Un capitán completamente extenuado por el largo viaje en avión llevó el paquete a la central de contraespionaje de la Armada en Suitland, Maryland. Los expertos en interpretación de fotos de esa central se vieron reforzados por especialistas de la 1127a Escuadrilla de Operaciones de Campaña de Fort Belvoir. Necesitaron unas veinte horas para consumar todo el proceso, pero las fotografías del Buffalo Hunter eran extraordinariamente buenas y los estadounidenses que se encontraban en tierra había hecho exactamente lo que se esperaba que hicieran: levantar la cabeza y mirar fijamente el avión de reconocimiento.

–El pobre diablo tuvo que pagar por esto -comentó un primer oficial de la Armada a su homólogo de la Fuerza Aérea. En la foto, justamente encima del hombre, se veía a un soldado del ejército norvietnamita con el fusil apuntando hacia el suelo-. ¡Me gustaría tropezarme contigo en una calle a oscuras, malnacido!

–¿Qué opina de esto? – dijo un sargento primero de la aviación, pasándole la fotografía de un documento de identidad.

–Se parece muchísimo, apostaría a que es él.

A los dos especialistas en contraespionaje les pareció muy extraño que llevasen tan escasos expedientes para cotejar con las fotografías, pero quienquiera que hubiese conjeturado, lo había hecho bien. Tenían una pareja de fotos idénticas. Lo que no sabían era que se trataba de fotografías de un hombre muerto.

Kelly la dejó dormir, satisfecho de que lo consiguiera sin ayuda de sustancias químicas. Fue a vestirse, salió fuera y dio dos vueltas corriendo alrededor de la isla -el perímetro apenas superaba un kilómetro-, para sudar un poco y recibir la brisa de la mañana. Sam y Sarah, también muv madrugadores, se tropezaron con él cuando se estaba refrescando junto al embarcadero.

–Tú también has experimentado un cambio asombroso -observó Sarah, e hizo una pausa-. ¿Qué tal ha pasado Pam la noche?

La pregunta sumió a Kelly en un breve silencio, y luego dijo: -¿Qué?

–¡Oh, por Dios, Sarah. – exclamó Sam, apartando la mirada para contener la risa.

Su esposa enrojeció.

–Me convenció de que no le administrase medicamentos para dormir -explicó Sarah-. Estaba un poco nerviosa, pero quería intentarlo y yo me dejé convencer. A eso me refería, John. Lo siento.

¿Cómo explicar lo ocurrido anoche? Primero había sentido miedo de tocarla, miedo de que Pam creyese que él quería aprovecharse, pero la joven lo había interpretado como una señal de que él ya no la deseaba, y a continuación, las cosas habían seguido su curso normal.

–Ante todo, tuvo una idea bastante loca… -empezó Kelly, interrumpiéndose. Pam podría hablar de eso con Sarah, pero ¿era apropiado que lo hiciese el?-. Durmió muy bien. Sarah. Ayer había quedado realmente agotada.

–No creo haber tenido nunca un paciente con mayores ganas de colaborar -dijo Sarah, apoyando su índice en el pecho de Kelly-. Y usted ha sido de gran ayuda, joven.

Kelly apartó la mirada, al no saber que contestar. – «¿El placer fue todo mío?» Una parte de su ser aún creía que se estaba aprovechando de ella. ¿No se trataba de una chica con problemas a la que él se había… benefic:iado? No, eso no era cierto. La amaba, por muy asombroso que resultase. Su vida estaba cambiando y se transformaba en algo normal… probablemente. El la estaba curando, pero ella también le estaba curando a el.

–Ella… teme que a mí no me guste… lo que hizo en el pasado, quiero decir. Pero eso no me preocupa gran cosa. Teníais razón, es una chica muy fuerte. ¡Qué demonios!, yo también he tenido un pasado turbulento, ¿sabéis? No soy un santo, chicos.

–Tienes que dejar que se desahogue -dijo Sam-. Lo necesita. Los problemas han de salir a la luz para que uno pueda enfrentarse a ellos.

–¿Estás seguro de que no te afectará? Puede resultar bastante desagradable -apuntó Sarah, mirándole a los ojos.

–¿Más desagradable que la guerra? – replicó Kelly tensamente, haciendo un gesto despectivo para cambiar de tema. ¿Y qué pasa con los medicamentos?

La pregunta distendió el ambiente, y Sarah pudo volver a hablar de su trabajo.

–Ya ha superado el período más crucial. De haber una reacción grave de abstinencia, ya se habría manifestado. Puede que aún tenga períodos de agitación; por ejemplo, desencadenados por tensiones externas. En tal caso, dale fenobarbitona; te he dejado por escrito las instrucciones. Pero se está reponiendo. Tiene una personalidad más fuerte de lo que ella misma imagina. Posees suficiente experiencia para saber si atraviesa una mala racha. En ese caso hazle (oblígala, si es necesario) tomar una tableta.

La idea de obligar a Pam a hacer una cosa no gustó nada a Kelly.

–Oye, doctora, yo no puedo…

–¡Venga, John! No te digo que se la hagas tragar a la fuerza. Si le dices que la necesita de verdad, ella te hará caso, ¿de acuerdo?

–¿Durante cuánto tiempo?

–Una semana más, quizá diez días -contestó Sarah tras reflexionar.

–¿Y luego?

–Luego podéis empezar a pensar sobre el futuro que os espera juntos -dijo Sarah.

Sam se sentía incómodo con esa conversación de carácter tan íntimo.

–Me gustaría que le hiciesen un chequeo exhaustiva, Kellv. ¿Cuándo tienes que ir a Baltimore?

–Dentro de un par de semanas, quizá antes.

–No he podido hacerle un examen exhaustivo -dijo Sarah-. No visita a un médico desde hace mucho tiempo, así que me sentiría más tranquila si le hiciesen un chequeo cardiopulmonar, junto con un historial completo de su salud. ¿Qué opinas, Sam?

–¿Conoces a Madge North?

–Ella lo hará -asintió Sarah-. Sabes, Kelly, a ti tampoco te vendría mal someterte a un chequeo completo.

–¿Es que parezco enfermo?

Kelly alzó los brazos, permitiéndoles que contemplaran toda la magnificencia de su cuerpo.

–¡No me vengas con ésas! – le espetó Sarah-. Cuando ella acuda al chequeo, tú también irás. Quiero asegurarme de que estáis completamente sanos. ¿Conforme?

–Sí, señora.

–Y otra cosa más, y escúchame atentamente -prosiguió Sarah-: Tiene que visitarse con un psicólogo.

–¿Por qué?

–Mira, John, la vida no es una película. En la vida real, las personas no dejan tras de sí sus problemas y se desembarazan de ellos olvidándolos, ¿entiendes? Han abusado de ella sexualmente. Ha estado metida en drogas. Su autoestima no es muy alta en estos momentos. Las personas en sus mismas circunstancias se culpan a sí mismas de haber sido víctimas. Una terapia adecuada puede contribuir a solucionarlo. Tu ayuda es muy importante, pero también necesita la ayuda de un profesional. ¿Entendido?

–Entendido -asintió Kelly.

–Bien -dijo Sarah, mirándole a los ojos-. Me gustas. Sabes escuchar.

–¿Es que tenía elección, señora? – preguntó Kelly con una sonrisa burlona.

–Realmente no -contestó Sarah, echándose a reír.

–Siempre es así de agresiva -aclaró Sam a Kelly-. En realidad, tendría que haber sido enfermera. Se supone que los médicos somos más recatados. Las enfermeras son quienes no paran de darnos órdenes.

Sarah dio un pellizco juguetón a su marido.

–Entonces será mejor que jamás me enrede con una enfermera -dijo Kelly, y los tres se encaminaron hacia el búnker.

Pam despertó tras haber dormido más de diez horas seguidas sin ayuda de barbitúricos. Se levantó con dolor de cabeza, y Kelly le administró una aspirina.

–Dale Tylenol -le dijo Sarah-. Sienta mejor al estómago -explicó, mientras auscultaba de nuevo a Pam, mientras Sam se dedicaba a empaquetar las cosas. Sarah quedó satisfecha con su examen-. Quiero que hayas ganado tres kilos para cuando nos veamos de nuevo.

–Pero…

–John te llevará a vernos, para que podamos hacerte un chequeo completo… ¿Digamos dentro de dos semanas?

–Sí, señora -asintió Kelly, capitulando otra vez.

–Pero…

–Mira, Pam, se han confabulado contra mí. Yo también he de someterme a un chequeo -aclaró Kelly con tono inusualmente dócil.

–Tenéis que marcharos tan pronto?

Sarah hizo un gesto de asentimiento.

–En realidad, tendríamos que habernos ido anoche, pero ¡qué demonios! – Sarah contempló entonces a Kelly y añadió-: Si no te presentas tal como te he pedido, me oirás, jovencita.

–¡Por Dios, Sarah, eres la reina de la colmena! – dijo Kelly. – Pues deberías oír lo que opina Sam.

Kelly y Pam acompañaron a Sarah hasta el embarcadero, donde los motores del yate de Sam ya rugían, Sarah y Pam se abrazaron. Kelly quiso darle únicamente la mano, pero tuvo que someterse a la ceremonia del beso. Sam saltó a tierra para darles un franco apretón de manos.

–!Cartas nuevas! – recordó Kelly al cirujano.

–!A sus órdenes, capitán!

–Yo soltaré las amarras.

Rosen estaba ansioso de demostrar lo que había aprendido. Dio marcha atrás accionando el motor de estribor, e hizo girar el Hatteras cuan largo era. El cirujano no era olvidadizo. Momentos después, Sam aumentaba la potencia de ambos motores y se alejaba en sentido perpendicular al muelle, dirigiéndose recto hacia las aguas más profundas. Pam permaneció de pie, cogida de la mano de Kelly, hasta que el yate se convirtió en un punto blanco en el horizonte.

–Olvidé dar las gracias a Sarah -dijo Pam.

–No, no lo olvidaste. Simplemente no se lo dijiste; eso es todo. Y bien, ¿cómo te encuentras hoy?

–El dolor de cabeza ha pasado.

La chica alzó la cabeza y miró a Kelly- Éste advirtió que sus cabellos necesitaban un buen lavado, pero que tenía la mirada despejada y su andar era ahora ligero. Sintió la necesidad de darle un beso, y lo hizo.

–Y bien, ¿qué hacemos ahora?

–Tenemos que hablar -contestó Pam-. Ya va siendo hora. – Espérame aquí.

Kelly fue al taller y regresó con un par de hamacas plegables. Indicó a Pam que se sentara en una de ellas.

–Y ahora cuéntame cuán terrible eres.

Kelly se enteró de que tres semanas atrás Pamela Starr Madden había cumplido veintiún años, con lo que también descubrió al fin su apellido. Nacida en el seno de una familia de la clase trabajadora en el paupérrimo norte de Texas, se había criado bajo la mano firme de un padre que pertenecía a esa clase de hombres que pueden sumir en la desesperación a un pastor bautista. Donald Madden era una persona que entendía la religión en su aspecto formal pero no en su sustancia, que era estricto porque no sabía amar, que bebía por estar frustrado de la vida -y que también estaba enfadado consigo mismo precisamente por eso-, y que jamás había sabidos arreglárselas con su existencia. Cuando sus hijos se portaban mal, los golpeaba, generalmente con un cinturón o con una vara, hasta que empezaba a remorderle la conciencia, cosa que no siempre ocurría antes de que abandonara por cansancio. No habiendo sabido lo que era una infancia feliz, la gota que colmó el vaso de la paciencia de Pam cayó al día siguiente de haber cumplido los dieciséis años, cuando se entretuvo después de una misa y- acabó yéndose con unos amigos, con los que tenía una reunión, en la creencia de que no hacia nada de malo. Al acabar aquella reunión ni siquiera había recibido un beso del chico con el que había estado, cuyo hogar paterno era casi tan restrictivo como el suyo propio. Pero aquello le tenía sin cuidado a Donald Madden. Al volver a casa a las diez y veinte de un viernes por la noche, Pam entró en un hogar cuyas luces resplandecían de ira y tuvo que enfrentarse a un padre encoleriza-do y a una madre completamente atemorizada.

–Me dijo cosas terribles… -prosiguió Pan, sin apartar la vista del suelo-. Pero yo no había hecho nada de eso. Ni siquiera había pensado en hacerlo, y Albert era tan inocentón…, pero eso era yo para mi padre, una cualquiera.

Kelly le acaricie la mano.

–No tienes por qué contarme eso, Pam.

Pero Pam tenía que contárselo, y Kelly lo sabia, así que siguió escuchando.

Tras soportar la peor paliza de sus dieciséis años, Pamela Madden escapó por la ventana de su dormitorio y camino los seis kilómetros que la separaban del centro de la inhóspita y polvorienta ciudad. Antes del amanecer cogió un autobús Greyhound con destino Houston, solamente porque aquel era el primer autobús y porque mientras esperaba no se le ocurrió marcharse a otra parte. Por lo que sabía, sus padres jamas denunciarían su desaparición. Una serie de trabajos come criada y chica de la limpieza y unas condiciones de vivienda incluso peores en Houston no hicieron más que acentuar su miseria así que al poco tiempo decidió dirigirse a otro lugar. Con el poco dinero que había ahorrado se montó en un autobús de la Continental Trailways y se apeó en Nueva Orléans. Atemorizada, escuálida y muy joven, Pam ignoraba que había hombres que se dedicaban a dar caza de las jovencitas que se iban de sus casas. Casi recién llegada, se fijo en ella un joven de veinticinco años, bien vestido zalamero, llamado Pierre Lamarck, quien tras invitarla a comer y ofrecerle su simpatía, logró que aceptase su ofrecimiento de techo y ayuda. Tres días después aquel joven se había convertido en su primer amor. Y una semana después, una enérgica bofetada obligó a la niña de dieciséis años a meterse en su segunda aventura sexual, esta vez con un viajante de Springfield, Illinois, a quien Pam le recordaba a su propia hija; tanto, que la contrató por toda la noche, tras pagar a Lamarck doscientos cincuenta dólares. Al día siguiente, Pam se tragó todo el contenido de un bote de somníferos, pero tan sólo logró vomitar y una brutal paliza de su chulo.

Kelly escuchaba el relato con aparente serenidad e indiferencia, manteniendo los ojos fijos y la respiración regular. Pero por dentro la historia era completamente distinta. Pensó en las chicas con que se había acostado en Vietnam, algunas de las cuales parecían niñas, y en las pocas con que había ido desde la muerte de Tish, jamás se le había ocurrido pararse a pensar en que tal vez aquellas jóvenes no encontraban placer alguno ni en su vida ni en su trabajo. Siempre había aceptado sus relaciones fingidas como sentimientos genuinos, ¿acaso no era él un hombre cabal y honorable? Sin embargo, había pagado por los servicios de jovencitas cuyas trayectorias quizá no se diferenciaban en nada de la de Pam. La vergüenza le quemó por dentro.

A los diecinueve años, Pam ya había escapado de Lamarck y de otros tres chulos más, para encontrarse siempre cogida en las garras de otro. Uno que había tenido en Atlanta se divertía dando latigazos a sus chicas en presencia de sus compinches, para lo que solía utilizar cuerdas ligeras. Otro de Chicago inició a Pam en la heroína, pues se le antojó el mejor método para controlar a una chica que parecía demasiado independiente, pero Pam lo abandonó al día siguiente, demostrándole así que había estado en lo cierto. Ya había visto con sus propios ojos cómo moría una chica en su presencia tras una brutal dosis de droga, y aquello le atemorizaba más que el peligro de recibir una paliza. Sin poder volver a casa -en cierta ocasión había telefoneado y la madre le había colgado ante, de que pudiese implorar ayuda- y sin fiarse de la asistencia social, que podría haberle ayudado a seguir un camino diferente, se encontró finalmente en Washington, ejerciendo de experimentada prostituta callejera y con una drogadicción que le ayudaba a ocultarse lo que pensaba de sí misma, pero no lo suficiente. Y eso, pensó Kelly, fue precisamente lo que la salvó. Entretanto, había padecido dos abortos, tres enfermedades venéreas y cuatro arrestos que no acabaron en juicio.

Pam rompió a llorar y Kelly se levantó para sentarse a su lado. – ¿Ves ahora lo que soy realmente?

–Sí, Pam. Lo que veo es una dama con mucho coraje -contestó Kelly, estrechándola entre sus brazos-. Cariño, todo eso no importa. Cualquiera puede descarriarse. Hay que tener agallas para cambiar, y- desde luego se necesitan agallas para hablar de eso.

El episodio final había comenzado en Washington con un individuo llamado Roscoe Fleming. En aquellos momentos Pam tenía una fuerte dependencia de los barbitúricos, pero aún seguía teniendo un aspecto fresco y atractivo cuando alguien se tomaba la molestia de arreglarla un poco, al menos lo suficiente para exigir un buen precio a aquellos que preferían los rostros juveniles. Uno de esos hombres se presentó con una idea, un negocio complementario. Ese hombre, cuyo nombre era Henry, quería ampliar su negocio de tráfico de drogas, y como era un pajarraco muy astuto y acostumbrado a que otros hiciesen el trabajo sucio, se había creado su propia plantilla estable de chicas para gestionar su negocio de drogas desde el aprovisionamiento hasta la red de distribuidores. Compraba sus chicas a los chulos de otras ciudades, siendo cada caso una transacción realizada rigurosamente en metálico, cosa que las chicas consideraban degradante. En esa ocasión Pam trató de huir prácticamente al principio, pero fue capturada y recibió una paliza descomunal, de la que salió con tres costillas rotas, aunque más adelante comprendería la gran suerte que había tenido de que esa primera lección no hubiese de-parado consecuencias más graves. Henry aprovechó aquella oportunidad para atiborrar a Pam de barbitúricos, con lo que atenuó sus dolores e incrementó su dependencia. Luego intensificaría el tratamiento a fin de que la chica estuviese disponible para cualquiera de sus compinches. Y en eso Henry logró lo que los otros no habían conseguido: amedrentó su espíritu.

A lo largo de cinco meses, aquella combinación de palizas, abusos sexuales y drogas la sumió en una depresión que se acercaba al estado catatónico, hasta que un hecho ocurrido hacía tan sólo cuatro semanas la obligó a volver a la realidad: en el umbral de una puerta tropezó con el cadáver de un niño de doce años que aún tenía la jeringuilla clavada en el brazo. Aparentando docilidad, Pam luchó por abandonar las drogas. Los amigos de Henrv no se quejaron de eso. Pensaron que de ese modo Pam se encontraba en mejor forma, y al entrar en juego sus egos machistas atribuyeron aquel cambio a su destreza sexual, no al fortalecimiento moral de la joven. Pam esperó una oportunidad, y la consiguió en una ocasión en que Henry se ausentó, ya que los otros descuidaban la vigilancia cuando él no estaba presente. Hacía sólo cinco días que había empaquetado lo poco que tenía y había huido. Sin un céntimo encima -Henry nunca le había permitido tener dinero-, se alejó de la ciudad haciendo autostop.

–Háblame de Henry -dijo Kelly en voz baja cuando Pamela hubo acabado su relato.

–De unos treinta años, negro, más o menos de tu estatura.

–¿Se escaparon otras chicas?

La voz de Pam sonó fría corno el hielo:

–Sólo sé de una que lo intentó. Fue por noviembre, É1… la mató. Supuso que acudiría a la policía y… -Pam hizo una pausa y luego levantó la mirada-: Nos obligó a todas a presenciarlo. Fue terrible.

Kelly preguntó con tono sereno:

–Y bien, ¿por qué lo intentaste, Pam?

–Prefería morir, antes que seguir con eso -susurró ella, sintiendo que las heridas se le abrían de nuevo-. Quería morirme. No podía quitarme de la mente a aquel niño. ¿Sabes como ocurre eso? Te detienes simplemente. Todo se detiene. Y yo contribuí a eso. Yo contribuí a matarle…

–¿Como lograste escapar?

–La noche anterior… yo… follé con todos elIos… para satisfacerles y para que me dejaran en paz por unas horas. ¿Lo entiendes ahora?

–Hiciste lo necesario para escapar -repuso Kelly, que tuvo que reunir todas sus fuerzas para que no se le quebrara la voz-. Lo entiendo doy gracias por ello.

–No te reprocharía si quisieras deshacerte de mí. Quizá mi padre estaba en lo cierto sobre lo que decía acerca de mí.

–Pam, ¿recuerdas cuando ibas a la iglesia?

–Sí.

–¿Y recuerdas aquella historia que terminaba con las palabras Ve y no peques más? ¿Piensas que yo nunca he hecho nada malo? ¿Que jamás he tenido que avergonzarme de mí mismo? ¿Que nunca he tenido miedo? No estás sola, Pam. ¿Es que no sabes lo valiente que has sido al contármelo todo?

–Tienes derecho a saberlo -dijo Pam con un tono carente de toda emoción.

–Y ahora lo sé, y eso no cambia las cosas -replicó Kelly, y guardó silencio unos momentos-. Aunque sí, sí cambia las cosas. Eres incluso más fuerte de lo que había imaginado, cariño.

–¿Estás seguro? ¿Y qué pasará después?

–De lo único que me preocuparé después es de esa gente de la que escapaste -contestó Kelly.

–Si me llegan a encontrar algún día… -dijo Pam, embargada por el miedo-. Cada vez que vayamos a la ciudad, podrían verme.

–Seremos muy cuidadosos -dijo Kelly.

Jamás estaré a salvo, jamás.

–¡Oh, sí! Fíjate, hay dos maneras de enfrentarse a eso. Puedes seguir huyendo y ocultándote. O puedes ayudar a que se les dé su merecido.

Pam denegó enérgicamente con la cabeza.

–La chica que mataron. Ellos lo sabían. Sabían que había telefoneado a la policía. No puedo fiarme de la policía. Además, no sabes lo peligrosos que son esos tipos.

Sarah había acertado en otra cosa, advirtió Kelly. Pam llevaba puesto el sostén, y el sol había resaltado las marcas de la espalda. Eran los puntos que el sol no había bronceado como al resto de la piel. Secuelas de los verdugones y las heridas que aquellos bastardos le habían infligido sádicamente. Todo había comenzado con aquel Pierre Lamarck o, para ser más exactos, con Donald Madden, aquel hombrecillo cobarde que sólo había sabido mantener relaciones con mujeres mediante la violencia.

Dijo a Pam que se quedase un momento donde estaba y se dirigió al taller de herramientas. Volvió con ocho latas vacías de soda y gaseosa, que dispuso sobre el suelo a unos diez metros de las hamacas.

–Tápate los oídos -dijo Kelly.

–¿Por qué?

–Hazlo.

Pam obedeció, y Kelly se metió la mano derecha por debajo de la camisa v sacó una pistola automática del 45. La empuñó con ambas manos, apuntó y la movió de izquierda a derecha. Una tras otra, con intervalos de un segundo, las latas fueron cayendo o saltando por los aires al ritmo de los estampidos de la pistola. Antes de que la última lata hubiese caído al suelo tras su breve vuelo por los aires, Kelly ya había recargado el arma, y siete de las latas se desplazaron un poco más. Se cercioró de que la pistola estaba descargada, la amartilló, se la colocó al cinto y fue a sentarse cerca de Pam.

–No se necesita gran cosa para parecer peligroso a una chica desamparada. Pero hace falta algo más para que me parezcan peligrosos a mí. Pam, si alguien piensa siquiera en hacerte daño, antes tendrá que vérselas conmigo.

Pam miró las latas y luego miró a Kelly, que parecía muy satisfecho de sí mismo y de su puntería. La exhibición le había servido de desahogo, y durante aquel breve frenesí de actividad había asignado un nombre y un rostro a cada lata. Pero la chica aún no estaba convencida. Aquello requeriría cierto tiempo.

–En todo caso… -dijo Kellv, sentándose de nuevo junto a Pam-. Pues bien, ya me has contado tu vida, ¿no?

–Sí.

–¿Y sigues pensando que eso cambia las cosas para mí?

–No. Dijiste que no. Me parece que empiezo a creerte.

–Mira, Pam, no todos los hombres son como ésos; en realidad no hay muchos así. Has tenido muy mala suerte, eso es todo. Algunas personas resultan heridas en accidentes, otras contraen enfermedades. En Vietnam ví morir a hombres a causa de la mala suerte. Casi me ocurre a mí. Y eso no les pasó porque hubiese algo de malo en ellos. Sólo fue a causa de la mala suerte, por haber estado en el sitio equivocado, por haberse girado hacia la izquierda en vez de hacia la derecha, por haber elegido el camino falso. Sarah quiere que acudas a unos médicos y que les cuentes todo. Creo que tiene razón. Conseguiremos que te recuperes completamente.

–¿Y después? – preguntó Pam Madden.

Kelly aspiró profundamente, pero era ya demasiado tarde como para detenerse.

–¿Quieres… quedarte conmigo, Pam?

La joven le miró como si hubiese recibido una bofetada. Kelly se sorprendió.

–No puedes, lo dices simplemente porque…

Kelly se puso de pie y la alzó en vilo, cogiéndola de los brazos.

–Ahora vas a escucharme, ¿de acuerdo? Has estado enferma. Y te vas a curar. Has soportado todas las cargas que este maldito mundo te ha echado encima, y no has claudicado. ¡Creo en ti! Para curarte necesitarás tiempo. Todo necesita su tiempo. Pero al final serás una persona maravillosa.

Kelly la depositó en el suelo y retrocedió un par de pasos. Estaba temblando de rabia, no sólo por lo que le había sucedido a la joven, sino también por la rabia que sentía contra sí mismo por haber tratado de imponerle su voluntad.

–Lo siento. No debí decir eso. Por favor, Pam…, cree simplemente un poco en ti misma.

–Es muy duro. He hecho cosas horribles…

Sarah tenía razón. Pam necesitaba la ayuda de un especialista. Y Kelly se sentía impotente por no saber qué decirle.

La rutina cotidiana se impuso con asombrosa facilidad en los días siguientes. Cualesquiera fuesen las otras cualidades de Pam, como cocinera era francamente espantosa, hasta el extremo de que sus fracasos provocaron el llanto de la joven en dos ocasiones, presa de la desesperación, pese a que Kelly se las arreglaba para disimular sus pensamientos, acogiendo con una sonrisa y una palabra amable todo lo que ella preparaba. Pero lo cierto es que también aprendía con rapidez, y ya el viernes se las ingenió para hacer que un par de hamburguesas resultasen más sabrosas que unos trozos de carbón. Kelly estuvo a su lado en todo momento, infundiéndole ánimos, esforzándose en ser comprensivo y lográndolo en casi todas las ocasiones. Una palabra serena, una caricia cariñosa y una sonrisa eran sus armas. Ella pronto imitó su costumbre de levantarse antes del amanecer. Kelly logró que empezase a hacer ejercicio, lo que al principio resultó verdaderamente difícil. Aunque la joven gozaba en el fondo de buena salud, durante muchos años no había corrido más allá de media manzana, así que Kelly la hizo caminar alrededor de la isla, empezando con dos vueltas, que para el fin de semana ya se habían convertido en cinco. La joven pasaba las tardes tomando el sol, escasa de ropa, generalmente sólo con sostén y bragas. Comenzó a ponerse morena y no parecía reparar en aquellas marcas finas y pálidas de su espalda, que a Kelly sin embargo le hacían montar en cólera. Empezó a prestar más atención a su aspecto, duchándose y lavándose el pelo una vez al día, cepillándoselo luego hasta dejar sus cabellos brillantes como la seda, y Kelly siempre estaba a su lado para hacer algún comentario. Ni siquiera una vez pareció necesitar la fenobarbitona que le había dejado Sarah. Quizá luchase contra la tentación en una o dos ocasiones, pero, al recurrir al ejercicio físico en vez de a los productos químicos, logró adquirir el ritmo normal de sueño y vigilia. Sus sonrisas empezaron a irradiar más con-fianza en sí misma, y en un par de ocasiones Kelly la sorprendió mirándose en el espejo con una expresión que ya no era de dolor.

–¿No son preciosos? – le preguntó Kelly el sábado por la tarde, cuando Pam acababa de salir de la ducha.

–Quizá -contestó ella, condescendiente.

Kelly cogió un peine del lavabo y se ocupó de peinarle los cabellos mojados.

–El sol te los ha dejado más claros.

–Me costó su tiempo quitarles toda la porquería -dijo Pam, relajándose al sentir sus caricias.

–Pero resultará, Pammy, ¿no crees? – dijo Kelly, que se esforzaba por desenredar un nudo, poniendo gran cuidarlo en no darle tirones.

–Sí, eso creo, puede ser -dijo Pam, mirándole a la cara en el espejo.

–¿Te costó mucho contármelo, cariño?

–Bastante -contestó Pam sonriéndole de verdad, con calor y convicción.

Kelly dejó el peine en el lavabo y besó a Pam en la nuca, mientras ella lo observaba en el espejo. Luego recogió el peine y continuó. Su labor se le antojó muy poco masculina, pero le encantaba.

–Fíjate aquí -dijo él-, absolutamente lacio y desenredado. – La verdad es que tendría que comprar un secador.

Kelly se encogió de hombros y dijo:

–Jamás he necesitado un cacharro de ésos.

Pam se dio la vuelta y le cogió las manos:

–Pues tendrás que comprarlo, si es que aún sigues queriendo…

Kelly guardó silencio durante unos instantes, y cuando al fin habló, le costó hacerlo, pues esta vez quien sentía miedo era él.

–Y tú, ¿estás segura?

–¿Todavía la sigues queriendo…?

–Sí.

No fue nada fácil levantarla en vilo con sus cabellos empapados, aún desnuda y mojada por la ducha, pero en momentos como ése un hombre ha de alzar en brazos a su mujer. Pam había cambiado. Sus costillas se marcaban menos. Había ganado algo de peso gracias a una dieta sana y la regularidad de las comidas. Pero era su personalidad lo que más había cambiado. Kelly se preguntó qué clase de milagro se había producido, sin atreverse a creer que él había colaborado pero sabiendo que era así. A continuación la depositó de nuevo en la silla y se quedó contemplando la alegría que irradiaban sus ojos, orgulloso de haber contribuido a que esa felicidad se hubiese instalado en sus pupilas.

–Yo también tengo mis asperezas -le advirtió Kelly, sin percatarse de su propia mirada.

–Ya he podido apreciar la mayoría -aseguró la joven.

Pam empezó a acariciarle el pecho, bronceado y poblado de pelos negros, marcado con cicatrices de guerra. Las cicatrices de ella estaban por dentro, y también lo estaban algunas de él, y juntos, cada uno curaría al otro. Ahora Pam estaba segura de eso. Había empezado a contemplar el futuro como algo más que un lugar sombrío en el que podría ocultarse y olvidar. El futuro era ahora un lugar de esperanza.

VI. EMBOSCADA

El resto fue fácil. Hicieron una rápida excursión en barco a Solomons, donde Pam se compró unas cuantas prendas sencillas. En un salón de belleza le arreglaron el pelo. Al finalizar la segunda semana que pasaba junto a Kelly, Pam realizó actividades físicas y ganó peso. Pudo ponerse entonces su bañador de dos piezas sin exhibir sus costillas. Los músculos de sus piernas se fortalecieron; lo que antes era fofo se tensó, tal como correspondía a una joven de su edad. Pero aún seguía viviendo con sus demonios persona-les. En un par de ocasiones, al despertar, Kelly la encontró temblando, sudando y balbuceando sonidos que no llegaban a plasmarse en palabras, pero que eran fácilmente inteligibles. En ambas ocasiones las caricias de Kelly lograron sosegarla, pero no le sosegaron a él. Kelly no tardó mucho en instruir a Pam sobre el pilotaje del Springer, y cualesquiera hubiesen sido sus defectos de colegiala, Pam dio pruebas de ser lo suficientemente lista. Entendía con gran rapidez cómo hacer cosas que la mayoría de los bateleros no aprendían jamás. Kelly la llevó incluso a nadar y le sorprendió que lo hiciese tan bien habiendo nacido en pleno Texas.

Kelly la amaba, le gustaba verla, oírla, olerla y sobre todo sentir su contacto. Descubrió que se ponía ansioso si no la veía durante unos minutos, como si temiese que la joven desapareciese. Pero ella siempre estaba allí, sus miradas se cruzaban y la chica no dejaba de devolverle la sonrisa coquetamente. Sin embargo, a veces advertía en ella una expresión distinta, cuando la joven echaba una mirada retrospectiva a las tinieblas del pasado o intuía un futuro diferente del que Kelly había planeado. El sentía deseos de penetrar en la mente de Pam y arrancarle los aspectos malignos, aunque sabía que esa tarea tendría que confiarla a otros. En momentos así, Kelly sabía encontrar una excusa para acercarse a ella y acariciarle los hombros con la yema de los dedos, tan sólo para que ella supiese que él estaba allí.

Diez días después de la partida de Sam y Sarah, celebraron una pequeña ceremonia: Kelly dejó que Pam pilotase el yate en dirección a alta mar y, una vez allí, la chica ató el bote de fenobarbitona a una gran piedra y lo arrojó por la borda. La salpicadura que provocó en las aguas les pareció un final adecuado y definitivo para uno de los problemas de Pam. Kelly permaneció detrás de ella, ciñéndole la cintura con sus musculosos brazos, mientras observaba los demás barcos que surcaban la bahía y anticipaba un futuro brillante de promesas.

–Tenías razón -le dijo Pam, acariciándole los antebrazos.

–Ocurre a veces -contestó Kelly con una sonrisa que se convirtió en asombro al oír las siguientes palabras de la chica:

–Hay otras personas, John, otras mujeres a las que Henry…Están en la misma situación de Helena, a la que asesinó.

–¿Qué quieres decir?

–Tengo que volver. Tengo que ayudarlas… antes de que Henry las destruya.

–Eso es muy peligroso, Pammy -dijo Kelly en voz baja.

–Lo sé… pero ¿qué pasará con ellas?

Aquella preocupación era un síntoma de su recuperación; Kelly lo sabía. Pam volvía a ser una persona normal, y las personas normales se preocupan por los demás.

–No puedo seguir ocultándome eternamente.

Kelly pudo percibir el miedo que embargaba a Pam, y la estrechó con más fuerza.

–No, realmente no puedes. Ése es el problema. Es muy duro andar escondiéndose.

–¿Estás seguro de que puedes fiarte de tu amigo policía? – preguntó Pam.

–Sí. Me conoce. Es un teniente. Hace un año le ayudé a recuperar un arma que era pieza clave para solucionar un caso. Así que me debe una. Por lo demás, acabé contribuyendo al entrenamiento de sus buceadores, con lo que hice algunos amigos. – Kelly se interrumpió unos instantes-. No tienes por qué hacerlo, Pam. Si lo que deseas es alejarte para siempre de todo eso, adelante. No tengo ninguna necesidad de ir a Baltimore, salvo por los médicos.

–Todo lo que habéis hecho por mí, lo que estáis haciendo por los demás. Tengo que colaborar en que esa injusticia desaparezca, ¿no te parece?

Kelly reflexionó sobre esas palabras y pensó en sus propios demonios. De ciertas cosas sencillamente no se puede huir. Lo sabía. En ese sentido, las vivencias de Pam habían sido más horribles que las suyas, y para que su relación siguiese adelante era necesario que esos demonios desaparecieran de una vez.

–Haré una llamada.

–Teniente Allen -dijo el hombre que contestó al teléfono en el distrito policial Oeste. Aquel día los aparatos de aire acondicionado no funcionaban demasiado bien y en su escritorio se amontonaba el trabajo por realizar.

–¿Frank? John Kelly -oyó el detective, y sonrió.

–¿Cómo va la vida en medio de la bahía, amigo? – preguntó, pensando que pagaría por estar allí.

–Tranquila y perezosa. ¿Qué tal te va a ti?

–¡Ojalá lo supiera! – contestó Allen, echándose hacia atrás en su silla giratoria.

Hombre de alta estatura y, al igual que la mayoría de los policías de su generación, veterano de la Segunda Guerra Mundial -en su caso, del cuerpo de artillería de marina-Allen había ido ascendiendo desde patrullero de a pie en East Monument Street hasta la sección de homicidios. No obstante, su trabajo no era tan pesado como imagina la mayoría de la gente, pese a la responsabilidad del mismo en lo tocante al final virulento de vidas humanas.

–¿Qué puedo hacer por ti? – añadió el policía, y advirtió inmediatamente un cambio en el tono de Kelly.

–He conocido a alguien que necesitaría hablar contigo.

–¿Cómo es eso? – preguntó Allen, rebuscando en el bolsillo de la camisa un cigarrillo y cerillas.

–Está relacionado con tu oficio, Frank. Información sobre un crimen.

Los ojos del policía se entrecerraron, mientras su cerebro cambiaba de marcha.

–¿Quién y dónde?

–Aún no lo sé, y no me gustaría hablar de ello por teléfono.

–¿Es muy grave?

–¿De momento puede quedar entre nosotros?

Allen asintió con la cabeza y miró a través de la ventana.

–Está bien, de acuerdo.

–Narcotraficantes.

En la mente de Allen se encendió una lucecilla. Kelly había dicho que su confidente era «alguien», no un «hombre». Se trataba de una mujer, pensó Allen. Kelly era inteligente, pero no lo bastante astuto en ese trabajo. Allen había oído hablar de ciertos informes sobre una red de narcotraficantes que utilizaban mujeres para ciertas cosas. Sólo eso. No era un caso para él. Estaba siendo investigado por Emmet Ryan y Tom Douglas en el centro de la ciudad y se suponía que Allen no sabía gran cosa de aquello.

–En estos momentos hay al menos tres organizaciones de narcos actuando. Esos tipos no son precisamente angelitos -dijo Allen sin alterar su voz-. Cuéntame algo más.

–La persona con quien he entablado amistad no desea verse muy involucrada. Pero tiene cierta información para ti; eso es todo, Frank. Si las cosas adelantan, podremos reconsiderar el asunto. Probablemente estamos hablando de gente muy peligrosa.

Allen reflexionó. Nunca había indagado la vida de Kelly, pero sabía de él lo suficiente. Sabía que era un buceador de gran experiencia, un primer oficial de la Armada que había combatido en las turbulentas aguas del delta del Mekong, apoyando al Noveno de Infantería; un calamar, pero un calamar muy competente y meticuloso, cuyos servicios habían sido altamente recomendados a la policía por alguien del Pentágono, un hombre que había realizado un buen trabajo perfeccionando a los submarinistas de la policía y que, de paso, había recibido una bonita suma por ello, recordó Allen. La persona en cuestión tenía que ser una mujer. Kelly jamás se ocuparía de proteger a un hombre de ese modo. Los hombres no suelen pensar así sobre los demás hombres. Aunque sólo fuese por eso, el asunto le pareció interesante.

–No me estarás tomando el pelo, ¿eh? – preguntó.

–No acostumbro actuar así, Frank -le aseguró Kelly-. Mis condiciones son: reunión en un lugar discreto y tan sólo a efectos informativos. ¿De acuerdo?

–Ya sabes, si fueses otra persona, me negaría, pero te seguiré el juego. Me ayudaste a cerrar el caso Gooding. Lo pescamos, como sabrás. Treinta años de reclusión. Estoy en deuda contigo. Bien, de momento lo haremos así.

–Gracias. ¿Cuál es tu horario de trabajo?

–Esta semana tengo turno de noche. – Eran poco más de las cuatro de la tarde y Allen acababa de incorporarse al servicio. No sabía que Kelly ya le había llamado tres veces a lo largo del día, pero sin dejarle mensajes-. Quedaré libre alrededor de la medianoche o la una de la madrugada. Depende de cómo se presente la noche -explicó-. Algunas son más movidas que otras.

–Mañana por la noche. Te recogeré en la puerta principal. Podríamos cenar juntos.

Allen frunció el ceño. Aquello se parecía a una película de James Bond, con todas esas estupideces de los agentes secretos. Pero sabía que Kelly era una persona seria, aun cuando no tuviese idea sobre el trabajo policial.

–De acuerdo, chico.

–Gracias, Frank.

Allen colgó y volvió a su trabajo, tras escribir una nota en el calendario de su escritorio.

–¿Tienes miedo? – preguntó Kelly. – Un poco -admitió Pam. Kelly sonrió.

–Eso es normal, pero ya sabes lo que te he dicho. Él no sabe nada de ti. Puedes echarte atrás cuando lo desees. Llevaré una pistola, aunque no se trata más que de una charla. Puedes tomarlo o dejarlo. Lo haremos en una noche. Y estaré junto a ti en todo momento.

–¿Cada minuto?

–Excepto cuando vayas al lavabo de señoras, cariño. Allí tendrás que cuidarte tú misma.

Pam sonrió y se serenó.

–He de preparar la comida -dijo Pam, y se fue hacia la cocina.

Kelly salió fuera. Algo en su interior le decía que tenía que practicar más con las armas, pero en su lugar se dirigió al búnker donde estaba el taller y cogió la cuarenta y cinco del armero. Apretó el muelle real y giró el cojinete para sacar el muelle. Luego extrajo la tapa deslizante, quitó el cañón y terminó de desmontar la pistola. Alzó el cañón para observarlo a contraluz y, tal como esperaba, comprobó que estaba sucio a causa de los disparos. Limpió todas las superficies, utilizando paños, disolvente limpiador y un cepillo de dientes, hasta que no quedó ni rastro de suciedad en ninguna superficie metálica. Luego aceitó el arma ligeramente para que no se adhiriese polvo y mugre que, en el momento menos oportuno, podrían encasquillarla. Terminada la limpieza, montó la pistola con rapidez y experiencia; era algo que podía hacer, y que hizo, con los ojos cerrados. Sintió una sensación placentera en la mano cuando sacó y metió la recámara un par de veces para cerciorarse de que estaba convenientemente encajada. Una última inspección visual se lo confirmó.

Kelly sacó de una gaveta dos cargadores llenos, junto con una bala suelta. Insertó un cargador por la culata y accionó la tapa deslizante para encajar el primer proyectil en la recámara. Amartilló cuidadosamente la pistola antes de extraer el cargador e introducir otra bala. Con ocho proyectiles en el arma y un cargador de repuesto, disponía de quince balas para hacer frente a cualquier peligro. Aquello no bastaba para andar por las junglas de Vietnam, pero supuso que sería más que suficiente para los barrios peligrosos de la ciudad. Podía acertar a una cabeza humana a unos diez metros, de día o de noche. Jamás había perdido la calma en un tiroteo, y tenía experiencia en eliminar hombres. Cualquiera fuese el peligro, Kelly estaba preparado para afrontarlo. Por lo demás, no iba a ir en pos del vietcong. Además, actuaría de noche, y la noche era su amiga. Habría pocas personas a su alrededor de las que tuviese que preocuparse, y a menos que la otra parte supiese que él estaba allí -cosa que no ocurriría-, no tendría que preocuparse por una emboscada. Simplemente tendría que mantenerse alerta, lo que resultaría bastante fácil.

Para la cena había pollo, algo que Pam sabía preparar. Kelly estuvo a punto de sacar una botella de vino, pero luego se lo pensó mejor. ¿Por qué tentarla con el alcohol? Lo mejor sería que él mismo dejase de beber. No significaría una gran pérdida, y ese sacrificio ratificaría el compromiso que había contraído para con ella. Durante la cena evitaron abordar asuntos serios. Kelly ya había expulsado de su mente los peligros. No había necesidad de explayarse sobre los mismos. Demasiada imaginación empeoraba las cosas.

–¿Piensas realmente que necesitamos cortinas nuevas? – preguntó Kelly.

–No pegan muy bien con los muebles.

Kelly emitió un gruñido.

–¿Para un barco?

–Se ve bastante sombrío, ¿sabes?

–¿Sombrío? – repitió, empezando a recoger la mesa-. Lo próximo que me dirás es que todos los hombres son igual de… -Kelly se detuvo en seco. Era la primera vez que tenía un desliz de esa naturaleza-. Lo siento…

Pam Ie dirigió una sonrisa traviesa.

–Pues bien, en cierto modo lo sois. Y deja de ponerte tan nervioso cuando me hablas de ciertas cosas, ¿de acuerdo? Kelly se serenó.

–De acuerdo -contestó, estrechándola entre sus brazos-. Si lo prefieres así… bien…

–Hummm.

Pam sonrió y aceptó su beso. Kelly le acarició la espalda y advirtió que no llevaba sostén bajo la blusa de algodón. La chica le dirigió una sonrisa de picardía.

–Me preguntaba cuánto tiempo tardarías en darte cuenta.

–Había velas en el pasillo -se justificó Kelly.

–Las velas eran muy bonitas, pero son muy apestosas. Pam tenía razón. El búnker no estaba muy bien ventilado.

Algo que había que arreglar. Kelly intuyó un futuro muy agitado, mientras desplazaba sus manos a un lugar más agradable.

–¿Has engordado lo suficiente?

–¿Se trata de imaginaciones mías o…?

–Bueno, quizá un poquitín de imaginación -admitió Pam, cogiéndole ambas manos y pasándoselas por su cuerpo.

–Necesitarás ropas nuevas -dijo Kelly, contemplando el rostro de Pam, que irradiaba una confianza nueva en sí misma.

La había dejado empuñar el timón tras haber fijado el rumbo frente a las costas de la isla de Sharp, al este del canal de navegación, que ese día rebosaba de tráfico.

–Buena idea -asintió Pam-. Pero no conozco ninguna tienda buena.

La joven miró la brújula como un piloto experimentado.

–Son fáciles de encontrar. No hay más que fijarse en el aparcamiento.

–¿Eh?

–Lincolns and Caddys, cariño; siempre tienen buenas ropas -apuntó Kelly-. Nunca falla.

Tal como él esperaba, Pam se echó a reír. Kelly estaba asombrado del férreo dominio que parecía ejercer sobre sí misma, pese al desagradable trance que le esperaba.

–¿Dónde pasaremos la noche?

–A bordo -contestó Kelly-. Aquí estaremos seguros.

Pam se limitó a hacer un gesto de asentimiento, pero él se lo explicó igualmente.

–Ahora tienes un aspecto diferente y a mí no me conocen. Tampoco conocen mi automóvil, ni mi barco. Frank Allen no sabe tu nombre, ni siquiera sabe que eres una chica. Son medidas de seguridad. No puede pasarnos nada.

–Tienes razón -dijo Pam, dándose la vuelta y sonriéndole.

La confianza que irradiaba el rostro de la joven le calentó la sangre y sirvió de alimento a su ya fortalecido ego.

–Esta noche lloverá -comentó Kelly, señalando las lejanas nubes-. Eso también es bueno. Disminuye la visibilidad. Solíamos hacer un montón de operaciones bajo la lluvia. Las personas distienden la vigilancia cuando están empapadas.

–Realmente sabes mucho de esas cosas, ¿no?

Kelly esbozó una sonrisa viril.

–Las aprendí en una escuela muy dura, cariño.

Llegaron a puerto tres horas después. Kelly inspeccionó el estacionamiento y tomó nota de que el Scout estaba en el lugar de costumbre. Envió a Pam bajo cubierta mientras amarraba el barco y luego la dejó a bordo mientras iba a traer el automóvil directamente al muelle. Siguiendo sus instrucciones, Pam saltó del yate al Scout, sin mirar a izquierda ni derecha, y Kelly arrancó de inmediato. El día acababa de comenzar. Se dirigieron a la ciudad y encontraron un centro comercial en Timonium, donde Pam pasó dos horas -interminables para Kelly- eligiendo tres bonitos conjuntos que él pagó en efectivo. Pam se puso el que más le gustaba (una falda y una blusa de aspecto sencillo y que armonizaba bastante bien con la indumentaria de Kelly -americana sin corbata-, que vestía según sus propios gustos; es decir, de un modo confortable).

Comieron en un discreto restaurante de la misma zona, en un apartado de un rincón. Kelly no lo dijo, pero necesitaba una buena comida -Pam se conformaba con pollo asado-; la joven aún tenía que aprender muchas cosas sobre el arte culinario.

–Te ves realmente bien, relajada -comentó Kelly, bebiendo un sorbo del café que le habían servido después de la comida.

–Jamás hubiese imaginado que me sentiría de este modo. Quiero decir, apenas han transcurrido… ni siquiera tres semanas.

–Así es -asintió Kelly, dejando la taza sobre la mesa-. Mañana iremos a ver a Sarah y a sus amigos. En un par de semanas todo será distinto, Pam.

Kelly cogió la mano izquierda de Pam y deseó que algún día llevase un anillo de oro en el dedo anular.

–Sí, lo creo. Realmente lo creo.

–Eso está bien.

–¿Qué hacemos ahora? – preguntó la chica.

Habían terminado de comer y aún faltaban muchas horas para la reunión con el teniente Allen.

–¿Damos una vuelta en coche?

Kelly dejó el dinero sobre la mesa y se dirigieron al automóvil.

Ya había oscurecido. El sol estaba a punto de ocultarse y empezaba a llover. Kelly se dirigió hacia el sur por la York Road en dirección al centro de la ciudad, bien comido y relajado, sintiéndose seguro y preparado para la tarea de la noche. Al entrar en Towson, Kelly divisó los rieles del tranvía recientemente abandonado, que anunciaban las proximidades del centro de la ciudad e implicaban peligro. Sus sentidos se agudizaron inmediatamente. Sus ojos lanzaron rápidas miradas a izquierda y derecha, escudriñando calles y aceras y controlando cada pocos segundos los tres espejos retrovisores. Al montarse en el automóvil había puesto la pistola automática en su sitio habitual, en la funda bajo el asiento delantero, que le permitía sacar el arma con mayor rapidez que de la pistolera que llevaba al cinto; por lo demás, resultaba más cómoda de ese modo.

–¿Pam? – preguntó, sin dejar de vigilar el tráfico y cerciorándose de que las puertas llevaban puestos los seguros: una medida de seguridad que parecía escandalosamente paranoica.

–¿Sí?

–¿Hasta qué punto confías en mí?

–Confío en ti, John.

–¿Dónde habías estado… trabajando?

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que todo está oscuro y está lloviendo y que me gustaría echar un vistazo a ese lugar. – Sin siquiera mirarla, podía sentir la tensión en el cuerpo de Pam-. Escúchame, iré con cuidado. Si ves algo que te preocupa, saldré pitando a toda velocidad.

–Eso me da miedo -dijo Pam, pero se contuvo. ¿Acaso no confiaba en su hombre? Había hecho tanto por ella. La había salvado. Debía confiar en él, y él tenía que saber que confiaba en él. Demostrarle su confianza. Por tanto, preguntó-: ¿Prometes ir con mucho cuidado?

–Prometido. Apenas veas algo que te preocupe, nos largamos. – De acuerdo.

Aquello era asombroso, pensaba Kelly cincuenta minutos después. Allí había muchas cosas que jamás había visto. Cuántas veces había pasado con su coche por esa parte de la ciudad, sin detenerse nunca. Y hacía algunos años, ¿no había dependido su supervivencia del hecho de fijarse en todo, en cada ramita partida, en cada graznido repentino de un pájaro, en cada huella de pisadas? Sin embargo, había pasado en su coche por esa zona un centenar de veces y jamás se había fijado en lo que sucedía a su alrededor, debido a que era una jungla muy diferente, en la que se llevaba a cabo un juego muy distinto. Una parte de su conciencia le decía: «Y bien, ¿qué esperabas?» Pero la otra parte le advertía que allí siempre había habido peligro y que no se había molestado en percibirlo, aunque la advertencia había sido tajante y clara.

El entorno era ideal. Simplemente, perfecto. Reinaba la oscuridad bajo un cielo encapotado y sin luna. La única iluminación provenía de las escasas farolas que arrojaban solitarios círculos de luz sobre las aceras tan desiertas como activas. Los chaparrones eran intermitentes, algunos bastante fuertes, la mayoría moderados, pero todos suficientes para mantener las cabezas gachas y reducir la visibilidad, y para aplacar la curiosidad normal de las personas. Eso le venía a Kelly de maravillas, ya que circulaba dando vueltas a las manzanas, alerta a cualquier cosa sospechosa. Advirtió que no todas las farolas funcionaban. ¿Se debía a la desidia de los empleados municipales o a la voluntad de los «hombres de negocios» de la zona? Quizá un poco de ambas cosas, pensó Kelly. A los encargados de cambiar los focos aquello no podía interesarles mucho, y un billete de veinte dólares podría convencerles de ser un poco lentos o quizá de no ajustar el foco. En todo caso, se creaba un ambiente. Las calles estaban oscuras, y la oscuridad había sido siempre la amiga de confianza de Kelly.

Aquellos barrios eran tan… tristes, pensó Kelly. Destartaladas fachadas comerciales de lo que habían sido pequeñas tiendas de ultramarinos, probablemente arruinadas por los grandes super-mercados, que a su vez se vieron hundidos por los disturbios del sesenta y ocho, dejando así un hueco en el tejido económico de la zona. El destruido pavimento de las aceras estaba cubierto de toda clase de desperdicios. ¿Había gente que vivía allí? ¿Quiénes eran? ¿Qué hacían? ¿Qué aspiraciones tenían? No todos podían ser criminales. ¿Se esconderían por las noches? Y en tal caso, ¿qué ocurriría a la luz del día? Kelly había aprendido algo en Asia: otorga al enemigo una parte del día y se la apropiará y luego la ampliará, ya que los días tienen veinticuatro horas y querrá disponer de todas ellas para él y para sus actividades. No, no se puede dar nada al enemigo, ni tiempo, ni lugar, nada que pueda utilizar tranquilamente. Era así como se perdía una guerra, y allí se estaba desarrollando una guerra. Y los vencedores no eran las fuerzas del bien. Aquello era duro de encajar. Kelly ya había experimentado anteriormente lo que significaba tener la certeza de asistir a una guerra perdida.

Los camellos formaban un grupo heterogéneo, advirtió Kelly al pasar por sus zonas de venta. Sus posturas le revelaban la seguridad que sentían. A esa hora eran dueños de las calles. Podría haber competencia entre ellos, un repulsivo proceso darwiniano que determinaba quién sería el propietario de esta o aquella parte de tal o cual acera, quién tendría los derechos territoriales frente a esta o aquella ventana de cristales rotos, pero como resultado de esa competencia, las cosas pronto adquirirían cierta estabilidad, ya que, después de todo, la finalidad de la competencia era el negocio.

Giró a su derecha y enfiló una nueva calle. Esa idea le provocó un gruñido y una sonrisita irónica. «¿Una nueva calle?» No, todas aquellas calles eran viejas, tan viejas que la gente decente las había abandonado desde hacía muchos años, trasladándose a las afueras de la ciudad, a lugares más verdes, y dejando que otra gente, personas que al parecer valían menos que ellos, se establecieran allí. Y luego éstos también se habían mudado, con lo que el ciclo prosiguió durante varias generaciones hasta que la situación se deterioró hasta crear lo que veía en esos momentos. Kelly necesitó más de una hora para darse cuenta de que allí también había personas y no sólo aceras llenas de porquería y delincuentes. Una mujer y un niño venían de una parada de autobús. Kelly se preguntó dónde habrían estado. ¿Volverían de visitar a una tía? ¿Acaso de la biblioteca pública? De algún lugar cuyo atractivo mereciese tanto la pena que no le importaba tener que dar ese paseo tan desagradable desde la parada de autobús hasta su casa, soportando escenas, voces y gentes cuya mera presencia podía perjudicar la salud mental del niño.

Kelly irguió la espalda y entrecerró los párpados. Aquello era algo que había visto anteriormente. Incluso en Vietnam, un país en guerra desde antes de que él naciera, había padres e hijos y una necesidad desesperada de tener algo que pudiera asemejarse a la normalidad. Los niños necesitan jugar buena parte del tiempo, tienen que ser cuidados y amados, protegidos de los aspectos más crueles de la realidad, en la medida en que el valor y el talento de sus padres puedan conseguirlo. Y eso era también verdad en ese lugar. En todas partes había víctimas, todas inocentes en mayor o menor grado, y los niños eran las más inocentes. Eso podía verse allí, a cincuenta metros de distancia, cuando la joven madre cruzó la calle con su hijo cogido de la mano, cerca de la esquina donde se encontraba un traficante que estaba realizando una transacción. Kelly aminoró la marcha para permitir a la mujer que pasase y deseó que el niño pudiese advertir cuán afortunado era de que su madre le cuidara y le demostrara afecto. ¿Repararían los traficantes en la presencia de aquella mujer? ¿Los ciudadanos normales eran dignos de ser tenidos en cuenta? ¿Se encontraban a salvo? ¿Eran clientes potenciales? ¿Acaso un estorbo? ¿Víctimas? ¿Y qué pasaba con el niño? ¿Les preocupaba? Probablemente no.

–Mierda -maldijo por lo bajo, hablando consigo mismo, con un tono demasiado imparcial como para revelar su indignación.

–¿Qué pasa? – preguntó Pam. La joven iba apoyada contra el respaldo y separada de la ventana.

–Nada, lo siento.

Kelly sacudió la cabeza y siguió observando. De hecho, empezaba a divertirse. Era como una misión de reconocimiento. Reconocimiento significaba aprendizaje, y el afán de aprender había sido siempre una pasión para Kelly. Allí había algo que le era completamente nuevo. Desde luego era maligno, destructivo y repugnante, pero también era distinto, y le excitaba. Aferró con ambas manos el volante.

También los clientes de los canallas formaban un grupo heterogéneo. Algunos parecían del lugar, se les podía distinguir por su color y por las ropas raídas. Algunos eran más adictos que otros, y Kelly se preguntó qué significaba aquello. ¿Los que en apariencia llevaban una vida normal eran los novatos? ¿Los que andaban a rastras eran los veteranos de la autodestrucción, los que se precipitaban alocadamente hacia sus propias muertes? ¿Cómo podía una persona normal contemplarlos y no sentirse atemorizada ante la posibilidad de autodestruirse con las drogas? ¿Qué impulsaba a la gente a hacer aquello? Kelly estuvo a punto de detener el coche cuando le asaltaron aquellas preguntas. Pero las respuestas escapaban a su experiencia.

Y también había otros, personas con automóviles más o menos caros, tan limpios que probablemente venían de las afueras de la ciudad, donde había que mantener ciertos niveles. Adelantó a un Buick y echó una rápida mirada al conductor. Incluso llevaba corbata, pero floja y con el cuello desabrochado, seguro que a causa del nerviosismo que le provocaba aquel vecindario. Con una mano bajaba la ventanilla, mientras la otra descansaba en el volante, y el pie derecho sin duda en el pedal del acelerador, preparado para salir de estampida en caso de presentir peligro. Aquel conductor debia tener los nervios de punta, pensó Kelly, observándolo por el espejo retrovisor. No podía sentirse a gusto en aquel lugar, pero estaba allí. Sí, ahora Kelly lo vio. El dinero pasó a través de la ventanilla, el conductor recibió algo a cambio y el automóvil se alejó rápidamente entre el denso tráfico de la calle. Sin perderlo de vista, Kelly siguió al Buick durante unas manzanas, torció a la derecha y luego a la izquierda para entrar en una arteria principal. El automóvil se pasó al carril de la izquierda, que no abandonó mientras se alejaba de aquella parte lúgubre de la ciudad sin llamar la atención del detestable policía de tráfico con su libreta de multas.

Sí, la policía, pensó Kelly cuando abandonó la persecución.

¿Dónde demonios estaba? La ley acababa de ser violada con todo el drama aparente de una fiesta de barrio, pero la policía no se veía por ninguna parte. Meneó la cabeza cuando viró para regresar a la zona donde se traficaba con droga. La diferencia con su propio barrio de Indianápolis, sólo unos diez años atrás, era enorme. ¿Cómo podían haber cambiado las cosas tan rápidamente? ¿Y cómo él las había pasado por alto? Sus años en la Armada y su vida en la isla le habían aislado de todo. Era un extraño, un ingenuo, un turista en su propia patria.

Observó a Pam. Parecía sentirse bien, aunque algo nerviosa. Aquellas gentes eran peligrosas, pero no para ellos. Había tenido buen cuidado de permanecer invisible, de conducir como cualquier otro, merodeando por las pocas manzanas de la zona «comercial» sin seguir un comportamiento regular. Kelly no era ciego a los peligros. Si alguien se hubiese fijado en él y en su vehículo con especial interés, él se habría dado cuenta. Por lo demás, seguía teniendo la pistola automática al alcance de la mano. Por muy espantosos que pudiesen parecer esos tipos, no eran nada comparados con los norvietnamitas y con los hombres del vietcong, a los que Kelly se había enfrentado. Habían sido muy buenos. Pero él había sido mejor. En aquellas calles acechaban los peligros, sí, pero muy inferiores a los que Kelly ya había sobrevivido.

A unos cincuenta metros se encontraba un camello vestido con una camisa de seda color pardo o rojo oscuro. Era difícil distinguir los colores en aquella parca iluminación, pero la camisa era de seda por la forma en que reflejaba la luz. Probablemente seda auténtica, se dijo Kelly. Había cierto exhibicionismo en esa chusma. Pero, ¿acaso eso era prueba suficiente de que estaban infringiendo la ley? No; de ese modo sólo hacían saber a la gente lo osados y atrevidos que eran.

«Estúpido -pensó Kelly-. Muy estúpido el llamar la atención de ese modo. Cuando uno hace cosas peligrosas tiene que ocultar la propia identidad, incluso la propia presencia, y siempre hay que dejarse al menos una ruta de huida.»

–Es asombroso que puedan escapar con eso -susurró Kelly, hablando consigo mismo,

–¿Cómo? – inquirió Pam, volviendo la cabeza.

–Son unos cretinos -respondió Kelly, señalando al camello apostado en la esquina-. Aunque la policía no intervenga, ¿qué pasa si alguien decidiera…? Quiero decir que está recaudando un montón de dinero, ¿no?

–Probablemente un par de miles -contestó Pam.

–Bueno, ¿y qué pasa si alguien trata de robarle?

–Ocurre a veces, pero van armados, y si alguien intentara…

–¿Conoces al tipo en el umbral de la puerta?

–Ese es el verdadero traficante, Kelly. El tipo de la camisa es su lugarteniente. Es el encargado de realizar la… ¿Cómo llamas a eso?

–Transacción -contestó secamente Kelly, recordándose que había pasado algo por alto, que había permitido que su orgullo se impusiera a su precaución. No es una buena costumbre, se dijo.

Pam hizo un gesto de asentimiento.

–Eso es. Fíjate, fíjate en él ahora.

Kelly presenció con toda claridad la transacción completa. El conductor de un automóvil -otro visitante de las afueras de la ciudad, pensó Kelly- entregó su dinero (teóricamente, ya que Kelly no pudo verlo, pero estaba seguro de que no se trataba de una tarjeta de crédito). El lugarteniente se metió la mano en la camisa y luego le entregó algo. Cuando el automóvil se alejó, el tipo de la camisa de seda cruzó la acera, y entre las sombras se realizó otro intercambio.

–¡Ya lo tengo! El lugarteniente lleva la droga y la vende. Luego entrega el dinero a su jefe. El jefe recoge las ganancias, pero también va armado para cuidar de que nada salga mal. No son tan estúpidos como parecen.

–Son bastante listos.

Kelly asintió con la cabeza y tomó nota mentalmente de aquello, censurándose por haberse equivocado un par de veces en sus deducciones. Sin embargo, precisamente por eso se hacía un reconocimiento, a fin de cuentas.

«No te sientas tan a tus anchas, Kelly -se dijo-. Ahora sabes que allí hay dos delincuentes, uno de ellos armado y al acecho en el umbral de la puerta.»

Se arrellanó en el asiento y agudizó la mirada en busca del posible peligro, tratando de discernir pautas de conducta. El objetivo real era el individuo oculto en el umbral. El mal llamado «lugarteniente» no sería más que un contratado, quizá un aprendiz, sustituible sin duda alguna, alguien que viviría de las migajas o de las comisiones. El tipo al que apenas podía distinguir en la penumbra era el enemigo auténtico. Y eso justificaba el tiempo empleado en el reconocimiento, ¿o no? Se sonrió al recordar un comisario político regional del ejército novietnamita. A la misión se le asignó incluso un nombre en clave: ERMINE COAT. Durante cuatro días había seguido los pasos a aquel hijoputa, después de haberlo identificado sin lugar a dudas, tan sólo para asegurarse de que aquél era su hombre, y para informarse de sus costumbres y para determinar el mejor medio de expedirle un pasaporte al otro barrio. Kelly jamás olvidaría la mirada de aquel hombre cuando la bala le atravesó el pecho. Y luego la marcha de seis kilómetros hasta el campamento, mientras la patrulla de persecución norvietnamita seguía una dirección equivocada, gracias a la carga de explosivos incendiarios con que les despistó.

¿Qué pasaría si aquel hombre en las sombras era su objetivo? ¿Cómo lo haría? Resultaba un juego mental interesante. La sensación fue sorprendentemente placentera. Se sentía como un águila vigilante, seleccionando su presa, pero más aún como un depredador situado en la cima de la cadena del comer y ser comido, todavía sin hambre, dejándose llevar por las corrientes ascendentes y cerniéndose luego sobre sus víctimas. Se sonrió, haciendo caso omiso de las advertencias que empezaba a enviarle la parte de su cerebro que acumulaba las experiencias del combate.

¡Vaya! Un automóvil. Un vehículo de gran potencia, un Plyrnouth Roadrunner, rojo como una manzana, a unos cien metros de distancia. Había algo extraño en el modo en que…

–Kelly… -dijo Pam, poniéndose repentinamente tensa.

–¿Qué pasa?

Bajó instintivamente la mano, empuñó la cuarenta y cinco y la sacó un centímetro de su funda, sintiendo el placer del roce de la madera de la culata, pero el hecho de que hubiese echado mano de la pistola y hubiese sentido la necesidad repentina de aquel placer significaban un mensaje que su mente no podía ignorar. La parte precavida de su cerebro empezaba a imponerse, sus instintos de combatiente empezaban a hacerse oír, Eso le provocó una oleada de orgullo reflexivo. «Qué maravilla -parecía decir por el rabillo del ojo- que todavía sea capaz de reaccionar así cuando lo necesito…»

–Conozco ese automóvil… es…

La voz de Kelly adoptó un tono de serenidad:

–Está bien, larguémonos.

Kelly aceleró, maniobrando hacia la izquierda para adelantar al Roadrunner. Pensó en decir a Pam que se agachase, pero no fue necesario. En menos de un minuto va se habría alejado y entonces… «¡Maldita sea!»

Un cliente de la alta burguesía, que acababa de realizar una compra, en su afán por abandonar rápidamente aquel lugar surgió súbitamente por delante del Roadrunner al volante de un convertible negro Kharaman-Ghia. Pero tuvo que dar un frenazo para evitar chocar con otro automóvil cuyo conductor estaba intentando adelantar al Roadrunner. Kelly pisó el freno para impedir una colisión frontal. Pero los respectivos movimientos de los coches le jugaron una mala pasada y fue a detenerse casi al lado del Roadrunner, cuyo conductor se apeaba en ese momento. En vez de encaminarse hacia delante, el tipo optó por rodear la parte trasera de su automóvil, y al volverse sus ojos se encontraron a menos de un metro del rostro de Pam, contraído por el terror. Kelly lo estaba mirando, pues tenia la certeza de que aquel hombre representaba un peligro potencial. En los ojos del hombre vio que había reconocido Pam.

–Lo he visto -dijo Kelly con enigmático aplomo, con su voz de combatiente.

Giró el volante hacia la izquierda, pisó el acelerador y dejó atrás al pequeño automóvil deportivo. Kelly alcanzó la esquina pocos segundos después y, tras una mínima pausa para comprobar el tráfico, giró violentamente a la izquierda para abandonar aquella zona.

–¡Me ha reconocido! – exclamó Pam, a punto de echarse a llorar.

–Tranquila, Pam -contestó Kelly, vigilando la carretera y mirando por el retrovisor-. Nos estarnos alejando de ese lugar, estás conmigo y estás a salvo.

«Idiota! – gritaron sus instintos al resto de su conciencia-. Harías mejor en rezar para que no te siguiesen. Ese coche tiene el triple de potencia que el tuyo y…»

–De acuerdo… -balbuceó Pam.

Las brillantes luces de unos faros realizaron el mismo viraje que Kelly había ejecutado hacía veinte segundos. Kelly las vio dar bandazos de izquierda a derecha. El automóvil aceleraba con potencia y daba coletazos sobre el mojado asfalto. Doble línea de faros. No era el Karman-Ghia.

«Ahora corres peligro -le comunicaron sus instintos-. Aún no sabemos cuánto peligro, pero es hora de despertar.»

«Está bien.»

Kelly empuñó el volante con ambas manos. El arma podía esperar. Evaluó la situación, que no tenía mucho de huerta. Su Scout no lo resistiría. No era un automóvil deportivo, ni era un coche potente. Tenía cuatro encanijados cilindros bajo el capó. El Plymouth Roadrunner tenía ocho, cada uno de los cuales era más potente que eso a lo que Kelly llamaba cilindros. Peor aún, el Roadrunner estaba fabricado para acelerar a gran velocidad y agarrarse fuertemente a la carretera, mientras que el Scout había sido diseñado para andar despacio por terreno no pavimentado a una velocidad moderada. Eso no presagiaba nada bueno.

Los ojos de Kelly dividieron su tiempo equitativamente entre el parabrisas y el espejo retrovisor. Ya no había mucha distancia entre los dos coches, y el Roadrunner la estaba acortando con gran rapidez.

«¿Cuáles son mis ventajas?› Su cerebro se ocupó de numerarlas. «Tu coche no es completamente inservible, es una pequeña mula bastante robusta. Tienes unos parachoques grandes y resistentes, y tu posición elevada y tu buena visibilidad hacen que puedas embestir con gran eficacia. ¿Y qué me dices de la carrocería? Ese Plymouth puede ser un símbolo de estatus social para memos, pero este cacharro tuyo puede ser (es) un arma, y tú sabes utilizar las armas.» La mente se le despejó completamente.

–Pam -dijo Kelly lo más serenamente que pudo-, ¿quieres echarte al suelo, cariño?

–¿Qué ocurre…?

La chica empezó a volver la cabeza, temblando de miedo, pero Kelly extendió la diestra y la empujó hacia el suelo.

–Parece que alguien nos sigue. Deja que yo me encargue de esto, ¿de acuerdo?

La última parte aún imparcial de su conciencia se sentía orgullosa de la serenidad y la confianza de Kellv. Sí, había peligro, pero Kelly conocía el peligro, y bastante más que esos tipos del Roadrunner. Si querían recibir una lección sobre lo que era realmente el peligro, habían elegido el maestro adecuado.

El volante vibró al tacto de Kelly cuando lo giró levemente a la izquierda. De inmediato frenó y le imprimió un fuerte giro a la derecha. No podía coger las curvas tan bien como el Roadrunner, pero esas calles eran anchas y el llevar la delantera le permitía elegir la ruta y el momento para ejecutar cualquier maniobra. Quitárselos de encima sería muy difícil, pero sabía dónde estaba la próxima comisaría de policía. Todo era cuestión de conducirlos hasta allí. A partir de ese momento interrumpirían el contacto.

Podían dispararle, podían encontrar un medio de inutilizar su automóvil, pero en ese caso dispondría de su cuarenta v cinco y un cargador de repuesto y una caja de municiones en la guantera. Quizá fuesen armados, pero seguro que no tenían mucha práctica. Dejaría que se acercasen… ¿Cuántos serían? ¿Dos? ¿Quizá tres? Debió haber verificado eso, se dijo, pero recordó que no había tenido tiempo para ello.

Kelly miró por el espejo. Instantes después obtenía su recompensa. A una manzana de distancia, los faros de un automóvil enfocaron directamente al Roadrunner, atravesándolo con sus haces de luz. Eran tres hombres. Kelly se preguntó qué armas llevarían. En el peor de los casos, se trataría de una escopeta. Aunque realmente el peor de los casos sería que llevasen un fusil de repetición, pero los matones callejeros no eran soldados, por lo que eso era muy improbable.

«Quizá no, pero no hagas ninguna presunción», le replicó el cerebro.

Su pistola automática era tan mortífera como un fusil. Dio gracias a Dios por haber tenido la idea de practicar durante la semana. «Si llegara el caso, deja que se acerquen y tiéndeles una emboscada.» Kelly sabía todo cuanto había que saber acerca de emboscadas. «Atráeles y vuélales la tapa de los sesos.»

El Roadrunner se encontraba a unos diez metros y su conductor se estaba preguntando qué debía hacer.

«Esa es la parte más difícil, ¿no? – pensó Kelly, metiéndose en la mente de sus perseguidores-. Puedes acercarte cuanto quieras, pero yo sigo estando protegido por una tonelada de metal. ¿Qué piensas hacer ahora? ¿Embestirme?»

No, aquel conductor no era un loco de remate. En el parachoques trasero, el Scout llevaba el gancho para el remolque, y chocarle por atrás significaría empotrarse hasta el mismísimo radiador. Demasiado peligroso.

El Roadrunner efectuó un giro a la derecha y encendió sus potentes luces largas, pero el ir por delante le sirvió de ayuda a Kelly, que giró a la derecha para cerrarle el paso. Se dio cuenta de que el otro conductor no tendría las agallas suficientes como para arremeter. Escuchó los chirridos de los neumáticos del Roadrunner al frenar para evitar el encontronazo. «No quieres rayar tu pintura roja, ¿eh? ¡Buena noticia para un cambio de táctica!» El Roadrunner giró entonces a la izquierda, pero Kelly volvió a obstruirle el paso. Kelly pensó que aquello era como un duelo de bordadas entre veleros.

–Kelly, ¿qué esta pasando? – balbuceó Pam.

Kelly respondió con el mismo tono sereno que había empleado durante los últimos minutos.

–No son muy listos.

–Es el automóvil de Billy, le gusta correr.

–Conque Biily, ¿eh? Pues bien, a Billy le gusta demasiado su automóvil. Si deseas herir a alguien, has de estar dispuesto a hacerlo…

Sólo para sorprenderlos, Kelly dio un ligero frenazo. El Scout se levantó de atrás, ofreciendo a Billy una vista realmente buena del gancho cromado del remolque. Luego Kelly aceleró mientras vigilaba la reacción del Roadrunner. «Sí, quiere seguirme de cer-

ca, pero le puedo intimidar con gran facilidad, y eso es algo que no le gustará. Probablemente es un pequeño bastardo presumido. Aquí me tienes, así es como lo hago…»

Kelly decidió acabar el juego limpiamente. No tenía sentido complicar las cosas. Sabía, sin embargo, que tendría que hacerlo con meticulosidad y destreza. Su cerebro empezó a medir ángulos y distancias…

Kelly pisó el acelerador y tomó una curva cerrada para doblar una esquina. Estuvo a punto de volcar, pero se había preparado para eso, e incluso recobró el equilibrio de un modo algo chapucero, para que Billy, evidentemente muy ufano de sus propias habilidades, pensase que Kelly era un pésimo conductor. El Roadrunner aprovechó su buena suspensión y sus gruesos neumáticos para acortar la distancia y guardar fila con el Scout de Kelly por la banda trasera de estribor. Una colisión deliberada podría dejar al Scout completamente fuera de control. El Roadrunner llevaba ahora las de ganar, o al menos eso pensaba su conductor.

«Bien…»

Kelly no podía girar a la derecha, pues Billy le había bloqueado esa posibilidad. Así que dio un fuerte viraje a la izquierda, metiéndose por una calle que atravesaba una amplia franja de terrenos baldíos. Seguro que pensaban construir allí una autopista. Las casas habían sido derribadas y sus cimientos estaban rellenos de tierra, y la lluvia de la noche había convertido aquello en un cenagal.

Kelly volvió la cabeza para echar un vistazo al Roadrunner. ¡Oh, oh! Estaban bajando la ventanilla del acompañante. Eso quería decir armas. «Ciérrate un poco más al tomar las curvas, Kelly…› Sin embargo, la situación podía redundar en su propio beneficio. Les permitió que le viesen la cara, al contemplar fijamente el Roadrunner con la boca abierta y fingiendo miedo. Pisó el freno y giró bruscamente a la derecha. Pam soltó un grito, asustada por el repentino traqueteo.

El Roadrunner tenía mavor potencia, tal como sabía su conductor, mejores neumáticos y mejores frenos, y el conductor tenía unos reflejos excelentes, de todo lo cual ya se había percatado Kelly, que en esos momentos contaba con ello. La maniobra de frenado de Kelly fue imitada y casi equiparada por el Roadrunner, que a continuación viró, saltando también sobre el agrietado pavimento de una barriada desaparecida, siguiendo al Scout a través de lo que había sido una manzana de casas, dirigiéndose directamente hacia la trampa que Kelly le había preparado. El Roadrunner cayó en ella tras recorrer unos veinte metros.

Kelly ya había hecho el cambio de marchas. El lodazal tendría sus buenos veinte centímetros de espesor y no había peligro de que el Scout se quedase empantanado, pero todas las probabilidades apuntaban a lo contrario. Sintió que su coche aminoraba la marcha y que las ruedas se hundían un palmo en la viscosa superficie, pero luego los enormes neumáticos, de bandas ásperamente perfiladas, se agarraron al suelo y volvieron a cobrar velocidad. Sólo entonces Kellv volvió la mirada.

Los faros le informaron de lo sucedido. El Roadrunner, ya de por sí demasiado bajo para el irregular pavimento de las calles de la ciudad, se inclinó violentamente hacia la izquierda cuando sus ruedas empezaron a patinar sobre la superficie gelatinosa, y cuando el vehículo aminoró la marcha, las revoluciones de sus ruedas sólo sirvieron para excavar zanjas encharcadas. Las luces de los faros fueron perdiendo intensidad a medida que el poderoso motor de su automóvil cavaba su propia tumba. El vapor se elevó por un momento cuando el recalentado motor hizo hervir el agua estancada.

La carrera había terminado.

Tres hombres se apearon del automóvil y se limitaron a permanecer de pie, incómodos por el barro que ensuciaba sus lustrosos zapatos, contemplando a su coche, hasta hace unos instantes reluciente, tumbado en el fango como un cerdo exánime. Parecían abatidos. Cualesquiera hubiesen sido sus perversos planes, habían fracasado a causa de unas gotas de lluvia y unos palmos de tierra. «Me alegra saber que todavía no he perdido», pensó Kelly.

Luego miraron hacia el lugar donde se encontraba Kelly, a unos treinta metros de distancia.

¡Cretinos! – gritó Kelly a través de la llovizna-. ¡Mirad a vuestro alrededor, gilipollas!

Puso en marcha su coche, y tuvo la precaución de no perderles de vista ni por un momento. Eso le había hecho ganar la carrera, se dijo Kelly. La precaución, la inteligencia, la experiencia. Y también el haber arrostrado el riesgo. Condujo el Scout hacia una franja pavimentada y se alejó de allí, mientras oía el golpeteo de las bolitas de barro que lanzaban los neumáticos contra los guardabarros.

–Ya te puedes incorporar, Pam. No volveremos a verlos durante una temporada.

Pam se sentó en el asiento y miró hacia atrás. La imagen de Billy y su Roadrunner la hizo palidecer de nuevo.

–¿Cómo lo hiciste?

–Me limité a dejar que me persiguieran hasta el lugar que yo había elegido -explicó Kelly-. Su automóvil es estupendo para carretera, pero no es tan bueno para caminos de tierra.

Pam sonrió, satisfecha de Kelly, y mostrando un coraje que no sentía, pero que cerraba el episodio tal como Kelly podría contárselo a algún amigo. Kelly echó un vistazo a su reloj. Faltaba poco más de una hora para el cambio de turno en la comisaría de policía. Billy y sus amigos se quedarían allí empantanados durante un buen rato. Así pues, lo mejor sería buscarse un lugar tranquilo para esperar. Por lo demás, Pam aparentaba necesitar un poco de sosiego. Estuvo dando vueltas durante un rato y luego, al encontrar una zona de calles tranquilas, aparcó el automóvil.

–¿Cómo te sientes? – preguntó.

–Ha sido peligroso -repuso Pam, bajando la mirada y temblando lastimosamente.

–Escúchame, podemos volver al barco y…

–No! Billy me violó… y asesinó a Helen. Si alguien no lo impide, volverá a hacerlo con otras chicas, lo sé…

Kelly sabía que esas palabras habían sido pronunciadas más para sí misma que para él. Era algo que ya había presenciado anteriormente. Era el valor, que siempre iba emparejado con el miedo. Era lo que impulsaba a las personas a realizar misiones y también lo que determinaba las misiones que elegían. Pam había conocido las tinieblas y había encontrado la luz; ahora tenía que llevar esa luz a los demás.

–Está bien, pero después de hablar con Frank, procuraremos sacarte lo más rápidamente de Dodge City.

–Me encuentro perfectamente -mintió Pam, sabiendo que él sabía que mentía y enfadada por desconocer hasta qué punto entendía realmente Kelly sus sentimientos en esos momentos.

«Claro que lo estás», estuvo a punto de decirle Kelly, pero la chica aún no estaba acostumbrada a ese tipo de cosas. Así que le preguntó:

–¿Cuántas chicas hay?

–Doris, Xantha, Paula, Maria y Roberta… Todas son como yo, John. Y también estaba Helen… a la que asesinaron, y nos obligaron a presenciarlo.

–Bien, con un poco de suerte, podrás hacer algo por ellas, cariño.

Kelly le pasó el brazo por el hombro y al cabo de un rato ella dejó de temblar.

–Tengo sed -dijo Pam.

–En el asiento de atrás hay una nevera portátil.

Pam sonrió y se volvió en el asiento para alcanzar un refresco… y de repente su cuerpo se puso rígido. La joven lanzó un grito sofocado y Kelly percibió en su piel aquella sensación tan desagradable como harto familiar, la sensación de una descarga eléctrica que le recorría todo el cuerpo. La sensación del peligro.

–!Kelly! – gritó Pam.

La joven miraba hacia el ángulo izquierdo de la ventanilla trasera. Kelly ya estaba alargando la mano para empuñar su arma, dándose la vuelta mientras lo hacía, pero era demasiado tarde, y una parte de su conciencia ya lo sabía. Le pasó por la cabeza el pensamiento humillante de que había fallado miserable, fatalmente, pero ignoraba cómo había ocurrido y tampoco había tiempo para descubrirlo, ya que, antes de que pudiese alcanzar su pistola, se produjo un fogonazo y sintió un impacto en la cabeza, seguido de tinieblas.

VII. MEJORIA

Fue un agente de policía, en su ronda rutinaria, quien encontró el Scout. Chuck Monroe, que llevaba dieciseis meses en el cuerpo, justo lo suficiente para poder conducir en solitario un coche patrulla, había adquirido la costumbre de inspeccionar esa zona de su distrito tras haber recorrido las calles. No había mucho que hacer con respecto a los traficantes -eso incumbí a la brigada de narcóticos -, pero podía «exhibir la bandera», expresión que había aprendido en el cuerpo de Infantería de marina. De veinticinco años de edad, recientemente casado, lo bastante joven como para albergar aún espíritu de entrega y dolido por lo que estaba sucediendo en su ciudad y en su viejo barrio, el agente advirtió el Scout era una vehículo inhabitual en esa zona. Decidió inspeccionarlo y anotar la matricula, y fue entonces cuando se dió cuenta, para su asombro, de que el flanco izquierdo del automóvil había recibido por lo menos dos ráfagas de balas. El agente Monroe detuvo su coche, encendió las luces del techo e hizo la advertencia preliminar de rigor: «!Por favor, permanezcan, donde están!» Se apeó del coche, balanceando la porra con su mano izquierda mientras mantenía su diestra en la empuñadura del revólver de reglamento. Se acercó al automóvil. Policía muy bien entrenado. Chuck Monroe avanzo lenta y cautelosamente, escudriñando con la mirada.

–¡Oh, mierda!

Regresó al coche patrulla presurosamente lo primero que hizo fue solicitar refuerzos y una ambulancia, y a continuación, notificó a su comisaría de distrito el número de matrícula del automóvil. Después, tras coger el botiquín de primeros auxilios, se dirigió de nuevo al Scout. El tirador de la puerta del conductor estaba atascado, así que metió el brazo por la ventanilla destrozada para abrirla por dentro. Lo que vio le heló la sangre.

La cabeza descansaba sobre el volante, junto con el brazo izquierdo, mientras la mano derecha colgaba entre las piernas. Todo el interior del coche estaba salpicado de sangre. El hombre aún respiraba, cosa que sorprendió al policía. Sin duda había sido una descarga de escopeta; había atravesado la carcasa del Scout y había dado a la víctima en la cabeza, en el cuello y en la parte superior de la espalda. Vio varios orificios en el cuerpo, de los que manaba sangre lentamente. La herida tenia un aspecto tan horrible como cualquiera de las muchas que Monroe ya había visto en las calles o en el cuerpo de infantería de marina, y sin embargo el hombre estaba vivo. Eso resultaba ten asombroso, que Monroe decidió no hacer nada. La ambulancia llegaría en unos minutos y pensó que cualquier acción que emprendiera podría empeorar las cosas. Monroe sostuvo el botiquín con su diestra, como si fuera un libro, y contempló a la victima con la desesperación del hombre de acción al que se le impide entrar en acción. Al menos el pobre diablo estaba vivo.

¿Quién era ese hombre? Monroe contemplo aquel cuerpo encorvado y decidió examinar su cartera. Se paso el botiquín a la mano izquierda y con la diestra trató de extraer la cartera del bolsillo interior de la chaqueta. Para su sorpresa, el bolsillo estaba vacío, pero el roce de su brazo provocó una reacción: el cuerpo se movió apenas. Eso no era bueno. Monroe intentó sujetarlo, pero entonces también se movió la cabeza, y el policía sabía que la cabeza debía permanecer quieta, por lo que, en una reacción tan instintiva como errónea, la toco con su mano: un grito de pánico se extendió por la oscura y encharcada. calle antes de que el cuerpo quedase de nuevo inerte.

–¡Mierda!

Monroe se miró sus dedos ensangrentados e inconscientemente se los restregó en los pantalones azules de su uniforme. En ese instante oyó la sirena de la ambulancia del cuerpo de bomberos, aproximándose, y el agente rezó en voz baja, dando gracias de que las personas adecuadas le quitaran ese peso de encima.

Pocos segundos después la ambulancia aparecía por la esquina. El vehículo, parecido a una gran caja pintada de rojo y blanco, se detuvo delante del coche patrulla y sus dos ocupantes se dirigieron inmediatamente hacia el policía.

–¿Qué tenemos aquí?

En cierto modo, esas palabras no implicaban una pregunta. Rara era la vez que los enfermeros del cuerpo de bomberos tenían necesidad de preguntar. En esa zona de la ciudad y a esas horas de la noche, seguramente no se trataba de un accidente de tráfico, sino de un «trauma por penetración», como se llamaba en la escueta jerga de su profesión.

–¡Dios mío! – añadió el enfermero.

El otro enfermero va se dirigía de regreso a la ambulancia. En ese momento llegó un nuevo coche de policía.

–¿Qué ocurre? – preguntó el supervisor de guardia.

–¡Disparo de escopeta, a corta distancia, pero el tipo aún sigue vivo! – informó Monroe.

–No me gustan los tiros en la nuca -comento lacónicamente el enfermero.

–¿En la nuca? – inquirió el otro enfermero desde la parte trasera de la ambulancia.

–Sí. Como mueva la cabeza… ¡Maldita sea! – juró su compañero, sujetando con ambas manos la cabeza de la víctima.

–¿Documentación? – preguntó el sargento.

–No lleva cartera. Pero todavía no he tenido tiempo de echar un vistazo a fondo.

–¿Has dado parte de la matrícula?

Monroe asintió con la cabeza.

El sargento iluminó con una linterna el interior del coche para ayudar a los enfermeros. Había sangre por todas partes, pero nada más. Salvo una especie de nevera portátil en el asiento de atrás.

–¿Algo más? – preguntó el sargento.

–No había ni un alma en toda la calle cuando llegue -contestó Monroe, echando un vistazo a su reloj de pulsera-. Hace unos once minutos.

Los dos policías se echaron a un lado, haciendo sitio a los enfermeros para que realizaran su labor.

–¿Lo conocías de algo?

–No, sargento.

–Echa un vistazo en las aceras.

–De acuerdo.

–Me pregunto el motivo de todo esto -inquirió el sargento, sin dirigirse a nadie en particular. Contemplando el cuerpo y toda aquella sangre, pensó con pesar que quizá el caso quedaría sin resolver. La mayoría de los crímenes que se perpetraban en esa zona nunca se llegaban a esclarecer. Se volvió hacia los enfermeros y preguntó-: ¿Cómo se encuentra, Mike?

–Ha perdido mucha sangre, Bert. Ha sido un disparo de escopeta, sin duda -contestó el enfermero, señalando la región cervical de Kelly-. Tiene un buen puñado de perdigones en la nuca, algunos cerca de la médula espinal.

–¿Adónde lo llevaréis? – preguntó el sargento.

–El hospital de la universidad está abarrotado -le informó el enfermero joven-. Un accidente de autobús en la carretera de circunvalación. Tendremos que llevarlo al Hopkins.

–Tardaremos diez minutos más -dijo Mike-. Tú conduces, Phil, diles que tenemos un trauma grave y que necesitamos un neurocirujano preparado para operar.

–Con cuidado -dijo el enfermero joven mientras ambos hombres colocaban el cuerpo de Kelly sobre una camilla con ruedas. El cuerpo reaccionó ante el movimiento, y dos policías (acababan de llegar tres coches de policía) echaron una mano para colocarlo en su sitio, mientras los enfermeros le aplicaban unos torniquetes.

–Estás hecho una mierda, tío, pero te llevaremos al hospital en un santiamén -dijo Phil, dirigiéndose a aquel cuerpo que quizá conservaba consciencia como para entender sus palabras-. En marcha, Mike.

Cargaron la camilla en la ambulancia. Mike Eaton, el mayor de los enfermeros, ya estaba colocando el frasco para hacerle una transfusión sanguínea. Resultaba difícil localizar la vena con el hombre boca abajo, pero lo consiguió justamente cuando la ambulancia iniciaba su marcha. El viaje de dieciséis minutos hasta el John Hopkins Hospital fue aprovechado para controlar los signos vitales -la presión sanguínea estaba peligrosamente baja- y comenzar los preliminares del papeleo de rigor.

¿Quién eres?», preguntó Keaton para sus adentros. Muy buenas condiciones físicas, advirtió, veintiséis o veintisiete años. Aspecto muy extraño para ser un consumidor de drogas. De pie, ese individuo tendría un aspecto bastante robusto, pero ahora se parecía más a un niño grandullón, durmiendo con la boca abierta, aspirando oxígeno por la mascarilla de plástico con un ritmo respiratorio superficial demasiado lento a juicio de Eaton.

–¡Acelera! – gritó al conductor Phil Marconi.

–Las calles están mojadas, Mike, hago lo que puedo.

–¡No me vengas con ésas! ¡Se supone que los italianos sois unos locos al volante!

–Pero no bebemos tanto como vosotros -bromeó Phil-. Acabo de llamar, tendrán preparado al matasanos. Tienen una noche tranquila en el Hopkins, seremos los invitados de honor.

–Bien -repuso en voz baja Eaton, y contempló a su herido de bala. Con frecuencia resultaba solitario y un poco escalofriante ir en la parte trasera de la ambulancia, por eso le reconfortaban los aullidos de la sirena, que de otro modo le resultarían enervantes. La sangre goteaba de la camilla y las gotas danzaban por el suelo metálico como animadas de vida propia. Era algo a lo que uno jamás se acostumbraba.

–Dos minutos más -dijo Marconi por encima del hombro.

Eaton se dirigió a la parte trasera, preparándose para abrir la puerta. A los pocos momentos la ambulancia giró, se detuvo y luego maniobró rápidamente marcha atrás antes de detenerse. Las puertas traseras se abrieron de par en par antes de que Eaton pudiese alcanzar el picaporte.

–¡Mierda! – exclamó el interno de guardia-. Bien, chicos, lo llevaremos al tres.

Dos fornidos asistentes sacaron la camilla, mientras Eaton descolgaba el frasco del gancho y lo mantenía en alto al lado de la camilla en movimiento.

–¿Problemas en la universidad? – preguntó el interno.

–Accidente de autobús -contestó Marconi.

–En todo caso, mejor que no sea aquí. ¡Dios mío! ¿Qué le han hecho? – dijo el médico inclinándose para inspeccionar la herida sobre la marcha-. ¡Lleva encima al menos un centenar de perdigones!

–Espera a que le veas el cuello -dijo Eaton.

–¡Mierda…! – repitió por lo bajo el interno.

Lo transportaron hacia la espaciosa sala de urgencias. Cinco hombres levantaron al herido de la camilla y lo tendieron sobre una mesa de operaciones; el equipo médico puso manos a la obra. Eran dos médicos y un par de enfermeras.

El interno, Ciiff Severn, puso al descubierto delicadamente la parte cervical del cuello, tras haberse cerciorado de que tenía la cabeza bien sujeta. Tan sólo echó un vistazo.

–Afectada probablemente la medula espinal -dijo-. Antes de nada tenemos que hacerle una transfusión sanguínea.

Impartió una serie de órdenes. Y mientras las enfermeras preparaban dos aparatos de transfusión, Severn le quitó los zapatos al herido y le pasó un punzante instrumento de metal por la planta del pie izquierdo. El pie se movió. Perfecto, no había lesión nerviosa grave. Unas cuantas punzadas en las piernas también provocaron reacciones. Asombroso. Mientras tanto, una enfermera le extraía sangre para la habitual serie de pruebas. Severn apenas tenía que mirar a su alrededor, ya que las personas de su equipo, perfectamente preparadas, cumplían con sus respectivos trabajos. Lo que parecía un frenesí de actividades, era en realidad como los movimientos de la defensa de un equipo de fútbol: el resultado de meses de asidua práctica.

–¿Dónde demonios está el neuro? – preguntó Severn, alzando la mirada al techo.

–¡Aquí me tienes! – contestó una voz.

–¡Oh. profesor Rosen! – exclamó Severn.

Sam Rosen no estaba de muy buen humor, como pudo advertir en seguida el interno. La jornada de trabajo había sido de veinticuatro horas para el profesor Rosen. Lo que se preveía una operación de seis horas se había convertido en una maratón para salvar la vida de una anciana que había caído por las escaleras; un esfuerzo que había terminado sin éxito hacía apenas una hora. Debía haberla salvado, se decía Sam, aunque seguía sin saber en qué se había equivocado. Sentía más agradecimiento que enfado por esa ampliación de aquella jornada infernal. Quizá pudiese triunfar esta vez.

–Bien, ¿qué tenemos aquí? – preguntó secamente el profesor, – Herida de escopeta, señor, algunos perdigones muy cerca de la médula.

–Bien -dijo Rosen, inclinándose con las manos a la espalda-. ¿Y esos trozos de cristal?

–Iba en coche -informe Eaton desde el otro extremo.

–Hay que extraer todo eso y afeitarle el craneo -ordenó Rosen, inspecionando la heridas -¿Presión arterial?

–T. A. cincuenta, treinta -informo un practicante. Pulso de cuarenta y uno, débil.

–Tendremos mucha faena -comentó Rosen-. Este hombre tiene una conmoción muy fuerte. Veamos -añadió, haciendo una pausa-. El estado general del paciente parece bueno, buen tono muscular. Esperaremos a recobrar el volumen sanguíneo.

Rosen miró cómo empezaban a funcionar dos unidades de transfusión mientras hablaba. Las enfermeras de guardia eran especialmente buenas y Rosen les dirigió un gesto de aprobación.

–¿Qué hace tu hijo, Margaret? – preguntó a la de más edad.

–Comienza en Carnegie en septiembre -respondió la mujer, ajustando el control de goteo en la botella de plasma sanguíneo.

–Limpiemos ese cuello, Margaret. 'Tengo que echarle un vistazo.

–Sí, doctor.

La enfermera eligió un par de pinzas, cogió un grueso trozo de algodón, lo empapó en agua destilada y luego lo pasó cuidadosamente por el cuello del herido, quitando la sangre y dejando al descubierto las heridas propiamente dichas. La enfermera advirtió que realmente no eran tan graves como parecían. Entretanto, Rosen fue en busca de una bata esterilizada. Cuando regresó junto a la mesa de operaciones, Margaret Wilson ya había dispuesto una caja esterilizada de instrumentos. Eaton y Marconi permanecían de pie en un rincón, observándolo todo.

–Buen trabajo, Margaret -dijo Rosen, poniéndose las gafas-. ¿Qué piensa estudiar?

–Ingeniería.

–Eso está muy bien -contentó Rosen, levantando una mano-. Pinzas. – La enfermera Wilson le alcanzó un par-. Siempre hay trabajo para un joven y brillante ingeniero…

Rosen introdujo la punta de las pinzas en un orificio pequeño en la espalda del paciente, alejado de los órganos vitales. Con una delicadeza que resultaba casi cómica de observar debido a sus manazas, hurgó y extrajo una bolita de plomo., que alzó para verla a la luz.

–Cartucho del siete, según creo. Alguien confundiría a este hombre con un pichón. Es un feliz hallazgo -dijo. Ahora que conocía el tamaño de los perdigones y su probable penetración, agachó la cabeza para inspeccionar de cerca el cuello-. Hmmm…, ¿Presión arterial?

–Ya lo miro -dijo la otra enfermera desde el extremo de la mesa de operaciones-. Cincuenta y cinco, cuarenta. Está subiendo.

–Gracias -dijo Rosen, que seguía inclinado sobre el herido-. ¿Quién hizo la primera transfusión?

–Yo -contestó Eaton.

–Buen trabajo, bombero. – Rosen levantó la mirada y le hizo un guiño-. A veces pienso que vosotros salváis más vidas que yo. A éste se la habéis salvado, podéis estar seguros.

–Gracias, doctor. – Eaton no conocía muy bien a Rosen, pero tomó buena nota de aquello, dada la sólida reputación de aquel hombre. No todos los días un enfermero del cuerpo de bomberos recibía una alabanza de esa naturaleza de todo un señor catedrático-¿Cómo evolucionará…? Quiero decir, ¿la herida en el cuello…?

Rosen estaba encorvado examinando la herida.

–¿Los signos, doctor? – preguntó al interno jefe.

–Positivos. No hay indicios de daños periféricos -contestó Severn. Aquello se parecía a un examen, lo que siempre ponía nervioso al joven interno.

–Quizá no sea tan grave como parece, pero tendremos que limpiar la herida antes de que esos perdigones empiecen a emigrar. ¿Dos horas? – preguntó a Severn.

Rosen sabía que el interno de guardia era muy competente en procesos traumáticos.

–Quizá tres.

–En todo caso, antes echaré una cabezada. – Rosen miró su reloj de pulsera-. Me encargaré de él a las seis.

–¿Desea encargarse de esto personalmente?

–¿Y por qué no? Para eso estoy aquí. Este caso es sencillo, sólo requiere un poco de tacto.

Rosen pensaba que tenía derecho a intervenir en un asunto fácil, al menos una vez al mes. Como profesor titular tenía que atender un montón de casos difíciles.

–De acuerdo, señor.

–¿Hay alguna documentación del paciente?

–No -contestó Marconi-. La policía llegará de un momento a otro.

–Bien. – Rosen se enderezó y se desperezó-. ¿Sabe, Margaret? La gente como nosotros no debería trabajar a estas horas incivilizadas.

–Necesito el cambio de turnos -contestó la enfermera Wilson, que era la supervisora de enfermeras de ese turno-. Pero ¿qué es esto? – dijo tras una pausa.

–Veamos -repuso Rosen, acercándose a la mesa de operaciones.

–Lleva un tatuaje en el brazo -dijo la mujer.

La enfermera Wilson se sorprendió de la inesperada reacción del profesor Rosen.

La transición del sueño a la vigilia solía resultarle fluida a Kelly, pero no fue así en esa ocasión. Su primera sensación coherente fue de sorpresa, aunque no sabía exactamente de qué. A continuación le asaltó el dolor, un dolor menos intenso que la vaga premonición de que habría de sufrir muchísimo. Cuando se dio cuenta de que podía abrir los ojos, lo hizo, pero sólo para ver un suelo de linóleo gris. Algunas gotas de líquido reflejaban las brillantes luces fluorescentes que pendían sobre su cabeza. Se sintió un inútil y se dio cuenta de que los dolores más intensos los sentía en los brazos.

«Estoy vivo. ¿Por qué me sorprende?»

Oía los ruidos de personas moviéndose a su alrededor, conversaciones silenciosas, cuchicheos lejanos. El sordo sonido de una fresca corriente de aire provenía del aire acondicionado, una de cuyas rejillas probablemente se encontraba cerca, pues sentía en la espalda un frío en movimiento. Algo le decía que debía moverse, que el permanecer inmóvil le hacía vulnerable, pero incluso después de haber ordenado a sus miembros que hiciesen algo, nada sucedió. Fue entonces cuando el dolor acentuó su presencia. Como las ondas que se forman en una charca tras la caída al agua de un insecto, el dolor empezó en alguna parte de su espalda y luego fue extendiéndose. Necesitó unos instantes para clasificarlo. Se parecía al dolor producido por graves quemaduras de sol, pues sentía una especie de gran ampolla desde la parte izquierda del cuello hasta el codo del brazo izquierdo. Pero aún no se había preguntado lo más importante:

«¿Dónde coño estoy?»

Kelly creyó sentir las vibraciones lejanas de… ¿qué? ¿Motores de barco? No, aquello no era exactamente lo mismo. Tras unos segundos comprendió que se trataba del ruido lejano de un autobús urbano arrancando de una parada. Estaba en una ciudad. «¿Por qué estoy en una ciudad?»

Una sombra le pasó por el rostro. Abrió los ojos y vio la mitad inferior de una figura con bata de algodón verde claro. En las manos sostenía una especie de tablilla con sujetapapeles. Kelly ni siquiera pudo enfocar su vista lo suficiente para decidir si la figura era un hombre o una mujer, y a continuación volvió a sumirse en el sueño.

–La herida en la espalda era extensa pero superficial -dijo Rosen a la interna de neurocirugía.

–Sangró profusamente. Cuatro unidades -apuntó la mujer.

–Todas las heridas de escopeta son así. Pero sólo un perdigón representaba una amenaza real para la médula. Me llevó algún tiempo decidir cómo extraerlo sin causar ningún daño.

–Doscientos treinta y siete perdigones, pero… -dijo la médica, mirando al trasluz la radiografía- al parecer los extrajo todos. En cualquier caso, ese pobre hombre se ha ganado un buen rosario de pecas.

–Requirió bastante tiempo -dijo Sam con tono fatigado, consciente de que podría haber dejado que otro se encargara de Kelly, pero él se había ofrecido voluntariamente.

–Conoce al paciente, ¿no? – dijo Sandy O'Toole, que venía de la sala de convalecencia.

–Sí.

–Saldrá de ésta, pero tardará su tiempo -observó la mujer, entregándole la tabla de constantes vitales-. Dan buena impresión, doctor.

El profesor Rosen hizo un gesto de asentimiento y siguió explicando el caso a la interna.

–Tiene una excelente forma física. Los bomberos hicieron un buen trabajo, elevándole la tensión arterial. Casi se desangra, pero las heridas no eran tan graves como hacía temer su aspecto. ¿Sandy?

–¿Sí, doctor? – contestó la mujer, dándose la vuelta.

–El paciente es amigo mío. ¿Puedo rogarle que se tome…?

–¿Un interés especial?

–En usted puedo confiar plenamente, Sandy.

–¿Hay algo que deba saber? – preguntó la médica, agradeciendo el cumplido.

–Es una excelente persona, Sandy -dijo Sam con absoluta seriedad-. Sarah también le aprecia mucho.

–En ese caso, ha de ser una persona íntegra.

La interna se dispuso a regresar a la sala de convalecencia, preguntándose si el profesor estaría haciendo otra vez de casamentero.

–¿Qué digo a la policía?

–Que nos den cuatro horas, como mínimo. Además, quiero estar presente.

Rosen contempló la jarra de café y decidió contenerse. Una taza más y su estómago podría sucumbir a la acidez.

–¿Y bien, quién es ese hombre?

–No sé mucho de él, pero tuve problemas con mi yate y me ayudó a salir del atolladero. Terminamos quedándonos en su casa durante el fin de semana.

Sam no dijo más. En realidad no sabía mucho acerca de Kelly, pero había deducido muchas cosas, que le resultaban inquietantes. A pesar de que no había salvado la vida a Kelly -probablemente la suerte y los bomberos se habían encargado de eso-, Sam le había atendido con una pericia consumada, irritando de paso a la interna de guardia, la doctora Ann Pretlow, que no pudo hacer mucho más que limitarse a observar.

–Necesito dormir un poco -dijo Sam-. Hoy no tengo mucho trabajo. ¿Podría usted sustituir a la señora Baker?

–Desde luego.

–Envíe a alguien para que me despierte dentro de tres horas,agregó Rosen mientras se dirigía a su consultorio, donde le esperaba un cómodo y mullido diván.

–¡Magnífico bronceado! – comentó Billy con una sonrisa de satisfacción-. Me pregunto dónde ha estado. – Se oyeron risas -. ¿Qué hacemos con ella?

Henry caviló sobre el asunto. Acababa de descubrir un método excelente para solucionar el problema de los cadáveres, más limpio y más seguro que los procedimientos que venían empleando. Pero aquello exigía una larga travesía por mar y él no disponía de tiempo. Y no le agradaba que alguien hiciera uso de un método tan especial; era demasiado bueno para compartirlo con alguien. Sabía que alguno de ellos se iría de la lengua. Eso era un problema.

–Buscad un buen lugar -decidió finalmente-. Si la encuentran, no importará mucho.

Luego pasó la vista por la habitación, evaluando las expresiones de los rostros. La lección había sido aprendida. Nadie volvería a intentarlo de nuevo; al menos, durante mucho tiempo. Ni siquiera tuvo que decir nada.

–¿Esta noche? Es mejor de noche -preguntó Billv.

–Bien -asintió Henry.

El tener que ver durante el resto del día el cuerpo de la chica tirado en el suelo en medio de la habitación haría disfrutar a Henry, y las demás aprenderían la lección. Aunque ya era demasiado tarde para una de ellas, las otras aprenderían de sus errores. Las lecciones claras y contundentes eran las mejores. Ni siquiera las drogas paliarían los efectos de esa macabra imagen.

–¿ Qué ocurrió con el tío? – preguntó Henry.

Billy sonrió de nuevo con satisfacción, su mueca favorita, y contestó:

–Le volamos la tapa de los sesos. Con la escopeta de dos cañones, a tres metros de distancia. No causará más problemas.

–Está bien -asintió Henry, saliendo de la habitación. Había trabajo por hacer y dinero que recoger. Ese problemita ya era agua pasada. Por desgracia, pensó mientras se dirigía a su automóvil, todos los problemas no podían ser resueltos tan fácilmente.

El cadáver continuó en el suelo. Doris y las otras chicas siguieron en la misma habitación, sin poder apartar la mirada de quien había sido una amiga y aprendiendo la lección tal como deseaba Henrv.

Kelly advirtió vagamente que le estaban moviendo. El suelo osciló bajo sus ojos. Contempló las líneas entre las baldosas, que se iban desplazando como los créditos de una película, hasta que le metieron de espaldas en una habitación pequeña. Trató de levantar la cabeza y de hecho logró moverla lo suficiente para ver las piernas de una mujer. Los holgados pantalones verdes de cirujano terminaban a la altura de sus tobillos, inequívocamente de mujer. Se produjo un rechinar y su horizonte se desplazó hacia abajo. Enseguida se dio cuenta de que se encontraba en una cama mecánica. Su cuerpo se encontraba sujeto a la cama de alguna forma, y cuando la plataforma giró sintió la presión de las bandas que le mantenían en su puesto; no eran muy incómodas, pero estaban allí, En esos momentos vio a la mujer. Probablemente un par de años más joven que él, de cabellos castaños recogidos bajo un gorro verde y ojos claros que centelleaban simpáticamente.

–¡Hola! – le dijo, con la boca cubierta por una mascarilla-. Sov su enfermera.

–¿Dónde estoy? – pregunto Kelly con voz ronca.

–En el John Hopkins Hospital.

–Alguien le disparó -explicó la mujer, acariciándole una mano.

La delicadeza de aquella caricia encendió una chispa en su conciencia embotada por los medicamentos. Por unos instantes Kelly no supo lo que era. Como una nube de humo, cambió y se agitó, formando una imagen ante sus ojos. Las piezas extraviadas empezaron a encajar, y aun cuando comprendió que le esperaba una etapa terrible, su mente luchó por completar aquel mosaico. Pero fue la enfermera la que lo hizo por él.

La atractiva Sandv O'Toole se quitó la mascarilla. Como muchas enfermeras, sabía que los pacientes masculinos reaccionan positivamente al ver que una beldad se toma interés personal en ellos. Y ahora, cuando el paciente John Kelly había recobrado más o menos la conciencia, la enfermera se despojó de la mascarilla para ofrecerle su radiante sonrisa femenina, la primera cosa agradable que deparaba el día al paciente. A los hombres les gustaba Sandy O'Toole, desde su cuerpo alto y atlético hasta el pequeño espacio que tenía entre sus incisivos superiores. No sabía por qué consideraban sexy ese espacio -la comida se le quedaba entre los dientes, después de todo-, pero mientras aquello funcionase, era un instrumento más para ayudar a curar a los enfermos. Y por eso le sonrió, precisamente en aras de su oficio. Las consecuencias fueron muy distintas de todas las reacciones que había presenciado anteriormente.

Su paciente palideció y adquirió no la blancura de la nieve o el lino, sino el aspecto enfermizo y la textura abigarrada de la espuma de polietileno. Sandy pensó que su estado se había agravado, quizá una hemorragia interna o incluso una trombosis provocada por un coágulo de sangre. El paciente intentó gritar, pero le faltó el resuello y sus manos se desplomaron inertes mientras sus ojos no dejaron de mirarla. Tras unos instantes, Sandv comprendió que había sido la causante de aquello. De inmediato sintió el impulso de cogerle la mano y decirle que todo iba bien, pero al punto supo que no era así.

–!Oh,.Dios… Díos mío… Pam! – gimo Kelly.

Aquel bello rostro viril se tiñó de profunda desesperación. – Ella estaba conmigo _dijo Kelly a Rosen pocos momentos después-. ¿Sabes algo?

–La policía está al llegar, John, pero no, no se nada. Quizá la llevaron a otro hospital -mintió Sam para infundirle esperanzas-. T'e recuperarás -agregó, diciendo la verdad-. ¿Qué tal va tu espalda?

–No muy bien, Sam -contestó Kelly, todavía aturdido ¿Está muy mal?

–Disparo de escopeta: pescaste unos cuantos perdigones. Por cierto. ¿estaba cerrada la ventanilla del coche?

–Sí -dijo Kelly, acordándose de la lluvia.

Ésa es una de las cosas que te salvó. Los músculos de la espalda están bastante dañados. estuviste a punto de morir desangrado, pero no te quedará ninguna lesión permanente, salvo unas cuantas cicatrices, yo mismo hice el trabajo.

Kelly lo miró.

–Gracias, Sam. Pam no estaba tan mal… lo peor fue cuando yo…

–Serénate John, le interrumpió Rosen, inclinandose para examinarle el cuello. Tomó nota mental de ordenar una nueva serie completa de radiografías para cerciorarse de que no había pasado nada por alto, en particular cerca de la médula espinal-. Los analgésicos te harán efecto en un momento. Ahórrate las heroicidades. En este caso se impone el sentido común. ¿De acuerdo?

–De acuerdo. Pero, por favor, comprueba si Pam esta en otro hospital -rogó Kelly. En su voz aún no había un matiz de esperanza, aunque ambos sabían que no había motivo para ello.

Dos policías uniformados habían esperado durante todo ese tiempo a que Kelly volviera en si. Pocos minutos después. Rosen hacía pasar al mayor de los dos. El interrogatorio fue breve, por orden del médico. Tras confirmar su identidad, le preguntaron por Pam; disponían ya de una descripción de su aspecto físico, facilitada por Rosen, pero desconocían su apellido. Kelly se lo dijo. Los agentes tomaron nota de su cita con el teniente Allen se marcharon poco después, cuando el herido empezó a desfallecer. La conmoción provocada por el disparo y la intervención quirúrgica, sumada a los medicamentos, restaba valor a cuanto dijera, les indicó Rosen.

–¿Y bien, quién es la chica? – preguntó el policía.

–Ni siquiera sabía su apellido hasta hace un par de minutos -contestó Rosen, tomando asiento en su consultorio. Estaba aturdido por la falta de sueño, y eso se reflejaba también en sus comentarios-. Era adicta a los barbitúricos cuando la conocimos; ella y Kelly vivían juntos, supongo. La ayudamos a desengancharse.

–¿Usted y quién más?

–Mi esposa Sarah. Es farmacóloga en este hospital, Puede hablar con ella, si lo prefiere.

–Lo haremos -le aseguró el policía-. ¿Y qué me dice del señor Kelly?

–Estuvo en la Armada. Es veterano de Vietnam.

–¿Tiene algún motivo para pensar que consume drogas?

–En absoluto -respondió Rosen con cierta dureza-. Su estado físico es demasiado bueno, y además vi su reacción cuando descubrimos que Pam tomaba pastillas. Definitivamente, no es drogadicto. Soy médico. Me hubiese dado cuenta.

El policía no parecía impresionado, pero acepto esas palabras en su significado literal. Lo que en principio aparentaba ser un simple caso de atraco, se había convertido ahora al menos también en un caso de secuestro. Maravillosas noticias.

–Pues bien, ¿qué estaba haciendo en esa zona?

–No lo sé -admitió Sam-. ¿Quién es ese teniente Allen?

–Brigada de homicidios, distrito Oeste -contestó el policía. – Me pregunto por el motivo de esa cita…

–El teniente nos lo dirá.

–¿Kelly fue atacado?

–Probablemente, todo apunta a esa hipótesis. Encontramos su cartera una manzana más allá, sin dinero ni tarjetas de crédito, sólo con su permiso de conducir. Llevaba un arma en su coche. Eso va contra la ley, dicho sea de paso -apuntó el policía.

En ese momento entró el otro policía.

–He verificado el nombre otra vez; yo sabía que lo había oído en alguna parte. Hizo un trabajo para Allen. ¿Recuerdas lo del año pasado, el caso Gooding?

Su compañero levantó la mirada del bloc de notas.

–¡Vaya! ¿No es el tipo que encontró el arma?

–En efecto, y acabó entrenando a nuestros buceadores. – Pero eso no explica qué demonios estaba haciendo en ese lugar -insistió.

–Cierto -reconoció el más joven-. Pero eso hace difícil creer que sea un impostor.

El otro meneó dubitativamente la cabeza.

–Iba acompañado de una chica que ha desaparecido.

–¿Secuestro también? ¿Qué sabemos de ella?

–No demasiado. Pamela Madden. Veinte años, drogadicta en curación, desaparecida. Tenemos también al señor Kelly, su coche, su arma y nada más. No hay cartuchos de escopeta. No hay testigos. Una chica desaparecida, probablemente, pero su descripción podría encajar con la de diez mil chicas de la ciudad. Asalto a mano armada y secuestro.

En resumidas cuentas, un caso que nada tenía de atípico. Con harta frecuencia, iniciaban las investigaciones a ciegas. En todo caso, los dos policías sabían que los detectives se harían cargo del asunto.

–La joven no era de por aquí. Tenía acento de Texas, de algún lugar de Texas.

–¿Qué más? – preguntó el policía mayor-. Venga, doctor, cualquier cosa nos sirve, ¿de acuerdo?

Sam sonrió tristemente.

–Víctima de abusos sexuales. Quizá ejerció la prostitución. Mi esposa me dijo…, ¡qué demonios!, yo mismo lo vi, vi las cicatrices en su espalda. Cicatrices producidas por cinturones, látigos o ese tipo de objetos.

–Vaya. El señor Kelly tiene costumbres y amistades harto extrañas -comentó el policía mientras tomaba notas.

–Pero usted mismo acaba de decir que el señor Kelly también ayudaba a la policía -replicó tajante el profesor Rosen-. Bien, señores, tengo rondas que hacer.

–Oiga, doctor, tenemos un intento de asesinato, probablemente como parte de un atraco y quizá también de un secuestro. Son crímenes muy graves. Tengo que seguir ciertos procedimientos, al igual que usted. ¿Cuándo estará preparado Kelly para un interrogatorio de verdad?

–Mañana, probablemente, pero seguirá muy débil durante unos días.

–¿Le parece bien a las diez?

–Sí.

Los policías se pusieron de pie.

–Bien, regresaremos por la mañana.

Rosen los observó marcharse. Esa era su primera experiencia con una investigación criminal en toda regla. Su profesión tenía que ver sobre todo con accidentes de tráfico y laborales. Se sintió incapaz de creer que Kelly fuese un delincuente, aunque a eso parecían apuntar realmente las preguntas de los policías. ¿O no? En ese momento entró la doctora Pretlow.

–Hemos terminado los análisis de sangre de Kelly -le dijo, entregándole una hoja con los datos-. Gonorrea. Tendría que ser más precavido. He prescrito penicilina. ¿Alguna clase de alergia conocida?

–No. – Rosen cerró los ojos y lanzó un juramento. ¿Qué más ocurriría ese día?

–No parece un caso muy grave. La gonorrea es incipiente. Cuando se reponga, haré que hable con los Servicios Sociales acerca de…

–No, no hará eso -le espetó Rosen, rezongando por lo bajo. – Pero…

–La joven que lo contagió quizá está muerta, y no vamos a obligarle a recordarla de ese modo.

Era la primera vez que Sam reconocía ante sí mismo ese hecho más que probable, y lo reconocía hasta sus últimas consecuencias, dándola por muerta. No disponía de pruebas, pero su olfato le decía que había ocurrido así.

–Doctor, la ley exige…

Aquello ya era el colmo. Rosen estaba a punto de estallar. – Ese hombre es una persona íntegra. Yo mismo vi cómo se enamoraba de una joven que probablemente ha sido asesinada, y el último recuerdo que tenga de ella no guardará relación con una enfermedad venérea. ¿Está claro, doctora? En lo que respecta al paciente, esa medicación es para prevenir infecciones postoperatorias. Hágalo constar en el gráfico.

–No, doctor, no lo haré.

El profesor Rosen escribió de su puño y letra.

–Pues ya está hecho -dijo mirándola a los ojos-. Doctora Pretlow, usted tiene madera de cirujana y es excelente en el dominio de la técnica. Pero no olvide que los pacientes también son seres humanos y tienen sentimientos, ¿lo recordará? De ese modo comprobará que nuestra tarea resulta mucho más fácil a la larga. Y eso también la convertirá en una mejor profesional.

¿Qué había sido lo que le puso tan furioso?, se preguntó la doctora Pretlow al salir de la habitación.

ENCUBRIMIENTO