X
Llegó noviembre con sus días cortos y fríos. Mary se sentía cada día más desolada, más sola. Su llegada al hogar le producía terror. Era terrible entrar en el piso y ver una sola cara, la cual, por ser de Jana, un ser humano sin duda, con todas las facultades en regla, pero falta de comprensión para entender su amargura y menos para consolarla.
Si Ted vengaba el desprecio que ella le hizo un día, dura y cruel era su venganza. Si era terquedad, horrible terquedad la suya, si era falta de amor, maldito su engañe que la llevó a aquel estado de total aniquilamiento.
A principios de enero la encargada le dijo que podía disponer de su permiso anual. Mary lo admitió con gusto. Se sentía cansada y estaba harta de lucir trajes que ella no se pondría nunca. Era horrible la vida, no sólo por la falta de Ted, sino por su modo de vivir mediocre, sin dinero, con lo justo para vivir, porque las reservas se habrían agolado, sola en el mundo y con aquel peso horrible en el corazón. No, no era grata la vida.
Los primeros días apenas si salía de casa. A la semana siguiente pensó en ir a la hacienda. Pero no hizo la maleta. Ir a la hacienda de Ted era como decirle que iba a entregarse. Y eso no lo naria ella jamás. Se pasaba los días tumbada en la turca leyendo libros. Ya quedaban pocos en la biblioteca de su padre que ella no hubiera leído aquellos días. Fumaba más que nunca y estaba delgada, pero esto, lejos de restar encanto a su persona, la acentuaba. Lucía preciosa sin duda, su mirada era melancólica, esbelto su cuerpo, túrgidos los labios que sabían de besos, pocos besos, pero inolvidables.
Aquella tarde todo aparecía nevado. Mary encendió la chimenea de la salita y se tendió en el diván con un cigarrillo en la boca. El fuego chisporroteaba alegremente y Mary lo contemplaba como adormecida. Las chispas que salían enrojecían sus facciones, con una aureola extraña.
Le pareció que sonaba el timbre de la puerta, pero no abrió los ojos. No le importaba nada. Ouizá fuera una amiga de Jana, o el periódico o cualquier otro ser de este mundo que a ella le importaba un ardite.
—Hola —dijo una voz bronca, inconfundible.
Y Mary dio un salto en el diván y asomó la cabeza por el espacio. Allí de pie en el umbral, estaba Ted Muskett. Un Ted más blanco que durante el verano, pero atezado el rostro de todos modos. Tenía el sombrero en la mano y el gabán colgado del brazo. Mary sintió que las piernas le flaqueaban y se puso en pie lentamente, siempre sin dejar de mirarlo.
—Ted…
—¿Cómo estás?
—Pasa, Ted. Deja el sombrero ahí.
Ted seguía mirando. Ella avanzaba despacio hacia el. Vestía pantalones azul marino y un suéter negro, descotado, sin mangas. Estaba descalza y sus menudos pies se hundían lentos en la alfombra. Sin duda él nunca la vio tan bella, si bien no demostró que se lo pareciera. Sin dejar de mirarla, depositó el gabán y él sombrero sobre una silla. Luego se acercó a ella.
—Sí, voy a sentarme —dijo—. Estoy cansado.
Dio la vuelta al diván y se sentó frente a la chimenea estirando las piernas, cuyos pies casi rozaron las llamas. Mary, absorta, lo siguió y se sentó a su lado con las piernas encogidas.
—¿Qué tal por la hacienda?
—Todo bien.
—¿Y tú…, cómo estás?
—Yo estoy bien.
Fijaba sus pequeños ojos en las llamas encendidas que saltaban hacia lo alto. Se inclinó y con las tenazas revolvió el fuego. Sus facciones, vistas así, parecían más duras que nunca y Mary se preguntó qué propósitos tenía Ted al venir a verla, después de tanto tiempo. Esperó que él dijera algo, al menos que se disculpara no haberla tenido olvidada tanto tiempo, pero Ted nada dijo al respecto.
Con la pipa entre los dientes, habló y habló. Del campo, del frío, del trabajo. De ellos dos nada.
Mary seguía encogida en el diván, con los pies un poco colgando. Ted, súbitamente, clavó allí sus ojos. Eran unos pies pequeños, de uñas cortas, pintadas de laca rosa.
Mary, al seguir la trayectoria de su mirada, trató de ocultarlos, y Ted los apresó con una sola mano.
—Son lindos tus pies —comentó.
Ella trató de ocultarlos, pero Ted se los oprimía con su ancha mano. Se los optimio de tal manera, que estuvo a punto de lanzar un grito de dolor.
—Suelta —dijo súbitamente irritada.
Ted la miró, arqueó una ceja y soltó rápidamente los menudos pies.
—No esperaba encontrarse en casa a esta hora —dijo indiferente.
—Disfruto de vacaciones.
—¡Ah! —y después con pausado acento—. Me he detenido más de la cuenta. No he traído el auto porque las carreteras están intransitables por la nieve y el tren sale a las ocho. Tendré que marcharme.
La joven tuvo deseos de saltar sobre él y arañarle hasta hacerlo sangrar, hasta matarlo. Después sintió unos bárbaros deseos de llorar. Y comprendió que él lo hacía adrede, El se vengaba de los desprecios de ella. No le perdonaba sin duda que lo hubiera confundido con un labriego y sobre todo… el silencio de aquella carta, cuyo contenido él conocía.
Ella no podía alejar de su mente un párrafo de la carta de su padre, escrita en el lecho de muerte:
«Ted está dispuesto a casarse contigo. Ted te ama.»
Sí, admitía la existencia de aquel amor porque se lo había demostrado. Y si era así, ¿por qué no hablaba? ¿Por qué no le pedía que se casara con él? ¿Y porqué venía y marchaba casi al mismo tiempo con aquella indiferencia?
—He venido a unos asuntos relacionados con la hacienda —explicaba él poniéndose en pie—. Debo marchar, querida. Dime —añadió prestándole atención—, ¿te quedan muchos días de vacaciones?
Mary mordió el despecho. Lo domeñó con férrea voluntad. Si él era de su tierra, ella era de la suya. No fuera a pensar Ted que ella era una debilucha mujer.
—Una semana. He pasado dos.
—¿Y las pasaste en este agujero?
—Es mi casa.
—Ya lo sé —rió él—. Pero es un agujero sin duda. Bueno, querida. Hasta otro día —se encaminaba a la puerta. De pronto se detuvo como si recordara algo—. Oye, si te queda una semana aún, ¿por qué no te vienes conmigo a la hacienda? Aquello, aun en invierno, es saludable, y tú tienes aspecto de ratón de despensa.
—Eres un cretino diciendo piropos.
Ted rió alegremente y enseñó las dos hileras de sus blancos dientes.
—No era un piropo. En realidad, y pese a todo, diré que eres un ratón lindísimo.
—Eres muy galante.
—Un cretino galante —rió Ted a lo bruto, sólo porque sabía que aquella risa fuerte y bravucona molestaba a la linda muchacha tan terca como un mulo.
—No, no voy.
—Ah, no vienes.
—Adiós.
Ted se volvió en redondo.
—Mary… te lo digo en serio. Haz tu maleta, en un instante y vente conmigo. A decir verdad, es una tontería que estés aquí habiendo una hacienda estupenda a pocos kilómetros —se acercó a ella, la miró a los ojos y Mary sintió que desfallecía, que iba a seguirlo mal no quisiera—. Vamos, chiquilla, no seas así. Vente conmigo.
—Falta… poco para salir el tren.
—Es lo mismo. Llegaremos a la hora y si no llegamos, tomamos un coche de alquiler.
—Dices que las carreteras están intransitables.
—Bueno, no importa. Yo no me marcho sin llevarte conmigo.
La tentación era fuerte y Mary se estremeció a su pesar. Sería una venganza estupenda decirle que no, pero también era ir contra sí misma, contra su anhelo. Estaba demasiado sola allí y ella amaba a Ted.
—Vamos, chiquilla.
Le pareció que la estaba besando. Aquel su acento de voz para decir «chiquilla» era como una caricia, como un beso, como una entrega.
—Vamos, chiquilla.
Mary alzó los ojos. Encontró los de Ted serios, avidos.
—Te lo ruego.
—Nunca te oí rogar —susurró con un hilo de voz.
—Tengo mucho que rogar aún parece ser.
Y tomándola por un brazo, la empujó blandamente hacia el umbral.
—Anda, ve a hacer la maleta.
Y Mary fue.
A ver quién es la mujer que se niega en circunstancias semejantes por mucho que presuma de carácter.
* * *
Habían conseguido alcanzar él tren y ahora se hallaban sentados en un departamento para ellos solos. Ted fumaba su retorcida pipa y miraba a la joven de vez en cuando. Esta se cubría con el visón que conservaba de cuando su padre era un hombre acaudalado o pasaba por serlo. Llevaba un precioso casquete en la cabeza y calzaba zapatos.
—¿Tienes frío?
—No.
—Quítate los guante.
Se los quitó él con cuidado y después apresó las dos manos. Con un dedo dio varias vueltas a la sortija y la miró.
—Es la que yo te resalé.
—Sí.
—¿Te gusta?
—Sí.
—No sabes decir más que sí y mirarme. ¿Por qué me miras así?
Y esperaba la respuesta junto a la cara de ella.
La joven no se apartó. Sentía el aliento de Ted en sus ojos y su boca y seguía mirándolo con aquellos sus ojazos verdes, cuajados de doradas chispitas encendidas.
Mary era una chica de inundo, pero no sabía coquetear. Ella había intentado coquetear con Ted muchas veces, si bien con Ted no valía el coqueteo. Y en aquel instante estaba coqueteando con él y no se enteraba Y lo gracioso del caso era que no lo deseaba.
—Di, ¿por qué me miras así?
—Te miro.
Acercó más su cara.
—Quiero besarte —dijo bajo—. ¿Me dejas?
—No.
Y se apartó. Ted tensó las mandíbulas. Alcanzó un periódico y fijó los ojos allí.
Mary por su parte alcanzó otro del bolsillo del gabán masculino y se dispuso a imitar a Ted. Pero de súbito éste arrugó el periódico, lo tiró echo una bola, lo pisó con irritación, la miró a ella y bruscamente salió del departamento.
Mary ya lo iba conociendo mejor. Ahora no se asustaba tanto ante las súbitas reacciones masculinas. Y cuando minutos después lo vio entrar con un paquete de caramelos en la mano, no se asombró, pero tuvo ganas de echarse a reír como una loca.
—Toma.
—¿Los compraste para mí? —preguntó ella burlona.
Ted lanzóle una mirada incendiaria y no respondió. Sentóse a su lado, cargó la pipa, metió el dedo en la cazoleta y apretó, apretó como si fuera el corazón femenino al que de buen grado hubiera propinado una soberana paliza.
—Sí, son para ti —casi chilló.
—¡Oh, qué saladísimo eres!
Y su mano Cayó plana sobre la rodilla de Ted.
Al sentir el contacto de aquella mano, Ted se agitó si bien en vez de mirarla como era su deseo, volvió los ojos hacia el paisaje que corría y se abstrajo en su contemplación.
Mary llevóse un caramelo a la boca y alzó otro.
—¿Quieres? —preguntó.
Ted negó con la cabeza sin mirarla.
—Están sabrosos.
—Ya.
—¿De verdad no quieres uno?
—No.
—¿Pero que te pasa? ¿Te hice algún daño? Perdóname si es así.
Ted tensó las mandíbulas y permaneció inmóvil.
—Eres incomprensible —susurró ella—. Me invitas a pasar contigo una semana y me tratas como si fuera una niña pequeña y consentida.
Ted no respondió.
—Querido Ted…
Este se puso bruscamente en pie y salió del departamento Mary encogió los hombros. Por lo visto era ella la culpable por haberle negado un beso. Pues estaba listo Ted sí creía que iba a besarla de nuevo.
Ted entró cuando el tren estaba llegando a la pe quena estación. Alcanzo el maletín femenino V dijo:
—Vamos.
—¿Hemos llegado?
—Sí, dentro de unos instante.
Mary cruzo, el visón sobre su pecho y lo siguió.
El tren se detema en aquel momento y ambos descendieron. El Cadillac de Ted esperaba al otro extremo de la parada. El chotel, gorra en mano, espelaba a su amo con la portezuela del auto abierta. Al vei a la joyen se inclino profundamente y alcanzó el maletín que Ted llevaba en la mano. Lo guardó en el ¡menor del auto y Ted dijo:
—Sube, Mary.
Esta se sentó en la parte de atrás y Ted a su lado.
—Ten cuidado —dijo al chofer—. La nieve cubre parte de la carretera.
—Lo sé. señor. El descenso fue peligroso.
Una hora después Ted y Mary entraban en la casa. Los criados, al ver a Mary, la saludaron alegremente. Lancy salió a su encuentro limpiándose las manos en el albo delantal.
—Cuanto me alegro de verla, señorita Light. Está usted más delgada, pero mucho más bonita. Aquí la engordaremos en seguida.
—Gracias, Lancy.
—Esta noche tenemos un guiso y una carne estofada que le gustará a la señorita.
Mary sonrió enternecida. Acostumbrada a estar sola y sin cariños, verse rodeada de afectos la emocionaba de modo alarmante.
Los criados fueron desapareciendo y ellos dos entraron en la biblioteca. La chimenea estaba encendida y la estancia tenía calor de hogar. Mary respiró ampliamente al tiempo de quitarse el visón y dejarlo sobre una butaca. Luego se quitó el casquete y se volvió de repente hacia Ted, que, sombrío, parecía una estatua.
—¿Cenamos luego, Ted? Porque si es así, voy a cambiarme.
Ted se le acercó.
—Di, Ted…
—Sí, cenamos en seguida.
Y la miraba. Mary retrocedió hacia la puerta siempre bajo la mirada penetrante que decía miles de cosas incomprensibles.
—Entonces voy a cambiarme.
—Ve.
Y salió aún seguida por aquellos ojillos pequeños, casi ocultos bajo el peso de los párpados que la seguían como un fuego que hace daño.