XI

Ya habían comido. Esta comida transcurrió casi en silencio. Ted la miraba y ella huía de aquella mirada como si temiera algo terrible.

Ahora se hallaban sentados en el diván frente a la chimenea encendida. Ted, para no variar, fumaba la pipa retorcida, y Mary, absorta, miraba el fuego con ojos semicerrados.

El reloj del hall tocó las doce. No se oía ruido alguno en la casona. Los criados se habían ido a sus aposentos y Lancy apagaba en aquel instante las luces del vestíbulo, lo que indicaba que también se retiraba a descansar.

—Es tarde, Ted —susurró ella—. Me voy a la cama.

Ted, sin responder, la sujetó de un brazo. Al contacto de aquella muchacha, se volvió en redondo y, bruscamente, como todo lo que hacía Ted, la tomó en sus brazos.

—Suéltame —dijo ella, ahogándose,

Ted la miró a los ojos hondo, hondo, y ella se ruborizó. Sabía lo que Ted deseaba, lo que deseó desde el momento que ambos salieron de Nueva York. Y se vio impotente para negar lo que ella deseaba también.

—¡Chiquita! —suspiró Ted.

Mary entornó los ojos para saborear mejor aquel contacto y aquel acento de voz que llegaba a lo más hondo, como una caricia sofocada, sin fin.

Ted la cerró más contra sí y lentamente sus labios lodaron por el rostro femenino hasta encontrar la boca. La besó con ansia febril, como si durante una vida entera se estuviera reprimiendo y de súbito el volcán de su ternura se desbordara.

—Ted, Ted: —susurró ella.

Más tarde escapó de su lado y penetro en su dormitorio cerno una exhalación. Tendida en el lecho, con los ojos cerrados, pensaba en Ted, en las frases que había dicho, en los besos que palpitaban en su boca como un soplo ardiente, aniquilador.

Todo lo de Ted era así y ella le amaba. No sabía si le amaba por ser corno era o porque era su destino ama» a aquel hombre So iba a casar con él. Ted, al fin, lo había dicho, pero no le preguntó nada referente a la carta cuyo contenido conocía. Era como si al pedirle que se casara con él lo hiciera empujado por una fuerza superior a lodo razonamiento. Como si al decir «vamos a casarnos», le dijera: «Eres una terca y le malaria por ello». Pero, de cualquier forma que fuera, iban a casarse. Ted se lo había pedido y ella lo estaba desean lo.

*  *  *

Cuando se levantó a la mañana siguiente y bajó al vestíbulo encontróse con Ted que, enfundado en traje de calle, recién rasurado y mojado aún el cabello, la esperaba con la vista vuelta hacia la escalera.

—Nos marchamos a Nueva York, Mary —dijo, saliendo a su encuentro.

—¿Ahora… mismo?

—Sí, en este instante. Ha cesado de nevar. Tengo el auto dispuesto y aprovecharemos que la lluvia del amanecer barrió el hielo de la carretera.

—Entonces tendré que cambiarme.

Y lo miraba. Ted tenía en los ojos una luz nueva y en la boca que sabía besar una diáfana sonrisa. Una sonrisa diferente a la del Ted adusto y violento cuyas reacciones la asustaban.

—Ve a cambiarte y baja en seguida.

Pero fue él a su lado y tomándola del brazo la empujó blandamente hacia arriba. Inclinado hacia ella la miraba y Mary sentía en su garganta el aliento de Ted que quemaba como fuego. De pronto, al llegar al pasillo superior, la retuvo contra sí, le dio la vuelta en sus brazos y le acercó la cara.

—Nos van a ver —susurró sofocada.

—No importa —dijo Ted con aquel acento de voz bronco, personal, que al contacto de su oído sonaba a gloria.

Y la besó con ansia incontenible. Una y otra vez, hasta que ella, temblorosa, escapó de sus brazos.

Se cambió de ropa inmediatamente y llenó el maletin. Minutos después» se sentaba en el «Cadillac» al lado de Ted, que conducía.

—¿Puede saberse adónde vamos, Ted?

—A casarnos.

—¿Así? ¿Tan de pronto?

Ted la miró enfadado.

—Hemos estado separados bastante tiempo —dijo—. Se acabó, De ahora en adelante viviremos en la hacienda, a menos que te guste mas la capital.

—Contigo, dondequiera.

—Dilo otra vez.

—Ya lo sabes.

Pero dilo.

Contigo, dondequiera, en el fin del mundo.

Ted rió con risa fuerte, vibrante, del hombre feliz que no teme nada en la vida. Una de sus manos cayó sobre las de Mary y se las apretó con cálida ternura.

—Mi abogado se encargará de los trámites. Todo se resolverá en seguida. A decir verdad, mi abogado es una alhaja. Recuerdo que una vez le encomendé vigilar a una señorita que me interesaba mucho y la vigiló.

Mary dio un salto y con sus dos manos prendió el brazo de Ted.

—¿Esa señorita…?

—Sí. fuiste tú.

—¿Quieres decir?

Ted ríe feliz. La miró un instante y Mary entrecerró los ojos, porque el ardor de las pupilas masculinas le daban un poco de miedo.

—Mi querida ingenua, no hubiera sido tan fácil para ti encontrar trabajo de no ser por mi abogado que visitó a tu jefe una vez saliste de allí. Yo tenía que velar por la hija de Rob, Yo no podía ni debía abandonar a la muchachita que el destino rae tenía reservada.

Mary recostó la cabeza en el hombro de Ted y suavemente lo besó en la mejilla, junto a la boca.

—Me has tenido engañada.

—A medias nada más. Eres muy orgullosa.

Pero ni uno ni otro mencionó aún la carta.

—¿Y el piso? ¿Es cierto que papá lo había comprado?

—No —rió Ted—. Lo compró Ted Murkett en nombre de Rob, si bien se hizo luego un documento privado…

—Ted, Ted…, merecías…

—¿Qué merezco?

—Que te quiera mucho… —susurró bajísimo—. He de quererte con locura, Ted amadísimo. Me has vencido en toda la línea y tengo que admitirlo así durante toda mi vida.

—No, aun no te lie vencido del todo.

Y sonrió. Mary no quiso saber el por qué él decía aquello. Seguramente se refería a la caita y como nunca le había preguntado qué decía, ella no la mencionaría jamás.

*  *  *

Jana había ido a la aldea a pasar unos días con su familia. La pareja recién casada se perdía en el piso. A través de un gran cortinón de terciopelo rojo se oyó la voz de Ted, súbitamente encolerizada.

La mujer reía y Ted, a lo bruto, porque Ted nunca dejaría de ser Ted, preguntó:

—¿Y qué decía? Dilo de una vez.

—Pero, Ted…

—Ya sabes a lo que me refiero. Meses y meses esperando y ahora… Creo que ahora me lo dirás. Después de todo ya me tienes vencido. Ya me dominaste. Al gran Ted, duro como un peñasco, lo venció la mosquita muerta.

—Ted, no seas terrible.

—Dilo. ¿Qué decía la carta?

Mary se echó a reír de tal modo que Ted, cerrándola en sus brazos con violencia, le apretó la boca con la suya hasta hacerle daño y entonces ella susurró apenas:

—Que me casara contigo, vida mía.

Hubo un silencio. Un silencio largo de horas. Después Ted volvió a decir con voz casi imperceptible:

—Y lo callaste.

—Como tú.

—Eras tú la que tenía que decirlo.

—No, eras tú.

Otro silencio. Mary se vio chiquilla en los brazos exigentes de Ted y sintió que desearía siempre los besos absorbentes y aniquiladores de Ted, aquel Ted lleno de ternura que decía miles de cosas en su oído y palpitaba junto a sí. Aquel Ted que era su único hombre, el hombre que hubo antes y después y el único que habría siempre en su vida de mujer.