VII

Nora la sintió llegar y abrió los ojos.

—Cris...

La joven entraba. Paso a paso, con lentitud, como si le pesaran los pies. Llevaba el abrigo tremendamente ceñido a la cintura como si sus nervios estuvieran apretando y apretando sin saber lo que hacía.

Nora se levantó y fue hacia ella.

—Cris —susurró—, son las tres de la mañana. Has estado con él. Te has acostado con él.

Cris la miró entre asombrada y dolida.

Meneó la cabeza.

Después dijo a media voz, como si aquélla se le escapara por sólo una esquina de la boca:

—No me lo ha pedido. No le di tiempo. Lo último que le dije fue que se librara de mi lástima. Después, me fui. Le dejé allí, sordo, pegado a la pared... —emitió una mueca—. Pero me he desahogado. Ahora ya sabe que le amo y que jamás le engañé con Jack. Y si no quiere saberlo, peor para él. Esperaré poco. Me arrancaré ese sentimiento a dentelladas antes de volver a insistir sobre ello. Si no me cree, es que jamás me ha amado y necesitado. Es que para él sólo fui una mujer más, y eso sí que me duele.

—Entonces..., ¿dónde has estado tantas horas?

—Caminando. Andando de un lado a otro, muda, absorta, sin saber lo que hacía. Iba, caminaba. No sabía siquiera por dónde. Creo que me perdí. Creo que oí a los noctámbulos transeúntes decirme las mayores barbaridades que jamás escuché y proposiones de risa —pasó los dedos por el pelo—. No esperé que me respondiera, Nora. Creo que ni aun ahora, aunque estuviera ante él, Mich me hubiese respondido. Le dije eso. Lo último que le dije fue eso. Que se librara siempre de la lástima de la mujer amada... —se derrumbó en un butacón, se desabrochó el abrigo y miró sus pies cansados—. Nora, ¿sabes? Eso fue lo que yo sentí por Jack. ¡Lástima! ¡Lástima de su amor! Un sentimiento de infinita piedad porque me hubiera gustado corresponder a sus sentimientos. En este instante en que siento a Mich tan frío ante los míos, hubiera querido amar a Jack y poder besarle con amor, no con infinita lástima como hice.

Volvió a ponerse en pie.

Quedó un poco tambaleante y de nuevo pasó los dedos por el pelo.

—Estoy cansada. Me voy a la cama.

—¿No aclaraste nada con él? ¿Sabes si aún te ama?

Miró a su amiga con ternura.

—Me ama. Que luche ahora. Que rumie lo que ha oído. Si no me amara no odiaría a Jack con todas las fuerzas de su ser, y ahora ya sé que le odia, pero sé también que su odio no llega a mí. A mí me ama a su pesar y presiento que me desea aún más que antes, que ya es decir. Ni por un momento nombró el divorcio. Ni por un segundo dijo que no me quería. Me oyó. Eso fue todo. Pero me oyó porque yo le obligué a oírme gritándole, subiendo mi voz sobre la suya.

—¿Y qué harás mañana? —se asombró Nora.

Cris sonrió.

Una sonrisa casi cínica. Dura.

Una sonrisa amorosa al fin y al cabo.

—Iré. Iré como todos los días y para mayor escarnio suyo no recordaré la entrevista de esta noche v le trataré de usted y le llamaré doctor.

—¡Cris!

—Tengo valor para eso. Así le quiero, Nora. ¿Lo entiendes tú?

No lo entendía de sí misma, pero tratándose de Cris sí lo estaba entendiendo.

—Me voy a la cama —dijo Cris sin esperar respuesta porque ya la conocía—. Teñgo que descansar y poner el despertador para no fallar a mi hora con el doctor Darel...

Fue. Claro que fue.

Todo estaba igual.

Los enfermos de hora en el recibidor.

Marie revolviendo en los archivos.

Los pasillos de suelo blando y silencioso.

Ella fue a su cuarto y cambió su ropa de calle. Se puso la cofia v se miró al espejo.

Estaba callada, ojerosa, pero era ella.

Ella, para mayor dolor de Mich.

Ahora ya conocía un poco más a Mich.

Incluso más en su silencio actual, de la noche anterior, que repitiendo que la amaba noches y noches, entre besos y besos.

Oyó a las once en punto el timbrazo. Seguramente que pensaba que tendría a Marie por toda enfermera.

Pero su sorpresa iba a ser muy grande cuando de nuevo la viese a ella.

Acudió al recibidor y reclamó al enfermo de turno.

Le acompañó al consultorio. Llamó. Oyó el sí menos ronco. Como cansado, como fatigado. Abrió. Se topó con sus ojos.

Bajo los cristales blancos aquellos ojos la miraron asombrados. No pudo dominar su asombro, no, ya lo sabía ella.

—Buenos días, doctor —dijo, y seguidamente pronunció el nombre del enfermo.

Pasó al enfermo sin que él dejara de mirarla y después cerró.

No quiso llorar.

Tenía ganas de hacerlo. Infinitas ansiedades de desahogar el llanto, su amargura e incluso su triunfo ante él, pero se mordió sus ansiedades y sus debilidades.

Se mantuvo firme esperando el nuevo timbrazo. Sonó casi en seguida.

Acudió al consultorio con paso firme. Llamó de nuevo.

—Sí —oyó.

Pasó.

—Doctor, usted dirá...

Así.

Así, con voz firme y mirándole con la misma firmeza desafiante.

Apenas si encontró sus ojos. Se diría que él huía de aquella mirada femenina.

—Tome la tensión al enfermo y anótela —le oyó decir.

Lo hizo.

Sin una vacilación. Después, se fue. A las siete, cuando terminó la consulta, se apresuró a marcharse antes que él. Evitó encontrarle.

* * *

Llovía.

Esperó unos segundos en el portal. Sólo unos segundos antes de lanzarse bajo la lluvia.

Por eso, porque esperó sólo unos segundos, se asombró cuando oyó su voz junto a ella. Daba la sensación de que salió en su seguimiento, pero llevaba la cartera de piel en la mano y el gabán puesto.

—Te llevo en mi auto —dijo.

Y no preguntaba.

Y sin que ella respondiera aún, añadió:

—No recuerdo dónde vives.

La tuteaba.

Su voz era más humana.

Humana como antes.

¿Qué pretendía?

Ella no lo dudó nada.

Había que poner fin a aquello. O continuarlo o terminarlo en aquel mismo momento. De nada servía hacer comedia. De nada aquella tensión de nervios en su despacho. O le ayudaba como esposa que era, pero no como enfermera.

Ya, no.

Aquel el último día.

Con voz suave, sin rigidez, dio su dirección, después añadió:

—Queda lejos. Seguramente te desviarás de tu camino.

—No importa.

Sintió sus dedos asiendo su brazo para cruzar juntos la calle hacia el auto. Entró él primero y luego desde dentro le abrió la otra portezuela.

—Entra —dijo—. Entra en seguida, porque de lo contrario te pondrás como una sopa.

Entró. Se acomodó en el asiento y echó el pelo húmedo hacia atrás.

—Qué día de perros.

El no dijo nada.

Puso el auto en marcha. Cruzaron un montón de calles elegantes para dirigirse al barrio comercial.

—Siento que pierdas tu hermoso tiempo.

—No importa tanto el tiempo que se pierde a gusto de uno.

Le miró.

Tenía las mandíbulas apretadas.

Miraba al frente.

—Si quieres, hablamos de ayer.

—No —dijo él con fiereza—. Ya, no.

—Como gustes.

—No quiero que sientas lástima de mí.

Había calado aquello.

Era de esperar.

La voz de Cris, dentro del silencio del auto, era tenue y suave.

—Jack fue un gran amigo. Jack jamás me propuso unas relaciones ilícitas.

—¡Cállate!

—Me propuso que me divorciara de ti.

—Ah.

—Que te dejara.

—Ah.

—Que me casara después con él.

—¡Cállate!

—Mañana no volveré a la consulta.

—Así termina todo.

—O así empieza.

—¿Qué quieres decir?

—Tuerce a la derecha. Vivo al final... En aquella casa de ladrillos rojos.

Un silencio.

Una indecisión.

Después...

—¿Sola?

—Con una amiga y tu hijo.

El auto se detuvo en seco.

Así.

El frenazo fue súbito.

Sintió sus ojos en los suyos.

Unos ojos ávidos, duros, fieros

—¿Qué dices?

—Mich...

—¿Mich?

—Se llama como tú.

Su voz seguía siendo suave.

Cálida.

El apretó los puños en el volante.

Parecían garfios.

No creía.

Que tuviera el hijo, sí. Que fuera suyo... la duda estaba clara.

Se apreciaba en sus ojos.

—Puedo bajar aquí —dijo ella sin añadir más.

Y abrió la portezuela.

Michael fue a sujetarla, pero su mano se quedó bailando en el aire. Apretó el puño. Fiera la mirada.

—Es tuyo —dijo, y lo recalcó por tres veces—, tuyo, tuyo. Nunca tuve relaciones sexuales ni amorosas con otro hombre. Cree lo que quieras. Y cree también que sigo amándote como tú a mí. Me necesitas tanto como siempre me has necesitado, como yo sé que te necesito a ti. Pero no cejarás. Eres así... Peor para ti. Pide a Dios que un día, cuando vayas a buscarme no como enfermera, que no volveré, como esposa que soy y quiero seguir siendo, no sienta lástima de ti. No se puede ser tan absolutista. Hay que creer en uno mismo, en el poder y en el sentimiento de uno mismo y en los demás... En la sinceridad y la honestidad de los demás. Cuando no se cree en la honestidad de los demás, es que uno no es honesto. Tú sabrás lo que eres.

Descendía.

Mich hizo intención de saltar tras ella.

Pero se quedó en el auto.

Cris aún se volvió.

Miró al hombre con fijeza.

—Tuvo, de tu erotismo, de tu amor, de tu sexualidad. Créetelo o no, pero es tuyo y si no lo crees vete a verlo. Pero ten cuidado —asomaba la cabeza por la ventanilla para verlo bien—. No sea que vayas sólo a cerciorarte, y este amor que siento por ti y este deseo se convierta en lástima, en caridad hacia tu ansiedad... Ten mucho cuidado. No pienses que me sacrifiqué seis años de mi vida buscándote sólo por capricho y para enjaretarte un hijo que no es tuyo. No seas absurdo. De ser de Jack, me hubiera ido con él. Tengo valentía suficiente para decírtelo. Me refiero a si lo hubiese amado a él como te amé y te amo a ti. No me detienen los prejuicios. Soy humana y como tal me desenvuelvo. Es tu hijo, tuyo y mío y de nadie más. Buenas noches, doctor Darel.

Cruzó la calle.

A paso firme.

Ya lo había decidido.

De no deponer Mich su orgullo, su dignidad masculina, de no creerla, de no ir a buscarla aquella misma noche, empezaría a olvidarlo de inmediato. E igual que había logrado amarle durante seis años sin decaer, igualmente lograría olvidarle sin desfallecer ante el fracaso.