IX

Mary, al ver a Ted a la mañana siguiente, se ruborizó hasta la raíz del cuello, pero desvió los ojos y se sentó a desayunar.

Los dos vestían traje de montar, Mary había oído misa muy de mañana en compañía de Lancy, la cual desde la hacienda a la capilla del pueblo fue hablándole de su señor. Que si era un buenazo, que si tenía genio, pero le pasaba en seguida. Que si socorría a todos los que llamaban a su puerta…

Cuando Mary regresó a la hacienda, subió rápidamente a su alcoba y se cambió de ropa. No quería pensar en lo que le estaba sucediendo, ni en los besos que había recibido de Ted y eran como una declaración. Ella tenía que Oír a Ted y éste debía decirle… Y no volvería a besarla nunca más. ¡Oh, no! Si Ted creía que iba a tenerla allí para juguete… No. Ella no volvería a la hacienda jamás, a menos que él fuera a buscarla y la trajera del brazo con un anillo de compromiso en el dedo. Ella podría decirle a Ted: «Papá deseaba que me casara contigo». Pero no lo diría. Era Ted quien tenía que decirlo.

Bajó enfundada en el calzón rojo vivo y una camisa blanca, arremangada, dejando al descubierto sus bellos brazos. Calzaba altas botas brillantes como espejos y cubría la cabeza con una visera. Estaba francamente bonita. Se miró al espejo, dio algunas vueltas por la estancia y sonrió con sonrisa diáfana, feliz. Como quiera que fuera ella, era feliz. Ted la sorprendió ante el espejo del vestíbulo y se echó a reír.

—Preciosa —comentó.

Mary se volvió en redondo y fue entonces cuando enrojeció como una cereza. Ted hizo como si no lo notara. Vestía pantalón de montar color crema, altas polainas y camisa blanca, no tan abierta como otras veces. Recién afeitado, mojado aún su cabello y con aquellas sus facciones acusadas, vueltas hacia ella, parecía un actor de cine representando una película del Oeste.

Seguía siendo brutote, sin duda, pero esto, lejos de restarle encanto, se los proporcionaba multiplicados. Y Mary, apartando los ojos de él, se acercó a la ventana y miró la pradera. No se explicaba cómo un día dijo que odiaba el campo. Con ojos agrandados, buscó la pradera amarillenta, el cielo diáfano, la frescura del bosque.

—¿Qué miras?

—Todo.

Y riendo, se alejó hacia el comedor donde devoró el desayuno, compuesto de mermeladas, frutas, pastelillos, café y mantequilla.

—Voy a engordar —sonrió aturdida bajo los ojos burlones de Ted—. Pero no importa.

—Te hacen falta unos kilos.

—No los quiero.

—Todas las chicas decís igual.

—Y es lógico que lo digamos. ¿Adónde vamos a ir hoy, Ted? —preguntó tras rápida transición, como si pretendiera aturdirse y no pensar en lo que pensaba—. Di… ¿Dónde?

—Montaremos en los potros e iremos a la ventura. Nunca has visto la cascada. Antes el campo no te interesaba.

—Y ahora tampoco —dijo para hacerle daño. Ted no se enfadó. Encogió los hombros y dobló la servilleta.

—Vamos, pues. Jim habrá dispuesto los caballos.

La tomó del brazo. Era bastante más baja que él y al lado de Ted, tan fuerte y corpulento, parecía una pequeña cosa, pero a ella le gustó ser una pequeña cosa junto a Ted.

Le ayudó a montar a caballo y montó en el suyo de un ágil salto. Erguida sobre la silla, lanzó el potro a galope y se gozó en sentir en su cara el cálido soplo de la mañana. Era grato correr y correr y sentir en la cara aquella cálida brisa que parecía acariciar todo su ser. Era grato ser joven y grato que su padre la dejara bajo el cuidado de Ted: Porque ella no ignoraba que Ted, pese a todo lo que dijera e hiciera, velaba por ella, como antes había velado por su padre a la hora de su muerte.

Y se preguntó, una vez más, cómo había podido decir cosas feas de Ted, si era el mejor hombre del mundo. El único hombre para ella, porque ni antes había querido a nadie, ni lo querría después. Para ella sólo había un hombre, y ese hombre galopaba rígido tras ella.

—Guíame, Ted —grito.

Ted adelantó su potro y se lanzó bosque adelante, desviando los obstáculos. Mary nunco supo cuántos minutos llevaba galopando, cuando Ted se detuvo súbitamente y descendió. Se escuchaba a lo lejos el ruido característico de la cascada que al caer sobre las rocas producía un sonido hueco.

—Desmonta, chiquilla.

Mary se tiró al suelo antes de que él pudiera ayudarla y se acercó al borde del abismo. Fijó sus ávidos ojos en el fondo, donde las aguas espumosas se agitaban sofocadas por la fuerza impetuosa que las lanzaba hacia abajo.

Se sentaron en el mismo borde. Ted, con naturalidad, le pasó un brazo por la espalda y la atrajo hacia sí. Ella, con la misma naturalidad, posó la cabeza en su hombro y elevó un poco los ojos para mirarle. Ted parpadeó. Nunca había visto aquellos ojos tan cerca y desvió los suyos hacia el fondo de las aguas.

—Mira —dijo suavemente—, tus ojos y las aguas de la cascada tienen el mismo destello irisado.

—Te lo parece a ti.

—No. Es así. No sólo me lo parece a mí.

Mary volvió a mirarle y se echó a reír, zalamera. Estaba coqueteando con él, consciente de lo que hacía Deseaba que Ted hablara, pero Ted no parecía deseoso de hablar ni de hacerse cargo de su fino coqueteo. Sus dedos jugaron por un instante con la garganta femenina. Subían y bajaban y Mary cerró los ojos.

—Me gustaría bañarme —susurró.

—Aquí no es posible. Las aguas te tragarían.

—¿Lo sentirías?

—Pues…, no sé —rió burlon—. Tendrías que desaparecer primero,

—Muy generoso por tu parte.

Y bruscamente, se puso en pie, apartóse del borde y se tendió sobre la hierba, lejos de él. Ted, con irónica sonrisa, fue hacia ella y se tendió también, sin rozarla. Los dos, boca abajo, hablaron por espacio de una hora De cosas sin importancia, de todo menos de sí mismos. De súbito, ella preguntó:

—¿Nunca has tenido novia en la comarca?

—No. Ni aquí, ni fuera de ella.

—Pero sabes tratar a una mujer.

—Claro —rió—. Eso es instintivo en el hombre. Yo no sería hombre si no supiera. Por otra parte, la mujer es como un animalito…

—Sí —cortó enfadada y no quería aparentarlo—, ya me lo has dicho otro día. Somos como conejitos de indias.

—¿Acaso no es cierto?

—Si tú lo dices, lo es, sin duda.

—Supongo que no te enfadarás por eso.

—Supones bien.

—¿Quieres que te cuente lo que hice desde que tuve uso de razón?

—Cuenta, si ello te entretiene.

—Nací un día cualquiera…

—Es lógico. Todos nacemos un día cualquiera.

Ted sacó la pipa, la llenó y metió un dedo en la cazoleta para apretar el tabaco. La encendió aún sin responder, siempre bajo los ojos analíticos de ella, que en aquel instante parecían enfadados.

—Te has vuelto agresiva —dijo al fin, expeliendo una gran bocanada—. Agresiva, pero deliciosa. En efecto, todos nacemos un día cualquiera y en uno de esos días nací yo. Me alegré en seguida de haber nacido —rió a lo bruto, sólo para fastidiarla—. Miré a lo alto y sin duda me gustó el panorama, porque según dicen los que me vieron, en vez de llorar, que es lo que suelen hacer todos los críos recién nacidos, yo me eché a reír como un gorgorito.

—Todo muy interesante.

—¿Verdad que sí? —rió burlón—. Crecí…, también eso lo hacen todos los críos, según creo, Yo no podía ser menos que los demás. Conocí a mi madre, que era una mujer maravillosa, ¿Nunca oíste hablar de mi madre? Se llamaba Elena y se casó muy joven y quedó viuda sin que yo hubiera nacido. Se dedicó al campo, cultivó su hacienda, me adoraba.

Mary intuyó que quería ser burlón.

—Me adoraba —añadió Ted pensativamente—. Era fina, delicada, espiritual, con un corazón muy grande para todo el mundo. Yo no me di cuenta de nada. Yo era un niño feliz y no comprendía las miradas que mi madre clavaba en mí frecuentemente, a raíz de la llegada de aquel doctor… Tampoco supe que era doctor, hasta mucho tiempo después. Repito que era demasiado niño.

Ahora ni siquiera reía, para hacerle ver a ella que se burlaba del pasado de los suyos que tanto le rozaba. Ahora miraba a lo lejos, vuelto hacia el sol, con los párpados un poco caídos y la pipa en la boca, las manos cruzadas tras la nuca. Mary se sentó en la hierba y jugó con los juncos que crecían junto a sí. Oía la voz profunda que parecía recordar en voz alta.

—Aquello era el preludio de un gran amor —confió Ted con acento grave—. No me di cuenta entonces. Me la di después, a medida que el tiempo abría mis ojos a la inteligencia. Mamá quiso mucho al doctor Light, por eso yo quise a Rob. Le quise mucho, y quise asimismo al hombre que adoraba a mamá y que me sentaba en sus rodillas. Sin duda eran felices aquellos días. Y como casi siempre suele suceder, los seres humanos no se dan cuenta de que son dichosos hasta que la dicha pasa. Viendo al doctor y a mi madre yo me decía: Algún día yo seré como el doctor y buscaré una mujer como mi madre y recitaba versos de Gabriel y Galán que tan de manifiesto ponían la dulzura y la felicidad de mi hogar. Me has preguntado si tuve novia en la comarca y yo dije que no, porque es así. Yo tendría que hallar una mujer como mi madre y sentirla cerca de mí como el doctor la sintió.

Mary se había arrastrado hacia él y, sentada en la hierba, inclinaba su busto hacia el hombre tendido en el césped, que hablaba sin abrir los labios. Lentamente, le quitó la pipa de la boca y se inclinó más. Le besó suavemente y Ted la atrajo hacia sí.

—Chiquita.

—Me gusta oírte decir esas cosas —susurró ella ocultando el rubor de su cara en el cuello masculino.

Ted alzó una mano y la acarició una y otra vez.

Así estuvieron varios minutos hasta que ella dijo:

—Es hora de comer, Ted.

—Sí.

—Y luego tendré que volver a Nueva York.

—Quédate aquí.

—Ya sabes que mo puede ser.

Y deseó que él le dijera: «Puede ser. Cásate conmigo y quédate para siempre».

Pero Ted no lo dijo y Mary sintió rencor en su corazón.

*  *  *

Discutían aún a las siete de la tarde. A las ocho pasaba el tren por la pequeña estación.

—Te digo que no.

—¿Pero por qué no? Lo más lógico es que te lleve yo en mi coche. Te prometo que me levantaré al amanecer y llegas para la hora de tu trabajo.

—No, Ted. Prefiero ir en el tren.

—Pero es absurdo.

—Todo lo que quieras. Esta noche dormiré en mi casa.

—Eres una…

—Dilo.

—Una estúpida, ¿me entiendes?

Y dio la vuelta en redondo entrando en la casa.

Mary fue tras él.

—¿Por qué quieres que me quede? Vamos, dímelo.

Ted, sin volverse, dijo:

—No quiero que te quedes. Puedes marchar. Te llevaré a la estación.

Y Mary sintió que la pena la ahogaba, pero sin decir palabra, subió a su cuarto, alcanzó el maletín y volvió a bajar tras de lanzar una breve mirada al espejo.

Toda la tarde estuvienon casi silenciosos. Ted parecía malhumorado. Ella estaba apenada y a veces le entraban, deseos de pegar a Ted. Era un terco. Como hombre debía dar explicación a sus besos. A los tantos besos que depositó en su boca y producían en ella aquella excitada inquietud, aquel deseo imperioso de estar siempre bajo el dominio poderoso de Ted.

Ted, de pie en medio del vestíbulo con las piernas abiertas y la pipa en la boca, los párpados entornados, la miraba de modo raro. Sin duda esperaba que ella se refiriera al contenido de aquella carta. ¿Tenía algo de particular que Mary le dijera que su padre deseaba casarla con él? No. Y los besos cambiados eran un exponente más que añadir al cariño que ambos se profesaban y si era así, ¿por qué no decía lo que él deseaba escuchar?

—Es tarde, Ted, y tengo que marchar a la estación.

—Te acompaño.

—No…, no te molestes.

—Eres absurda —dijo con irritación.

Y tomándole el maletín, salió delante de ella pisando fuerte.

—No corras tanto, Ted —pidió Mary, con deseos tremendos de llorar.

Y se juró a sí misma que Ted no la besaría jamás. Lo había jurado una vez y volvió a reincidir y reconoció además que fue ella quien, junto a la cascada, besó los labios del hombre, pero eso no volvería a ocurrir a menos que Ted hablara y Ted no parecía dispuesto a abordar el tema.

Casi silenciosos atravesaron la. campiña. En la estación no había un alma. Tan sólo, en un rincón, un viejo esperaba con un atado de ropas a sus pies.

—Son las ocho menos cinco —dijo Mary, mirando el reloj—. No tardará en venir el tren. Aquí se detiene apenas unos minutos y si no hay viajeros a la vista sigue adelante.

—Ya lo sé.

—Pareces enfadado, Ted.

—Y lo estoy.

—¿Cuándo vas a ir a verme?

—¿Ir a verte? —saltó Ted con el semblante pétreo—. ¿A Nueva York?

—Sí, no veo que haya preguntado una cosa absurda.

—No —admitió Ted calmándose súbitamente—. No has dicho una cosa absurda.

Pero no dijo cuándo iría a verla. Silencioso, daba pataditas a las piedras, su bota tintineaba enredándose en las piedrecillas. Mary le contemplaba pensativa. Y cuando oyó el silbido del tren y vio aparecer la locomotora casi se alegró, porque deseaba alejarse cuanto antes de aquel Ted silencioso y fiero que de vez en cuando mascullaba una maldición.

—Ya viene el tren.

—Lo veo muy bien —dijo Ted.

—Dame el maletín.

—Te lo subiré al tren.

—No puede ser. Se detiene unos instantes.

—Aún así…

—Te pido el maletín, Ted…

Este la miró un segundo, bruscamente le dio el maletín y giró sobre sus botas.

—Ted —llamó ella, angustiada.

Ted, con la cabeza erguida, siguió adelante y ella terca, con los ojos llenos de lágrimas, subió al tren, se ocultó en un departamento solitario y se echó a llorar con desconsuelo.

*  *  *

Trabajó toda la semana como una autómata. Aunque quisiera reunirse con sus amigos le sería de todo punto imposible ya. Ningún hombre de este mundo, excepto Ted, lograrla entretenerla.

Esperó el sábado con una tensión de nervios tal, que apenas si dormía. Sentóse junto al teléfono una vez hubo comido y estuvo allí hasta el anochecer en que perdió toda esperanza. Tirada sobre el lecho sollozó.

—Terco, más que terco —gimió ahogándose y súbitamente puesta en pie alzó el brazo y entre lágrimas farfulló—: Cretino, estúpido. Pues si espera que yo… ¡Dios mío, yo…!

No, ella no lo diría. Era él quien tenía que decirlo y si no lo decía… Si no lo decía…

Lanzóse a la calle. Eran las nueve de la noche y tenía ganas de pasear, de que el fresco de la noche aliviara un tanto su excitación interior. Regresó a casa una hora después y preguntó a Jana con ansiedad.

—No ha llamado nadie.

—No, señorita, nadie.

Se ocultó en su cuarto y cuando salió a cenar, Jana comentó:

—La señorita está quedando en los huesos.

—Me encuentro bien.

—Sí, no lo dudo; pero no come, no duerme, pasea la casa un ciento de veces… Temo que enferme la señorita.

Mary sintió unos tremendos deseos de llorar, pero no lloró. Comió algo sin ganas por no oír a Jana, y después sé tendió en la turca de la salita a leer un libro, del cual no entendió ni una sola oración.

Y transcurrió otra semana. Quizá si ella le llamara no tuviera tanta importancia, pero las cosas se habían puesto de tal modo tirantes que Mary no daría su brazo a torcer por nada del mundo, ni por aquel su gran amor que cada día se hacía indescriptible y era para ella una necesidad tanto espiritual como material.

—Terco, cretino —se decía a cada instante.

Si bien el resultado era el mismo. Pasó el sábado y Mary hubo de levantarse de junto al teléfono y pasó otro y otro. Tres meses enteros y al cabo de éstos llegó a dudar que Ted la amara.

¿Puede un hombre amar a una mujer y olvidarla durante tres meses? No lo creía posible, mas tratándose de una voluntad tan férrea como la de Ted, todo lo admitía. Mas, existe algo más fuerte que la voluntad y ese algo es el amor. La conclusión de que Ted no la amara, no la admitió en modo alguno. Ted no ia habría besado de aquel modo si no la amara. Ted quiso mucho a Rob y Rob era su padre, y Ted no jugaba con la hija de Rob, y si no era un juego el suyo, ¿qué era?