V
—Ted…, es para ella. Cuando yo…, dásela.
Ted tomo la carta, la miró, le dio dos vueltas en sus dedos y asintió tras de ocultarla en su bolsillo
—¿Se la darás? —pidió Rob, desplomado sobre la almohada—. En ella yo le pido lo que te pedí a ti, Ted.
Este asintió.
—Tú… la harás tu mujer, ¿no es cierto, Ted?
El joven se inclinó hacia la cama del enfermo. Arrastró una silla y se sentó, Sus grandes manos cayeron consoladoras sobre los dedos pálidos de Rob. Los oprimió con cálida ternura. Y Rob una vez más se dio cuenta ele la gran fuente de cariño que ocultaba aquel mocetón Aquel hombron de rasgos acusados, de sonrisa pétrea, de boca relajada. ¡Su querido Ted…!
—Dime, Ted. Dime que lo harás.
—En el caso que ella quiera, Rob. Sí se lo dices en la carta, ella reaccionará de algún modo. No conozco a tu hija, ignoro cómo puede reaccionar en un caso así.
—Mary se dará cuenta ele que debe obedecerme. Os querréis. Tú… eres el hombre que ella necesita…
Ted se puso en pie y retiró la silla con presteza.
—No hablemos de eso, Rob. Aun es pronto, aún puedes vivir… Yo… ¡Cielos, Rob!
—Déjame solo, Ted. Ya sé lo que quieres decir. Ahora, necesito un sacerdote. Después…
Ted salió de la estancia sin apenas pisar. Eran las diez de la noche. Había estado junto a Rob horas y horas después de haberle dicho a Mary aquellas cosas en el despacho. Cenó solo, preguntó por la joven y una doncella dijo que se hallaba en el despacho. ¡Aún en el despacho! Empujó la puerta y entró. Buscó la figura femenina. Estaba allí, hundida en la misma butaca. Con la cara alzada, mirando hacia la ventana a través de la cual aparecía la negrura de la noche. Ted apretó el botón de la luz y la estancia se iluminó. Avanzó hacia la figurina inmóvil y le tocó en el hombro.
—Ven a comer.
Ella nada dijo. Con un ademán apartó el dedo que la rozaba y lo miró.
—Vamos, querida. Necesitas comer.
Mary negó con la cabeza.
—Apenas si has comido en todo el día.
La jovencita se levantó con brusquedad y se acercó a la ventana. Pegó la frente al cristal y quedó inmóvil.
—Mary —susurró Ted acercándosele por la espalda—. Pequeña Mary, yo… quisiera saber consolarte.
La joven se volvió en redondo y fijó sus húmedos y bellos ojos en el semblante serio de Ted.
—No sabes —dijo hiriente—. ¡Qué vas a saber! Déjame sola. Quiero estar sola. Quisiera estar a mil leguas de distancia de aquí, sola con mi padre. ¿Me oyes? Sola con él.
Ted la miraba con rara hjeza. De súbito dio la vuelta, salió del despacho y no volvió a preocuparse; de ella.
Buscó a un sacerdote, veló a Rob, la vio entrar y ni siquiera posó sus ojos en la figura femenina. La sintió llorar casi al amanecer en la estancia contigua. No acudió a consolarla. Aquella Mary no se parecía a Rob. Era una joven consentida, malcriada… Nunca podría ser su esposa. El admiraba a las mujeres dóciles, para potros ya los tenía en la pradera. No era Mary la mujer… No, era bella, joven…, pero nunca sería su esposa.
La sintió llorar horas y horas. La imaginó derrumbada en el sofá con la cara entre las manos. Tuvo deseos de ir a su lado, tomarla en sus brazos y decirle… Sí, podía decirle muchas cosas, ¡cuántas cosas! Pero no se movió. Su pétrea cara parecía más pétrea que nunca bajo el marco débil que proyectaba la luz.
* * *
A las seis, de la mañana Rob se sentó en la cama súbitamente. Miró a un lado y a otro y encontró los ojos de Ted.
—Rob —susurró éste yendo a su lado.
El enfermo buscó los dedos de Ted, los apretó con febril ansiedad. Y al mismo tiempo sus ojos recorrían la estancia.
—Ted…, mi hija, quiero ver a mi hija.
—Está descansando…
—He de verla, Ted. Lo… necesito.
Ted salió y pendió en la salita contigua. Mary, de rrumbada sobre el sofá, parecía una cosa informe. Se acercó y, sin tocarla, dijo:
—Tu padre quiere verte.
Ella no se movió. Pero estaba despierta. El lo sabía por la posición del cuerpo, por los movimientos convulsivos de sus hombros.
—Mary…
La joven, sin mirarlo, se tiró del sofá y de un manotazo limpió las lágrimas.
—Serénate —pidió bajo—. No vas a ver un espectáculo divertido. Ten presente eso.
Mary no dijo nada. Atravesó el salón y entró en la alcoba de su padre y Ted se admiró de su sangre fría. Sonreía junto a la cabecera del lecho, besaba a su padre con ternura, le miraba amorosamente.
—Ya verás, papá —susurraba suavemente, mientras sus dedos acariciaban la frente sudorosa del enfermo—, pronto podremos irnos a nuestra casa, allí estaré constantemente junto a ti. Te leeré tus libros preferidos. En nuestra casa, papá.
Ted se alejó hacia la penumbra. Tenia un raro brillo en los ojos, una ira mezclada de pesar en su corazón. Ella, aquella muchacha, ni siquiera junto a su padre moribundo le perdonaba que él fuera Ted, el dueño de aquella casa, el hombre que su padre quería como a un hermano. Y él intuyó que no se lo perdonaría en la vida.
La sentía hablar y entornó los párpados. Le gustaba aquella voz. Una voz queda, profunda, llena de ricos matices, cálida, femenina, suave. La voz que él desearía sentir junto a sí la vida entera. Apretó los puños. Miraba desde el rincón con los ojos entrecerrados. Veía a Rob tendido en su cama, con la cara vuelta hacia su hija. Y la cabeza de Mary descansando en Ta misma almohada, hablando y hablando con quedo acento.
La veía fina y distinguida, tan diferente a todas las chicas que él conocía en la comarca. Sus dos manos pálidas, de finos dedos, en uno de los cuales lucía un brillante, el cual despedía destellos irisados, acariciaban la cara de Rob. Se detenían en la frente y rodaban lentamente y apresaban el rostro enfermo y lo acercaba a su boca y lo besaba una y otra vez sin ruido, con besos silenciosos, hondos, hondos.
Apartó la vista. El había tenido muchos amores. Muchos, allí, en la pradera. Pero nunca sintió aquellas cosas al mirar a una mujer determinada y las sentía ahora viendo a la hija de Rob. A aquella muchacha tan diferente a él, tan débil, tan entera a la vez, tan orgu llosa… El la hubiera doblegado, pero así no la quería Ella tendría que venir a él y decirle… Esbozó una débil y triste sonrisa. Como si fuera posible que aquella distinguida joven viniera algún día a él, a él que era un patán, un burdo hombre del campo, un labriego Ella lo confundió con un peón y hasta tenía a menos relacionarse con él. Ahora mismo al consolar a su padre moribundo le hería: «Cuando estemos en nuestra casa».
Apretó los puños y bruscamente salió de la estancia, pero antes de cerrar la puerta, Rob le llamó con un hilo de voz y Ted dio la vuelta y se acercó al lecho.
—Ted.
—Estoy aquí, Rob.
—Acércate más. Apenas te veo, Ted.
Se inclinó. Todo el perfume de la mujer entró en su ser como un veneno, como una daga opresora, como un pecado.
La sintió junto a sí. Los dos arrodillados en la alfombra miraban a Rob y éste, a tientas, buscó las dos manos. Y fue entonces cuando Ted sintió en sus dedos callosos la suave tersura de los dedos femeninos. Rob apretó las manos entre las suyas, las apretó con violencia y de súbito, las soltó.
Mary dió un grito. Ted se irguió.
Rob había muerto.
* * *
Ted, vestido de negro, atendía a sus amistades. Buscaba con los ojos la figura menuda de Mary y en todo el día no pudo hallarla. Entró en la cámara mortuoria y la vio sentada junto al ataúd.
—Mary.
—Déjame —dijo sin levantar los ojos—. Déjame.
La dejó.
Pasaron horas y horas. Dentro de las ropas negras su figura parecía más fuerte. Cuando fue preciso sacar el ataúd, tocó en el hombro de Mary.
—Vete a tu cuarto.
La joven no lloraba. Sus grandes ojos verdes miraron a Ted con brillo febril.
—He de ir con él hasta allí —dijo—. Y no habrá nadie que pueda impedirlo.
Ted no pensaba hacerlo. Encogió los hombros. Y más tarde caminó a su lado por la pendiente nevada. Vestía de negro, envuelta en el abrigo de grueso paño, parecía mayor. Era un suplicio para él pensar en la muerte de Rob y en aquella mujer rebelde que, pese a sus buenos propósitos, quedaba demasiado sola. Sin dinero, con dieciocho años y sola…
Vio cómo Rob era depositado en el panteón familiar junto a Elena Muskett y James Light su padre. Vio cómo el grueso mármol caía sobre el negro agujero y de súbito sintió a su lado los sollozos contenidos hasta entonces de Mary Light. Instintivamente le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí. La atrajo fuerte, con ternura desconocida en él y le dijo al oído.
—Cálmate, querida…
Mary seguía llorando. Uno a uno todos desaparecieron del cementerio. Quedaban solos allí, vestidos de negro, inmóviles, mudos.
—Mary.
Se apartó de él blandamente y se acercó al panteón.
—Has de tener resignación…
Mary le miró. Le miró con ira, con odio.
—No era tu padre —dijo hiriente—. Y como no lo era…, no sabes lo que es eso.
—También yo lo perdí.
—Pero no lo sentiste como yo.
Ted esbozó una rara sonrisa.
—No hablemos de eso, muchacha. Ahora volvamos a casa.
—Vete tú… Yo… he de quedar aquí.
Tuvo deseos de irse v dejarla; no pensar más en ella, pero recordó a Rob. Para él perder a Rob era como si su padre muriera por segunda vez, aunque Mary no lo creyera así. Pero Mary qué sabía; era demasiado inconsciente, demasiado niña para comprender ciertas cosas.
Se dejó caer en una piedra y permaneció allí más de una hora. Las últimas luces del día se perdían tras la colina. Ante él tenía a Mary, arrodillada en el suelo con la cara entre las manos. No pensaba decirle nada. Cuando ella quisiera, la seguiría.
Al fin, Mary se puso en pie, le miró, y echó a andar en dirección a la casa.
—Has de comer algo —dijo a la joven.
—No tengo apetito. Me retiro —replicó Mary sin mirarle.
—Entonces, toma esta carta. Me la dio tu padre para ti.
Se volvió bruscamente.
—¿Una carta?
—Sí, una carta. Tómala.
Le miró escrutadora.
—¿Conoces su contenido?
Sostuvo valientemente aquella mirada.
—No —mintió con aplomo.
Mary la tomó entre sus dedos y le dio varias vueltas.
—¿Sabes tú si mi padre hizo testamento? ¿Acaso te nombró mi tutor?
—No sé nada.
La joven apretó ¡a carta contra el pecho y girando sobre sus zapatos se perdió en la escalera.
Ted cenó. Se ocultó en la biblioteca, y esperó que ella apareciera coa la carta en la enano, tria, hiriente, insultante. Pero Mary no apareció.
Ted, durante horas interminables, paseó su dormitorio como fiera enjaulada. ¡Testamento Rob! ¿Acaso Mary no sabía que su padre carecía de fortuna? Sonrió apenas. Sería dura para ella la vida si no atendía el consejo de su padre. Dura y fea, porque era orgullosa y la vida, en adelante, no sería igual. La vida a veces se vuelve contra uno, le azota y le humilla. Eso le pasaría a Mary Light por muy bella que fuera, por muy joven, por muy inteligente… La felicidad, la holgura, la tranquilidad le había vuelto la espalda. Y él lo sentía, no quisiera sentirlo, mas lo sentía.