señor.
Greer se levantó y acompañó a Kelly a la puerta.
–Y no olvides pedir recibos de todo. Cuando trabajas para el Tío Sam tienes que asegurarte de que pagan bien a todo el mundo.
–Descuide, señor -contestó Kelly sonriendo.
–Puedes volver al Pentágono en el autobús azul. – Kelly abandonó el despacho y el contraalmirante se puso a trabajar.
El viaje en autobús fue curioso. La mitad de los pasajeros llevaba uniforme, y la otra mitad vestía de civil. Nadie hablaba con nadie, salvo para intercambiar algún cumplido o algún comentario sobre si el hecho de que los senadores de Washington continuaran residiendo al pie de la American League suponía una violación de la seguridad. Kelly se concentró en lo suyo. Greer le había dado una oportunidad que él no había tenido en cuenta. Kelly se acomodó en el asiento y contempló el paisaje por la ventanilla mientras los otros pasajeros miraban fijamente hacia delante.
–Están muy contentos -aseguró Piaggi.
–Ya te lo decía yo, tío. Tenemos el mejor género.
–No todo el mundo está contento. Sé de algunos que tienen doscientos kilos de francesa, pero nosotros hemos reventado los precios con nuestra oferta especial de lanzamiento.
Tucker rió a carcajadas. La vieja guardia llevaba años cobrando precios abusivos.
Cualquiera habría tomado a Piaggi y a Tucker por hombres de negocios, o por abogados, pues había muchos de ambos en aquel restaurante situado a dos manzanas del tribunal de justicia. Piaggi vestía un traje de seda italiana; Tucker iba un poco más informal, y Tony pensó que tendría que presentarle a su sastre. Por lo menos había aprendido a arreglarse. Ahora debía aprender a no vestir demasiado llamativamente. Respetable era la palabra exacta. Para que la gente te tratara con respeto. Los llamativos, como los camellos, jugaban a un juego peligroso y eran demasiado tontos para comprenderlo.
–El próximo envío será el doble. ¿Podrán encargarse tus amigos?
–Eso está hecho. Los de Philly son los que están más contentos. Su proveedor ha tenido un pequeño accidente.
–Sí, lo leí ayer en el periódico. Lástima. Demasiados tripulantes, ¿no?
–Henry, cada vez eres más inteligente. No te vuelvas demasiado inteligente, ¿de acuerdo? Es un consejo -dijo Piaggi con cierto énfasis.
–Tranquilo, Tony. Lo que quiero decir es que nosotros no tenemos que cometer ese tipo de errores, ¿me entiendes? Piaggi se relajó y bebió un poco de cerveza.
–Está bien, Henry. Y no me importa decir que es un placer hacer negocios con alguien que sabe organizarse. Hay mucha curiosidad acerca de la procedencia de tu genero. Yo me encargo de eso. Pero más adelante, si necesitas mayor financiación…
Tucker le lanzó una mirada furibunda.
–No, Tony. Ni ahora ni nunca.
–Bien. Pero más adelante puedes pensártelo.
Tucker asintió con la cabeza y fingió aceptar aquella consideración, pero se preguntó qué tipo de movimiento estaría planeando su «socio». En ese tipo de empresas, la confianza era siempre variable. Confiaba en Tony respecto a los pagos. Había ofrecido a Piaggi plazos favorables que siempre había cumplido, y los huevos de aquella gallina eran su seguro de vida. Todavía estaba en el punto en que un pago incumplido no perjudicaría su operación, y mientras tuviera un suministro sólido de buena heroína, harían negocios como es debido; por eso había contactado con ellos en primer lugar. Pero allí no había verdadera lealtad. La confianza terminaba en sus intereses. Henry nunca había espera-
do otra cosa, pero si su socio empezaba a presionarle respecto al origen de su suministro…
Piaggi se preguntó si lo habría presionado demasiado, y si Tucker era consciente del potencial de lo que estaban haciendo. Controlar la distribución de toda la Costa Este, y desde una organización segura y prudente, era un sueño hecho realidad. Pronto necesitaría más capital, sin duda, y sus contactos ya empezaban a preguntar si podían colaborar de algún modo. Pero se daba cuenta de que Tucker no reconocía la inocencia de la pregunta, e insistir podía ser arriesgado. Así que Piaggi siguió comiendo y decidió dejar las cosas como estaban por una temporada. Era una lástima. Tucker era un dealer de segunda fila muy inteligente, pero aun así seguía siendo un dealer de segunda. Quizá aprendiera a crecer. Henry no podía llegar a la cúpula, pero no obstante podía convertirse en una pieza importante de la organización, pese a su intransigencia. En esas alturas Piaggi no podía hacer nada, por descontado.
–¿Te va bien el próximo viernes? – preguntó Tucker. – Perfecto. Ve con cuidado.
–Descuida.
Fue un vuelo sin incidencias, a bordo de un Piedmont 737, en clase turista. La azafata le llevó un almuerzo ligero. Sobrevolar América era algo muy diferente de sus anteriores aventuras aéreas. Le sorprendió la cantidad de piscinas que había. Volaras a donde volaras, al despegar, incluso sobre las colinas de Tennessee, la luz del sol hacía relucir pequeños parches de agua azul rodeados de hierba. Su país parecía un sitio muy acogedor, muy cómodo, hasta que te acercabas un poco. Pero por lo menos no tenías que estar pendiente de las balas trazadoras.
En el mostrador de Avis le esperaban las llaves del coche y un mapa. Se enteró de que habría podido volar a Panama City, Florida, pero pensó que Nueva Orleáns le iba bien. Kelly metió sus dos maletas en el maletero y se dirigió hacia el este. Era como dirigir su barco, aunque un poco más ajetreado; tiempo libre para dejar que su mente trabajara, examinando posibilidades y procedimientos, con la mirada puesta en el tráfico mientras su mente veía algo muy diferente. Fue entonces cuando empezó a sonreír, mientras su imaginación examinaba minuciosamente las semanas siguientes.
Cuatro horas después de aterrizar, tras atravesar las fronteras de Mississippi y Alabama, detuvo su coche frente a la puerta principal de la base aérea Eglin. Era un lugar adecuado para que las tropas de K l N G P I N se entrenaran, pues el calor y la humedad eran muy parecidas a las de Vietnam. Kelly esperó junto al puesto de guardia hasta que un sedán azul de la Fuerza Aérea lo fue a recoger. Un oficial bajó del coche.
–¿Señor Clark?
–Sí. – Entregó sus documentos.
El oficial se cuadró, lo que para Kelly era una experiencia nueva. Era evidente que había alguien excesivamente impresionado por la CIA. Seguramente aquel oficial nunca había tenido contacto con nadie de la Agencia. Kelly se había tomado la molestia de ponerse corbata con la esperanza de ofrecer un aspecto respetable.
–¿Quiere acompañarme, por favor?
El oficial, capitán Griffin, lo condujo hasta una habitación del primer piso de la residencia de oficiales, una especie de motel de categoría intermedia, situada muy cerca de la playa. Griffin ayudó a Kelly a deshacer sus maletas y lo acompañó al Club de Oficiales, donde con sólo enseñar la llave de su habitación, Kelly recibiría trato de visitante privilegiado.
–No puedo quejarme de su hospitalidad, capitán -dijo Kelly, que se sintió obligado a pagar la primera ronda de cervezas-. ¿Sabe usted por qué estoy aquí?
–Trabajo en inteligencia -replicó Griffin.
–¿KINGPIN? – Antes de contestar, el oficial miró a su alrededor. Como en las películas.
–Sí, señor. Tenemos preparados todos los documentos que necesita. Me han dicho que usted también intervino en operaciones especiales de Vietnam.
–Correcto.
–¿Puedo hacerle una pregunta, señor?
–Por supuesto -contestó Kelly mientras bebía su cerveza. El viaje desde Nueva Orleáns lo había dejado sediento.
–¿Saben quién filtró la información?
–No -contestó Kelly, y añadió-: A lo mejor consigo averiguar algo acerca de eso.
–Mi hermano mayor estaba en ese campamento, o al menos eso creemos. Ya estaría en casa de no ser por ese…
–Bastardo cabronazo -colaboró Kelly.
El capitán se ruborizó.
–Y si lo identifica, ¿qué?
–Eso no es competencia de mi departamento -respondió Kelly, arrepentido de su anterior comentario-. ¿Cuándo podré empezar?
–Se supone que mañana por la mañana, señor Clark, pero los documentos están en mi despacho.
–Necesito una habitación tranquila, una cafetera v unos cuantos bocadillos.
–Descuide, señor.
–Entonces, manos a la obra.
Diez minutos después Kelly veía cumplidos sus deseos. El capitán Griffin le proporcionó un bloc y varios lápices. Kelly empezó por el primer grupo de fotografías de reconocimiento, tomadas por un RF-101 Voodoo; como en el caso de SENDER GREEN, Song Tay había sido descubierto por casualidad: el campamento había aparecido donde sólo esperaban encontrar unas instalaciones secundarias de entrenamiento militar. Pero en el patio del campamento aparecieron letras dibujadas en la arena, o formadas con piedras o ropa colgada -como la «K», que quería decir «sacadnos de aquí, que los prisioneros habían hecho delante de las narices de los vigilantes. Los nombres de las personas involucradas era un auténtico quién es quién de las Fuerzas Especiales, nombres que él conocía por su reputación.
La configuración de aquel campamento era bastante parecida a la del que a él le interesaba ahora, y Kelly tomó algunas notas. Había un documento que le sorprendió: un memorándum de un oficial de tres estrellas a uno de dos estrellas, indicando que la misión de Song Tay, pese a ser importante en sí misma, era también un medio para otro fin. El oficial de tres estrellas quería justificar el traslado de grupos de operaciones especiales a Vietnam del Norte. Eso, decía, les abriría todo tipo de posibilidades, por ejemplo, cierto embalse con una sala de generadores… Ya, pensó Kelly. El oficial de tres estrellas quería una licencia de caza, quería introducir varios grupos en el interior del país y jugar a los mismos juegos que jugaban los servicios estratégicos tras las líneas alemanas en la Segunda Guerra Mundial. El memorándum concluía que los factores políticos hacían que ese último aspecto de POLAR CIRCLE -uno de los primeros nombres en clave de 1a que acabaría llamándose operación KINGPIN- fuera particularmente delicado. Algunos lo considerarían una ampliación de la guerra. Kelly levantó la cabeza y bebió su segunda taza de café. ¿Qué demonios les pasaba a los políticos?, se preguntó. El enemigo podía hacer cuanto se le antojaba, pero América siempre estaba temblando ante la posibilidad de que se considerara que ampliaba las hostilidades. El también había visto algo de aquello. El proyecto pilo ENIX, el ataque deliberado a la infraestructura política del enemigo, era un asunto muy delicado. Pero llevaban uniforme, ¿no? Un hombre uniformado en una zona de combate podía considerarse objetivo militar según las leyes de cualquier país, ¿no? El enemigo se ensañaba con alcaldes y maestros de escuela. Había un escandaloso doble criterio respecto a la forma de conducir la guerra. Era un pensamiento inquietante, pero Kelly lo apartó y cogió el segundo grupo de documentos.
Habían tardado una eternidad en reunir el equipo y planear la operación. Pero todos eran buenos soldados. El coronel Bull Simons, otro hombre al que sólo conocía por su reputación, estaba considerado uno de los más duros comandantes de combate de todos los ejércitos del mundo. Dick Meadows, más joven, pero de la misma pasta. Su especialidad consistía en perjudicar y distraer al enemigo, y sabían hacerlo con pequeñas fuerzas y exponiéndose a un peligro mínimo. Cómo debían desear aquella misión, pensó Kelly. Pero tuvieron que someterse a una supervisión. Kelly contó diez documentos diferentes de autoridades superiores, prometiendo el éxito -como si un memorándum pudiera garantizar el éxito en el duro mundo de las operaciones de combate-, hasta que se cansó de contar. En todos utilizaban el mismo lenguaje, hasta que sospechó que algún oficinista de la unidad había redactado un modelo de carta. Kelly pasó tres horas repasando hojas y más hojas de correspondencia entre Eglin y la CIA, preocupaciones de oficinistas que distraían a los hombres que vestían uniformes verdes, «útiles» sugerencias de gente que seguramente no se quitaba la corbata ni para dormir, y todas ellas requerían respuestas de los operadores que llevaban las armas… Y sí KINGPIN había pasado de misión relativamente menor a obra épica de Cecil B. DeMille que en más de una ocasión llegó a la Casa Blanca, y a oídos del personal del Consejo de Seguridad Nacional.
Eran las dos y media de la madrugada. Kelly se detuvo ahí, rindiéndose ante el siguiente montón de papeles. Lo guardó todo bajo llave y volvió a su habitación tras dejar aviso de que lo llamaran a las siete.
Era sorprendente el poco sueño que necesitabas cuando tenías trabajo. A las siete, cuando sonó el teléfono, Kelly saltó de la cama y quince minutos después estaba corriendo por la playa, descalzo y con pantalones cortos. No estaba solo. No sabía cuántos en su misma situación había en la base de Eglin. Algunos tenían que ser miembros de Fuerzas Especiales, y estarían haciendo cosas que él sólo podía suponer. Podías identificarlos porque tenían la espalda ligeramente más ancha que los demás. Correr sólo era una parte de su programa de preparación física. Se miraban y se examinaban, y cada uno sabía lo que pensaba el otro: «¿Será mejor que yo?» Era un ejercicio mental automático, y Kelly se sonrió al ver que estaba lo suficientemente integrado como para merecer aquel tipo de respeto competitivo. Después de refrescarse con una ducha de tomar un suculento desayuno, volvió a la oficina. De camino, se preguntó por qué se habían apartado de su comunidad durante tanto tiempo. Al fin y al cabo, era su único hogar desde que había abandonado Indianápolis.
Pasaban los días. En dos ocasiones se permitió el lujo de dormir seis horas, pero para comer nunca dedicaba más de veinte minutos, y ni una sola copa después de aquella primera cerveza, aunque sus períodos de ejercicio aumentaron a varias horas diarias, básicamente para afianzarse. En realidad no quería reconocer el verdadero motivo. Quería ser el más fuerte de los que corrían por la playa cada mañana, y no sólo un miembro más de aquella élite. Kelly volvía a ser un comando; más que eso, se estaba convirtiendo de nuevo en Serpiente. Se percató del cambio el tercer o el cuarto día. Los otros ya esperaban su presencia cada mañana, y el anonimato no hacía más que mejorarlo. Por lo demás, las cicatrices darían a entender que todavía estaba en aquel negocio, pues los otros no sabían que lo había abandonado. Que había renunciado, se corrigió Kelly, no sin sentir cierta culpa.
El papeleo resultaba sorprendentemente estimulante. Era la primera vez que intentaba averiguar cosas de aquel modo, y descubrió que tenía cierto talento. Vio que el plan operacional era una belleza mellada por el tiempo y la repetición, como una chica a la que un padre celoso esconde en su casa, malgastando su belleza. Cada día los soldados levantaban una imitación del campamento de Song Tay, y cada día la desmontaban al terminar, para que los satélites de reconocimiento soviéticos no advirtieran lo que se llevaban entre manos. Aquello debió de ser agotador para los soldados. Y duró demasiado: los soldados practicaban mientras los superiores temblaban, considerando las informaciones de inteligencia una y otra vez hasta que… los prisioneros fueron trasladados.
«Maldita sea», murmuró Kelly. No se trataba de que un traidor hubiera estropeado la operación. Habían tardado demasiado… Y eso significaba que, en caso de que hubiera un espía, éste debía de haber sido de los últimos en descubrir lo que se estaba tramando. Tomó nota de aquella idea.
La operación había sido planeada meticulosamente, todo estaba bien hecho; había un plan principal y varias opciones; cada miembro del grupo de asalto estaba entrenado e instruido de tal modo que podía realizar todas las funciones incluso dormido. Destruyeron un enorme helicóptero Sikorski en medio del campamento y utilizaron metralletas para eliminar a los vigilantes de las torres… Nada de delicadezas, sino fuerza directa y brutal. La evaluación posterior a la operación confirmó que habían liquidado a los vigilantes del campamento en unos segundos. Qué contentos debían de estar los soldados, al ver que la operación había salido mejor que en las simulaciones. Pero luego debieron de lle-
varse una sorpresa, frustrante y amarga, al recibir las insistentes llamadas de «punto negativo» por la radio. «Punto» era la sencilla palabra en clave que designaba a los prisioneros de guerra americanos, y aquella noche no encontraron ninguno. Los soldados habían asaltado y liberado un campamento vacío. Resultaba fácil imaginar lo callados que debían estar mientras volvían a Tailandia en los helicópteros, el tenebroso vacío del fracaso después de hacer su trabajo a la perfección.
Sin embargo había mucho que aprender de allí. Kelly hizo sus notas, para lo que gastó varios lápices. K I N G PI N podía ser muchas cosas, pero ante todo era una lección valiosísima. Muchas cosas habían salido bien, y aquello podía copiarse tranquilamente. Lo único que había salido mal era, en el fondo, el factor tiempo. Unas tropas de aquella calidad habrían podido actuar mucho antes. La búsqueda de la perfección no había sido exigida por el nivel operacional, sino por un nivel superior, por hombres que habían envejecido y habían perdido el entusiasmo y la inteligencia de la juventud. Y la consecuencia de eso era el fracaso de la misión, no por culpa de Bull Simons, Dick Meadows o Green Berets, que habían arriesgado voluntariamente sus vidas por compatriotas a los que no conocían, sino por culpa de otros que no se atrevían a arriesgar sus carreras y sus oficinas -cuestiones mucho más importantes, por supuesto, que la sangre de los chicos que estaban en el frente-. Song Tay resumía la historia de Vietnam, que podía contarse en los escasos minutos que un grupo de asalto espléndidamente entrenado había tardado en fracasar, traicionado por el procedimiento tanto como por algún traidor oculto en la burocracia federal.
SENDER CREEN sería diferente, se dijo Kelly. Aunque sólo fuera porque lo estaban desarrollando como un juego privado. Si la mayor amenaza para la operación era la supervisión, ¿por qué no eliminar la supervisión?
–Gracias por su ayuda, capitán -dijo Kelly.
–¿Ha encontrado lo que buscaba, señor Clark? – preguntó Griffin.
–Sí, Griffin. Su análisis del campamento secundario es excelente. Por si no se lo han dicho, su plan habría ayudado a salvar algunas vidas. Le diré una cosa: ojalá hubiéramos tenido un oficial de inteligencia como usted cuando yo estaba en la selva.
–No puedo volar, señor. Mi trabajo está aquí -contestó Griffin, abrumado por aquel cumplido.
–Puede estar seguro de que lo hace muy bien. – Kelly y le entregó sus notas. El capitán las introdujo en un sobre que a continuación selló con lacre rojo-. Envíelo a esta dirección -añadió Kelly.
–Sí, señor. Se ha ganado usted un descanso. ¿Ha podido dormir?
–Creo que antes de volver me relajaré un poco en Nueva Orleáns.
–No es mal sitio para eso, señor -contestó Griffin, y acompañó a Kelly hasta su coche, que ya estaba cargado.
Algo más había resultado sorprendentemente fácil, pensó Kelly mientras abandonaba el recinto. En su habitación de la base había una guía telefónica de Nueva Orleáns donde figuraba el nombre que Kelly había decidido buscar mientras estaba en el despacho de James Greer en el edificio de la CIA.
Aquél era el cargamento con que se ganaría su reputación, pensó Tucker mientras observaba a Rick y a Billy, que se ocupaban de guardar las cosas. Una parte se destinaría a Nueva York. Hasta ahora había sido un intruso con ambición. Había proporcionado suficiente heroína como para que la gente se interesara por él y por sus socios. El hecho de que tuviera socios suscitaba un interés particular, además de sus métodos. Pero ahora era diferente. Ahora iba a formar parte del equipo. Lo considerarían un hombre de negocios serio, porque su cargamento cubriría todas las necesidades de Baltimore y Filadelfia durante… quizá un mes, calculó. Quizá menos, si la red de distribución era tan buena como decían. Los restos empezarían a cubrir las crecientes demandas de Nueva. York, que necesitaba un poco de ayuda después del último gran decomiso. Llevaba mucho tiempo dando pequeños pasos, pero por fin iba a dar uno gigantesco. Billy encendió la radio para oír las noticias deportivas, pero sintonizó un parte meteorológico.
–Me alegro de que nos marchemos. Vienen tormentas. Tucker miró hacia fuera. El cielo todavía estaba azul y despejado.
–No hay nada de que preocuparse -les dijo.
Nueva Orleáns le encantaba; era una ciudad con tradición europea en la que se mezclaban el encanto del Viejo Mundo y el brío americano; una ciudad rica en historia, gobernada antiguamente por franceses y españoles. No había perdido sus tradiciones, y conservaba incluso un código legal que para los otros cuarenta y nueve estados era prácticamente incomprensible, y que solía dejar atónitas a las autoridades federales. Igual que el dialecto local, porque muchos mezclaban el francés, o lo que ellos llamaban francés. Pierre Lamarck tenía antepasados acadios, y algunos de sus más lejanos parientes todavía vivían en los bayous de la región. Pero a Lamarck no le interesaban demasiado las costumbres que los turistas encontraban curiosas y excéntricas, ni la vida que otros consideraban cómoda y rica en tradición, salvo como punto de referencia, una especie de toque personal que lo distinguía de sus semejantes. No resultaba fácil, pues su profesión exigía cierto encanto personal. El acentuaba su personalidad con un traje de lino blanco con chaleco, una camisa blanca de manga larga y una corbata roja; el atuendo consolidaba su imagen de hombre de negocios respetable, aunque un poco ostentoso. Y estaba a tono con su automóvil, un Cadillac blanco. Evitaba los excesos ornamentales con que otros proxenetas decoraban sus vehículos. Un presunto tejano le había puesto a su Lincoln los cuernos de un novillo, pero no era más que un gilipollas de Alabama que ni siquiera sabía tratar a sus chicas.
Lamarck, en cambio, tenía un gran talento para eso, se dijo con gran satisfacción mientras abría la puerta del coche para su nueva adquisición, una chica de quince años con mirada inocente y modales remilgados que la convertían en un importante miembro de su harén. Esa mañana la chica se había ganado la cortesía del proxeneta con un servicio especial. El lujoso coche se puso en marcha a la primera y, a las siete y media, Pierre Lamarck se dispuso a iniciar otra noche de trabajo, pues en aquella ciudad la vida nocturna empezaba pronto y acababa tarde. En la ciudad había una convención de distribuidores. En Nueva Orleáns se celebraban muchas convenciones, y su negocio dependía en gran parte de las idas y venidas de los participantes. Aquélla prometía ser una noche cálida y lucrativa.
Tiene que ser él, pensó Kelly, a media manzana de distancia, al volante de su coche alquilado. ¿Quién si no podía vestir un traje de tres piezas e ir acompañado de una chica joven con minifalda ceñida? No podía ser un agente de seguros. Incluso desde aquella distancia podía ver la chapucera calidad de las joyas de la chica. Kelly arrancó y los siguió. No necesitaba acercarse demasiado. ¿Cuántos Cadillac blancos podía haber?, se preguntó mientras cruzaba el río, sin quitarle los ojos a su objetivo. Tuvo que saltarse un semáforo, arriesgándose a que le pusieran una multa, pero por lo demás fue fácil. El Cadillac se detuvo en la entrada de un hotel de lujo, y Kellv vio apearse a la chica y ca-minar hacia la puerta, ensimismada resignada. No quería verle la cara de cerca, pues temía los recuerdos que pudieran acudir a su mente. Aquélla no era una noche para emociones. Las emociones eran lo que le había impulsado a realizar la misión. Pero para realizarla necesitaba otra cosa. Iba a ser una lucha constante, pensó Kelly, pero tenía que salir airoso. Por eso había ido a aquel lugar aquella noche.
El Cadillac avanzó unas cuantas manzanas más y aparcó frente a un bar sórdido y pretencioso, situado bastante cerca de las tiendas y de los hoteles buenos; podías ir al bar caminando sin alejarte de la seguridad y la comodidad de la civilización. Había un constante trajinar de taxis que sugería que aquel aspecto de la vida de la ciudad estaba bien consolidado.
Kelly aparcó a un par de manzanas del bar por dos motivos: el paseo por Decatur Street 1e permitiría familiarizarse con el territorio y buscar un lugar adecuado para su acción. Iba a ser una noche muy larga. Varias chicas de minifalda le sonrieron mecánicamente, pero él siguió andando, mirando a derecha e izquierda. Llevaba ropa informal, el tipo de ropa que cualquier hombre medianamente acomodado podría llevar en un día tan húmedo y caluroso: oscura y anónima, suelta y holgada. Revelaba dinero, pero no demasiado, y su andar no invitaba a trifulcas.
Entró en el bar Chats Sauvages a las ocho y diecisiete. Había humo y mucho ruido. Un pequeño grupo de rock, muy entusiasta, tocaba en el fondo. En una pista de baile de unos siete metros cuadrados, gente de su misma generación, y algunos más jóvenes, bailaban al son de la música. Y estaba también Pierre Lamarck, sentado a una mesa de un rincón con unos cuantos amigos, o eso parecían por sus gestos. Kelly se dirigió al lavabo, en parte por necesidad y en parte para examinar el local. Había una entrada lateral, pero no quedaba más lejos de la mesa de Lamarck que la puerta principal. El camino más corto para llegar al Cadillac era pasar por la barra, y así supo Kelly dónde tenía que colocarse. Pidió una cerveza y se quedó mirando a los músicos.
A las nueve y diez dos chicas se acercaron a Lamarck. Una se sentó en sus rodillas, mientras la otra le mordisqueaba la oreja. Los amigos de Lamarck observaron sin especial interés, y las chicas le entregaron algo al proxeneta. Kelly no vio qué era, porque estaba de cara a los músicos y evitaba mirar demasiado en dirección a la mesa de Lamarck. Pero éste resolvió la duda en seguida: era dinero. Lamarck enrolló ostentosamente los billetes junto con otros que se sacó del bolsillo. Exhibir dinero era una parte importante de la imagen pública de un proxeneta. Las dos chicas se marcharon, y pronto apareció otra, y luego otra. Los compañeros de Lamarck también recibían el mismo tipo de visitas, mientras bebían e iban pagando consumiciones; de vez en cuando piropeaban a la camarera que los atendía, y luego le daban una buena propina a modo de disculpa. De vez en cuando, Kelly se movía. Se quitó la chaqueta, se arremangó la camisa, para ofrecer una imagen diferente a los clientes del bar, y se limitó a dos cervezas que bebió lentamente. No reparaba en el carácter desagradable v aburrido de la velada, pero sí en otras cosas:
quién entraba y quién se marchaba, quién se quedaba. Kelly empezó a reconocer esquemas de conducta y a identificar a algunos individuos, a los que asignó nombres inventados. Se fijó especialmente en Lamarck, que no se quitó la chaqueta y estuvo todo el rato de espaldas a la pared. Hablaba afablemente con sus contertulios, pero no con familiaridad de amigos. Sus bromas eran demasiado afectadas. Todos ponían demasiado énfasis en la gesticulación; no se veía en ellos la comodidad de la gente que se reúne con algún propósito que no sea el dinero. Hasta los proxenetas se encontraban a veces solos, pensó Kelly, y buscaban la compañía de sus colegas, pero lo suyo no era amistad, sino simple asociación. Apartó las consideraciones filosóficas. Si Lamarck no se quitaba la chaqueta era porque iba armado.
A medianoche, Kelly se puso la chaqueta y fue de nuevo al lavabo. Allí cogió la automática que llevaba oculta en el pantalón y la encajó en el cinturón. Dos cervezas en cuatro horas, pensó. Su hígado ya debía de haber eliminado el alcohol, y en cualquier caso, dos cervezas no podían hacerle mucho efecto a un hombre tan corpulento como él. Aquello era importante, y esperaba que fuera así.
Había calculado bien. Mientras se lavaba las manos por quinta vez, Kelly advirtió por el espejo que se abría la puerta. Sólo vio la nuca de un hombre, pero bajo aquella nuca había un traje blanco, así que esperó hasta que oyó correr el agua del urinario. El hombre se dio la vuelta, y sus ojos se encontraron en el espejo.
–Perdone -dijo Lamarck. Kelly se apartó del lavabo y siguió secándose las manos con una toalla de papel.
–Me gustan mucho esas chicas -dijo.
–¿Hmmm? – Lamarck había bebido por lo menos seis copas. – Las que vienen a verlo -añadió Kelly quedamente-. ¿Trabajan para usted?
–Más o menos. – Lamarck se arregló el cabello con el peine-. ¿Por qué lo pregunta?
–Creo que vov a necesitar unas cuantas -dijo Kelly, fingiendo sentirse un poco incómodo.
–¿Unas cuantas? ¿Está seguro de que podrá con ellas? – preguntó Lamarck con una sonrisa sardónica.
–He venido con unos amigos. Es el cumpleaños de uno ellos, y…
–Ah, una fiestecita -observó el proxeneta con jovialidad.
–Exacto. – Kelly quiso fingir timidez, pero el resultado fue más bien torpeza. El error le favoreció.
–No se preocupe, hombre. ¿Cuántas chicas nceesita?
–Tres o cuatro. ¿Podemos hablar fuera? Creo que necesito un poco de aire.
–Como quiera. Deje que me lave las manos.
–Le espero en la puerta.
La calle estaba tranquila. Nueva Orleáns era una ciudad agitada, pero entre semana no había tanta gente por la calle. Kelly esperó en la puerta del bar, hasta que notó que alguien lo cogía amistosamente por el hombro.
–No hay de qué avergonzarse. A todos nos gusta divertirnos un poco, sobre todo cuando estamos lejos de casa.
–Le pagaré lo que me pida -prometió Kelly con una sonrisa incómoda.
Lamarck, que era un hombre experimentado, sonrió pala tranquilizar a su cliente:
–Mis chicas valen lo que cuestan. ¿Necesita alguna otra cosa?
Kelly tosió y dio unos pasos, y Lamarck lo siguió.
–Quizá algo… bueno, algo para animarnos un poco, entiende?
–No hay problema -contestó Lamarck mientras se acercaban a un callejón.
–Creo que hace un par de años conocí a una de sus chicas: ¿Cómo se llamaba…? ¿Pam? Sí, Pam. Delgada, de cabello rojizo.
–Ah, sí. Muy simpática. Ya no trabaja conmigo -dijo Lamarck sin darle demasiada importancia-. Pero tengo muchas mas. Mi clientela es muy selecta.
–No lo dudo -respondió Kelly mientras se llevaba la rmano la espalda-. Y todas están… bueno, todas toman cosas para…
–Siempre están animadas, amigo mío. Una dama tiene qua estar predispuesta. – Lamarck se detuvo frente al callejon,y miró hacia fuera, quizá recelando de que hubiese algún policía por los alrededores. Detrás de él había un callejón oscuro de paredes de ladrillo, donde sólo había cubos de basura y gatos callejeros, y una salida en el extremo opuesto. Lamarck no se había dado cuenta, pero a Kelly le venía muy bien-. Veamos. Cuatro chicas para el resto de la noche… Y algo para animar la fiesta… Unos quinientos. Mis chicas no son baratas, pero le aseguro que…
–Las manos en alto -le interrumpió Kelly apuntando a Lamarck con su Colt automática.
Lamarck reaccionó con incredulidad:
–Esto es una tontería, amigo mío…
Kelly no se anduvo con contemplaciones.
–Lo que es una tontería es discutir con una pistola apuntándote. Date la vuelta, camina por el callejón, y puede que vuelvas al bar a tomarte la última copa.
–Debes de necesitar mucho dinero para hacer algo tan estúpido -dijo el proxeneta, intentando una amenaza velada.
–¿Estás dispuesto a morir por un fajo de billetes? – preguntó Kelly. Lamarck se lo pensó y se dio la vuelta.
–Párate -le ordenó Kelly cuando habían recorrido cincuenta metros. Agarró al hombre por el cuello con el brazo izquierdo y lo empujó contra la pared. Inspeccionó ambos lados del callejón tres veces. Intentó discernir ruidos que no fueran de coches o música. De momento era un sitio seguro-. Dame tu pistola, con mucho cuidado.
–No llevo… -Lamarck oyó el percutor muy cerca de su oreja.
–Tengo aspecto de estúpido?
–Está bien -accedió Lamarck-. No te pongas nervioso. No es mas que dinero.
Bien -dijo Kelly.
Lamarck sacó una pequeña automática. Kelly la cogió enganchando el dedo índice en el gatillo. No quería dejar huellas en el arma. Se estaba arriesgando mucho, y pese a lo prudente que había sido hasta el momento, los riesgos de su acción le parecieron de pronto muy reales y muy grandes. Metió la pistola en el bolsillo de su chaqueta.
–Ahora déjame ver el dinero.
–Aquí lo tienes -dijo Lamarck sacándoselo del bolsillo. Aquello era bueno y malo, pensó Kelly. Bueno porque era una bonita visión. Y malo porque un hombre aterrorizado podía intentar hacer alguna tontería. Kelly se puso más tenso.
–Gracias, señor Lamarck -dijo Kelly para tranquilizarlo.
Entonces Lamarck vaciló y torció ligeramente la cabeza, mientras intentaba sobreponerse al efecto de las seis copas que había bebido.
–Un momento. Ha dicho que conocía a Pam…
–Sí -contestó Kelly,
–¿Pero cómo…? – Se volvió para mirar a Kelly, pero sólo pudo distinguir sus ojos.
–Tú eres uno de los que destruyeron su vida.
–¡Oye, tío, ella vino a buscarme! – se defendió Lamarck. – Y tú la enganchaste a las pastillas, para que estuviera bien animada, ¿no?
–Son los negocios. Tú la conociste, ¿no? ¿Es buena o no?
–Sí, era muy buena, desde luego.
–Si la hubiera entrenado mejor, ahora podrías volver a… ¿Has dicho era?
–Está muerta -dijo Kelly, y se llevó la mano al bolsillo-. La han matado.
–¿De veras? ¡Yo no he sido! – Lamarck tenía la impresión de estar rindiendo un examen final, un examen que no comprendía, basado en reglas que desconocía.
–Sí, lo sé. – Enroscó el silenciador en la pistola.
Lamarck lo vio, forzando la vista en la oscuridad. Le temblaba la voz:
–¿ Entonces por qué me haces esto? – dijo, demasiado aturdido para gritar, demasiado paralizado por la incongruencia de aquellos momentos, por la rapidez con que su vida había cambiado. Necesitaba una respuesta. En cierto modo la respuesta era más importante que la huida, cuyo intento habría sido inútil.
Kelly lo pensó un momento. Podía decir muchas cosas, pero decidió que lo justo era decirle la verdad. Le apuntó con la pistola y dijo:
–Para practicar,
Su primer error fue el resultado de algo que había deseado y de algo que había olvidado. Como quería ver morir a Lamarck en la oscuridad, se había acercado demasiado a él, y había olvidado que las heridas en la cabeza sangraban copiosamente. Al brotar la sangre, se apartó como un niño que intenta evitar a una avispa en el patio de su casa, pero no lo consiguió del todo. Aquél era el único error cometido, y al haber elegido ropa oscura había mitigado los efectos. Lamarck, herido de muerte, cayó al suelo como una muñeca de trapo. Los dos tornillos que Kelly había atornillado en la parte superior de su pistola sostenían una pequeña bolsa de tela que había cosido él mismo, y los dos casquillos quedaron atrapados en la bolsa, privando de aquella valiosa pista a los policías que investigaran el caso. Había interpretado bien su papel; no había sido más que una cara anónima en un bar anónimo.
El escenario del crimen, elegido improvisadamente, también había funcionado bastante bien. Recordó haber abandonado el callejón y haber andado hasta su coche, con el que regresó al motel. Allí se cambió de ropa y metió los pantalones y la camisa, manchados de sangre, y también la ropa interior, por precaución, en una bolsa de plástico del servicio de lavandería; depositó la bolsa en un contenedor del supermercado que había frente al motel. Si alguien encontraba la ropa, pensaría que la habría tirado un carnicero descuidado. No se había dejado ver con Lamarck. El único lugar iluminado donde había hablado con él era el lavabo del bar, y allí la suerte -y la planificación- le habían ayudado. La acera por la que habían caminado juntos era demasiado oscura y demasiado anónima. Cabía la posibilidad de que algún conocido de Lamarck los hubiera visto y ofreciese a los investigadores una idea aproximada de la estatura de Kelly, pero poco más, y aquél era un riesgo razonable, pensó mientras contemplaba las boscosas colinas del norte de Alabama. Todo indicaría que había sido un robo; Kelly llevaba los mil cuatrocientos setenta dólares del proxeneta en su bolsa. Al fin y al cabo, el dinero era el dinero, y si no lo hubiera cogido habría hecho sospechar a la policía otro móvil diferente de aquél tan comprensible y corriente. El lado físico del hecho -no podía considerarlo un crimen- era perfectamente limpio.
«¿Y el psicológico?», se preguntó Kelly. Kelly había puesto a prueba, sobre todo, su valor. La eliminación de Pierre Lamarck había sido una especie de experimento de campo, y Kelly se había sorprendido a sí mismo. Hacía varios años que no participaba en un combate, y en parte esperaba cierto nerviosismo después del hecho. Ya le había ocurrido en ocasiones anteriores, pero aunque se alejó del cuerpo de Lamarck con paso un poco vacilante, escapó con aquel aplomo tenso que había caracterizado muchas de sus acciones en Vietnam. Había recuperado muchas cosas. Podía catalogar las familiares sensaciones que había recobrado, corno si hubiera estado observando una película de entrenamiento producida por él mismo: la agudización de los sentidos, como si tuviera los nervios a flor de piel; el oído, la vista, el olfato exacerbado. Estaba tan vivo, pensó. Era lamentable que aquello hubiera sucedido a raíz de la muerte de una persona, pero Lamarck ya había perdido su derecho a la vida. En un mundo justo, una persona -Kelly no podía considerarlo un hombre- que explotaba a chicas indefensas no merecería el privilegio de respirar el mismo aire que los seres humanos. Quizá hubiera tomado el mal camino porque su madre no le quiso o porque su padre le pegaba. Quizá había crecido en un ambiente pobre o no había recibido la educación adecuada. Pero aquello era asunto de los psiquiatras o de asistentes sociales. Lamarck se habia comportado con suficiente normalidad como para desenvolverse como cualquier persona en su comunidad, y lo único que a Kelly le importaba era si las personas vivían su vida de acuerdo con su propia voluntad, libremente, o no. Lamarck sí lo había hecho y Kelly había decidido que los que cometían acciones incorrectas debían aprender a tener en cuenta las posibles consecuencias de aquellas acciones. Cada chica a la que explotaban podía tener un padre, una madre, una hermana, un hermano o un amigo desconsolado. Sabiéndolo, y aceptando el riesgo, Lamarck había arriesgado su vida conscientemente en mayor o menor grado. Y arriesgar significa que a veces pierdes, pensó Kelly. Si no había calculado los riesgos con suficiente precisión, no era asunto de Kelly.
No, se dijo, contemplando la tierra desde las alturas.
¿Y qué sentía Kelly respecto a aquello? Meditó unos momentos, recostado en el asiento y cerrando los ojos como si estuviese dormido. Su conciencia le dijo que tenía que sentir algo, y buscó alguna emoción auténtica. Después de considerarlo durante varios minutos, no encontró ninguna. No sentía pena ni remordimiento. Lamarck no significaba nada para él seguramente nadie lloraría su perdida. Quizá sus chicas -en el bar Kelly había visto a cinco- se quedarían sin chulo, pero quizá entonces alguna tendría la oportunidad de corregir su vida. No era probable, pero sí posible. El realismo le decía a Kelly que él no podía solucionar todos los problemas del mundo. El idealismo le decía que no obstante podía encargarse de imperfecciones puntuales.
Pero todo aquello lo alejó de la pregunta inicial: ¿Qué sentía respecto a la eliminación de Pierre Lamarck? La única respuesta que se le ocurrió fue: Nada. La satisfacción profesional de haber hecho algo difícil no se parecía a la dicha dada por la naturaleza de la tarea. Al poner fin a la vida de Pierre Lamarck había eliminado algo peligroso de la superficie del planeta. No se había enriquecido en absoluto -coger el dinero había sido una táctica, una medida de camuflaje, no un objetivo-. No había vengado la muerte de Pam. No había cambiado nada. Era como pisar un insecto venenoso: lo hacías y seguías caminando. No intentaría engañarse, pero su conciencia tampoco lo atormentaría, y de momento aquello era suficiente. Su pequeño experimento había sido un éxito. Después de toda la preparación física v mental, se había demostrado a sí mismo que era capaz de la tarea que le esperaba. Kelly se concentró en la misión. Había matado a muchos hombres mejores que Pierre Lamarck, y ahora podía pensar con confianza en matar a hombres peores que el proxeneta de Nueva Orleáns.
«Esta vez me visitan a mí», pensó Greer con satisfacción. En general, la hospitalidad de la CIA era mejor. James Greer había conseguido una plaza de aparcamiento en la zona de visitantes VIP -el equivalente en el Pentágono siempre era fortuito y difícil- y una sala de reuniones segura. Cas Podulski eligió cuidadosamente un asiento en el extremo, cerca del aparato de aire acondicionado, donde no molestaría a nadie con el humo de sus cigarrillos.
–Tenías razón respecto a este chico, Dutch -comentó Greer mientras le entregaba copias de las notas mecanografiadas que había recibido hacía dos días.
–Alguien debería haberle puesto una pistola en la sien y obligarle a entrar en la Academia de Oficiales. Habría sido un buen oficial, como nosotros.
–No me extraña que no se dejara -intervino Podulski con tono amargo.
–Yo me lo pensaría dos veces antes de apuntarle con una pistola -dijo Greer-. La semana pasada estuve una noche entera leyendo su historial. Este chico es francamente salvaje en el frente.
–¿Salvaje? – preguntó MaxwelI con cierta desaprobación-. Querrás decir enérgico, ¿no, James?
«Quizá un término medio», pensó Greer:
–Muy arrojado. Tuvo tres comandantes, y le respaldaron en todo menos en una cosa.
–¿PLASTIC FLOWER? ¿El comandante del grupo político que liquidó?
–Correcto. Su teniente se puso furioso, pero si Kelly tuvo que presenciar lo que luego contó, lo único que puede recriminársele es su error de juicio al precipitarse.
–Yo también lo he leído, James. Dudo que yo hubiera podido contenerme -opinó Cas, levantando la mirada de las notas. Un piloto de caza nunca dejaba de ser piloto de caza-. ¡Mirad, hasta escribe bien! – Pese a su acento, Podulski se había esforzado en aprender su lengua de adopción.
–Escuela de jesuitas -señaló Greer-. He leído nuestra valoración interna de K I N G PI N. El análisis de Kelly toca todos los puntos importantes, salvo cuando se excede llamando a las cosas por su nombre.
–¿Quién realizó la valoración de la CIA? – preguntó Maxwell.
–Robert Ritter, un especialista europeo que trajeron. Buena persona, aunque parco de palabras. Pero sabe lo que hace.
–¿Uno de operaciones especiales? – preguntó Maxwell. – Sí -contestó Greer-. Hizo un buen trabajo en Station Budapest.
–¿Y por qué -preguntó Podulski- trajeron a uno de ese departamento para valorar K 1 N G P IN?
–Creo que conoces la respuesta, Cas -dijo Maxwell.
–Si BOXWOOD GREEN se lleva a cabo, necesitamos un chico de operaciones especiales de esta casa. Es imprescindible. Yo no puedo hacerlo todo. ¿Estamos de acuerdo en eso? – Greer miró a sus compañeros, que asintieron con cierta desgana. Podulski volvió a concentrarse en los documentos, y luego dijo lo que todos estaban pensando:
–¿Podemos confiar en él?
–El no es el que vendió K 1 N G P I N. Jim Angleton lo ha comprobado, Cas. Fue idea suya que trajéramos a Ritter con nosotros. Yo soy nuevo aquí. Ritter conoce la burocracia de esta casa mejor que yo. Es un operador, yo sólo soy un analista. Y es honrado. Estuvo a punto de perder su empleo por proteger a un colega; tenía a un agente trabajando en una misión peligrosa, y era el momento de sacarlo de allí. A los jefes, que son los que toman las decisiones, no les pareció el momento adecuado, con las conversaciones de paz en marcha, y le dijeron que no. Pero Ritter se encargó personalmente de sacar al chico. Resultó que su hombre tenía algo interesante, y eso salvó la carrera de Ritter.
Al inútil de arriba no le había servido de mucho, pensó Greer, pero a la CIA le iba mucho mejor sin él.
–¿Bravucón? – preguntó Maxwell.
–Fue leal a su agente. A veces aquí la gente se olvida de eso -dijo Greer.
–Puede que sea nuestro tipo -opinó Podulski.
–Ponlo al día -ordenó Maxwell-. Pero le dices que si alguna vez descubro que un civil de este edificio jodió nuestra oportunidad de rescatar a esos hombres, iré personalmente a Pax River, sacaré personalmente un A-4 y destruiré personalmente su casa con napalm.
–Eso tendrías que dejármelo a mí, Dutch -repuso Cas con una sonrisa-. Siempre se me ha dado mejor que a ti. Y además tengo seiscientas horas en el Scooter.
Greer se preguntó hasta qué punto bromeaba.
–¿Qué hay de Kelly? – preguntó Maxwell.
–Ahora tiene otra identidad. Se llama Clark. Si lo queremos con nosotros, será mejor que lo utilicemos como civil. Así no tendrá que preocuparse por el rango.
–Encárgate de eso -dijo Maxwell. Era conveniente tener un oficial de la Armada destinado en la CIA, vestido de civil pero sujeto a la disciplina militar.
–Sí, señor. Si empezamos el entrenamiento, ¿dónde lo haremos?
–En la base de Quantico -contestó Maxwell-. El general Young es un viejo amigo mío. Aviador. Nos entenderá.
–Marty y yo hicimos juntos los cursos de piloto de pruebas -explicó Podulski-. Por lo que dice Kelly, no necesitamos tantas tropas. Siempre me pareció que en KINGPIN participaron demasiados hombres. Creo que si conseguimos sacar esto adelante, tendremos que conseguirle a Kelly su medalla.
–Cada cosa a su tiempo, Cas -dijo Maxwell. Se levantó y miró a Greer-: ¿Nos dirás si Angleton averigua algo?
–Descuida, lo haré -prometió Greer-. Si hay un traidor dentro, lo encontraremos. He pescado con él. Es capaz de sacar una trucha de la nada.
Cuando se marcharon, preparó una reunión con Robert Ritter para aquella tarde. Aquello significaba aplazar la reunión con Kelly, pero ahora Ritter era más importante, y aunque la misión corría prisa, tampoco era tanta.
Los aeropuertos eran lugares muy útiles: había mucho ajetreo, y teléfonos. Kelly hizo una llamada mientras esperaba el equipaje.
–Greer -contestó una voz.
–Clark -replicó Kelly, sonriendo. Utilizar un nombre falso le recordaba a James Bond-. Estoy en el aeropuerto, señor. ¿Quiere que vaya esta tarde?
–No; estoy ocupado. El martes a las… tres y media. Puedes venir en coche. Dime la matrícula y el modelo.
Kelly lo hizo, pero le sorprendió el cambio de planes. – ¿Ha recibido mis notas, señor?
–Sí. Has hecho un buen trabajo, señor Clark. El martes las examinaremos juntos. Estamos muy satisfechos de tu trabajo.
–Gracias, señor -dijo Kelly.
–Hasta el martes.
–Gracias -dijo Kelly cuando Greer ya había colgado el auricular.
Veinte minutos después, se dirigía hacia su coche con las bolsas. Y una hora más tarde estaba en su apartamento de Baltimore. Era la hora del almuerzo, y se preparó dos bocadillos que regó con una coca-cola. Al mirarse en el espejo recordó que no se había afeitado, pero decidió postergarlo. Se dirigió al dormitorio para echar una larga siesta.
Los contratistas civiles no entendían lo que estaban haciendo, pero el caso era que cobraban. Y eso era lo único que pedían, porque tenían familias que mantener. Los edificios que habían construido eran muy espartanos: bloques de cemento, sin ninguna instalación, extrañas proporciones; no parecían construcciones americanas, salvo por los materiales empleados. Era como si su tamaño y su forma hubiesen sido sacados de algún manual de construcción extranjero. Un trabajador advirtió que todas las medidas eran métricas, aunque en los planos habían sido convertidas a pies y pulgadas, medidas que se utilizaban en los planos americanos. El trabajo fue bastante sencillo; cuando llegaron el terreno ya había sido limpiado. Algunos de los trabajadores eran militares retirados, y también había ex marines, y estaban a la vez contentos e incómodos de hallarse en aquella base de la infantería de marina de las boscosas colinas del norte de Virginia. De camino al lugar de la construcción veían las formaciones de aspirantes a oficiales corriendo por la carretera. Todos aquellos jóvenes brillantes con la cabeza rapada, pensó un ex cabo de la infantería de marina. ¿Cuántos de ellos conseguirían el grado de oficial? ¿Cuántos irían allí? ¿Cuántos volverían a casa antes de tiempo, metidos en cajas de acero? El no podía prever ni controlar aquello, por supuesto. El había cumplido con su deber y había vuelto ileso, lo cual era bastante insólito.
Los tejados estaban acabados. Pronto se marcharían de allí definitivamente, después de sólo tres semanas de trabajo bien pagado. Semanas de siete días. Y muchas horas extras cada día. A alguien le interesaba que la construcción se terminara deprisa, pensó el ex marine. Y había algunas cosas que resultaban extrañas. El aparcamiento, por ejemplo, con espacio para cien vehículos. Estaban pintando las líneas sobre el asfalto. ¿En un edificio sin instalaciones? Pero lo más extraño era el trabajo que el capataz le había asignado a él. Un parque infantil. Columpios. Un laberinto. Un cajón de arena. Había que montar las piezas, y el ex marine y otros dos trabajaron con los planos como si estuvieran haciéndolo para sus hijos, intentando adivinar qué pieza iba unida dónde. Como trabajadores de la construcción con un contrato gubernamental, no se preguntaban por qué. Además, pensó, el Ejército era incomprensible. El Ejército trabajaba de acuerdo con un plan que en realidad no había diseñado nadie, y si querían pagarle horas extras por aquello, eso significaba otro plazo de la hipoteca de la casa pagada con tres días de trabajo. Los trabajos como aquél podían parecer una locura, pero significaban dinero. Lo único que no le gustaba era la duración del viaje. Quizá tuvieran que hacer algo semejante en Fort Belvoir, pensó mientras terminaba de colocar la última pieza del laberinto. Desde su casa tardaría veinte minutos en coche. Pero la Armada era un poco más racional que el Ejército. Era más lógica.
–¿Qué hay de nuevo? – preguntó Peter Henderson.
Estaban cenando cerca del Capitolio; dos amigos de Nueva Inglaterra, uno de ellos graduado de Harvard, el otro de Brown; uno ayudante de un senador, y el otro miembro del personal de la Casa Blanca.
–No cambia nada, Peter -dijo Wally Hicks con resignación-. Las conversaciones de paz no conducen a nada. Nosotros seguimos matándolos a ellos. Ellos siguen matando a los nuestros. No creo que consigamos la paz.
–Tiene que llegar, Wally -repuso Henderson mientras cogía su segunda cerveza.
–Si no… -empezó a decir Hicks.
Ambos habían cursado su último año en la Academia Andover, en 1962; eran amigos y compañeros de habitación, y compartieron notas y novias. Pero su mayoría política llegó un martes por la noche, cuando el presidente realizó un tenso discurso ante las cámaras de televisión, que ellos vieron en la sala de su residencia. Allí se enteraron de que había misiles en Cuba; los periódicos llevaban varios días sugiriéndolo, pero aquellos chicos pertenecían a la generación de la televisión. Para ellos fue una sorprendente y tardía entrada en el mundo real; el caro internado donde estudiaban debió haberlos preparado mejor para aquello. Pero los jóvenes americanos atravesaban momentos de poca actividad, sobre todo porque sus familias los habían aislado de la realidad y habían puesto a su alcance privilegios que el dinero podía comprar, pero sin proporcionarles la sabiduría necesaria para emplearlo correctamente.
Aquella repentina idea llegó a las dos mentes en el mismo instante; todo podía acabar en cualquier momento. Peor aún: estaban rodeados de objetivos. Boston al sudeste; la base aérea de Westover al sudoeste; otras dos bases, Pease y Loring, en un radio de ciento cincuenta kilómetros; la base naval de Portsmouth, donde había submarinos nucleares. Si los cubanos disparaban sus misiles, ellos no sobrevivirían; la onda expansiva o la lluvia radiactiva los alcanzaría. Y ninguno de los dos había hecho el amor todavía. En la residencia había chicos que aseguraban haberlo hecho ya -quizá algunos hasta dijeran la verdad-, pero Peter y Wally- no se mentían, y ninguno de los dos había «marcado», pese a sus reiterados intentos. ¿Cómo era posible que el mundo no tuviera en cuenta sus necesidades personales? ¿Acaso no eran ellos miembros de la élite? ¿Acaso no importaban sus vidas?
Aquel martes de octubre Henderson v Hicks no durmieron, sino que se quedaron hablando, intentando comprender un mundo que había pasado de cómodo a peligroso sin previo aviso. Era evidente que debían encontrar una forma de cambiar las cosas. Después de graduarse, cada uno tomó un camino diferente. Brown y Harvard, pero las universidades no estaban muy lejos, y su amistad y su misión en la vida continuaron y crecieron. Los dos se especializaron en ciencias políticas, porque aquélla era la especialidad adecuada para entrar en el proceso que realmente importaba en el mundo. Los dos hicieron el doctorado, y lo más importante: gente importante se fijó en ellos -sus padres los ayudaron en eso-, y también en encontrar una alternativa de servicio militar que no los expusiera a la servidumbre de llevar uniforme. Una discreta llamada telefónica al burócrata correspondiente fue suficiente.
Y ahora los dos habían alcanzado una buena posición, como ayudantes de hombres importantes. Sus impetuosas expectativas de conseguir puestos políticos sin pasar de la treintena habían fracasado, pero de hecho estaban más cerca de ellas de lo que imaginaban. Al seleccionar la información para sus jefes, y al decidir qué debía aparecer en el escritorio de su superior y en qué orden, intervenían directamente en el proceso de decisión; y también tenían acceso a informaciones amplias, diversas y deli cadas. En muchos aspectos, los dos sabían más que sus jefes. Y aquello era conveniente, pensaban Hicks y Henderson, porque a veces ellos entendían mejor las cosas importantes que sus superiores. Todo estaba muy claro. La guerra era mala, y había que evitarla por todos los medios, y cuando eso no era posible, había que ponerle fin cuanto antes. Porque en las guerras moría gente, y eso era muy malo, y sin guerras la gente podría aprender a resolver sus desavenencias pacíficamente. Era tan obvio que ninguno de los dos comprendía cómo había tanta gente que no veía la Verdad que ellos habían descubierto en el instituto.
Entre ambos sólo había una diferencia. Como miembro de la Casa Blanca, Hicks trabajaba dentro del sistema. Pero lo compartía todo con su antiguo compañero de estudios; y eso era correcto, porque los dos tenían permiso especial para acceder a documentos secretos. Y además, Hicks necesitaba la aportación de una mente entrenada como la de Henderson.
Hicks no sabía que Henderson había avanzado más que él. Durante los días de ira que siguieron a la incursión de Camboya, Henderson decidió que si no podía cambiar la política del gobierno desde dentro, tendría que buscar ayuda en el exterior, en alguna agencia que pudiera ayudarle a bloquear las acciones del gobierno que ponían en peligro el mundo. No era el único que odiaba la guerra: había gente que entendía que no podías obligar a la gente a aceptar una forma de gobierno que no querían. El primer contacto de Hender son fue en Harvard, a través de un amigo que pertenecía al movimiento pacifista. Debería haber compartido aquello con su amigo, pensó Henderson, pero era demasiado pronto, y Wally Hicks no lo habría comprendido todavía.
–Tiene que llegar y llegará -insistió Henderson mientras llamaba a la camarera para pedir otra ronda-. La guerra terminará. Nos iremos de ese país. Vietnam tendrá el gobierno que quiere. Habremos perdido una guerra, y eso le irá bien a nuestro país. Aprenderemos de eso. Aprenderemos los límites de nuestro poder. Aprenderemos a vivir y dejar vivir, y entonces podremos darle una oportunidad a la paz.
Kelly se levantó pasadas las cinco. Los acontecimientos del día anterior lo habían fatigado más de lo que esperaba, y además, viajar siempre le cansaba mucho. Pero ahora no estaba cansado. Con un total de once horas de sueño en las últimas veinticuatro horas se sentía fuerte y alerta. Se miró en el espejo y vio la barba de casi dos días. Estupendo. Luego eligió la ropa que iba a ponerse. Oscura, holgada y vieja. Había llevado toda su ropa a la lavandería y la había lavado con agua caliente y lejía para desgastar el tejido y los colores. Completó su atuendo con calcetines blancos y zapatillas de deporte. La camisa le iba grande, tal como le interesaba para sus propósitos. Finalmente se puso una peluca de cabello negro y grueso, no demasiado largo. La puso bajo el grifo de agua caliente hasta empaparla, y luego la cepilló para dejarla deliberadamente despeinada. Faltaba encontrar la manera de que apestara, pensó Kelly.
La naturaleza volvió a proporcionarle su apoyo. Había tormenta, y el viento que levantaba las hojas del suelo y la lluvia lo camuflaron mientras se dirigía a su Volkswagen. Diez minutos más tarde aparcaba cerca de una tienda de licores del vecindario, donde compró una botella de vino blanco barato y una bolsa de papel para esconderla. La destapó y vertió la mitad del contenido en la cuneta. Ya podía marcharse.
Ahora todo parecía diferente, pensó Kelly. Ya no era una zona por la que pudiera pasar. Ahora era un lugar realmente peligroso. Pasó por el lugar a donde había conducido a Billy y su Roadrunner, y miró si todavía estaban las marcas de los neumáticos, pero habían desaparecido. Meneó la cabeza. Aquello pertenecía al pasado, y lo que ahora le interesaba era el futuro.
En Vietnam siempre tenías el límite de la vegetación, un punto donde pasabas de campo abierto o zonas de labranza a la selva, y en tu mente allí acababa la seguridad y empezaba el peligro, porque el enemigo se escondía en la selva. No era más que una imagen mental, una frontera más imaginaria que real, pero al inspeccionar aquella zona, vio lo mismo. Sólo que esta vez no iba con cinco o diez camaradas con andrajosos pantalones de faena. Estaba atravesando la barrera en un coche salpicado de herrumbre. Aceleró, y como por arte de magia Kelly volvió a la selva y a la guerra.
Encontró aparcamiento entre coches tan decrépitos como el suyo, y salió rápidamente como si huyera de un helicóptero LZ, porque el enemigo podría verlo y acercarse, y fue hacia un callejón salpicado de basura. Todos sus sentidos estaban alerta. Kelly ya había empezado a sudar, y eso era bueno. Quería sudar y oler mal. Bebió un trago de vino, se enjugó la boca y luego dejó que le chorreara por la cara, el cuello y la ropa. Se agachó y cogió un poco de tierra con la que se frotó las manos, los brazos y la cara. Luego añadió un poco a la peluca, y cuando llegó a la mitad del callejón se había convertido en un borracho más, un pordiosero de los que abundaban en aquella zona. Kelly aminoró el paso y buscó un lugar donde apostarse. No fue muy difícil. En aquella zona había varias casas deshabitadas, y se trataba sólo de encontrar una con buenas vistas. Tardó media hora. Eligió una que hacía esquina, con ventanas saledizas en el piso superior. Kelly entró por la puerta trasera. Pegó un violento respingo al ver dos ratas en las ruinas de la cocina. «¡Malditas ratas!» Era ridículo tenerles miedo, pero Kelly odiaba sus ojillos negros, su asqueroso pelaje y sus colas repugnantes.
«¡Mierda!», susurró. ¿Por qué no había pensado en eso? A todo el mundo le daba miedo algo… las arañas, las serpientes, las alturas. A Kelly le pasaba con las ratas. Caminó hacia la puerta de puntillas. Las ratas lo miraron, con menos miedo del que él les tenía. «¡Qué coño!», le oyeron susurrar. Kelly las dejó comer tranquilas.
Luego sintió rabia. Subió al primer piso y encontró el dormitorio con las ventanas saledizas, furioso consigo mismo por haberse permitido un contratiempo tan estúpido y cobarde. ¿Acaso no tenía un arma para liquidar aquellas jodidas ratas? ¿Qué temía que hicieran? ¿Que formaran un batallón armado y lo atacaran? Finalmente sonrió. Kelly se acercó a las ventanas, evaluando su campo de visión y la posibilidad de ser visto. Las ventanas estaban sucias y rotas. Faltaban algunos cristales, pero cada ventana tenía un cómodo alféizar donde sentarse, y la situación de la casa, en la intersección de dos calles, ofrecía una amplia vista, porque en aquel barrio las calles eran perfectamente perpendiculares. Las calles no estaban lo bastante iluminadas como para que pudieran verlo desde abajo. Kelly, con su ropa oscura y andrajosa y en aquella ruinosa casa, era invisible. Sacó unos prismáticos e inició el reconocimiento.
Su primera tarea consistía en aprenderse el entorno. Dejó de llover, y la atmósfera estaba húmeda. Hacía calor, aunque la temperatura estaba descendiendo lentamente; Kelly sudaba un poco. Su primer pensamiento analítico fue que debería haberse llevado un poco de agua. Bueno, podría corregir aquello en el futuro, y por lo demás podía pasar varias horas sin beber. Lo que sí había llevado era goma de mascar, y eso facilitaba las cosas. Los ruidos de la calle eran extraños. En la selva había oído los zumbidos de los insectos, el canto de los pájaros y los aleteos de los murciélagos. Aquí había sonidos de motores, cercanos o distantes, algún frenazo, conversaciones, ladridos de perros y cubos de basura; los analizó mientras miraba por los prismáticos y repasaba lo que tenía que hacer aquella noche.
Era viernes, empezaba el fin de semana y la gente iba de compras. Por lo visto era una buena noche para los negocios. Identificó a un posible traficante a una manzana y media. Unos veinte años. Quince minutos de observación le bastaron para hacerse una buena imagen física del traficante y de su ayudante. Los dos se movían con la soltura que conferían la experiencia y la seguridad, y Kelly se preguntó si habrían luchado para ocupar aquel lugar o para defenderlo. Quizá para las dos cosas. Tenían mucho trabajo; quizá los suyos eran clientes habituales, pensó Kelly mientras veía cómo aquellos dos jóvenes se acercaban a un coche de importación, bromeando con el conductor y con el pasajero antes de realizar el intercambio; finalmente se dieron la mano y se despidieron. Los dos tenían más o menos el mismo peso y la misma estatura, y Kelly los llamó Archie y Jughead.
«Qué inocente era», pensó Kelly mientras dirigía la vista hacia otra calle. Recordó a aquel gilipollas al que encontró fumando hierba en una unidad de Fuerzas Especiales justo antes de salir a una misión. El individuo era miembro del grupo de Kelly, y aunque acababa de salir de la escuela de adiestramiento especial, eso no servía de pretexto. Kelly habló con él, y le dijo que salir sin estar al ciento por ciento de sus capacidades podía significar la muerte para todo el grupo. «Tranquilo, tío, sé muy bien lo que hago» no fue una respuesta muy inteligente, y treinta segundos después otro miembro del grupo tuvo que separar a Kelly de aquel desgraciado, que se marchó al día siguiente para no regresar.
Y aquél fue el único caso de consumo de drogas en toda la ciudad. Cuando estaban fuera de servicio cogían alguna que otra borrachera de cerveza, desde luego, y cuando Kelly y otros dos fueron a Taiwán en busca de distensión, las vacaciones fueron sonadas. Kelly estaba convencido de que aquello era diferente, y no reconocía la doble moral. Pero nunca bebían cerveza antes de realizar una misión. Era una cuestión de sentido común. Y también de moral de grupo. Kelly no conocía ninguna unidad de élite en que hubiera habido un problema de drogas. El problema -muy serio, según le habían contado- solía surgir en las unidades de remplazo formadas por jóvenes cuya presencia en Vietnam era incluso más involuntaria que la suya -y cuyos oficiales no habían sabido resolver el problema, bien por sus propios fracasos o por tener sentimientos semejantes.
Cualquiera fuera la causa, el hecho de que Kelly apenas hubiera tenido en cuenta el problema del consumo de drogas era a la vez lógico y absurdo. Apartó todos aquellos pensamientos. Aunque se había enterado tarde, ahora lo tenía ante sus ojos.
En otra calle había un traficante solitario, que no quería, no necesitaba o no tenía ayudante. Llevaba una camisa a rayas, y poseía su propia clientela. Kelly lo apodó Charlie Brown. Durante las cinco horas siguientes identificó y clasificó otras tres operaciones en su campo de visión. Entonces inició el proceso de selección. Aparentemente Archie y Jughead eran los que más trabajaban, pero estaban al alcance de la vista de otros dos. Charlie Brown tenía una manzana para él solo, pero había una parada de autobús a pocos metros. Dagwood estaba en la acera de enfrente de Wizard. Ambos tenían ayudantes. Big Bob era más corpulento que Kelly, y su ayudante todavía más. Eso era un reto. Pero en realidad Kelly no iba en busca de retos… todavía.
«Tengo que conseguir un buen mapa de la zona y memorizarlo. Dividirlo en dos zonas -pensó Kelly-. Tengo que señalar líneas de autobús, comisarías de policía. Aprenderme los horarios de los turnos de la policía. Cómo funcionan las patrullas. Tengo que memorizar esta zona, con un radio de diez manzanas será suficiente. No debo aparcar el coche en el mismo sitio dos veces, ningún aparcamiento podrá ser visto desde otro.
«Sólo puedes recorrer una zona concreta una vez. Eso significa que tienes que ser muy cuidadoso en tu elección. Nada de movimientos en la calle, salvo en la oscuridad. Conseguir un arma de repuesto… no una pistola, sino un buen cuchillo. Un par de cuerdas o alambre. Guantes de goma, como los de lavar los platos. Otra prenda, una cazadora con bolsillos -no, algo con bolsillos en la parte interior-. Una botella de agua. Algo para comer, chocolatinas. Más goma de mascar.» Kelly consultó su reloj: las tres y veinte.
Abajo la actividad se estaba reduciendo. Wizard y su ayudante se marcharon de su trozo de acera y desaparecieron por una esquina. Dagwood no tardó en hacer lo mismo, y se metió en su coche, que conducía su ayudante. Charlie había desaparecido cuando Kelly volvió a mirar. Sólo quedaban Archie y Jughead, en dirección sur, y Big Bob en dirección oeste; ambos seguían haciendo alguna venta esporádica, todas a clientes aparentemente acomodados. Kelly lo siguió observando una hora más, hasta que Arch y Jug fueron los últimos en marcharse… y desaparecieron bastante deprisa, pensó Kelly, que no estaba seguro de cómo lo habían hecho. Otra cosa que comprobar. Cuando se levantó estaba entumecido, y tomó nota de eso. No debía quedarse sentado tanto rato seguido. Bajó la escalera en silencio, porque en la casa contigua había ruido. Las ratas también habían desaparecido, afortunadamente. Kelly se asomó por la puerta trasera y, al ver el callejón vacío, salió de la casa, imitando el andar de un borracho. Al cabo de diez minutos vio su coche. Kelly se percató de que había aparcado cerca de una farola. Aquél era un error que no podía repetir, se reprochó mientras se acercaba lentamente al coche. Entonces miró a un lado y a otro de la calle, vacía, y subió rápidamente al coche, puso el motor en marcha y se alejó. No encendió los faros hasta que estuvo a dos manzanas de distancia; torció a la izquierda y abandonó aquella selva imaginaria -aunque no tan imaginaria-, dirigiéndose hacia su apartamento.
Una vez cómodo y seguro en su coche, Kelly repasó todo lo que había visto durante las nueve horas pasadas. Todos los camellos eran fumadores, y encendían sus cigarrillos con lo que parecían encendedores Zippo cuyas brillantes llamas perjudicarían su visión nocturna. Cuanto más avanzaba la noche, menos trabajo había, y más andrajosos parecían los compradores. Eran humanos. Se cansaban. Unos se quedaban más rato que otros. Todo lo que había visto era útil e importante. En las características de su modo de actuar, y sobre todo en sus diferencias, residía su vulnerabilidad.
Ha sido una buena noche, se dijo Kelly mientras pasaba por delante del estadio de béisbol de la ciudad; torció a la izquierda por Loch Raven Boulevard, y por fin se relajó. Hasta se le ocurrió beber un poco de vino, pero no era el momento de permitirse ningún mal hábito. Se quitó la peluca y se secó el sudor de la frente. Tenía mucha sed.
Diez minutos después satisfizo aquella necesidad, tras aparcar el coche en su lugar y subir silenciosamente a su apartamento. Echó un ávido vistazo a la ducha; necesitaba sentirse limpio después de verse rodeado de polvo y mugre y… ratas. Esa última idea le provocó un estremecimiento. Malditas ratas. Llenó un vaso de hielo y añadió agua del grifo. Bebió varios vasos, mientras utilizaba la otra mano para irse quitando la ropa. El aire acondicionado le sentó estupendamente, y se quedó de pie delante del aparato, dejando que el aire refrescara su cuerpo. Habían transcurrido muchas horas, pero no sentía ganas de orinar. A partir de ahora tendría que llevar una botella de agua. Kelly sacó unos paquetes de carne de la nevera y preparó dos gruesos bocadillos.
«Necesito una ducha», se dijo, pero no podía permitirse ese lujo. Tenía que acostumbrarse a aquella pátina pegajosa que cubría su cuerpo, conseguir que le gustara, cultivarla, porque en eso radicaba parte de su seguridad personal. El hedor y la suciedad eran parte de su disfraz. Tenía que conseguir que su aspecto y su olor hicieran que la gente apartara la mirada y no se acercara demasiado a él. Ahora no podía ser una persona. Tenía que ser una criatura de las calles, repulsiva. Tenía que ser invisible. Antes de entrar en el dormitorio se miró en el espejo y vio que la barba se había oscurecido aún más. La última decisión que tomó fue dormir en el suelo. No quería ensuciar las sábanas nuevas.
Se había imaginado el cautiverio de otra forma. No era el tipo de cosas que podías ignorar después de oír el horrible y desesperante rawwww electrónico de las radios de emergencia, y de ver los paracaídas, y de intentar enviar señales con la esperanza de que el helicóptero Jolly Green Giant despegara de su base de Laos o quizá un Big Mutha de la Armada -así llamaban a las naves de rescate-. Zacharias ibía presenciado ocasiones en que aquello había funcionado, pero la mayoría de las veces lo había visto fallar. Había oído los aterrorizados gritos de los pilotos a punto de ser capturados. «Sacadme de aquí», gritó un comandante antes de que una voz enemiga se oyera por la radio; nadie entendió sus malévolas palabras, pero se imaginaban lo que querían decir. Las dotaciones del Jolly y sus equivalentes de la Armada hicieron todo lo que pudieron, y aunque Zacharias era mormón y no había probado el alcohol en su vida, les pagó a los tripulantes de aquellas naves con suficiente alcohol para tumbar a un batallón de marines por gratitud y admiración de su valor, pues así era como se expresaba la admiración en la comunidad de guerreros.
Pero al igual que los demás miembros de aquella comunidad, en realidad nunca pensó que pudieran capturarlo a él. La muerte le parecía más probable, y en ella sí había pensado. Zacharias fue el rey de los Veasel, un as de esos mortíferos aviones de combate. Había sido uno de los creadores de un nuevo estilo en su profesión. Con su inteligencia y sus soberbias dotes de piloto, había creado la doctrina y la había demostrado en la práctica. Había llevado su F-105 hasta la red antiaérea más concentrada jamás construida, buscando las armas más peligrosas y utilizando sus conocimientos y su inteligencia para batirse en duelo con ellas, correspondiendo a cada táctica con otra táctica, a cada técnica con otra técnica, burlándolas, desafiándolas y hostigándolas en lo que ya era la más divertida contienda que ningún hombre hubiera librado jamás, una partida de ajedrez en tres dimensiones por encima y por debajo de la velocidad Mach-I, con él al mando de un Thud de dos plazas y con el enemigo manejando radares y lanzamisiles rusos. La suya, como la de Mangosta y Cobra, fue una venganza privada que realizaba cada día para siempre, y su orgullo y su destreza le habían hecho pensar que ganaría, o, como mucho, que tendría la muerte que merecen los aviadores: inmediata, dramática y etérea.
Nunca se había considerado particularmente valiente, aunque tenía fe. Si encontraba la muerte en el aire, tendría la posibilidad de mirar a Dios a los ojos, con humildad y con orgullo por la vida que había llevado, porque Robin Zacharias era un hombre recto que raramente se había alejado del camino de la virtud. Era un buen amigo, un jefe concienzudo que tenía en cuenta las necesidades de sus hombres; un padre de familia honrado con hijos fuertes, inteligentes y orgullosos; un buen practicante que donaba parte de su salario de la Fuerza Aérea a su iglesia. Por todos esos motivos, nunca había temido la muerte. Sentía seguridad respecto a lo que le esperaba más allá de la tumba. Lo que era inseguro era la vida, y su vida actual era la más insegura, e incluso una fe tan poderosa como la suya tenía límites impuestos por el cuerpo que la albergaba. Aquél era un hecho que él no acababa de comprender, o que no creía. Su fe, se dijo el coronel, debería ser suficiente para mantenerlo incólume en cualquier circunstancia. Era. Debería ser. Era; eso le habían enseñado de niño sus profesores. Pero aquellas clases habían sido impartidas en cómodas aulas con vistas a las montañas Wasatch por profesores de impecable camisa blanca y corbata, que sostenían sus libros de catecismo y hablaban con la seguridad que les confería la historia de su iglesia y sus feligreses.
«Aquí es diferente.» Zacharias oyó esa vocecilla e intentó ignorarla; trató de no darle crédito, porque creerla significaba una contradicción con su fe, y esa contradicción era lo único que su mente no podía permitirse. Joseph Smith había muerto por su fe, lo habían asesinado en Illinois. Otros habían hecho lo mismo. La historia del judaísmo y del cristianismo estaba llena de mártires -que Robin Zacharias consideraba héroes, porque ése era el término que se aplicaba en su comunidad profesional- que habían soportado las torturas de romanos o de otros, y muertos con el nombre de Dios en los labios.
«Pero no sufrieron tanto tiempo como tú», observó la voz. Unas horas. Unos breves minutos en la hoguera, un día o dos, quizá, clavados en la cruz. Eso era una cosa; eras consciente de que aquello tendría un final y, si sabías lo que había detrás de aquel final, podías concentrarte en eso. Pero para ver detrás del final, tenías que saber dónde estaba el final.
Robin Zacharias estaba solo. Había otros en aquel lugar. Los había visto, pero no hubo comunicación. Intentó entablar contacto a través de las cañerías, pero nadie contestó. Dondequiera que estuvieran, estaban demasiado lejos, o la configuración del edificio impedía la comunicación, o quizá no podían oír. Zacharias no podía compartir sus pensamientos con nadie, y hasta las oraciones tenían límites para una mente tan inteligente como la suya. Temía rezar por su liberación, porque eso significaría reconocer que su fe se había debilitado, y Zacharias no podía permitirlo, pero una parte de él sabía que al no rezar por su liberación estaba admitiendo algo por omisión; que si rezaba, y si después de un tiempo no llegaba la liberación, su fe podría empezar a desfallecer, y con ella su alma. Robin Zacharias sólo sabía una cosa: así era como empezaba la desesperación, no con un pensamiento sino con una negativa a suplicar a Dios por algo que podría no llegar. El resto lo ignoraba.
El hambre que pasaba, el aislamiento, especialmente doloroso para un hombre tan inteligente como él, y el temor al dolor, al que ni siquiera la fe podía suprimir, y todos los hombres temían el dolor. Era como llevar una pesada carga: pese a todo lo fuerte que pudiera ser un hombre, su fuerza era limitada, pero la gravedad no. La fuerza física era fácilmente comprensible, pero con el orgullo y la rectitud que le confería su fe, no había tenido en cuenta que sus actos físicos dependían de sus actos psicológicos, igual que de la gravedad, pero más insidiosamente. Interpretó la fatiga mental como una debilidad atribuible a algo que no debería romperse, y se acusó de ser humano. De haber podido hablar con otro hermano de su iglesia lo habría aclarado todo. Pero eso era imposible y, negándose la válvula de escape de admitir su fragilidad humana, Zacharias se obligaba a entrar en una trampa que él mismo había creado, con la colaboración de una gente que quería destruirlo en cuerpo y alma.
Y entonces las cosas empeoraron. La puerta de su celda se abrió. Dos vietnamitas con uniformes caqui lo miraron con desprecio. Zacharias sabía a qué habían venido. Intentó enfrentarse a ellos con valor. Se lo llevaron arrastrándolo por los brazos, y un tercero los siguió apuntando al coronel con un rifle; entraron en una habitación, y le hundieron el cañón del rifle en la espalda, justo donde todavía le dolía. El vietnamita ni siquiera mostró placer por su dolor. No le preguntaron nada. Ni siquiera pudo adivinar un programa de torturas; fue simplemente una paliza propinada por cinco hombres a la vez. Zacharias sabía que resistirse significaba la muerte, y aunque deseaba que terminara su cautiverio, buscar la muerte de aquella forma podía ser un suicidio, y eso le estaba vedado.
No importaba. Al cabo de pocos segundos perdió la capacidad de reacción y se desplomó en el suelo de cemento, sintiendo los puñetazos, las patadas y el dolor, con los músculos paralizados, incapaz de moverse, rogando que aquello terminara, sabiendo que no terminaría nunca. Luego oyó sus voces atormentándolo, porque Zacharias era un hombre cabal y lo habían cogido, y la tortura no terminaría nunca…
Un grito lo despertó de su desmayo. Una última patada en el pecho, y luego vio las botas que se apartaban. Advirtió que se amedrentaban: miraron todos hacia la puerta y hacia la fuente del ruido. Un último grito, y salieron apresuradamente. La voz cambió. Era una voz… ¿blanca? ¿Cómo lo sabía? Unas manos vigorosas lo levantaron y lo apoyaron contra la pared, y entonces vio la cara. Era Grishanov.
–Dios mío -dijo el ruso, con las mejillas sonrosadas por la ira.
Se volvió y gritó algo en vietnamita con un extraño acento. Inmediatamente apareció una cantimplora, y Grishanov vertió su contenido por la cara del americano. Luego volvió a gritar, y Zacharias oyó que se cerraba la puerta.
–Bebe, Robin, bebe esto. – Le puso un pequeño frasco metálico en los labios y lo levantó.
Zacharias bebió tan deprisa que el líquido llegó a su estómago antes de que advirtiera el gusto amargo del vodka. Sorprendido, levantó una mano e intentó apartar el frasco.
–No puedo -susurró el americano-, me está vedado beber, no…
–Es una medicina, Robin. No es una diversión. Tu religión no tiene nada contra esto. Por favor, amigo, lo necesitas. Es lo mejor que puedo hacer por ti -insistió Grishanov con una voz en la que se adivinaba la frustración-. Tienes que hacerlo.
«Tal vez no me engaña y es una medicina», pensó Zacharias. Algunos medicamentos utilizaban un excipiente alcohólico como conservante, y la Iglesia lo permitía, ¿no? No podía recordarlo, y como no lo sabía bebió otro trago. Tampoco sabía que mientras se disipaba la adrenalina provocada por la paliza, la natural relajación de su cuerpo sólo se vería reanimada por la bebida.
–No demasiado, Robin -dijo Grishanov retirando el frasco.
Luego atendió sus heridas; le estiró las piernas y le lavó la cara con un trapo mojado.
–¡Salvajes! – exclamó el ruso-. Asquerosos salvajes. Voy a estrangular al comandante Vinh por esto, le voy a partir su asqueroso cuello. – El coronel ruso se sentó en el suelo, junto a su colega americano, y habló con franqueza-: Robin, tú y yo somos enemigos, pero también somos hombres, y también la guerra tiene sus normas. Tú sirves a tu país, y yo al mío. Esta… esta gente no entiende que sin honor no hay verdadero servicio, sino sólo salvajismo. – Volvió a levantar el frasco y añadió-: Toma. No puedo conseguir nada más contra el dolor. Lo siento, amigo, pero no puedo.
Y Zacharias bebió otro trago; todavía estaba desorientado, y más desconcertado que nunca.
–Eres una buena persona -dijo Grishanov-. Nunca te había dicho esto, pero eres valiente, amigo. Hace falta mucho valor para soportar a esos animales.
–No tengo otro remedio -murmuró Zacharias.
–Claro -admitió Grishanov mientras limpiaba la cara del americano con tanta ternura como si fuera uno de sus hijos-. Yo también haría lo mismo. Para volver a volar.
–Sí. Coronel, ojalá…
–Llámame Kolya -dijo Grishanov-. Ya me conoces bastante bien.
–¿Kolya?
–Mi nombre de pila es Nikolái. Kolya es un diminutivo. Zacharias apoyó la cabeza contra la pared, cerró los ojos y recordó la sensación de volar.
–Sí, Kolya, me gustaría volver a volar.
–Imagino que no debe de ser muy diferente -repuso Kolya, sentándose junto a Zacharias y rodeando amistosamente sus doloridos hombros. Sabía que aquél era el primer gesto de calor humano que el americano había recibido en casi un año-. Mi favorito es el MiG-17. Ahora está anticuado, pero era un placer pilotarlos. Basta con apoyar la yema de los dedos en la palanca y… sólo tienes que pensar, y el avión hace lo que tú quieres.
–El F-86 también era así -repuso Zacharias-. Ahora ya no queda ninguno.
El ruso chascó la lengua:
–Siempre recuerdas a tu primer amor, ¿verdad? La primera chica que te hizo pensar como un hombre. Pero el primer avión es mucho mejor. No es tan cálido como una mujer, pero es más fácil de manejar. – Robin intentó reírse, pero se atragantó. Grishanov le ofreció otro trago-. Tranquilo, amigo. Dime, ¿cuál es tu favorito?
El americano se encogió de hombros y sintió el calor del vodka en el estómago.
–He pilotado todo tipo de aviones. Excepto el F-94 y el F-89. Pero creo que no me perdí gran cosa. El F-104 era divertido, como un coche deportivo. Pero no, el F-86H es mi favorito.
–¿Y el Thud? – preguntó Grishanov, empleando el apodo del F-105 Thunderchief.
Robin tosió un poco.
–Necesitas todo el estado de Utah para hacerlo virar. Pero es rápido. Una vez superé en ciento veinte nudos la velocidad de vuelo recomendada.
–Tengo entendido que más que un caza es un bombardero.
–Sí, en cierto modo sí. Pero puede sacarte de un apuro rápidamente. No es un avión para combate aéreo. Tienes que acertar a la primera.
–Hablando de bombardeos (te hablo de piloto a piloto), vuestro trabajo aquí es excelente.
–Hacemos lo que podemos, Kolya, te lo aseguro -dijo Zacharias con dificultad. Al ruso le sorprendió lo deprisa que había actuado el alcohol. Aquel hombre no había bebido jamás. Era curioso que un hombre decidiera renunciar a la bebida.
–Y cómo atacáis los lanzamisiles. Me he fijado. Tú y yo somos enemigos, Robin -añadió-, pero también somos pilotos. El valor y la destreza que he visto aquí no los había visto nunca. Debes de ser un jugador profesional, ¿no?
–¿Jugador? No, me está vedado jugar.
–Pero lo que hiciste con tu Thud…
–Eso no es jugar. Eso es un riesgo calculado. Haces planes, sabes lo que puedes hacer, y te ciñes a eso. Hay que intuir lo que el otro está pensando…
Grishanov se recordó que tenía que llenar el frasco para la próxima sesión. Le había costado varios meses, pero finalmente había encontrado algo que funcionaba. Era lamentable que aquellos salvajes no entendieran que si maltratabas a un hombre sólo conseguías que creciera su valor. Pese a su arrogancia, veían el mundo a través de una lente que lo empequeñecía tanto como su estatura y lo estrechaba tanto como su cultura. Parecían incapaces de aprender una lección. Grishanov buscaba las lecciones como aquélla. Lo más curioso era que aquélla la había aprendido de un ex oficial nazi de la Luftwaffe. También era una lástima que los vietnamitas sólo le permitieran a él, y a nadie más, realizar aquellos interrogatorios especiales. Pronto escribiría a Moscú respecto a eso. Con la presión adecuada, aquel campamento podía resultar verdaderamente útil. Qué incongruentemente inteligente por parte de los salvajes establecer aquel campamento, y qué desgraciadamente evidente era que no habían sabido sacarle provecho. Qué desagradable que tuviera que vivir en aquel país caluroso, húmedo, plagado de insectos, rodeado de unos enanos arrogantes. Pero allí estaba la información que necesitaba. Aunque su trabajo actual fuera odioso, había descubierto una expresión que lo definía en una novela americana contemporánea que había leído para pulir sus conocimientos del idioma que ya dominaba. Una expresión muy americana, además. Lo que estaba haciendo era just business (sólo negocios). Era una forma de ver el mundo que entendía muy bien. Era una lástima que ese americano no compartiera su opinión, pensó Kolya mientras atendía su relato sobre la vida de un piloto de Veasel.
El rostro que vio en el espejo le pareció el de un extraño, y Kelly se alegró de ello. Era sorprendente cuán poderosos podían ser los hábitos. Ya había llenado el lavabo de agua caliente y se había enjabonado las manos, cuando recordó que no podía lavarse ni afeitarse. Pero se lavó los dientes. No soportaba la sensación de tener la boca sucia, y de esa parte de su disfraz ya se encargaba el vino. Era un vino abominable, dulzón y denso, y de un color extraño. Kelly no era entendido en vinos, pero estaba convencido de que ningún vino de mesa decente podía tener color de orina. Tuvo que salir del lavabo. No soportaba verse en el espejo.
Se repuso con una buena comida, alimentos ligeros que le dieran energía pero que no le hicieran sentirse pesado. Luego venían los ejercicios. Su apartamento, situado en una primera planta, le permitía correr sin temor de molestar a los vecinos. No era como correr al aire libre, pero era suficiente. Luego las tracciones. Por fin su hombro izquierdo estaba completamente recuperado, y los dolores musculares que sentía eran normales. Por último realizó los ejercicios cuerpo a cuerpo para adquirir agilidad.
El día anterior había salido de su apartamento a media mañana, arriesgándose a que lo vieran con aquel lamentable aspecto, para ir al almacén Goodwill, donde compró una chaqueta de segunda mano para ponerse sobre el resto de la ropa. Le sentaba tan grande y estaba tan raída que no se la cobraron. Kelly había advertido que era difícil disimular su estatura y su condición física, pero aquellas ropas holgadas y andrajosas conseguían el efecto que deseaba. También había tenido ocasión de compararse con otros clientes de la tienda. Su disfraz parecía bastante eficaz. Aunque no era el mejor ejemplo de pordiosero, desde luego parecía uno de ellos, y el empleado que le regaló la chaqueta seguramente lo hizo para que se marchara cuanto antes de la tienda, además de para expresar compasión por su situación. ¿Qué habría dado en Vietnam por poder pasar como un campesino más?
Había dedicado la noche anterior a continuar el reconocimiento. Nadie se había fijado en él mientras caminaba por la calle; no era más que otro borracho sucio y apestoso al que ni siquiera valía la pena atracar, y Kelly había dejado de preocuparse de que alguien se diera cuenta de que no era lo que aparentaba.
Había pasado cinco horas en su puesto, observando las calles desde las ventanas del primer piso de la casa deshabitada. Las patrullas policiales eran rutinarias, y los autobuses se oían con más frecuencia de lo que creía.
Al acabar los ejercicios, Kelly desmontó su pistola y la limpió, a pesar de que no la había utilizado desde su regreso de Nueva Orleáns. Hizo otro tanto con el silenciador. Luego volvió a montarlo, comprobando que las piezas encajaban correctamente. Había hecho un pequeño cambio. Ahora había una delgada línea blanca pintada bajo la parte superior del silenciador que servía para apuntar por la noche. No era suficiente para disparar a distancia, pero no era eso lo que pensaba hacer. También había conseguido un cuchillo de combate Ka-Bar, y la noche anterior, mientras observaba las calles, pulió la hoja con una piedra de afilar. Los cuchillos tenían algo que atemorizaba a los hombres, incluso más que las balas. Era una tontería, pero a Kelly le resultaría útil. Se metió la pistola y el cuchillo en la cintura, ocultos por la camisa y la chaqueta. En uno de los bolsillos de la chaqueta llevaba una petaca con agua del grifo. En el otro cuatro chocolatinas. Alrededor de la cintura un hilo eléctrico de calibre ocho. En el bolsillo de los pantalones llevaba guantes de goma. Eran amarillos, pésimo color para el camuflaje, pero no había encontrado otros. En el coche tenía un par de guantes de algodón que se ponía para conducir. Cuando compró el coche lo limpió por dentro y por fuera meticulosamente para eliminar todo rastro de huellas dactilares. Kelly agradecía cada película policíaca que había visto, y esperaba estar comportándose con la paranoia exigida por el guión.
¿Qué más?, se preguntó. No portaba ningún tipo de identificación. Tenía unos cuantos billetes en una cartera que también había comprado en Goodwill. Kelly había dudado en llevar más dinero, pero no tenía sentido. Agua. Comida. Armas. Alambre. Esta noche dejaría los prismáticos en casa. No valía la pena cogerlos. Quizá compraría unos más pequeños. Estaba preparado. Kelly encendió el televisor y miró las noticias para ver el parte meteorológico. Nublado, posibilidad de chubascos, temperaturas suaves. Preparó café y bebió dos tazas para mantenerse despierto, y esperó a que se hiciera de noche.
Una de las partes más difíciles de su tarea era salir del complejo residencial. Con las luces apagadas, Kelly miró por la ventana para asegurarse de que no había nadie fuera. En la puerta del edificio volvió a pararse y miró a su alrededor antes de caminar directamente hacia el Volkswagen. Abrió la puerta del coche y entró. Inmediatamente se puso los guantes de conducir y luego cerró la portezuela y encendió el motor. Dos minutos después pasó por el sitio donde había aparcado el Scout, abandonado desde hacía bastante tiempo. Kelly eligió una emisora de música moderna, rock y folk, para tener un poco de compañía mientras conducía hacia el sur, hacia la ciudad.
En parte le sorprendió lo tenso que estaba. En cuanto llegó al teatro de operaciones se calmó. La aproximación era un momento delicado, tenías que tranquilizarte y conservar una expresión impasible; pero le sudaban un poco las manos. Obedeció todas las señales y normas de tráfico e ignoró a los coches que lo adelantaban a toda velocidad. Qué interminables podían hacerse veinte minutos. Esta vez utilizó una ruta de aproximación ligeramente diferente. La noche anterior había inspeccionado el estacionamiento, a dos manzanas de su objetivo. Aparcó detrás de un Chevy negro modelo 1957. Salió deprisa del coche y se metió en un oscuro callejón para completar su disfraz. Veinte metros más allá, volvía a ser el pordiosero de la noche anterior.
–¡Eh, tío! – le gritó una voz. Eran tres jóvenes sentados en una valla y bebiendo cerveza. Kelly se pegó al otro lado del callejón para ganar distancia, pero no consiguió nada. Uno de los chicos saltó de la valla y se acercó a él.
–¿Qué coño buscas, colega? – le preguntó con arrogancia-. ¡Mierda, cómo apestas, tío! ¿No te enseñó tu puta madre que tenías que lavarte?
Kelly ni siquiera lo miró; siguió avanzando. Aquello era un imprevisto. Con la cabeza gacha, apartándose del chico que caminaba a su lado y que se había propuesto atormentar a un viejo pordiosero, Kelly se cambió la botella de mano.
–Necesito un trago, tío -dijo el chico intentando cogerle la botella.
Kelly no se la dio, porque los borrachos no lo hacían. El joven lo empujó contra la valla de la izquierda, pero nada más. Luego volvió con sus amigos, riéndose, mientras el pordiosero se incorporaba y reanudaba su camino.
–¡Y no vuelvas por aquí, tío mierda! – oyó Kelly cuando llegaba al final de la manzana. No tenía intención de volver.
En los diez minutos siguientes pasó por delante de otros dos grupos de jóvenes, pero nadie se molestó en meterse con él, y lo máximo que hicieron fue burlarse. La puerta trasera de la casa deshabitada todavía estaba entreabierta, y esa noche, afortunadamente, no vio las ratas. Una vez dentro, Kelly se detuvo y escuchó. Nada. Luego se irguió y se relajó.
«Serpiente a Chicago -dijo en voz alta, recordando sus antiguos códigos de comunicación-. Inserción realizada. Me encuentro en el punto de observación.» Kelly volvió a subir por la desvencijada escalera por tercera y última vez, y se apostó en el sitio acostumbrado. Se sentó y empezó a vigilar.
Archie y Jughead también estaban en el sitio de costumbre, a una manzana de allí, hablando con un motorista. Eran las 10.12. Kelly bebió un poco de agua y se comió una chocolatina mientras los observaba por si advertía algún cambio en la conducta habitual, pero tras una hora de observación no vio nada que le llamara la atención.
Big Bob también estaba en su sitio con su ayudante, al que ahora Kelly llamaba Little Bob. Charlie Brown también estaba trabajando, así como Dagwood; el primero seguía trabajando solo, mientras que Dagwood todavía actuaba con un ayudante al que Kelly no se había molestado en bautizar. Al que no había visto era a Wizard. Llegó tarde, pasadas las once, con su socio Toto.
Como era de esperar, en la noche del domingo no había tanto movimiento como en las dos anteriores, pero Arch y Jug parecían más ocupados que los demás. Quizá era porque tenían una clientela ligeramente más adinerada. Aunque todos vendían a clientes del barrio y de fuera del barrio, Arch y Jug casi siempre atendían los coches más grandes y más limpios, que seguramente no eran de aquel vecindario. Aquélla quizá era una suposición infundada, pero irrelevante para la misión. Lo verdaderamente importante era algo que había visto la noche anterior mientras caminaba hacia aquella zona, y que hoy también había confirmado. Ahora sólo era cuestión de esperar.
Kelly se puso cómodo y sintió que, ahora que ya había tomado todas las decisiones, su cuerpo se relajaba. Escudriñó la calle, todavía muy atento, observando, escuchando, fijándose en todo lo que ocurría. A las 0.40 un coche de la policía pasó por una de las calles, pero no ocurrió nada. Seguramente volvería pasadas las dos. También pasaron varios autobuses, y Kelly reconoció el de la 1.10, que necesitaba una revisión de frenos. El chirrido debía de molestar a todos los que intentaban dormir. Pasadas las dos el tráfico disminuyó notablemente. Ahora los traficantes fumaban más y hablaban más. Big Bob cruzó la calle para hablar con Wizard, y su relación parecía bastante cordial, lo que sorprendió a Kelly. Nunca había visto una cosa así. A lo mejor aquel hombre sólo quería cambio de un billete de cien. La patrulla de la policía volvió a la hora prevista. Kelly comió la tercera chocolatina y recogió el envoltorio. Inspeccionó el suelo. No había dejado ninguna huella. Había demasiado polvo y se había cuidado de no tocar ningún cristal de las ventanas.
Perfecto.
Kelly bajó por la escalera y salió por la puerta de atrás. Cruzó la calle y se metió en un callejón, protegiéndose en la oscuridad y caminando a trompicones.
El misterio de la primera noche resultó una bendición: Archie y Jughead habían desaparecido otra vez repentinamente; Kelly no los había perdido de vista más de unos segundos. No se habían marchado en coche, y no habían tenido tiempo de ir caminando hasta la esquina. Kelly había resuelto el problema la noche anterior. Aquellas largas manzanas de casas adosadas no habían sido construidas por imbéciles. En muchas manzanas había un pasaje a mitad de camino, para que la gente pudiera acceder al callejón más fácilmente. Para Archie y Jug aquello era una excelente ruta de escape, y mientras trabajaban nunca se alejaban demasiado de la entrada del pasaje. Pero tampoco se asomaban para inspeccionarlo.
Kelly se aseguró de eso. Recogió un par de latas de cerveza y las unió con un trozo de cuerda; las colocó en la boca del pasaje, asegurándose de que nadie podría sorprenderle por detrás. Luego avanzó de puntillas y desenfundó la pistola. Sólo tenía que cubrir unos cien metros, pero los pasajes transmitían el sonido mejor que los teléfonos. Kelly inspeccionó el suelo buscando algo con que pudiera tropezar o hacer ruido. Esquivó unas hojas de periódico y un montón de cristales rotos, y pronto llegó al otro extremo del pasaje.
Vistos de cerca parecían diferentes, casi humanos. Archie estaba apoyado contra una pared de ladrillo, fumando un cigarrillo. Jughead también fumaba, sentado en el parachoques de un coche, y cada pocos segundos el resplandor de sus cigarrillos atacaba y mermaba la visión de Kelly. El los veía, pero ellos, que sólo estaban a tres metros, no lo veían a él.
–No te muevas -susurró a Archie, que se giró, más molesto que alarmado hasta que vio la pistola con el enorme silenciador. Miró a su ayudante, que seguía observando en otra dirección y tarareaba una canción a la espera de un cliente que no iba a llegar. Kelly llamó su atención.
–¡Eh! – Fue sólo un susurro, pero suficiente en la silenciosa noche. Jughead se volvió y vio una pistola apuntando a la cabeza de su jefe. Se quedó paralizado. Archie tenía el revólver, el dinero y casi toda la droga. También vio la mano de Kelly haciéndole señas, y como no sabía qué hacer se acercó.
–¿Mucho trabajo? – preguntó Kelly.
–No está mal -respondió Archie-. ¿Qué quieres?
–A ver, ¿a ti qué te parece? – dijo Kelly con una sonrisa.
–¿Eres poli? – preguntó Jughead. Una pregunta bastante estúpida, pensaron los dos.
–No, no he venido a detener a nadie.
–Kelly entró en el pasaje y añadió-: Entrad, rápido.
–Los obligó a avanzar unos tres metros, distancia suficiente para que no los vieran desde la calle, pero no demasiado lejos para estar en las sombras. Primero los cacheó. Archie llevaba un viejo revólver en el bolsillo. A continuación Kelly cogió el hilo eléctrico de su cintura y les ató fuertemente las manos. Luego los tiró al suelo.
–Gracias por vuestra cooperación.
–Será mejor que no vuelvas por aquí -le increpó Archie, sin percatarse de que no le habían robado. Jug asintió con la cabeza y refunfuñó. La réplica los desconcertó:
–En realidad necesito vuestra ayuda.
–¿Para qué? – preguntó Archie.
–Estoy buscando a un tal Billy. Tiene un Roadrunner rojo.
–¿Qué? ¿Intentas joderme, tío? – exclamó Archie, bastante irritado.
–Contesta a mi pregunta, por favor -dijo Kelly.
–Vete a tomar por el culo, tío -le espetó Archie con desprecio.
Kelly apuntó a Jug y le disparó en la cabeza. El cuerpo se contrajo violentamente y la sangre brotó como un surtidor, pero esta vez no manchó a Kelly, sino que cayó sobre la cara de Archie. Kelly vio la mirada de terror y sorpresa del camello. Archie no esperaba aquello, pero Jughead no parecía un gran conversador y Kelly no podía perder el tiempo.
–He dicho por favor, ¿no?
–¡Pero qué coño…! – susurró Archie sin atreverse a levantar la voz.
–Billy. Un Plymouth Roadrunner rojo. Le gusta exhibirlo. Es un distribuidor. Dime dónde puedo encontrarlo -dijo Kelly sin perder la calma.
–Si te digo que…
–Tendrás un nuevo proveedor: yo -le interrumpió Kelly-. Y si le dices a Billy que estoy aquí, irás a reunirte con tu amigo -añadió, señalando el cadáver. Al fin y al cabo, tenía que ofrecerle a aquel tipo un poco de esperanza. Quizá incluso un poco de verdad, pensó Kelly-. Billy y sus amigos se han estado metiendo con quien no debían, y tengo que poner las cosas en su lugar. Lo siento por tu amigo, pero tenía que demostrarte que esto va en serio, ¿entiendes?
Archie intentó tranquilizarse, pero no lo consiguió, aunque se agarró a la esperanza que le estaban ofreciendo.
–Mira, tío, yo no puedo…
–Siempre se lo puedo preguntar a otro -intervino Kelly-. ¿Entiendes lo que eso significa?
Archie lo entendió, y habló largo y tendido hasta que le llegó el momento de reunirse con Jughead.
Kelly rebuscó en los bolsillos de Archie y encontró un fajo de billetes y una colección de papelinas; se lo guardó todo en los bolsillos de la chaqueta. Kelly pasó por encima de los dos cadáveres y se dirigió hacia el callejón, asegurándose de que no había pisado la sangre. De todos modos, pensaba tirar los zapatos. Kelly desató las latas y las colocó donde las había encontrado; luego volvió a su coche y repitió su meticulosa rutina para marcharse. Gracias a Dios, pensó mientras se dirigía al norte, esta noche podría ducharse y afeitarse. ¿Pero qué iba a hacer con la droga? El destino se encargaría de contestar aquella pregunta.
Los coches empezaron a llegar pasadas las seis, una hora normal de actividad en una base militar. Quince tartanas, ninguno tenía más de tres años, y todos habían sido vendidos para chatarra después de un accidente de tráfico. Lo único raro de los coches era que, aunque ya no se podían conducir, no lo parecía. El destacamento de trabajo estaba compuesto de marines y supervisado por un sargento de artillería que no tenía ni la más remota idea de lo que estaba ocurriendo allí. Y no tenía por qué saberlo. Aparcaron los coches desordenadamente, no en hileras militares, sino como lo hacía la gente normal. Tardaron noventa minutos, y una vez acabado el trabajo el destacamento se marchó. A las ocho de la mañana llegó otro destacamento, que traía los maniquíes. Eran de diversos tamaños y llevaban puesta ropa vieja. Los niños fueron colocados en los columpios y en el cajón de arena. Los adultos, repartidos de pie. Y el segundo destacamento se marchó; tenían que volver dos veces al día durante un período indefinido, y cambiar los maniquíes de sitio, al azar, según las instrucciones redactadas por algún oficial chalado que no tenía nada mejor que hacer.
En sus notas, Kelly había comentado que uno de los aspectos más fatigosos y lentos de la operación KI N G P I N fue el montaje y desmantelamiento diario del objetivo ficticio. No había sido el primero en señalarlo. Si algún satélite de reconocimiento soviético descubría aquel lugar, verían una extraña serie de edificios sin ningún propósito definido. Verían también un parque infantil con niños, padres y coches aparcados, elementos que cambiaban de sitio cada día. Esa información no les haría fijarse en el hecho de que aquella zona de recreo estaba a casi un kilómetro de la carretera más cercana.