VII
Se hallaba tendida en la cama cuando sonó el timbre del teléfono, alargó la mano con desgana y acercó el receptor a su oído.
—Hola, Mary.
La voz de Ted resultaba inconfundible. Era una voz pastosa, autoritaria, seca.
—Ted, recibí tu regalo.
—Espero que haya sido de tu agrado.
—Por supuesto, pero no debiste preocuparte.
—Sólo me interesa que sea dé tu agrado.
—Lo es.
—¿Qué haces? ¿Cómo va ese trabajo de modelo…? ¿Eres feliz?
—Sí —mintió. Todo lo feliz que quise ser.
—Ya. ¿cuándo te decides a dar una vuelta por la finca? Ya sabes, para mí será un día feliz cuando te vea llegar.
—Te prometo que en la primera ocasión.
—¿Por qué no el sábado. Puedo ir a buscarte en mi coche. Te llevaré el domingo por la noche o el lunes al amanecer. Son unas pocas horas de viaje.
—Gracias por tu interés, Ted. Pero no es preciso que te molestes.
—No es molestia se apresuró a decir.
—De todos modos, gracias. No puede ser por ahora. Aún no me he desintoxicado.
—Odias el campo.
—Un poco nada más. ¿Y qué haces tú, Ted? ¿Trabajas mucho?
—Como siempre —su voz al otro lado sonaba rara—. Te dejo, Mary. Seguramente que te estoy aburriendo. Te llamaré el sábado si vengo temprano del campo. Ya sabes, ahora, en verano, el trabajo, es agotador. Adiós, Mary.
—Adiós, Ted.
Colgó y recostó la cabeza en la almohada. Cerró los ojos. Pensó en Ted. El conocía el deseo de su padre. Lo sabía como ella, puesto que su padre se lo decía en la carta, y no sólo lo sabía, sino que tenía clara noción de que ella lo sabía también y además…
¿Qué pensaba Ted de todo eso? ¿Por qué no era sin cero y se lo decía? Podía decirle: «Mira, yo sé muy bien lo que tu padre deseaba de nosotros y sé que tú sabes que yo lo se, pero no podemos casarnos porque somos diferentes. Porque tú eres superior a mí y porque nos hemos criado en un ambiente diferente».
Y ella respondería… ¿Qué respondería ella? Tendría que hablar Ted para saberlo. Y le molestaba en gran manera que Ted no se interesara por su belleza. Después de todo ella gustaba a todos los hombres; ¿es que Ted era diferente a todos los demás hombres? Claro que no.
Malhumorada, se puso en pie. Le molestaba que él fuera atento con ella, prefería que la olvidara por completo, que la ignorara…
Al sábado siguiente, cuando ella acababa de regresar del trabajo, sonó el timbre de la puerta. Se hallaba en combinación y se puso una bata sobre ella. La ató rápidamente y salió a abrir, pues Jana no estaba en casa en aquel momento.
Quedó con la boca abierta y Ted se echó a reír con risa nerviosa.
—Ted —susurró ella.
—Hola. No me esperabas, ¿eh? Pues aquí estoy.
—Ya… ya te veo. Pasa, pasa.
Ted pasó. Desviaba los ojos de aquella cara de mujer. Los desviaba, si, tenía miedo de sí mismo. El se conocía y sabía de la forma que deseaba a aquella joven. Sí, ahora lo sabía. Sabía asimismo que la amaba como un loco y si estaba allí era porque no pudo soportar un minuto más sin verla y la encontraba más bella que nunca. Sí, infinitamente más bella.
—No te esperaba —dijo ella, entrando en la salita azul.
—He venido por unos asuntos —mintió— y me dije que sería del género tonto no hacerte una breve visita. ¿Cómo estás? Ya veo que has mejorado. Decididamente el campo no te sienta…
Mary sonrió. La aturdía la presencia de un Ted jovial en su casa. La desconcertaba y más sabiendo que su padre… Y él lo sabía. Aunque nunca dijera nada, él lo sabía, como ella lo sabía también.
—Siéntate, Ted. Acabo de llegar del trabajo. Permíteme que vaya a vestirme. Ahí, en el mueble-bar tienes toda clase de bebidas. Aún están ahí… desde que papá… las puso.
Se alejaba hacia la puerta. Ted la vio ir y la vio reaparecer envuelta en un modelo de tarde negro, ajustado al cuerpo, marcando la cadera y el busto. Cielos, estaba guapísima, y su pelo entre rubio y castaño destacaba sobre el color negro de su traje, y los ojos verde mar se abatían bajo el espeso marco de las pestañas, produjo en Ted un sobresalto.
Desvió los ojos y comentó, como al descuido:
—Tienes una casa preciosa.
—Sí. ¿Tú sabías que mi padre había comprado el piso?
—Algo le oí decir, pero no recuerdo bien.
—Me sorprendió.
—Es bonito y señorial.
Dio algunas vueltas por la sala y sin quitar una ruano del bolsillo del pantalón, abrió el mueble bar y ojeó curioso.
—Si que está repleto.
Mary le contemplaba absorta. Ella nunca había visto a Ted vestido de calle, Sólo cuando murió su padre, pero entonces no estaba ella para fijarse en nada. Ahora lo veía. Vestía un traje de franela gris de corte irreprochable, camisa blanca, corbata discreta y zapatos negros brillantes cual espejos. Era el mismo Ted, con su vozarrón de mando, su risa intempestiva, sus bruscos modales, pero, al mismo tiempo un Ted diferente. Ted no era elegante, pero llevaba la ropa con soltura, la americana holgada, abierta por atrás le daba aire de deportista y su cabeza de negros cabellos peinados sin goma ni agua, a veces en los movimientos, se le venían a la frente.
—¿Te preparo algo de beber, Ted? —preguntó, como si pretendiese alejar pensamientos absurdos.
—No te molestes. Lo liare yo. Oye —se volvió hacia ella—, ¿no quieres salir a dar una vuelta por la ciudad? Te advierto que tengo el auto abajo y mi «Cadillac» es casi tan cómodo como el tuyo.
—El mío lo vendí.
—Sí, ya sé… ¿Damos una vuelta?
—Pues… hace un siglo que no salgo.
—Anímate.
—Sea, pues. Dejaré una nota para Jana. Jana es mi muchacha para todo —rió bajo los ojo brillantes de Ted—. ¿Vas a cenar conmigo? Es sábado y no creo que mañana domingo tengas ocupación en la hacienda.
—No —replicó, sin dejar de mirarla—, no la tengo.
—Pues quédate y puedes marchar el lunes al amanecer.
—Me tientas. Hace tanto tiempo que no vengo a Nueva York… Esto me aturde un poco, pero yendo con una chica de mundo como tú… me sentiré como en mi propia hacienda.
Ella rió a lo tonto, sin saber qué decir.
—¿Vamos, entonces?
—Sí. Permíteme que me cambie en un instante.
—Si estás muy bien así —seguía mirándola—. Muy bien, sí. Además no vamos a ir a ningún sitio. Pasearemos en el auto.
—Entonces tomaré un abrigo.
* * *
Departían como dos buenos amigos. Ted no quería pelear con ella y ella no deseaba pelear con Ted. Nunca tuvo con él una conversación seria y ahora hablaban de todo sin enfadarse, con naturalidad.
El recorrido por la capital fue entretenido. Ted reía por todo con su risa fuerte, viril, del hombre que no tiene grandes problemas en la vida. Ella le analizaba. Ted se revelaba de un modo diferente, si bien no por ello le admitía en su intimidad. Mary como amiga de Ted sería estupenda, como esposa no. Al menos ella lo creía así. Y en el fondo le molestaba que Ted se mostrara tan jovial, tan indiferente a sus encantos femeninos. Porque hay que decir que Mary era una mujer como las demás, y tener un hombre al lado una tarde entera sin oír un cumplido a su indiscutible belleza era casi una ofensa para su sexo.
Cuando regresaron a casa, ya Jana, atendiendo a la nota que Mary le dejó escrita, tenía la cena dispuesta para dos y cenaron en la mejor armonía. Luego pasaron a la salita azul, él fumó su pipa y ella un cigarrillo recostada en los almohadones del diván.
—Me gustaría que volvieras de vez en cuando a la finca. Ahora, en verano, aquello es magnífico. ¿Quieres que venga a buscarte el sábado por la tarde?
—Imposible, Ted.
—¿Pero por qué?
—Ahora no soy una chica despreocupada, sin ocupación, ya sabes. Salgo rendida del trabajo y me vengo a casa. Me tumbo en este diván y fumo un cigarrillo que me sabe a gloria. Luego leo, me distraigo…
—Pero tu vida es absurda. A los diecinueve años se piensa en algo más.
—Quizá más adelante vuelva a mi mundo, a mi ambiente —no quería decir que todos le habían vuelto la espalda—. Pero ahora déjame descansar.
—Está bien —miró el reloj—. Son las doce. Me voy al hotel. Mañana vendré a buscarte y te llevaré por ahí. ¿Quieres?
—Bueno.
Se tiró al suelo y le siguió hacia la puerta. Allí él se volvió y la miró fijamente.
—Quisiera poder convencerte para que dejaras el trabajo —dijo grave—, pero ya veo que no podré convencerte nunca.
—Por supuesto.
Abría la puerta y le sonreía. Ted, impulsivo, puso su mano sobre los dedos delgados y susurró:
—Eres muy testaruda.
—Y tú como yo.
—Sí —asintió soltando los dedos que no se estremecieron bajo los suyos—, ambos nos parecemos demasiado. Buenas noches, chiquita.
—Buenas noches, grandullón.
Se cerró la puerta tras la figura imponente y Mary miró ante sí. Ido él parecía la casa más vacía que nunca. Había que admitir que la personalidad abrumadora de Ted lo llenaba todo.
Cuando ya se hallaba en la cama sonó el timbre del teléfono. Lo alcanzó presurosa sin saber por qué. La voz de Ted sonó al otro lado.
—Se me olvidó hacerte una observación.
—¿Pero ya llegaste al hotel?
—Naturalmente y estoy acostadito en cama como un angelito. ¿Y tú…?
—Yo también.
—¿Qué hacías?
—Leía un libro soso. Pero…, ¿sabes? Eres muy curioso, Ted.
—Un poco nada más.
—¿Qué observación era ésa?
—Verás —y la voz sonó ronca—, no quisiera molestarte. Y espero que me digas con franqueza tu opinión sobre el particular. Ya sabes que soy un labriego mal educado, un rudo patán del campo que no sabe presentarse en ninguna parte. Temo que mañana salgas conmigo obligada por el convencionalismo y yo… no soy convencionalista.
—Eres absurdo.
—Ya sabes que no. Dime la verdad. Si te avergüenzas de ir a mi lado, prefiero volver a la finca.
Mary se asombró de que él dijera aquellas cosas. Era absurdo, sí. ¿Avergonzarse de él? ¡Qué tontería…! Quizá algún día lo pensara, pero ahora… no. Claro que no.
—Ted, dices unas cosas tan absurdas que no sabré qué responderte. Para convencerte de que no me avergüenzo de ti, mañana iremos a un club que yo conozco bastante.
—No necesito demostraciones. Basta con que tú me digas que no.
—Pues claro que no. A veces pareces un niño.
—Y no lo soy.
—No, no lo eres —rio.
—¿Te molesta que te haya llamado por teléfono?
—En modo alguno.
—Pues hablemos. No tengo sueño. Me siento despierto y vivaz, hasta juguetón. Me gustaría ser un hombre como tus amigos y poder decirte miles de cosas.
—¿Y qué cosas serían ésas, Ted?
—Cosas —rió con su risa peculiar, mezcla de ternura y burla—. Cosas tontas sin duda, pero que gustan a las chicas. Las chicas, Mary, son como los conejitos de indias. Si los acaricias y les das caramelos…
—Ted, Ted… cuidadito con lo que dices. Las comparaciones campestres me.
—¿Qué?
—Me revientan.
—Ajá. Entonces diré que sois como arbolitos silvestres que nacen junto a las orillas del río. Si los trasplantas…
—¿Otra vez, Ted?
Ted rió a lo bruto y su risa llegó clara y vibrante a los oídos de Mary, la cual, sin saber por qué se sintió menos sola.
—Perdona, chiquita. ¿Adónde iremos mañana? Me gustaría salir a la ventura y tirarme en un prado junto a ti y cerrar los ojos y sentir tu mano en la mía…
—Ted —susurró Mary, desconcertada—, ¿qué significa eso? ¿Me haces la corte?
Ted volvió a reír ahora con despreocupación.
—Es una forma de hablar —dijo.
Y ello molestó grandemente a Mary Light.
—Tengo sueño, Ted.
—Es que te cansan mis tonterías. Descansa, chiquita.
Mary colgó sin responder. Y cerró los ojos con violencia. Aquel endemoniado Ted… Ella no conocía a Ted. No, no le conocía y esto la molestó. Sí, Mary Light se sintió muy molesta. Miró con ira hacia el aparato telefónico y volvió a cerrar los ojos. Sus uñas nacaradas se clavaron con fuerza en la almohada, y apagando la luz se metió bajo las sábanas.