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Tap-tap-tap-tap-tap, pausa, tap-tap.

«5/2 -pensó Robin-. Letra W. De acuerdo, puedo hacerlo.»

2/3, 3/4, 4/2, 4/5

Robin interrumpió para contestar:

4/2, 3/4, 1/2, 2/4, 3/3, 5/5, 1/1, 1/3-1/1, 3/I, 5/2, I/I, 3/I, 3/I.

«¿Al Wallace? ¿Al? ¿Está vivo?» Su amigo de hacía quince años aún estaba con vida.

tap-tap-tap-tap-tap-tap

Robin jadeó, no escuchaba las palmaditas, sino el coro, la música, lo que ésta significaba.

tap-tap-tap-tap-tap-tap

t/I, 3/1, 3/1, 2/4, 4/3, 5/2, 1/3, 3/1, 1/1, 3/1, 3/1, 2/4, 4/3, 5/2, 1/3, 3/1, 3/1.

Robin Zacharias cerró los ojos y dio gracias a Dios por segunda vez en un día y por segunda vez en un año. Había sido un idiota al haber pensado que la liberación no llegaría. Este parecía un lugar extraño para ello, y las circunstancias extrañas, pero había un compañero mormón en la celda de al lado y su cuerpo temblaba mientras oía el más amado de los himnos, cuyo estribillo final no era en absoluto una mentira, sino una afirmación.

«Todo está bien, todo está bien.»

Monroe no sabía por qué esa chica, Paula, no le hacía caso. Intentó ser razonable, intentó gritar una orden, pero ella siguió conduciendo según las indicaciones de Kelly, avanzando por las calles a primera hora de la mañana y a diez millas por hora y manteniéndose en su carril sólo raras veces y con dificultad. Tardaron cuarenta minutos. Se perdió dos veces, confundiendo la derecha con la izquierda, y en otra ocasión detuvo el automóvil cuando una chica se puso a vomitar por la ventanilla. Poco a poco Monroe comprendió lo que estaba sucediendo. Se trataba de muchas cosas, pero tenía tiempo de resolverlo.

–¿Qué hizo? – preguntó a Maria.

–E-ellos habían venido a matarnos, como a las otras, ¡pero él les disparó!

Vaya, pensó Monroe. Entonces era él sin lugar a dudas.

–¿Paula?

–Sí.

–¿Conoció a Pamela Madden?

Ella alzó la cabeza y la bajó lentamente, mientras se concentraba una vez más en la calzada. La comisaría de policía ya estaba a la vista.

–Dios mío -suspiró el policía-. Paula, gire hacia la derecha y entre en el aparcamiento, ¿de acuerdo? Gire al fondo… buena chica… puede parar ahí, muy bien. – El coche dio una sacudida al detenerse y Paula rompió a llorar. El policía no tenía más que esperar un minuto o dos y ver si ella se ponía peor, porque los temores de Monroe eran ahora por ellas y no por él-. Muy bien, ahora quiero que me ayudéis a salir.

La chica abrió la puerta de su lado y luego la de atrás. El policía necesitaba que le ayudaran a ponerse de pie y ella lo hizo instintivamente.

–Las llaves del coche, allí está la llave de las esposas, ¿puede quitármelas, señorita? – Después de tres intentos sus manos quedaron libres-. Gracias.

–¡Mejor que sea algo bueno! – rezongó Tom Douglas. El cable del teléfono topó con el rostro de su esposa, despertándola.

–Sargento, aquí está Chuck Monroe, del Distrito Oeste. Tengo tres testigos del asesinato de Pamela Madden. – Hizo una pausa-. Creo que hay dos cuerpos más gracias al hombre invisible. Monroe me ha dicho que tiene que hablar con usted.

–Huh? – el rostro del detective hizo una mueca en la oscuridad-. ¿Quién lo hizo?

–El hombre invisible. ¿Puede venir aquí, señor? Es largo de contar -dijo Monroe.

–No hable con nadie más, ¿comprendido?

–El también me lo dijo, señor.

–¿Qué pasa, querido? – preguntó Beverly Douglas, ahora tan despierta como su marido.

Habían pasado ocho meses desde la muerte de una triste muchachita llamada Helen Waters. Luego fue Pamela Madden. Luego Doris Brown. Ahora iba a atrapar a esos bastardos, se dijo incorrectamente Douglas.

–¿Qué haces aquí? – preguntó Sandy a la figura que estaba de pie junto a su coche, el único seguro.

–He venido a despedirme por un tiempo -contestó Kelly con calma.

–¿Qué quiere decir?

–Tengo que marcharme. Y no sé durante cuánto tiempo.

–¿Adónde?

–No puedo decirlo.

–¿Otra vez a Vietnam?

–Es posible. No estoy seguro, la verdad.

No era el momento oportuno, aunque nunca lo era, pensó Sandy. Era temprano, tenía que estar en el trabajo a las seis y media y aunque no llegaba tarde sencillamente no disponía de los diez minutos que necesitaba para decir lo que tenía que decir.

–¿Volverás?

–Si quieres, volveré.

–Quiero que vuelvas, John.

–Gracias, Sandy… He salvado a cuatro -le dijo.

–¿Cuatro?

–Cuatro chicas. Como Pam y como Doris. Una está en la Costa Este y las otras tres aquí en la ciudad, en una comisaría. Asegúrate de que alguien cuide de ellas, ¿de acuerdo?

–Sí.

–No importa lo que oigas, volveré. Créeme, por favor.

–¡John!

–No hay tiempo, Sandy. Volveré -le prometió al marcharse.

Ni Ryan ni Douglas llevaban corbata. Bebían café mientras los muchachos del laboratorio hacían su trabajo.

–Dos en el cuerpo -estaba diciendo uno de ellos-, una en la cabeza… siempre en el punto mortal. Es un trabajo de profesional.

–De la mejor especie -susurró Ryan a su compañero. Era una 45. Tenía que serlo. Eso sólo se hacía con ese tipo de arma… y además, había seis casquillos de bala en el suelo, cada uno de ellos dentro de un círculo de tiza para los fotógrafos.

Las tres mujeres fueron introducidas en una celda de la comisaría del distrito Oeste, con un policía de paisano que las atendía constantemente. El y Douglas habían hablado de ellas brevemente, lo suficiente para saber que tenían a los testigos de un asesinato de Henry Tucker. Nombre y descripción física, no mucho, pero infinitamente más de lo que tenían tan sólo hacía unas horas. Primero buscaron el nombre en sus archivos, luego en el registro general de delincuentes del FBI, y luego en la calle. Luego comprobaron en las listas de licencias de conducir. El procedimiento era totalmente directo, y con un nombre darían con él, quizá pronto o quizá no. Pero entonces se presentó otro pequeño asunto.

–¿Los dos eran de fuera de la ciudad? – preguntó Ryan.

–De Filadelfia, Francis Molinari y AIbert d'Andino -confirmó Douglas, leyendo los nombres en sus licencias de conducir-. ¿Cuánto quiere apostar…?

–Apuestas no, Tom. – Se volvió v cogió una fotografía-. Monroe, ¿esta cara le es familiar?

El patrullero cogió la pequeña fotografía de carnet de la mano de Ryan y la miró a la débil luz del apartamento del piso superior. Movió la cabeza.

–La verdad es que no, señor.

–¿Qué quiere decir? Usted ha estado cara a cara con ese tipo. – Cabellos largos, cara manchada, cuando estuvimos muy cerca lo que vi fue el cañón de un Colt. Todo fue demasiado rápido y estaba demasiado oscuro.

Era difícil y peligroso, lo cual no era habitual. Había cuatro automóviles aparcados a la salida y no tuvo que esforzarse en guardar silencio… aunque el hecho de que aquellos cuatro coches estuvieran allí aparcados favorecía la acción. Kelly estaba en el espacio marginal del antepecho de una cabina tapada con ladrillos, buscando el cable del teléfono. Esperaba que nadie lo estuviera utilizando mientras cortaba los alambres y sujetaba rápidamente los plomos que llevaba. Una vez hecho esto, saltó y se dirigió hacia el norte por la parte trasera del edificio, arrastrando el alambre y dejándolo en el suelo. Giró la esquina, dejando el carrete colgando de su mano izquierda como si fuera la fiambrera del almuerzo, atravesó la poco transitada calle, moviéndose como si perteneciera a ese lugar. Caminó unos centenares de metros y giró de nuevo y entró en el edificio desierto. Una vez allí, volvió a su coche y sacó el resto de lo que necesitaba, incluido su leal frasco de whisky, lleno de agua del grifo y un surtido de barritas Snickers. Se dispuso a la tarea.

El rifle no estaba al alcance de la vista. Pensó que la acción más inteligente era utilizar el edificio como blanco. Se sentó, se apoyó el arma en el hombro y buscó una mancha en la pared. Allí había una de color ladrillo. Kelly contuvo la respiración, amplió la mira del teleobjetivo al máximo y apretó suavemente.

El rifle disparó de forma extraña. El cañón del 22 es pequeño y redondo y, con el elaborado amortiguador que había fabricado, por primera vez en su vida oyó la nota musical pinggggg del golpe del percutor junto con el sordo pop de la descarga. Esto casi distrajo a Kelly de oír el lejano swat del impacto de la bala en el blanco. La bala levantó una nubecilla de polvo, dos pulgadas a la izquierda y una en lo alto de su punto de impacto. Kelly manipuló el ajuste del teleobjetivo y disparó otra vez. Perfecto. Quitó el silenciador y luego descargó tres andanadas al interior del almacén sintonizando otra vez el teleobjetivo al punto más bajo.

–¿Ha oído algo? – preguntó Piaggi con voz cansina.

–¿Qué? – Tucker levantó la cabeza de su tarea. Llevaba más de doce horas haciendo ese trabajo que le parecía iba a durar eternamente. Ni siquiera había hecho la mitad a pesar de los dos «soldados» que habían llegado procedentes de Filadelfia. A Tony tampoco le gustaba.

–Algo va mal -dijo Tony moviendo la cabeza y echándola hacia atrás.

Lo único bueno que podía sacarse de todo esto era que ganaría respeto cuando se lo contara a sus asociados de toda la costa. Anthony Piaggi era un hombre serio. Cuando todo se fuera al infierno, haría el trabajo él solo. Tony hace el reparto y cumple con sus obligaciones. Puedes depender de Tony. Las ganancias eran considerables, aunque éste fuera el precio. Estos pensamientos duraron unos treinta segundos.

Tony abrió otra bolsa y notó el olor pernicioso, químico, sin reconocer de lo que se trataba. Vertió los polvos blancos y finos en el cuenco, luego echó la glucosa. Mezcló los dos elementos con unas cucharas, removiendo con suavidad. Estaba seguro de que existía un aparato para llevar a cabo esa operación, aunque probablemente era demasiado grande, como el que utilizaban en las pastelerías comerciales. En su fuero interno se rebelaba contra este trabajo, era para gente de baja categoría, mercenaria. Pero tenía que hacerlo porque no había nadie que lo ayudara.

–¿Qué ha dicho? – preguntó Henry con voz cansada.

–Olvídelo -repuso Piaggi, concentrado en su labor. ¿Dónde demonios se habían metido Albert y Frank? Debían de haberse reunido con ellos hacía dos horas.

–Hola, teniente. – El sargento encargado del depósito central de pruebas era un antiguo oficial de tráfico cuyo vehículo de tres ruedas había colisionado con un conductor imprudente. Aquello le había costado una pierna y lo había relegado a un trabajo administrativo, el cual le iba muy bien al sargento, que tenía su escritorio, sus dónuts y su periódico, además de unas tareas de oficina para tres horas de trabajo real de las ocho reglamentarias.

–¿Qué tal la familia, Harry?

–Bien, gracias. ¿Qué puedo hacer por usted?

–Necesito comprobar la cantidad de droga que traje la semana pasada -le dijo Charon-. Creo que debe haber una confusión en las etiquetas. De todas formas… -se encogió de hombros-, tenía que hacerlo.

–Muy bien, déme un minuto e iré…

–Lea su periódico, Harry. Conozco el camino -le dijo Charon, dándole una palmadita en el hombro. Nadie podía entrar en aquella habitación sin escolta, pero Charon era teniente y Harry sólo tenía una pierna y la prótesis le molestaba, como siempre.

–Fue un tiro estupendo, Mark -le dijo el sargento a sus espaldas.

–¡Qué demonios, pensó, Mark se cargó al tipo que había estado llevando la droga!

Charon miró primero y aguzó el oído por si había alguien en la habitación, pero no había nadie. Henry le había pagado mucho por hacer aquello. Hablar de trasladar la operación, ¿eh? Dejarle en la estacada, volver a cazar traficantes… bien, no era malo del todo. Ya tenía un montón de dinero en el banco, suficiente para mantener a su antigua esposa feliz y educar a los tres hijos que ella le había dado, más un poco para él. Probablemente lo promocionarían por el trabajo que había hecho, apresando a varios distribuidores de droga…

Los diez kilos que había cogido del coche de Eddie Morello estaban en una caja de cartón etiquetada, en la tercera estantería, justo donde habían supuesto que estarían. Cogió la caja y comprobó el interior para asegurarse. Las diez bolsas de kilo habían sido abiertas, comprobadas y vueltas a colocar. Los técnicos del laboratorio encargados de hacerlo, habían firmado con iniciales en las etiquetas, y sus iniciales eran fáciles de falsificar. Charon buscó en su camisa y en sus pantalones y sacó unas bolsas de plástico llenas de azúcar del mismo color y consistencia que la heroína. Solamente su oficial podría tocar esta prueba y él podía controlarlo. Ese mes había enviado un memorando aconsejando que se destruyera la prueba, en cuanto el caso se hubo cerrado. Su capitán lo aprobaría. La echaría por el desagüe ante varios testigos y las bolsas de plástico serían quemadas y nadie lo sabría nunca. Parecía muy sencillo. Tres minutos después se alejaba de allí llevándose las pruebas.

–¿Comprobado?

–Sí, Harry, gracias -dijo Charon haciendo un gesto de despedida mientras salía.

–Que alguien coja el jodido teléfono -gruñó Piaggi. ¿Quien demonios llamaría allí? Fue uno de los tipos de Filadelfia quien contestó, después de haber encendido un cigarrillo.

–¿Sí? – El hombre se volvió-. Harry, es para usted.

–¿Quién demonios? – preguntó Tucker acercándose.

–Hola, Henry -dijo Kelly. Había conectado otra línea telefónica a la del edificio, aislándola del mundo exterior. Estaba allí sentado, junto a la herramienta cubierta con una lona y tenía controlado el otro extremo con sólo hacer girar la manivela. Parecía muy primitivo, pero le era familiar y cómodo, y le servía.

–¿Quién es?

–Mi nombre es Kelly, John Kelly -le dijo.

–¿Y quién es John Kelly?

–Cuatro de vosotros matasteis a Pam. Tú eres el que queda, Henrv -dijo la voz-. He cogido a los otros. Ahora te ha llegado el turno.

–Tucker se volvió y miró alrededor, como si esperase encontrar allí aquella voz. ¿Se trataba de una broma estúpida?

–¿Cómo… cómo ha conseguido este número? ¿Dónde está?

–Bastante cerca, Henry -le dijo Kelly-. ¿Estás cómodo ahí, con tus amigos?

–Mire, no sé quién es usted…

–Ya te lo he dicho. Estás ahí con Tony Piaggi. Te vi en el restaurante la otra noche. ¿Te gustó la cena? A mí mucho -se burló la voz.

Tucker se quedó envarado, con la mano sujetando el teléfono.

–¿Y qué demonios va a hacer, tío?

–No voy a besarte en ambas mejillas, muchacho. Cacé a Rickie, a Bill.y y a Burt, y ahora voy a cazarte a ti. Hazme un favor, dile a Piaggi que se ponga al aparato.

–Tony, es mejor que vengas -dijo Tucker.

–¿Qué pasa, Henry? – Piaggi dio un brinco y saltó de la silla. Estaba demasiado cansado. Esos bastardos de Filadelfia, mejor que tuvieran listo el dinero. Henry le pasó el auricular.

–¿Quién es?

–Esos dos tipos del barco, esos que usted le proporcionó a Henry. Los cacé. Y esta mañana he cazado a otros dos.

–¿Qué demonios…?

–Imagíneselo. – La línea se cortó.

Piaggi miró a su compañero.

–Henry, ¿qué demonios es esto?

«Muy bien, veamos qué ha provocado la llamada.» Kelly bebió un poco de agua y comió una Snikers. Estaba en el tercer piso del edificio. Una especie de almacén, pensó, de sólida construcción, un buen lugar para esconderse cuando cayera la bomba rusa. El problema táctico era interesante. No podría irrumpir en el interior. Aunque hubiera tenido una ametralladora, y no la tenía, cuatro contra uno eran demasiados, especialmente cuando no sabes lo que hay al otro lado de la puerta, y cuando no podía contar con el factor sorpresa, por lo que intentaría otra vía de aproximación. Nunca había hecho nada parecido, pero desde su lugar podía cubrir todas las puertas del edificio. Las ventanas de la parte trasera estaban cubiertas de ladrillo. Las únicas vías de salida estaban bajo su control, a un centenar de metros, y esperaba que lo intentaran por allí. Kelly apoyó el rifle en el hombro pero siguió con la cabeza levantada, escudriñando a derecha e izquierda pacientemente.

–Es él -dijo Henry en voz baja para que los demás no pudieran oírle.

–¿Quién?

–El tipo que se cargó a los camellos, el tipo que se cargó a Billy y a los demás, el tipo del barco. Es él.

–Bueno, ¿y quién demonios es él, Henry?

–¡No lo sé, maldita sea! – Había alzado la voz y los otros lo miraron. Tucker logró contenerse-. Dice que salgamos.

–Oh, ésta sí que es buena… ¿Qué tiene contra nosotros? Espera un momento. – Piaggi levantó el auricular, pero no dio señal de línea-. ¿Qué demonios pasa?

Kelly oyó el zumbido y levantó su auricular.

–¿Sí, quién es?

–¿Quién demonios es usted?

–Es Tony, ¿verdad? ¿Por qué mató a Doris, Tony? No era ningún peligro para usted. Ahora le tengo yo a usted.

–Yo no…

–Ya sabe lo que significa, pero gracias por traer a esos dos también. Deseaba atar este cabo suelto y acabar, pero no esperaba tener la oportunidad de hacerlo. Ahora están en el depósito, supongo.

–¿Intenta intimidarme? – preguntó Piaggi al otro lado de la chirriante línea.

–No, lo que intento es matarle -le replicó Kelly.

–¡Joder! – Piaggi colgó el auricular.

–Dice que nos vio en el restaurante, que él también estaba allí.

Los otros dos tenían claro que algo iba mal. Ahora levantaron la vista, curiosos, pero cambiaron cuando vieron a sus superiores en ese estado de nerviosismo. ¿Qué demonios significaba todo aquello?

–¿Cómo puede saber…? – dijo Piaggi-. Sí, ellos me conocían, ¿no es cierto que ellos…? Maldita sea.

Sólo había una ventana con los cristales enteros. Las otras los tenían rotos, las aberturas favorecían la entrada de la luz al interior tras haber sido rotas por los vándalos. Además, protegían de las miradas del exterior. La única ventana con los cristales enteros tenía una manivela que hacía que los entrepaños se abrieran hacia arriba formando un ángulo. Esa oficina probablemente había albergado a algún directivo cabrón que no quería que sus secretarias mirasen por la ventana. Bien, el cabrón había tenido lo que quería. Piaggi dio vueltas a la manivela para abrir la ventana… Lo intentó, los tres entrepaños móviles sólo se desplazaron cuarenta grados hasta que el mecanismo se encalló.

Kelly vio el movimiento y se preguntó si debería anunciar su presencia de un modo más directo. «Mejor no -pensó-, mejor ser paciente.» La espera es muy dura para quienes no saben lo que está sucediendo.

Eran las diez en punto de la mañana de un día claro y soleado de finales de verano. En la O'Donnell Street había tráfico de camiones, sólo medio bloque más abajo, así como de algunos automóviles que pasaban de largo dirigiéndose a sus casas. Posiblemente sus conductores verían el alto edificio abandonado en el que Kelly se encontraba y se preguntarían, igual que él, para qué había sido construido; al ver los cuatro automóviles aparcados junto al antiguo edificio comercial, quizá se preguntarían si volvía a ser utiliza-do otra vez; pero aunque así lo hicieran, tan sólo sería una idea pasajera de unas personas que se dirigían a su trabajo. El drama que se estaba desarrollando allí dentro sólo lo conocían los actores.

–No se ve una mierda -dijo Piaggi, agachándose para mirar a través de las ventanas-. No hay nadie por los alrededores.

Es el tipo que se cargó a los traficantes, se decía Tucker, mientras se apartaba de la ventana. A cinco o seis.

Tony había escogido el edificio. Era la parte visible de un pequeño negocio interestatal de camionaje cuyos propietarios eran unos jugadores cautelosos y relacionados con ellos. Es perfecto, pensó, tan cerca de las principales autovías, en la parte tranquila de la ciudad, con poca actividad policial, un edificio anónimo en el que se hace un trabajo anónimo. Perfecto, había pensado Henry cuando lo vio.

Oh, sí, perfecto…

–Déjeme echar un vistazo. – Ya no había tiempo para volverse atrás. Henry Tucker no se consideraba un cobarde. Había peleado y matado, y no sólo a mujeres. Se había esforzado durante años hasta lograr establecerse y la primera parte de todo este proceso no había estado exenta de derramamiento de sangre. Además, no podía parecer débil ahora, no ante Tony y dos soldados.

–Nada -asintió.

–Hay que intentar algo. – Piaggi se dirigió al teléfono y levantó el auricular. No escuchó la señal de línea, sino un zumbido…

Kelly miró el teléfono de campaña, escuchando el ruido que hacía. Lo dejó sonar durante unos instantes, para que los otros esperaran. Aunque la situación táctica se debía a su propia iniciativa, sus opciones todavía estaban limitadas. Hablar o no hablar. Disparar o no disparar. Moverse o no moverse. Kelly tenía que seleccionar sus acciones cautelosamente, con sólo estas tres opciones básicas, para obtener el resultado deseado. Esta batalla no era una batalla física, sino psicológica.

Hacía calor. Los últimos días de calor antes de que las hojas comenzaran a caer. Casi 27 grados, quizá subieran a 33. Se enjugó el sudor de la cara mientras seguía vigilando el edificio, oyendo el zumbido y dejándolos que sudaran por algo más que el calor de ese día.

–Mierda -refunfuñó Piaggi, volviendo a colgar el auricular-. ¡Vosotros dos!

–¿Sí? – contestó Bobby, el más alto.

–Idos a dar una vuelta por el edificio…

–¡No! – exclamó Henry-. Puede estar ahí fuera. Podría estar al otro lado de la puerta. ¿Es que quiere arriesgarse?

–¿Qué quiere decir? – preguntó Piaggi.

Tucker se paseaba ahora con pasos regulares, respirando un poco más rápido de lo habitual y dominándose para poder pensar. «¿Cómo lo haría yo?»

–Quiero decir que ese bastardo corta la línea telefónica, hace su llamada, habla con nosotros y espera a que salgamos al exterior.

–¿Qué sabe de ese tipo?

–Sé que mató a cinco traficantes y a cuatro de mis hombres…

–Y a cuatro de los míos, si no ha mentido…

–Por eso debemos adelantarnos a él, ¿de acuerdo? ¿Qué haría usted?

Piaggi pensó en ello. Nunca había matado a nadie. Jamás había trabajado de ese modo. Él era más bien el cerebro del negocio. En su época había dado algunas palizas; sin embargo Kelly había asestado unas palizas terribles no hacía tanto tiempo.

¿Qué haría yo en su lugar?» La idea de Henry tenía sentido. Te quedas fuera de la vista, oculto en una esquina, en una avenida, en las sombras, y luego les dejas que miren hacia el otro lado. La puerta más próxima, la que habían utilizado, podías quedarte al otro lado; además, estaría más cerca de los coches y, como era la única vía de escape, era por donde él esperaba que escaparan.

Sí.

Piaggi contempló a su compañero. Henry estaba mirando hacia arriba. Los paneles acústicos habían sido retirados del cielo raso. Allí arriba, en la azotea, había una puerta de acceso cerrado con un simple cerrojo manual. Se abriría con facilidad, quizá sin hacer ruido. Alguien podría subir ahí, caminar hacia la cornisa y ver si abajo estaba ese bastardo de Kelly.

Sí.

–Bobby, Fred, venid aquí -ordenó Piaggi, y les puso al corriente de la situación.

Entonces ellos se enteraron de la gravedad del asunto, pero no se trataba de la policía -lo peor que podía pasar, a su entender- y la seguridad de que no era así les hizo respirar aliviados. Los dos hombres eran pistoleros inteligentes y Fred ya había matado durante una pequeña guerra entre familias en Filadelfia. Arrastraron una mesa y la colocaron debajo de la trampilla. Fred estaba ansioso de demostrar que era un tipo serio para ganar así el favor de Tony, quien también parecía un tipo serio. Se subió encima de la mesa. Pero no era suficiente. Entonces colocaron una silla encima que le permitió abrir la trampilla y asomarse al tejado.

¡Ajá!, Kelly vio aparecer al hombre, aunque sólo eran visibles la cabeza y el pecho. Buscó la cara con la mira telescópica. Iba a disparar, pero le detuvo la manera en que el hombre miraba alrededor, escudriñando el tejado antes de hacer el próximo movimiento. Bueno, esperaré a que lo haga, pensó Kelly, mientras un camión con trailer pasaba retumbando a cincuenta metros de distancia. El hombre se dio impulso y subió al tejado. A través de la mira telescópica, Kelly pudo ver el revólver en su mano. El hombre se quedó allí de pie, mirando alrededor, y luego se dirigió lentamente hacia la fachada del edificio. En realidad la táctica no era mala. Lo primero que tienes que hacer es un buen reconocimiento… era lo que ellos están pensando, pensó Kelly. Una lástima.

Fred se había quitado los zapatos. La gravilla del tamaño de un guisante le hizo daño en los pies, así como el calor procedente del pegajoso asfalto negro bajo las piedras, pero no debía hacer ruido… y además, él era un tipo duro, como ya había comprobado alguien en el banco de Delaware River. Su mano se flexionó con familiaridad sobre la empuñadura de su Smith de cañón corto. Si ese bastardo estaba allí, dispararía. Tony y Henry se ocuparían del cuerpo, y volverían al negocio, porque era una entrega importante. Fred estaba a medio camino, muy concentrado. Se aproximó a la cornisa, el cuerpo inclinado hasta que sus pies desnudos hicieron todo el recorrido hasta la pared baja de ladrillos que se extendía a lo largo de la línea del tejado. Entonces se inclinó hacia delante, apuntó con el arma hacia abajo y… nada. Fred miró en una y otra dirección de la fachada del edificio.

–¡Mierda! – gritó-. ¡Aquí no hay nadie!

–¿Qué? – La cabeza de Bobby apareció en la abertura. Fred estaba verificando los coches por si alguien estaba allí agazapado.

Kelly se dijo que la paciencia casi siempre tenía un premio. Este pensamiento le había permitido dominar el nerviosismo del cazador ante la vista de su presa. En cuanto captó un movimiento en la abertura, levantó el arma. Un rostro, blanco, veinteañero, ojos oscuros, mirando al otro, una pistola en la mano derecha. Una diana. «Dispárale.» Kelly apuntó con la mira telescópica en el puente de la nariz y apretó el gatillo suavemente.

Un chasquido. Fred volvió la cabeza cuando oyó un sonido sordo y duro a la vez, pero allí no había nada. Pero como también se oía una conmoción, pensó que Bobby había caído al suelo. Sin embargo, por alguna razón que no alcanzó a comprender, se le heló la piel de la nuca. Volvió al borde del tejado, observan-do el horizonte llano y regular hasta donde pudo. Nada.

El arma era nueva y el pestillo todavía estaba un poco duro cuando introdujo la segunda bala. Dos por el precio de uno. Ahora la cabeza dio un rápido giro. Pudo ver su miedo. Sabía que existía peligro pero no sabía dónde ni de qué clase. Entonces el hombre empezó a caminar hacia la abertura. Kelly no podía permitírselo. Apuntó y disparó de nuevo. Pinggggg.

Chasquido. El sonido del impacto fue bastante más ruidoso que el silencioso pop del disparo. Kelly quitó el cartucho e introdujo otro mientras un vehículo se aproximaba por O'Donnell Street.

Tucker todavía estaba contemplando el rostro de Bobby cuando levantó la cabeza al oír el ruido sordo de lo que tenía que ser otro cuerpo, haciendo resonar las barras de acero de las junturas del tejado.

–Oh, Dios mío…

XXXVII. EL JUICIO DE DIOS

–Tiene mejor aspecto que la última vez que le vi, coronel -dijo Ritter en ruso con expresión afable. El oficial de seguridad se levantó y salió del cuarto de estar dejando solos a los dos hombres. Ritter llevaba una caja que puso sobre la mesa del café-. ¿Ha comido bien?

–No tengo ninguna queja -repuso Grishanov cautelosamente-. ¿Cuándo puedo volver a casa?

–Esta tarde, probablemente. Estamos esperando algo. – Ritter abrió la caja, cosa que inquietó a Kolya, aunque no lo demostró. Por lo que sabía, debía de haber una pistola en eI interior. Su prisión había sido cómoda, sus conversaciones con los otros residentes habían sido amistosas, no era un prisionero cualquiera. Aquello le hacía acordarse de otro hombre en un lugar lejano en circunstancias muy diferentes. Estas diferencias alimentaban su conciencia y le avergonzaban.

–¿Qué es eso?

–La confirmación de que nuestra gente está en Hoa Lo.

El ruso inclinó la cabeza y murmuró algo que Ritter no logró comprender. Grishanov levantó la cabeza.

–Me satisface oírlo.

–Sabe que confío en usted. Sus comunicaciones por carta a Rokossovski han surtido efecto. – Ritter vertió en su taza un poco de té de la tetera que había encima de la mesa y llenó también la de Kolya.

–Me han tratado correctamente. – Grishanov no supo seguir y se hizo un pesado silencio.

–Tenemos experiencia en tratar amistosamente a nuestros invitados soviéticos -le aseguró Ritter-. No es usted el primero que ha estado aquí. ¿Monta usted a caballo?

–No, jamás he montado un caballo.

–Hummmm. – La caja estaba llena de papeles, según pudo ver Kolya, mientras se preguntaba qué eran. Ritter sacó dos tarjetas grandes y una almohadilla de tinta-. Por favor, sus manos.

–No lo comprendo.

–No se preocupe. – Ritter le cogió la mano izquierda y pasó por la tinta la punta de los dedos, haciéndolos luego rodar de uno en uno en las casillas de una de las tarjetas y luego en la otra. El procedimiento se repitió con la mano derecha-. Ya está, no le ha dolido, ¿verdad? Ahora ya puede lavarse las manos, es mejor hacerlo antes de que la tinta se seque. – Ritter deslizó una de las tarjetas en la carpeta, sustituyéndola por otra. Cerró la caja y luego llevó la tarjeta vieja a la chimenea donde la quemó. Ardió rápidamente uniéndose al montón de cenizas del fuego que los guardianes encendían todas las noches. Grishanov volvió a continuación con las manos limpias.

–Sigo sin comprenderlo.

–En realidad no hay nada que pueda preocuparle. Acaba usted de ayudarme en algo, eso es todo. ¿Qué le parece si almorzarnos? Luego nos reuniremos con uno de sus compatriotas. Por favor, no se preocupe, camarada coronel -dijo Ritter, tranquilizándolo como pudo-. Si los de su lado cierran el trato, estará usted de regreso a su casa dentro de ocho horas. ¿No es magnífico?

Mark Charon se sentía incómodo al volver a aquel lugar, a salvo porque aquello debía de hacer bastante tiempo que estaba fuera de uso. Bueno, no tardaría demasiado. Llevó el Ford hasta la fachada del edificio, bajó y se dirigió a la puerta principal. Estaba cerrada y tuvo que llamar. Tony Piaggi la abrió violentamente con un arma en la mano.

–¿Qué pasa? – preguntó Charon, alarmado.

–¿Qué pasa? – se preguntó Kelly en voz baja.

Le sorprendió que un coche llegara hasta el edificio. Estaba introduciendo dos balas más en el cargador cuando el hombre bajó del coche. Todavía tenía problemas a la hora de introducir el cargador. Cuando lo consiguió, la figura se movía con demasiada rapidez para poder disparar. Demonios. Desde luego no sabía quién era. Enfocó la mira telescópica y examinó el coche. Estructura corriente… una antena de radio extra… ¿Un coche de policía? El reflejo de la luz le impidió ver el interior. Demonios. Se había equivocado. Había esperado un poco después de disparar contra esos dos del tejado. ¡Nunca hay que dar nada por seguro, demonios! Esbozó una mueca.

–;Qué demonios está pasando? – preguntó Charon. Entonces vio el cuerpo en el suelo con un pequeño agujero a la izquierda del ojo derecho.

–¡Es él! ¡Está ahí fuera! – exclamó Tucker.

–¿Quién?

–El que se cargó a Billy y a Rick y a Burt…

–¡Kelly! – exclamó Charon, dándose la vuelta para mirar la puerta.

–;Sabe su nombre?

–Ryan y Douglas van tras él, lo buscan por una serie de asesinatos.

Piaggi lanzó un gruñido.

–La serie se ha ampliado en dos más: Bobby ahí y Fred en el tejado. – Se acercó de nuevo junto a la ventana. Kelly debía de estar al otro lado de la calle…

Charon había sacado su arma. Había algo en las bolsas de heroína que le parecía sospechoso. Volvió a enfundar el revólver de reglamento, sacó la droga y la dejó encima de la mesa, junto al cuenco de la mezcla y los paquetitos y el clasificador. Entonces sonó el teléfono. Tucker lo cogió.

–¿Se está divirtiendo, gilipollas?

–¿Y tú te divertiste con Pam? – preguntó Kelly con frialdad-. Bueno -preguntó con tono más amable-, ¿quién es vuestro amigo? ¿Es el poli que tenéis en nómina?

–Usted cree que lo sabe todo, ¿verdad?

–No, todo no. No sé por qué un hombre va por ahí matando chicas, Henry. ¿Quieres explicármelo?

–¡Jódete, tío!

–¿Quieres salir a intentarlo? ¿Es que también eres marica, amor?

Kelly esperaba que Tucker no hubiese roto el teléfono tras el golpe que dio al colgar. No comprendía el juego, cosa que a Kelly le iba muy bien. Si no conoces las reglas, no puedes devolver el golpe con efectividad. En su voz había cierto matiz de cansancio, y también en la de Tony. El individuo del tejado no llevaba abrochada la camisa; estaba arrugada, según pudo observar Kelly al examinar el cuerpo a través de la mira telescópica. Los pantalones tenían arrugas a la altura de las rodillas, como si el hombre hubiera estado sentado durante toda la noche. ¿Se trataba de un simple patán? No lo parecía. Los zapatos que había pasado por la abertura estaban muy brillantes. Probablemente había estado levantado toda la noche, pensó Kelly tras unos segundos de reflexión. Estaban cansados, asustados y no conocían el juego. Magnífico. Tenía agua, galletas y todo el día.

–Usted conocía el nombre de ese bastardo, ¿cómo demonios es posible? – exclamó Tucker-. ¡Me dijo que sólo era un holgazán de playa! Yo le dije que podía sacarlo del hospital, recuerde, pero no… ¡usted se negó a ello!

–Siéntese, Henry -dijo Tony con toda la calma que pudo-. Nos enfrentamos a un chico muy peligroso. Se ha cargado a seis de mis hombres. ¡Seis! No es momento de tener pánico. Ahora tenemos que pensar, ¿de acuerdo?

–Tony se tocó la barba y permaneció unos instantes meditando, abstraído-. Tiene un rifle y está en ese edificio del otro lado de la calle.

–¿Es que quiere ir allí y cogerlo, Tony? – Tucker señaló la cabeza de Bobby-. ¡Mire cómo trabaja!

–Después del día viene la noche, Henry. Ahí fuera hay una luz, justo encima de la puerta. – Piaggi se acercó a la caja de los fusibles, comprobó la etiqueta del interior y desenroscó el fusible apropiado-. Esta luz no se encenderá. Podemos esperar hasta la noche y entonces hacer nuestro movimiento. No puede cazarnos a todos. Si nos movemos con rapidez suficiente, no cazará a ninguno.

–¿Y qué pasa con la mierda?

–Uno se queda vigilándola. Vamos a buscar a ese bastardo y luego acabamos el negocio, ¿de acuerdo?

El plan era viable, pensó Piaggi. Ese Kelly no tenía todas las cartas. No podía disparar a través de las paredes. Ellos tenían agua, café y el tiempo de su parte.

Las tres historias eran tan parecidas como nunca hubiera esperado en tales circunstancias. Las interrogaron por separado, tan pronto estuvieron lo suficientemente recuperadas para hablar. Los nombres, el lugar, cómo ese bastardo de Tucker distribuía la heroína fuera de la ciudad, algo que Billy había dicho acerca del olor de las bolsas… Ahora tenían el número de una licencia de conducir y la posible dirección de Tucker. La dirección podía ser falsa, pero además tenían un coche y el número de una multa. Ryan lo tenía todo, o al menos estaba lo bastante cerca para considerar que la investigación tocaba a su fin. Había llegado el momento de volver y esperar los acontecimientos. Los cabos estaban en el aire. En las próximas sesiones de información en la comisaría, el nombre de Henry Tucker, su coche y su número de matrícula serían dados a conocer a los patrulleros, que eran los ojos de la policía. Podían tener suerte: cogerlo, acusarlo, procesarlo, enjuiciarlo y hacer que su culo desapareciera para siempre, aunque el Tribunal Supremo le denegara el final que merecía. Ryan iba a la caza de ese bastardo inhumano.

Y sin embargo…

Y sin embargo Ryan sabía que estaba a un paso de otro individuo. Ahora el hombre invisible utilizaba una 45 sin silenciador; había cambiado de táctica, iba tras muertes rápidas y seguras, ya no le importaba hacer ruido, hablaba con sus víctimas antes de matarlas y probablemente sabía más de lo que sabía Ryan. Ese peligroso gato que Farber le había descrito estaba en las calles, probablemente cazando a plena luz del día, y Ryan ignoraba dónde.

«John T. Kelly, oficial de la Armada, comando SEAL. ¿Dónde demonios estás? Yo de ti…, ¿dónde estaría? ¿Adónde iría?»

–¿Todavía estáis aquí? – preguntó Kelly cuando Piaggi cogió el auricular.

–Sí, hemos almorzado tarde. ¿Quiere acompañarnos?

–La otra noche comí calamares en tu restaurante. No estuvo mal. ¿Es tu madre la cocinera? – preguntó Kelly con sorna.

–Sí, es cierto -replicó Tony amablemente-. Una vieja receta de familia, mi bisabuela la trajo de Europa, ¿lo sabía?

–Me sorprendes.

–¿Cómo es eso, señor Kelly? – preguntó Tony educadamente, con voz más relajada. Se estaba preguntando qué efecto tendría en el otro extremo de la línea telefónica.

–Esperaba que probaras y repartieras las cartas. Tus hombres lo hicieron, pero yo no estaba rescatando -dijo Tony, dejando que su voz revelara su irritación.

–Como dije, venga aquí y charlaremos mientras almorzamos -colgó.

Excelente.

–Bien, ahora ese jodido ya tiene algo en qué pensar.

–Piaggi se sirvió otra taza de café. La infusión estaba pasada, espesa y rancia, pero tan cargada de cafeína que las manos le temblaban. «Estoy completamente despierto y alerta», se dijo Piaggi. Miró a los otros dos y sonrió confiadamente.

–Lástima lo de Cas -observó el superintendente a su amigo. Maxwell asintió.

–¿Qué puedo decirle, Will? No era exactamente un buen candidato para el retiro, ¿verdad? Los dos sin familia, aquí. Esta era su vida, y había empezado a declinar. – Ninguno de los dos comentó lo que había hecho la mujer de Cas. Quizá dentro de un año pudieran ver la poética simetría en la pérdida de dos amigos, pero ahora no.

–He oído decir que usted también se retira, Dutch.

El superintendente de la Academia Naval no contestó enseguida. Habían corrido rumores de que Dutch iba a ser nombrado comandante de flota en primavera. Estos rumores se habían desvanecido hacía unos días y no sabía la razón.

–Es cierto. – Maxwell no sabía el porqué. Las órdenes, tildadas de «sugerencia», procedían de la Casa Blanca-. Mucho tiempo, Will. Ha llegado el momento de la renovación. Somos hombres de la Segunda Guerra Mundial… bueno, es el momento de apartarse, supongo.

–¿Sonny está bien?

–Ya soy abuelo.

–¡Felicidades! – Al menos había una buena noticia, pensó. El contraalmirante Greer entró vistiendo uniforme.

–James!

–Bonito despacho de jefe -observó Greer-. Hola, Dutch. – Bueno, ¿a qué se debe esta atención de los altos mandos?

–Will, vamos a robar uno de sus veleros. ¿Tiene algo bonito y cómodo que puedan manejar dos almirantes?

–Una amplia selección.

–Muy bien.

–De acuerdo, avisaré para que le preparen uno.

Esto tenía sentido, pensó el almirante. Eran íntimos de Cas y cuando le dices adiós a un marino, lo haces en el mar. Hizo la llamada y ellos se despidieron.

–¿Alguna idea? – preguntó Piaggi. Su voz ahora traslucía una confianza desafiante. El impulso había atravesado la calle, pensó el hombre. ¿Por qué no fortalecerlo?

–No veo que tengas nada que decir. A tus bastardos les da miedo la luz del sol. ¡Os voy a dar una cosa! – dijo Kelly con un gruñido-. Espera.

Colgó el teléfono, levantó el rifle y apuntó a la ventana. Pop.

Crash.

–Jodido idiota! – gritó Tony al teléfono, aun sabiendo que Kelly había colgado-. ¿Os dais cuenta? Sabe que no puede cogernos. Sabe que el tiempo está de nuestra parte.

Se oyeron dos disparos, y dos cristales se hicieron añicos. Sonó el teléfono. Tony lo dejó sonar un rato antes de contestar.

–¡Ha fallado, pelmazo!

–¡No veo que hayáis ido a ninguna parte, tío mierda! – Tucker y Charon oyeron el zumbido de la voz de Kelly.

–Creo que ha llegado el momento de que empiece a correr, señor Kelly. Quién sabe, quizá consiga escapar. Quizá lo cojan los polis. Según he oído, también van detrás de usted.

–Ustedes son los que están atrapados, capullo.

–Si usted lo dice. – Piaggi colgó para demostrar quién tenía la mejor carta.

–¿Cómo está, coronel? – preguntó Voloshin.

–Ha sido un viaje interesante.

Ritter y Grishanov estaban sentados en los escalones del Lincoln Memorial, como dos turistas agotados tras un día caluroso, a los que se unió un tercer amigo, bajo los ojos vigilantes de un guardia de seguridad a unos metros de distancia.

–¿Y su amigo vietnamita?

–¿Qué? – preguntó Kolya, sorprendido-. ¿Qué amigo? Ritter lanzó una risita.

–Ha sido un pequeño truco por mi parte. Teníamos que identificar la filtración, ya sabe.

–Creía que ésta era su ocupación -observó el coronel con acritud. La trampa era obvia, y él casi había caído en ella. La suerte le había sonreído y Ritter probablemente no lo sabía.

–El juego sigue, Sergei. ¿Va a llorar por un traidor?

–Por un traidor no. Por un creyente en la causa de la paz del mundo, sí. Es usted muy listo, Bob. «O quizá no -pensó Voloshin-, quizá no he caído en la trampa como tú crees, mi joven amigo americano. Vas demasiado deprisa. Has conseguido matar a ese chico Hicks, pero no a CASS1US. Eres impetuoso, joven amigo. Has errado el cálculo y en realidad lo ignoras, ¿verdad?»

–¿Y nuestra gente?

–Como dije, están con los demás -confirmó Rokossovski-. ¿Acepta mi palabra, Ritter?

–Sí, la creeré. Muy bien, hay un vuelo de la PanAm a París, esta noche a las ocho y quince. Lo entregaré allí. Si quiere comprobarlo, puede reunirse con él en Orly.

–De acuerdo. – Voloshin se dispuso a marcharse.

–¿Por qué se va? – preguntó Grishanov con sorpresa.

–Coronel, porque cree en mi palabra, como yo creo en la suya.

–Ritter se levantó-. Tenemos unas cuantas horas para matar…

–¿Matar?

–Perdone, es un giro idiomático. Nos quedan unas cuantas horas. ¿Le gustaría dar una vuelta por Washington? Hay una piedra lunar en el Museo Smithsoniano. Por alguna razón a la gente le gusta tocarla.

Las cinco y media. El sol le daba en los ojos y Kelly tenía que enjugarse la cara con frecuencia. Cuando miraba la ventana parcialmente rota, no veía nada, excepto una sombra de vez en cuando. Se preguntó si estaban descansando. No lo permitiría. Levantó el teléfono de campaña y giró la manivela. Otra vez le hicieron esperar.

–¿Quién llama? – preguntó Tony. Era formidable, pensó Kelly, más formidable de lo que imaginaba. Pero era una farsa.

–¿Puede encargarse comida en tu restaurante?

–¿Tiene hambre? – Una pausa-. A lo mejor quiere hacer un trato con nosotros.

–Salid y hablaremos de ello -replicó Kelly

Piaggi colgó.

Vuelta a empezar, pensó Kelly, contemplando el movimiento de las sombras por el suelo. Bebió el último sorbo de agua y comió la última galleta mientras contemplaba la zona por si algo había cambiado. Había pasado mucho desde que decidió su operación. En cierto modo, ellos lo decidieron por él. De nuevo actuaba hasta el límite de sus posibilidades. Habría podido apartarse de haberlo querido, pero… no, no, no podía hacerlo. Consultó el reloj. Iba a ser peligroso y el paso del tiempo no cambiaría las cosas. Ellos habían estado despiertos durante veinticuatro horas, probablemente más. El les atemorizaba, y dejaba que se acostumbraran a temerle. Creían que ahora tenían un buen juego en la mano, precisamente como Kelly había intentado hacerles creer.

Kelly se deslizó por el suelo de cemento hacia atrás y allí dejó sus pertrechos. No los iba a necesitar más, no importaba el giro que tomaran las cosas. Se puso de pie, se sacudió la ropa y comprobó la Colt automática. Una bala en la cámara y siete en la re-cámara. Se desperezó un poco, pero no podía entretenerse demasiado. Bajó, subió al Volkswagen y lo puso en marcha. Calentó el motor mientras contemplaba el tráfico en la calle que discurría ante él. Se lanzó hacia delante, con el estrépito de un conductor novato, y se incorporó limpiamente al tráfico de hora punta.

–¿Se ve algo?

Charon había sugerido los ángulos que impedían a Kelly la visión de todo el camino hasta el edificio en que se encontraban. Pensaban que él intentaría cruzarlo y dos de ellos podían cubrir los lados del edificio. Sabían que Kelly seguía allí. Iban a atraparlo. Kelly no había pensado en todo, aseguró Tony. Era muy inteligente, pero no tanto, y cuando cayera la noche ellos harían su movimiento. Y lo conseguirían. Un calibre 22 no perforaría la carcasa de un coche.

–El tráfico está en el otro lado.

–No se acerque tanto a la ventana.

–Joder -dijo Henry-. ¿Y qué hay de la entrega?

–Tenemos un refrán en la familia: más vale tarde que nunca, y es verdad.

Charon era el que se sentía más incómodo. Quizá debido a la proximidad de las drogas. Maldita mierda. Un poco tarde para pensar así. ¿Había algún modo de salir de allí?

El dinero de su entrega estaba allí, junto al escritorio. Y él tenia un arma.

¿Morir como un criminal? Miró a los otros, que estaban a ambos lados de la ventana. Ellos eran los criminales. El no había hecho nada para ofender a ese Kelly. Bueno, nada que él supiera. Era Henry quien había matado a la chica, y Tony quien se había llevado a la otra. Charon sólo era un policía corrupto. Aquél era un asunto personal de Kelly. No era difícil de entender. Matar a Pamela de ese modo había sido algo brutal, una locura. Se lo había dicho a Henry. Podía salir de esta situación como un héroe. Ponerle sobre aviso, intervenir de lleno y disparar alocadamente en favor de Kelly. Nunca más se mezclaría otra vez en algo así. El dinero en el banco, la promoción, y desbaratar la organización de Henry gracias a todo lo que él sabía. No le arrestarían después de eso, ¿o sí lo harían? Todo lo que tenía que hacer era coger el teléfono y hablar con ese hombre. Pero le faltaba un detalle.

Kelly giró hacia la izquierda, dejó atrás un edificio, luego giró de nuevo a la izquierda y se dirigió hacia O'Donnell Street. Tenía las manos sudorosas. Ellos eran tres y él tenía que ser bueno, muy bueno. Pero lo era, y tenía que acabar el trabajo, aunque el trabajo acabara con él. Detuvo el coche un poco más allá, y desanduvo a pie el camino hasta el edificio. Todas las tiendas estaban cerradas… había contado tres que abrían durante el día, ignorando lo que estaba sucediendo… al otro lado de la calle.

«Bueno, lo has planeado todo muy bien, ¿no es cierto?»

Sí, pero ésta era la parte más fácil.

Llegó a la esquina del edificio y miró en todas direcciones. Mejor desde el otro lado. Fue hasta la esquina y, utilizando el mismo antepecho de ventana que había utilizado antes, alcanzó el parapeto procurando evitar el tendido eléctrico.

«Muy bien, ahora tengo que caminar por el tejado sin hacer ruido.»

Kelly subió al estrecho parapeto. No hizo ruido mientras caminaba por la cuerda floja de ladrillo hacia la trampilla del tejado, preguntándose si estarían utilizando el teléfono.

Charon tenía que hacer algo. Se levantó, miró a los demás y se desperezó exageradamente antes de dirigirse hacia ellos. Se había quitado la chaqueta, tenía la corbata aflojada y el Smith de cinco disparos en la cadera derecha. Un tiro para cada uno de esos bastardos y luego telefonearía a ese Kelly. ¿Por qué no? Eran unos delincuentes, ¿no? ¿Por qué tenía que morir él por lo que ellos habían hecho?

–¿Qué está haciendo, Mark? – preguntó Henry, ignorando el peligro, demasiado centrado en la ventana.

–Estoy cansado de estar sentado. – Charon sacó su pañuelo y se enjugó la cara mientras medía los ángulos y la distancia; luego se dirigió al teléfono, su salvación. Estaba seguro de ello. Era su única oportunidad de salir de allí.

A Piaggi no le gustó la expresión de sus ojos.

–¿Por qué no se sienta otra vez y se relaja? Esto acabará pronto.

«¿Por qué mira el teléfono? ¿Por qué nos mira a nosotros?»

–No fastidie, Tony, ¿vale? – dijo Charon con tono desafiante. No sabía que sus ojos le habían traicionado. Apenas su mano había tocado el revólver, Tony le disparó al pecho.

–Te crees un tipo muy listo, ¿eh? – dijo Tony al moribundo. Entonces vio que en el rectángulo de luz procedente de la trampilla del tejado había una sombra. Enseguida desapareció y fue remplazada por una mancha borrosa que Tony apenas pudo captar por el rabillo del ojo. Henry estaba mirando el cuerpo de Charon.

El disparo le sorprendió… pensó que iba dirigido a él, como era obvio, pero Kelly estaba equivocado. Saltó al interior. Fue como un salto de paracaidista: pies juntos, rodillas flexionadas, espalda recta, rodar cuando tocas el suelo.

El golpe fue duro. El suelo era de azulejos y sus piernas se resintieron. Kelly cogió su arma mientras rodaba por el suelo. El que estaba más cerca era Piaggi. Kelly apuntó al pecho y disparó dos veces, cambió de dirección y apuntó debajo de la barbilla.

Blancos móviles.

Kelly rodó otra vez, dispuesto a hacer lo que había aprendido en la Armada. Allí estaba él. El tiempo se detuvo. Henry estaba apuntándole. Sus miradas se cruzaron durante lo que pareció una eternidad: cazador y cazador, cazador y cazado. Entonces Kelly comprendió que tenía el blanco ante él. Apretó el gatillo tras apuntar concienzudamente al pecho de Tucker. Su cerebro percibió el momento como proyectado en cámara lenta, incluso vio cómo entraba la bala en el pecho de Tucker. Tucker estaba perdiendo el equilibrio. O resbaló en el suelo o bien el impacto de los proyectiles le hizo perder el equilibrio y desplomarse.

Misión cumplida, se dijo Kelly. Al menos había acabado un trabajo después de los fracasos de aquel sombrío verano. Se puso de pie y se acercó a Henry Tucker, dando una patada al arma que aún tenía en la mano. Intentó decirle algo a ese rostro que todavía estaba vivo, pero no encontró las palabras. Quizá Pam descansaría ahora en paz, o probablemente no. No había acabado todavía, ¿verdad? El muerto se va y no sabe, o no le importa lo que deja atrás. Probablemente. Kelly se hacía esta pregunta con frecuencia. Si el muerto todavía seguía en la Tierra, era en el re-cuerdo de quienes lo recordaban, y por este recuerdo él había matado a Henry Tucker y a los demás. Quizá Pam nunca des-cansaría en paz. Pero él sí. Kelly comprobó que Tucker había muerto mientras él examinaba sus pensamientos y su conciencia. No, no sentía remordimientos por ese hombre ni por los demás. Kelly enfundó la pistola y contempló la habitación. Tres hombres muertos, y él no era ninguno de ellos. Salió de allí. El coche estaba a un bloque de distancia y le quedaba una cita, y una vida más a la que dar fin.

Misión cumplida.

El yate estaba donde lo había dejado. Kelly aparcó el coche una hora después y sacó la maleta. Dejó el coche cerrado con las llaves dentro, ya no lo volvería a necesitar. Mientras conducía por la ciudad y entraba en el embarcadero su mente había estado vacía, concentrada sólo en la acción mecánica de conducir el coche hacia la bahía, uno de los pocos sitios en que se sentía parte de algo.

Levantó la maleta, caminó por el embarcadero hasta el Springer y subió a bordo. Todo parecía estar bien y en diez minutos se alejaría de todo lo relacionado con la ciudad. Kelly abrió la puerta corredera del compartimiento principal y se detuvo en cuanto olió el humo de un cigarrillo, entonces oyó una voz.

–¿John Kelly?

–¿Quién es usted?

–Emmet Ryan. Conoce usted a mi compañero, Tom Douglas.

–¿Qué puedo hacer por usted? – Kelly dejó la mochila encima de una mesa, recordó la pistola que llevaba oculta en el forro de la chaqueta sin abrochar.

–¿Puede decirme por qué ha matado a tanta gente?

–Si sabe que yo lo he hecho, entonces también sabe la razón.

–Cierto. Estoy buscando a Henry Tucker.

–Aquí no lo encontrará.

–Entonces a lo mejor usted puede ayudarme.

–La esquina de O'Donnell y Mermen puede ser un buen sitio para buscar. No está en condiciones de ir a ningún sitio -dijo Kelly.

–¿Y qué supone que voy a hacer con usted?

–Las tres chicas de esta mañana, ¿están…?

–Están a salvo. Nos ocupamos de ellas. Usted y sus amigos se portaron muy bien con Pam Madden y Doris Brown. No fue por su culpa que las cosas no salieran bien. Bueno, quizá sólo un poco. – El policía hizo una pausa-. Tengo que detenerle, ya lo sabe.

–¿Por qué?

–Por asesinato, señor Kelly.

–No. – Kelly meneó la cabeza-. Sólo es asesinato cuando muere gente inocente.

Ryan entrecerró los ojos. Sólo veía la silueta del hombre recortada en el cielo amarillento. Pero había oído lo que había dicho y una parte de su conciencia estaba de acuerdo.

–La ley no lo dice.

–No le estoy pidiendo que me deje ir. No le voy a causar problemas, pero no voy a ir a ninguna cárcel.

–No puedo dejarle marchar. – Ryan no sacó el arma, como pudo observar Kelly. ¿Qué quería decir eso?

–Les devolví al oficial Monroe.

–Gracias por hacerlo -repuso Ryan.

–Yo no voy matando gente por ahí. Me he visto obligado a hacerlo, y con razones, buenas razones.

–Quizá. ¿Pero cree que se ha acabado? – preguntó Ryan-. El problema de la droga no ha desaparecido.

–Henry Tucker ya no matará más chicas. He acabado con eso. Jamás he esperado conseguir más, pero he desbaratado una operación de drogas. – Kelly hizo una pausa. Había algo más que ese hombre tenía que saber-. En el edificio había un policía. Creo que estaba pringado. Tucker y Piaggi le dispararon. Quizá ahora se convierta en un héroe. Allí hay un montón de mierda. Las cosas no han ido demasiado mal para su departamento (y, gracias a Dios, no he tenido que matar al poli, aunque fuera un mal policía). Y le diré algo más, sé cómo Tucker entraba la droga. – Kelly se lo explicó brevemente.

–No puedo dejarle marchar -repitió el detective, aunque una parte de él deseara hacerlo. No podía ser, no lo haría porque tenía sus reglas.

–¿Puede darme una hora? Una hora y todo irá mejor para todos.

La petición cogió a Ryan por sorpresa. Iba en contra de todo lo que él defendía… pero también los monstruos que ese hombre había matado. Le debían algo. ¿Se habrían aclarado aquellos casos sin él? Además, ¿qué podría hacer Kelly? ¿Adónde podría ir? «Ryan, ¿tienes cojones?» Sí, a lo mejor tenía…

–Tiene una hora. Después de todo, puedo recomendarle un buen abogado. Ya sabe, uno bueno de verdad.

Ryan se levantó y se dirigió a la puerta lateral sin volver la vista atrás. Se detuvo ante la puerta, sólo un segundo.

–Señor Kelly, su hora empieza en este momento.

Kelly no miró cómo se marchaba Ryan. Encendió los motores y esperó a que se calentaran. En una hora podía hacerlo. Gateó hasta el embarcadero, soltó las cuerdas, dejándolas sujetas a los pilones del embarcadero y cuando volvió al salón los motores va estaban listos. En cuanto se hubo alejado del embarcadero, aceleró los motores y llevó el Springer a la máxima velocidad de veintidós nudos. Como el canal estaba vacío, Kelly puso el piloto automático y se apresuró a hacer los preparativos necesarios. Viró en Bodkin Point. Ya sabía quién de ellos iba tras él.

–Estación de Thomas Point.

–Aquí la policía de Baltimore…

Cogió la llamada el alférez Tomlin, recién graduado de la Academia de Guardacostas de New London, que estaba allí haciendo prácticas. Sólo veintidós años, tan joven que sus galones dorados de oficial todavía tenían el brillo original. Ya era hora de que se le encargara una misión, pensó Paul English, aunque Oreza fuera quien realmente dirigiera el asunto. Pusieron a punto la patrullera de Oreza. El joven alférez corrió a bordo, como si ellos pudieran quitársela en el último momento, ante el regocijo del oficial English. Cinco segundos después de que el muchacho se pusiera el chaleco salvavidas, la patrullera se alejaba del embarcadero y viraba al norte del faro de Thomas Point.

Ese hombre no me ha dado ninguna tregua, pensó Kelly, al ver aproximarse la patrullera desde estribor. Bien, le había pedido una hora y una hora era lo que había recibido. Kelly iba a encender la radio para dirigirle un saludo de despedida, pero no hubiera estado bien. Uno de sus motores diesel se había recalentado y funcionaría durante mucho más.

Aquello iba a ser una especie de competición; las cosas se complicaron cuando apareció un gran carguero francés. Kelly pronto se encontraría entre ese carguero y la patrullera.

–Bien, aquí estamos -dijo Ritter, despidiendo al guardia de seguridad que toda la tarde los había seguido como una sombra. Sacó el billete del bolsillo-. Primera clase. El camino está libre, coronel. – Evitaron el control de pasaportes gracias a una llamada telefónica previa.

–Gracias por su hospitalidad.

–Sí, el gobierno le regala las tres cuartas partes del viaje. Espero que Aeroflot se encargue del resto. – Ritter hizo una pausa-. Su comportamiento con nuestros prisioneros fue tan correcto como lo permitían las circunstancias. Gracias por todo.

–Es mi deseo que vuelvan a casa sanos y salvos. No son malos profesionales.

–Usted tampoco lo es. – Ritter lo dejó ante la puerta, donde un vehículo de transporte lo estaba esperando para llevarlo hasta el Boeing 747-. Vuelva alguna vez. Le enseñaré más cosas de Washington. – Ritter lo vio subir a bordo y se volvió a Voloshin.

–Un buen hombre, Sergei. ¿Todo esto perjudicará su carrera?

–¿Con todo lo que sabe? Creo que no.

–Estupendo -dijo Ritter, y se marchó.

Estaban demasiado cerca. La otra embarcación tenía una ligera ventaja porque iba a la cabeza y podía elegir, mientras que la patrullera necesitaba una velocidad de medio nudo para acercarse lenta y pausadamente. En realidad era una cuestión de habilidad y en eso residía la sutil diferencia entre el uno y el otro. Oreza contempló cómo Kelly deslizaba su embarcación a través de la estela del carguero, la superaba, haciendo que navegara por la parte frontal de la ola que el barco había provocado y la conducía hacia babor, ganando quizá medio nudo de ventaja. Oreza tuvo que admitirlo. El no hubiera podido hacerlo. Kelly hacía navegar su barco contra las leyes del viento y de las olas. Pero en ello no había nada divertido. No con esos hombres armados alrededor de la cabina de mandos. Y no con lo que tenía que hacerle a un amigo.

–¡Maldita sea! – rezongó Oreza, moviendo ligeramente el timón hacia estribor-. ¡Cuidado con esas condenadas armas! – Los hombres enfundaron las armas y dejaron de juguetear con ellas.

–Es un tío peligroso -dijo el hombre que estaba detrás de Oreza.

–¡No, no lo es, no con nosotros!

–¿Y qué hay de toda la gente que ha…?

–¡A lo mejor esos bastardos lo merecían! – Redujo un poco la velocidad y se dirigió hacia babor cogiendo las olas por la parte más suave, moviendo la patrullera de izquierda a derecha para aprovechar las corrientes de superficie y ganar así unos metros preciosos en su persecución, precisamente como estaba haciendo el otro. Ninguna regata de la Copa de América había sido nunca tan excitante.

–Quizá si usted dejara…

Oreza no volvió la cabeza.

–Señor Tomlin, ¿cree usted que hay alguien que pueda llevar el barco mejor que yo?

–No, cabo Oreza -dijo el joven alférez. Oreza resopló ante el cristal de la ventana-. ¿Y si pedimos un helicóptero de la Armada? – preguntó Tomlin débilmente.

–¿Para qué, señor? ¿Adónde cree que va a ir, a Cuba? Tengo el doble de combustible que él y voy medio nudo más rápido, sólo está a trescientos metros de nosotros. Es una cuestión matemática, señor. En veinte minutos le cortaremos el paso, no importa lo bueno que sea. – Oreza no añadió que a Kelly había que tratarlo con respeto.

–Pero es peligroso -repitió el alférez Tomlin.

–Correré el riesgo. Ahí… -Oreza contempló cómo se deslizaba hacia babor, remontando la estela del buque de carga y aprovechando la energía generada por el barco para ganar velocidad. «Interesante, así es como lo hace un delfín… así me saca todo un nudo, es lo mejor que…» Oreza sonrió. Acababa de aprender algo del manejo de un barco, cortesía de un amigo a quien estaba intentando arrestar por asesinato. Por asesinato de unas personas que merecían la muerte, se dijo, preguntándose qué harían los abogados.

No, tenía que tratarlo con respeto, dejarle hacer la carrera, permitirle su tentativa hacia la libertad, aunque estuviera destinada al fracaso. Para degradar lo menos posible al hombre y, admitió Oreza, también para degradarse a sí mismo lo menos posible. Cuando todo hubiera acabado, seguiría existiendo el honor. Esta era probablemente la última ley del mar, y Oreza, como Kelly, era un hombre de mar.

Estaba muy cerca. Portazgo era increíblemente bueno conduciendo su embarcación, y por esta razón ponía todo su empeño en conseguir su objetivo. Kelly también ponía todo su empeño. Dirigir el Springer para atravesar en diagonal la estela del barco era lo más inteligente que había hecho nunca sobre el agua, pero esa condenada patrullera daba la talla. Los motores de ambos estaban al rojo, calientes, y ese maldito carguero estaba complicando las cosas. ¿Por qué Ryan no había esperado diez jodidos minutos más?, se preguntó Kelly. El control de la carga de combustible estaba a su lado y, cinco segundos después de que lo encendiera, los tanques de combustible estallarían, pero esto no era nada comparado con una patrullera a doscientos metros de distancia.

¿Y ahora qué?

–Hemos ganado veinte metros -observó Oreza, sintiendo a la vez satisfacción y pena.

Ni siquiera miró atrás, observó el oficial. Sabía, tenía que saber. Oreza era bueno, intentó decir mentalmente el contramaestre de primera clase, lamentando toda la irritación que había infligido al hombre, pero tenía que saber que esto sólo había sido una broma, una broma de un hombre de mar a otro. Y que él, además, al dirigir la carrera de esta manera, estaba haciendo honor a Oreza. Iba armado y podía haber disparado para distraer y divertir a sus perseguidores. Pero no lo había hecho y Oreza sabía la razón. Hacerlo habría violado las reglas de la carrera. Navegaba lo mejor que sabía y cuando llegara el momento de aceptar la derrota, ambos mostrarían orgullo y tristeza, pero a la vez demostrarían el respeto que sentían el uno hacia el otro.

–Pronto se hará la oscuridad -dijo Tomlin, interrumpiendo los ensueños del cabo. Ese muchacho no acababa de entender, pero sólo era un alférez novato. Quizá aprendiera algún día. La mayoría lo hacían, y Oreza tenía la esperanza de que aprendiera la lección de ese día.

–No lo bastante pronto, señor.

Oreza echó un vistazo al horizonte. El buque de carga francés ocupaba quizá un tercio de la superficie del agua que podía verse. Tenía un casco muy alto que se levantaba sobre la superficie y relucía recién pintado. La tripulación ignoraba lo que estaba sucediendo. Un barco nuevo, observó el cabo, y su abultada proa formaba una hermosa afluencia de olas que los otros barcos utilizaban para deslizarse por ellas.

La solución más rápida y más sencilla era llevar la patrullera tras él a estribor del carguero, luego virar repentinamente hacia la proa y luego hacer estallar el barco… pero… existía otra manera, una manera mejor…

–!Ahora! – Oreza giró el timón unos diez grados en dirección a babor y en un momento ganó cincuenta metros. Luego lo giró hacia el otro lado, atravesó olas de cinco pies y se dispuso a repetir la maniobra. Uno de los marineros más jóvenes manifestó un repentino regocijo.

–¿Lo ve, señor Tomlin? Nuestro casco es mejor que esa especie de cosa que tiene él. Puede ganarnos cuando la mar está calmada, pero no cuando está movida. Eso es lo que estamos aprovechando.

Dos minutos más tarde habían recorrido la mitad de la distancia que separaba a ambos barcos.

–¿Está usted seguro de querer que acabe la carrera, Oreza? – preguntó el alférez Tomlin.

«No es tan tonto después de todo, ¿eh?» Bueno, era un oficial y se suponía que de vez en cuando eran inteligentes.

–Todas las carreras acaban, señor. Siempre hay un ganador y un perdedor -señaló Oreza, con la esperanza de que Kelly también entendiera eso. Rebuscó en el bolsillo de la camisa un cigarrillo y lo encendió con la mano izquierda, mientras con la punta de los dedos de la derecha llevaba el timón. Le habían dicho a Tomlin veinte minutos. Había sido pesimista. Sería mucho antes, estaba seguro.

Oreza examinó otra vez la superficie. Había un montón de embarcaciones, la mayoría a la cabeza pero ignorantes todas de lo que estaba sucediendo. La patrullera no llevaba encendidas las luces. No le gustaba a Oreza, era un insulto a su profesión. Cuando una patrullera de la Guardia Costera sale a la mar, no necesitas luces de policía, pensaba. Además, esa carrera era algo privado, vista y entendida sólo por profesionales, como debía ser, porque los espectadores siempre degradan las cosas y distraen a los jugadores.

Ahora estaba en medio del buque carguero y Oreza había mordido el cebo… tal como había pensado, se dijo Kelly. Diablos, qué bueno era ese tipo. Otra milla y lo alcanzaría, reduciendo a cero las opciones de Kelly, que había ideado algo al ver la proa del barco francés. Recordó aquel primer día con Pam, y su estómago se revolvió. Hacía tanto tiempo, habían sucedido tantas cosas desde entonces. ¿Había hecho bien o mal? ¿Quién lo juzgaría? Kelly sacudió la cabeza. Que lo juzgara Dios. Kelly miró hacia atrás por primera vez desde que había empezado la carrera y midió las distancias. Estaban endiabladamente cerca.

La patrullera bajó la popa, se elevó luego unos quince grados y el fuerte desplazamiento hizo que el casco atravesara la movida estela. Se tambaleó a derecha e izquierda en un arco de veinte grados, provocando un estruendo, los motores diesel a poca velocidad. Todo estaba en manos de Oreza, los motores y el timón en sus hábiles dedos mientras sus ojos escudriñaban y medían distancias. Kelly estaba haciendo exactamente lo mismo, aprovechando al máximo los motores, utilizando su habilidad y su experiencia. Pero sus ventajas eran pocas frente a Portazgo, así eran las cosas.

Entonces fue cuando Oreza le vio mirar hacia atrás por primera vez.

«Es el momento, amigo mío. Vamos, deja que acabe esto con honor. Quizá tengas suerte y te dejen salir pronto y podamos ser amigos de nuevo.»

–Vamos, reduce la velocidad y gira a estribor -dijo Oreza, apenas consciente de que hablaba en voz alta; todos los hombres de su tripulación estaban pensando lo mismo, satisfechos de que ellos y Oreza vieran las cosas de la misma manera. La carrera había durado media hora, pero sería una historia que recordarían siempre.

La cabeza del hombre se volvió de nuevo. Oreza estaba pisándole los talones. No tenía sentido continuar. Eso estropearía la carrera. Sólo demostraría una falta de temple que no era característico del mar. Lo hacían los de los yates, no los profesionales.

Entonces Kelly hizo algo inesperado. Oreza fue el primero que lo vio y sus ojos volvieron a medir las distancias una vez, dos veces, tres veces. Cogió la radio.

–No lo intentes! – exclamó el cabo.

–¿Por qué? – preguntó Tomlin rápidamente.

«¡No lo hagas!», exclamó Oreza mentalmente, repentinamente solo en un mundo de ineptos, adivinando los pensamientos de Kelly y reaccionando en consecuencia. No era ésta la manera de acabar. No había honor en ello.

Kelly viró el timón hacia la derecha para coger la ola por la proa, vigilando la espumosa tajamar del carguero. Cuando llegó el momento oportuno, enderezó el timón. La radio chirrió. Era Oreza. Kelly sonrió al oírlo. Era un buen tipo. La vida sería muy solitaria sin hombres como él.

El Springer se tambaleó hacia estribor debido a la fuerza del giro tan radical, luego aún más a causa de la pequeña montaña de agua que levantaba la proa del carguero. Kelly sostuvo el timón con la mano izquierda y extendió la derecha hacia el tanque de aire alrededor del cual había amarrado seis pesadas correas. «Mierda -pensó de repente, mientras el Springer viraba noventa grados-, no he comprobado la profundidad; si las aguas no son lo bastante profundas… oh, Dios… oh, Pam…»

Kelly giró abruptamente hacia babor. Oreza lo vio desde apenas un centenar de metros, aunque la distancia podía haber sido de miles de millas, por lo bien que lo hizo y su mente lo vio antes de que la realidad lo captara: la embarcación dio un fuerte giro a la derecha, se alzó en la rizada ola que había formado la proa del carguero y, transversalmente, giró sobre sí misma, desapareciendo al instante en la espumosa tajamar del carguero…

Esa no era forma de morir un marino.

La patrullera retrocedió, oscilando violentamente al paso de la estela del buque mientras empezaba a detenerse. El carguero también empezó a hacerlo, aunque para ello tuvo que recorrer dos millas y para entonces Oreza y su embarcación ya estaban a la altura de los restos del naufragio. Se encendieron las luces de búsqueda en medio de la creciente oscuridad.

–Patrullera 41, patrullera 41, aquí el velero de la Armada a su babor, ¿necesita ayuda?

–Nos irían bien unos ojos extra. ¿Quién está a bordo?

–Un par de almirantes y quien les habla es un aviador, si les puede servir de ayuda.

–Unanse a nosotros, señor.

Todavía estaba vivo. A Kelly le sorprendió tanto como le hubiera sorprendido a Oreza. Las aguas eran lo bastante profundas y la botella de oxígeno había caído verticalmente hasta el fondo de setenta pies. Había intentado sujetársela en la violenta turbulencia del paso del carguero sobre su cabeza. Luego luchó por mantenerse a flote alejado de los motores que se hundían y de los pesados aparejos de lo que minutos antes había sido una embarcación muy cara. Sólo tras dos o tres minutos aceptó el hecho de que había sobrevivido por voluntad de Dios, y estaba dispuesto a asumir las consecuencias. Y el juicio de Dios le había perdonado. Kelly vio el casco de la patrullera arriba, hacia el este, y hacia el oeste la forma más profunda de un velero. Kelly desenganchó cuatro de las correas del tanque y nadó hacia él, torpemente porque tuvo que hacerlo hacia atrás.

La cabeza emergió en la superficie detrás del velero, lo bastante cerca para leer su nombre. Se sumergió de nuevo. Tardó un minuto en volver a aparecer a estribor de la embarcación. – Hola.

–¡Vaya!, ¿es usted? – exclamó Maxwell.

–Creo que sí. – Bueno, no exactamente. Tendió su mano. El vicealmirante alargó la suya, tiró del náufrago, y le ayudó a subir a bordo.

–Patrullera 41, aquí velero… Esto no tiene muy buen aspecto.

–Me temo que tiene razón. Si lo desean pueden marcharse. Nosotros nos quedaremos un rato -dijo Oreza. Había sido muy amable por su parte colaborar en la búsqueda durante tres horas, una buena ayuda de un par de almirantes. Hasta habían desplazado el velero amablemente. En otra ocasión hasta hubiera bromeado sobre los marinos de la Armada. Pero ahora no. Oreza y su patrullera seguirían buscando durante toda la noche, encontrando sólo los restos del barco.

Los periódicos lo publicaron en grandes titulares. El teniente detective Mark Charon, en su tiempo libre, había irrumpido en un laboratorio de drogas y tras un intercambio de disparos había perdido la vida cumpliendo con su deber, después de acabar con dos importantes narcotraficantes. La casual huida de tres jóvenes mujeres llevó a la identificación de uno de los traficantes fallecidos como autor de un asesinato particularmente brutal, lo que quizás explicaba el celo mostrado por Charon, y cerraba un número de casos de un modo ampliamente conveniente para los informes policiales. En la página seis había un artículo sobre el accidente de un barco.

Tres días después, un empleado de los archivos de St. Louis llamó al teniente Ryan para comunicarle que el informe de Kelly había sido devuelto y que podía consultarlo, Ryan le agradeció su interés. Ya había cerrado el caso junto con los otros y ni siquiera iría a los archivos del FBI en busca del informe sobre Kelly; ya no era necesario tras la sustitución de las huellas que había hecho Bob Ritter por las de alguien que nunca más visitaría América.

El único cabo suelto, que preocupó mucho a Ritter, fue una llamada telefónica. Pero hasta los criminales hacen una llamada telefónica, y Ritter no quería hablar con Kelly. Cinco meses después, Sandra O'Toole rescindió su contrato en el John Hopkins y se trasladó a las playas de Virginia, donde se hizo cargo de una planta del área de enseñanza del hospital gracias a la recomendación del profesor Samuel Rosen.

EPÍLOGO 12 de febrero de 1973

–Nos honra tener la oportunidad de servir a nuestro país en circunstancias difíciles -dijo el capitán Jeremiah Denton, al acabar una declaración de treinta y cuatro palabras; en la rampa de la base aérea de Clark se oyó-: Dios guarde a América.

–Qué le parece -dijo el comentarista, alardeando de experiencia, cosa que le gustaba hacer-. Justo detrás del capitán Denton está el coronel Robin Zacharias, de la Fuerza Aérea. Es uno de los cincuenta y tres prisioneros de los que no tuvimos noticia hasta hace muy poco, junto con…

John Clark no escuchó lo demás. Contemplaba, en el televisor situado en el tocador de su mujer en el dormitorio, el rostro del hombre del que le separaba medio mundo, un hombre al que había estado mucho más cerca en cuerpo y mucho más todavía en espíritu, no hacía tanto tiempo. Vio cómo el hombre abrazaba a su esposa después de cinco años de separación, Vio a una mujer a la que el sufrimiento había hecho envejecer, pero que ahora se sentía rejuvenecida como el amor del marido que creía muerto. Kelly se emocionó con ellos, al ver el rostro de Zacharias por primera vez como algo animado, al ver la alegría que finalmente podía vencer al dolor, no importaba lo terrible que éste fuese. Apretó la mano de Sandy tan fuerte que casi le hizo daño, hasta que ella la apoyó sobre su vientre, para que sintiera al hijo que pronto iba a nacer. Entonces sonó el teléfono. A Kelly le molestó la interrupción hasta que escuchó la voz.

–Espero que se sienta orgulloso de sí mismo, John -dijo Dutch Maxwell-. Hemos traído a casa a los veinte. Quería asegurarme de que lo sabía. No se hubiera conseguido sin usted.

–Gracias, señor -Kelly colgó. No había más que decir.

–¿Quién era? – preguntó Sandy, volviendo a poner la mano de Kelly en su vientre.

–Un amigo -contestó Kelly con los ojos húmedos, y se volvió para besar a su mujer-. De otra vida.

Este libro se imprimió en los

talleres

de Printer Industria Gráfica, sa

Sant VicenC deis Uorts

Barcelona

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10/06/2008

LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/