Ryan y Douglas se quedaron atrás mientras los forenses hacían su trabajo. El hallazgo había tenido lugar a las cinco de la mañana. El agente Chuck Monroe pasaba por la calle realizando su patrulla rutinaria y, al ver una sombra sospechosa en el pasaje, dirigió el foco del coche hacia allí. La oscura silueta había podido ser la de un borracho que dormía, pero el haz iluminó el charco de sangre y un resplandor rosa tiñó las paredes. Allí pasaba algo. Monroe bajó del coche y fue a echar un vistazo. Entonces hizo la llamada. Ahora el agente estaba apoyado contra su coche, fumando un cigarrillo y explicando detalladamente su hallazgo, que para él no era tan horrible como podía parecer a la gente. Ni siquiera se había molestado en pedir una ambulancia. Aquellos dos no necesitaban cuidados médicos.

–Han sangrado mucho -observó Douglas. No era una conclusión demasiado significativa, sino sólo palabras con que llenar el silencio mientras las cámaras disparaban el último carrete de película. Parecía que alguien había derramado dos latas enteras de pintura.

–¿Hora de la muerte? – preguntó Ryan al ayudante del juez.

–No hace mucho -contestó el hombre sopesando la mano de un cadáver-. Todavía no hay rigor mortis. Después de medianoche, con toda seguridad; quizá pasadas las dos.

La causa de la muerte era evidente. Los agujeros que tenían ambos cadáveres en la frente no dejaban lugar a dudas.

–¿Monroe? – llamó Ryan. El agente se acercó-. ¿Qué sabe de estos dos?

–Traficantes. El mayor, el de la derecha, es Maceo Donald, alias Ju-Ju. El de la izquierda no sé quién es, pero trabajaba con Donald.

–Buen trabajo, agente. ¿Algo más? – preguntó el sargento Douglas.

Monroe meneó la cabeza.

–No, señor. Nada. De hecho ha sido una noche bastante tranquila. Pasé por esta zona unas cuatro veces, pero no vi nada fuera de lo normal. Los camellos de siempre haciendo su trabajo de siempre. – La crítica implícita de una situación anormal que se consideraba normal quedó en el aire. Al fin y al cabo era lunes por la mañana, y nadie estaba de buen humor.

–Listos -dijo el fotógrafo. El y su ayudante, que estaba al otro lado de los cuerpos, se retiraron.

Ryan se puso a rebuscar en el pasaje. Había bastante luz natural, y el detective la aumentó con una potente linterna, proyectando el haz sobre los bordillos de la acera y buscando un reflejo metálico.

–¿Ves algún casquillo, Tom? – preguntó a Douglas, que estaba haciendo lo mismo que él.

–No. Les dispararon desde aquí, ¿no crees?

–No hemos movido los cuerpos -dijo el ayudante del juez, y añadió-: Sí, desde luego, les dispararon desde este lado. Los dos estaban tumbados cuando les dispararon.

Douglas y Ryan se tomaron su tiempo, y examinaron tres veces cada centímetro del pasaje, pues la meticulosidad era su principal arma, y disponían de todo el tiempo del mundo -o por lo menos de unas cuantas horas, que venía a ser lo mismo-. Aquél era el escenario perfecto para un policía. No había hierba ni muebles que pudieran ocultar pruebas, sólo un pasaje de ladrillo de apenas dos metros de ancho. Aquello les ahorraría tiempo.

–Nada, Em -dijo Douglas después del tercer repaso.

–Entonces debió de ser un revólver. – Era una observación lógica. Los ligeros casquillos de un revólver eran despedidos a considerable distancia, y eran tan pequeños que encontrarlos podía resultar muy complicado. Raro era el criminal que recuperaba sus casquillos, y no era probable que aquél se hubiese ocupado de buscar cuatro pequeños casquillos del 22 en la oscuridad.

–Algún ladronzuelo con un revólver barato, ¿no te parece?-sugirió Douglas.

–Podría ser. – Los dos se acercaron a los cuerpos y los examinaron de cerca por primera vez.

–No hay señales de pólvora… -dijo el sargento con sorpresa.

–Estas casas, ¿están habitadas? – preguntó Ryan a Monroe.

–Esas no, señor -contestó Monroe, indicando las dos que bordeaban el pasaje-. Pero las del otro lado de la calle sí.

–Cuatro disparos en plena madrugada… Supongo que alguien los oyó. – El pasaje de ladrillo habría potenciado el sonido, pensó Ryan, y un revólver del 22 hacía un ruido fuerte y agudo. Pero él había visto muchos casos como aquél en que nadie oía nada. Además, en aquella clase de vecindario la gente se dividía en dos grupos: los que no veían nada porque no les importaba, y los que sabían que ver algo significaba arriesgarse a que los alcanzara una bala perdida.

–Hay dos agentes preguntando a los vecinos, teniente. Pero todavía no hay nada.

–No tiene mala puntería, Em. – Douglas señaló con su lápiz los agujeros en la frente de la víctima que aún no había sido identificada. Los separaba una distancia de apenas un centímetro y medio, justo encima de la nariz-. No hay rastros de pólvora. El asesino debió de estar de pie a unos… dos o tres metros…

–Douglas se levantó y extendió el brazo. Era un disparo natural, extender el brazo y apuntar hacia abajo.

–No lo creo. A lo mejor hay señales de pólvora y no las hemos visto, Tom. Para eso tenemos peritos. – Los dos cuerpos eran de tez oscura, y no había demasiada luz. Aunque hubiera manchas de pólvora alrededor de los orificios de bala, los detectives no podrían verlas. Douglas se agachó para examinar otra vez las heridas.

–Es agradable saber que alguien nos tiene en cuenta -dijo el ayudante del juez mientras tomaba algunas notas, a unos metros de distancia.

–Sea como sea, Em, nuestro hombre tiene buen pulso. – Señaló la cabeza de Maceo Donald con el lápiz. Los dos agujeros de la frente, quizá un poco más arriba que los del otro cuerpo, estaban más juntos-. Eso no es muy corriente.

Ryan se encogió de hombros y empezó a examinar los cuerpos. Aunque era el más veterano de los dos, prefería hacerlo él mismo mientras Douglas tomaba las notas. No encontró ningún arma. Los dos llevaban cartera e identificaciones -el desconocido resultó ser Charles Baker, de veinte años-, pero no encontró droga ni dinero…

–Espera, aquí hay algo, tres bolsas de plástico transparente con una sustancia en polvo blanca -dijo Ryan-. Un dólar setenta y cinco en monedas; un encendedor, un paquete de Pall Mall en el bolsillo de la camisa… y otra bolsa de plástico transparente de sustancia en polvo.

–Robo -diagnosticó Douglas. No era un comentario demasiado profesional, pero era bastante evidente-. ¿Qué opina, Monroe?

–Sí, señor. – El joven agente seguía siendo un marine. Todo lo que decía iba rematado por un «señor».

–¿Barker y Donald eran traficantes experimentados? – Ju-Ju trabajaba por aquí desde que yo llegué a este barrio, señor. Nunca he oído que nadie se metiera con él.

–No hay señales de pelea en las manos -observó Ryan después de examinarlas-. Las manos están atadas con… alambre de cobre con aislamiento blanco; aquí está la marca, pero no alcanzo a distinguirla. No hay señales de lucha.

–¡Alguien ha pillado a Ju-Ju! – Era Mark Charon, que acababa de llegar-. Yo también tenía algo pendiente con ese capullo.

–Dos orificios de salida en la cabeza de Donald -continuó Ryan, irritado por aquella interrupción-. Supongo que encontraremos los casquillos en el fondo de este lago -concluyó con amargura.

–Olvídate de la balística -gruñó Douglas. Era lo corriente con las armas del 22. En primer lugar, la bala era de plomo blando y se deformaba tanto que los rasguños producidos por el cañón del arma solían ser inidentificables. Además, el calibre 22 tenía un gran poder de penetración, incluso más que el del 45, y a menudo la bala acababa destrozándose contra algún objeto más allá de la víctima. En este caso, el cemento de la acera.

–Bueno, cuéntame algo de él -pidió Ryan.

–Un importante traficante, con una buena clientela. Tiene un Cadillac rojo, muy bonito -dijo Charon-. Un tipo espabilado.

–No le ha servido de mucho. Le han destrozado el cerebro hace unas seis horas.

–¿Ha sido por la droga? – preguntó Charon.

–Eso parece. No hemos encontrado armas, ni drogas ni dinero -contestó Douglas-. Quienquiera haya hecho esto, conoce su oficio. Un profesional, Em. Esto no es obra de un yonqui desesperado.

–¿Tienes noticia de algún ladrón experimentado, Mark? – preguntó Ryan.

–El dúo -contestó Charon-. Pero utilizan escopeta. – Parece cosa de mafia. Mirarlos a los ojos y… paf.

Douglas pensó en lo que acababa de decir. No, tampoco era correcto. Las mafias no eran tan elegantes. Los criminales no eran buenos tiradores, y casi siempre empleaban armas baratas. Ryan y él habían investigado muchos asesinatos perpetrados por bandas organizadas, y la víctima solía recibir un balazo a quemarropa en la nuca, o lo hacían tan a lo bestia que la víctima aparecía con una docena de agujeros en el cuerpo. A aquellos dos los había matado alguien que conocía bien su oficio, y los hombres realmente habilidosos de la mafia eran muy escasos. ¿Pero quién había dicho que la investigación de homicidios fuera una ciencia exacta? Aquel escenario era una mezcla de lo rutinario y de lo extraordinario. Un robo corriente en que la droga y el dinero de las víctimas había desaparecido, pero un asesinato extraordinariamente bien ejecutado, pues el asesino o bien había tenido mucha suerte -dos veces- o bien era un tirador experto. Y las bandas no acostumbraban disfrazar sus actos de robo ni de nada parecido. Los asesinatos de la mafia eran, más bien, un comunicado oficial.

–Mark, ¿tienes constancia de alguna guerra de bandas? – preguntó Douglas.

–No. Sólo los camellos que se pelean por una esquina, como siempre, pero nada organizado.

–Pregunta un poco por ahí, a ver si averiguas algo -sugirió el teniente Ryan.

–Descuida, Em. Mi gente se encargará de eso.

«Este caso no tendrá pronta resolución», pensó Ryan. Bueno, sólo en la televisión se resolvían en media hora, entre dos tandas de publicidad.

–¿Puedo llevármelos ya?

–Sí, llévatelos -dijo Ryan al funcionario de la oficina del forense. Su furgoneta negra estaba preparada, y empezaba a hacer calor. Ya había algunas moscas zumbando por los alrededores, atraídas por el olor de la sangre. Ryan se dirigió a su coche, acompañado por Tom Douglas. Los otros detectives se encargarían del resto del trabajo.

–Alguien que dispara bien. Mejor que yo, incluso -dijo Douglas de camino al centro.

–Hombre, hay mucha gente con buena puntería. A lo mejor alguno ha encontrado trabajo con una banda organizada.

–¿Un golpe profesional?

–De momento llamémoslo hábil -sugirió Ryan-. Dejemos que Mark haga un poco de espionaje.

Kelly se levantó a las diez y media y, por primera vez desde hacía varios días, se sintió limpio. Al llegar a su apartamento se había duchado y se había quitado gran cantidad de porquería. Ahora podía afeitarse por fin, y aquello compensaba la falta de sueño. Antes del desayuno, Kelly fue a un parque cercano y corrió media hora. Luego volvió a casa y tomó otra concienzuda ducha y comió un poco. Toda la ropa que había utilizado la noche anterior estaba en una bolsa del supermercado: pantalones, camisa, ropa interior, calcetines y zapatos. Era una lástima despedirse de la chaqueta, cuyo tamaño y cuyos bolsillos le habían sido de tanta utilidad. Tendría que conseguir otra, probablemente varias. Esta vez estaba seguro de no haberse manchado de sangre, pero en la tela oscura era difícil comprobarlo con seguridad, y sin duda habría restos de pólvora. Kelly no estaba en situación de arriesgarse ni lo más mínimo. Tiró los restos de la comida y los posos del café encima de la ropa, y tiró la bolsa en el contenedor de basura del complejo residencial. Kelly había pensado llevarla a un vertedero lejano, pero aquello podía traerle más problemas. Cabía la posibilidad de que lo vieran y repararan en lo que hacía, y de que se preguntaran por qué lo hacía. No le resultó difícil librarse de los cuatro casquillos de bala. Los tiró en una alcantarilla mientras corría por el parque. En las noticias del mediodía informaron del hallazgo de dos cadáveres, pero no dieron detalles. Quizá el periódico dijera algo más. Por cierto, había otra cosa.

–Hola, Sam.

–Hola, John. ¿Estás en la ciudad? – preguntó Rosen por teléfono.

–Sí. ¿Te importa si voy a verte un minuto? ¿A las dos?

–¿Qué puedo hacer por ti? – preguntó Rosen, sentado a su escritorio.

–Necesito unos guantes -contestó Kelly levantando una mano-. De los que usas tú, de goma. ¿Son muy caros?

Rosen estuvo a punto de preguntar para qué quería los guantes, pero decidió que no era asunto suyo.

–Hombre, los venden en cajas de cien pares.

–No necesito tantos.

El médico abrió un cajón de su mesa y le entregó diez bolsas de guantes y dijo:

–Tienes aspecto de persona respetable.

Era cierto. Kelly llevaba el traje azul «de la CIA» y camisa blanca. Era la primera vez que Rosen lo veía con corbata.

–No te burles de mí, doc -dijo Kelly sonriente-. A veces no me queda otro remedio. Además, tengo un nuevo empleo.

–¿De qué clase?

–Una especie de asesoramiento -contestó Kelly-. No puedo decirte sobre qué, pero requiere ir bien vestido.

–¿Te encuentras bien?

–Sí, señor. Hago bastante ejercicio. ¿Qué tal te va a ti?

–Como siempre. Más papeleo que operaciones, pero tengo todo un departamento a mi cargo. – Sam tocó el montón de expedientes que había sobre su mesa. La charla lo estaba poniendo nervioso. Tenía la impresión de que su amigo iba disfrazado. Rosen sabía que Kelly se proponía algo, pero no sabía exactamente qué.

Consiguió serenarse y preguntó:

–¿Puedes hacerme un favor?

–Claro, doc.

–El coche de Sandy se ha estropeado. Iba a acompañarla a casa, pero tengo una reunión que podría alargarse. Termina el turno a las tres.

–¿Ahora le dejas hacer horario regular? – preguntó Kelly con una sonrisa.

–A veces, cuando no da clases.

–Si a ella le va bien, a mí también.

Sólo tenía que esperar veinte minutos.

Kelly fue a la cafetería para tomar un bocado. Sandy O'Toole se reunió con él allí a las tres en punto, después del cambio de turno.

–¿Ahora te gusta esta comida? – le preguntó.

–Ni siquiera los hospitales pueden estropear demasiado una ensalada. Me han dicho que se te ha estropeado el coche.

Sandy asintió. Se la veía cansada, y tenía unas oscuras ojeras.

–El encendido. Lo he llevado al taller.

Kelly se levantó.

–El carruaje espera, señora. – Su comentario despertó una sonrisa en el rostro de la enfermera, pero más cortés que divertida. – Nunca te había visto tan elegante -le dijo ella mientras se dirigían al aparcamiento.

–Bueno, no cuentes demasiado con eso. Todavía puedo retozar en el barro. – Su broma volvió a fallar.

–No quería decir que…

–Tranquila. Has tenido mucho trabajo, y tu chófer tiene un sentido del humor un poco retorcido.

La enfermera O'Toole se detuvo junto al coche y dijo:

–No es culpa tuya. He tenido una semana muy dura. Nos trajeron a un niño, un accidente de tráfico. El doctor Rosen hizo todo lo que pudo, pero las heridas eran muy graves… Murió anteayer, durante mi turno. A veces odio mi trabajo -concluyó.

–Lo comprendo -replicó Kelly mientras aguantaba la puerta-. ¿Quieres saber lo que pienso? Mira, nunca es la persona correcta ni el momento correcto. Nunca tiene sentido.

–Bonita forma de ver las cosas. ¿No pretendías animarme? – Eso la hizo sonreír, pero no el tipo de sonrisa que buscaba Kelly.

–Todos procuramos componer las piezas rotas lo mejor que sabemos, Sandy. Tú luchas con tus dragones. Yo con los míos -dijo Kelly irreflexivamente.

–¿Cuántos dragones has matado tú?

–Uno o dos -dijo Kelly, abstraído, intentando controlar sus palabras. Le sorprendió cuán difícil le resultaba. Le gustaba hablar con Sandy.

–¿Y mejoró algo, John?

–Mi padre era bombero. Murió durante una misión. Un incendio en una casa; entró y encontró a dos niños medio asfixiados. Mi padre los sacó, y entonces sufrió un infarto. Dicen que murió antes de llegar al suelo. Supongo que eso tiene algún sentido -dijo Kelly, recordando las palabras del almirante Maxwell a bordo del Kitty Hawk: la muerte debía tener algún sentido, y la del padre de Kelly lo tuvo.

–Tú has matado, ¿verdad? – preguntó Sandy.

–En la guerra pasan esas cosas -reconoció Kelly.

–¿Qué sentido tuvo? ¿Qué conseguiste con eso?

–Si quieres una respuesta grandilocuente, no la tengo. Pero los que yo eliminé no molestaron a nadie más. – Desde luego, no los del PLASTIC FLOWER, pensó. Tal vez otros se habían encargado de sustituirlos, pero quizá no.

–Y los que mataron a Tim, ¿pensaban lo mismo?

–Es posible, pero hay una diferencia. – Kelly estuvo a punto de decir que nunca había visto a uno de los suyos asesinar a nadie, pero ahora ya no podía decir eso.

–Pero si todo el mundo piensa así, ¿qué clase de mundo es éste? Con las enfermedades no es así. Luchas contra cosas perjudiciales para todo el mundo. No hay política ni mentiras. Nosotros no matamos. Por eso hago este trabajo, John.

–Sandy, hace treinta años a un tipo llamado Hitler le dio por asesinar gente como Sam y Sarah, sólo que por sus malditos nombres. Había que matarlo, y lo mataron; demasiado tarde. Y aunque el tipo se suicidase, lo mataron.

–¿No era aquella lección bastante simple?

–Ya tenemos bastantes problemas -señaló Sandy. Sólo había que mirar las aceras, pues el Johns Hopkins no estaba situado en un barrio elegante.

–Ya lo sé. ¿Recuerdas a Pam?

–Lo siento, John, no era mi intención…

–Yo también lo siento. – Kelly hizo una pausa, buscando las palabras que necesitaba-. Hay una diferencia, Sandy. Hay gente buena. Supongo que la mayoría de la gente es decente. Pero también hay gente mala. No puedes hacer que no existan, y no puedes hacer que sean buenos, porque la mayoría no cambia, y alguien tiene que proteger a un grupo del otro. Eso fue lo que hice en Vietnam.

–¿Pero cómo evitas convertirte en uno de ellos?

Kelly lo pensó, y deseó que Sandy no estuviera allí. Él no necesitaba oír aquello, no quería verse obligado a examinar su propia conciencia. Durante los dos años pasados todo había sido muy limpio. Cuando decidías que tenías un enemigo, la eficacia de tu acción dependía de aplicar tu entrenamiento y tu experiencia. No era algo en lo que tuvieras que pensar. No era fácil examinar tu conciencia.

–Nunca he tenido ese problema -contestó finalmente, sorteando el tema. Y entonces vio la diferencia. Sandy y su comunidad luchaban contra una cosa, y luchaban valerosamente, arriesgando su cordura al resistir los avances de fuerzas cuyas causas no podían combatir directamente. Kelly y los suyos luchaban contra personas, y los perseguían y los enfrentaban directamente, llegando a eliminarlos si tenían suerte. Un bando tenía un propósito limpio, pero no obtenía plena satisfacción. El otro podía conseguir la satisfacción de destruir al enemigo, pero sólo a costa de parecerse demasiado a aquello contra lo que luchaba.

Guerrero y curador, guerras paralelas con un propósito similar, pero muy diferentes en la práctica. Enfermedades del cuerpo y enfermedades de la humanidad.

¿Acaso no era una forma interesante de verlo?

–A lo mejor no es contra qué luchas, sino por qué luchas.

–¿Y por qué estamos luchando en Vietnam? – volvió a preguntar Sandy. Ella se había planteado aquella pregunta miles de veces desde que recibiera el desgraciado telegrama-. Mi marido murió allí, y yo todavía no sé por qué.

Kelly iba a decir algo, pero se abstuvo. La verdad era que no había respuesta. La mala suerte, las decisiones erróneas, eran la causa de que murieran soldados en un campo de batalla remoto, e incluso si estabas allí no siempre tenía sentido. Además, seguramente ella había oído más de una justificación por parte del hombre por el que ahora lloraba. Quizá buscar aquel tipo de explicaciones no era más que un ejercicio de futilidad. A lo mejor no tenía por qué tener sentido. Y aunque eso fuese cierto, ¿cómo podías vivir sin pretender que lo tuviera? Todavía estaba meditándolo cuando llegaron a su destino.

–Tu casa necesita una mano de pintura -observó Kelly.

–Ya lo sé. No puedo pagar a un pintor, y no tengo tiempo para hacerlo yo.

–Sandy, ¿puedo hacerte una sugerencia?

–Sí, claro.

–Vive tu vida. Lamento mucho que Tim haya muerto, pero ahora no está. Yo también he perdido a algunos amigos allí. Tienes que continuar.

Sandy examinó a Kelly con mirada profesional, sin revelar nada de lo que pensaba o sentía, pero el hecho de que se molestara en ocultarse de él ya le indicaba algo.

«Algo ha cambiado en ti. No sé qué es. Y me pregunto por qué», pensó Sandy. Kelly siempre había sido cortés, tan exageradamente gentil que casi hacía gracia, pero aquella tristeza que Sandy había visto en él, casi comparable a la suya propia, había sido sustituida por algo que Sandy no alcanzaba a comprender. Era extraño, porque él nunca se había molestado en ocultarse de ella, y Sandy se creía capaz de ver más allá de cualquier disfraz,que él pudiera ponerse. En eso se equivocaba, o quizá no conocía las normas. Kelly salió del coche y lo rodeó para abrir la puerta del acompañante.

–¿Por qué eres tan amable? ¿Qué te ha dicho el doctor Rosen?

–Sólo me ha dicho que necesitabas que te acompañaran, Sandy. En serio. Además, se te ve muy cansada. – Kelly la acompañó hasta la puerta.

–No sé por qué me agrada tanto hablar contigo -dijo ella al subir los escalones del porche.

–No estaba seguro de ello. ¿Lo dices en serio?

–Sí, creo que sí -contestó Sandy esbozando una breve sonrisa-. Es demasiado pronto para mí, John.

–Para mí también. ¿Crees que es demasiado pronto para que seamos amigos?

Sandy se lo pensó.

–No, para eso no.

–¿Te apetece que vayamos a cenar un día? Ya te lo pregunté una vez, ¿te acuerdas?

–¿Vienes muy a menudo a la ciudad?

–Ahora sí. Tengo un trabajo; bueno, tengo unos asuntos en Washington.

–¿De qué se trata?

–Nada importante.

Sandy adivinó una mentira, pero seguramente no era malintencionada.

–¿La semana que viene? – propuso ella.

–Te llamaré. No conozco ningún restaurante por aquí.

–Yo sí.

–Descansa un poco -le aconsejó Kelly. No se atrevió a besarla, ni a cogerle la mano. Sólo una sonrisa cariñosa y se marchó.

Sandy se quedó observándolo, y volvió a preguntarse qué había visto de diferente en Kelly. Nunca olvidaría aquella mirada terrible, en la cama del hospital, pero en todo caso no era nada que ella tuviera que temer.

Kelly se maldijo a sí mismo en voz baja mientras, con los guantes de trabajo, frotaba todas las superficies del coche. No podía arriesgarse a mantener conversaciones de aquel tenor.

¿Qué estaba pasando? No lo sabía. En el campo de batalla era fácil: identificabas al enemigo, o alguien te decía qué estaba pasando y quién era y dónde estaba; frecuentemente la información era errónea, pero por lo menos sabías por dónde empezar. Pero las instrucciones de las misiones nunca te decían cómo iba a cambiar el mundo o cómo iba a terminar la guerra. Eso lo leías en el periódico, lo decían periodistas a los que en realidad no les importaba y sólo repetían las palabras de los portavoces oficiales o de políticos ineptos. «Infraestructura» y «cuadro» eran sus palabras favoritas, pero él perseguía a personas, no a infraestructuras. La infraestructura era una cosa, igual que aquello contra lo que luchaba Sandy. No era una persona que hacía daño y a la que se podía perseguir como a un animal. ¿Y cómo se podía aplicar aquello a lo que estaba haciendo ahora? Kelly se dijo que tendría que controlar sus pensamientos, ceñirse a lo fácil, recordar que estaba persiguiendo a personas, como siempre. No pretendía cambiar el mundo, sino limpiar una pequeña parte.

–¿Todavía te duele? – preguntó Grishanov.

–Creo que tengo unas cuantas costillas rotas.

Zacharias se sentó en la silla, respirando con dificultad y visiblemente dolorido. El ruso estaba preocupado. Una herida como aquélla podía producir neumonía, y una neumonía podía matar a un hombre en la situación de Zacharias. Los guardias se habían excedido con el americano, y aunque lo habían hecho a petición de Grishanov, él sólo quería causarle un poco de dolor. Un prisionero muerto no le diría lo que él necesitaba saber.

–He hablado con el comandante Vinh. Ese pequeño salvaje dice que no puede malgastar medicamentos. – Grishanov se encogió de hombros-. ¿Te duele mucho?

–Cada vez que respiro -contestó Zacharias, y sin duda decía la verdad. Estaba incluso más pálido de lo normal.

–Sólo tengo una cosa para aplacar el dolor, Robin -dijo Kolya enseñándole la petaca.

El coronel americano meneó la cabeza:

–No puedo.

Grishanov habló con el tono de un hombre que intenta hacer entrar en razones a un amigo:

–No seas tonto, Robin. El dolor no sirve de nada; ni te sirve a ti, ni a mí, ni a tu Dios. Por favor, déjame ayudarte un poco. Por favor.

«No puedo», pensó Zacharias. Si lo hacía rompería su promesa. El cuerpo era un templo, y su deber era conservarlo limpio. Pero el templo estaba destrozado. Lo que más temía era una hemorragia interna. ¿Tendría capacidad de reponerse? En cualquier circunstancia normal, sí, pero sabía que su condición física era espantosa; todavía le dolía la espalda, y ahora las costillas. El dolor era un compañero inseparable, y el dolor no le ayudaría a so-portar los interrogatorios, así que tenía que poner en la balanza su religión y su obligación de resistir. Ahora las cosas no estaban tan claras. Si aplacaba eI dolor, podría curarse más deprisa y cumplir con su obligación. ¿Qué era lo correcto? Miró el frasco de metal. Sabía que contenía un poco de alivio, y un poco de alivio era lo que necesitaba para conservar el autodominio.

Grishanov desenroscó el tapón:

–¿Te gusta esquiar, Robin?

A Zacharias le sorprendió aquella pregunta:

–Sí, aprendí cuando era pequeño.

–¿Esquí de fondo?

–No, descenso.

–¿Se puede esquiar en las montañas Wasatch?

Robin recordó y sonrió.

–Sí, muy bien, Kolya. Es nieve polvo, como arena fina.

«Sólo un trago -pensó Zacharias-. Sólo para aliviar el dolor. – Bebió-. Si mitigo un poco el dolor, aguantaré.»

Grishanov lo observó y vio cómo le lloraban los ojos; esperaba que el americano no tosiera y se hiciera más daño. Era buen vodka del almacén de la embajada de Hanoi, lo único de que su país siempre estaba bien abastecido, y lo único que abundaba en la embajada. Vodka del mejor, el favorito de Kolya; pero el americano no sabría apreciarlo -y a decir verdad, él tampoco lo apreciaba después del tercer o cuarto trago.

–¿Esquías bien, Robin?

El calor en el estómago relajó un poco a Zacharias, y el dolor por fin disminuyó. Si el ruso quería hablar de esquí, se dijo, sería un momento de distensión, y él lo necesitaba.

–Hago las pistas más difíciles -contestó Robin, animándose-. Empecé cuando era pequeño. Creo que tenía cinco años cuando mi padre me llevó a esquiar por primera vez.

–¿Tu padre también era piloto?

El americano negó con la cabeza y dijo:

–Abogado.

–Mi padre es profesor de historia de la Universidad de Moscú. Tenemos una dacha, y cuando era pequeño, en invierno podía esquiar en el bosque. Me gusta mucho el silencio, y allí sólo se oye el… ¿cómo lo llamáis? ¿Frufrú? El susurro de los esquís sobre la nieve. Nada más. Es como si estuvieras solo en el mundo.

–Si te levantas temprano, en la montaña también es así. Tienes que elegir un día justo después de las nevadas, sin mucho viento.

Kolya sonrió.

–Es como volar, ¿no te parece? Como volar en un avión de una plaza en un día soleado con algunas nubes blancas. – Se inclinó hacia delante con una mirada de complicidad, y añadió-: ¿Tú no apagas la radio unos minutos, para estar completamente solo?

–¿Os dejan hacer eso? – preguntó Zacharias.

Grishanov chascó la lengua y meneó la cabeza:

–No, pero yo lo hago.

–Bien hecho -respondió Robin, sonriendo, y recordando aquella sensación. Recordaba en especial una tarde de febrero de 1964, después de despegar de la base aérea de Mountain Home.

–Así es como debe de sentirse Dios, ¿no? Completamente solo hasta consigues ignorar el ruido del motor. Yo sólo tardo unos minutos en dejar de oírlo. ¿A ti te pasa lo mismo?

–Sí, si el casco te encaja bien.

–Eso es lo único que me gusta de volar. Y por eso lo hago -mintió Grishanov-. Todo lo demás, el papeleo, las cuestiones mecánicas, las conferencias… ése es el precio a pagar. Lo único que me interesa es estar allí arriba, completamente solo, igual que cuando era niño y esquiaba en los bosques. Pero mucho mejor. En los días claros de invierno puedes ver hasta muy lejos. – Volvió a pasarle la petaca a Zacharias-. ¿Crees que estos pequeños salvajes son capaces de entender eso?

–No, no lo creo. – Zacharias rechazó el frasco, pero se lo pensó mejor. Ya había bebido un trago, y otro no podía hacerle daño, ¿no? Así que decidió beber un poco más.

–Yo cojo la palanca con la yema de los dedos, así. – Hizo una demostración con el tapón de la petaca-. Cierro los ojos un momento y cuando los abro el mundo ha cambiado. Entonces ya no formo parte del inundo. Soy otra cosa, quizá un ángel. Y puedo poseer el cielo como me gustaría poseer a una mujer. Pero nunca es exactamente igual. Creo que las mejores sensaciones son las que experimentas a solas.

«Este tipo sabe lo que dice. Entiende lo que significa volar», pensó Zacharias.

–¿Eres poeta o algo así? – preguntó el americano.

–Me gusta mucho la poesía. No tengo talento para escribir, pero me gusta leerla y memorizarla, sintiendo lo que el poeta me pide que sienta -dijo Grishanov. Vio que la mirada del americano iba adquiriendo un aire soñoliento-. Tú y yo nos parecemos mucho, amigo.

un negocio arriesgado. Alguien quería un poco de dinero, o quizá droga para hacer un negocio rápido. Busca otro camello que venda tu mercancía. Desde luego tenían buena puntería. A lo mejor puedes llegar a un acuerdo con ellos.

–No, tengo suficientes camellos. Y hacer las paces de esa forma no es bueno para el negocio. ¿Cómo lo hicieron?

–Muy profesionales. Dos balas en la cabeza de cada uno. Douglas decía que parecía cosa de la mafia.

Tucker se volvió con gesto de incredulidad.

Charon habló despacio, dándole la espalda al otro:

–No ha sido ninguno del equipo, Henry. Tony no es capaz de una cosa así, ¿no crees?

–Seguramente no. – «Pero Eddie quizá sí», pensó.

–Necesito una cosa -agregó Charon.

–¿Qué?

–Un camello al que poder colgarle el caso. ¿Qué esperabas? ¿Un soplo para la segunda carrera de Pimlico?

–No olvides que ahora casi todos trabajan para mí. – No se había equivocado utilizando a Charon para eliminar la competencia, pero, al haber consolidado de ese modo su control del tráfico local, Tucker cada vez disponía de menos camellos independientes para sacrificar por la vía judicial. Había eliminado sistemáticamente a la gente con que no le interesaba trabajar, y los pocos que quedaban podrían serle más útiles como aliados que como rivales, si encontraba la forma de negociar con ellos.

–Si quieres que te proteja, Henry, tengo que poder controlar las investigaciones. Y para controlar las investigaciones, tengo que coger a un pez gordo de vez en cuando. – Charon colocó el libro en la estantería. ¿Por qué tenía que explicarle aquellas cosas?

–¿Cuándo?

–A principios de la semana próxima. Algo que entusiasme a la prensa.

–Ya te llamaré.

Tucker devolvió el libro a su sitio y se marchó. Charon se quedó un rato más, buscando un libro. Lo encontró, junto con el sobre. El teniente no se molestó en contar el dinero. Sabía que había la cantidad exacta.

Greer le entregó las instrucciones.

–Señor Clark, éste es el general Martin Young, y éste es Robert Ritter.

Kelly les estrechó la mano. El marine era aviador, como Maxwell y PoduIski, que no asistían a aquella reunión. No sabía cuál era Ritter, pero fue el que habló primero.

–Un buen análisis. Su lenguaje no es exactamente burocrático, pero examina todos los puntos importantes.

–No es tan difícil como parece, señor. El asalto terrestre tendría que ser bastante fácil. En un sitio como ése no hay tropas de primera línea, y las que hay miran hacia dentro, no hacia fuera. Imaginemos que hay dos soldados en cada torre. Las ametralla-doras apuntarán hacia dentro, ¿no? Hacen falta varios segundos para moverlas. Podría utilizarse el lindero del bosque para acercarse lo suficiente para disponer de distancia de tiro con M-79. – Kelly movió la mano por el gráfico-. Aquí están los barracones, sólo hay dos puertas, y apuesto a que dentro no hay más de cuarenta hombres.

–¿Entrar por aquí? – preguntó el general Young señalando el extremo sudoeste del complejo.

–Sí, señor. – El marine lo había entendido a la primera-. El truco consiste en acercar el grupo de ataque inicial. Para eso hay que servirse de las condiciones meteorológicas, y en esta época del año no resultará demasiado difícil. Limpiar esos dos edificios no costará demasiado. Los helicópteros de evacuación tienen que aterrizar aquí. Sólo tardarían cinco minutos desde el momento en que empezara el tiroteo. Esa es la fase terrestre. El resto se lo dejo a los aviadores.

–Así pues, usted dice que la clave consiste en acercar al máximo al grupo de asalto…

–No, señor. Si lo que quiere es repetir Song Tay, puede destrozar el complejo haciendo caer un helicóptero. Pero tengo entendido que la discreción es fundamental.

–Correcto -intervino Ritter-. Tiene que ser una operación discreta. No conseguiremos autorización para una operación de gran magnitud.

–Menos personal, señor, y hay que utilizar tácticas diferentes.

La ventaja es que se trata de un objetivo pequeño, y que no hay que sacar a demasiada gente. Y no hay muchos enemigos para impedirlo.

–Pero no contamos con el factor seguridad -dijo el general Young, frunciendo el ceño.

–No; eso falla -concedió Kelly-. Veinticinco hombres. Dejarlos en este valle, atraviesan esta colina, llegan al sitio, se encargan de las torres, vuelan esta puerta. Luego llegan los helicópteros de combate y limpian estos dos edificios mientras los asaltantes atacan este edificio de aquí. Los helicópteros hacen la recogida y nos vamos todos por el valle.

–Es usted muy optimista, señor Clark -comentó Greer, al tiempo que recordaba a Kelly su nombre falso. Si el general Young se enteraba que Kelly era un simple oficial, nunca les daría su apoyo, y Young ya había hecho mucho por ellos, hipotecando todo su presupuesto para construcciones en levantar el escenario ficticio en los bosques de Quantico.

–No hay nada que no haya hecho antes, contraalmirante.

–¿Quién va a seleccionar el personal? – preguntó Ritter.

–De eso ya nos hemos encargado -1e aseguró Greer.

Ritter se reclinó en el asiento y se quedó mirando las fotografías y los gráficos. Se estaba jugando su carrera, igual que Greer y todos los demás. Pero la alternativa era hacer algo o no hacer nada. No hacer nada significaba que por lo menos un buen hombre, y quizá veinte más, nunca volverían a casa. Pero aquél no era el verdadero motivo, reconoció Ritter. El verdadero motivo era que otros habían decidido que las vidas de aquellos hombres no importaban, y esos otros podían tomar la misma decisión en una ocasión futura. Algún día aquella forma de pensar destruiría su Agencia. No podrían reclutar agentes si se extendía el rumor de que América no protegía a los que trabajaban para ella. Ante todo había que mantener la fe. También era un buen negocio.

–Será mejor que empecemos a trabajar antes de que se vaya todo al traste -dijo-. Será más fácil conseguir luz verde si ya tenemos la misión a punto. Hagamos que parezca una ocasión única. Ese es el otro error que cometieron con KINGPIN. Era demasiado obvio que lo que querían era licencia para actuar con entera libertad. Lo que tenemos aquí es una misión de rescate puntual. Yo me encargo de hacérselo ver a mis amigos de la Comisión de Seguridad Nacional. Seguramente lo aceptarán, pero tenemos que estar preparados.

–¿Quiere decir que estás de nuestra parte? – preguntó Greer. Ritter tardó un poco en contestar.

–Sí.

–Necesitamos un factor de seguridad nacional -intervino Young observando el mapa a gran escala y preguntándose cómo hacer llegar los helicópteros.

–Sí, señor -dijo Kelly-. Alguien tiene que ir primero e inspeccionar la zona. – Las dos fotos de Robin Zacharias todavía estaban sobre la mesa: una como coronel de la Fuerza Aérea, de pie, con la gorra bajo el brazo y el pecho decorado con alas plateadas y cintas, sonriendo a la cámara, con su familia posando tras él; y la otra como hombre encorvado v demacrado, a punto de ser golpeado por detrás… ¿Por qué no una cruzada más?-. Creo que ese alguien soy yo.

XVII. COMPLICACIONES

Archie no sabía gran cosa, pero fue suficiente para los propósitos de Kelly. Lo único que necesitaba ahora era dormir un poco más.

Había descubierto que localizar a alguien en un automóvil era más difícil de lo que parecía en la televisión, y mucho más de lo que había sido en Nueva Orleáns la única vez que intentó hacerlo. Si lo seguías demasiado de cerca, corrías el riesgo de que te vieran. Y si te quedabas rezagado, podías perderlo. El tráfico lo complicaba todo. Los camiones podían obstaculizar la visión. Vigilar un automóvil desde media manzana de distancia te obligaba a no prestar atención a los vehículos que tenías más cerca, y ésos eran los más peligrosos. Por eso bendijo el Roadrunner rojo de Billy. Su vivo color permitía distinguirlo fácilmente y, aunque el conductor era aficionado a la velocidad, se cuidaba de no infringir las normas de circulación para no llamar la atención de la policía, lo cual le interesaba tan poco como al propio Kelly.

Kelly había avistado el vehículo poco después de las siete de la tarde, cerca del bar que Archie había identificado. Billy no tenía demasiado claro lo que era comportarse con discreción, tal como el propio automóvil demostraba. Kelly observó que el barro había desaparecido. El automóvil tenía aspecto de recién lavado y encerado y, por el anterior encuentro que había tenido con él, sabía que Billy lo apreciaba como un tesoro. Ello le ofrecía varias posibilidades interesantes que empezó a estudiar mientras le seguía a más de media manzana de distancia, procurando reconocer su forma de moverse. Pronto se dio cuenta de que evitaba las vías principales y se conocía las calles secundarias tal como una comadreja conoce su madriguera. Kelly todavía no las conocía y eso lo situaba en una posición de desventaja, pero tal inconveniente quedaba compensado por el hecho de ir en un coche en el que nadie se fijaba. Por las calles circulaban demasiados cacharros como para que un desvencijado Volkswagen llamase la atención.

Al cabo de cuarenta minutos, el Roadrunner giró rápidamente a la derecha y se detuvo al final de la siguiente manzana. Kelly sopesó las opciones que se le ofrecían y siguió adelante muy despacio. Mientras se acercaba, vio salir a una chica con un bolso. Ésta se aproximó a su viejo amigo Wizard, a varias manzanas de distancia del lugar que éste frecuentaba habitualmente. Kelly no vio ningún tipo de transacción, pero no le hacía falta. Ambos entraron en un edificio y permanecieron dentro un par de minutos. Luego la chica volvió a salir. Eso también encajaba con lo que Pam le había dicho. Y, sobre todo, identificaba a Wizard, pensó Kelly girando a la izquierda y acercándose a un semáforo en rojo. Ahora ya sabía dos cosas que antes ignoraba. Por el espejo retrovisor vio que el Roadrunner cruzaba la calle. La chica siguió el mismo camino y desapareció de su vista al cambiar el semáforo. Kelly giró a la derecha y otra vez a la derecha y vio el Plvmouth dirigiéndose hacia el sur con tres ocupantes. Antes no se había fijado en el hombre (por lo menos, parecía un hombre) acurrucado en el asiento de atrás.

La oscuridad, la mejor fase del día para John Kelly, estaba cayendo rápidamente. Siguió al Roadrunner, saltándose varios semáforos, y observó que el vehículo se detenía delante de una casa de piedra arenisca del chaflán donde los tres ocupantes descendieron, tras haber efectuado las entregas de la noche a cuatro camellos. Les concedió unos minutos, aparcó el automóvil a varias manzanas de distancia y regresó a pie para observar, disfrazado nuevamente de viejo borracho. La arquitectura de la zona facilitaba su labor. Todas las casas de la otra acera tenían peldaños de mármol en la entrada, grandes bloques rectangulares que le ofrecían la posibilidad de pasar inadvertido. Le bastaría con sentarse en la acera y apoyarse contra los peldaños para que nadie reparase en él. Eligió unos peldaños que le ofrecían una buena sombra en la que cobijarse. Además, ¿quién se fijaba en un pobre desgraciado de la calle? Kelly adoptó la misma actitud de borracho que había observado en las anteriores ocasiones, llevándose a los labios de vez en cuando la botella para simular un trago. De ese modo, pasó horas vigilando la casa de piedra arenisca de la esquina.

«Grupos sanguíneos o+, o- y AB», recordó que decía el informe forense. El semen que habían dejado en el interior del cuerpo de Pam pertenecía a aquellos grupos sanguíneos. Kelly se preguntó por el grupo sanguíneo de Billy mientras permanecía sentado a unos cincuenta metros de distancia de la casa. El tráfico peatonal era intenso. La gente entraba y salía. Unas tres personas le habían echado un vistazo mientras él fingía dormir, vigilando la casa por el rabillo del ojo y prestando atención a cualquier indicio de peligro mientras transcurrían las horas. Un camello trabajaba en la acera, unos veinte metros más allá, y Kelly oyó su voz describiendo el producto y negociando el precio, junto con las distintas voces de los clientes. Kelly siempre había tenido un oído muy fino que más de una vez le había salvado la vida, y aquella información era lo bastante valiosa como para que su mente la catalogara, clasificara y analizara. Un perro callejero se acercó y empezó a olfatearlo con amistosa curiosidad. Kelly no lo ahuyentó, porque no hubiera sido normal que lo hiciera. Lo importante era no desentonar con su disfraz.

¿Qué clase de barrio era aquél?, se preguntó Kelly. En la acera donde se encontraba, los edificios eran vulgares casas de ladrillo. En la otra acera eran sólidos edificios de piedra arenisca y bastante más grandes. Quizá aquella calle había sido antiguamente la frontera entre la clase trabajadora y los representantes de la próspera clase media de principios de siglo. Puede que aquella casa de piedra arenisca hubiera sido la elegante residencia de un comerciante o un capitán de barco. Puede que allí hubiera sonado un piano los fines de semana. A lo mejor, una de las hijas estudiaba en el conservatorio Peabody. Pero todos se habían mudado a lugares de zonas verdes y aquella casa vacia de tres pisos no era más que un recordatorio de otros tiempos. Le sorprendió que las calles fueran tan anchas y pensó que tal vez las habían proyectado teniendo en cuenta el medio de transporte de aquella época, los coches de caballos. Kelly apartó esas reflexiones intrascendentes y se centró en su vigilancia.

Al cabo de cuatro horas interminables, los tres salieron, los hombres delante y la chica detrás, mas baja y regordeta que Pam. Kelly corrió un pequeño riesgo levantando ligeramente la cabeza para mirar. Tenía que echarle un buen vistazo a Billy, que debía ser el conductor. Su figura no impresionaba demasiado: elegantemente vestido, unos setenta y cinco kilos de peso, algo que brillaba en su muñeca (un reloj o una pulsera); se movía con ágil economía de movimientos… y con arrogancia. El otro era mas alto y fornido, pero, por su forma de moverse y de seguir a su compañero, Kelly adivinó que era un subordinado. La chica caminaba dócilmente con la cabeza inclinada. Llevaba el cuello de la blusa desabrochado y, al subir al coche, no levantó la cabeza para mirar alrededor ni hizo nada que revelase interés por el mundo que la rodeaba. Los movimientos de la chica eran lentos e irregulares, probablemente debido a la droga, pero eso no era todo. Había algo más, algo que Kelly no conseguía identificar y que resultaba inquietante… una especie de languidez. No era pereza de movimientos sino otra cosa. Kelly parpadeó al recordar dónde lo había visto anteriormente: en Vietnam, cuando los de PLASTIC FLOWER ocuparon aquel poblado, y los aldeanos empezaron a agruparse obedeciendo la orden. Se movían con automatismo y resignación, como robots vivientes bajo la amenaza del comandante norvietnamita y sus tropas. Se hubieran movido de la misma manera para dirigirse a su muerte. Y así se movía también aquella chica.

«O sea que es verdad -pensó Kelly- Utilizaban a las chicas como correos y, además, para otra cosa.» El automóvil se puso en marcha conducido por Bill y se acercó a la esquina, giró a la izquierda y aceleró con un chirrido de neumáticos hasta perderse de vista. «Billy: presumido, delgado, reloj o pulsera, arrogante.» Kelly ya había grabado en su mente la identificación, junto con el rostro y el cabello. No era fácil que lo olvidara. Memorizó también los caracteres del otro hombre.

Kelly consultó su reloj. La 1.40. ¿Qué habían estado haciendo allí dentro? Recordó otras cosas que Pam le había contado. Probablemente una fiesta privada. Aquella chica, quienquiera que fuese, también albergaba probablemente fluidos o+, o- o AB en su cuerpo. Pero Kelly no estaba en condiciones de salvar a todo el mundo, y lo mejor que podía hacer para salvar a aquella chica no guardaba relación con liberarla directamente. Se relajó un poco y esperó. No quería que nadie relacionara sus movimientos con alguna otra cosa, pues cabía la posibilidad de que alguien le hubiera visto y de que incluso lo estuviera observando en aquellos momentos. En algunas casas había luz, por lo que continuó donde estaba otros treinta minutos, soportando la sed y el entumecimiento. Luego se incorporó y fue haciendo eses hasta la esquina. Pensó que había tenido mucho cuidado y su actuación había sido muy eficaz, por lo que ya era hora de que pasara a la segunda fase de su tarea nocturna. Ya era hora de entrar en acción.

Procuró andar por callejuelas y se movió despacio, haciendo eses de izquierda a derecha a lo largo de varias manzanas cual si fuera una sinuosa serpiente… Sonrió. Luego regresó a las calles principales, deteniéndose un instante para colocarse los guantes quirúrgicos que le había proporcionado Rosen. Pasó junto a varios camellos y sus ayudantes, buscando al que le interesaba. Su camino trazaba una búsqueda en zigzag, una serie de vueltas de noventa grados cuyo epicentro era el lugar donde había dejado aparcado su Volkswagen. Tenía que ser precavido como siempre, pero él era un cazador desconocido y sus presas no tenían idea de que lo eran e incluso se consideraban a sí mismos como duros depredadores. Tenían derecho a hacerse ilusiones.

Ya eran casi las tres cuando Kelly lo seleccionó. Un solitario, tal como Kelly solía llamarlos. No tenía ayudantes, tal vez porque era nuevo en el negocio y aún no había aprendido sus entresijos. No era muy mayor o, por lo menos, no lo parecía desde cuarenta metros de distancia, y estaba contando sus ganancias tras una noche de actividad. Tenía un bulto en la cadera derecha, indudablemente un arma de fuego, pero mantenía la cabeza inclinada. Estaba un poco en guardia. Al oír acercarse a Kelly, la cabeza se irguió y se volvió, dirigiéndole una breve mirada, pero en seguida perdió interés por la figura que se acercaba y se dedicó a contar un fajo de billetes. La distancia se iba acortando.

Aquel mismo día, Kelly había ido a su embarcación a prepararse una nueva arma; utilizó el Scout porque no quería que se viese que tenía otro automóvil. Ahora, mientras se acercaba a Junior -todo el mundo tenía que tener un nombre aunque fuera por poco tiempo-, Kelly pasó la botella de vino de la mano derecha a la izquierda. A continuación su mano derecha tiró de la clavija del extremo de la porra que guardaba en el interior de su nueva chaqueta, sujeta a unas presillas de la prenda que en aquellos momentos llevaba desabrochada. Era una simple barra metálica de veintiséis centímetros de longitud con un silenciador atornillado en un extremo y el gatillo al otro extremo. La mano de Kelly la asió con firmeza mientras se acercaba a Junior.

La cabeza del camello se volvió con gesto de hastío. Probablemente tenía dificultades para contar y ahora intentaba ordenar los billetes según su valor. Quizá los pasos de Kelly habían turbado su concentración, o quizá era simplemente tonto, lo cual parecía más probable.

Kelly simuló tropezar y cayó en la acera, ofreciendo una imagen totalmente inofensiva. Mientras se levantaba, miró hacia atrás. No divisó ningún viandante y las únicas luces de automóvil que vio eran rojas, lo que significaba que se estaba alejando. Cuando volvió la cabeza, no vio más que a Junior, contando las ganancias de la noche antes de regresar a casa a tomar una última copa o lo que fuera.

Ahora ya se encontraba a tres metros y el camello le hacía tan poco caso como a un perro vagabundo. Kelly empezó a saborear el alborozo que se produce poco antes de saber que la cosa dará resultado y que el enemigo se encuentra en peligro mortal y no imagina que ha llegado su hora. El momento en que se siente circular la sangre y se sabe que el silencio está a punto de ser rasgado y se experimenta la maravillosa satisfacción de saber. La mano de Kelly se desplazó un poco mientras daba otro paso sin acercarse directamente al objetivo, como si se dispusiera a pasar por su lado y proseguir el camino. Los ojos de aquel bastardo lo miraron de nuevo un instante, para asegurarse. Con arrogancia, permaneció sin moverse, por supuesto, porque consideraba que la gente tenía que apartarse y rendirle pleitesía. Era el rey de la acera. Kelly no era más que un objeto para él, una simple cosa que ocupaba la calle, tan digna de interés como una mancha de gasolina en la calzada.

En la armada lo llamaban CPA, el punto que señalaba la menor distancia en línea recta a otro barco o punta de tierra. Allí el CPA era de un metro. Cuando ya se encontraba a medio paso de distancia, su mano derecha extrajo el arma de la chaqueta. Kelly giró sobre el pie izquierdo y adelantó el derecho, mientras su brazo derecho se extendía con el arma amartillada, respaldando toda la maniobra con los noventa y cinco kilos de peso de su masa corporal. El abultado extremo del arma se encajó por debajo del esternón del camello y Kelly disparó sin vacilar.

El sonido fue similar al de una caja de cartón cayendo sobre un suelo de parqué.

Pum. Simplemente eso. No sonó como un disparo porque todo el gas de la pólvora penetró junto con el proyectil en el cuerpo de Junior.

La ligera carga de perdigones, utilizada en las competiciones de tiro o en la caza de palomas, no hubiera conseguido más que lesionar a un hombre situado a quince metros de distancia, pero en contacto directo con el cuerpo valía tanto como una bala para cazar elefantes. La brutal fuerza del disparo le desalojó el aire de los pulmones, obligándole a abrir la boca con expresión de tonta sorpresa. Y ciertamente estaba sorprendido. Sus ojos se clavaron en los de Kelly. Junior todavía estaba vivo aunque su corazón ya había reventado como un balón y la parte inferior de sus pulmones estaba destrozada. Por suerte, no había orificio de salida. La trayectoria hacia arriba había agotado toda la energía del disparo dentro del pecho de la víctima y la fuerza de la detonación mantuvo erguido su cuerpo por un segundo, pero no más, aunque para Junior y Kelly el segundo representó varias horas. Luego, el cuerpo se desplomó como un edificio dinamitado. Se oyó un extraño y profundo suspiro cuando la caída provocó la salida del aire y los gases por el orificio de entrada, y se percibió un acre olor de humo, sangre y carne chamuscada que contaminó el aire circundante. Los ojos de Junior aún estaban abiertos y seguían mirando fijamente a Kelly, como si quisieran preguntarle algo. La boca abierta se estremeció hasta que, de pronto, cesaron todos los movimientos y la pregunta no formulada ni contestada se desvaneció para siempre. Kelly cogió el fajo de billetes y echó a andar calle arriba, alerta a algún posible peligro, pero no ocurrió nada. Al llegar a la esquina, bajó a la calzada e introdujo el cañón del arma en un charco para eliminar la sangre adherida. Después se volvió con andares de borracho y se dirigió hacia donde había dejado su coche. Cuarenta minutos más tarde, ya estaba de vuelta en su casa con ochocientos cuarenta dólares más y una bala menos.

–¿Y éste quién es? – preguntó Ryan.

–¿Quién hubiera imaginado que Bandanna acabaría así? – repuso el oficial uniformado, un experto patrullero de treinta dos años-. Huele a negocios sucios. Bueno, ya no.

Los ojos estaban todavía abiertos, lo cual era normal en las víctimas de asesinato, pero aquella muerte había sido muy traumática a pesar de que el cuerpo estaba sorprendentemente limpio. Tenía un orificio de entrada de más de dos centímetros rodeado por un negro anillo de aproximadamente un milímetro de grosor. Lo había provocado la pólvora y el diámetro del orificio correspondía sin duda a una escopeta de caza del 12. Más allá de la piel se observaba un orificio bastante parecido a una caja va-cía. O todos los órganos internos habían sido destruidos, o simplemente habían descendido por efecto de la gravedad, pues, tras la muerte, los músculos ya no pueden resistir la atracción de una tierra que pronto reclamará el cuerpo para sí. Era la primera vea que Emmet Ryan contemplaba el interior de un cadáver de aquella manera, como si fuera un maniquí.

–La causa de la muerte -observó el forense con su habitual ironía matinal- ha sido la total pulverización del corazón. Sólo podremos identificar el tejido cardíaco bajo el microscopio. Filete crudo, picado y condimentado -añadió, sacudiendo la cabeza.

–La herida es de contacto. El muy cabrón disparó a quemarropa.

–Indigestión terminal -dijo Douglas-. Dios mío, ni siquiera escupió sangre.

La ausencia de orificio de salida no había dejado sangre en la acera y, desde lejos, Bandanna parecía estar durmiendo, salvo por los exánimes ojos abiertos.

–No ha sido en el diafragma -explicó el forense, señalando el orificio de entrada-. Ha sido entre este punto y el corazón. Probablemente tiene todo el sistema respiratorio destruido. Nunca había visto una herida tan limpia. – Y eso que llevaba dieciséis años en el puesto-. Necesitaremos muchas fotografías. Esto es digno de figurar en un manual.

–¿Tenía experiencia en el negocio? – le preguntó Rvan al oficial uniformado.

–Lo bastante como para saber el riesgo que corría.

El teniente se agachó, rozando la cadera izquierda del cuerpo. – Aún lleva el arma,

–¿Algún conocido tal vez? – se preguntó Douglas-. Alguien a quien permitió aproximarse demasiado.

–Una escopeta de caza es bastante difícil de ocultar. Aunque tenga los cañones recortados. ¿Y a bocajarro?

Ryan se apartó para que el forense trabajase con comodidad.

–Las manos están limpias, no hay señales de forcejeo. Quienquiera que haya sido, se acercó sin despertar sospechas en nuestro amigo. – Douglas hizo una pausa-. Maldita sea, una escopeta de caza mete mucho ruido. ¿Nadie oyó nada?

–La hora de la muerte, entre las dos o las tres -calculó el forense, pues todavía no había rigor mortis.

–A esa hora las calles están desiertas -añadió Douglas-. Y una escopeta de caza hace un ruido espantoso.

Ryan rebuscó en los bolsillos de los pantalones. No había dinero. Miró alrededor. Detrás del cordón de la policía había unos quince curiosos. La diversión podría encontrarse en cualquier lugar y el interés que reflejaban sus rostros no era menos cínico ni menos auténtico que el del forense.

–¿Doble cañón?-preguntó Ryan sin dirigirse a nadie en particular.

–No -contestó el forense-. Ha sido un arma de un solo cañón. De haber sido de dos, habría dejado una marca a la derecha o la izquierda del orificio de entrada, y la distribución de la pólvora habría sido distinta. Para disparar a bocajarro basta uno solo. O sea que el arma es de un solo cañón.

–Amén -convino Douglas-. Alguien está obrando en nombre de Dios. Tres camellos en dos días. Como sigamos así, Mark Charon se queda sin trabajo.

–Hoy no, Tom -dijo Ryan.

Uno más, petiso. Otro camello liquidado con gran precisión, pero no era el mismo tipo que se había cargado a Ju-Ju. Su modus operandi era distinto.

Otra ducha, otro afeitado, un poco más de ejercicio en el Chinquapin Park para reflexionar mientras corría. Ahora podía asociar un lugar y un rostro al automóvil. La misión estaba en marcha, pensó Kelly, girando a la derecha para enfilar la avenida Belvedere y cruzar la corriente antes de regresar por el otro lado y completar la tercera vuelta. Era un parque muy agradable. No tenía demasiados elementos de juego, pero eso permitía a los niños entretenerse a su aire, cosa que algunos estaban haciendo bajo la mirada de varias madres del barrio. Otras mujeres leían libros mientras sus bebés dormían en sus cochecitos. Unos niños estaban jugando a béisbol. De pronto, a uno de ellos se le escapó una pelota del guante y fue a parar al sendero de jogging. Al pasar, Kelly se inclinó aminorando el ritmo y le devolvió la pelota al niño, que le dio las gracias. Un niño más pequeño que jugaba con un disco de plástico se cruzó en el camino de Kelly, obligándole a desviarse por un momento bajo la mirada de embarazo de la madre, a la cual Kelly correspondió con un amistoso gesto de la mano y una sonrisa.

«Así es como tiene que ser», pensó. No muy distinto de su propia infancia en Indianápolis. El padre trabajando. La madre con los niños, porque es difícil ser una buena madre y trabajar fuera de casa, sobre todo cuando los hijos son pequeños. En caso de que las madres quisieran o tuvieran que trabajar, convenía que dejaran a sus hijos con una amiga de confianza para que los pequeños disfrutaran de sus vacaciones estivales en los espacios verdes y aprendieran a jugar a béisbol. Sin embargo, la sociedad aceptaba el hecho de que no era así para muchos. Todo aquello no se parecía en nada a su área de actuación, y los privilegios de que disfrutaban aquellos niños no hubieran tenido que ser tales, pues ¿cómo podía un niño crecer debidamente si no disponía de un ambiente como aquél?

Aquellos pensamientos eran muy peligrosos, se dijo Kelly. La lógica conclusión era intentar cambiar eI mundo, lo cual no estaba a su alcance. Qué lástima, pensó mientras terminaba el recorrido de cinco kilómetros con su habitual sensación de cansancio e iniciaba un paseo a pie antes de dirigirse a su coche para regresar a casa. Oyó las risas, los chillidos y las vehementes acusaciones de «Mentiroso» que proferían algunos niños contra otro que había quebrantado ciertas normas del béisbol que no comprendía, mientras otros discutían los pormenores de otros juegos, Subió a su coche, y pensó que él también era un mentiroso. Había quebrantado ciertas normas que comprendía plenamente, pero lo había hecho en nombre de la justicia o de lo que él consideraba justicia.

«¿Venganza?», se preguntó Kelly mientras cruzaba una calle.«vigilante» era la palabra que le vino a la mente. Procedía de vigiles, un término latino que se refería precisamente a los que vigilaban por las noches las calles de las ciudades y cuidaban sobre todo de que no se produjeran incendios, si él no recordaba mal sus clases de latín del Instituto San Ignacio. Tratándose de romanos, lo más probable era que también llevaran espadas. Se preguntó si las calles de la antigua Roma eran seguras, más seguras que las de esa ciudad. Tal vez sí, seguramente si la justicia romana era muy severa. No debía de resultar nada agradable morir crucificado. En el caso de ciertos delitos como el parricidio, la pena fijada por la ley era meter al condenado en un saco de tela junto con un perro, un gallo y otro animal y arrojarlo al Tíber… no simplemente para que se ahogara sino para que, mientras se ahogara, fuera despedazado por los animales que pugnaban enloquecidos por salir del saco. Puede que el fuera un descendiente directo de aquella época, de un vigile, se dijo Kelly. En tal caso, se consoló, él no había quebrantado la ley. Los «vigilantes» de los textos de historia norteamericanos eran muy distintos de los que se describían en la prensa. Antes de que se organizaran los auténticos departamentos de policía, los ciudadanos patrullaban las calles y mantenían el orden mediante métodos expeditivos. ¿Tal como él estaba haciendo ahora?

Bueno, no, más bien no, reconoció Kelly, mientras aparcaba el vehículo. ¿Y qué si lo hiciera por venganza? Diez minutos más tarde, otra bolsa de la basura llena con prendas desechadas fue a parar al contenedor. Kelly disfrutó del placer de otra ducha antes de efectuar una llamada telefónica.

–Sala de enfermería, O'Toole.

–¿Sandy? Soy John. ¿Sigues saliendo a las tres?

–Tienes el don de la oportunidad -dijo Sandy, sonriendo desde el otro lado del mostrador-. El bendito coche se me ha vuelto a averiar. – «Y los taxis cuestan demasiado», pensó.

–¿Quieres que le eche un vistazo? – preguntó Kelly.

–Si eres tan amable…

–No te prometo nada -dijo Kelly-. Pero cobro barato.

–¿Cómo de barato? – preguntó Sandy, conociendo la respuesta.

–¿Una invitación a cenar? Puedes elegir el sitio.

–De acuerdo… pero…

–Pero todavía es demasiado pronto para nosotros. Sí, ya lo sé. Tu virtud no correrá peligro, te lo aseguro.

Sandy rió. Resultaba paradójico que aquel hombretón fuese tan formal y cortés. Sin embargo, ella sabía que podía fiarse de él y se sentía cansada de estar siempre sola. Tanto sí era demasiado pronto como si no, necesitaba un poco de compañía.

–A las tres y cuarto en la entrada principal.

–Llevaré una pulsera de paciente.

–De acuerdo. – Otra risa que sorprendió a una enfermera que pasaba por delante del mostrador con una bandeja de medicamentos-. De acuerdo, te he dicho que sí, ¿me oyes?

–De acuerdo. Hasta luego -dijo Kelly riéndose antes de colgar. Un poco de contacto humano sería bonito, pensó, encaminándose hacia la puerta.

Se dirigió a una zapatería donde adquirió un par de zapatos. Luego entró en cuatro zapaterías más y compró lo mismo, procurando que los zapatos no fuesen de la misma marca, pero, aun así, acabó con un par repetido. Sólo encontró dos marcas para este tipo de prendas y acabó con dos exactamente iguales que sólo diferían en la etiqueta. La preparación de diversos disfraces era más difícil de lo que parecía, pero era necesario no descuidar ningún detalle. De regreso a su apartamento -al que consideraba como su «casa», aunque sabía que no era así-, arrancó todas las etiquetas y luego se dirigió a la lavandería para pasar las prendas por un ciclo en caliente con mucha lejía junto con las restantes prendas de tono oscuro que había comprado en las secciones de ofertas. Sólo le quedaban tres conjuntos; tendría que comprarse más ropa. Frunció el ceño. Las compras le resultaban aburridas, sobre todo ahora que ya había desarrollado su plan operativo. Como la mayoría de hombres, Kelly aborrecía ir de compras y tanto más cuanto que sus acciones eran bastante monótonas. No obstante, su actividad era agotadora, tanto por la falta de sueño que suponía como por la implacable tensión que conllevaba. En realidad, su tarea no era precisamente rutinaria, ya que todo era peligroso y, por muy acostumbrado que estuviera, los riesgos y el estrés estaban ahí. En parte era bueno que así fuera, porque de este modo no se lo tomaba a la ligera, pero también era malo porque el estrés puede agotar a un hombre a través de una progresiva aceleración de las pulsaciones del corazón y un aumento de la presión sanguínea, lo que daba lugar a una sensación de profundo cansancio. Procuraba compensarlo con el ejercicio, pero el dormir se estaba convirtiendo en un problema. En conjunto, no era peor que arrancar las malas hierbas cuando cursaba cursos de entrenamiento especial, pero ahora ya no era tan joven y la falta de apoyo y la ausencia de compañeros con quienes compartir el riesgo y desahogarse durante las horas de asueto se estaba cobrando su tributo. «Necesito dormir», pensó consultando su reloj. Encendió el televisor del dormitorio en el momento y sintonizó el noticiario del mediodía.

«Otro traficante de droga ha sido hallado muerto hoy en la zona oeste de Baltimore», anunció el presentador.

–Ya lo sé -replicó Kelly mientras cerraba los ojos para echar una cabezadita.

–Ésta es la historia -dijo un coronel de la Armada en Camp LeJeune, Carolina del Norte, mientras otro hacía exactamente lo mismo a la misma hora en Camp Pendleton, California-. Tenemos un encargo especial. Estamos seleccionando voluntarios procedentes exclusivamente de las Fuerzas de Reconocimiento. Necesitamos quince personas. Es peligroso e importante. Algo de lo que os enorgulleceréis de haber participado cuando todo termine. Se trata de una misión de dos a tres meses. Es lo único que puedo adelantaros.

Un grupo de unos setenta y cinco hombres, todos veteranos de combate y miembros de la unidad más exclusiva de la Armada, le escucharon sentados en sillas de duro respaldo. Eran marines de reconocimiento que inicialmente habían ingresado como voluntarios -allí no se reclutaba a nadie- para más tarde incorporarse a la élite de la élite. La representación de las minorías estaba ligeramente desproporcionada, pero eso sólo podía interesar a los sociólogos. Aquellos hombres, marines siempre y por encima de todo, eran tan parecidos entre sí como los uniformes verdes que vestían. Muchos exhibían cicatrices en el cuerpo, pues su labor era más arriesgada y exigente que la de los marines corrientes. Estaban especializados en ir en pequeños grupos, en buscar, encontrar y matar con un alto grado de preparación. Muchos eran tiradores de élite, capaces de acertar a una cabeza a una distancia de cuatrocientos metros o a un torax a más de mil, siempre que el blanco tuviera el detalle de estarse quieto durante el par de segundos en que la bala cubría aquella larga distancia. Eran auténticos cazadores. Algunos sufrían pesadillas a causa de las misiones que realizaban, pero ninguno sería jamás víctima del síndrome de estrés retardado, porque se consideraban a sí mismos depredadores, no presas, y porque los leones no conocen tales sentimientos.

Pero también eran hombres. Más de la mitad tenía esposa y/o hijos que esperaban de vez en cuando su regreso a casa; los demás tenían novias y esperaban formar un hogar. Todos habían cumplido un turno de servicio de trece meses de duración. Muchos habían cumplido dos, y un puñado de ellos incluso tres servicios, pero ningún miembro de este último grupo se había ofrecido como voluntario para esta misión. Unos cuantos, tal vez la mayoría, quizá lo hubieran hecho de haber conocido la naturaleza de la misión, pues la llamada del deber estaba sólidamente arraigada en ellos, pero el deber puede asumir muchas formas y aquellos hombres consideraban que ya habían servido lo suficiente en una guerra y ahora su tarea consistía en adiestrar a los más jóvenes, transmitiéndoles las lecciones que a ellos les habían permitido regresar a casa sanos y salvos -aunque otros tan capacitados como ellos no lo habían logrado-. Ese era su deber para con la Armada, pensaban todos, contemplando al coronel del estrado mientras se preguntaban qué sería aquello, aunque no con suficiente curiosidad como para estar ciegamente dispuestos a poner en peligro sus vidas, tras haberlo hecho tantas veces. Algunos echaban ojeadas a derecha e izquierda, leyendo los rostros de los más jóvenes y adivinando en sus expresiones cuáles permanecerían en la sala y depositarían sus nombres en la gorra. Muchos lamentarían no haberse quedado, sabiendo que el hecho de no poder averiguar el contenido de aquella misión les dejaría para siempre una página en blanco en la conciencia… pero, pensando en sus mujeres e hijos, habían decidido abstenerse esta vez.

Transcurridos unos momentos, los hombres empezaron a retirarse. Unos veinticinco o treinta se quedaron para ofrecerse como voluntarios. Sus expedientes personales serían rápida y minuciosamente analizados y quince de ellos serían seleccionadas al azar, pero en realidad no sería así: ciertas misiones especiales exigían cualidades especiales y el azar haría que algunos de los guerreros más hábiles fueran rechazados a causa de que sus apti tudes personales ya las cumplían otros voluntarios y que otros menos capacitados fueran aceptados porque llenaban un hueco. Así era el azar con que se enfrentaban los hombres uniformado, y todos lo aceptaban con resignación y entereza. Al término de la jornada. los hombres seleccionados sólo fueron informados del horario de salida. Los iban a trasladar en autocar, lo cual significaba que no irían muy lejos. Por lo menos de momento.

Kelly despertó a las dos y se aseó. Su compromiso de aquella tarde le exigía un aspecto presentable, por lo que se puso camisa, chaqueta y corbata. El cabello, que ya le estaba creciendo tras habérselo cortado al rape, necesitaba un recorte, pero ya era un poco tarde para eso. Eligió una corbata azul para combinar con la camisa blanca y la chaqueta azul y, con su aspecto de ejecutivo de ventas, se dirigió al Scout y saludó con la mano al administrador del edificio de apartamentos.

Aquel día la suerte le sonrió y consiguió una plaza de aparcamiento en la entrada del hospital. En el vestíbulo había una estatua de Cristo de cinco o seis metros de altura y benévola expresión, más propia de un hospital que de lo que Kelly había hecho apenas doce horas antes. Rodeó la estatua y se apartó de ella, pues no quería que aquello pesara sobre su conciencia precisamente en esos momentos.

Sandy O'Toole salió a las tres y doce minutos. Al verla aparecer por la puerta de roble, Kelly esbozó una sonrisa que se esfumó nada más contemplar su expresión. En seguida comprendió la razón: un cirujano de baja estatura y moreno, enfundado en un mono verde de quirófano, caminaba a su espalda con toda la rapidez que le permitían sus cortas piernas, hablándole a gritos. Kelly vaciló y contempló la escena con curiosidad, mientras Sandy se detenía y se volvía, tal vez cansada de correr o quizá para ceder a las exigencias del médico. Éste era un poco más bajo que Sandy, y hablaba tan atropelladamente que Kelly no entendía parte de sus palabras. Sandy le miraba a los ojos con semblante inexpresivo.

–El informe del incidente ya está archivado -dijo Sandy, aprovechando una breve interrupción.

–¡No tiene usted derecho a hacer eso!

Los ojos se encendieron de rabia en el oscuro y mofletudo rostro. Kelly se acercó un poco más.

–Sí, lo tengo, doctor. Su prescripción de medicación era incorrecta y yo soy la supervisora de enfermeras y estoy obligada a informar sobre los errores de medicación.

–¡Le ordeno que retire ese informe! ¡Las enfermeras no dan órdenes a los médicos!

Lo que siguió fue un lenguaje que a Kelly no le gustó, y tanto menos en presencia de la imagen de Cristo. El moreno rostro del médico se ensombreció mientras se inclinaba hacia Sandy y gritaba cada vez más. Pero Sandy no se inmutó ni se dejó intimidar, provocando con ello un recrudecimiento de la pataleta del médico.

–Perdón. – Kelly intervino en la disputa sin acercarse demasiado, lo justo para atraer la encolerizada mirada de Sandra O'Toole-. No sé de qué están discutiendo, pero, si usted es médico y la señorita enfermera, convendría que lo hicieran de una manera un poco más civilizada -sugirió en voz baja.

El médico fingió no haberle escuchado. Era la primera vez desde que tenía dieciséis años que alguien le humillaba en público. Kelly retrocedió para que Sandy resolviera la cuestión por su cuenta, pero el médico empezó a vociferar, pasando a un lenguaje incomprensible en el que se mezclaban insultos en inglés y en parsi. Sandy no cedió terreno y Kelly la miró con orgullo. La expresión de Sandy parecía cada vez más pétrea y su impasible mirada sin duda disimulaba el nerviosismo que sentía. Su férrea resistencia estaba minando los nervios del médico, el cual levantó la mano y siguió arreciando en sus imprecaciones. Se detuvo tras llamarla «zorra bastarda». El puño que había sacudido amenazadoramente a un centímetro de la nariz de Sandy desapareció de pronto en la vellosa garra de Kelly.

–Perdone -dijo amablemente ¿hay alguien arriba que sepa arreglar una mano rota?

Kelly cerró sus dedos alrededor de la pequeña y delicada mano del cirujano y ejerció una leve presión.

En ese momento cruzó la puerta un guardia de seguridad, alertado por el alboroto. Los ojos angustiados del médico se desviaron hacia él.

–No tendrá ocasión de ayudarle, doctor. ¿Cuántos huesos tiene la mano, señor? – preguntó Kelly.

–Veintiocho -contestó atemorizado el médico.

–¿Quiere que los convirtamos en cincuenta y seis? – propuso Kelly, aumentando la presión.

Los ojos del médico contemplaron un rostro que no parecía enojado ni complacido, sino que simplemente le miraba como si fuera un objeto, hablándole con un tono cortés que no era más que una burlona expresión de superioridad. El cirujano comprendió inequívocamente que el hombre iba a cumplir su amenaza.

–Discúlpese ante la señorita -añadió Kelly.

–¡Yo no me rebajo ante las mujeres! – replicó el médico con voz sibilante.

Un poco más de presión le dibujó una mueca en el rostro. Con un poco más de fuerza, los huesos empezarían a romperse.

–Tiene usted muy malos modales, señor, y le queda poco tiempo para mejorarlos. – Kelly esbozó una sonrisa-. Discúlpese ahora mismo -le ordenó-. Si es tan amable.

–Discúlpeme, enfermera O'Toole -masculló el hombre.

La humillación era como una sangrante herida en su orgullo. Kelly le soltó la mano y cogió la tarjeta de identificación que el médico llevaba prendida en su bata quirúrgica. Leyó el nombre antes de mirarlo nuevamente.

–¿Se siente un poco mejor, doctor Khofan? ¿Verdad que a partir de ahora ya no volverá a gritar a la señorita, por lo menos cuando ella tenga razón y usted esté equivocado? Y tampoco la volverá a amenazar bajo ningún concepto, ¿no es cierto? – Kelly no tuvo necesidad de explicar por qué tal cosa no sería conveniente.

El médico estaba flexionando los dedos para aliviar el dolor.

–De acuerdo -dijo el médico, sintiendo ganas de echar a correr.

Kelly volvió a coger su mano y se la estrechó con una sonrisa, apretándola levemente a modo de advertencia.

–Me alegro de que estemos de acuerdo, señor. Creo que ahora ya puede marcharse.

El doctor Khofan se marchó, pasando por delante del guarda de seguridad sin siquiera dirigirle una mirada. El guarda miró a Kelly, pero no pasó de ahí.

–¿Era necesario que lo hicieras? – preguntó Sandy.

–¿Qué quieres decir?

–Ya lo estaba resolviendo yo sola -dijo ella, dirigiéndose hacia la puerta.

–Sí, es cierto. ¿Qué ha ocurrido? – preguntó Kelly con tono pausado.

–Pues que prescribió una medicación equivocada a un anciano que es alérgico al medicamento, tal como consta en su historial -explicó Sandy, desahogando la tensión acumulada-. Hubiera podido causarle mucho daño al señor Johnston. Y no es la primera vez que ocurre. Esta vez el doctor Rosen podría despedirlo y él quiere quedarse. Además, no para de acosar a las enfermeras y eso no nos gusta. ¡Pero ya lo estaba resolviendo por mi cuenta!

–Pues entonces la próxima vez dejaré que te parta la nariz.

Pero no habría una próxima vez; lo había leído en la mirada del pequeño bastardo, por lo menos hasta que éste regresara al lugar de donde procedía.

–Y si lo hace, ¿qué? – preguntó Sandy.

–Pasará una temporada sin ejercer como cirujano. Mira, Sandy, no soporto que la gente se comporte así, ¿comprendes? No me gustan los matones, y menos que maltraten a las mujeres.

–¿De veras puedes hacer daño a la gente?

Kelly abrió la puerta para cederle el paso.

–No, no muy a menudo. Habitualmente prestan atención a mis advertencias. Verás, si él te pega, tú sufrirás un daño y él también lo sufrirá. En cambio, de esta manera nadie sufre ningún daño como no sea tal vez el del orgullo herido, y de eso nadie ha muerto jamás.

Sandy prefirió no insistir en el tema. Estaba molesta porque Kelly le había plantado cara al médico -que no era muy buen cirujano y mostraba ligereza en la aplicación de las técnicas posoperatorias; sólo operaba pacientes de la beneficencia aquejados de pequeñas dolencias, pero no se trataba de eso: los pacientes de la beneficencia eran personas y las personas merecían el mejor trato que la ciencia médica pudiera dispensarles-. Khofan se había propasado y Sandy se alegraba de que Kelly la hubiera protegido, pero se sentía irritada por no haber podido bajarle ella sola los humos. Probablemente el informe del incidente acabaría con la negligente trayectoria de Khofan y las enfermeras de la unidad lo celebrarían. Las enfermeras de los hospitales, como los suboficiales de cualquier unidad militar, eran en el fondo las que llevaba todo el peso de la organización, por lo que era una insensatez que un médico intentara plantarles cara.

Sin embargo, Sandy había confirmado una cosa sobre Kelly. Aquella mirada terrible que había visto y no podía quitarse de la cabeza no había sido un espejismo. Mientras Kelly estrujaba la mano de Khofan, la expresión de su rostro había sido… inexpresiva. Sandy no había adivinado en su rostro ningún sentimiento, ni siquiera de regocijo ante la humillación de aquel medicucho y eso era lo que más la preocupaba.

–¿Qué le ocurre a tu coche? – preguntó Kelly, enfilando Broadway en dirección norte.

–Si lo supiera no lo tendría averiado.

–Sí, claro -dijo Kelly con una sonrisa.

«Es hábil -pensó Sandy-. Cambia a su antojo y según le conviene. Primero quiso arreglarlo con palabras razonables, pero después se mostró dispuesto a partirle la crisma. Así, sin más. Sin la menor emoción. Como si aplastara una cucaracha. Pero entonces, ¿qué clase de persona es? ¿Acaso perdió los estribos? No, probablemente no. Posee absoluto autodominio, ¿Un psicópata? Oh, sería terrible… pero no, no puede ser. En ese caso Sam y Sarah no serían amigos suyos, y ambos son médicos muy sensibles y considerados… Entonces, ¿qué?»

–He traído mi caja de herramientas. Se me dan muy bien los diesel. Aparte el numerito de nuestro amigo, ¿cómo ha ido el trabajo?

–Ha sido un día muy agradable -contestó Sandy, alegrándose de poder cambiar de tema-. Hemos dado el alta a una paciente que nos tenía muy preocupados. Una negrita de tres años que se cayó de la cuna. El doctor Rosen le hizo un trabajo estupendo y en un par de meses ni siquiera se notará que tuvo un accidente.

–Sam es buena persona -comentó Kelly-. Quiero decir que no solo es buen médico y buen profesor, eso es evidente… Pero además tiene clase.

–Sarah también.

«Buena persona es lo que hubiese dicho Tina», pensó ella.

–Una gran señora -convino Kelly asintiendo con la cabeza mientras giraba a la izquierda para enfilar North Avenue-. Hizo mucho por Pam -añadió irreflexivamente.

Sandy observó que la expresión de Kelly volvía a demudarse y se le petrificaban las facciones.

«El dolor jamás desaparece, ¿verdad?», se dijo Kelly. Volvió a ver mentalmente a Pam y, por un breve y cruel segundo, se engañó creyendo que iba sentada a su lado en el coche. Pero no era Pam. Sus manos apretaron el volante y los nudillos se le quedaron repentinamente blancos mientras trataba de apartar aquellos pensamientos que eran una especie de campo de minas. Entras inocentemente en ellos y descubres demasiado tarde el peligro que encierran. Sería mejor no poder recordar, pensó Kelly. Pero, sin los recuerdos buenos y malos, ¿qué era la vida? Si olvidabas las cosas más significativas, ¿en qué te convertías? Y si no obrabas de conformidad con aquellos recuerdos, ¿qué valor tenía la existencia?

Sandy lo leyó todo en su rostro. Kelly no siempre sabía disimular. «No eres un psicópata. Sientes dolor y los psicópatas no lo sienten. ¿Qué eres, entonces?»

XVIII. LA INTERFERENCIA

–Vuelve a hacerlo -le dijo a Sandy.

Cloc.

–Muy bien, ya lo tengo -dijo.

Se inclinó sobre el Plymouth Satellite de Sandy con las mangas arremangadas tras haberse quitado la chaqueta y la corbata. Tenía las manos perdidas tras haber pasado media hora trabajando.

–¿Lo has conseguido?

Sandy descendió del coche con las llaves en la mano, lo cual resultaba ridículo, pues el maldito trasto se negaba a ponerse en marcha. ¿Por qué no dejarlas puestas para que algún ladrón de automóviles se volviera loco?, se preguntó.

–Es el interruptor solenoide.

–¿Y eso qué es? – preguntó Sandy, acercándose para contemplar el pringoso misterio del motor.

–El contacto no proporciona toda la electricidad que necesita el arranque, por cuyo motivo dicho interruptor controla este otro de mayor tamaño. – Kelly lo señaló con una llave inglesa-. Activa un electroimán que entra en contacto con el interruptor grande, que es el que envía la electricidad al arranque del motor. ¿Me sigues?

–Creo que sí -contestó Sandy-. Me dijeron que tenía que cambiar la batería.

–Supongo que sabes que a los mecánicos les encanta…

–¿Tomarles el pelo a las mujeres porque no tienen idea de coches? – dijo Sandy, completando la frase con una mueca.

–Algo así. Oye, tendrás que pagar algo de todos modos -dijo Kelly, rebuscando en su caja de herramientas.

–¿De veras? – Voy demasiado sucio para llevarte a un restaurante. Tendre-

mos que comer aquí -contestó Kelly, desapareciendo debajo del vehículo con su blanca camisa y los pantalones de estambre. Un minuto después volvió a salir con las manos ennegrecidas-. Inténtalo.

Sandy subió y accionó el arranque. La batería estaba un poco floja, pero el motor se puso en marcha. – Déjalo así para que se cargue.

–¿Qué era? – Un cable flojo. Lo he tensado un poco. – Kelly se miró la ropa e hizo una mueca. Sandy también la hizo-. Tienes que llevarlo al taller para que le pongan una arandela de seguridad en la tuerca. De ese modo no se volverá a aflojar.

–No era necesario que… -Mañana tienes que ir al hospital, ¿no? – dijo comprensivamente Kelly-. ¿Dónde puedo lavarme?

Sandy le acompañó al interior de la casa y le indicó el cuarto de baño.

–¿Dónde aprendiste a arreglar automóviles averiados? – le preguntó Sandy, ofreciéndole un vaso de vino cuando Kelly regresó al salón.

–Mi padre era un mecánico de primera. No olvides que era bombero. Tuvo que aprender todas esas cosas y le encantaban. Lo aprendí todo de él. Gracias -añadió, brindando. No era muy aficionado al vino, pero reconocía que el sabor era muy bueno.

–Ah, ¿sí?

–Murió estando yo en Vietnam, de un infarto, mientras se encontraba de servicio. Mi madre también murió, cáncer de hígado, cuando yo estudiaba en la universidad -explicó Kelly con la mayor indiferencia que pudo aparentar. El dolor se había suavizado un tanto-. Fue muy duro para mí. Papá y yo estábamos muy unidos. Era un fumador empedernido y probablemente eso lo mató. Yo entonces estaba enfermo de una infección contraída durante una misión y no pude regresar a casa. Por consiguiente, seguí en el hospital hasta que me puse mejor.

–Me extrañaba que nadie te visitara en el hospital -dijo Sandy, percatándose de lo solo que estaba John Kelly.

–Tengo un par de tíos y varios primos, pero no nos vemos demasiado.

Ahora todo estaba un poco más claro, pensó Sandy. Había perdido a su madre a una edad muy temprana y de una forma especialmente cruel y dolorosa. Probablemente siempre habría sido un mocetón inflexible y orgulloso, aunque incapaz de cambiar las cosas por sí mismo. Todas las mujeres de su vida le habían sido arrebatadas de una u otra manera: su madre, su mujer y su amante. Debía de albergar un profundo sentimiento. Y eso explicaba su actitud ante Khofan: había experimentado la necesidad de protegerla. Ella seguía pensando que hubiera podido resolver la situación sin ayuda, pero ahora lo comprendía todo un poco mejor. Además, Kelly no se acercaba demasiado a ella ni la desnudaba con los ojos, algo que Sandy no soportaba, aunque dejaba que los pacientes lo hicieran para contribuir a animarlos un poco. Kelly la trataba como a una amiga, tal como hubiera hecho uno de los oficiales amigos de Tim, mezclando la familiaridad con el respeto y viéndola antes como una persona y después como una mujer. Y eso a Sandra Manning O'Toole le encantaba. A pesar de su corpulencia y su dureza de carácter no había nada que temer de aquel hombre. Resultaba un poco raro pensar semejante cosa en los albores de una relación, en caso de que efectivamente se tratara de eso.

Un sordo rumor anunció la llegada del periódico de la tarde. Kelly fue a recogerlo y echó un vistazo a la prirnera plana antes de dejarlo sobre una mesita auxiliar. Uno de los artículos de la primera plana en aquel soñoliento día estival se refería al hallazgo de otro traficante de droga muerto. Sandy le vio leer los dos primeros párrafos.

El creciente control que ejercía Henry sobre el tráfico de drogas local permitía establecer casi con toda certeza que el muerto era uno de sus distantes colaboradores. Le conocía por su apodo callejero y en el artículo se mencionaba que su nombre era Lionel Hall. Henry no le había conocido personalmente, pero le habían dicho que Bandanna era un tío muy listo al que convenía tener en cuenta. Pero no lo había sido bastante, pensó Tucker. El as-censo hacia el éxito en aquel negocio era muy empinado y tenía peldaños muy resbaladizos. El proceso de selección era brutalmente darwiniano y Lionel Hall no había estado a la altura de las exigencias de su nueva profesión. Una pena, pero qué remedio. Henry se levanto del sillón y se desperezó. Se había despertado muy tarde porque dos días atrás se había hecho cargo nada menos que de quince kilos de «género», como se había acostumbrado a llamarlo. El recorrido de ida y vuelta en barco hasta el punto de recogida había sido agotador. Henry empezaba a cansarse de aquella tapadera; sin embargo, eso era peligroso y él lo sabía. Esta vez se había limitado a observar cómo hacían el trabajo sus hombres. Y dos nuevos hombres sabían más de la cuenta, pero él necesitaba gente que realizase aquellas tareas. Había personas de poca monta que, conscientes de serlo, sabían que sólo podían prosperar cumpliendo órdenes a rajatabla.

Las mujeres lo hacían mejor que los hombres. Éstos tenían más orgullo y lo alimentaban abrigando sueños de grandeza. Tarde o temprano alguno de los suyos se rebelaba y creaba problemas. En cambio, a las chicas podía intimidarlas más fácilmente y, por si fuera poco, disponía de sus cuerpos siempre que quisiera. Tucker esbozó una sonrisa.

Doris despertó a las cinco de la madrugada con la cabeza a punto de estallar a causa de los barbitúricos y el whisky que alguien le había proporcionado. El dolor le hizo recordar que tendría que vivir un día más y que la mezcla de medicamentos y alcohol no había surtido el efecto esperado cuando contemplaba el vaso, vacilaba y finalmente se bebía el contenido en presencia de los demás. Lo ocurrido tras tomarse el whisky y las pastillas lo recordaba muy vagamente y tan mezclado con otras noches similares que le resultaba difícil distinguir lo reciente de lo antiguo.

Ahora tenían más cuidado. Pam les había alertado al respecto. Doris se incorporó y contempló el grillete que le sujetaba el tobillo. El otro extremo estaba fijado a una cadena unida a una argolla de la pared. No se le ocurrió que podía intentar romperla. Una joven saludable lo hubiera conseguido con unas cuantas horas de denodados esfuerzos. Sin embargo, la huida equivalía a la muerte, una muerte especialmente dolorosa y prolongada. Por mucho que ella deseara escapar de aquella horrenda existencia de pesadilla, el dolor la acobardaba. Se levantó y la cadena chirrió. Poco después entró Rick.

–Hola, nena -dijo el joven, esbozando una sonrisa más de diversión que de afecto. Se inclinó, le quitó los grilletes y le señaló el cuarto de baño-. Toma una ducha. La necesitas.

–¿Dónde aprendiste a preparar platos chinos? – preguntó Kelly.

–Me enseñó una enfermera con quien trabajé el año pasado. Nancy Wu. Ahora da clases en la Universidad de Virginia. ¿Te gusta?

–Desde luego.

Si la distancia más corta hasta el corazón del hombre pasa por el estómago, uno de los mejores cumplidos que puede hacerle un hombre a una mujer es repetir la comida. No bebió más de un vaso de vino, pero engulló la comida tan ávidamente como le permitía la buena educación.

–No exageres -dijo Sandv, ansiosa de recibir otro cumplido. – Es mucho mejor que lo que yo me preparo, pero si piensas escribir un libro de cocina, necesitas a alguien con mejor gusto.

–Kelly levantó la vista del plato-. Una vez estuve una semana en Taipeh y esto es casi tan bueno como lo que comí allí.

–¿Y para qué fuiste allí?

–Unas vacaciones por haber resultado herido -explicó Kelly escuetamente. No todo lo que él y sus amigos habían hecho se podía explicar a una señora. De pronto, se dio cuenta de que ya había dicho demasiado.

–Eso es lo que Tim y yo teníamos previsto. Nos reuniríamos en Hawai, pero… -Sandy se interrumpió.

Kelly deseó alargar el brazo y tomar su mano para consolarla, pero temía que ella lo considerara una insinuación.

–Ya lo sé, Sandy. Bien, ¿qué más sabes guisar?

–Muchas cosas. Nancy estuvo cuatro meses conmigo y me hacía cocinar cada día. Es una profesora estupenda.

–Lo creo. – Kelly rebañó el plato-. ¿Qué horario tienes?

–Suelo levantarme a las cinco y cuarto y salgo de casa poco después de las seis. Me gusta llegar al hospital media hora antes de que cambie el turno para poder comprobar el estado de los pacientes y prepararme para los nuevos ingresos de quirófano. Es una unidad de mucho ajetreo. ¿Y tú?

–Bueno, depende de lo que tenga que hacer. Cuando disparo…

–¿Disparas? – preguntó Sandy, sorprendida.

–Explosivos, es mi especialidad. La planificación y organización lleva mucho tiempo. Por regla general tenemos varios ingenieros que se preocupan mucho y nos explican cómo hacerlo. Olvidan que es mucho más fácil hacer estallar una cosa que prepararla. De todos modos, yo tengo mi método especial.

–¿Cuál es?

–Cuando trabajo en inmersión, hago estallar algunas cápsulas detonantes antes de efectuar los disparos de verdad. – Kelly soltó una risita-. Para asustar a los peces.

Sandy le miró, perpleja.

–Ah, ¿para alejarlos y no hacerles daño?

–Exacto. Es un capricho personal.

Otro detalle. Había matado en la guerra, había amenazado a un cirujano y a un guardia de seguridad, pero se tomaba la molestia de proteger a los peces.

–Eres un hombre muy raro.

Kelly asintió.

–No mato por placer. Antes era aficionado a la caza, pero lo dejé. Practico un poco la pesca, pero no con dinamita. Disparo las cápsulas a bastante distancia del objetivo… para que no resulte afectada la parte importante de mi trabajo. El ruido los asusta y los induce a alejarse. ¿Para qué causarles un daño innecesario? – dijo Kelly.

Fue un gesto automático. Doris era un poco miope y las marcas parecían manchas de suciedad cuando el agua de la ducha le nublaba los ojos, pero no lo eran y no desaparecían aunque las frotara. Simplemente se desplazaban a otras zonas de su cuerpo según los caprichos de los hombres que se las provocaban. Las frotó con las manos y el dolor le hizo comprender que eran vestigios de las «fiestas» más recientes. El esfuerzo de lavarse era inútil. Sabía que jamás volvería a estar limpia. La ducha sólo era útil para eliminar el olor. Lo tenía claro incluso Rick, el más simpático de ellos, pensó Doris, contemplando el moretón que éste le había hecho, no tan doloroso como las magulladuras que solía causarle Billy.

Salió de la ducha y se secó. Era el único lugar ligeramente pasable de toda la estancia. Nadie se molestaba jamás en limpiar la pila o la taza del excusado, y el espejo estaba roto.

–Así estás mucho mejor -dijo Rick, ofreciéndole una pastilla.

–Gracias.

De esta manera comenzaba un nuevo día, con una pastilla de barbitúrico para distanciarla de la realidad y para que la vida le resultara si no cómoda por lo menos soportable. Justo lo mínimo. Con una pequeña ayuda de sus amigos, que se ocupaban de que ella pudiera resistir la realidad que ellos mismos creaban. Doris se tragó la pastilla con un poco de agua, confiando en que le hiciera efecto en seguida. De este modo, se suavizaba el dolor y se establecía una distancia entre su persona y su propio yo. Antes, la distancia era tan grande que la vista no podía abarcarla, pero ya no. Contempló el sonriente rostro de Rick.

–Tú sabes que te quiero, nena -dijo éste alargando la mano para acariciarla.

Una débil sonrisa al sentir el roce de su mano. – Sí.

–Esta noche habrá una fiesta especial, Doris. Vendrá Henry.

Clic. A Kelly casi le pareció oír el sonido al descender del Volkswagen, a cuatro manzanas de la casa de piedra arenisca de la esquina, pasando de una personalidad a otra. Entrar en la «selva» se estaba convirtiendo en una tarea rutinaria. Había logrado alcanzar un nivel de serenidad que aquella noche resultaba especialmente patente. Lo atribuyó a la comida, la primera que compartía con otro ser humano en… ¿cuánto tiempo? ¿Cinco, seis semanas? Regresó a lo suyo.

Se situó al otro lado del cruce, pegado a unos peldaños de mármol bajo cuya sombra podía ocultarse para aguardar la llegada del Roadrunner. De vez en cuando levantaba la botella de vino -esta vez era de vino tinto, no blanco como la primera- y simulaba echar un trago mientras sus ojos escudriñaban incesantemente las aceras y las ventanas de la casa.

Algunos automóviles ya le eran familiares. Vio el Kharman-Ghia negro que había intervenido en el episodio que desembocó en la muerte de Pam. Observó que el conductor llevaba bigote y tenía aproximadamente su edad. Le vio recorriendo la calle en busca de su conexión y, por un instante, se le heló la sangre al recordar el desastre provocado por su imprudente maniobra. Deseó cobrarse una venganza que pareciera un accidente o la obra de algún gamberro, pero no hubiera sido justo vengar un accidente. Se preguntó qué problema tendría aquel hombre que, para aliviar su congoja, tenía que trasladarse desde su casa hasta aquel lugar, poniendo en peligro su integridad física y estropeando su vida con la droga. Además, con su dinero financiaba en cierto modo el tráfico de droga y daba lugar a un reguero de corrupción y destrucción. ¿Acaso no lo sabía? ¿Acaso no ignoraba el destino de su dinero?

Había otra cosa que Kelly procuraba ignorar. Allí había gente que intentaba vivir honradamente, gente que vivía de la beneficencia o que ejercía humildes oficios y corría constantes peligros y soñaba con mudarse a un lugar donde fuese posible llevar una existencia normal. Aquella gente se esforzaba en no prestar atención a los traficantes y, en su mezquina rectitud, tampoco prestaba atención a los vagabundos como Kelly, cosa que éste no le reprochaba. En semejante ambiente todos tenían que ocuparse de la supervivencia personal. La conciencia social era un lujo que la mayoría de la gente no se podía permitir. Hay que disfrutar de una mínima y rudimentaria seguridad personal para poder echar mano del excedente y aplicarlo a los más necesitados… y además, ¿cuántos auténticos necesitados había por allí?

Algunas veces el ser un hombre constituía un placer incomparable, pensó Henry en el. cuarto de baño. El rechoncho cuerpo y el voluminoso busto de Doris tenían también sus encantos. María, la tontaina flacucha de Florida; Xantha, la más adicta y la que más quebraderos de cabeza le daba; y Roberta y Paula. Ninguna de ellas rebasaba demasiado la veintena y dos eran todavía adolescentes. Todas iguales y todas distintas. Se aplicó un poco de after-shave a la cara. Hubiera tenido que contar con una señora para su uso exclusivo, una mujer espectacular que pudiera exhibir y que los demás hombres le envidiasen. Pero eso era un poco arriesgado porque llamaba la atención. No, así estaba bien. Abandonó el cuarto de baño descansado y relajado. Doris todavía se encontraba allí semiinconsciente a causa de la sesión de sexo y las dos pastillas de premio, mirándole con una sonrisa que a él le resultaba aceptablemente respetuosa. Había emitido los correspondientes jadeos en los momentos oportunos y había hecho por iniciativa propia las cosas que a él le gustaban. A él no le importaba prepararse los tragos y le encantaban el silencio y la soledad, pero el silencio de una pobre idiota en la casa era algo terriblemente aburrido. Tuvo la delicadeza de inclinarse y acercarle un dedo a los labios para que ella lo besara, mirándole con los ojos extraviados.

–Que duerma un rato -le dijo Henry a Billy al salir.

–Muy bien. De todos modos, esta noche tengo que hacer un servicio -le recordó Billy.

–Ah, ¿sí?

Todavía bajo los efectos de los placenteros momentos que acababa de vivir, Tucker lo había olvidado. Henry Tucker también era humano, o al menos eso creía,

–Anoche a Little Man le faltaron mil pavos. Hice la vista gorda porque fue la primera vez y el tío dijo que se había equivocado en las cuentas. La multa son cinco de los grandes, ¿no es así?

Tucker asintió con la cabeza. Little Man siempre se había mostrado respetuoso y era la primera vez que cometía un error.

–Hazle saber que un error es lo máximo que tolera la casa.

–Sí, señor -dijo Billy.

–Y procura que no se corra la voz.

Ahí estaba el problema. En realidad los problemas eran varios, pensó Tucker. En primer lugar, los camellos eran unos miserables estúpidos cegados por la codicia. No comprendían que un trabajo satisfactorio equivalía a unas ganancias regulares, lo cual redundaba en beneficio de todos. Pero los camellos eran delincuentes que no sabían pensar y actuar como hombres de negocios… y eso no tenía vuelta de hoja. De vez en cuando, alguno de ellos moría de un navajazo a raíz de una pelea callejera. Otros eran tan necios como para comerciar por su propia cuenta; a esos Henry procuraba quitárselos de encima. De vez en cuando, algunos forzaban los límites y se embolsaban unos cientos de dólares, cuando trabajando correctamente hubieran podido ganar una cantidad muy superior. Tales casos sólo tenían un remedio y Henry los había utilizado como carnaza para la policía. Seguramente Little Man había dicho la verdad. Su disposición a pagar la elevada multa lo demostraba, como también lo demostraba el hecho de que valoraba los suministros regulares, que habían ido aumentando en los últimos meses. Billy sabía que, en los meses sucesivos, tendrían que vigilar muy de cerca a Little Man.

Lo que más fastidiaba a Tucker era ocuparse personalmente de nimiedades tales como los errores de contabilidad de Little Man. Sabía que aquella situación era transitoria, una consecuencia del natural proceso de transición de vendedor local de poca monta a importante distribuidor. Tendría que empezar a delegar su autoridad en otras personas y permitir, por ejemplo, que Billy asumiera mayor responsabilidad. Pero ¿estaba preparado para eso? Buena pregunta, pensó Henry, abandonando el edificio. Le entregó un billete de diez dólares al chico que había vigilado su coche. Billy tenía muy buena mano para controlar a las chicas. Era un tipo muy listo, originario de la región minera de Kentucky y sin antecedentes penales. Ambicioso y buen trabajador en equipo. Quizá estaba preparado para subir un peldaño.

Por fin, pensó Kelly. Eran las 2.15 cuando apareció el Roadrunner tras una hora de espera. Se acurrucó en la sombra y echó un buen vistazo al hombre. Billy y su compinche. Riéndose de algo. El otro tropezó en los peldaños, a lo mejor porque llevaba unas copas de más; mientras caía, Kelly vio alrededor un revoloteo de papeles que debían de ser billetes de banco.

«¿Aquí es donde cuentan el dinero? – se preguntó Kelly-. Muy interesante.» Ambos hombres se agacharon para recoger los billetes y Billy le dio a su compañero una juguetona palmada en el hombro, diciéndole algo que Kelly no oyó desde la distancia de cincuenta metros a la que se encontraba.

A aquella hora de la noche los autobuses pasaban con una frecuencia de cuarenta y cinco minutos y su trayecto discurría a varias manzanas de distancia. Las patrullas de la policía eran tan regulares como las costumbres del barrio. A las ocho cesaba el tráfico, y a las nueve y media los habitantes de la zona abandonaban las calles, parapetándose detrás de puertas cerradas a triple llave y dando gracias a la Providencia de haber sobrevivido un día más mientras se estremecían al pensar en los peligros del día siguiente, y dejaban las calles enteramente en poder de los traficantes de droga, que permanecían por allí hasta las dos. Kelly ya lo había comprobado hacía tiempo, y había llegado a la conclusión de que ya sabía todo lo que necesitaba saber. Todavía quedaban algunas cuestiones que dependían del azar, pero eran inevitables y uno no podía preverlas sino sólo estar preparado. Las rutas alternativas de huida, la constante vigilancia y las armas eran la mejor defensa contra los imprevistos. Siempre había que dejar algo al azar y, por mucho que le molestara, Kelly tenía que aceptarlo como parte de su vida normal, aunque, en realidad, pensó divertido, nada de lo relacionado con su misión era normal.

Se levantó con gesto cansado y cruzó la calle dando bandazos en dirección a la casa de piedra arenisca. Observó que la puerta no estaba cerrada y que la placa de latón que había por encima del tirador estaba torcida. La imagen se le quedó grabada en la mente y, mientras caminaba, empezó a planificar su misión de la noche siguiente. Oyó de nuevo la voz de Billy en las ventanas de arriba con un extraño acento muy poco melodioso. Una voz que va aborrecía y para la cual había trazado planes especiales. Por primera vez se encontraba cerca de uno de los asesinos de Pam. Probablemente de dos, pensó, pero semejante circunstancia no ejerció en él el efecto físico que esperaba. Su cuerpo se relajó. A ése ya le daría su merecido.

«Ya nos veremos, chicos», prometió. Era el gran salto hacia delante y ya no podía correr el riesgo de fallar, pensó Kelly, caminando sin apartar la vista de los dos camellos que se encontraban a unos trescientos metros de distancia y resultaban visibles gracias al recto trazado de la ancha calle.

Era una prueba más de pericia, tenía que estar seguro de sí mismo. Se dirigió hacia el norte sin cruzar la calle, pues de seguir un camino recto hasta ellos puede que se hubieran dado cuenta o, por lo menos, le hubieran mirado con curiosidad. Tenía que acercarse sin que le vieran. Mientras se aproximaba siguiendo un rumbo irregular, procuró que su cuerpo encorvado se confundiera con las fachadas y con los automóviles aparcados, y sólo se viera la inofensiva forma oscura de su cabeza. Al llegar a una manzana de distancia, cruzó la calle y aprovechó para echar un vistazo en todas direcciones. Afortunadamente aquellos tipos eran criaturas nocturnas, porque él también lo era. Girando a la izquierda, subió por la ancha acera puntuada por los blancos peldaños de las casas que tan útiles le resultaban para sus bamboleantes andares. Se detuvo un momento y se llevó la botella a los labios. «Mejor todavía -pensó en un renovado esfuerzo por acentuar su aspecto inofensivo-, voy a mear de cara a la calzada.»

–!Guarro! – exclamó una voz.

No se molestó en averiguar si ésta pertenecía a Big o a Little. La repugnancia que denotaba la palabra era más que suficiente. Era la clase de cosa que inducía a un hombre a apartar la mirada. Además, pensó Kelly, necesitaba mear de verdad.

Ambos eran más corpulentos que él. Big Bob, el camello, medía metro ochenta y cinco; y Little Bob, su ayudante, de metro ochenta y ocho, era un tipo musculoso, aunque ya estaba empezando a echar tripa. Ambos exhibían complexiones impresionantes, pensó Kelly, haciendo una rápida evaluación de su táctica. ¿Y si pasaba de largo y los dejaba en paz?

«No.»

Pero, al principio, pasó de largo. Little Bob estaba mirando al otro lado de la calle y Big Bob permanecía apoyado contra el edificio. Kelly trazó una línea imaginaria entre ambos y contó tres pasos antes de girar lentamente a la izquierda para no llamar la atención. Mientras, deslizó la mano derecha bajo la chaqueta. Al sacarla, empuñaba la Cok automática. La cogió con ambas manos. Centró la mirada en la línea blanca pintada sobre el silenciador en el momento de levantar el arma. Extendió los brazos para apuntar rápidamente contra el primer blanco. El ojo humano se siente atraído por el movimiento, especialmente de noche. Big Bob vio el movimiento y comprendió que ocurría algo, pero no supo qué. Su instinto no le había engañado y le pedía a gritos que entrara en acción. Demasiado tarde. Vio el arma y movió la mano hacia la suya propia en lugar de esquivar el tiro, cosa que tal vez hubiera retrasado su muerte.

La yema del dedo de Kelly apretó dos veces el gatillo, la primera para alcanzar el blanco y la segunda apenas su muñeca compensó el leve retroceso del convertidor del 45 al 22. Sin mover los pies, desvió mecánicamente los brazos hacia la derecha, colocando el arma en un plano horizontal con respecto a Little Bob, el cual, al ver caer a su jefe, ya había reaccionado y se disponía a extraer su arma. Lo intentó, pero no con la suficiente rapidez. El primer disparo de Kelly no fue muy bueno y apenas lo hirió. Pero el segundo le entró por la sien, rebotando en los huesos más gruesos del cráneo, y corrió por su interior como un hámster enjaulado. Little Bob cayó de bruces al suelo. Kelly se detuvo sólo lo suficiente para cerciorarse de que ambos estaban muertos. Después dio media vuelta y prosiguió su camino,

«Seis», pensó, acercándose a la esquina mientras su corazón se sosegaba después de la descarga de adrenalina y él enfundaba la pistola al lado de la navaja. Eran las 2.56 cuando Kelly abandonó el lugar.

Las cosas no empezaban muy bien, pensó el marine. El autocar se había averiado una vez y el «atajo» elegido por el chófer para compensar el tiempo perdido los había conducido directamente a un atasco. El autocar llegó a la base de Quantico poco después de las tres, y siguió a un jeep que lo condujo hasta su destino final. Al bajar, los marines se encontraron en un aislado cuartel medio ocupado por hombres que dormían como troncos y, a continuación, eligieron unos catres donde continuar el sueño ya iniciado en el autocar hasta que amaneciera, para lo cual ya faltaba muy poco. Por muy interesante, emocionante y peligrosa que fuera aquella misión, el comienzo era como el de un día cualquiera.

Se llamaba Virginia Charles y la noche no le estaba saliendo muy bien. Era una auxiliar de enfermería del St. Agnes Hospital, situado a escasos kilómetros de su domicilio, y había tenido que prolongar su turno por culpa del retraso de la compañera que la iba a sustituir y porque no quería dejar desatendida la parte de la sala que le estaba encomendada. Aunque llevaba ocho años trabajando en aquel mismo turno del hospital, no sabía que el horario de los autobuses cambiaba poco después de su hora de salida, por lo que, tras haber perdido un autobús, tuvo que esperar una eternidad la llegada del siguiente. Se apeó dos horas más tarde de lo habitual y se perdió el Tonight Show que veía religiosamente todos los días laborables. Tenía cuarenta años, estaba divorciada de un hombre que le había dado dos hijos -uno de ellos era un soldado que afortunadamente se encontraba en Alemania y no en Vietnam; el otro todavía estudiaba el bachillerato- y poco más. Su trabajo medio servil y medio profesional le había permitido mantener y educar bien a sus hijos y, como todas las madres, se preocupaba por sus compañías y por su futuro.

Al bajar del autobús se notó cansada y se preguntó una vez más por qué no había empleado una parte de sus ahorros en la compra de un coche. Pero entonces hubiera tenido que pagar el seguro y en casa tenía un hijo que hubiera gastado un montón de dinero en gasolina y le hubiera dado un motivo más de preocupación. Tal vez más adelante, cuando su segundo hijo hiciera el servicio militar y pudiera cursar los estudios universitarios que ella deseaba para él y jamás hubiera podido ofrecerle con sus propios medios.

Apuró el paso a pesar del cansancio que notaba en las piernas. El barrio había cambiado muchísimo. Había vivido toda su vida dentro de un radio de tres manzanas y recordaba que las calles eran seguras y que los vecinos eran amables e incluso podía ir a pie a la iglesia metodista episcopal Nueva Sión sin ningún temor en las pocas noches del miércoles que tenía libres. Se consoló pensando que se había ganado dos horas de fiesta y miró a su alrededor, temiendo tropezar con algún peligro. Su casa estaba a sólo tres manzanas. Caminaba rápido, fumando un cigarrillo para serenarse. Dos veces la habían atracado el año anterior los drogadictos que necesitaban dinero para costearse su hábito y lo único positivo que había sacado de ello había sido la lección práctica que les había podido ofrecer a sus hijos. No le había salido muy caro desde el punto de vista monetario. Virginia Charles sólo llevaba encima el dinero necesario para el autobús y la cena en la cafetería del hospital. El asalto a su dignidad había sido lo más doloroso, aunque no tan doloroso como los recuerdos de tiempos mejores de un barrio habitado por ciudadanos respetuosos de la ley y el orden. Sólo una manzana más, pensó, doblando la esquina.

–Oye, nena, ¿tienes un dólar? – dijo una voz a su espalda.

Ya había visto la sombra y había seguido adelante sin darse la vuelta, confiando en que tuvieran la bondad de dejarla en paz, pero tal posibilidad era cada vez más insólita. Siguió caminando con la cabeza gacha y pensó que no había muchos gamberros capaces de atacar a una mujer por la espalda. Una mano sobre su hombro desmintió semejante suposición.

–Dame el dinero, zorra -dijo la voz.

No parecía una voz enojada. Era una simple orden que definía las nuevas reglas de la calle.

–No tengo suficiente, chico -contestó Virginia Charles, alzando los hombros sin volverse, pues le constaba que el movimiento era más seguro que la inmovilidad.

Entonces oyó un clic.

–¿Qué sabes de Ju-Ju? – preguntó Tucker.

–Parece un robo. Se despistó. Era de los tuyos, ¿no? – dijo Charon.

–Sí, trabajaba para nosotros.

–¿Quién lo hizo? – Estaban en la biblioteca Enoch Pratt, ocultos entre dos hileras de estanterías. Parecía un sitio ideal: difícil que alguien se acercara sin que lo advirtieran, e imposible que hubiera micrófonos. No obstante, había demasiados huecos.

–No lo sé, Henry. Ryan y Douglas estaban allí, y no me pareció que tuvieran muchas pistas. Oye, ¿no te preocupas demasiado por un simple camello?

–No, no se trata de eso. Pero nunca había perdido a uno de los míos.

–Vamos, Henry -dijo Charon mientras hojeaba un libro-. Es un negocio arriesgado. Alguien quería un poco de dinero, o quizá droga para hacer un negocio rápido. Busca otro camello que venda tu mercancía. Desde luego tenían buena puntería. A lo mejor puedes llegar a un acuerdo con ellos.

–No, tengo suficientes camellos. Y hacer las paces de esa forma no es bueno para el negocio. ¿Cómo lo hicieron?

–Muy profesionales. Dos balas en la cabeza de cada uno. Douglas decía que parecía cosa de la mafia.

Tucker se volvió con gesto de incredulidad.

Charon habló despacio, dándole la espalda al otro:

–No ha sido ninguno del equipo, Henry. Tony no es capaz de una cosa así, ¿no crees?

–Seguramente no. – «Pero Eddie quizá sí», pensó.

–Necesito una cosa -agregó Charon.

–¿Qué?

–Un camello al que poder colgarle el caso. ¿Qué esperabas? ¿Un soplo para la segunda carrera de Pimlico?

–No olvides que ahora casi todos trabajan para mí. – No se había equivocado utilizando a Charon para eliminar la competencia, pero, al haber consolidado de ese modo su control del tráfico local, Tucker cada vez disponía de menos camellos independientes para sacrificar por la vía judicial. Había eliminado sistemáticamente a la gente con que no le interesaba trabajar, y los pocos que quedaban podrían serle más útiles como aliados que como rivales, si encontraba la forma de negociar con ellos.

–Si quieres que te proteja, Henry, tengo que poder controlar las investigaciones. Y para controlar las investigaciones, tengo que coger a un pez gordo de vez en cuando. – Charon colocó el libro en la estantería. ¿Por qué tenía que explicarle aquellas cosas?

–¿Cuándo?

–A principios de la semana próxima. Algo que entusiasme a la prensa.

–Ya te llamaré.

Tucker devolvió el libro a su sitio y se marchó. Charon se quedó un rato más, buscando un libro. Lo encontró, junto con el sobre. El teniente no se molestó en contar el dinero. Sabía que había la cantidad exacta.

Greer le entregó las instrucciones.

–Señor Clark, éste es el general Martin Young, y éste es Robert Ritter.

Kelly les estrechó la mano. El marine era aviador, como Maxwell y PoduIski, que no asistían a aquella reunión. No sabía cuál era Ritter, pero fue el que habló primero.

–Un buen análisis. Su lenguaje no es exactamente burocrático, pero examina todos los puntos importantes.

–No es tan difícil como parece, señor. El asalto terrestre tendría que ser bastante fácil. En un sitio como ése no hay tropas de primera línea, y las que hay miran hacia dentro, no hacia fuera. Imaginemos que hay dos soldados en cada torre. Las ametralla-doras apuntarán hacia dentro, ¿no? Hacen falta varios segundos para moverlas. Podría utilizarse el lindero del bosque para acercarse lo suficiente para disponer de distancia de tiro con M-79. – Kelly movió la mano por el gráfico-. Aquí están los barracones, sólo hay dos puertas, y apuesto a que dentro no hay más de cuarenta hombres.

–¿Entrar por aquí? – preguntó el general Young señalando el extremo sudoeste del complejo.

–Sí, señor. – El marine lo había entendido a la primera-. El truco consiste en acercar el grupo de ataque inicial. Para eso hay que servirse de las condiciones meteorológicas, y en esta época del año no resultará demasiado difícil. Limpiar esos dos edificios no costará demasiado. Los helicópteros de evacuación tienen que aterrizar aquí. Sólo tardarían cinco minutos desde el momento en que empezara el tiroteo. Esa es la fase terrestre. El resto se lo dejo a los aviadores.

–Así pues, usted dice que la clave consiste en acercar al máximo al grupo de asalto…

–No, señor. Si lo que quiere es repetir Song Tay, puede destrozar el complejo haciendo caer un helicóptero. Pero tengo entendido que la discreción es fundamental.

–Correcto -intervino Ritter-. Tiene que ser una operación discreta. No conseguiremos autorización para una operación de gran magnitud.

–Menos personal, señor, y hay que utilizar tácticas diferentes.

La ventaja es que se trata de un objetivo pequeño, y que no hay que sacar a demasiada gente. Y no hay muchos enemigos para impedirlo.

–Pero no contamos con el factor seguridad -dijo el general Young, frunciendo el ceño.

–No; eso falla -concedió Kelly-. Veinticinco hombres. Dejarlos en este valle, atraviesan esta colina, llegan al sitio, se encargan de las torres, vuelan esta puerta. Luego llegan los helicópteros de combate y limpian estos dos edificios mientras los asaltantes atacan este edificio de aquí. Los helicópteros hacen la recogida y nos vamos todos por el valle.

–Es usted muy optimista, señor Clark -comentó Greer, al tiempo que recordaba a Kelly su nombre falso. Si el general Young se enteraba que Kelly era un simple oficial, nunca les daría su apoyo, y Young ya había hecho mucho por ellos, hipotecando todo su presupuesto para construcciones en levantar el escenario ficticio en los bosques de Quantico.

–No hay nada que no haya hecho antes, contraalmirante.

–¿Quién va a seleccionar el personal? – preguntó Ritter.

–De eso ya nos hemos encargado -1e aseguró Greer.

Ritter se reclinó en el asiento y se quedó mirando las fotografías y los gráficos. Se estaba jugando su carrera, igual que Greer y todos los demás. Pero la alternativa era hacer algo o no hacer nada. No hacer nada significaba que por lo menos un buen hombre, y quizá veinte más, nunca volverían a casa. Pero aquél no era el verdadero motivo, reconoció Ritter. El verdadero motivo era que otros habían decidido que las vidas de aquellos hombres no importaban, y esos otros podían tomar la misma decisión en una ocasión futura. Algún día aquella forma de pensar destruiría su Agencia. No podrían reclutar agentes si se extendía el rumor de que América no protegía a los que trabajaban para ella. Ante todo había que mantener la fe. También era un buen negocio.

–Será mejor que empecemos a trabajar antes de que se vaya todo al traste -dijo-. Será más fácil conseguir luz verde si ya tenemos la misión a punto. Hagamos que parezca una ocasión única. Ese es el otro error que cometieron con KINGPIN. Era demasiado obvio que lo que querían era licencia para actuar con entera libertad. Lo que tenemos aquí es una misión de rescate puntual. Yo me encargo de hacérselo ver a mis amigos de la Comisión de Seguridad Nacional. Seguramente lo aceptarán, pero tenemos que estar preparados.

–¿Quiere decir que estás de nuestra parte? – preguntó Greer. Ritter tardó un poco en contestar.

–Sí.

–Necesitamos un factor de seguridad nacional -intervino Young observando el mapa a gran escala y preguntándose cómo hacer llegar los helicópteros.

–Sí, señor -dijo Kelly-. Alguien tiene que ir primero e inspeccionar la zona. – Las dos fotos de Robin Zacharias todavía estaban sobre la mesa: una como coronel de la Fuerza Aérea, de pie, con la gorra bajo el brazo y el pecho decorado con alas plateadas y cintas, sonriendo a la cámara, con su familia posando tras él; y la otra como hombre encorvado v demacrado, a punto de ser golpeado por detrás… ¿Por qué no una cruzada más?-. Creo que ese alguien soy yo.

XVII. COMPLICACIONES