–¿Qué ha sido esta vez? – preguntó Ryan. Equivocarse no era exactamente una novedad en su negocio.
–Sabían que ella estaba en Pittsburgh. Me lo confirmó ese sargento Meyer. La chica realizó conferencias de larga distancia. El teniente sacudió el cigarrillo y frunció el ceño.
–¿Quién sabía que ella estaba allí? – preguntó Douglas.
–Las personas que la llevaron. Pero aseguran que no lo anunciaron a nadie.
–¿Kelly?
–Hopkins ha comprobado que efectivamente estaba fuera del país.
–¿De verdad? ¿Dónde?
–La enfermera O'Toole dice que lo sabe, pero que no es oportuno sacarlo a colación; a saber qué demonios significa eso. – Hizo una pausa-. ¿Qué más has averiguado?
–El padre del sargento Meyer es predicador. Daba consejos espirituales a la chica y contó a su hijo algo de lo que sabía. El sargento se lo dijo a su capitán, que a su vez se lo contó a Frank Allen. Frank nos lo contó. Meyer no habló con nadie más. – Douglas encendió un cigarrillo-. Así pues, ¿quién informó a nuestros amigos?
Los dos hombres pensaron que tenían un caso abierto. Lo que estaba sucediendo, había abierto el caso. Inusualmente, las cosas se desarrollaban con demasiada rapidez para el proceso de análisis necesario para dar sentido al todo.
–Tal como hemos sospechado siempre, esto confirma que tienen un infiltrado.
–¿Frank? – dijo Douglas-. Nunca ha sido asignado a ninguno de estos casos. Aún no tiene acceso a la información que necesitarían nuestros amigos. – Aquello era cierto. El caso de Helen Waters había empezado en el distrito Oeste asignado a uno de los jóvenes detectives de Allen, pero el jefe se lo había pasado a Ryan y a Douglas casi inmediatamente, dado el revuelo que provocó en la opinión pública a raíz de las fotografías publicadas por la prensa.
–Supongo que a esto podrías llamarlo un progreso, Em. Ahora estarnos seguros. Tiene que haber una filtración en el propio departamento.
–¿Qué otras buenas noticias tenemos?
La policía estatal sólo tenía tres helicópteros. Conseguir uno no era fácil, pero el capitán de policía era un hombre mayor que dirigía con eficacia un condado tranquilo, y éste era un asunto de su competencia. El helicóptero llegó a las 8.56. El capitán Ernest Joy y el agente Freeland estaban esperando. Ninguno de ellos había viajado antes en helicóptero y se inquietaron cuando vieron lo pequeño que era el aparato. Al acercarse les pareció más pequeño, y aún más pequeña la cabina. Utilizado casi siempre en las misiones de rescate y vigilancia, su dotación era un piloto y un enfermero, los cuales vestían trajes de vuelo que iban bien, según pensaban ellos, con las pistoleras y la gafas de aviador. La comprobación de seguridad duró noventa segundos y luego el helicóptero empezó a elevarse. El piloto decidió no acelerar. Aquel hombre mayor era capitán, después de todo, y que le vomitara en la espalda podía ser un mal trago.
–¿Adónde? – preguntó por el intercomunicador.
–Isla Bloodsworth, al cementerio -contestó el capitán Joy.
–Recibido -contestó el piloto, como el capitán suponía que hubiera hecho un piloto de combate, girando hacia el sudeste y bajando la proa. Era un viaje corto.
El mundo se ve diferente desde arriba, y la primera vez que uno sube a un helicóptero siempre se experimenta lo mismo. El despegue provoca miedo al principio, pero luego empieza lo fascinante.
El mundo se transformó ante los ojos de los dos policías y fue como si todo, de repente, cobrara sentido. Vieron las carreteras y las granjas extenderse como en un mapa. Freeland fue quien primero lo reconoció. Conociendo como conocía su territorio, enseguida advirtió que lo que imaginaba estaba equivocado. La idea que tenía de las cosas no era acertada. Estaba sólo a unos mil pies del suelo, una distancia que su coche atravesaba en unos segundos, pero esa nueva perspectiva le sorprendió.
–Ahí es donde la encontré -le dijo al capitán por el intercomunicador.
–Está lejos de nuestro destino. ¿Crees que vino caminando de tan lejos?
–No, señor. – Pero no estaba tan lejos si se hacía por el agua, ¿verdad?
A unas dos millas vieron el viejo desembarcadero de una granja en venta que estaba cerca de donde ellos se dirigían. Ahora la bahía de Chesapeake era una banda ancha azul bajo la calina de la mañana. Hacia el noroeste se abría la gran base de entrenamiento aeronaval de Patuxent River, y ambos vieron un aparato volando, cosa que preocupó al piloto, que mantuvo su vuelo bajo. Los pilotos de la Armada se divertían volando a baja altura.
–Todo recto -dijo el enfermero, y señaló en el mapa para que los policías vieran el punto a que se refería.
–Estoy seguro que desde aquí arriba parece diferente -dijo Freeland con voz de muchacho curioso-. Yo pesco por los alrededores. A ras de tierra parecen pantanos.
Pero ahora no lo parecían. A una distancia de mil pies, al principio parecían islas unidas por una ciénaga. Cuando se acercaron más, las islas adquirieron formas regulares v luego las hileras de los barcos abandonados se hicieron visibles, rodeadas de hierba y cañas.
–Vaya, cuántos hay -observó el piloto. Raramente volaba por allí.
–De la Segunda Guerra Mundial -dijo el capitán-. Mi padre me contó que eran desechos de guerra, los que los alemanes no habían cogido.
–¿Qué buscamos exactamente?
–No estoy seguro, quizá un barco. Ayer arrestamos a una drogadicta -explicó el capitán-. Nos dijo que ahí hay un laboratorio de droga y tres personas muertas.
–¿Un laboratorio de droga ahí?
–Eso dijo la chica -afirmó Freeland, estudiando el panorama. A pesar de lo impenetrable que parecía en tierra, el área estaba surcada de canales. Sin duda era un buen sitio para ir a pescar cangrejos. Desde el embarcadero donde tenía su embarcación de pesca, la isla parecía un lugar compacto, pero no desde arriba. No era interesante?
–Algo brilla allá abajo -dijo el enfermero al piloto señalando hacia la derecha-. Vidrio o algo parecido.
–Vamos a comprobarlo. – Movió el mando hacia la derecha y ligeramente hacia abajo y el helicóptero empezó a descender-. Sí, distingo una embarcación entre esos árboles.
–Vayamos a verificarlo. – Sería una suerte poder hacer algo. A un ex piloto de Cobras, Primero de Caballería Aerotransportada, le gustaba tener su ocasión de jugar con el aparato. Sólo un piloto de Cobras sabía volar en línea recta y a ras del suelo. En primer lugar rodeó la zona, comprobó el viento, luego redujo la velocidad e hizo descender el helicóptero hasta unos cincuenta metros del suelo.
–Ahí hay una embarcación -dijo Freeland, y todos vieron la blanca cuerda de nailon que la sujetaba al casco del barco abandonado.
–Baje más -ordenó el capitán. En unos segundos estaban a quince metros de los barcos abandonados. La embarcación estaba vacía. Había un pequeño frigorífico y algunas cosas amontonadas en la popa, pero no había nadie. El aparato sufrió una repentina sacudida cuando una bandada de pájaros levantaron el vuelo de la deteriorada estructura del barco. El piloto maniobró instintivamente para esquivarlos. Si un grajo era aspirado por el motor, podía precipitarlos a tierra.
–Quienquiera sea el propietario de ese barco, es seguro que no le interesamos -dijo por el intercomunicador.
Freeland hizo gesto de disparar tres tiros. El capitán asintió. – Creo que está en lo cierto, Ben.
–¿Puede marcar exactamente la posición en el mapa? – le dijo luego el piloto.
–Desde luego. – Consideró la posibilidad de mantenerse en suspensión en el aire y que ellos saltaran al embarcadero. Pero «ellos» no, procedían del Primero de Caballería, por lo que desistió. El enfermero sacó un mapa e hizo las anotaciones apropiadas.
–¿Han comprobado lo que querían? – preguntó a los policías.
–Sí, volvamos.
Veinte minutos después el capitán Jov estaba al teléfono.
–Estación Thomas Point de la Guardia Costera.
–Soy el capitán Joy de la policía estatal. Necesitamos un poco de ayuda. – Lo explicó en unos minutos.
–Tardaremos hora y media -le dijo el oficial English. – Perfecto.
Kelly se procuró un permiso de acceso a la dársena de embarcaciones pequeñas. La primera parada que hizo aquel día fue en un cochambroso establecimiento de coches, donde alquiló un Volkswagen de 1959 y pagó un mes por adelantado.
–Gracias, señor Aiello -dijo el hombre sonriendo a Kelly, que estaba utilizando el documento de identidad de un hombre que ya no lo necesitaba.
Condujo el coche hasta la dársena y empezó a descargar las cosas que precisaba. Nadie le prestó demasiada atención y en quince minutos el Volkswagen se había marchado.
Kelly atravesó la zona donde había ajusticiado a aquellos camellos y se dirigió a una parte de la ciudad, agradablemente vacía, en la transitada y sombría zona industrial de O'Donnell Street, un lugar en el que nadie vivía y sólo unos pocos hubieran deseado hacerlo. El aire estaba impregnado del olor de productos químicos. Muchos edificios parecían abandonados. Allí había mucho espacio abierto, muchos edificios separados por terrenos baldíos y basureros. Puesto que nadie vivía en ese barrio, ningún coche de policía patrullaba. Una táctica del enemigo, pensó Kelly. El lugar que a él le interesaba se hallaba en un edificio medio derruido con un rótulo cochambroso en la entrada. Al fondo había un tabique liso. Sólo había tres puertas y aunque estaban en dos paredes diferentes, podían verse desde un solo punto. A espaldas de Kelly había otro edificio vacío, una elevada estructura llena de ventanas rotas. Una vez acabado el reconocimiento, Kelly se dirigió hacia el norte.
Oreza navegaba hacia el sur. Ya había estado otras veces por allí, y se preguntaba por qué demonios la Guardia Costera no emplazaba en ese lugar una estación de vigilancia como la del faro Cove Point.
Había dejado el timón a uno de sus jóvenes marineros y él disfrutaba de la mañana, en el exterior de la estrecha cabina de mandos mientras bebía un poco del café preparado por él mismo.
–Radio -dijo uno de los hombres de la tripulación.
Oreza fue al interior y cogió el micrófono.
–Aquí Cuatro-uno-Alfa.
–Cuatro-uno-Alfa, al habla English. Diríjanse al muelle de Dame's Choice. Allí verá coches de la policía. Cambio y fuera.
–Vámonos -dijo Oreza mirando el mapa. El agua parecía muy profunda-. Rumbo Uno-seis-cinco.
–Uno-seis-cinco, afirmativo -confirmó el timonel.
Xantha estaba más o menos sobria, aunque débil. Su oscura piel tenía una palidez gris y se quejaba de una jaqueca aguda que los analgésicos apenas aliviaban. Era consciente de que estaba detenida y que habían enviado por teletipo su historial delictivo. Por eso había solicitado la presencia de un abogado. Y por extraño que parezca, aquello no pareció preocupar demasiado a la policía.
–Mi cliente -dijo el abogado- desea cooperar.
El acuerdo quedó establecido en diez minutos. Si ella decía la verdad y no estaba implicada en un delito mayor, el cargo de tenencia de drogas sería retirado y la someterían a un programa de desintoxicación. Era el mejor ofrecimiento que recibía Xantha Matthews en muchos años. E inmediatamente lo aceptó.
–¡Ellos iban a matarme! – exclamó al recordarlo todo, ahora que no estaba bajo la influencia de los barbitúricos.
–¿Quiénes son ellos? – preguntó el capitán Joy.
–Están muertos. Los mató el chico blanco, les disparó hasta matarlos. Pero no se llevó la droga.
–¿Qué sabes del chico blanco? – preguntó Joy, lanzando una mirada de complicidad a Freeland.
–Un fulano grande, como él -señaló a Freeland-, pero con la cara tan verde como una hoja. Me vendó los ojos después de sacarme de allí, luego me dejó en un muelle y me dijo que cogiera un autobús o algo así.
–¿Cómo sabes que era blanco?
–Sus muñecas eran blancas. Las manos verdes, pero no los brazos. Llevaba ropas de color verde, rayadas, parecía un soldado. Tenía una pistola automática. Yo estaba durmiendo y me desperté cuando disparó. Me dijo que me vistiera y me sacó de allí. Su barco estaba un poco más alejado.
–¿Qué clase de embarcación?
–Un yate grande y blanco. Alto y bonito.
–Xantha, ¿cómo sabes que ellos iban a matarte?
–Me lo dijo el chico blanco. Ellos se lo dijeron a él. En el barco había redes y bloques de cemento, y con eso iban a matarme. El abogado decidió intervenir:
–Señores, mi cliente tiene información de lo que puede ser una operación criminal importante. Necesita protección. Como pago por su ayuda, nos gustaría que los gastos de su tratamiento corrieran por cuenta del estado.
–Abogado -replicó Joy tranquilamente-, si esto es lo que parece, yo lo subvencionaré de mi propio bolsillo. ¿Puedo sugerirle, señor, la conveniencia de que mantengamos a Xantha aquí por un tiempo? Por su propia seguridad, ya sabe. – El capitán Joy había negociado con abogados durante años y hasta parecía comportarse como uno de ellos, pensó Freeland.
–¡La comida de aquí es una mierda! – exclamó Xantha.
–También nos cuidaremos de eso -le prometió Joy.
–Creo que necesita ayuda médica -observó el abogado-. ¿Cómo puede obtenerla aquí?
–El doctor Paige la visitará cada día. Abogado, su cliente no está en condiciones de cuidarse por sí misma. Además, el trato queda supeditado a la verificación de su historia. Conseguirá todo lo que desea a cambio de su cooperación. No puedo hacer más.
–Mi cliente accede a sus condiciones y sugerencias -dijo el abogado sin consultar a Xantha. El condado pagaría sus honorarios. Además, presentía que tenía entre manos un buen caso. Aquello era mejor que sacar de la cárcel a conductores borrachos.
–En esta calle hay unas duchas. ¿Por qué no la lleva para que se asee? Procúrele también ropas decentes y pásenos la factura.
–Es un placer hacer tratos con usted, capitán Joy -dijo el abogado mientras el capitán se dirigía al vehículo de Freeland.
–Ben, usted ha encontrado un caso de verdad. Ha manejado muy bien la situación. No lo olvidaré. Ahora enséñeme cómo corre esta bestia.
–Vamos, capitán. – Freeland encendió las luces antes de pasar de setenta. Llegaron al embarcadero justo cuando la patrullera de Oreza enfilaba el canal principal.
El hombre llevaba galones de teniente, aunque él se autodenominaba capitán. Oreza lo saludó cuando subió a bordo. Entregaron a ambos policías sendos chalecos salvavidas porque el reglamento obligaba a llevarlos en embarcaciones pequeñas. Luego Joy le enseñó el mapa a Oreza.
–¿Cree que puede llegar hasta aquí?
–Sólo con la lancha. ¿Qué ocurre?
–Un posible triple homicidio con implicación de drogas. Esta mañana sobrevolamos la zona. Allí hay un barco de pesca.
Oreza asintió con tanta impasibilidad como le fue posible, cogió el timón y puso en marcha la embarcación. Aquella zona se encontraba apenas a cinco millas del «cementerio», como lo apodaba Oreza.
¿No podemos acercarnos más? Está subiendo la marea -dijo Freeland cuando llegaron al lugar.
–Ése es el problema. Si te descuidas en un sitio como éste, puedes embarrancar. De aquí en adelante iremos en la lancha.
Mientras sus hombres preparaban la lancha, recordó que meses atrás, durante aquella noche tormentosa con el teniente Charon procedente de Baltimore, hubo un negocio de drogas que se esperaba en algún lugar de la bahía. Unos tipos realmente peligrosos, le había dicho Charon. Oreza se preguntó si habría alguna conexión entre aquello y lo de ahora.
Subieron a la fueraborda impulsada por un motor de diez caballos. El cabo observó la crecida de la marea y enfilaron lo que parecía un canal que seguía un curso tortuoso en la dirección que indicaba el mapa. Era un lugar tranquilo y a Oreza le recordó su servicio en la operación MARKET TIME, cuando la Guardia Costera colaboró con la Armada en Vietnam. Esto se parecía tanto a aquello, en especial la alta vegetación, capaz de ocultar francotiradores. Se preguntó si ahora se iban a encontrar con algo similar. Los policías llevaban sus revólveres, y Oreza se preguntó por qué no había llevado consigo su arma. Su siguiente pensamiento fue que era una buena ocasión para tener a Kelly a su lado. No estaba seguro de que aquella historia tuviera que ver con Kelly, pero creía que Kelly era uno de los comandos SEAL con los que trabajó en cierta ocasión en el delta del Mekong. Seguro que lo habían condecorado por algo, y aquel tatuaje en su brazo no estaba allí por accidente…
–Maldita sea -suspiró Oreza-. Parece un yate Starcraft. – Cogió la radio y dijo-: Cuatro-uno-Alfa, Oreza al habla. – Le escucho, Portazgo.
–Estamos en la lancha y nos dirigimos al lugar. Contacto visual con el objetivo.
–Recibido.
De repente todos se pusieron en tensión. Los dos policías cambiaron una mirada preguntándose por qué no habían llevado más gente consigo. Oreza dirigió la lancha directamente hacia el Starcraft. Los policías subieron a bordo cautelosamente. Freeland señaló al fondo. Joy asintió. Allí había seis bloques de cemento y un trozo de red de nailon enrollada. Xantha no había mentido. También había una escalerilla de cuerda colgando. Joy avanzó el primero, empuñando el revólver de reglamento. Oreza vio cómo Freeland lo seguía. Ambos se dirigieron a la superestructura, desapareciendo de su vista durante lo que a Oreza le pareció largo rato, pero que en realidad no fueron más que cuatro minutos. Unos pájaros emprendieron el vuelo. Cuando Joy volvió, no llevaba el revólver en la mano.
–Tenemos tres cuerpos ahí dentro y, al parecer, gran cantidad de heroína. Llame a su barco, que pidan al cuartel que envíe material de análisis. Marinero, acaba usted de empezar un servicio de ferry.
–Señor, pesca y deporte tiene mejores barcos para eso. ¿Quiere que los llame?
–Buena idea. Podría dar una vuelta por esta zona. El agua está muy clara y la chica nos dijo que habían arrojado algunos cuerpos por estas inmediaciones. ¿Ve eso?
Oreza miró y vio por primera vez la red y los bloques de cemento. Se estremeció.
–Entiendo, señor -dijo el cabo-. Daré una vuelta por los alrededores.
Así lo hizo, después de hacer una llamada por radio.
–Hola, Sandy.
–!John! ¿Dónde estás?
–Aquí, en la ciudad.
–Ayer nos visitó un policía. Te buscan.
–¿Sí? – Kelly entrecerró los ojos mientras masticaba su bocadillo.
–Dijo que deberías hablar con él, que lo mejor es que vayas directamente a verle.
–Será mejor para él -observó Kelly con una risita.
–¿Qué vas a hacer?
–No quieras saberlo, Sandy.
–¿Estás seguro?
–Sí.
–Por favor, John, piénsalo.
–Ya lo he hecho, Sandy. De verdad. Todo saldrá bien. Gracias por la información.
–¿Algo va mal? – preguntó otra enfermera cuando Sandy colgó el auricular.
–No -contestó, pero su amiga se dio cuenta de que mentía.
Hmm. Kelly acabó su coca-cola. Lo que acababa de oír confirmaba sus sospechas sobre la breve visita de Oreza. Bueno, las cosas se estaban complicando, pero también lo habían estado, y mucho, la semana anterior. Se dirigió al dormitorio y no había cruzado el umbral cuando alguien llamó a la puerta. Aquello le sorprendió, pero tenía que responder, pues había abierto las ventanas para airear el apartamento, denotando su presencia. Lanzó un profundo suspiro y abrió la puerta.
–Me preguntaba dónde estaba usted, señor Murphy -dijo el encargado, para alivio de Kelly.
–Bueno, he pasado dos semanas trabajando en el Medio Oeste y una semana de vacaciones en Florida -mintió con una relajada sonrisa.
–No ha tomado mucho sol.
–Porque no he salido mucho -replicó con una sonrisa de turbación.
Al encargado le pareció bien.
–Estupendo. Sólo quería comprobar que todo estaba en orden.
–Todo en orden -le aseguró Kelly cerrando la puerta antes de que el otro hiciera más preguntas.
Necesitaba dormir. Al parecer siempre tenía que trabajar de noche y aquello era como estar al otro lado del mundo, se dijo Kelly, echándose en la mullida cama.
Aquel día hacía calor en el zoológico. La cita junto al recinto del oso panda era muy oportuna porque allí había mucha gente que deseaba contemplar el precioso regalo de buena voluntad del pueblo de la República Popular China: los chinos comunistas, para Ritter. El lugar tenía aire acondicionado y era cómodo, pero los oficiales de inteligencia habitualmente no se sentían cómodos en lugares como ése, por lo que se dedicó a vagar por la amplia zona que albergaba galápagos y tortugas. Ritter no distinguía la diferencia entre esos animales, si existía alguna. Tampoco sabía por qué necesitaban tanto espacio. La verdad es que parecía demasiado para unas criaturas que se movían toscamente a la velocidad de un glaciar.
–Hola, Bob. – «Charles» era ahora un subterfugio innecesario. Esta vez había sido Voloshin quien había llamado directamente al despacho de Ritter, para demostrar lo listo que era. En el servicio de inteligencia se utilizaban dos vías. Si el contacto lo iniciaban los rusos, el nombre en código era «Bill».
–Hola, Sergei. – Ritter señaló los reptiles-. ¿No le recuerdan la manera en que trabajan nuestros gobiernos?
–No en mi caso. – El ruso sorbió un poco de bebida-. Ni en el suyo.
–Bien, ¿qué dicen en Moscú?
–Olvidó decirme algo.
–¿Qué?
–Que también tiene a un oficial vietnamita.
–¿Y por qué le interesa? – preguntó Ritter jovialmente, disimulando su disgusto a causa de que Voloshin lo supiera, como pudo ver su interlocutor.
–Es una complicación. Moscú todavía no lo sabe.
–Entonces no se lo diga -sugirió Ritter-. Es, como bien dice, una complicación. Le aseguro que sus aliados no lo saben.
–¿Y cómo es posible? – preguntó el ruso.
–Sergei, ¿revela usted los métodos? – replicó Ritter, zanjando el tema. Esta etapa de la partida debía ser jugada con mucha cautela por más de una razón-. Mire, general, a usted no le gustan esos pequeños bastardos más de lo que nos gustan a nosotros, ¿verdad?
–Son nuestros hermanos aliados socialistas.
–Sí, y nosotros también tenemos baluartes de la democracia en toda Latinoamérica. ¿Ha venido aquí a recibir un curso acelerado de filosofía política?
–Lo bueno de los enemigos es que sabes dónde están. Esto no sucede siempre con los amigos -admitió Voloshin, Aquello explicaba también el grado de comodidad de su gobierno con el actual presidente americano. Un bastardo, quizá, pero un bastardo conocido. Y no, admitió Voloshin para sus adentros, no le gustaban demasiado los vietnamitas. La acción real tenía lugar en Europa. Siempre había sido así. Y siempre lo sería. Allí se había desarrollado el curso de la historia durante siglos y nada iba a hacer que cambiara.
–Comuníquelo como una información sin confirmar, para comprobar, ¿es posible? Por favor, general, el riesgo es demasiado. Si algo les sucede a los prisioneros americanos le prometo que exhibiremos a su oficial. El Pentágono lo sabe, Sergei, y quieren que esos hombres vuelvan y no les importa una mierda la distensión. – El lenguaje soez demostraba lo que Ritter pensaba en realidad.
–¿Es cierto? ¿Así piensan sus superiores?
–Si los matan, lo que sucederá es fácil de predecir. ¿Dónde estaba usted cuando los misiles de Cuba, Sergei? – preguntó Ritter, que lo sabía y se preguntaba cuál sería su respuesta.
–En Bonn, como usted sabe, vigilando sus fuerzas en estado de alerta porque Nikita Sergueievich decidió seguir adelante con su ridículo juego. – Lo cual había ido en contra de la opinión del KGB y de los consejos del ministro de Asuntos Exteriores, como ambos sabían.
–Nunca seremos amigos, pero hasta los enemigos pueden cumplir las reglas del juego, ¿no es así?
Un hombre juicioso, pensó Voloshin con agrado. Ello hacía que su comportamiento fuera predecible, cosa que, por encima de todo, era lo que los rusos deseaban de los americanos.
–Es usted un hombre persuasivo, Bob. ¿Me asegura que nuestros aliados no echan de menos a su hombre?
–Sí. Además, mi ofrecimiento para reunirse con su hombre todavía sigue en pie -añadió.
–¿Sin obligaciones recíprocas? – preguntó Voloshin.
–Para ello necesito el permiso de arriba. Puedo intentarlo si usted lo desea, aunque sería un poco complicado -lanzó la lata vacía a una papelera.
–Lo deseo. – Voloshin quería que quedara claro.
–Muy bien. Le llamaré. ¿Y a cambio?
–A cambio consideraré su petición.
Voloshin se alejó sin añadir una palabra más.
¡Vaya!, pensó Ritter, dirigiéndose hacia el coche. Había jugado una partida difícil pero imaginativa. Existían tres posibles filtraciones, en BOXWOOD GREEN. Había visitado a cada uno de ellos. A uno le había dicho que habían perdido a un prisionero, muerto a causa de las heridas. Al otro, que el ruso estaba malherido y no sobreviviría. Pero Ritter había reservado el cebo más importante para la filtración más verosímil. Y ahora lo sabía. Esto reducía el campo a cuatro sospechosos: Roger MacKenzie, ese ayudante de escuela preparatoria, y dos secretarias. Era una labor para el FBI, pero no quería que se presentaran más complicaciones y una investigación de espionaje impulsada desde la Casa Blanca era algo complicadísimo. En cuanto estuvo en el automóvil, decidió reunirse con un amigo de la Dirección de Ciencia y Tecnología. Ritter respetaba mucho a Voloshin. Un hombre inteligente, muy cauteloso, metódico, a cuyo cargo estaban los agentes del oeste de Europa antes de que lo asignaran como rezident en Washington. Mantenía su palabra y procedía en todo de la manera más estricta, siguiendo exactamente las normas de su agencia madre. Ritter esta vez había apostado fuerte. Conseguir todo eso además de la otra jugada… ¿hasta dónde podía llegar? Porque él ya había empezado a elevarse, no como el político favorito y bien pagado, sino como el hijo de un ranger de Texas que ha ido ascendiendo hasta conseguir su rango en Baylor. Algo de todo esto debió de haber apreciado Sergei como buen marxista-leninista, se dijo Ritter, dirigiéndose a Connecticut Avenue. La recompensa del muchacho de la clase trabajadora.
Era una extraña manera de obtener información, algo que nunca había hecho antes y bastante más agradable de lo que nunca había imaginado. Se sentó en la cabina del rincón en Mama Maria's. Vestido con su traje CIA. Bien acicalado y con un moderno y deportivo corte de cabello, disfrutó de las miradas de algunas solteronas y de una camarera que había quedado encantada, sobre todo por sus buenas maneras. La excelencia de la comida explicaba el lleno del comedor y a la vez explicaba por qué era un lugar conveniente para que se reunieran Tony Piaggi y Henry Tucker, Mike Aiello había sido muy amable. De hecho, Mama Maria's era propiedad de la familia de Piaggi desde hacía tres generaciones, y ahora, aparte de comida, suministraban otros servicios menos legales a la comunidad local, que se remontaban a los tiempos de la Prohibición. El propietario era un bon vivant, recibía personalmente a los clientes especiales y los acompañaba hasta la mesa con la hospitalidad europea. Entró un negro, vestido con un traje de buen corte. Se comportó como asiduo del lugar y sonrió a la camarera.
Apareció Piaggi y se dirigió hacia la parte delantera deteniéndose brevemente para estrechar la mano de alguien. Hizo otro tanto con el negro, y ambos, pasando junto a la mesa de Kelly, subieron las escaleras de la parte de atrás, donde se encontraban los salones privados. No había sucedido nada de particular. En el restaurante había otras parejas de color y todas eran tratadas de la misma manera. Pero tenían un trabajo honesto, de eso Kelly estaba seguro. Volvió a centrarse en sus pensamientos. «Así que ése es Henry Tucker, uno de los que mató a Pam.» No parecía un monstruo -los monstruos raramente lo parecen-. Para Kelly era un objetivo y grabó en su memoria todos los detalles de su figura. Se sorprendió cuando reparó en que había doblado el tenedor que sostenía en la mano.
–¿Cuál es el problema? – preguntó Piaggi en el piso de arriba. Sirvió unos vasos de Chianti, como buen anfitrión que era, pero tan pronto como se hubo cerrado la puerta, la expresión de Henry se demudó.
–No han vuelto.
–¿Phil, Mike y Burt?
–Exacto -exclamó Henry.
–Bien, siéntate. ¿Cuánta mierda tenían?
–Veinte kilos de mierda pura. Se suponía que era para mí y para Philly y Nueva York.
–Un buen montón de mierda, Henry -asintió Tony-. Quizá se han entretenido más de la cuenta.
–Ya deberían haber vuelto.
–Mira, Phil y Mike son nuevos, probablemente torpes, como Eddie y yo lo éramos en nuestros comienzos… Demonios, Henry, y sólo eran cinco kilos, ¿recuerdas?
–Yo los asigné para este trabajo -dijo.
–Henry -dijo Tony, y bebió un sorbo de vino procurando parecer tranquilo y razonable-, ¿por qué te pones tan nervioso?
Nosotros nos ocuparemos de todos los problemas, ¿de acuerdo?
–Hay algo que no me gusta.
–¿Qué es?
–No lo sé.
–¿Quieres coger un barco e ir allí a ver qué pasa?
–Tardaría demasiado -repuso Tucker meneando la cabeza.
–La reunión con los otros tipos es dentro de tres días. Espera tranquilo. Probablemente ya han salido y vienen hacia aquí. Piaggi comprendía la preocupación de Tucker. Era su gran ocasión. Veinte kilogramos de pureza se traducían en una gran can-
tidad de droga en la calle y reportaban una fortuna. Este era el resultado para el que había trabajado Tucker durante años. Precisamente reunir todo el dinero para pagarla supuso su mayor esfuerzo. Y era comprensible que le produjera aquel nerviosismo.
–Tony, ¿y si Eddie no encontró la remesa?
–Tú fuiste el único que dijo que tenía que estar, ¿recuerdas?
Tucker no pudo seguir. Su ansiedad se debía en parte a lo que pensaba Tony pero había algo más. Los crímenes de principios del verano, que empezaron sin ninguna razón y luego se pararon también sin ningún motivo. El había culpado a Eddie Morello. Procuró concentrarse en ello, aunque sólo porque deseaba creerlo. Desde algún lugar la vocecita que le había llevado tan lejos le había hablado, y ahora la voz había vuelto para prevenirle que Eddie no era el centro de su ansiedad y de su angustia. Un hombre de la calle que había llegado lejos a través de una compleja ecuación de inteligencia, arrojo e instinto, esperaba la máxima calidad. Y ahora estaban sucediendo cosas que no comprendía. Tonv tenía razón, posiblemente se trataba de un contratiempo en el proceso. Y ésa era una de las razones por las cuales habían decidido trasladar el laboratorio al este de Baltimore. Ahora podían hacerlo, con la experiencia a sus espaldas y un negocio rentable que iba a hacerse la próxima semana. Bebió vino y sus impulsos se calmaron.
–Esperemos hasta mañana. Seguro que aparecen sin novedad.
–;Cómo ocurrió? – preguntó el timonel.
Una hora al norte de la isla Bloodsworth, consideró que había esperado bastante para hacer la pregunta al silencioso oficial que iba a su lado. Después de todo, ellos estaban preparados y esperaban.
–¡Echaron a un tipo como comida para los jodidos cangrejos! – dijo Oreza-. ¡Cogieron una red y la llenaron con bloques de cemento, y en cuanto hundió su culo prácticamente no quedaron más que sus malditos huesos!
Los del laboratorio de la policía estaban discutiendo todavía cómo rescatar el cuerpo. Oreza aseguró que fue una visión que iba a tardar años en olvidar: el cráneo allí, los huesos todavía cubiertos con las ropas, sacudidos por la corriente… o quizá porque tenían algunos cangrejos dentro. No había querido acercarse más.
–Vaya mierda -comentó el timonel.
–¿Sabe de dónde viene eso?
–¿A qué se refiere, cabo?
–En mayo, cuando tuvimos a bordo al teniente Charon… el velero con el palo mayor a rayas, apostaría a que es ése. – Podría estar en lo cierto, señor.
Le habían permitido verlo todo, como una cortesía que él se hubiese ahorrado. No podía mostrarse susceptible ante la policía, puesto que él era uno de ellos. Así, subió por la escalerilla después de informar sobre el cuerpo que había encontrado a sólo cincuenta metros de los barcos abandonados y vio tres cuerpos más que yacían en el suelo de lo que probablemente había sido el comedor de oficiales de un buque de carga, todos muertos de un tiro en la nuca y picoteados por los pájaros. Horrible. Los pájaros habían sido lo suficientemente sensatos de no picotear las drogas.
–Estoy hablando de veinte kilos de mierda, eso dijo el policía. Millones en caballo -contó Oreza.
–Siempre dije que estaba en el peor de los negocios.
–Los policías comprobaron que todos tenían la polla tiesa. ¿No es curioso?
–¿Wally?
La grabadora chirriaba debido a las viejas líneas de teléfono. El técnico dijo que nada podía hacerse. La caja de conexiones del edificio databa de cuando Alexander Graham Bell inventó los auriculares.
–Sí, ¿qué sucede? – contestó otra voz.
–El trato con el oficial vietnamita que tienen. ¿Estás seguro?
–Es lo que Roger me dijo.
«¡Bingo!», pensó Ritter.
–¿Dónde lo tienen?
–Supongo que en Winchester, con el ruso.
–¿Estás seguro?
–Diablos, a mí también me sorprendió.
–Quiero que compruebes eso antes de… bueno, ya sabes.
–Desde luego.
La línea se cortó.
–¿Quién es? – preguntó el contraalmirante Greer.
–Walter Hicks. Todos de la mejor escuela: James, Andover y Brown. Una gran inversión de su padre, un banquero que manipuló a algunos políticos y obtuvo el puesto del pequeño Wally. – La mano de Ritter se contrajo en puño-. ¿Quieres saber por qué esa gente está todavía en s E N D E R G R E E N? Pues por eso, amigo.
–¿Y qué vas a hacer?
–No lo sé. – Lo que había hecho no era legal. No era legal grabar las conversaciones telefónicas. La grabación se había hecho sin mandato judicial.
–Piénsalo cuidadosamente, Bob -le aconsejó Greer-. Yo también estaba allí, ¿recuerdas?
–¿Y si Sergei no puede hacerlo lo bastante rápido? ¡Entonces ese jodido amarillo acabará con la vida de veinte hombres!
–A mí tampoco me gusta demasiado.
–¡A mí no me gusta en absoluto!
–La traición es todavía un crimen capital, Bob.
–Como debe ser -repuso Ritter tras pensarlo un momento.
Otro largo día. Oreza sintió envidia del primera clase que se dirigía al faro de Cove Point. Al menos vivía allí con su familia. Oreza quizá había aceptado aquel trabajo de enseñanza en New London precisamente para poder tener una vida familiar durante uno o dos años. En New London trataba con jóvenes que algún día serían oficiales y al menos él les había enseñado náutica correctamente…
Casi siempre estaba solo con sus pensamientos. La tripulación se había ido a acostar y él también debería haberlo hecho, pero las imágenes le obsesionaban. El hombre despedazado por los cangrejos, y aquellos tres cadáveres picoteados por los pájaros le mantendrían despierto durante horas. Pero entretanto podía hacer algo útil, ¿o no? Oreza buscó en su escritorio hasta encontrar la guía de teléfonos.
–¿Diga?
–¿El teniente Charon? Soy el cabo Oreza, de la Guardia Costera.
–¿Sabe que es muy tarde? – señaló Charon. Quizá le había sacado de la cama.
–Perdone, señor. ¿Recuerda cuando en mayo buscábamos aquel velero?
–Sí, ¿por qué?
–Es posible que hayamos encontrado a su hombre, señor. – Oreza imaginó que Charon se alegraría.
–Hábleme de ello.
Oreza lo hizo sin omitir nada y pudo sentir el horror que se apoderaba de él.
–¿Quién es el capitán que lleva el caso?
–El capitán Joy, señor. Del condado de Somerset. ¿Lo conoce?
–No.
–Ah, sí, y alguien más -recordó Oreza.
–¿Sí? – Charon tomaba nota de todo.
–¿Conoce usted al teniente Ryan?
–Sí, trabaja en el centro de la ciudad.
–Me ha encargado que busque a un tipo, Kelly, John Kelly. Usted lo vio, ¿recuerda?
–¿Qué quiere decir?
–La noche que salimos tras la pista del velero, el tipo del yate que vimos justo antes del amanecer. Vive en una isla, no muy lejos de Bloodsworth. Ryan quiere que se lo localice. Kelly ha vuelto, probablemente ahora está en Baltimore… Intenté llamarlo antes, señor, pero usted no estaba y yo he estado trabajando todo el día. Le ruego me perdone por haberlo despertado.
–Desde luego -contestó Charon mientras su cerebro trabajaba a toda prisa.
Sabía quién era Kelly. Incluso era consciente de la sorprendente coincidencia de que Kelly había sacado a Pam Madden de la calle casualmente el día en que Angelo había sido eliminado, y que ella había estado a bordo de su yate, a unos metros de la patrullera de Oreza después de aquella noche tormentosa y de vómito. Ahora, Em Ryan y Tom Douglas querían saber de Kelly y habían dado el extraordinario paso de tener a la Guardia Costera investigándolo. ¿Por qué? Una nueva entrevista con un testigo de fuera de la ciudad era algo que se hacía con bastante frecuencia por teléfono. Em y Tom estaban trabajando en el caso Fountain, junto con los otros casos posteriores. «Un zángano de la playa», le había dicho Henry, pero el equipo número uno del departamento de homicidios se interesaba por Kelly, que además había estado directamente relacionado con una desertora de la organización de Henry. Tenía un barco, vivía no demasiado lejos del laboratorio que Henry, en su insensatez, seguía utilizando. De pronto Charon se dio cuenta de que ya no era un policía investigando un crimen, sino un criminal en toda regla, que formaba parte de los crímenes que se estaban investigando.
La consciencia de ello afectó profundamente al teniente. Nunca había pensado de sí mismo en aquellos términos. Charon se consideraba ajeno a todo, partícipe ocasional en aquellas cosas, pero no parte de lo que sucedía a ras de suelo. Después de todo, poseía los mayores éxitos de la historia de la brigada de narcóticos, rematada con la personal eliminación de Eddie Morello, quizá la acción más astuta de su doble carrera profesional, porque eliminó a un auténtico traficante mediante un asesinato premeditado que beneficiaba a otro traficante; después de la declaración de que había disparado limpiamente, le concedieron vacaciones pagadas -además de lo que Henry le había abonado por hacerlo-. A Charon todo aquello le había parecido siempre un juego particularmente entretenido, no demasiado alejado de su trabajo oficial -que los habitantes de su ciudad sufragaban-. Los hombres viven de sus ilusiones y Charon no era diferente. Consideraba que lo que hacía era correcto mientras se tratara simplemente de aceptar los chivos expiatorios que Henry le proporcionase, ya que de paso limpiaba la calle de los traficantes que amenazaban el mercado de ese hombre. Como podía controlar las investigaciones de sus detectives, había entregado todo el mercado local al único traficante del que no constaba información en los archivos policiales. Todo esto permitió a Henry ampliar su negocio y atraer la atención de Tony Piaggi y sus contactos de la Costa Este. En un futuro cercano, le había dicho Charon a Henry, éste tendría que dejar que la policía husmeara en los peldaños más bajos de su negocio. Henry lo había entendido, sin duda después de pedir consejo a Piaggi, que era lo bastante sofisticado para comprender los puntos más sutiles del juego.
Sin embargo alguien había arrojado una mecha en aquella mezcla tan explosiva. La información que poseía llevaba sólo en una dirección, pero necesitaba más. Tenía que conseguir más.
Charon meditó unos instantes y cogió el teléfono. Tenía que hacer tres llamadas para conseguir el número que quería. – Policía estatal.
–El capitán Joy, por favor. Aquí el teniente Charon de la policía de Baltimore.
–Soy el capitán Joy.
–Hola, soy Mark Charon, de la brigada de narcóticos. He oído que usted acaba de dar con algo importante.
–Si usted lo dice, – Charon se imaginó a un hombre viejo, sentado en su silla y hablando con una mezcla de satisfacción y fatiga.
–¿Podría darme un breve resumen? Quizá tenga alguna información que darle.
–¿Quién le ha hablado de esto?
–El cabo Oreza, de la Guardia Costera. Trabajé con él en un par de casos. ¿Recuerda aquella juerga de marihuana en la granja del condado de Talbot?
–¿Fue usted? Creí que era mérito de los de Costas.
–Y lo fue. Fueron ellos quienes protegieron a mi informador. Puede confirmarlo. Le daré cl número de teléfono, el jefe de la estación es Paul English.
–Muy bien, Charon, me ha convencido.
–Durante el mes de mayo pasé un día y una noche con ellos buscando un tipo que desapareció ante nuestras narices. No lo encontramos, ni a él ni a su barco. Según Oreza…
–El hombre-cangrejo -dijo Joy en medio de un suspiro-. Alguien arrojó un cuerpo al agua, al parecer lleva allí un tiempo. ¿Puede decirme algo de él?
–Es probable que se trate de Angelo Vorano. Vivía en la ciudad, un camello que intentaba hacérselo con los grandes. – Charon le proporcionó su descripción.
–La talla coincide. Tenemos que comprobar el informe dental para una identificación positiva. Muy bien, esto puede ayudar, teniente. ¿Qué quiere de mí?
–¿Puede decirme qué ocurre con Xantha? – Charon había tomado nota de todo.
–La retenemos como testigo material, con la aprobación del abogado, desde luego. Esa chica puede conducirnos al meollo de un asunto muy desagradable.
–Lo creo -repuso Charon-. Bien, déjeme ver lo que puedo sacar para usted.
–Gracias por su ayuda.
Charon colgó. Mierda. Un hombre blanco y un yate blanco. Burt y los dos hombres de Tony habían secundado evidentemente la operación, con una bala del 45 en la nuca. Los asesinatos estilo ejecución no estaban todavía de moda en el negocio de las drogas, y la sangre fría que demostraban éstos le daba escalofríos a Charon. Tom y Em estaban trabajando en el caso y querían encontrar a ese Kelly, un tipo blanco propietario de un yate blanco y que vivía no muy lejos del laboratorio de Henry. Todo eso era mucho más que una coincidencia.
La única buena noticia era que podía contactar con Henry sin correr riesgos. Conocía todos los teléfonos intervenidos por asuntos de droga y nada apuntaba a la operación de Tucker.
–¿Sí?
–Burt y sus amigos están muertos -anunció Charon.
–¿Qué dice? – dijo una voz soñolienta que despertó inmediatamente.
–Escuche. La policía estatal de Somerset los ha encontrado y también a Angelo. Ya no hay laboratorio, Henry. Las drogas han desaparecido y la policía retiene a Xantha bajo custodia.
Sintió cierta satisfacción. Charon todavía tenía bastante de policía, por lo que el desbaratamiento de una operación criminal no le resultaba desagradable.
–¿Qué está pasando? – chilló Henry.
–Creo que puedo decírselo. Tenemos que vernos.
Kelly lanzó otra ojeada a su pértiga mientras conducía el Volkswagen alquilado de camino a su apartamento. Estaba cansado, aunque la buena comida le había saciado. La siesta de la tarde había sido suficiente para recuperarse de un largo día, pero aun así la cólera le embargaba a menudo. Había visto a Henry Tucker, el hombre que con un cordón de zapato había concluido la dolorosa agonía de Pamela. Hubiera sido fácil acabar con él allí mismo. Kelly nunca había matado a nadie con las manos, pero sabía cómo hacerlo. Los expertos de Coronado le habían adiestrado para hacerlo de manera infalible… Todo ese conocimiento valía la pena. Y valía la pena el peligro, y valían la pena las consecuencias -lo que no significaba que tuviera que aceptarlas, porque arriesgar la vida no significaba desperdiciarla-. Pero ahora él podía ver el final, y tenía que empezar a planear el futuro. Tenía que ser aún más cauteloso. Bien, conque la policía sabía quién era; pero estaba seguro de que no tenían nada contra él. Aunque esa chica, Xantha, hubiera decidido hablar con la policía, no le había visto la cara en ningún momento, porque Kelly no se había quitado la pintura de camuflaje. El único peligro era que recordara el número del registro del yate, aunque eso era bastante improbable. Sin la evidencia física no tenían nada que pudieran utilizar en los tribunales. Conque sabían que a él no le gustaban ciertas personas… estupendo. Hasta debían de saber cuál era su preparación… estupendo. La partida que él jugaba tenía ciertas reglas. La que jugaban ellos tenía otras. En una balanza, las reglas estaban a favor de Kelly.
Miró por la ventanilla del coche, midiendo ángulo y distancia, haciendo un plan preliminar y pensando en las posibles variantes. Los muy bastardos habían escogido un lugar donde no había patrullas de policía y sí mucho espacio abierto. Nadie podía aproximarse allí sin ser visto… Era un lugar francamente seguro que suponía ciertos problemas tácticos. Pero ellos no tenían en cuenta las reglas tácticas de Kelly.
«No es mi problema», pensó.
–Por el amor de Dios…
Roger MacKenzie palideció y de repente sintió náuseas. Estaban ante el porche de su casa en el noroeste de Washington. Su mujer y su hija habían ido de compras a Nueva York para la temporada de otoño. Ritter había llegado sin anunciarse a las 6.15, elegantemente vestido y sonriente, una nota discordante en la fría brisa de la mañana.
–Conocí a su padre hace treinta años.
Ritter había ido allí para comunicarle una traición de la peor especie.
–Terminamos juntos en Randolph, estábamos en el mismo grupo -continuó MacKenzie. Ritter decidió dejarle hablar, pensando que ello le llevaría poco tiempo-. Hicimos negocios juntos… -Se interrumpió, contemplando el desayuno que no había tocado.
–No puedo criticarle por haberlo llevado a su despacho, Roger, pero el muchacho es culpable de espionaje.
–¿Qué va a hacer?
–Es un delito muy grave, Roger -señaló Ritter.
–Pronto voy a estar fuera. Me quieren en el equipo de reelección, llevando todo el noroeste.
–¿Pronto?
–Jeff Hicks dirigirá la campaña en Massachusetts, Bob. Tendré que trabajar directamente con él. – MacKenzie miró hacia el otro extremo de la mesa-. Bob, una investigación de espionaje en nuestro despacho… podría estropear las cosas.
–Lo siento, Roger, pero ese pequeño bastardo de Hicks traicionó a su país.
–Yo podría ocuparme de él, echarlo a patadas…
–No -repuso Ritter con frialdad-. Hay personas que pueden morir por su culpa. Y Hicks va a responder por ello.
–Nosotros podríamos pedirle que…
–¿Obstrucción a la justicia, Roger? – observó Ritter.
–Su grabación es ilegal, Ritter, y usted lo sabe.
–Motivos de seguridad nacional… Hay una guerra, ¿recuerda?… Las reglas son diferentes, y además con que sólo escuche la grabación se derrumbará.
–Ritter estaba seguro de ello.
–¿Y correr el riesgo de que llegue hasta el presidente? ¿Ahora? ¿En estos momentos? ¿Cree usted que hará algún bien al país? ¿Y qué hay de las relaciones con los rusos? Estamos en un momento crucial, Bob.
«Siempre lo estamos, ¿no es cierto?», le hubiera gustado añadir a Ritter, pero no lo hizo.
–Bien, he venido a pedirle consejo -dijo Ritter.
–No podemos enfrentarnos a una investigación que lleve a un juicio público. Políticamente es inaceptable. – MacKenzie esperaba que con eso sería suficiente.
Ritter asintió y se marchó.
Pero el regreso a su despacho de Langley no fue muy cómodo. Aunque le producía satisfacción tener una mano libre, Ritter ahora se enfrentaba con algo que no deseaba que se convirtiera en un hábito. La primera orden fue hacer desaparecer la grabación. De inmediato.
Después de todo lo sucedido, fue un periódico quien desató los acontecimientos. La cuarta columna de la primera página, debajo del pliegue, anunciaba un triple asesinato por cuestiones de drogas en el adormecido condado de Somerset. Ryan devoró la crónica sin pasar a las páginas de deportes que normalmente le ocupaban quince minutos todas las mañanas.
«Esto lo ha hecho Kelly -pensó el teniente-. ¿Quién si no dejaría "una gran cantidad de drogas" junto a tres cadáveres?»
Aquella mañana salió de casa cuarenta minutos antes de lo habitual, para sorpresa de su mujer.
–¿Sandy O'Toole? – Precisamente Sandy había acabado su primera ronda de la mañana y estaba comprobando algunos formularios cuando sonó el teléfono.
–¿Sí?
–Soy el contraalmirante James Greer. Ha hablado con Barbara, mi secretaria.
–Sí. ¿En qué puedo ayudarle?
–Lamento molestarla, pero estamos intentando localizar a John. No está en su casa.
–Creo que está en la ciudad, pero ignoro dónde exactamente.
–Si habla con él, ¿querría decirle que me llame? Tiene mi número.
–Estaré encantada de hacerlo.
«¿Qué ocurre?», se preguntó Sandy.
Todo eso la afectaba. La policía iba tras John, ella se lo había dicho y a él pareció no afectarle. Ahora alguien más estaba intentando localizarlo. ¿Por qué? Entonces vio un ejemplar del periódico de la mañana en una mesa del vestíbulo: en la parte inferior de la primera plana se leía el título: «ASESINATO POR DROGAS EN SOMERSET.»
–A todo el mundo le interesa ese Kelly -observó Frank Allen.
–¿Qué quiere decir? – Charon había ido al distrito Oeste con la excusa de comprobar la investigación administrativa del asesinato de Morello. Había persuadido a Allen de que le permitiera revisar los informes de los otros oficiales y de tres testigos. Allen no había visto nada irregular en ello, dado que se llevó a cabo ante él.
–Creo que después de la llamada de Pittsburgh con relación a esa chica Brown que recibió la paliza, Em llamó aquí preguntando por Kelly. Ahora usted. ¿Cómo es eso?
–Apareció su nombre. No estamos seguros por qué razón y se merece una rápida comprobación. ¿Qué puede decirme acerca de él?
–Eh, Mark, usted está de vacaciones, ¿recuerda? – señaló Allen.
–¿Me está diciendo que no debería volver al trabajo? ¿Cree que he perdido el juicio, Frank? ¿Tengo que pasar por alto el artículo del periódico sobre los fulleros que han cogido hace unas semanas?
Allen tuvo que aceptar ese punto.
–Todo este interés… Estoy empezando a pensar que no debe de ser nada bueno lo que pasa con ese Kelly. Creo que tengo alguna información sobre él… Sí, lo había olvidado. Espere un momento.
–Allen salió de su despacho y fue a la sala de archivos mientras Charon fingía leer los informes. Allen volvió con una carpeta-. Aquí la tiene.
La carpeta contenía parte de los informes de los servicios prestados por Kelly, aunque no había demasiado. Charon contempló cómo Allen pasaba las páginas. Allí estaban los informes de su habilidad en salto en paracaídas, la evaluación de su instructor y una fotografía, junto con alguna otra tontería por el estilo.
–¿Vive en una isla? – preguntó Charon-. Eso es lo que he oído.
–Sí, es una historia divertida. ¿A qué se debe su interés?
–Sólo un nombre que ha salido, probablemente nada, pero quería comprobarlo. Rumores que he oído de un grupo de buceadores.
–En realidad creo que tendré que enviar esto a Em y a Tom. Había olvidado que lo tenía.
–Mejor todavía.
–Yo voy hacia allá. ¿Quiere que lo lleve yo?
–¿Lo haría?
–Desde luego. – Charon se puso la carpeta bajo el brazo.
Su primera parada fue en la biblioteca Pratt donde hizo foto-copiar los documentos. Luego entró en una tienda de fotografía e hizo cinco copias de la fotografía. Dejó las copias en el coche cuando lo aparcó delante de la comisaría, y lo que llevó dentro hizo correr a un oficial hasta el archivo de homicidios. Podía haberse callado la información, pero le pareció más inteligente actuar como un policía normal haciendo una tarea normal.
–¿Y qué sucedió? – preguntó Greer en su despacho.
–Roger dice que una investigación tendría consecuencias políticas negativas -respondió Ritter.
–Bueno, ¿es que esto no es ya extremadamente negativo?
–Luego se ofreció a manejarlo personalmente -añadió Ritter. – ¿Qué significa?
–¿Qué le parece, James?
–;De dónde ha salido? – preguntó Ryan cuando vio la carpeta en su escritorio.
–Un detective me la entregó en el piso de abajo, señor -repuso el joven oficial-. Me dijo que era para usted.
–Muy bien. – Rvan lo despidió.
Cuando abrió la carpeta vio por primera vez una fotografía de John Terence Kelly. Se había incorporado a la Armada dos semanas después de haber cumplido dieciocho años y allí permaneció durante… seis años, y fue licenciado con honores de oficial. Se notaba que el informe había sido redactado cuidadosamente. Esto era de esperar, porque el departamento de policía se había interesado principalmente en sus habilidades como buceador. Allí estaba su fecha de graduación como submarinista y su última cualificación como instructor. Las tres hojas de evaluaciones de la carpeta tenía la clasificación más alta de la Armada, y también había una florida carta de recomendación de un almirante de tres estrellas a la que el departamento había concedido un valor nominal. El almirante había detallado cuidadosamente una lista de condecoraciones, sobre todo para impresionar a la policía de Baltimore: la Cruz de la Armada, la Estrella de Plata, la Estrella de Bronce y bastantes más.
«Mierda, todo lo que yo pensaba de Kelly. Es él.»
Ryan cerró la carpeta comprendiendo que era parte del archivo de asesinatos. Esto lo llevó de nuevo a Frank Allen y le telefoneó.
–Gracias por el informe sobre Kelly. ¿Qué lo trajo a colación?
–Mark Charon -le dijo Allen-. Estaba revisando los informes de su caso y recordó el nombre de Kelly. Dice que apareció en uno de sus casos. Siento haber olvidado que lo tenía. Charon se ofreció a llevarlo.
Iban adelantando, y mucho.
«Charon. Tiene que salvar las apariencias, y lo está haciendo.» -Frank, cuando el sargento Meyer llamó desde Pittsburgh, ¿se lo mencionó usted a alguien más?
–¿Qué quiere decir, Em? – La sugerencia le provocó cierta incomodidad.
–No le estoy diciendo que lo haya propagado a los periódicos, Frank.
–Fue el día que Charon mató al traficante, ¿verdad? – recordó Allen-. Pude haberle dicho algo… sólo hablé con otra persona aquel día, déjeme pensar.
–Muy bien, gracias, Frank.
Ryan buscó el número de la policía estatal.
–Capitán Joy -contestó una voz muy fatigada. El capitán se iba a la cama de la cárcel cuando lo necesitaba. Joy estaba deseando que el condado de Somerset volviera a la normalidad, aunque él quizá fuese ascendido gracias a este episodio.
–Teniente Ryan de Homicidios, de la ciudad.
–Los muchachos de la gran ciudad se interesan por nosotros -comentó Joy con ironía-. ¿Qué desea saber?
–¿Qué quiere decir?
–Significa que la noche pasada cuando estaba en la cama llamó uno de sus hombres, el teniente Chair… o algo parecido, no lo anoté. Dijo que podía identificar uno de los cuerpos… Lo debí anotar en algún sitio. Lo siento, aún estoy medio dormido.
–¿Podría darme detalles? Me conformaré con un resumen. – Pero el resumen fue largo-. ¿La mujer está bajo custodia?
–Por supuesto que sí.
–Capitán, manténgala así hasta que yo ordene otra cosa, ¿de acuerdo? Perdone; por favor, manténgala así. Puede ser el testigo material de un homicidio múltiple.
–Sí, lo sé, ¿recuerda?
–Mi intención es seguir, señor. Hay dos canallas sueltos y yo he pasado nueve meses investigando.
–La chica no se irá a ningún sitio -prometió Joy-. Tenemos que hablar de muchas cosas con ella y su abogado.
–¿No hay nada más sobre el que disparó?
–Lo que ya dije: varón caucasiano, un metro ochenta más o menos, camuflado de verde, según la chica. – Joy no había incluido eso en su informe inicial.
–¿Qué?
–Que sus manos y cara eran verdes; pintura de camuflaje, supongo… Y hay algo más -añadió Joy-: Es un buen tirador. Mató a los tres individuos de un tiro a cada uno, a todos en el punto X, perfecto.
Ryan volvió a abrir la carpeta y buscó en las últimas líneas de la lista de habilidades de Kelly: distinguido tirador con rifle, experto en tiro con pistola.
–Iré a verle, capitán. Está llevando el caso perfectamente, para los escasos homicidios que ha investigado.
–No es precisamente una detención por exceso de velocidad -confirmó Joy, y colgó.
–¿Ha madrugado? – observó Douglas cuando llegó más tarde-. ¿Ha visto el periódico?
–Nuestro amigo vuelve v el marcador empieza a funcionar otra vez.
–Ryan le pasó la foto.
–Parece más viejo -dijo el sargento.
–Gracias a sus condecoraciones.
–Ryan le dio los detalles a Douglas-. ¿Quiere ir a Somerset e interrogar a esa chica? – ¿Cree usted…?
–Sí, creo que tenemos a nuestro testigo. Y creo que también tenemos a nuestro infiltrado -dijo Ryan.
Sólo había llamado para oír la voz de Sandy. Tan próximo a su objetivo, se permitía mirar más allá. A pesar de todo su profesionalismo, Kelly seguía siendo humano.
–John, ¿dónde estás? – La urgencia en su voz era mayor que la del día anterior.
–Tengo un sitio.
–Hay un mensaje para ti, James Creer me dijo que deberías ponerte en contacto con él.
–Muy bien. – Kellv hizo una mueca, se suponía que debía de haberlo hecho el día anterior.
–¿Eres el de los periódicos?
–¿Qué quieres decir?
–Me refiero -murmuró- a los tres muertos en la Costa Este.
–Iré a buscarte -dijo Kelly para ocultar su estremecimiento. A Kelly no le repartían el periódico en su apartamento, y ahora necesitaba uno. Recordó que había un distribuidor automático en la esquina. Sólo necesitaba echarle un vistazo.
«¿Qué puede saber ella de mí?»
Ya era demasiado tarde para lamentaciones. Se había enfrentado al mismo problema con Doris. Estaba dormida cuando él había hecho el trabajo, pero los disparos la habían despertado. Kelly le había vendado los ojos, se la había llevado, la había explicado que Burt planeaba matarla, y le había dado dinero suficiente para coger un autobús que la llevara a algún sitio. Como con las drogas, aquello la había alarmado y escandalizado. Pero la policía casi la tenía. ¿Cómo diablos había sucedido?
«Pues jódete, pero ellos la tienen.»
Así de rápido había cambiado el mundo para él.
Muy bien, ¿y ahora qué haces? Este pensamiento le ocupó la mente durante el camino de vuelta a su apartamento.
Para empezar, tenía que desembarazarse de la pistola del 45, ya había decidido hacerlo. Aunque no había dejado tras de sí ninguna evidencia, la pistola era un eslabón. Cuando su misión finalizara, esto también acabaría. Pero ahora necesitaba ayuda, ¿y dónde encontrarla sino entre la gente para la cual había matado?
–¿Contraalmirante Greer, por favor? Soy el señor Clark.
–Espere, por favor -oyó Kelly, y luego-: Se suponía que tenía que llamar ayer, ¿recuerda?
–Puedo estar allí en dos horas, señor.
–Le estaré esperando.
–¿Dónde está Cas? – preguntó Maxwell al comandante que dirigía su despacho.
–Acabo de telefonear a su casa, señor. No contesta.
–Qué divertido. – Pero no lo era en absoluto, pensó el otro.
–¿Quiere que envíe alguien a Bolling para inspeccionarlo?
–Buena idea. – Maxwell asintió y volvió a su despacho.
Diez minutos más tarde, un sargento de seguridad de la Fuerza Aérea se dirigió de su puesto de guardia al conjunto de viviendas un poco apartadas de los oficiales de más alto rango al servicio del Pentágono. En el rótulo del cercado se leía Vicealmirante C. P. Podulski, y mostraba un par de alas de aviador. El sargento tenía sólo veintitrés años y nunca había intervenido con almirantes, pero había recibido la orden de comprobar si había algún problema. El periódico de la mañana estaba en uno de los escalones. Había dos automóviles en el aparcamiento, uno de los cuales tenía en el parabrisas el pase del Pentágono. El sargento sabía que el vicealmirante y su esposa vivían solos. Reuniendo todo su valor, llamó a la puerta con los nudillos. No hubo suerte. Luego intentó con el timbre. Tampoco. ¿Y ahora qué?, se preguntó el joven. Toda la base era propiedad del gobierno y él tenía derecho, según el reglamento, a entrar en cualquiera de las casas del perímetro. Tenía órdenes y probablemente su teniente lo haría volver. Así que abrió la puerta. No oyó ningún sonido. Registró el primer piso y no vio nada extraño. Llamó varias veces sin resultado y entonces decidió subir al primer piso. Lo hizo, con una mano en la pistolera de cuero blanco…
El vicealmirante Maxwell estaba allí veinte minutos después.
–Un ataque cardíaco -dijo el médico de la Fuerza Aérea-. Probablemente durante el sueño.
No sucedía lo mismo con su esposa, que yacía a su lado. Había sido una mujer bonita, recordó Dutch Maxwell, destrozada por la pérdida de su hijo. El vaso medio vacío de agua encima de un pañuelo, para no estropear la madera de la mesilla de noche. Hasta había vuelto a tapar el recipiente de las píldoras antes de echarse al lado de su marido. Dutch contempló el dondiego de madera. Allí estaba su camisa blanca, lista para otro día de servicio en su país de adopción, las Alas de Oro sobre la colección de galones, de los cuales el del extremo superior era de color azul claro, con cinco estrellas blancas. Tenían concertada una reunión para hablar del retiro. Algo que a Dutch no le había sorprendido.
–Dios tenga misericordia -dijo Dutch, contemplando a la única víctima amiga de la operación BOXWOOD GREEN.
«¿Qué voy a decir?», se preguntaba Kelly mientras se detenía ante la puerta. El guardia lo inspeccionó a conciencia, a pesar de su pase, quizá sorprendido de lo poco que debía de pagar la Agencia a su personal. Llevó su cacharro al aparcamiento de los visitantes, mejor situado que el de pago, que estaba un poco más lejos. Cuando entró en la garita, Kelly fue inspeccionado por un oficial de seguridad, quien le dio permiso de subir. Ahora le parecía todo más siniestro, mientras caminaba por los pasillos lisos y deslustrados repletos de gente anónima, porque este edificio estaba a punto de convertirse en un confesionario del destino para un alma que aún no había decidido si era un pecador o un santo. Nunca había estado en el despacho de Ritter. Estaba en el cuarto piso y era sorprendentemente pequeño. Kelly pensaba que un hombre importante -y creía que Ritter lo era- tenía que tener un gran despacho.
–Hola, John -le dijo el contraalmirante Greer, aturdido todavía por la noticia que había recibido hacía media hora de Dutch Maxwell. Greer le señaló un asiento y se cerró la puerta. Ritter estaba fumando, para fastidio de Kelly.
–¿Le satisface volver a casa, señor Clark? – preguntó el oficial superior. Había una copia del Washington Post encima del escritorio y a Kelly le sorprendió comprobar que la noticia del condado de Somerset también ocupaba la primera página.
–Sí, señor, adivino por qué dice eso. – Los otros dos captaron la ambivalencia-. ¿Por qué deseaba que viniera aquí?
–Se lo dije en el avión. Su acción de coger al ruso todavía puede salvar a los prisioneros americanos. Necesitamos gente que piense con sensatez. Usted puede. Le ofrezco un trabajo en mi parte de la casa.
–¿Para hacer qué?
–Cualquier cosa que le digamos que haga -contestó Ritter. Ya había pensado en algo.
–No poseo ninguna graduación universitaria.
Ritter sacó de su mesa una gruesa carpeta.
–Tengo esto de St. Louis. – Kelly la reconoció, era su informe personal completo de la Armada-. En realidad podría haber hecho estudios universitarios. Su cota de inteligencia es aún más elevada de lo que había imaginado, lo que demuestra que usted posee una habilidad con el idioma mayor que la mía. James y yo podemos descartar las formalidades.
–Una Cruz de la Armada llega lejos, John -explicó Greer-. Por lo que usted hizo, ayudando a BOXW00D GREEN y luego en el campo, ese tipo de cosas llevan lejos.
El instinto de Kellv luchaba con su razón. El problema consistía en que no estaba seguro de qué parte de él estaba a favor y qué parte en contra de la propuesta. Entonces decidió que tenía que contarle a alguien la verdad.
–Hay un problema, señores.
–¿Cuál es? – preguntó Ritter.
Kelly se inclinó hacia el escritorio y señaló el artículo de la primera página del periódico.
–Deberían leerlo.
–Ya lo hice. ¿Y qué? Alguien tiene el mundo a su favor -dijo el oficial jovialmente. Luego captó la expresión en los ojos de Kelly y su voz se ensombreció al instante-. Cuéntenoslo, señor Clark.
–He sido yo, señor.
–¿De qué está hablando, John? – preguntó Greer.
–El archivero ha salido, señor -dijo el empleado de expedientes al otro lado de la línea.
–¿Qué quiere decir? – objetó Ryan-. Yo tengo aquí algunas copias del archivo.
–Espere un momento. Le pondré con mi supervisor.
–La línea se interrumpió, algo que el detective odiaba cordiahnente.
Ryan miró a través de la ventana haciendo una mueca. Había llamado al archivo central militar de St. Louis. Cada pedazo de papel relativo a todo hombre o mujer que en alguna ocasión había vestido uniforme estaba allí, en un lugar seguro y celosamente custodiado. Su naturaleza era curiosa pero útil para Ryan, que en más de una ocasión había solicitado datos de este servicio.
–Soy Irma Rohrerbach -dijo una voz, tras un sonido electrónico. El detective se hizo al instante la imagen mental de una hembra caucasiana con exceso de peso sentada ante un escritorio con una barahúnda de trabajo que debía estar hecho hacía una semana.
–Soy el teniente Emmet Ryan, de la policía de Baltimore. Necesito información de un archivo personal…
–Señor, no están aquí. Mi empleado acaba de pasarme la nota.
–¿Qué significa? Ustedes no permiten revisar los archivos así. Lo sé.
–Señor, existen ciertas excepciones. Esta es una de ellas. Los informes no están aquí pero los devolverán, aunque no sé cuándo.
–¿Quién los tiene?
–Eso no lo puedo decir, señor. – El tono de aquella voz burocrática mostraba también el grado de su interés. El informe había. desaparecido y hasta que lo devolvieran sería parte de un universo desconocido que a ella no le preocupaba.
–Puedo obtener una orden de los tribunales, lo sabe. – Normalmente esto daba resultados en algunas personas.
–Si lo prefiere, adelante. ¿Puedo ayudarlo en algo más, señor? – Estaba acostumbrada a ser presionada. La llamada procedía de Baltimore, después de todo, y la carta de un juez de un lugar que estaba a ochenta millas de distancia le parecía algo lejano y trivial-. ¿Tiene nuestra dirección, señor?
Pero Ryan todavía no había avanzado lo suficiente para pedírselo a un juez. En esta clase de asuntos se obtiene más con amabilidad que con órdenes.
–Gracias. Volveré a llamar.
–Que tenga un buen día -fue la insípida despedida de una empleada de archivos durante una nimiedad más de su jornada.
Fuera del país. ¿Por qué? ¿Para quién? ¿Dónde demonios residía la diferencia en ese caso? Ryan era consciente de que había muchas diferencias, pero ¿lo era de todas ellas?
–Eso le hicieron -dijo Kelly, Era la primera vez que lo contaba, y mientras relataba los detalles del informe forense le pareció oir la voz de otra persona-. Debido a su pasado, la policía nunca lo consideró un caso prioritario. Salvé a otras dos chicas. A una la asesinaron. A la otra, bueno… -Señaló el periódico.
–¿Por qué la dejó ir?
–¿Cree que iba a asesinarla, señor Ritter? Es lo que ellos querían hacer -dijo Kelly sin levantar la vista-. Estaba más o menos serena cuando la dejé marchar. No tuve tiempo de hacer nada más. Calculé mal.
–¿Cuántos?
–Doce, señor -respondió, sabiendo que Ritter preguntaba por el número total de muertos.
–Dios mío -dijo Ritter, intentando sonreír. Allí se estaba hablando de implicar a la CIA en una operación antidrogas. Se resistió diciendo que para eso estaba la policía, porque aquello no era tan importante como para hacer perder el tiempo a personas que debían proteger a su país de amenazas contra la seguridad nacional. Pero no pudo sonreír. El caso era demasiado serio-. El artículo menciona veinte kilos de mierda. ¿Es cierto?
–Probablemente -repuso Kelly encogiéndose de hombros-. No la pesé. Hay algo más. Creo que sé cómo entra la droga. Las bolsas olían a una especie de conservante. Es heroína asiática.
–¿Sí? – inquirió Ritter.
–Exacto. Mierda asiática. Conservante. Viene de algún lugar de la Costa Este. ¿No es obvio? Están utilizando los cuerpos de nuestros muertos en Vietnam para entrar la jodida mierda.
Conque, encima, Kelly tenía capacidad de análisis, pensaron los presentes.
Sonó el teléfono de Ritter, por la línea interior.
–Dije que no quería llamadas -gruñó.
–Es Bill, señor. Dice que es importante.
El momento era perfecto, pensó el capitán. Los prisioneros estaban en medio de la oscuridad. No había electricidad, y la única iluminación procedía de los focos de las baterías y de algunas antorchas que el sargento mayor había reunido. Todos los prisioneros tenían los pies trabados y las manos y los codos atados a la espalda. Caminaban ligeramente inclinados hacia delante. Y no era sólo para tenerlos controlados. La humillación también era importante, y los hombres tenían cerca la presencia del campa-mento. Sus hombres estaban capacitados para hacerlo, pensó el capitán. Se habían preparado con dureza, estaban a punto de empezar la larga marcha hacia el sur para completar la labor de liberación y de reunificación de su país. Los americanos estaban desorientados, con un evidente temor a romper la rutina de todos los días. Las cosas les habían sido fáciles durante la semana anterior. Quizá se había equivocado al reunir el grupo, ya que debió de provocar cierta solidaridad entre ellos, aunque la finalidad de aleccionar a sus tropas había valido la pena. Pronto sus hombres se encontrarían matando más americanos de los que formaban ese grupo, el capitán estaba seguro de ello, pero tenían que empezar con algo. El capitán gritó una orden.
Todos a una, los veinte soldados seleccionados cogieron sus rifles y cargaron contra ellos apoyando la culata en el abdomen. Uno de los americanos logró permanecer de pie después de la primera carga, aunque sólo por un segundo.
Zacharias quedó sorprendido. Era la primera agresión que recibía desde que Kolya había dejado de visitarlo, meses antes. Cayó de lado, su cuerpo tocó el de otro prisionero cuando intentó estirar las piernas y protegerse. Entonces empezaron las patadas. No podía protegerse la cara con las manos atadas a la espalda y sus ojos vieron el rostro del enemigo: sólo un muchacho, de unos diecisiete años, casi de apariencia femenina, la ex-presión de su rostro era como el de una muñeca: los mismos ojos vacíos, la misma ausencia de expresión. No estaba furioso, no apretaba los dientes, sólo le daba patadas como un niño patea una pelota, porque tenía que hacer algo. Robin no podía odiar a ese muchacho, pero si podía despreciarlo por su crueldad. Robin Zacharias conocía la profundidad del desespero, se había enfrentado al hecho de que estaba deshecho interiormente y se resignaba a ello. Pero además había tenido tiempo de comprenderlo. No era un cobarde ni un héroe, se dijo Robin en medio del dolor, sólo era un hombre. Había soportado el dolor como una pena física a sus anteriores equivocaciones y seguiría pidiendo a Dios que 1e diera fuerzas. El coronel Zacharias fijó sus amoratados ojos en el rostro del muchacho que lo estaba atormentando. «Sobreviviré. He sobrevivido a cosas peores, y aunque muera, sigo siendo un hombre mejor de lo que tú serás nunca -le dijo su rostro al diminuto soldado-. He sobrevivido a la soledad, y es peor que esto, muchacho.» Esta vez no oró por su salvación. Tenía que venir del interior, después de todo, y si llegaba la muerte podía enfrentarse a ella como se había enfrentado a su debilidad y a sus fracasos.
Otra orden del oficial y los soldados se retiraron. Robin recibió la última patada, la final. Estaba sangrando, tenía un ojo cerrado, el pecho magullado y tosía, pero todavía seguía vivo, todavía era un americano, había sobrevivido una vez más. Miró al capitán que daba órdenes al destacamento: su rostro tenía una expresión furiosa, a diferencia del joven soldado, que se había apartado unos pasos. Robin se preguntó la razón.
–¡Levantadlos! – gritó el capitán.
Dos americanos estaban inconscientes y para levantarlos necesitaron dos hombres. Era lo mejor que podía hacer por esos hombres. Mejor sería matarlos, pero la orden que tenía en el bolsillo se lo prohibía y su ejército no toleraba la violación de las órdenes.
Robín miró los ojos del muchacho que lo había atacado. Estaba cerca, a pocos centímetros. No expresaban emoción, como tampoco la expresó él mientras lo contemplaba. Fue una pequeña e íntima prueba de fuerza de voluntad. Ninguno de los dos dijo una palabra, aunque ambos jadeaban, uno por el estuerzo y el otro de dolor.
«¿Tienes ganas de volverlo a intentar otro día? De hombre a hombre. ¿Crees que puedes acabar conmigo? ¿Sientes vergíienza por lo que acabas de hacer? ¿Ha sido un acto valeroso? ¿Eres más hombre ahora, muchacho? Yo no lo creo, y tú puedes encubrirlo lo mejor que puedas, pero ambos sabemos quién ha ganado la partida, ¿no es cierto?» El soldado se acercó a Robin, sin expresión en los ojos, pero asió con fuerza el brazo del americano: quería mantenerlo bajo control, y Robín se lo tomó como una victoria. Aquel muchacho tenía miedo, a pesar de todo. Era uno de esos que van por ahí odiando, pero también temiendo. El abuso era el arma de la cobardía, y los que lo aplicaban conocían el hecho tan bien como aquellos que tenían que padecerlo.
Zacharias casi dio un traspiés. En su postura le resultaba difícil levantar la vista y no vio el camión hasta que estuvo solo a pocos metros de distancia. Se trataba de un vehículo de fabricación rusa, con una cerca de alambre en la parte superior, para evitar fugas y para que la gente viera el cargamento, Iban a llevarlos a algún sitio. Robin no tenía una idea clara de dónde se encontraban y poco podía especular a dónde podían ir. Pero nada podía ser peor que aquel campamento donde había sobre-vivido, se dijo Robin mientras el camión se ponía en marcha. El campamento se perdió en la oscuridad y con él la peor experiencia de su vida. El coronel inclinó la cabeza y murmuró una oración de acción de gracias; luego, por primera vez en meses, rezó por su liberación, en cualquier forma que ésta se plasmase.
–Esta fue su actuación, señor Clark -dijo Ritter tras una larga y deliberada mirada al teléfono que acababa de colgar.
–Yo no lo planeé exactamente de esa manera, señor.
–No, usted no lo hizo, pero en lugar de matar al oficial ruso, lo hizo prisionero. – Ritter se dirigió al contraalmirante Greer. Kelly no había visto la señal de la cabeza que significaba el cambio de su vida.
–Ojalá lo hubiera sabido Cas.
–¿Qué es lo que saben?
–Saben que tienen a Xantha en la cárcel del condado de Somerset. ¿Cuánto sabe ella? – preguntó Charon.
También estaba allí Tony Piaggi. Era la primera vez que los dos hombres se reunían. Estaban utilizando el laboratorio casi acabado del este de Baltimore. Sería un lugar seguro para Charon si iba allí sólo una vez, pensó el teniente de narcóticos.
–Este es el problema -observó Piaggi. A los otros les pareció sencillo hasta que Piaggi prosiguió-: Pero podemos manejarlo. Lo primero, creo, es preocuparnos de cómo hacer la entrega a mis amigos.
–Hemos perdido veinte kilos -señaló Tucker con expresión sombría. Ahora conocía su miedo. Estaba claro que ahí fuera existía algo digno de sus temores.
–¿Tiene más?
–Sí. Diez kilos en mi casa.
–¿Los guarda en su casa? – preguntó Piaggi-. ¡Mierda, Henry! – Esa puta no sabe dónde vivo.
–Sabe su nombre, Henry. Se pueden hacer muchas cosas sólo con un nombre -le dijo Charon-. ¿Por qué diablos cree usted que mantengo a mi gente apartada de la suya?
–Vamos a tener que reconstruir toda la organización -dijo Piaggi con serenidad-. Podernos hacerlo, ¿de acuerdo? Tenemos que hacer un movimiento, aunque el movimiento sea fácil. Henry; su mierda procede de algún otro sitio, ¿cierto? Trasládela aquí y nosotros nos la llevaremos. Trasladando su operación no se hace un buen negocio.
–He perdido mi local…
–¡Jodido local, Henry! Voy a hacerme cargo de toda la operación de la Costa Este. ¿Lo recordará, por el amor de Dios? Ha perdido usted el veinticinco por ciento de lo que creía que iba a sacar. Podemos arreglarlo en dos semanas. Deje de pensar en tonterías.
–Entonces hay que cubrir sus huellas -intervino Charon, interesado por la visión de futuro de Piaggi-. Xantha no es nadie, sólo una drogadicta. Cuando la encontraron estaba atiborrada de pastillas. No es más que un testigo, a menos que tengan algo más que utilizar. Si usted se traslada a otra zona, todo le irá bien.
–Los otros también deben irse -urgió Piaggi.
–Con Burt desaparecido, yo quedo fuera. Puedo traer a alguien que conozco…
–¡De ninguna manera, Henry! ¿Quiere incorporar a gente nueva? Permítame llamar a Philly. Tenemos a dos personas de reserva, ¿recuerda? – Piaggi hizo un gesto de asentimiento-. Por tanto hemos de tener contentos a mis amigos. Necesitamos veinte kilos de buena mierda, procesada y lista para salir, y los necesitamos ahora.
–Yo sólo tengo diez -dijo Tucker.
–Sé dónde hay más, igual que usted, ¿no es así, teniente Charon?
La pregunta sorprendió tanto al policía que se olvidó de contarles algo que le preocupaba.
Y ahora esto… Las cosas estaban muy confusas. No hacía veinticuatro horas que había visto a su último objetivo, pero ahora se preguntaba si acabaría de una vez.
Quizá hubiera sido mejor no empezar nunca, haber aceptado la muerte de Pam y esperar pacientemente a que la policía resolviera el caso. Pero no, nunca lo hubieran resuelto, nunca hubieran dedicado tiempo y potencial humano por la muerte de una puta. Las manos de Kelly temblaron sobre el volante. Y su muerte nunca hubiera sido vengada.
¿Podría haber vivido con esto el resto de mi vida?
Mientras se dirigía hacia el sur, por la Baltimore-Washington Parkway, recordó las clases de inglés en la escuela superior. El sentido trágico de Aristóteles: el héroe ha de tener un final trágico, tiene que doblegarse a su destino. El final de Kelly… amaba demasiado, se preocupaba demasiado, se entregaba demasiado a las cosas y a las personas que rozaban su vida. No podía volverse atrás. Esos pensamientos debían de haberle salvado la vida aunque la hubiera envenenado inevitablemente. Tenía que aprovechar su oportunidad y conocer el juego.
Esperaba que Ritter lo comprendiera, que comprendiera por qué iba a hacer lo que él le había pedido. Simplemente no podía echarse atrás. No por Pam. No por los hombres de B OX W O O D GREEN. Meneó la cabeza. Deseaba que le hubieran pedido algo más.
La avenida se convertía en una calle de la ciudad, New York Avenue. El sol se había puesto hacía rato. Se acercaba el otoño, que sustituiría el calor húmedo del verano del medio Atlántico. Pronto empezaría la temporada de fútbol y acabaría la de béisbol, y los años seguían pasando.
Peter tenía razón, pensó Hicks. Tenía que quedarse en casa. Su padre estaba ganando posiciones dentro del sistema, a su manera, convirtiéndose en uno de los más importantes animales políticos, un coordinador de campañas y recolector de fondos. El presidente sería reelegido y Hicks acumularía más poder. Entonces podría influir realmente en los acontecimientos. Hacer sonar el pito de ese ataque por sorpresa había sido lo mejor que había hecho nunca. «Sí, sí, todo viene junto», pensó, encendiendo el tercer porro de la noche. Entonces sonó el teléfono.
–¿Cómo va eso? – Era Peter.
–Muy bien, chico. ¿Y a ti, qué tal?
–¿Tienes unos minutos? Me gustaría ir a charlar un rato contigo. – Henderson estuvo a punto de lanzar un juramento… Hubiera dicho que Wally estaba otra vez delirante.
–¿En media hora?
–De acuerdo.
No había pasado un minuto cuando llamaron a la puerta. Hicks apagó el porro y fue a abrir. Demasiado pronto para que fuese Peter. ¿Sería la policía? Afortunadamente no lo era.
–¿Es usted 'alter Hicks?
–Sí. ¿Quién es usted? – El hombre tenía más o menos su edad, aunque un aspecto menos pulido.
–John Clark. – Miró nerviosamente a uno y otro lado del pasillo-. Necesito hablar con usted unos minutos.
–¿Sobre qué?
–BOXWOOD GREEN.
–¿Qué quiere decir?
–Hay ciertas cosas que debe saber -dijo Clark. Ahora estaba trabajando para la Agencia y su nombre era Clark. Esto lo hacía todo más fácil.
–Entre, pero sólo dispongo de unos minutos.
–Es todo lo que necesito.
Clark entró e inmediatamente olió el aroma picante de la marihuana. Hicks le señaló una silla.
–¿Le apetece algo?
–No, gracias -respondió, vigilando dónde apoyaba las manos-. Yo estaba allí.
–¿Qué quiere decir?
–La semana pasada yo estaba en SENDER GREEN.
–¿Estaba en el equipo? – pregunto Hicks con curiosidad, desconocedor del peligro que acababa de entrar en su apartamento.
–Así es. Yo soy el tipo que cogió al ruso -dijo su visitante.
–¿Que usted raptó a un ciudadano soviético? ¿Por qué diablos hizo eso?
–La razón no importa ahora, señor Hicks. En su cuerpo encontré un documento. Una orden para hacer los preparativos para matar a todos los prisioneros americanos.
–Lo siento -dijo Hicks sacudiendo la cabeza maquinalmente. «Oh, ¿ha muerto tu perro? Qué lástima.»
–¿No significa nada para usted? – preguntó Clark.
–Sí, claro, pero la gente corre riesgos. Espere un momento. – Los ojos de Hicks quedaron en blanco por un instante y Kelly observó que intentaba acordarse de algo-. Creía que también teníamos al comandante del campo, ¿no es cierto?
–No, a ése le maté yo. Esta pequeña información se le dio a su jefe para poder identificar al individuo que filtró la misión. – Clark se inclinó hacia delante-. Y ése es usted, señor Hicks. Yo estuve allí. Estaban dentro de un cercado de alambre. Esos veinte prisioneros ahora deberían estar con sus familias.
Hicks se inclinó a un lado.
–Yo no quería que muriesen. Mire, como le dije, la gente corre riesgos. ¿A qué ha venido, a arrestarme? ¿Para qué? ¿Cree que soy idiota? Fue una operación turbia. Y usted no puede revelarla o corre el riesgo de joder las conversaciones de paz, por eso la Casa Blanca nunca le permitirá hacerlo.
–Es cierto. Pero yo he venido a matarle.
–¿Qué? – Hicks estuvo a punto de soltar una carcajada.
–Usted ha traicionado a su país, ha traicionado a veinte hombres.
–Mire, éste era un asunto de conciencia.
–Eso es, señor Hicks. – Clark buscó algo en su bolsillo y sacó una bolsa de plástico. En ella había la droga que había extraído del cuerpo de su viejo amigo Archie, una cuchara y una aguja hipodérmica de cristal. Golpeó la bolsa contra su regazo.
–Yo no lo haría.
–Es bastante pura -sacó de su espalda su cuchillo Ka-Bar-. Ya lo he hecho con otros. Hay veinte hombres que deberían haber vuelto a casa. Usted les ha robado la vida. Usted lo ha querido así, señor Hicks.
Su rostro palideció y tenía los ojos muy abiertos.
–Vamos, en realidad usted no haría…
–El comandante del campo era un enemigo de mi país. Igual que usted. Tiene un minuto.
Hicks contempló el cuchillo con que Clark jugueteaba y supo que no tenía ninguna posibilidad. Jamás había visto unos ojos como aquéllos frente a él, aunque sabía lo que significaba su expresión.
Kelly pensó en la semana anterior cuando estaba allí sentado, recordó haberse sentado en el fango provocado por la lluvia que había caído, a unos centenares de metros los veinte hombres que ya nunca serían libres. El recuerdo facilitaría las cosas, aunque pensó que ya nunca más tendría que obedecer órdenes como ésa.
Hicks escudriñó la habitación con la esperanza de ver algo con que defenderse. El reloj pareció quedarse inmóvil mientras él consideraba lo que estaba sucediendo. Se había enfrentado a la posibilidad de morir de una manera teórica en Andover, en 1961, y después vivió su vida de acuerdo con la misma imagen teórica. Para Walter Hicks el mundo había sido una ecuación, algo que podía dominarse y adaptarse. Ahora se daba cuenta, sabiendo que era demasiado tarde, de que él era apenas una variable más de la ecuación, no el tipo con la tiza en la pizarra. Consideró la posibilidad de saltar de la silla, pero su visitante ya se inclinaba hacia delante, alargaba el cuchillo y clavaba sus ojos en la fina línea plateada de la hoja. A Hicks le pareció tan afilada que se le cortó la respiración. Miró de nuevo el reloj. La segunda manecilla se había movido.
Peter Henderson no tenía prisa. Era una noche de entre semana y Washington se iba pronto a la cama. Todos los burócratas, ayudantes y asistentes especiales se levantaban pronto y tenían que haber descansado para estar bien despiertos y poder dirigir los asuntos de su país. Vio las aceras vacías en Georgetown, donde las raíces de los árboles habían levantado algunas losas de la acera. Vio a una pareja de avanzada edad paseando su perrito, y a un individuo del bloque de Wally. Un hombre de su edad, unos metros más allá, metiéndose en un coche cuyo sonido de cortadora de césped lo identificaba como un «escarabajo» Volkswagen, probablemente de los antiguos. Esas cosas horribles que perduran siempre si tú deseas que perduren. Unos segundos más tarde, llamó a la puerta de Wally. No estaba completamente cerrada. Wally era muy descuidado en algunas cosas. No se comportaba como un espía. Henderson empujó la puerta abierta, dispuesto a regañar a su amigo, cuando lo descubrió sentado en la silla.
Hicks tenía arremangada la manga izquierda. La mano derecha sujetaba el cuello como si quisiera ayudarse a respirar, pero la razón real estaba en la parte interna del codo izquierdo. Peter no se acercó al cuerpo. Durante unos instantes permaneció sin hacer nada. Luego comprendió que tenía que salir de allí.
Sacó un pañuelo y limpió el pomo de la puerta, la cerró y se alejó procurando dominar su estómago.
«¡Demonios, Wally! – se enfureció Henderson-. Te necesitaba. Y te mueres así, por sobredosis.» La causa de la muerte le pareció tan clara como inesperada. Pero quedaban sus creencias, pensó Henderson mientras volvía a su casa. Al menos sus creencias no habían muerto. Y él se ocuparía de ellas.
El viaje duró toda la noche. Cada vez que el camión daba un brinco, se resentían los huesos y los músculos. Tres de los hombres estaban más malheridos que él, dos de ellos yacían inconscientes en el suelo, y no había nada que pudiera hacer por ellos teniendo las manos y las piernas atadas. Sin embargo, sentía una especie de satisfacción. Cada puente destruido que tenían que sortear era una victoria. Otros luchaban en retaguardia; otros estaban hiriendo a esos bastardos. Algunos hombres murmuraban cosas que el guardia de la parte trasera del camión no podía oír por el ruido del motor. Robin se preguntaba adónde se dirigían. El cielo nuboso le impedía orientarse con las estrellas, pero con el amanecer llegó una indicación de en qué lugar del este se encontraban, fue muy sencillo observar que se dirigían hacia el noroeste. Su verdadero destino sólo era una posibilidad, se dijo Robin, y decidió que la esperanza no tenía límites.
Kelly se había desahogado. Pero la muerte de Walter Hicks no le produjo satisfacción. Había sido un traidor y un cobarde, pero pudo haber una mejor manera de solucionarlo. Se alegró de que Hicks hubiera decidido suicidarse, porque no estaba seguro de que hubiese podido matarlo con el cuchillo… o de otro modo. Pero Hicks se había merecido su destino, de eso no tenía duda. Aunque no lo hiciéramos nosotros, pensó Kelly.
Kelly puso todas sus ropas en una maleta grande, la llevó al coche alquilado y con eso finalizó su estancia en el apartamento. Había pasado ya la medianoche cuando se dirigió de nuevo hacia el sur, al centro de la zona de peligro, dispuesto a actuar por última vez.
Para Chuck Monroe las cosas se habían serenado. Se encargaba de los allanamientos y de todos los demás delitos, pero en su distrito acabaron las carnicerías de narcotraficantes. Una parte de él pensaba que esto no era bueno, y así se lo dijo al otro patrullero mientras almorzaban…
Monroe conducía su coche patrulla observando todo lo que pudiera salirse de lo normal. Vio que dos desconocidos habían ocupado el sitio de Ju-Ju. Había tenido que aprender sus apodos de la calle; posiblemente había un informante entre ellos. Los narcos del centro de la ciudad podían empezar su tarea fuera de la zona de Monroe. Monroe así lo reconoció mientras se dirigía hacia el límite oeste de su zona de vigilancia. Aquello era como el infierno. Una mala calle. Esto le hizo sonreír en la oscuridad. El apodo que habían asignado al caso le parecía muy apropiado: «El hombre invisible.» Asombroso que los periódicos no lo hubieran recogido. Una noche monótona en medio de tales pensamientos. Y él daba las gracias porque así fuera. La gente había estado despierta hasta tarde para ver a los Orioles dar una paliza a los Yankees. Monroe había oído que a menudo puedes seguir la pista de delitos callejeros según las actividades de los equipos deportivos.
El límite más occidental de su zona era una calle norte-sur. Él estaba en un extremo; y en el otro, otro oficial. Iba ya a girar cuando vio a un vagabundo. Algo en su persona le resultó familiar, aunque no era nadie que Monroe hubiera registrado semanas antes. Cansado de estar sentado en el coche y aburrido por no haber tenido aquella noche más que una multa de tráfico, bajó del vehículo.
–Tú, no te muevas. – La figura siguió moviéndose, lenta e irregularmente. Quizá podía arrestarlo por embriaguez pública o porque fuera un desgraciado con el cerebro achicharrado a causa de meterse mierda barata entre pecho y espalda. Monroe empuñó su porra y se acercó a cachearlo. Dio unos pasos, pero el pobre bastardo hacía oídos sordos o disimulaba, como si no hubiera oído el sonido de los pasos. Su mano cayó sobre el hombro del vagabundo.
–Te dije que no te movieras.
El contacto físico lo cambió todo. Su hombro era firme, fuerte, tenso. Monroe simplemente no estaba preparado para eso, estaba demasiado cansado, aburrido, habituado y seguro de lo que veía cada noche, y aunque en su cabeza surgió inmediatamente el hombre invisible, su cuerpo no estaba preparado para la acción. Ese no era un vagabundo de verdad. Casi al mismo tiempo que su mano rozaba al hombre vio que el mundo empezaba a rodar de izquierda a derecha, vio el cielo y luego la acera y luego el cielo otra vez, pero esta vez la visión de las estrellas fue interrumpida por una pistola.
–¿Por qué no te has quedado en tu jodido coche? – preguntó el hombre, furioso.
–¿Quién…?
–¡Silencio! – La pistola apoyada contra su frente era muy convincente. Los guantes de cirujano le delataron e hicieron que el oficial hablara.
–Mierda -murmuró con expresión respetuosa-. Eres él.
–Sí, lo soy. Y ahora, ¿qué voy a hacer contigo? – preguntó Kelly.
–No voy a suplicar. – Aquel hombre se llamaba Monroe, leyó Kelly en la placa, y no parecía de la especie que suplican.
–No tendrás que hacerlo. ¡Date la vuelta! – El policía lo hizo, con un poco de ayuda. Kelly le sacó las esposas del cinturón y se las puso en las muñecas-. Relájate, oficial Monroe.
–¿Qué quieres decir? – La voz del policía todavía traslucía la admiración que sentía hacia su captor.
–Quiero decir que yo no voy por ahí matando polis. – Kelly lo sujetó y lo llevó hacia el coche.
–Esto no cambia nada -le dijo Monroe, cuidando de no elevar la voz.
–Dime una cosa. ¿Dónde guardas las llaves?
–En el bolsillo derecho.
–Gracias.
Kelly las cogió y puso al oficial en el asiento trasero del coche. Había una mampara de separación para mantener a los detenidos apartados del conductor. Puso en marcha el coche y lo aparcó en un callejón.
–¿Las esposas no te aprietan demasiado las manos? ¿Estás bien?
–Sí, estoy bien jodido. – El policía se movió agitadamente, furioso, pensó Kelly. Era comprensible.
–Quieto, si no quieres que te haga daño. Vigilaré el coche. Las llaves estarán en alguna alcantarilla.
–¿Se supone que debo darte las gracias? – preguntó Monroe.
–No te he pedido que lo hicieras, ¿o sí? – Kelly sintió un impulso de disculparse por la embarazosa situación del hombre-. Ha sido fácil. La próxima vez ten más cuidado, oficial Monroe.
Al desaparecer la tensión, sintió ganas de soltar una carcajada mientras se alejaba rápidamente.»Gracias a Dios -pensó, dirigiéndose hacia el oeste de nuevo-, aunque no por todo.» Todavía podía encontrar a los borrachos y esperaba hacerlo en el mismo sitio que el mes pasado. Una complicación más. Kelly se mantuvo en las sombras y en las callejuelas tanto como le fue posible.
Enfrente había una tienda, tal como le había dicho Billy y Burt había confirmado, una tienda cerrada con casas deshabitadas a derecha e izquierda. Una gente muy locuaz, en circunstancias apropiadas. Kelly la contempló desde el otro lado de la calle. A pesar de que la planta baja estaba vacía, había luz en el primer piso. La puerta principal, según observó, estaba asegurada con un gran cerrojo metálico. También la de atrás, probablemente. Bien, podría hacerlo de una manera complicada… o de otra manera complicada. Iba a contrarreloj. Aquellos policías debían de tener comunicación regularmente. Y aunque no la tuvieran, tarde o temprano Monroe llamaría la atención de alguna persona que llevara el gatito a un árbol, o su sargento empezaría a preguntarse dónde demonios se había metido, y entonces todos los polis irían allí en busca de su compañero desaparecido. Y lo buscarían a conciencia. Era una posibilidad que Kelly no deseaba contemplar y la cual no mejoraría las cosas.
Atravesó la calle rápidamente, por primera vez sin cubrirse en público, porque, tal como estaban las cosas, sopesar los riesgos y encontrar el equilibrio ecuánimemente inducía a la locura. Pero es que toda la empresa había sido una locura desde el principio, ¿no es así? Comprobó que en la calle no hubiera nadie. Luego cogió el cuchillo Ka-Bar y empezó a desprender la masilla que rodeaba el paño de cristal de la vieja puerta de madera. Quizá los escaladores nocturnos no fueran pacientes, pensó, o simplemente tontos… o más ingeniosos de lo que él estaba siendo en ese momento, se dijo Kelly. Tardó seis interminables minutos, bajo una farola situada a pocos metros de distancia, y antes de poder bajar el cristal se hizo dos cortes. Kelly blasfemó en voz baja y miró el profundo corte que se había hecho en la mano izquierda. Luego entró a través de la abertura y se dirigió al fondo del edificio. Una tienda de barrio, pensó, abandonada probablemente porque el vecindario había desaparecido. Bueno, podía haber sido peor. El suelo estaba cubierto de polvo pero libre de obstrucciones. Al fondo había unas escaleras. Kelly oyó ruido en el piso superior y sacó la pistola del 45 mientras se dirigía hacia allí.
–Ha sido una bonita fiesta, cariño, pero se ha acabado -dijo una voz masculina. Kelly distinguió en el tono un humor bronco, seguido de unos sollozos femeninos.
–Por favor… eres un miserable y un…
–Lo siento, cariño, pero así son las cosas -dijo otra voz-. Yo daré la cara.
Kelly llegó al pasillo. En el suelo no había nada, sólo porquería. El suelo de madera era viejo pero recientemente había sido… crujió.
–¿Qué ha sido eso?
Kelly permaneció inmóvil durante un segundo, pero no tenía ni tiempo ni lugar donde esconderse. Recorrió velozmente los últimos metros y, agachándose, irrumpió en la habitación pistola en mano.
Había dos hombres, unas siluetas, como si su mente desechara lo secundario y se centrara en lo que importaba: tamaño, distancia y movimiento. Uno intentó coger un arma antes de que dos balas le perforaran el pecho y la cabeza. Kelly apuntó en otra dirección aun antes de que el cuerpo cayera.
–¡Está bien! ¡No dispare! – Un pequeño revólver cromado cayó al suelo. Se escuchó un fuerte grito procedente de la parte delantera del edificio, que Kelly ignoró mientras se ponía de pie, apuntando con la automática al otro hombre, como si estuviera conectada por un hilo de acero.
–Han venido a matarnos -dijo una voz sorprendentemente tímida, aterrorizada.
–¿Cuántos hay? – preguntó Kelly dirigiéndose a la chica. – Esos dos, han venido a…
–Lo creo -le dijo Kelly-. ¿Quién eres tú?
–Paula.
–¿Dónde están Maria y Roberta?
–En la habitación de delante -dijo Paula, demasiado desorientada todavía para preguntarse por qué ese hombre conocía sus nombres. El otro hombre habló por ella.
–Acaba ya, amigo, ¿quieres? – Deja de hablar, intentaban decir los ojos del hombre.
–¿Quién eres? – Una 45 hacía hablar a la gente, pensó Kelly. – Frank Molinari. – Una voz con acento y la comprensión de que Kelly no era policía.
–¿De dónde vienes, Frank? ¡Quieta! – le dijo Kelly a Paula. Mantenía el arma en alto, los ojos vigilantes y los oídos alertas.
–De Filadelfia. Oye, tío, podemos hablar, ¿de acuerdo? – Estaba temblando, con los ojos fijos en el arma que acababa de tirar al suelo, preguntándose qué demonios estaba sucediendo.
¿Por qué alguien de Filadelfia hacía el trabajo sucio de Henry?, se preguntó Kelly. Dos de los hombres del laboratorio habían dicho lo mismo. Tony Piaggi, el canalla de la conexión, y Filadelfia…
–¿Has estado en Pittsburgh, Frank? – La pregunta le produjo un sobresalto.
Molinari hizo sus conjeturas y los resultados no fueron buenos. – ¿Cómo lo sabes? ¿Para quién trabajas?
–Mataste a Doris y a su padre, ¿verdad?
–Fue un trabajo, ¿no haces tú un trabajo?
Kelly le dio la única respuesta posible y se escuchó otro grito en la parte de delante, mientras él alzaba el arma y se la colocaba cerca del pecho. Tiempo para pensar. Kelly dio unos pasos y ayudó a Paula a levantarse.
–Ven, vamos a buscar a tus amigas.
Maria sólo llevaba puestos unas bragas y estaba demasiado intoxicada para darse cuenta de nada; Roberta estaba consciente y aterrorizada. No podía ocuparse de ellas, ahora no. No tenía tiempo. Kelly las reunió y las obligó a bajar las escaleras y luego salir al exterior. Ninguna llevaba zapatos y caminaban como si estuvieran lisiadas, gimoteando y gritando. Kelly las empujaba, las hacía acelerar el paso entre gruñidos, temiendo que pasara un coche, cosa que lo estropearía todo. La rapidez era vital y los diez minutos que tardaron fueron tan interminables como su carrera bajando la colina de s E N D E R G R E E N, pero el coche del policía todavía estaba allí. Kelly abrió la puerta y les dijo a las mujeres que entraran.
–¡Maldito cabrón! – protestó Monroe. Kelly entregó las llaves a Paula, que parecía la más capacitada para conducir. Al menos podía mantener la cabeza derecha. Las otras dos se inclinaron hacia la derecha, procurando mantener las piernas alejadas de la radio.
–Oficial Monroe, estas damas te llevarán a tu puesto. Tengo instrucciones que darte. ¿Estás listo para escuchar?
–¿Tengo elección, bastardo?
–¿Deseas observar las reglas o prefieres buena información? – le preguntó Kelly. Un par de ojos de expresión solemne vacilaron un instante. Monroe se sacudió su orgullo y asintió.
–Adelante.
–Tienes que hablar con el sargento Tom Douglas, sólo con él. Estas damas son… en cierto modo una mierda, pero pueden ayudar a resolver un caso muy importante. Sólo a él, a nadie más, es importante, ¿de acuerdo? – «Si me fallas, nos volveremos a ver», le dijeron los ojos de Kelly.
Monroe comprendió el mensaje y asintió.
–Sí.
–Paula, tú conduce, no te detengas por nada, no importa lo que él diga, ¿entendido? – La chica asintió. Le había visto matar a dos hombres-. ¡Vamos! ¡Largaos!
En realidad Paula estaba demasiado intoxicada para conducir, pero Kelly no pudo hacer más. El coche de policía se alejó calle abajo, dejando atrás una cabina telefónica. Luego dobló la esquina y desapareció. Kelly lanzó un profundo suspiro y se dirigió al lugar donde había dejado su automóvil. No había salvado a Pam, ni a Doris, pero había salvado a esas tres y a Xantha, poniendo en peligro su propia vida. Y ya era bastante.
Aunque no demasiado.
El convoy de dos camiones que tenía que dar un rodeo mayor del previsto hizo que no llegaran a su destino hasta pasada la medianoche. Su destino era la prisión Hoa Lo. El nombre significaba «lugar de las hogueras» y su reputación era bien conocida por todos los americanos. Los camiones entraron en el patio y se cerraron las puertas. Nuevamente a cada hombre se le destinó un guardia para acompañarlos al interior. Los permitieron beber un poco de agua y nada más, antes de asignarles celdas individuales y aisladas. Robin Zacharias se encontró en una de ellas. En realidad no representaba mucho cambio. Descubrió un trozo de suelo limpio y se sentó, cansado del viaje, apoyando la cabeza contra la pared. Pasaron varios minutos antes de oír la llamada.
Afeitado y corte de pelo, seis toquecitos.
Afeitado y corte de pelo, seis toquecitos.
Abrió los ojos. Tenía que pensar. Los prisioneros de guerra americanos se comunicaban mediante un código tan simple como antiguo, un alfabeto gráfico.